DEDICATORIA

A la memoria imperecedera de Luis Beethoven, autor de la página musical más deliciosa que ha sonado hasta ahora en el mundo.

Desde la remota antigüedad hasta nuestros días parece que poetas y novelistas se han complacido en disfrazar la vida de los campesinos. Fácilmente se explica. La existencia es triste y dura para los humanos y lo ha sido, aun más que en los presentes, en los pasados tiempos, aquellos de las continuas guerras, de los horrorosos saqueos, de los crueles tiranos, de las hambres y las pestes. Huyendo las tristezas y amarguras de esta vida, los míseros mortales se refugiaban con la imaginación en otra ideal. Ninguna les parecía más dulce y placentera que la de los campos, en presencia de la bella naturaleza, entre hombres sencillos y pacíficos animales. De aquí nacieron los idilios y las églogas. En los tiempos más aciagos de la Revolución francesa, cuando diariamente rodaban bajo la guillotina muchas cabezas, se representaban en el teatro los más tiernos idilios.

Pero los antiguos, debemos confesarlo, han sido más fieles a la verdad que los modernos. Las Pastorales, de Longo, y los Idilios, de Teócrito, son deliciosos, y, salvando la intervención sobrenatural, por otra parte muy graciosa, de dioses y diosas, ninfas y sátiros, más verídicos en lo, que se refiere a la vida ordinaria de los campesinos que los que después se han escrito. Las mismas églogas de Virgilio, bastante artificiosas, se acercan más a la verdad que las de nuestro Garcilaso.

El sueño pastoril fue constante hasta los tiempos modernos. El sin par Don Quijote de la Mancha participó de él cuando, vencido por el caballero de la Blanca Luna, se vio obligado a renunciar a la andante caballería. Entonces, no resignándose a una vulgar existencia, quiere vivir como los inocentes pastorci-tos, él se llamará el pastor Quijotiz, su escudero Sancho Panza el pastor Pancino, el cura de su pueblo el pastor Curiambro. Es uno de los episodios más graciosos del libro inmortal.

El sueño se ha disipado. Llegaron los novelistas del siglo XIX con sus anteojos ahumados y no vieron en el campo más que negruras, monstruos de malicia, hembras rijosas, machos bra-víos, intrigas tenebrosas, suciedades y abominaciones de todo género. No es posible leer uno de los libros más famosos del más famoso de los naturalistas franceses sin sentir el corazón oprimido y el estómago asqueado.

Tan falso es uno como otro. He nacido en una aldea, y he vivido largas temporadas en ella. Cierto, no he conocido Filis y Galateas, Batilos y Nemorosos, ni he visto corderitos intelectuales y bueyes sensibles; pero tampoco hallé las monstruosas abominaciones de las modernas novelas naturalistas. Egoísmo como en todas partes, vicios también, aunque no tan refinados como en la ciudad, y, sobre todo, lucha de mezquinos intereses. Esto es lo que pude observar en la aldea. En el campo se lucha por el interés y en las ciudades por la vanidad. ¿Cuál de estas dos luchas es más despreciable y ridícula?

A más del goce que proporciona la belleza y el silencio amable de los campos, confieso que me han divertido extremadamente los muchos incidentes cómicos, que no puede menos de engendrar la rústica ignorancia de sus habitantes. Algunas de estas impresiones placenteras he querido reflejar en las siguientes páginas. Aquellos pocos de mis contemporáneos que hayan vivido hace medio siglo en una aldea de Asturias podrán testificar si son infieles o verídicas.

Andante con moto

I

Lo primero que Angelina pensó al abrir los ojos fue que mada-me Petit no le había enviado el vestido. Si no lo tenía listo antes de la tarde, imposible asistir a la Embajada de Austria. Rechazó con horror esta visión, se agitó entre las sábanas, hizo repetidas muecas de disgusto, dio algunas vueltas, y al fin, dejando escapar un suspiro, cerró de nuevo los ojos y se quedó dormida.

Era una linda cabecita de negrísimos cabellos, un rostro pálido, suave y aniñado. Sin embargo, Angelina no era un bebé: había cumplido ya diecinueve años.

Al cabo de unos minutos se despertó otra vez, y la misma visión temerosa surgió delante de sus grandes ojos negros y expresivos. Su frentecita se arrugó, sus labios se alargaron con una mueca de profundo disgusto y sus lindas manos apretaron, convulsas, el embozo de la cama. No le faltaban, no, trajes de noche; tenía el de tafetán azul, el blanco crema. Angelina contó hasta siete. Todos ellos los había estrenado. ¡Qué desgracia! Dio otras cuantas vueltas, dejó escapar otro suspiro y otra vez quedó dormida.

Era el dormitorio una elegante pieza con todos los refinamientos y el lujo exquisito que pudieran encontrarse en aquella época, no muy apartada de la nuestra, pues nos hallamos en el último tercio del siglo pasado. Una cama de palisandro cubierta con colcha de raso azul, cortinas igualmente de seda azul en los dos balcones, las paredes con tapices modernos, representando escenas galantes de damas y caballeros del tiempo de Luis XV y la Pompadour; el techo forrado de seda fruncida, formando una estrella en el centro; el piso con alfombra de flores, una coqueta y sobre ella un juego de plata para el aseo, un gran armario de tres lunas, una mesita dorada que soportaba una pequeña estatua de la Virgen Inmaculada, de marfil; todo precioso, todo rico, revelando una opulencia poco corriente.

Angelina se despertó y lo primero que vieron sus ojos fue a su doncella Rufina plantada a la puerta del cuarto y mirándola sin pestañear

—¿Qué haces ahí, tonta? —le gritó, encolerizada—. ¿Por qué me has despertado?

No era verdad.

—Pensaba que la señorita deseaba levantarse, pues son ya las diez.

—Yo no te pregunto la hora que es. Lo que quiero saber es que por qué me has despertado, ¿entiendes?

—Pensaba que la señorita...—repitió la doncella.

—Tú no puedes pensar nada, porque eres una tonta, ¿sabes?... Bueno, ayúdame a vestir. ¿Tienes preparado el baño?

—¿Cómo no, señorita?

—Bien, ayúdame a vestir.

Angelina se levanto perezosamente de la cama. La doncella le calzó unos ricos chapines después de frotarle suavemente los pies, y le pasó sobre los hombros un salto de cama de toda elegancia.

Era Angelina de mediana estatura, extremadamente delgada; sus ojos, velados por largas pestañas rodeados por un leve círculo azulado, tenían expresión de quietud y melancolía, que contrastaba con la viveza, y aun podría decirse violencia de sus ademanes.

Resueltamente se dirigió al cuarto de baño, que era otra primorosa pieza que correspondía a la elegancia del dormitorio. La doncella la despojó cuidadosamente del salto de cama y el camisón, y con el mismo esmero la ayudó a introducirse en el baño. La señorita dejó escapar un grito:

—¡Tonta, retonta, está frío!

Y tornando un puñado de agua se lo arrojó a la cara.

—¡Como la señorita tardó tanto tiempo en despertarse! —balbució la doméstica, limpiándose con la toalla que tenia en la mano—. Pero no se enfade la señorita, eso tiene pronto arreglo.

Y abrió la llave del agua caliente.

Cuando estuvo a su gusto, Angelina se dejó caer, y bajo la suave caricia del agua permaneció unos momentos como adormecida, frotándose lenta y delicadamente el pecho y los brazos.

¡Frágiles brazos y exiguo pecho los de aquella criatura! Causaba pena ver un cuerpecito tan enclenque. Cerró los ojos, y así, gozando de la dulzura del baño, se estuvo un rato largo, mientras la doncella, con los ojos fijos en ella, permanecía atenta a sus menores movimientos. De pronto, los abrió, asustada, cual si hubiera sentido un golpe.

—¿Madame Petit ha enviado el vestido?

—Hasta ahora no, señorita.

—Pues que vayan inmediatamente a buscarlo... ¡Inmediatamente!

La doncella tardó unos instantes en contestar. Al fin profirió, sin saber lo que decía:

—Es un poco temprano, señorita... ¿Quién sabe si estará durmiendo?

—Si está durmiendo que la despierten. Llama a María, llama a Mariano, que enganchen un coche y se vaya inmediatamente.

—No puedo dejar a la señorita sola.

—Es inútil.

Y acercando la mano a la pared, apretó el botón del timbre.

No tardó en oírse la voz de otra doncella. Rufina le comunicó las órdenes al través de la puerta, cerrada.

Con viveza, y dando señales de nervosidad, Angelina se alzó del baño. Rufina la envolvió en una capa-esponja, y tomándola en brazos (¡pesaba tan poco!), la extendió sobre una chaise lon-gue, y muy delicadamente comenzó a frotarla. Después que la hubo bien secado la ungió con una pomada olorosa, la perfumó con un irrigador y la vistió, dejando sus pies desnudos, que comenzó a acariciar, frotando sus uñas con una pasta hasta ponerlas brillantes. Luego, antes de calzarlos, los besó repetidas veces. Angelina sonrió, halagada.

—¡Qué retontísima eres, Rufina!

II

Ni se crea que aquellos besos significaban pura adulación. Rufina adoraba a la señorita, a pesar de sus despóticos caprichos, de sus enfados intempestivos y hasta de sus castigos. Porque también la castigaba alguna vez. Verdad que en pos de ellos solían venir sabrosas compensaciones, dinero, trajes, regalitos. Mas no era esto, no, hay que repetirlo, lo que a ella la ligaba, sino una verdadera pasión como la que muchas veces inspiran los niños a las personas sensibles.

—Que me traigan el desayuno aquí.

—¿La señorita no va al comedor?

—No. ¿Papá está en casa?

—Me han dicho que ha salido ya hace dos horas.

Le trajeron en primoroso servicio el café con sus acostumbrados aditamentos, mantequilla, pan tostado, brioches. Angelina no hizo más que beberlo. La doncella la miraba con profunda tristeza.

—Pero, señorita, ¿no toma usted siquiera una tosta?

—No tengo apetito.

—La señorita cada día lo pierde más. ¡Es horrible!

—Bien; no me vengas tú con sermones, que harto largos me los echa papá. ¡A lavarme y peinarme!

Después que Rufina la hubo pasado por la cara una y otra vez la esponja empapada, Angelina se sentó delante del espejo y comenzó el solemne peinado. La doncella lo llevaba a término con feliz esmero. Sin embargo, la señorita no estaba jamás satisfecha.

—¡Que me tiras, tonta!... ¡Basta ya! ¡Qué manos tienes hoy!

Rufina, sin enojarse, seguía su tarea. La vistió después. Cuando terminaba de hacerlo, penetró en la estancia, sin anunciarse, un hombre.

—¡Papá!

—Buenos días, hija mía.

La besó tiernamente unas cuantas veces.

Este papá formaba notable contraste con su hija. Era un sujeto corto de talla, ancho de hombros, más grueso que delgado, las mejillas rasuradas, fornido, burdo, vestido con chaqueta, corbata mal anudada, botas gordas, el tipo de un zurupeto o cobrador de Banco. Pero los ojos de aquel hombre ordinario eran extraordinarios, brillantes, altivos, penetrantes.

Después de besar a su hija echó una mirada investigadora a los restos del desayuno.

—¿Te has desayunado bien? Veo ahí demasiadas tostas.

—Sí, papá, bastante bien.

La doncella, sofocada, se apresuró a decir:

—No, señor; la señorita no ha hecho más que beber el café.

Angelina le dirigió una mirada fulgurante.

—Cállate, necia, tú has salido del cuarto y no me has visto.

El padre movió la cabeza y la contempló fijamente, con tristeza.

—¿Te sientes bien, hija mía?

—Perfectamente. Y tú, papá, ¿dónde has estado?

—¿Pero es de veras?

—Sí, sí; de veras.

—Yo he dado mi paseo de costumbre. He llegado hasta Cha-martín.

Tomó con sus dedos gordos y velludos por la barba la delicada faz de la niña, volvió a mirarla fijamente, la besó otra vez y se retiró, serio y cabizbajo.

Angelina también salió, y, entrando en un saloncito próximo a su dormitorio, se sentó al piano y tecleó distraídamente.

—¿Es que no han ido a la modista por el vestido, María? —preguntó a otra doncella que allí entró con un jarro en las manos.

—Sí, señorita; pero aún no han venido.

Angelina hizo su acostumbrado gesto de disgusto.

—¡Pero qué pesados, Dios mío, qué pesados!

—La señorita no necesita adornarse mucho para estar preciosa —dijo la doncella, acercándose, zalamera.

Angelina sonrió, encogiéndose de hombros, afectando indiferencia.

—¡Si oyera la señorita lo que decía ayer doña Carmen Rivera en el jardín, antes de montar en el coche!

La joven suspendió su tecleo y levantó la cabeza.

—Esta niña de Quirós cada día es más guapa. Y su marido le contestó: «Es una verdadera preciosidad.»

—¡Bah! Son amigos que deben favores a papá.

—No, señorita, no; los amigos como los enemigos dicen lo mismo. La otra tarde en el Retiro, el cochero de Monteverde decía al de don Nazario cuando pasaba el landó de la señorita: «Repara, Pepe, repara ese botón de rosa.» « ¡Qué botón de rosa! Es un tocinillo de cielo del Riojano» —los oyó Clemente.

—También yo los oí.

Y Angelina reía a carcajadas.

—Todos los colores le sientan bien a la señorita; pero el encarnado o el fresa son cosa que la favorecen de un modo que asusta.

—Rojo es el vestido que debe enviarme hoy madame Petit— repuso Angelina, poniéndose seria—. ¡Pero qué pesadísima es la buena señora!

La doncella seguía incensándola con evidentes deseos de captarse su simpatía. Cuando más animada era la charla, entra Rufina, cuyo rostro se demudó, permaneciendo inmóvil.

—María —profirió, con voz levemente alterada—, en el cuarto de baño del señor faltan las toallas.

—Voy al momento—respondió la doncella, bajando la cabeza como si la hubieran cogido in fraganti.

Rufina, con el rostro contraído, se acercó a la señorita, murmurando:

—Cada cual debe atender a su obligación.

Angelina levantó la cabeza, y sonriendo picarescamente:

—María es una buena chica.

Rufina dejó escapar un bufido de desprecio, sin contestar. Era ferozmente celosa. Angelina lo sabía, y alguna vez se divertía en hacerla rabiar.

—¿Felicidad ha llegado?

—Sí, señorita; está en el saloncito verde esperándola. ¿Es que piensa salir por la mañana la señorita?

—No; aguardo el vestido.

Se dirigió al saloncito indicado seguida de la doncella. Cuando llegó a la puerta, se detuvo y permaneció inmóvil y sonriente.

—¡Mírala ya dormida! —exclamó en voz baja, señalando con el dedo a una señora anciana tocada con un sombrero no muy flamante y vestida con un traje que aún lo era menos. Sentada en un sofá, con la cabeza doblada y la barba hundida en el pecho, dormía, efectivamente, la buena señora. Ambas la contemplaron unos instantes.

—Verás qué pronto y qué fácilmente la despierto —pronunció Angelina, muy quedo; y alzando repentinamente la voz después:

—Oye, Rufina, ¿no me has dicho que has visto ayer en la calle de Alcalá a Granizo?

Y al pronunciar este nombre elevó aún más la voz.

La anciana señora despertó, despavorida.

—¡Ah, Granizo! ¿Qué decían ustedes?

Angelina y Rufina soltaron a reír. La señora se levantó, haciendo un gesto de disgusto, y acercándose a Angelina la besó en ambas mejillas.

Esta Felicidad era una desgraciada. Viuda de un capitán que Quirós, el padre de Angelina, había conocido en Cuba, logró casar a su hija única con un empleado de Correos llamado Granizo. Vivió con ellos algún tiempo, pero llegó a hacerse tan impertinente, que su yerno, exasperado, la puso un día en la calle. Como no disponía de otros recursos que de una cortísima viudedad, se vio obligada a servir de dama de compañía en algunas casas. Qui-rós la tomó para Angelina, y, recordando a su marido, la trataba con una consideración que otras familias no le habían concedido. Por eso se autorizaba besar a la señorita y tutearla. En realidad, más que servidora semejaba una pariente pobre. Quirós, hombre sencillo, nada encontraba en ello de particular y Angelina tampoco, aunque se divertía como una niña traviesa a su costa. Aquella buena mujer no tenía otra preocupación que la de su yerno: era una idea fija; era un odio profundo y permanente que absorbía toda su atención y su vida. Ella, generalmente silenciosa, cuando tocaba este punto se desbordaba en palabras, no callaba jamás. Bastaba el nombre de Granizo para sobresaltarla, para despertarla aunque se hallase bien dormida, como se ha visto.

—¿Has desayunado bien, hija mía?

—¡Dale! Aquí todo el mundo está pendiente de mi desayuno —exclamó Angelina, riendo—. Fácil es que cuando salga a la calle el chico de los periódicos me pregunte cuántas tostas me he comido esta mañana.

—No, doña Felicidad —respondió lacrimosamente Rufina—; la señorita no ha hecho más que beber el café.

—Pues es necesario que te purgues. No hay más remedio que purgarse.

—Pero, oiga usted, señora; si me tomase todas las purgas que usted me ha recetado desde hace un año, se habría agotado en las boticas el agua de Carabaña.

—Pues es necesario purgarse—repitió, tercamente, doña Felicidad.

—¿Por qué no le da usted todas esas purgas a Granizo? —preguntó, haciendo un guiño malicioso a Rufina.

—¡Ah, Granizo, Granizo!

Mas antes que comenzase su acostumbrada letanía, Angelina se escapó, corriendo.

—¿Sales esta mañana, Angelina?—le gritó la vieja.

—No —le contestó desde lejos—. Venga usted por la tarde, a las cuatro.

En vano esperó el vestido. El recado que le trajeron de madame Petit fue que lo tendría antes de las cuatro. Con esto se puso de un humor endiablado, y lo pagó con todo el mundo en la casa, sobre todo con Rufina. Como hubiese llamado a ésta algunas veces sin acudir, la tomó por un brazo, la llevó hasta un rincón, y la dejó allí en pie, arrimada a la pared.

—¡Tonta, más que tonta, ahí te estarás quieta hasta que yo te mande otra cosa!

Permaneció un rato en la habitación, y luego, distraída, salió de ella, bajó al jardín, cortó algunas flores, las tiró después, riñó con el jardinero y al fin se introdujo en la cuadra.

—La señora viene a ver a Rosette?

—Pues ¿qué le pasa a Rosette?—replicó, sorprendida.

—Anda malucha desde anteayer. Se niega a comer.

—¡Ah! ¿No quiere comer?

Y se acercó a una hermosa negra jaca andaluza de silla. Sin temor alguno, puso la mano sobre el lomo. El animal volvió la cabeza, y, dando señales de conocerla, dejó escapar un leve relincho. Angelina le pasó repetidas veces la palma de la mano por el cuello y la cabeza, acariciándola.

—¡Pobrecita! No tienes apetito, ¿verdad? Te pasa lo que a mí.

—Desde ayer apenas ha comido la mitad de un pienso. Vea la señorita cómo tiene delante el grano sin tocarlo. Hace una hora estuvo aquí el veterinario, y ha mandado purgarla.

—¡Ah, purgarla! —exclamó Angelina, sin dejar de acariciarla—. Pobrecita, te quieren purgar como a mí.

—Además le ha ordenado unas lavativas.

—¡Eso ya no!—exclamó, riendo—. A mí todavía no me mandan lavativas... Pero me las mandarán el día menos pensado.

Y la seguía acariciando con mayor fuerza. El animal, cual si quisiera corresponder a aquellas muestras de afecto, bajaba la cabeza, la inclinaba, trataba de frotarse contra ella.

—¡Pobrecita, pobrecita!

Al fin le aplicó unos sonoros besos sobre el hocico. Clemente, estupefacto, la miraba con los ojos muy abiertos. En la cuadra había otros cuatro caballos, que se movían inquietos cual si aquellos besos les sobresaltaran.

—No dejes de enviar a decirme esta tarde cómo sigue —dijo, apartándose y saliendo de la cuadra.

—Pierda cuidado la señorita: lo sabrá.

Atravesó el jardín, miró a la terraza, entró en el comedor, y, tomando un periódico que había sobre la mesa, se puso a leer sentada en una butaca. Un criado colocaba en aquel momento la vajilla de plata sobre uno de los aparadores.

Al cabo de un rato preguntó:

—¿Pero dónde está esa tonta, que no la veo hace un siglo?

—¿Pregunta la señorita por la Rufina?

—Claro está.

—Pues hace un instante la vi ahí arriba, en pie, pegada a la pared en un rincón. Me dijo que la señorita la había mandado estarse allí quieta —contestó el criado, sonriendo.

Angelina abrió los ojos, sorprendida. Luego saltó de la butaca, y se lanzó a la escalera, riendo. Rufina aún estaba en su rincón haciendo la centinela.

—¡Eres de lo que no hay! ... Y yo lo mismo. Me había olvidado por completo de ti—decía, sin dejar de reír y zarandeándola cariñosamente por un brazo.— Bueno, pues tanta obediencia merece aquel bolsillito que te ha apetecido.

—No, señorita; no me dé usted nada. Yo obedezco a la señorita como si fuese mi madre.

—Aunque tú puedas serlo mía, ¿verdad?

Angelina se fue a su cuarto, sacó de su pequeño escritorio un bolsillito de piel y vino a entregárselo.

—No, señorita, yo no debo recibir regalos por cumplir con mi obligación.

—Pues tu obligación es obedecerme en todo. —Señorita, podría usted creer que yo la quiero y la respeto por interés.

—Yo no creo nada. ¿Obedeces?

—Está bien, obedezco.

La doncella tomó el bolsillo, y la señorita se fue sin pensar más en ella.

A la hora del almuerzo, Quirós salió de su despacho. Padre e hija se reunieron en el comedor. Era para aquél una hora angustiosa desde hacía algún tiempo. Angelina cada día comía menos, comía como un pajarito. Su padre, inquieto, tenía los ojos fijos en ella, la instaba cariñosamente. El criado que, con pechera almidonada y enguantado, servía a la mesa, a un signo del amo le ponía en el plato los manjares. La señorita apenas los tocaba. Como faltaba el apetito, se quejaba del cocinero.

—¿Quieres que lo despida?

—No, no —se apresuraba ella a decir, haciéndose cargo interiormente de lo injusto de sus quejas.

A las cuatro de la tarde se presentó una oficiala de madame Petit con el famoso vestido. Era rojo y de tul. En la última prueba,

Angelina había observado que estaba un poco bajo de talle, y había ordenado que se lo subieran un poquito, un poquito nada más. ¿Cuál sería su sorpresa al ponérselo, viendo que aquel poquito se había convertido en un muchito?

—¿Qué es esto? —exclamó, poniéndose roja y clavando una mirada colérica en la oficiala.

—No sé lo que quiere decir la señorita.

—¿Pero no tiene usted ojos? ¿No ve usted que el talle me sube al sobaco?

—No tanto, señorita.

—¡Sí, tanto! No estoy acostumbrada a que me repliquen cuando se ha cometido una falta.

—Perdone la señorita, pero yo no hice más que lo que mada-me me ha ordenado.

—No ha podido ordenar a usted semejante horror... Rufina, llama a Felicidad, llama a María, llama a Mercedes, que vengan todas a ver si esto se puede tolerar.

En un instante se pobló la habitación. Todas se agruparon en torno de la señorita con una cara muy larga, sorprendidas y apenadas ante aquella catástrofe, aunque en el fondo no veían tan claro el desperfecto.

—¿Pero no lo ve usted, mujer? ¿No tiene usted ojos? —repetía, con creciente irritación, Angelina—. ¿No ve usted que parezco una muñeca de bazar con el talle por debajo de los brazos?

En realidad no era así; pero Angelina, presa de insano furor, exageraba, y nadie se atrevía a llevarle la contraria.

Viéndola tan exaltada, y temiendo que se pusiera enferma como otras veces había acaecido, Rufina se deslizó de la estancia y fue a dar noticia del asunto a su padre, que no tardó en presentarse.

—¿Qué pasa?—preguntó con tranquilo acento.

—¿No lo ves, papá? Que todo el mundo se burla de mí —profirió la niña, con lágrimas en los ojos.

—¿Por qué se han de burlar de ti? Si el traje no está bien se hace otro, y asunto concluido.

—¡Claro, otro traje para llevarlo esta noche a la Embajada de Austria!

—¡Ah! ¿Para esta noche? Pues que se arregle éste... A ver, que enganchen un coche, y usted, Rufina, vaya a buscar a madame Petit. Que se presente aquí inmediatamente.

Quirós creía que nada ni nadie podía resistir a su dinero. Estaba acostumbrado a ello.

Angelina se dejó caer, así como se hallaba vestida con el traje de baile, en un diván, y, doblando la cabeza sobre el pecho, permaneció en un desolado mutismo. Felicidad y las doncellas la contemplaban tristes y compasivas, cual si se hallaran en una visita de pésame. Mientras tanto, el papá se paseaba impaciente por los alrededores de la habitación.

Al cabo de un cuarto de hora Rufina trajo un recado bastante insolente. Madame Petit hacía saber que no podía dejar su casa; la señorita podía venir a ella, y verían si el vestido tenía arreglo, aunque no podía dar palabra de que estuviese listo para la noche. Entonces Angelina, acometida nuevamente de extraño furor, se alzó, violenta, del diván y principió con manos trémulas a quitarse, mejor dicho, a arrancarse el fementido traje. Y mientras lo hacía vomitaba injurias contra la infame modista. Las doncellas la contemplaban, aterradas. Quirós, cruzado de brazos, también la miraba fijamente con ojos que expresaban a la vez indignación, tristeza y desprecio.

Pasado el furor, vino el desmayo. Angelina, cubierta con un salto de cama, que apresuradamente le echó encima Rufina, se dejó caer otra vez en el diván, y comenzó a llorar perdidamente, repitiendo entre sollozos:

—¡Dios mío, qué desgraciada soy!

Transcurrían unos minutos y volvía a exclamar:

—¡Dios mío, qué desgraciada soy!

Su padre la miraba ahora con más tristeza que desprecio.

—Sí, sí... ; estos disgustos me están matando.

—Y tú me estás matando a mí, hija mía —murmuró el cuitado padre, saliendo de la habitación.

III

Don Antonio Quirós era hijo de unos pobres aldeanos del valle de Laviana, en las montañas de Asturias. En este valle, que linda por el norte con los de San Martín del Rey Aurelio y Lan-greo y por el sur con el de Sobrescobio, radican siete parroquias. La primera, viniendo del norte, la de Tiraña. Se entra en ella por una estrecha cañada que se ensancha después un poco, no mucho. La segunda es la Pola, sede del Municipio y del Juzgado de primera instancia. Esta se halla asentada en el llano del valle, que es medianamente abierto, circundado de altas montañas y por medio del cual corre el río Nalón, el más caudaloso de Asturias, aunque allí cerca de su origen no es todavía muy abundante. Frente a la Pola, a la otra margen del río, están las parroquias de Carrio y Entralgo, la primera pobre y triste, la segunda rica y alegre, envuelta por frondosas pomaradas señoreando una vega fertilísima. En esta deliciosa aldea desemboca un riachuelo que se une allí mismo con el Nalón y se abre la cañada que conduce a la parroquia de Villoría, bañada por el antedicho riachuelo. Esta parroquia es la más populosa del concejo. En su llano, no muy extenso a orillas del río, está la población más numerosa, pero esparcidos por la falda de las montañas que separan Laviana del valle de Aller, como pintorescamente colgados, se ven numerosos blancos caseríos. Arbín, donde vivió el famoso helenista don César de las Matas; Fresnedo, Riomontán, las Meloneras, la Bra-ña, patrias respectivas de Nolo, Jacinto, Tanasio y otros héroes que se cantan en el poema novelesco titulado La aldea perdida, que vio la luz hace ya bastantes años.

Siguiendo el curso del Nalón río arriba, a la derecha, se encuentra a poco más de un kilómetro el pueblecito de Lorío, húmedo y sombrío, pues está harto arrimado a la fragosa sierra del Raigoso. Es patria de Toribión, el invencible guerrero que se canta igualmente en el citado poema. Casi enfrente de este lugar se halla el del Condado, última parroquia de Laviana. Es el más llano, el más soleado, el más atractivo tal vez de todo el valle. No tardaremos en hacer de él prolija mención.

En el lugar de Villoría nació y vivió hasta los doce años el opulento capitalista don Antonio Quirós. Sus padres, labradores, cultivaban pocas tierras, y esas no propias, sino arrendadas al marqués de Camposagrado. El niño era despierto, fuerte, valeroso, y, harto de sufrir las palizas del maestro, manifestó empeño en partir para Cuba, como otros compatriotas. Sus padres, seducidos por la esperanza de verle tornar rico como otros y también por librarse de una boca más en la casa, cedieron a este deseo, y, pidiendo prestado el cortísimo precio del pasaje, le enviaron a Gijón para embarcar. Su madre fue la única persona que le acompañó a despedirle.

Los barcos que transportaban en aquella época a los emigrantes eran de vela, unas cáscaras de nuez, sucios, hediondos, donde marchaban hacinados los pobres aldeanitos que enviaban de Asturias a Cuba para hacer fortuna. El cincuenta por ciento moría al llegar del terrible vómito negro; los que quedaban vivos trabajaban toda su vida sin lograr otra cosa que comer; sólo algunos pocos favorecidos por la suerte conseguían, ya maduros, restituirse a sus pueblos con fortuna. Quien haya visto zarpar de Gijón o Avilés uno de estos barquichuelos cargados de tierna carne humana no lo olvidará jamás. Las infelices madres, desoladas, gritaban desde el muelle con temerosos alaridos diciendo adiós a sus hijos. Estos, agarrados a la jarcia del barco, con el rostro contraído y los ojos húmedos, las contemplaban estáticos como imágenes del dolor.

Quirós fue derecho a una tienda de comestibles o bodegas, como allí las llaman, propiedad de un paisano de Villoria. Mal comido, mal trajeado, durmiendo poco, trabajando mucho, y no pocas veces sufriendo los malos tratos del dueño, pasó algunos años sin dar cuenta de sí a sus padres ni recibir de ellos noticia. Cuando contaba dieciséis logró emanciparse de aquella miserable vida; gracias a otro compatriota tabaquero, que trabajaba en una de las principales fábricas de la capital, aprendió el arte de hacer cigarros, y fue pronto uno de los más hábiles y animosos operarios. Con persistente esfuerzo y economía, privándose de todo goce y distracción, cuando llegó a los veinticuatro años había logrado juntar algún dinerillo.

Uno de sus compañeros de taller, como él honrado y trabajador, le dio noticia de que la fabriquita de cigarrillos de don Simón González se vendía, porque éste, viejo y achacoso, partía para España. A ambos se les ocurrió a la vez la misma idea... ¡Si nosotros pudiéramos hacernos con ella! La fabriquita estaba tasada en cuarenta mil pesos. Si a don Simón le abonasen la mitad de esta cantidad de presente, tal vez les aguardaría por la otra mitad. Navarro (que éste era el nombre del compañero) poseía diez mil pesos, Quirós, sólo cuatro mil. Pero, acometido de súbita inspiración, se presentó un día al marqués de Casa-Torno, opulento asturiano, poseedor de varios ingenios de azúcar.

—Señor marqués, soy un tabaquero asturiano. En los años que llevo trabajando he logrado juntar cuatro mil pesos. Se me presenta ocasión de comprar, asociado a otro compañero como yo, una fábrica de cigarrillos. Me hacen falta seis mil pesos. Si usted me los da le pagaré el interés y se los devolveré lo más pronto que pueda. No tengo garantía en metálico, pero puede usted preguntar por mí en la fábrica donde trabajo y a todos los asturianos que me conocen.

El viejo marqués le miró fija y prolongadamente. Tenía aquel viejo profundo conocimiento de los hombres.

—Me gusta tu cara y tu franqueza. Yo también soy de la tierri-na. ¿De qué parte de Asturias eres tú?

—Soy del concejo de Laviana.

—Pues yo de Cangas de Onís, pero he tenido amigos en Laviana. No necesito informes. Toma este cheque, y ve a la caja por los seis mil pesos.

—Gracias, señor marqués. Si no muero, pronto se los devolveré —pronunció Quirós, rojo de placer.

—Vete con Dios.

En efecto; don Simón González se avino a tomar veinte mil pesos y a recibir, en el plazo de cuatro años, los otros veinte mil. Antes de terminar el plazo ya se los habían devuelto. Con un conocimiento eficaz del comercio del tabaco, con esfuerzo infatigable y una tenacidad ni un solo día desmentida, aquellos dos valerosos asturianitos consiguieron levantar la fábrica, un poco decaída, y colocarla a la altura de las primeras de La Habana. A los treinta y dos años de edad, Quirós poseía ya un capital de sesenta mil duros, más la mitad de la fábrica. Entonces se le ocurrió hacer un viaje a España.

Sus padres habían muerto, y lo mismo una hermana de más edad que él. El único hermano que le quedaba, a quien había dejado en mantillas cuando salió de España, acababa de casarse, en la parroquia del Condado, con la hija de unos paisanos bien acomodados. Este hermano, Juan, que sólo contaba veinte años, vino a verle en la Pola cuando supo de su llegada. Quirós, que no le conocía, le recibió con la mayor cordialidad y le regaló algún dinero.

Tres meses permaneció en España, la mayor parte del tiempo en Gijón. Allí conoció y se enamoró de una hija de los dueños de la fonda donde se alojaba. Al partir quedaron en relaciones, se escribieron algún tiempo, y antes de un año se casaron por representación. La novia fue a La Habana, acompañada por uno de sus parientes. Entonces se inició para Quirós una época de gran prosperidad. Se les ofreció a él y su socio una magnífica ocasión de vender la fábrica. Les dieron por ella un precio excepcional. Con este dinero y el que ya poseían montaron ambos una casa de banca con la razón social Navarro y Quirós, que pronto adquirió clientela y fue la preferida de la colonia asturiana. Los negocios marcharon viento en popa. Navarro y Quirós no se limitaron al de la banca, sino que acometieron otros varios; barcos, construcciones, empréstitos con feliz resultado. La esposa de Quirós falleció, dejándole una niña de diez años, que puso en el mejor colegio de La Habana. A los cincuenta años era poseedor de un enorme capital. Determinó retirarse de los negocios, y regresó a España para disfrutarlo. Sacó a su hija, que contaba catorce años, del colegio, y con ella montó en el trasatlántico que le transportó a la patria.

Su gran riqueza le permitió vivir fastuosamente. Primero alquiló un hotel en la Castellana, después construyó el que hemos visto, dotado no sólo de todas las comodidades, sino de un lujo que pocas casas ostentaban en Madrid en aquella época: el techo del comedor pintado por Plasencia, los panneaux del salón por Ferrán, los muebles venidos directamente de París, caballos, coches, diez o doce criados, etc. Sin embargo, aquel millonario no gastaba en su persona más que cualquier modesto empleado. Sencillo en su traje; sencillo en su alimento; rara vez montaba en sus coches, se placía en caminar a pie; su único recreo consistía en departir por las tardes con algunos amigos y conocidos en el Círculo Mercantil; sólo por compromiso asistía a los teatros, y se dormía en ellos. Como aquella vida de holganza le enervaba y su actividad financiera no se había agotado todavía, acometió en la península algunas empresas que acrecieron su capital. Fue conocido y estimado de los hombres de negocios en Madrid: el duque de Requena, don Nazario Izaguirre, el marqués de Man-zanedo. Todos los próceres de la banca le atendían y respetaban sus juicios. Porque era poderoso y singularmente perspicaz el que este hombre mostraba en los asuntos de dinero. Sin instrucción, pero con talento natural, mucha astucia, mucha audacia y un conocimiento profundo de los resortes financieros, entró en relación con el mundo de la plutocracia, y pronto también con el de la aristocracia, que no es en España tan cerrado y soberbio como en otros países.

Mas aquel hombre, tan feliz en sus empresas, dotado de una salud de hierro, fresco y ágil a los cincuenta y cinco años de edad, era a la hora presente un desgraciado. Toda la atención, todas las fuerzas de su alma se hallaban concentradas en su única hija, en aquella linda y frágil Angelina que acabamos de ver. Para ella había trabajado, para ella vivía y respiraba. El dinero para él no tenía positiva significación, puesto que no lo necesitaba; manejaba los millones como un jugador de tresillo las fichas de marfil;

estaba ligado a ellos como un patinador a sus skys. En cambio, su entera existencia pendía del hilo bien delgado que sostenía la de Angelina. En ella pensaba a todas las horas del día y de la noche.

Muchos disgustos le proporcionaba aquella criatura, no sólo por su precaria salud, sino también por su carácter caprichoso y fantástico. Desde que saliera del colegio de La Habana y llegara a Madrid se había mostrado a tal punto exigente, que nada parecía contentarla. Sus antojos eran increíbles. En vano el padre, intranquilo siempre a causa de su flaqueza, se esforzaba en complacerla; cuanto más la mimaba, sentía con horror que menos feliz la hacía. Angelina lloraba, se desesperaba sin motivo aparente. Quirós se estremecía cada vez que la encontraba presa de una de estas peligrosas rabietas. Hubiera dado su sangre por verla dichosa. ¿Para qué le servían, pues, sus millones?

IV

Pasada aquella terrible crisis y calmada su desesperación, Angelina ordenó que enganchasen la berlina-clarens, y se fue a dar una vuelta a la Castellana acompañada de la imprescindible Felicidad.

Como aún no estaba abierto en aquella época el paseo de coches del Retiro, era la Castellana el único en que diariamente, por las tardes, la alta sociedad madrileña gozaba el singular deleite de contemplarse durante dos horas, esperando disfrutar del mismo atractivo por la noche en el teatro Real. Los coches de caballos se apretaban allí del mismo modo que hoy se aprietan los automóviles en el Retiro. El sentido de la vista gozaba exactamente lo mismo que hoy día, mas el del olfato no era tan dichoso. Los coches automóviles exhalan olores acres de gasolina que, aunque desagradables, no son nauseabundos y a más se dicen desinfectantes, mas los gases que despedían los centenares de caballos que allí se estrujaban, envolvían al mundo elegante en una clase de aroma nada grato a los sentidos. Aquellas damiselas que se apartaban con asco de su cocinera porque olía a cebolla, encontraban dulce y atractivo el perfumado ambiente de los traseros de sus caballos.

Angelina, aturdida aún, medio deshecha por la grave aflicción que sobre ella había caído, se entregaba a una desmayada soñolencia, se dejaba mecer dulcemente por los muelles del carruaje, mientras su compañera Felicidad se entregaba a un legítimo y nada equívoco sueño. Apenas miraba por la ventanilla; no le interesaba el sombrero de la niña de Carriquiri, ni la robe tailleur de la condesa de Villagonzalo, ni el beau crépe de Chine de la Medinaceli. En aquellos momentos aciagos, el mundo había perdido para ella todo su atractivo.

Sin embargo, en una de sus distraídas ojeadas, acertó a ver cruzando a pie por la acera a Gustavo Manrique. Este, cuyos ojos chocaron con los de ella, le hizo un profundo saludo, despojándose del sombrero de copa hasta tocar con él en las rodillas. La niña correspondió con una amable y leve inclinación de cabeza. Mas a la otra vuelta, el coche iba tan pegado al andén de los peatones, que estos peatones podían hablar con los ocupantes de los coches. Así fue como Gustavo Manrique saludó en voz alta a Angelina:

—Buenas tardes, Angelina.

—Adiós, Gustavo.

Pero con súbita decisión apretó la perita de goma que ponía en comunicación con el pescante, y advirtió al cochero

—Para, Marcelo.

El coche se detuvo casi al borde del andén. Gustavo Manrique se acercó a él, y con la cabeza descubierta apretó la mano que por la ventanilla le tendía la niña.

—¡Cuánto tiempo! ¡Cuánto tiempo! —exclamó el joven.

—¿Mucho tiempo, y el jueves me ha visto usted en casa de Bauer? —replicó Angelina, riendo.

—Para usted es poco..., para mí mucho.

—Siempre tan galante... y tan embustero.

—Ni lo uno ni lo otro. Cuando usted se ponga frente a un espejo, Angelina, seguramente verá en él una personita que le dirá mejores galanterías.

—Esa personita me dirá, por el contrario: «Desconfía siempre, Angelina, de los hombres falsos y engañosos.» ¿Cómo no pasea usted hoy a caballo?

—Porque mi Prety se encuentra, un poco indispuesta, en manos del veterinario.

—Pues también Rosette, mi jaca de silla, está enferma.

—¿Lo ve usted, Angelina? Hasta nuestros animales se manifiestan simpatía.

—Yo no creo en la simpatía de su caballo. En cambio, se me figura que a Camarada no le soy desagradable.

Gustavo Manrique traía consigo un hermoso perro danés azulado que miraba fijamente a Angelina moviendo el rabo de un modo vertiginoso.

—¿Cómo desagradable? El otro día me dijo al oído: «No hay en Madrid una chica más linda y simpática que Angelina Quirós. ¡Es una verdadera preciosidad!»

—¿Le dijo a usted eso de verdad? —exclamó Angelina, riendo—. Pues el perro es tan falso como su amo.

—Además, me ha dicho que había oído lo mismo a todos los perros con quienes había hablado.

—Es algo ya tener buena fama entre los perros.

—Los hombres, Angelina, levantan a usted los ojos como a una estrella.

—Soy una estrella filante, que el día menos pensado cae sobre la tierra y le rompe a alguno la cabeza por embustero.

—Lo que no me ha dicho Camarada, sin duda porque no lo ha oído, es que Angelina Quirós sabe burlarse cruelmente de sus adoradores. ¿Va usted esta noche a la Embajada de Austria?

Angelina frunció el entrecejo. El recuerdo del baile de la Embajada le trajo el de su fracasado vestido, y recibió un golpe en el corazón. Así que, vacilando un poco, casi balbuciendo, respondió:

—Sí..., creo que sí...; me parece que iré... ¿Y usted piensa ir?

—¡Cómo no, después de lo que acabo de oír!

—Bueno, pues hasta la noche. Estamos estorbando la circulación.

Y apretando con una mano la perilla de goma, alargó la otra a Gustavo, que se retiró haciendo una gran reverencia.

—Marcelo, siga usted —pronunció la joven, dejándose caer hacia atrás y dirigiendo una mirada a Felicidad, entregada a un profundo sueño que en aquella ocasión resultaba diplomático. Gustavo Manrique quedó unos instantes inmóvil en la acera viendo alejarse el coche.

Este Gustavo Manrique, uno de los hambrientos abejorros que zumbaban en torno de la miel de los millones de Quirós, no era un jovenzuelo; había alcanzado ya los treinta y cinco años, si no los traspasaba. Gallarda figura; alto, delgado, rubio, correctas facciones. Cuando tenía veinte años fue conocido en la alta sociedad madrileña con el mote de Primer premio de belleza. A la hora presente ya no era merecedor de tal premio. Aquella su belleza había decaído bastante. No tanto por los años como por una vida disipada y viciosa, su rostro ofrecía señales de prematura vejez; había perdido la frescura juvenil, y aparecía dura y ajada, aunque la figura nada había perdido de su prístina esbeltez y elegancia. No ostentaba título alguno de nobleza, pero estaba emparentado con una gran parte de la nobleza de Madrid; era aristócrata de pura sangre. Debido a esto, se hallaba agasajado por toda la sociedad; era conocido y popular, no solamente entre los aristócratas, sino entre los burgueses. Socio a la vez del Veloz Club, círculo de los jóvenes patricios, y del Casino de Madrid, donde se reunía la alta burguesía, sabía compartir entre unos y otros sus atenciones, era familiar con todos y vertía en ambos círculos sus palabritas agudas y mordaces. Porque era donoso Manrique, o a lo menos pasaba por tal, aunque bien aquilatado su gracejo, no ofrecía caracteres áticos, y sus chistes solían ser la mayor parte de las veces desvergüenzas. Pero, en fin, como tocante a humorismo aquellos socios tenían anchas tragaderas, es lo cierto que Manrique gozaba fama de chistoso.

Sus padres le habían dejado una fortuna bastante considerable en propiedades territoriales; pero sabido es que la tierra, si vale mucho, produce corto interés. La renta de Gustavo no era muy crecida. Su vida alegre y viciosa la necesitaba mayor. Habitaba en un lindo cuarto de la calle del Turco, con un criado; hacía sus comidas en el Veloz Club o en el Casino; el coste de la vida no era excesivo. Sin embargo, el dinero se le escapaba por entre los dedos, porque era fastuoso y vicioso. No tenía coche, pero montaba un magnífico caballo inglés de gran precio; tenía constantemente a la puerta un coche del círculo; jugaba en el Veloz, jugaba en el Casino y sus constantes amoríos extraían de su bolsillo no poco jugo metálico. Como no le bastaba su renta, todos los años pagaba un bocado a sus propiedades. Si tomase la resolución de venderlas de una vez y colocar su capital en valores, podría duplicar y acaso triplicar sus ingresos... No lo hacía, en parte por pereza, en parte también por orgullo. Sus aventuras eran de toda clase, grandes damas, burguesas y aun plebeyas. Decía, riendo, a sus amigos que las menos costosas eran estas últimas. Pues aunque las damas de la aristocracia no tomasen dinero, entre viajes, regalos y caprichos se le marchaba lindamente; solamente las flores le costaban un capital. Para la carne femenina, Gustavo Manrique era un insaciable tiburón. En los diez o doce años de vida mundana se le habían conocido diez o doce queridas.

Así había llegado a los treinta y cinco años con el capital mermado, la salud también, pero enriquecida con un caudal de experiencia y un profundo conocimiento de la galantería en todas sus fases. Al fin comprendió, lo que, indefectiblemente, en cierto momento de la vida comprenden los jóvenes calaveras de la aristocracia, que un matrimonio ventajoso salvaría por completo su situación. Había visto a Angelina Quirós en la Castellana arrastrada por un magnífico tronco extranjero, el cochero y lacayo con flamante librea; la conoció después en una reunión del banquero don Nazario Carriquiri, tomó informes, se hizo presentar a ella, y comenzó el bloqueo, un sabio y concienzudo bloqueo. Nada de declaraciones prematuras, sino una amistad cada día más familiar, brindándose siempre como un afectuoso Camarada con el cual se podrá reír y murmurar sin consecuencia alguna. Sin embargo, Angelina, que había recibido ya no pocas declaraciones de amor, esperaba la suya. Mas no acababa de llegar, y esto le causaba sorpresa y después una miajita de despecho. Gustavo Manrique logró interesarla. Porque, aparte de su arrogante figura y elegancia, poseía la retórica, las salidas imprevistas, las galanterías de estilo que tanto lisonjean a las mujeres. Aquella su actitud desembarazada, afectuosa y al mismo tiempo un tanto displicente, despertaba su curiosidad, y, sin darse de ello cuenta, la inquietaba.

V

—¿Estás ya lista, Angelina?

—Pasa, Felisa.

Felisa Valgranda entró en el saloncito tocador, donde tres doncellas rodeaban a Angelina, dando los últimos retoques a su atavío, delante de un gran espejo. Felisa quedó extasiada un momento en presencia de aquella maravilla.

—¡Pero que remonísima estás, criatura!

Angelina no acogió el piropo con agrado; hizo un mohín de disgusto y en su frentecita apareció una arruga.

—No, Felisa, no; mi vestido rojo de tul, que esperaba esta noche, ha sido una desdicha.

Y con palabra entrecortada y acento plañidero, le dio cuenta prolija de aquel gran fracaso.

—Pero, ¿qué importa, si estás monísima? El color violeta te sienta admirablemente. ¿Verdad, chicas (dirigiéndose a las doncellas), que la señorita está preciosa con este traje?

—¡Sí, sí, preciosa! —murmuran al unísono las doncellas.

—¡Pero si lo he estrenado hace un mes en casa de Carriquiri! —exclamó Angelina, gimiendo.

—¡Bah! Eso no tiene importancia. Además, la gente de Carri-quiri no es la misma de la Embajada.

Eran las diez de la noche. Don Antonio Quirós entró en la habitación, y, saludando a Felisa Valgranda sin gran ceremonia, con su habitual rudeza, se acercó a su hija, la miró atentamente al rostro sin fijarse poco ni mucho en el vestido.

—¿Cómo te sientes, hija mía? ¿Te ha pasado el dolor de estómago?

—¿Usted piensa, don Antonio —profirió Felisa, riendo—, que a una niña le duele algo en el momento de ir a un baile?

Quirós permaneció serio, sin despegar los labios, se encogió de hombros y salió de la estancia con la misma gravedad.

Felisa se acercó al oído de Angelina, y le dijo, confidencialmente:

—Federico quería venir conmigo, ¿sabes tú?; pero yo no lo he consentido. ¡Hija mía, es preciso guardar las conveniencias!

—¿Y por qué quería venir? —preguntó Angelina, distraída.

—¿No lo adivinas? Pues para gozar de tu presencia media hora antes que los otros.

—¡Bah!... No merecía la pena —repuso, con marcada displicencia.

—¡Vaya si la merece! Los que admiran algo hermoso quisieran tenerlo siempre delante.

Angelina permaneció silenciosa frente al espejo, atenta por completo al efecto de su vestido y su peinado.

—Vámonos ya, querida —dijo Felisa—. Ya es tarde, y tú estás tan bonita, que no es posible estarlo más.

Angelina se dignó sonreír. Dio los últimos toquecitos a su linda cabeza y salió para besar a su papá, que le dijo, no sin tristeza en la voz:

—Procura no venir demasiado tarde, hija mía, porque estas noches en claro te hacen mucho daño —y dirigiéndose a Felisa— : Cuide usted de ella, Felisa. No se estén ustedes hasta última hora. Ya sabe usted que esta niña dista de ser robusta.

—Duerma usted tranquilo, don Antonio. Para mí Angelina no es una amiga, sino una hija.

Felisa Valgranda era una señorita de cuarenta años, hermana del marqués de Valgranda, un chico de veinticuatro. Ambos hermanos, huérfanos, vivían juntos y solos. Su abuelo, primer marqués de Valgranda, había sido un famoso contratista y abastecedor de indumento para el ejército, que se enriqueció enormemente durante la primera guerra carlista, y a quien la reina Cristina otorgó ese título. Pero su hijo y heredero, como no pocas veces acaece, se encargó de disipar aquella gran fortuna, y no sólo la suya, sino también la de su esposa, hija de un opulento propietario de Extremadura. Vivió hasta una edad avanzada, y dejó sus asuntos de tal modo embrollados, que se temió quedaran sus dos hijos en la completa miseria. Tardó bastante años en desenredarse la madeja. Felisa, muchacha enérgica y astuta, luchó denodadamente, pasando gran parte de su vida entre abogados, escribanos y procuradores. Al fin se logró solventar todas las deudas, y les quedó lo suficiente para vivir como modestos burgueses, no como marqueses.

Mas Felisa no se resignó a esta capitis deminutio. Con la corta renta que les había quedado, se empeñó en conservar las apariencias y sostener su prestigio aristocrático. A la hora presente habitaban en un cuarto bajo de una de las calles estrechas del viejo Madrid. Gran portal, el portero con librea, pero la vivienda reducida y lóbrega. Las pocas habitaciones del cuarto Felisa las decoró con algunos ricos muebles y tapices que había podido salvar de su casa. Todas ellas, hasta las alcobas, las convirtió en salones de recibo; de tal modo, que nadie sabía dónde podían dormir aquellos dos hermanos. Sólo tenían una doméstica, que les servía de cocinera y doncella a la vez; pero tenían un criadillo, al cual vestían de frac y corbata blanca cuando daban un té a sus amistades. A la criada, que les servía para todo, la tocaban con un gorro de encaje almidonado y la colgaban del pecho un artístico delantal. ¡Qué lucha diaria, después de esto, con la maritornes, sobre si el aceite, sobre si los huevos y el carbón! Felisa creía siempre que se gastaba demasiado aceite, demasiada manteca, demasiado carbón. Tenían rigurosamente encerrados los comestibles, los medía, los tasaba con escrupulosa exactitud. Cortaba ella misma sus trajes y los cosía, pero se había provisto, no se sabe cómo, de algunas etiquetas de modistas francesas, y a sus conocidas les hacía creer que se los encargaba a París. En cambio, obligaba a su hermanito a vestirse con Utrilla, el mejor sastre de Madrid, aunque la ropa interior era también obra casera, fabricada entre ella y una económica costurera. El alumbrado, escasísimo. Acababa de llegar a Madrid la luz eléctrica; ella la había instalado en su cuarto, pero la gastaba con tal pulcritud, que muchas noches lo dejaba a oscuras. La pobre criada se tiene dados no pocos coscorrones contra los muebles, pasando de una habitación a otra. En cambio, en su fiesta onomástica o la de su hermano, o cuando se aventuraba, a dar un té a sus amigos, aquella mansión parecía un ascua de oro: todas las bombillas brillando a la vez; el criado, en pie al lado de la puerta, correctamente metido dentro de su frac; la criada, a la entrada del recibimiento, con su gorro de encajes y guantes blancos. La casa parecía, en verdad, la residencia de un marqués. Pero al salir el último invitado, cuando apenas estaba en la calle, quedaba otra vez sumida en las tinieblas.

Esta gloriosa doncella había servido de madre a su hermano, porque había perdido la suya cuando éste daba los primeros pasos. Tuvo, como todas las mujeres, fantasías matrimoniales; mas como era pobre y nada bella, se vio, al cabo, necesitada a renunciar a ellas. Podría casar con un empleadillo o un viejo mercader que aspirase a realzarse pasando a ser cuñado de un marqués, pero por nada en el mundo hubiera descendido de su categoría. Para sostenerla, trabajaba con esfuerzo pertinaz, infatigable. No tardó en comprender que el medio más fácil y seguro para ello era casar a su hermano con una mujer rica. Por eso apenas se halló éste en edad de contraer matrimonio, tendió la red para atraparla. Sus intentos habían fracasado hasta entonces. Federico, a pesar de su título de marqués, carecía de los atractivos que seducen a las mujeres. Tenía la figura ordinaria de su abuelo, el contratista, pero no su astucia y su energía. Estas cualidades habían pasado íntegras, al través del padre, a su hermana Felisa. Era un muchacho de escasa inteligencia, inocentón, bondadoso, modesto; por tanto, mucho más simpático que su hermana. No estaba pagado de su título; al contrario, parecía que le molestaba, pues, a pesar de su escasa penetración, comprendía que un marqués pobre hacía un papel ridículo en la sociedad. Sólo a la fuerza consentía en secundar los planes maquiavélicos de su hermana. Las ricas herederas que ésta le empujaba a conquistar no le gustaban; solían ser feas. Por otra parte, era tan perezoso, que descuidaba los medios indispensables para rendir la plaza. Llegó un día, sin embargo, en que este flojo mancebo sacudió su apatía. Felisa tropezó casualmente en una reunión con Angelina Quirós, tomó vientos, olfateó la caza y cayó sobre ella con la velocidad y energía de un águila caudal. En un instante intimó con la niña, la sedujo con sus constantes hiperbólicas adulaciones, la aprisionó, la paralizó, llegó a ser en poco tiempo su ninfa Egeria11, el árbitro de sus gustos y pensamientos. La aristocrática señora asturiana, esposa de un amigo de Quirós, que solía acompañarla en bailes y reuniones cuando éste no podía o no quería hacerlo, quedó tan abandonada, que, herida por tal frialdad, dejó de poner los pies en la casa, con disgusto de Quirós, que estimaba de veras a su marido. En cuanto a Felicidad, era una sirvienta asalariada que sólo la acompañaba en el paseo o cuando iba de tiendas.

Felisa llegó a entrar en aquella casa con tal confianza cual si fuese cercana deuda. A cualquier hora del día, sin anunciarse, se colaba en el gabinete o dormitorio de Angelina, la arrastraba a las recepciones mundanas, a las iglesias, a las tómbolas. Quirós, aunque sorprendido de tal repentina intimidad, la dejaba correr, porque nada censurable encontraba en ello. Felisa pertenecía a una familia aristocrática, no era una chiquilla aturdida, sino una madura y formal señorita. ¿Por qué oponerse a aquella amistad?

11 Egeria fue una ninfa que se transformó en fuente, de tanto llorar por la muerte de Numa «el piadoso», de quien fue consejera. Suele aplicarse el nombre de Egeria, en sentido figurado, a toda mujer o entidad personificada que se considera fuente de inspiración. Lo único que encontraba vituperable era la frialdad inmotivada y descortés que Angelina había usado con la señora de su amigo.

Felisa Valgranda, con diplomática habilidad, se abstenía de introducir a su hermano en casa de Quirós. Pero llevaba a Angelina a todos los sitios donde pudiera encontrarle, hablaba de él sin cesar, loando unas veces su carácter, otras su cultura, otras, por fin, su fuerza y agilidad; aparentaba sentir hacia él, no sólo afecto, sino gran respeto; alguna vez, hablando de él, solía decir «el marqués» y no Federico. Este, que veía con frecuencia a Angelina en teatros y reuniones, hablaba y bailaba con ella. Y sucedió que, obligado hasta entonces a rendir sus obsequios a herederas poco apetitosas, al hallarse con una linda joven se enamoró sinceramente. Principió apeteciendo los millones y concluyó pronto apeteciéndola a ella. Esto no le convenía a Felisa, porque preveía lo que más tarde acaeció. Hubiera deseado que su hermano conservase su sangre fría, la cabeza firme y marchase hacia aquel negocio con perfecta calma y serenidad. Mas como no pudo evitarlo, procuró sacar de tal situación partido.

El coche estaba a la puerta del jardín. Felisa había venido en uno de punto, que despidió al llegar. Antes de bajar a la calle, Angelina fue a besar a su padre, que, inquieto siempre, le recomendó otra vez que viniese lo más pronto posible, que no se sofocase bailando y no comiese ni bebiese absolutamente nada. Angelina lo prometió todo, y ambas amigas partieron para la Embajada.

En ésta se había celebrado a primera hora un banquete en honor de cierto príncipe austríaco; después venía la recepción y el baile. El salón no tenía grandes dimensiones, pero había otro contiguo más chico, donde se refugiaban los caballeros y algunas señoras que habían traspuesto la juventud. Este salón comunicaba con el comedor, que era amplio y espléndido, todo suntuosamente decorado y esclarecido. La reunión estaba compuesta en su mayoría por las familias de los diplomáticos acreditados en

Madrid, pero había también bastantes títulos de Castilla y hombres públicos.

Cuando entró Angelina, pronto se vio rodeada por un enjambre de solícitas abejas ávidas de libar la miel de aquella floreci-ta que guardaba en su corola tantos billetes de Banco. También vinieron a saludarla afectuosamente algunas damas. Su extrema juventud, su belleza, su cuerpecito endeble, inspiraba interés, mezclado de lástima. El saberla única heredera de un millonario añadía bastante a este interés. «¡Qué monada de niña! ¡Qué lástima de criatura! Está cada día más delgadita —se decían luego entre sí aquellas señoras—. Sería una verdadera pena que se desgraciase esta niña tan linda y con un porvenir tan brillante.»

Inútil es decir que una de las más solícitas abejas era el marqués de Valgranda, a quien su hermana Felisa empujaba hacia Angelina como si le llevase a la escuela. Gustavo Manrique vino, igualmente, a saludarla, y lo hizo muy afectuosamente, pero después ni la sacó a bailar ni se ocupó más de ella en toda la noche. La sorpresa de Angelina fue grande, y a esta sorpresa se añadió luego un vivo despecho observando que Manrique dedicaba todas sus atenciones a Lalita Moro, la hija del célebre orador y hombre público Sixto Moro. Apenas se apartó de ella en toda la noche, la sacó a bailar repetidas veces, se sentaba a su lado, le tomaba el abanico, le tomaba los guantes, se inclinaba para hablarla al oído; en fin, parecía entusiasmado.

¡Oh! Gustavo Manrique era un gran estratégico. Por su larga experiencia, por el estudio concienzudo que de él había hecho, el arte de la guerra amorosa no tenía secretos para él. Lalita Moro era una joven preciosa, una verdadera belleza, pero no tenía dinero, y dinero, sobre todo, era lo que le hacía falta a aquel elegante y arruinado joven.

Una cólera concentrada, cada vez más viva, se había apoderado de Angelina. Impulsada por ella, y para dar en el rostro a aquel majadero, fingió hallarse interesada por el marqués de Valgranda, le concedió todos los bailes que quiso, le permitió sentarse a su lado, que le tomase los guantes, que le tomase el abanico; en fin, que hiciese con ella lo mismo que Manrique estaba haciendo con Lalita Moro. De reojo, no obstante, echaba miradas fulminantes a esta odiosa pareja.

Felisa asistía embelesada al triunfo de su hermano. Jamás había recibido una más grata sensación de placer. Le veía ya casado con la rica heredera, dueño de una inmensa fortuna.

—No pienso que ningún hombre haya sido nunca más feliz que mi hermano Federico esta noche —dijo, al montar en el coche con Angelina.

—¿Por qué? —preguntó ésta, distraídamente.

—¿Y me lo preguntas cuando eres tú la causa de su felicidad?

—¡Ah!

Y al mismo tiempo volvía la cabeza para ver cómo Lalita Moro reía a carcajadas mientras estrechaba la mano de Manrique al montar en el coche.

Después se echó hacia atrás, y permaneció silenciosa.

—¡Cómo te habrás divertido esta noche, Angelina.

—Mucho.

—Lo comprendo, querida. Eres adorable. Quisiera haber estado en la piel de mi hermano... Pero seguramente —añadió, riendo— quisiera él estar ahora en la mía.

Y aplicó sobre la mejilla de la niña dos apasionados besos. Angelina permaneció silenciosa.

—Estás fatigadita, ¿verdad? Caerás sobre la almohada como un tronco... Un poquito distraída... Adivino en qué estás pensando en este momento, picarilla.

—¡Ah!

Felisa había pasado el brazo por la espalda de su amiga, la apretaba efusivamente, la tomaba la mano y se la besaba como el más apasionado adorador. Angelina estaba tan distraída, que apenas se daba cuenta de aquellas subidas caricias. Al apearse del coche le dio la mano apresuradamente, y se lanzó a la escalera.

—Hasta mañana, Angelina. Que duermas bien.

—Llevamos a la señorita a su casa, ¿verdad? —le gritó el cochero.

—Sí, sí, a su casa.

Cuando entró en su gabinete se sintió indispuesta. Rufina, que la esperaba en él dormitando, se sobresaltó, corrió a hacerle una taza de tila. Pero Angelina cada vez se sentía peor. Hubo que apelar al frasco del éter.

—Voy a llamar al señor —dijo, asustada, la doncella.

—¡De ningún modo! —replicó, irritada, la señorita.

—Entonces voy a mandar que avisen al médico.

—Tampoco.

Al fin, fue cediendo la malsana agitación. Mareada, casi borracha por la acción del éter, se acostó, dejó caer la cabeza sobre la almohada y quedó traspuesta. Rufina, sentada a la cabecera de la cama, todavía aguardó un rato a que quedase completamente dormida. Por fin se alzó de la silla, la contempló unos instantes con ansiosa atención, y sobre su pequeña mano, que pendía, depositó un tierno y ligero beso. Angelina abrió los ojos.

—¡Márchate, tonta!

VI

Fueron días amargos los que siguieron a esta noche; amargos para Angelina, pero también para los que la rodeaban, sin excluir su mismo padre. Sus caprichos inverosímiles y su mal humor llegaron a hacerla insoportable. Naturalmente, sobre la pobre

Rufina descargó con más fuerza la borrasca. Tanto hizo, tanto abusó, que Quirós, un día, perdiendo la paciencia, la reprendió ásperamente. Entonces hubo desmayo, ataque de nervios, crisis de lágrimas. Fue necesario llamar al médico. El pobre Quirós, arrepentido, aterrado, daba vueltas en torno de ella, la besaba, la pasaba la mano por la frente, le decía al oído mil palabras cariñosas.

Felicidad, su dama de compañía, también padeció persecución. Angelina solía reír de las diatribas contra su yerno, hasta las provocaba maliciosamente delante de las doncellas para divertirse un rato. Mas ahora, una vez que la infeliz se atrevió a nombrar a Granizo, la señorita la atajó, encolerizada:

—¡Ya tenemos encima la granizada!,

Paseando una tarde por la Castellana vio a Gustavo Manrique, pero se hizo la distraída y no le saludó. No obstante, el galán insistió en sus paseos hasta que logró que sus ojos se encontrasen, y entonces se despojó ceremoniosamente del sombrero; Angelina contestó con una leve inclinación de cabeza. Otro día, montado en su caballo, siguió el coche toda la tarde. Otra vez, caminando a pie, al cruzar el coche cerca de él, hizo ademán de dirigirse a la joven, pero ésta volvió la cabeza y no mandó parar.

Gustavo Manrique era un consumado estratégico, como ya se ha dicho. Todos aquellos movimientos del enemigo estaban previstos. Como Napoleón en Austerlitz, tenía ordenada la batalla con mucha anticipación. Así, que cuando llegó el momento oportuno, se plantó en la acera al cruzar el coche, y, levantando el brazo él mismo, lo hizo parar. Acercándose hacia la niña con el sombrero en la mano y la sonrisa en los labios:

—¿Qué tiene usted conmigo, Angelina? Parece que no quiere usted saludarme.

Angelina se puso roja.

—¿Qué he de tener con usted, Gustavo? Soy muy distraída. Perdone usted si no he contestado a su saludo.

—Quien debe implorar perdón soy yo si por inadvertencia, nunca voluntariamente, he incurrido en su desagrado.

—Le repito que no tengo de usted queja alguna. Son aprensiones.

—Los vasallos de un déspota no pueden evitar estas aprensiones. Cuando ven oscurecerse la faz del tirano se echan a temblar, imaginando que involuntariamente han cometido una falta y que les va a cortar la cabeza.

Angelina contestó, riendo:

—Ni yo soy un tirano, ni usted un vasallo.

—Esto último no es tan cierto. Hace tiempo que me considero vasallo de su hermosura y su gracia.

—Esas no son más que galanterías mohosas, Gustavo —replicó la niña, poniéndose seria.

—¿Lo ve usted, Angelina? Con la mayor inocencia puede uno cometer faltas, incurriendo en el desagrado de su reina.

—Yo no soy su reina —repuso Angelina, riendo de nuevo—, ni aunque lo fuere pensaría en cortarle la cabeza.

—Pues aquí la tiene usted siempre a su disposición —profirió el joven, inclinándose hasta tocar con la frente en el borde de la ventanilla del coche—. Córtela usted cuando le apetezca.

—Que se la corte la que tenga derecho para ello —replicó otra vez, seria.

Gustavo alzó la cabeza, la miró, sonriendo unos instantes y encogiéndose de hombros:

—Bueno... Tenemos mucho que hablar, Angelina. Ahora estamos estorbando la circulación. ¿Va usted el jueves a casa de Carriquiri?

—Me parece que sí.

—Pues hasta el jueves. Pero entre tanto sea usted buena y no me olvide.

—Yo no olvido nunca a los buenos amigos.

—¿Ni a los pobres vasallos?

—Ni a los vasallos.

Angelina reía al contestar.

Fue feliz aquella tarde, y lo fue en los días siguientes, hasta llegar el jueves. En el encapotado firmamento, bajo el cual caminaba desde hacía dos semanas, se abría un agujero azul.

Fueron señalados estos días que precedieron al esperado jueves por un acontecimiento que no turbó, aunque sí distrajo su atención. Felisa Valgranda seguía visitándola con la misma asiduidad; pero no lograba, como antes, sacarla a menudo fuera de casa. Se negó a ira una reunión de los condes de Campollano, a una tómbola para los heridos de Cuba y a una función religiosa donde predicaba un célebre orador sagrado. Felisa la encontraba seria, pensativa; cuando le hablaba de su hermano, se ponía aún más seria. Esto lo interpretó la Valgranda en sentido favorable a sus proyectos. Angelina estaba enamorada. Aquélla su preocupación, la constante seriedad y el inusitado silencio acusaban un corazón agitado por el amor. ¿Y de quién podía estar enamorada, sino de su hermano Federico? Por esto se resolvió a dar el golpe de gracia empujando a éste a un acto decisivo.

Se hallaba Angelina en la cama una mañana, ya bien entrado el día, cuando Rufina le entregó una carta que para ella habían traído a mano. Miró el sobre distraídamente, y vio sobre el cierre una corona de marqués. Lo rompió, un poco excitada su curiosidad. Era la carta del marqués de Valgranda, una fogosa declaración de amor en dos pliegos inspirada, casi dictada por su perspicaz hermana. Falló aquí, no obstante, su perspicacia. Angelina pasó los ojos sobre ella sin gran atención, hizo una mueca desdeñosa, y, dejándola caer sobre la colcha, se levantó, y no volvió a ocuparse de ella. Fue Rufina quien, después que la hubo bañado y peinado, se la recordó:

—Señorita, ha dejado usted sobre la cama la carta que le han traído.

—¡Ah!, sí... Métela en el tirador de la mesa de noche.

Al día siguiente, abriendo el cajoncito para buscar una llave, vio la famosa cartita, y volvió a hacer la misma mueca de indiferencia desdeñosa. Pero la sacó, la leyó de nuevo con más atención, y comprendió que no había más remedio que contestarle. Espontánea, caprichosa, irreflexiva, acostumbrada a que todo el mundo la mimase, no se tomó la molestia de fabricar, como hacen las coquetas avisadas, una respuesta ambigua, una repulsa dorada, un tarrito de miel, esto es, unas calabazas confitadas. Se las envió al marqués enteramente al natural. Apenas guardó con él la cortesía y la gratitud que le debía.

Con esto, su amiga Felisa se abstuvo de poner más los pies en su casa, y cuando llegó el jueves de la reunión de Carriquiri, como no tenía con quién ir, la llevó su padre, el cual sólo por absoluta necesidad solía asistir a estas fiestas nocturnas.

Gustavo Manrique ya estaba allí. La saludó muy afectuosamente, la sacó a bailar, después se sentó a su lado. Hablaron de asuntos indiferentes. Angelina esperaba impaciente que reanudase la conversación interrumpida; pero esperó en vano un buen rato. Poco a poco fue quedando seria; el malestar y el despecho se iban reflejando en su rostro. Manrique la observaba de reojo.

—Vamos a ver, Angelina —dijo, al cabo—. Venga ese capítulo de agravios.

—Ya le he dicho a usted que ninguno tengo.

—Sí lo tiene usted. Se lo he conocido en esa frentecita fruncida, en esas ojitos tan lindos un poco airados. Sea usted buena, Angelina. No me tenga usted sobresaltado, pensando que puedo haber ofendido a mi reina y señora.

—Yo no soy reina de usted.

—La tengo a usted por tal. El que usted no quiera serlo es cosa distinta.

—Se me figura que debe usted tener muchas reinas y hasta emperatrices.

—¿Lo ve usted? Me considera como un vasallo infiel. Sea usted buena, Angelina; dígame su resentimiento.

La cándida niña, después de permanecer unos instantes silenciosa, descubrió su corazón.

—Pues bien, Gustavo, no puedo menos de decir a usted que la noche de la Embajada de Austria no estuvo usted conmigo amable, ni siquiera cortés.

—Agradezco su franqueza, Angelina. Es posible que, inadvertidamente, no le haya rendido los honores que a una reina se deben; pero esto tiene una explicación. Acaso haya tenido demasiada confianza en la indulgencia de usted. Yo llevo hace mucho tiempo una afectuosa amistad con Lalita Moro y con su padre. Desde este verano, en Biarritz, donde me prestó un señalado servicio, haciendo que Moro me recomendase al maire en un asunto para mí muy enojoso, no había tenido ocasión de hablar con ella. Por eso me creí en el deber de dedicarla esa noche todas mis atenciones, abandonando otras, sin duda, más sagradas.

Angelina volvió sobre sí.

—No tiene usted por qué darme explicaciones. Yo no se las he pedido.

—Pero se las doy, porque se las debo.

—Tampoco es cierto. No tengo derecho alguno a exigírselas.

—Pues eso quisiera yo, que tuviera derecho a exigírmelas.

Angelina guardó silencio y Manrique también. Este dijo, al fin:

—Si ha habido falta ha sido involuntaria, y debe usted perdonarla... Por lo demás, no puede existir comparación... A lo menos yo jamás la he establecido. Lalita Moro es una hermosa joven, muy vistosa, muy pintoresca..., una mujer para la galería, ¿sabe usted? No puede convenir a un hombre como yo.

A un calavera arruinado, debió añadir. Porque Lalita Moro, por lo hermosa, por lo buena, por lo inteligente y culta, era un dechado de perfección...; pero no tenía dinero.

Angelina mordió el anzuelo. Aparentando mal humor, pero con bien clara satisfacción, le interrumpió:

—¡Bueno, cállese usted! No necesito que me hable de otras personas. Le repito que yo no tengo derecho a exigir explicaciones.

—Y yo le repito que daría la vida porque usted tuviese ese derecho.

Angelina le miró fijamente unos instantes con sonrisa picaresca.

—¿Habla usted de veras?

—Con toda la sinceridad de mi corazón.

—¿Quiere usted de verdad que yo tenga derechos sobre usted?

—Hasta cortarme la cabeza, si la place.

Angelina rió de un modo encantado, y permaneció silenciosa.

—Está bien —dijo, al cabo, alzándose bruscamente de la silla—. Ya veremos... Lo pensaré.

Una alegría intensa agitaba su corazón. Por eso, al apartarse de Manrique y tropezar con el marqués de Valgranda, sin acordarse de su declaración ni de las calabazas que le había endilgado, le tendió la mano muy afectuosamente:

—¡Hola, Federico! ¡Qué tarde llega usted! ¿Cómo está Felisa? No la he visto hace días.

El marqués se puso rojo, y balbució algunas palabras incoherentes. Pero en aquel instante apareció en el salón Lalita Moro, y Angelina ya no le hizo caso. Volvió su rostro adonde se hallaba aún sentado Manrique, y le hizo una graciosa mueca. Este se levantó de la silla, y vino hacia ella, sonriente, sin mirar a Lalita.

—¡Cuidado! —le dijo Angelina en voz baja—. Ya sabe que puedo cortarle la cabeza.

—Aquí la tiene usted —respondió el galán, poniendo un dedo en el cuello.

El marqués de Valgranda oyó estas palabras, y de rojo se puso pálido. Sus ojos chocaron con los de Manrique, y en ambos brilló un chispazo de odio; pero en los de Manrique había más bien una expresión de indiferencia desdeñosa, mientras en los del marqués relampagueaba una franca aversión.

Fue una noche de triunfo para Angelina. Para Manrique, más positiva. No hizo caso de Lalita Moro; todas sus atenciones fueron para la heredera del opulento Quirós. Cuando venía a sentarse a su lado le preguntaba bajito:

—¿Quiere usted ese derecho?

Y ella respondía, bajito también y riendo:

—Lo pensaré. Lo pensaré.

Ya estaba bien pensado. En la primera noche que tuvieron ocasión de hablarse, quedaron afirmadas sus relaciones amorosas.

Angelina pareció revivir; estaba alegre como un pajarito, reía, cantaba, no se enfurecía con los criados. Hubo unos días de respiro en aquella casa. No fue muy largo, sin embargo. Gustavo Manrique, desplegando siempre su estrategia napoleónica, había aprendido que en los amores la calma chicha suele engendrar hastío y al cabo ruptura. Por esto procuraba que se produjesen algunas leves borrascas; un día le daba celos con una bella y al día siguiente con otra. De tal modo, que la inocente Angelina comenzó a vivir sobre brasas, y por ello a mostrarse agitada y nerviosa en demasía. Y he aquí el motivo por el cual, al cabo de dos meses de relaciones, ella misma, con gracioso disimulo y candorosa habilidad, le insinuó la idea de boda. ¡Qué más quería aquel bergante! Hasta quedó entre ellos convenido y señalado el día de la petición de mano. Quedó acordado el ceremonial. El duque de la Pival, tío de Gustavo, fue, después de varios debates, la persona designada para avistarse con Quirós.

Este se enteró pronto de los amores de su hija... El sujeto no le gustaba poco ni mucho, ni tenía de él buenas referencias, ni su traza de dandy aburrido le causaba favorable impresión. Los hijos del trabajo detestan a los holgazanes, y los hombres sencillos, que no miran mucho a sus corbatas y sus botas, desprecian a los mequetrefes acicalados... Pero conocía demasiado el temperamento de su hija, sabía que su salud era muy frágil, y temblaba ante la idea de que una abierta oposición por su parte le ocasionase una grave enfermedad. En este conflicto, viéndola cada día más encaprichada, más nerviosa y agitada, injería el infeliz tragos bien amargos. Hasta imaginó trasladar su residencia al extranjero; mas un día en que, con muchas precauciones y perífrasis, lo insinuó a su hija, se puso ésta tan descompuesta y a tal punto nerviosa, que se apresuró a tranquilizarla, renunciando a su proyecto.

Así se hallaban las cosas, bien desdichadas para el pobre Qui-rós, cuando acaeció un suceso que por poco le saca de penas. No lo quiso Dios, sin embargo. Ya sabemos que la caña con que la sagaz Felisa Valgranda pretendía pescar a su amiguita se había quebrado. También sabemos que su hermano, más noblemente, estaba, en realidad, enamorado de Angelina. Aquélla, cediendo más al despecho que a la cordura, había dejado de visitar a su amiga. Un día que el coche de Angelina pasaba cerca de la acera de la calle de Alcalá viniendo por ella Felisa, le hizo un amable saludo con la mano, mas la despechada Valgranda volvió la cabeza sin contestar. Angelina quedó avergonzada, contó el lance a su novio, y ambos rieron. A Manrique se le ocurrieron agudos donaires sobre la desesperada y provecta señorita, que Angelina se placía en repetir a su doncella Rufina, confidente ahora de sus amores.

Una mañana del mes de marzo paseaba por la Castellana Manrique, montado en su jaca Prety. El hermoso danés Camarada, alegre y juguetón, le seguía por la acera, brincando paralelamente al caballo. Quiso la funesta casualidad que por esta acera viniese paseando el marqués de Valgranda. Y el perro, que hasta entonces se había mostrado benévolo o indiferente con los paseantes, como si participase de los rencores de su amo, se plantó delante del marqués y comenzó a ladrarle. El marqués se detuvo, y dirigió una mirada agresiva a Manrique. Este gritó al perro:

¡Camarada! ¡Toma! ¡Ven aquí!

Pero el animal, sin atenderle, siguió ladrando cada vez más amenazador. El marqués gritó entonces a Manrique:

—Tenga usted la bondad de llamar a su perro.

Aquél, un poco pálido y sonriendo forzadamente, le contestó:

—Ya ve usted que lo hago.

El marqués, pálido también y con la misma sonrisa forzada, replicó:

—Pero no le hace a usted caso.

Manrique, sin dejar de sonreír, pero cada vez más pálido:

—¿Y qué culpa tengo yo de que no me haga caso?

—¿Y qué culpa tengo yo de que su perro no le obedezca?

—No pienso que vaya a morderle.

—Yo no pienso esperar a que me muerda.

El perro seguía ladrando con furia.

¡Camarada, aquí! —gritó Manrique.

Pero Camarada, cual si comprendiese que aquella llamada era de mentirijillas y que a su amo le importaba poco y aun que mordiese a aquel sujeto, se obstinaba en hacerle frente y no dejarle pasar.

—Le repito que llame usted a su perro —gritó entonces el marqués, enfurecido.

—¡Camarada, aquí!

El perro, como si oyese campanas.

—Tenga usted la bondad de apearse y sujetar a su perro —dijo entonces el marqués, con acento amenazador.

—Amigo, eso de apearse es un poco fuerte —respondió Manrique, riendo sarcásticamente.

—Más fuerte va a ser la bofetada que yo le daré cuando le tenga cerca —vociferó el marqués, fuera de sí.

—¿Qué decía usted? —preguntó Manrique, muy pálido, avanzando con el caballo hasta meterlo casi por la acera.

—Que se apee usted, y verá cómo le rompo las narices.

Manrique hizo ademán de apearse; pero conteniéndose, no se sabe por qué, si por prudencia o por miedo, replicó, en tono trágico:

—Déme usted su tarjeta.

—Déme usted la suya.

Ambos echaron mano a la cartera. El marqués avanzó y le entregó la tarjeta. Manrique le dio la suya. Se conocían desde hacía años, pero con el mismo cómico orgullo afectaban ignorarse.

En aquel momento apenas había en la acera de la Castellana transeúntes. Sin embargo, tres o cuatro personas se habían detenido, mostrando la natural curiosidad. Entre ellos se hallaba el cochero de los Ortega, que tenían un hotelito próximo al de Quirós. Al cruzar luego por delante de éste, viendo en el jardín a Clemente, el lacayo, le refirió lo que acababa de presenciar.

—Uno de esos señoritos me parece que es el novio de tu señorita.

—Sí, el que montaba a caballo y tenía el perro que le dicen

Camarada.

—Pues el otro estaba furioso, y si el del caballo llega a apearse, creo que le atiza. Se han dado las tarjetas.

—¡Bah! No llegará la sangre al río.

—¡Ya! —replicó el cochero, riendo—. Las cuestiones entre estos señoritos terminan almorzando en Fornos.

Clemente contó el caso a una de las doncellas, y ésta se lo encajó inmediatamente a la señorita. La cual, sobresaltada de un modo indecible, imaginando terrible catástrofe, pues no le cupo duda que el contrincante de Manrique era el propio marqués de Valgranda, se aventuró a enviar a aquél una carta urgente:

«Querido Gustavo: Acabo de saber por casualidad la disputa que has tenido en la Castellana con Federico Valgranda. Yo te ruego encarecidamente que le desprecies y no pase la cosa a mayores. Puedes comprender lo horroroso que es para mí el que expongas tu vida sospechando que soy la causa de ello. ¿Lo harás?

Te lo suplica con toda su alma tu Angelina.»

El gallardo Gustavo contestó:

«Mi adorada Angelina: Al llegar a casa, hace un instante me entregan tu carta. ¡Cuánto te la agradezco! Esa prueba de amor me llega al fondo del alma y me llena de orgullo y alegría. Nada temas, nena mía. Esta noche te veré en el Real. Gracias otra vez, preciosa. Hasta luego. Tu fiel vasallo, Gustavo.»

Este sabía, no obstante, que el asunto era serio, pues no se le ocultaba que el despechado marqués lo llevaría con gusto hasta el más trágico extremo.

En efecto; antes que Manrique saliese de casa aquella tarde para buscar testigos, ya vinieron a visitarle los de Valgranda. Estos traían la consigna de no entrar en explicaciones y concertar el encuentro inmediatamente. Manrique salió para buscar los suyos.

Entre los unos y los otros se convino que el duelo se efectuase a sable con punta. Nada menos exigieron los testigos del marqués.

Aquella noche, Gustavo se mostró en el teatro más alegre y locuaz que nunca. La consabida arrogancia que se lee en las novelas románticas. Mas al despedirse y montar en un coche de punto, si en ello no hay indiscreción, diremos que no se sintió tan alentado y airoso. Al pensar en el lance del día siguiente, un poquito de frío descendió a su corazón magnánimo. Sin embargo, fue al Club, y se mostró, igualmente, chancero y displicente. Es el ceremonial seguido por los elegantes en este género de situaciones dramáticas.

Efectuóse el duelo a las primeras horas de la mañana en una finca de las cercanías de Madrid. El marqués de Valgranda era diestro en toda clase de deportes, gimnasia y esgrimidor conocido. Manrique lo sabía... No es singular el frío de la noche anterior. Pero el marqués de Valgranda tenía acumulada demasiada cólera dentro del cuerpo, y ésta, si perjudica mucho en todas las situaciones de la vida, en trances como el presente suele ser fatal. Atacó de tal modo furioso, que Manrique, amedrentado, no supo más que retroceder (romper, en términos técnicos) alargando la punta del sable sin parar los golpes. En el segundo asalto hizo lo mismo. El marqués, cada vez más enardecido e indignado por tan estúpida y cobarde defensa, tuvo la desgracia de precipitarse. Como su adversario tenía el brazo muy largo, en una de sus acometidas se clavó la punta del sable en el pecho. No penetró mucho; pero de todos modos bastó para que cayese a tierra. El duelo se suspendió. El médico que con ellos venía le hizo la primera cura, le transportaron al coche, y hubo de permanecer en la cama algunos días. Sus mismos testigos no se ocultaban después para decir que Manrique no había mostrado en el lance extraordinaria gallardía. Sin embargo, éste, al llegar a casa, escribió a Angelina una carta, que, por lo enfática y declamatoria, era digna de uno de los héroes románticos de las novelas del siglo pasado.

VII

Angelina quedó contristada. La herida del marqués, bien analizadas sus causas, podía atribuirse a ella. Sentía tristeza y remordimiento. Pero a estos nobles sentimientos no tardó en unirse otro menos recomendable. El admirado Manrique tomaba a sus ojos proporciones de un héroe, y ella, acompañándole en su estela luminosa, se consideraba una heroína.

No le acaecía otro tanto al buen Quirós. Un honrado y pacífico trabajador no puede menos de mirar con sorpresa y desprecio esta clase de lances, que a sus ojos tienen su origen en la ociosidad. ¡Ah, diablo! Si estos señoritos tuviesen necesidad de ganarse el pan, no tendrían tiempo a representar tales comedias. Por eso, la antipatía que le inspiraba aquel sujeto creció notablemente.

Angelina, sobresaltada, envanecida, extremadamente nerviosa en los días que siguieron a aquella aventura romántica, puso en conmoción a todos los habitantes de su casa. Sus caprichos, sus injusticias llegaron a tal punto, que a su mismo amoroso padre le costaba gran trabajo reprimir la cólera. Y con esto, el desgraciado veía que su idolatrada hija decaía paulatinamente, pesaba cada día menos, su palidez se acentuaba. Los tónicos que incesantemente le recetaban los médicos más afamados de Madrid de nada le servían. Había llegado a perder casi por completo el apetito. Se alimentaba de un modo tan deficiente, que, al cabo, no tendría más remedio que sucumbir. Quirós veía en lontananza la tisis, y para prevenirla, se rompía los sesos imaginando diferentes medios. Unos días pensaba llevarla a Alemania para consultar con alguna celebridad; otros, trasladar su residencia a Andalucía, clima menos peligroso; otros, hacer un viaje largo por el extranjero.

Hallándose en tal amarga tribulación, supo que un famoso clínico francés, Germán Say, había llegado a Madrid para consultar la grave dolencia de un grande de España, y se alojaba sólo por pocos días en la casa del gran tribuno don Emilio Castelar, su amigo. Aprovechando una valiosa recomendación, logró que el ilustre doctor viniese a ver a su hija. Angelina, que caprichosamente se había negado siempre a ser reconocida, impresionada, sin duda, por el renombre del médico, consintió en ello. Germán Say lo hizo con todo detenimiento, auscultó, palpó, examinó los ojos, la boca, mandó analizar la sangre, hizo mil preguntas. Al día siguiente fue Quirós a casa de Castelar para conocer la sentencia del oráculo. El doctor tenía ya en su poder el análisis. Hablaba bastante bien nuestro idioma.

—Caballero —le dijo—, para su satisfacción he de manifestarle que su hija no tiene ningún órgano afectado... por ahora (y recalcó la frase). Pero su organismo se halla tan fatigado, tan extenuado, que corre peligro de tenerlo pronto. Su peso no corresponde a la estatura, la deficiente alimentación ha engendrado la anemia. El órgano que primero ha de sufrir las consecuencias de tal estado de agotamiento es el de la respiración. Por tanto, urge prevenir el daño. La tuberculosis es un ladrón que ronda la casa y espera siempre que haya una puerta abierta para colarse dentro. No puedo menos de advertir a usted que su hija la tiene ya entreabierta. Mi opinión es que los medicamentos no han de impedir el asalto. Su hija de usted no se curará con preparados químicos, sino con aire puro y una vida higiénica. Es, pues, necesario, según mi entender, que la lleve usted a uno de los sanatorios suizos situados en las alturas y permanezca allí el tiempo posible, un año, dos años..., cuanto más tiempo, mejor, Reposo al aire libre, alimentación adecuada, perfecta tranquilidad de espíritu. Pienso que de este modo su organismo reaccionará favorablemente y que su estado de agotamiento no tendrá consecuencias fatales. Aquí le entrego dos recetas: la una es un sedante para el sistema nervioso, la otra un estimulante para el estómago. Repito que los medicamentos no han de curarla, pero ayudarán a su curación. Prepárese usted a hacer el viaje, y ya verá pronto los resultados favorables.

Quirós salió de aquella casa dispuesto a seguir inmediatamente la prescripción del doctor. Así se lo comunicó a Angelina al llegar a la suya. No contaba con la voluntad ardiente y caprichosa de su hija. Esta se encrespó al escuchar el proyecto, y se atrevió a decir que Germán Say era otro farsante como los demás, que todo aquello de los sanatorios suizos era una moda inventada por los médicos, que ella no tenía enfermedad alguna y que sólo a rastras saldría de Madrid.

Bien se le alcanzó al buen Quirós que tan ridícula obstinación tenía origen en sus aborrecibles relaciones. Trató de vencerla por los ruegos. Nada. Después por las amenazas. Pero Angelina era terca. Su padre también lo era, aunque mejor que ella había empleado la terquedad. En esta nueva amargura, el pobre hombre se puso a imaginar que debía hablar con Manrique y humillarse a pedirle su auxilio. Una circunstancia fortuita impidió que diese tan tristísimo paso.

Por aquellos días había llegado a Madrid el cardenal arzobispo de Sevilla, fray Ceferino González. Este no sólo era su compatriota, pues ambos habían nacido en la aldea de Villoria, concejo de Laviana, sino que fueron vecinos en su niñez y compañeros de escuela. Contaban, poco más o menos, los mismos años de edad. Quirós temía que con sus grandiosas bienandanzas apenas se acordase de él. Así y todo, decidió visitarle. El arzobispo, según se enteró, sólo venía a Madrid por algunos días, y se alojaba en la residencia de los frailes dominicos. Fraile dominico había sido él, y dominico le placía seguir siendo, al decir de los que le trataban.

La residencia de los frailes dominicos distaba mucho de ser un palacio; modesta casa alquilada donde sólo una docena de frailes vivían y rezaban. Allí se encaminó Quirós, un tanto receloso, pero firme y sereno como siempre lo había sido. Uno de los frailes, antes de pasar recado, se enteró prolijamente de quién era y qué objeto le traía. Quirós le entregó la tarjeta y el fraile penetró al fin en la estancia del prelado.

—Que pase —se oyó una brusca voz, imperiosa.

Quirós entró. Era un mezquino despacho donde, sentado a una mesa y en actitud de escribir, se hallaba el cardenal in nigris, esto es, vestido de negro, descubriendo por debajo de la vestidura talar la blanca cogulla dominicana.

Su alta jerarquía no se vislumbraba más que por la púrpura del solideo y la cruz arzobispal que pendía de su cuello. Era un hombre de mediana estatura, enjuto, cargado de espalda, bajo de color, ojos negros pequeños, de mirada penetrante, fisonomía dura, severa, que infundía, no sólo respeto, sino miedo.

—¡Antón! —exclamó, sin alzarse del sillón ni sonreír.

El cardenal González pocas veces sonrió durante su vida.

Quirós avanzó hacia él, e inclinándose besó el anillo episcopal.

—¿Cómo sigue su eminencia?

—Bien, bien —respondió ásperamente el cardenal.

Y poniéndose en pie, sin decir otra palabra, le agarró por la muñeca y le condujo a su dormitorio, que se hallaba contiguo. Si modesto era el despacho, modestísimo era el dormitorio. Una cama vieja de madera, una mesilla, dos butaquitas y un gran crucifijo que del muro enjalbegado pendía sobre la cabecera de la cama. Era la celda de un fraile más que el dormitorio de un príncipe de la Iglesia.

—Siéntate ahí —le dijo el prelado, empujándole a una butaca y sentándose él en la otra—. Aquí ya no hay cardenal ni banquero. Tú eres Antón y yo Ceferino.

—Como tú quieras —dijo, sencillamente, Quirós.

Fray Ceferino le miró con fijeza unos instantes.

—A pesar de los cambios profundos que la edad trae consigo, creo que te reconocería. No sé si tú me reconocerías a mí.

—Pienso que sí. Lo que más nos desfigura a los hombres es la barba o el bigote, y tú no los tienes.

—¡Cuánto hemos corrido juntos, Antón! ¡Cuántas anguilas hemos pescado debajo de las piedras del río... y cuántas hemos dejado escapar! ¡Cuántos mirlos hemos cazado, cuántas manzanas verdes hemos hurtado, cuántas castañas hemos asado... y cuántas palizas hemos llevado!

—Tu padre, que era el maestro, me las tiene dado soberanas.

—Pues a nosotros sus hijos no nos las propinaba más flojas. Los nuevos sistemas pedagógicos no habían penetrado aún en Villoria.

—¿Y qué importa, después de todo? Los niños mimados no son los que hacen más carrera en el mundo. Tú eres un buen ejemplo, y yo, en plano mucho más bajo, también.

Aquellos dos compatriotas se hablaban con extraña gravedad. Tenían ambos un temperamento rudo, una áspera corteza rebelde a toda expansión; la misma brusquedad en sus palabras, pero también el mismo corazón recto y generoso. En el cardenal, este corazón se hallaba coronado por una privilegiada inteligencia.

—¿Y cómo va esa salud? ¿Te prueba bien Sevilla?

—No marcho mal por ahora. Pero el trabajo de la diócesis me aniquila. Era más feliz en mi celda con mis libros... ¿A que no sabes lo que más apetezco en este mundo, y que ya no podré jamás conseguir?

—¿Qué es ello?

—Pues jugar a los bolos. La última vez que jugué fue en la bolera de Entralgo con mi amigo don Silverio Palacio. Estaba ya preconizado obispo de Córdoba, y aproveché aquellos meses de respiro.

—Lo creo, Ceferino. En La Habana he jugado bastante con los paisaninos; pero desde que llegué a Madrid no tiré al alto una bola. ¿Te marchas pronto a Sevilla?

—En la semana entrante. Desgraciadamente, no estaré allí mucho tiempo. Estoy designado por la Santa Sede para ocupar la silla arzobispal de Toledo. Es probable que aquel clima no me venga bien; pero en la Iglesia los cargos no se pueden renunciar. Si enfermo me tendrán que sacar de allí pronto... Y a ti, Antón, ¿cómo te va con tus millones?

—Ya sabes que del dinero y la bondad...

—Ya sé, ya sé. Pero, en fin, tú has trabajado con fortuna y has podido retirarte relativamente joven a disfrutar de tu dinero.

—¡Disfrutar, disfrutar! —exclamó en voz baja Quirós.

—¿Qué? ¿No eres feliz? ¿Cuántos hijos tienes?

—No tengo más que una hija, que cuenta ahora diecinueve años, y ni me hace feliz ni yo puedo hacerla feliz a ella.

—¿Cómo es eso?

Entonces el indiano abrió su pecho al amigo y al sacerdote. No tenía otro fin ni otro anhelo en este mundo que aquella adorada criatura. Para ella se había hecho rico. Por su parte, apenas necesitaba dinero.

—Ni tú ni yo vivimos a gusto en el lujo, porque nos hemos criado pobres. A ella no le basta nada. No pienso que en Madrid haya otra niña que gaste más en su persona. Vivimos con un lujo que a mí me avergüenza. Todo me parece poco para ella: criados, coches, caballos, teatros, bailes, paseos, modistas, ¡diablos coronados! Y, sin embargo, no consigo hacerla feliz. Cada día la encuentro más displicente, menos agradecida a mis atenciones y caricias. Su salud es endeble, me da mucho que temer; pero es tan caprichosa y testaruda, que se niega a seguir los planes que le trazan los médicos. No hace otra cosa que lo que se le antoja... ¡Oh las mujeres! ¡Qué calamidad! Es preferible entenderse con cien hombres antes que con una mujer.

—Anima imperfecta la llama Platón —murmuró el cardenal.

Ambos guardaron silencio, mirando al suelo. Al fin, el cardenal, sin levantar la vista, dijo en voz baja, con acento decisivo:

—En mi opinión, tu hija sólo podrá curarse con dos medicamentos: pobreza y trabajo.

Quirós alzó la cabeza, sorprendido. Fray Ceferino siguió con ella baja. Hubo otro largo silencio.

—Nuestra vida mortal, Antón —dijo el cardenal—, tú lo sabes porque eres cristiano, no es más que la, preparación para otra inmortal, que puede ser buena o mala según nuestros merecimientos. Como nuestro fin es espiritual, el cuerpo no es más que el medio para realizarlo. Cuando este medio pasa a ser un fin, el orden divino se trastorna y se produce la caída del hombre. Así, pues, debemos respetar nuestro cuerpo; pero sólo como templo del espíritu. No debemos prosternarnos ante el barro, sino ante la imagen de Dios que allí habita. Pero el hombre, querido Antón, olvida, desgraciadamente, esta verdad a menudo, y entonces decae, se rebaja, se coloca al nivel del bruto. Lo mismo para el individuo que para los pueblos, la señal de decadencia es el deseo inmoderado de los placeres materiales. Cuando el cuerpo goza en demasía, el alma huye. No hemos nacido para divertirnos, sino para acercarnos a Dios viviendo en caridad... Tú estás tocando, Antón, las consecuencias de haber educado a tu hija en medio de satisfacciones puramente materiales. No la has hecho feliz, no la podrás hacer nunca por ese camino. Estoy persuadido de que si esa niña repentinamente quedase pobre y necesitase ganar el sustento con su trabajo, sanaría de alma y quizá de cuerpo. El trabajo está bendecido por Dios. La virtud no es la felicidad, porque ésta no existe sino en el cielo; pero es el comienzo de la felicidad.

Calló el prelado. Hubo otro largo silencio. Quirós, con la cabeza metida entre las manos, parecía entregarse a una meditación desesperada. Bruscamente se alzó del asiento, y alargando la mano:

—Gracias, Ceferino. Dios te pague esas palabras tan santas y cariñosas. Ya veremos si llegan a tiempo.

Fray Ceferino se alzó también.

—Hasta la vista, Antón. Que Dios te bendiga.

Se estrecharon las manos con la misma imperturbable gravedad, y juntos salieron al despacho. El cardenal llamó a uno de sus familiares, y en su presencia Quirós se inclinó, reverente, ante el prelado y besó el anillo episcopal.

VIII

Hondamente pensativo salió Quirós de aquella visita. Era un domingo. Las calles de la ciudad rebosaban de gente que marchaba en dirección de los paseos públicos, el Retiro, Recoletos, la Moncloa. Quirós siguió sin darse de ello apenas cuenta esta última corriente, y se encontró pronto entre los vetustos jardini-llos.

Las palabras del cardenal martillaban en sus oídos: «Pobreza y trabajo, eso es lo que tu hija necesita.» Jamás había pensado en tan extraño remedio. Como la mayoría de los hombres, toda su vida había imaginado que la felicidad en este mundo consistía en procurarse comodidades y placeres. Y, sin embargo, él mismo era un testimonio de lo contrario, porque pudiendo gozar de todos los deleites que la fortuna proporciona, apenas probaba ninguno; comía los manjares más ordinarios, vestía modestamente, casi nunca montaba en sus coches, no iba a los teatros ni a los banquetes. ¿Entonces, qué? Sus millones de nada le servían. Lo mismo podía vivir con el sueldo de un modesto empleado. No obstante, él no se creía desgraciado, ni se lo había creído nunca en medio de un duro e incesante trabajo allá en la isla de Cuba.

—No me aburría, porque no tenía tiempo para ello como esos señoritos holgazanes... o como esas señoritas —se dijo, pensando en su hija.

Esta le hacía desgraciado, porque ella lo era sin motivo aparente. ¿Habría cometido un error al educarla? ¿Lo estaría cometiendo ahora, como afirmaba fray Ceferino?

El opulento capitalista, con su chaqueta de paño gris, sus zapatos gordos y su sombrerete de fieltro marchaba mezclado con los menestrales que en aquella hora vespertina pululaban por los senderos de la Moncloa solazándose. Veía a muchos de ellos tumbados sobre el césped rodeados de su mujer y sus hijos, merendando unos pedazos de queso o unos chorizos, bebiendo un trago de mal vino tinto. ¡Pero qué rostros dilatados, qué risa, qué algazara! «No, esos pobres trabajadores, esas mujeres y esos niños no son desgraciados», pensaba. «¿Por qué lo es mi hija?» Delante de él caminaban tres muchachas sin sombrero ni mantilla, pobremente vestidas; parecen criadas de casas modestas. Iban charlando a gritos, iban riendo sin cesar. Si una tropezaba, ¡qué risa! Si a otra se le caía el pañuelo al suelo, ¡qué risa! Si a otra se le desataba el moño, ¡qué risa! «No, esas chicas no son desgraciadas», se decía. «¿Por qué lo es mi hija?»

A la vuelta entró en un café de la Puerta del Sol, abarrotado en aquella hora de gente. Pidió un «bock» de cerveza, y, paladeándola distraídamente, siguió su meditación ansiosa. El ruido era infernal: toda aquella gente hablaba a un tiempo, y no lo hacían en voz baja; pero él nada oía, cual si se hallase solitario en el campo. Su pensamiento trabajaba como un horno encendido. ¡Pobreza y trabajo! Machacaba sobre estas dos palabras del cardenal, pero sin lograr extraer de ellas un resultado práctico para su caso, algo que le permitiese resolver el gravísimo problema que la vida le presentaba en aquel momento.

Por fin, un rayo de luz atravesó su cerebro. Sí; creía tener agarrados los cabos de la madeja. Respiró con un profundo suspiro, como quien sale del agua, donde estaba a punto de ahogarse; se pasó la mano por la frente, bebió el último trago de cerveza, se puso el sombrero, llamó al mozo y salió. Sus ojos ya no iban tristes y mortecinos como al entrar; brillaban ahora resueltos y triunfantes, mientras caminaba la vuelta de su casa. Al llegar a ésta, el embrionario plan que le había ocurrido en el café estaba por completo formalizado con todos sus perfiles y detalles.

Con la rapidez y la audacia que habían caracterizado siempre todas las operaciones de su larga carrera de luchador, principió a desarrollarlo. Se mostró, desde luego, con su hija más serio y taciturno. Al entrar en casa no preguntaba por ella como antes, sino que se encerraba en su despacho, y no salía hasta la hora de comer. Durante la comida apenas salía una palabra de su boca. Angelina, alarmada, le preguntó:

—Papá, ¿te sientes mal?

—Me siento bien —respondió, secamente.

Aquella gravedad fue en aumento. Su preocupación y su silencio eran constantes. Parecía hallarse bajo el peso de una gran desazón. En vano Angelina, angustiada, le instó una y otra vez para que le dijese lo que le ocurría, si estaba enfermo o si había tenido un grave disgusto. Su padre se encerró en un mutismo absoluto, mostrándose con ella tan frío que la pobre niña, asustada y medrosa, lloraba a solas en su cuarto. Al fin, una tarde Quirós le dijo en tono perentorio:

—Mañana, Angelina, debes partir para Oviedo. Es un gravísimo negocio el que allí tengo y que exige tu presencia a mi lado. Yo no puedo acompañarte ahora. Manuel te acompañará y estará contigo unos días en el hotel hasta que yo vaya.

Angelina quedó estupefacta, y no respondió una palabra. —¡Ah! Lleva poco equipaje, porque sólo tres o cuatro días permaneceremos en Oviedo.

Entonces Angelina se atrevió a suplicarle le dijese qué clase de negocio era el que exigía su presencia, y por qué no se retrasaba el viaje, a fin de que él pudiera acompañarla; pero le respondió de tan mal talante y con tal desprecio rechazó su pretensión, que la niña, acortada, no pudo insistir.

Este Manuel Vigil que debía acompañarla era su administrador, su hombre de confianza desde hacía muchos años. De tal modo, que en la casa más parecía un deudo que un servidor. Era una especie de intendente, quien se entendía con los criados y los pagaba, el que presidía al arreglo y disposición de la casa, compraba y vendía los coches y caballos, y el que abonaba todas las cuentas. Quirós se mantenía alejado de todo menudo cuidado, ocupándose exclusivamente de los altos negocios bancarios y especulaciones bursátiles. Era un perro fiel que gozaba de la absoluta confianza de Quirós, y la merecía.

Angelina, inquieta y asustada, se dispuso a partir como su padre le ordenaba. Siguiendo, igualmente, sus instrucciones, no llevó más que una maleta con escasos enseres. Pero antes de salir para la estación, todavía tímidamente pretendió que su padre le descubriese el misterio de aquel viaje; pero éste se negó a ello con idéntica sequedad.

No hubo más remedio que partir sin saber lo que ocurría. Su padre la condujo en coche hasta la estación en compañía de Vigil. Allí cambió su actitud. Al subir al tren, dando muestras de una emoción desusada, la apretó fuertemente contra su pecho y la besó repetida y apasionadamente muchas veces. Con esto, Angelina se sintió aún más inquieta y sorprendida.

—¿Pero es que no vas a buscarme muy pronto?

—Sí, hija mía, sí —le contestó, anudándosele la voz en la garganta.

IX

Cuando se encontró sola en el coche con Vigil, le preguntó, ansiosamente:

—¿Pero qué pasa, Manuel? Dime lo que pasa. Papá parece hallarse disgustado desde hace días. ¿Qué significa este viaje repentino? Me ha despedido como si fuese a separarse de mí por largo tiempo.

—Yo nada sé, Angelina. He observado también que tu padre ha cambiado mucho de algunos días a esta parte. Parece que se halla bajo el peso de un gran disgusto; pero ya conoces su carácter reservado. Nada me ha dicho hasta ahora.

La niña dejó caer la cabeza sobre el almohadón, y algunas lágrimas rodaron por sus mejillas. Mas con la ligereza propia de su edad y temperamento, pronto se distrajo. Algunos jóvenes cruzaban repetidas veces el corredor, y pasaban por delante de su departamento para verla, se fijaban en ella, se hablaban al oído, parecían admirarla. Angelina, algo coquetilla, se sintió halagada, y olvidó por completo su inquietud y tristeza.

—Manuel, baja esa cortinilla —le ordenó, cuando uno de los jóvenes, el más insistente, cruzaba por delante de su compartimiento.

Pero al poco tiempo ella misma la levantó, y hubo juego de miraditas. Sin embargo, cuando aquel atrevido se plantó delante de la portezuela, bajó bruscamente la cortinilla con fingido enojo. Después, sonriendo en la oscuridad, reclinó la cabeza, y quedó dormida.

Cuando se despertó se hallaba ya entre las montañas de Asturias. El paisaje, que no conocía, le llamó mucho la atención. ¡Qué verdes praderas! ¡Qué frondosos bosques!

—Mira, Manuel, mira aquella casita blanca; parece que está colgada. Los que la habitan se dejarán rodar cuando salen. Mira qué prado de terciopelo... ¡Oh, cuánta manzana!

Parecía estar por completo distraída de sus negros pensamientos. Sin embargo, cuando Vigil le dijo: «Sólo faltan algunas estaciones para llegar a Oviedo», su frentecita se arrugó y sus ojos adquirieron una expresión sombría.

—.¿Pero es de verdad, Manuel, que nada sabes del objeto de este viaje?

—Absolutamente nada... Pienso que algo serio le ocurre a tu padre... ¡Pero es tan reservado!

Llegaron a Oviedo. Un coche les condujo a la fonda. Eran las once de la mañana. Angelina, cada vez más triste, descansó unos momentos, luego se arregló, y pidió que les sirviesen el almuerzo en la habitación.

Cuando hubieron almorzado, Vigil, sacando una carta del bolsillo, le dijo.

—Ahora, Angelina, voy a cumplir el encargo que tu padre me ha dado. Me ordenó que, al llegar a Oviedo, te entregase esta carta, que viene cerrada.

—¡Una carta!—exclamó, en el colmo de la sorpresa.

Y arrancándosela, la abrió con mano trémula. Pasó sus ojos por ella, y una palidez intensa se esparció por su rostro. Decía la carta:

«Mi queridísima hija: Necesito tu perdón. Con el corazón desgarrado voy a darte una noticia funesta. Me hallo a la hora presente completamente arruinado. A consecuencia de unas desgraciadas operaciones de Bolsa, he perdido todo mi capital, y no sólo el mío, sino algo que no me pertenecía. Dentro de pocos días embarcaré en Cádiz con rumbo a La Habana. Voy de nuevo a trabajar para pagar mis deudas, que es lo único a que ya puedo aspirar, pues a mis años no es posible volver a hacerse rico. No lo siento por mí, sino por ti, hija de mi alma, que viviendo en la opulencia vas a pasar de golpe a la pobreza. Escribo a mi hermano Juan para que te recoja en Oviedo y te mantenga mientras yo no pueda hacerlo. Confío que lo hará porque es muy bueno. Que lo seas tú para él y para su familia, es lo único que te pido. Procura ayudarles en lo que puedas para no serles tan gravosa. ¡Adiós, hija mía! Perdona a tu desgraciado padre, y pide a Dios que le permita abrazarte antes de morir. ¡Adiós, adiós!

Antonio.»

Angelina quedó anonadada. Fijó en Manuel una mirada extraviada, y le alargó el papel sin pronunciar una palabra. Vigil pasó la vista por él, y fingió una gran sorpresa.

—¡Qué catástrofe! ¡Es horrible! Algo me había olido yo. Tu padre cada día se aventuraba más en la Bolsa. Más de una vez le di la voz de alarma, pero no me hizo caso. Al principio realizó enormes ganancias, y creyó, sin duda, que aquella vena no se agotaría jamás. La fortuna nos vuelve la espalda cuando menos pensamos.

Vigil y el cardenal González eran las únicas personas con quienes Quirós había comunicado su plan. El cardenal lo aprobó sin vacilación alguna. Vigil puso algunos reparos, trató de disuadirle, le parecía extraño y violento; pero, al fin, ante la voluntad firme y resuelta de su principal, no tuvo más remedio que bajar la cabeza. Quedaron en que le acompañaría a Cuba en aquel viaje, que el administrador juzgaba de corta duración.

Observando la palidez de Angelina y su abatimiento, se apresuró a animarla:

—No te apures, niña. Tu padre tiene un gran talento y valiosas relaciones en La Habana. Estoy seguro de que antes de mucho tiempo habrá rehecho su fortuna, o, por lo menos, habrá pagado sus deudas. Cierto que es ya viejo, y da pena que a su edad comience a trabajar de nuevo; pero Dios le protegerá, porque ha sido siempre honrado y generoso. A ti te corresponde animarle para que el pobre no se desespere. Si tú no te abates, tampoco él se abatirá, porque ya sabes que eres tú su única preocupación en este mundo. Muéstrate valerosa, ten buen ánimo para que él no pierda el suyo y se muera antes de salir a flote...

El buen Vigil se desbordaba en un mar de palabras, casi todas convenidas con su amo.

Cuando se hallaba más enfrascado en su discurso, llamaron a la puerta del cuarto, y apareció uno de los criados de la fonda.

—¿La señorita se llama doña Ángela Quirós?

—Así se llama —respondió Vigil.

—Pues ahí abajo hay un aldeano que pregunta por ella.

La palidez de Angelina se tornó en un rojo subido.

—Es mi tío —murmuró.

—Que pase —dijo Vigil.

Momentos después se presentó un hombre con traje de labriego asturiano en día de fiesta: chaqueta de paño burdo, pantalón de pana, camisa de grueso lienzo sin corbata, botas de piel engrasada de ternera y boina. De la cual se despojó diciendo:

—Buenos días.

Guardaba notable parecido con el padre de Angelina, aunque mucho más joven y de rostro más agraciado. Sus ojos, grandes y hermosos, tenían una expresión candorosa, infantil, muy distinta de la firme y perspicaz de aquél.

—¿Es usted el tío de la señorita? —preguntó Vigil.

—Soy hermano de Antonio Quirós —respondió, tímidamente.

—Y viene usted a buscarla, ¿verdad?

—Mi hermano me manda en una carta que venga por ella.

—Pues nosotros hemos llegado hace pocas horas, y hemos almorzado ya. Si usted no lo ha hecho, mandaremos que le sirvan la comida.

—Muchas gracias; yo he comido ya ahí abajo, en una taberna del Campo de la Lana.

—¿Sabe usted a qué hora sale el coche?

—Sí, señor; a las dos.

—Pues no tienen ustedes mucho tiempo que perder si han de tomarlo.

A todo esto, el hermano de Quirós no había dirigido una mirada a su sobrina, fijándola únicamente en Vigil, visiblemente acortado.

En cambio, Angelina, cuyas mejillas seguían teñidas de carmín, no le quitaba ojo.

—¿Tienen algún equipaje?

—Sí, una maleta.

—Yo la llevaré.

—No, usted, no —replicó, sonriendo, Vigil—. La llevará un criado de la fonda.

—Pues, tío Juan, cuando usted guste —profirió Angelina con fuerte acento de resolución, acercándose a él. Entonces el aldeano se atrevió a mirarla.

—¿Me parezco a mi padre?

—Sí, mucho.

—Pues usted se parece aún más, y por eso me voy a gusto con usted.

El aldeano se atrevió a sonreír, y, con visible emoción, pronunció

—Lo estimo de verdad.

Angelina arregló apresuradamente sus enseres.

—En marcha, pues.

Iba con la cabeza descubierta. Vigil la llamó la atención:

—¿No te pones el sombrero?

—No; el sombrero ahí se queda. Puede usted dárselo al trapero.

Vigil la abrazó con efusión.

—¡Bien por ti, Angelina! Eres digna hija de tal padre. Pierde cuidado; yo no le abandono. Sigo con él hasta Cuba. Y dirigiéndose a Juan:

—Le entregamos a usted una flor. Cuídela usted bien, y quizá tendrá su recompensa.

El aldeano replicó:

—Para mí la hija de mi hermano es como si fuese mía.

Vigil le apretó la mano fuertemente. Ambos se miraron a la cara, y en sus ojos brilló la luz que brota siempre al contacto de dos corazones leales.

Adagio cantabile

I

Quirós había escrito a su hermano Juan una carta parecidos términos a la de su hija. Que estaba arruinado por consecuencia de ciertas operaciones desgraciadas, que había quedado con un pasivo de importancia, que necesitaba volver a La Habana y trabajar para saldarlo, que mientras tanto esperaba de su generosidad que mantuviese a su hija, guardándola a su lado y la hiciese vivir en la misma forma que ellos vivían, ni más ni menos.

Juan era un buen hombre, y hubiera atendido al requerimiento de su hermano sin motivo alguno; pero tenía suficiente para estarle agradecido. Cuando Antón vino de Cuba, hacía unos cinco años, quiso visitar a Villoria, lugar donde se había criado. Su hermano Juan, que había esperado en la Pola, le acompañó en esta excursión; luego juntos fueron al Condado, y allí Antonio conoció a su cuñada Griselda y a sus niños Telesforo y Carmela, y en su compañía merendó unas truchas y un vasos de sidra.

—Bueno —dijo Antonio a su hermano cuando estuvieron solos—. Y tú, ¿cómo estás de intereses?

Juan le explicó que vivía como labrador desahogadamente. Disfrutaba de aquella posesión o casería como allí se decía, la cual, trabajándola, rendía lo suficiente para comer. Mas la casería sólo por mitad pertenecía a Griselda. La otra mitad pertenecía a un hermano llamado Joaquín, el cual ya hacía bastantes años que partiera a Sevilla, y había logrado abrir allí una carnicería.

Se decía que estaba en camino de hacerse rico. De todos modos, debía abonar a su cuñado una cantidad como renta de esta mitad. Si fuese propietario de toda ella entonces viviría con mayor holgura, se podría considerar como uno de los labradores más ricos del concejo.

—¿Cuánto quiere tu cuñado por la mitad?

—Según me escribió alguna vez, la vendería por cuarenta mil reales.

—¿Diez mil pesetas?

—Eso es, diez mil pesetas.

Quirós sacó un cuaderno, apuntó unas palabras, firmó y le entregó un papel, diciendo:

—Toma, veinte mil.

Era un cheque contra un Banco de Oviedo.

Juan derramó lágrimas de agradecimiento, y aquella familia no se hartaba de echarle bendiciones.

Juan Quirós compró a su cuñado la mitad que le pertenecía, y quedó dueño y señor de toda la casería. Con las diez mil pesetas restantes adquirió una hermosa pieza de tierra en la vega, que producía todos los años una respetable cantidad de maíz, de judías y calabazas. Fue desde entonces lo que por allí se llama un paisano rico.

La casería se componía de una casa-habitación, situada en un pequeño rellano de la falda de la montaña, a unos doscientos metros del lugar. Por delante de ella iba un camino que conducía también como la carretera de abajo a los concejos de Sobresco-bio y Caso. Debajo de la casa había una pomarada, no muy grade, que llegaba cerca de los primeros edificios del pueblo. A un lado, una pequeña huerta destinada a legumbres, berzas, patatas, cebollas, etc.

Por encima de esta casa, un prado muy pendiente, cercado de avellanos, de regular extensión. Además de estas dos fincas, contaba la casería, bastante lejos del pueblo, con un gran prado llamado de Entrambasriegas. Sobre el prado, un vasto castañar. Mas de este prado, uno de los mayores del concejo, sólo la mitad pertenecía a la casería del tío Juan. Otro pradito aún llamado de la Fontiquina. En la vega, dos días de bueyes destinados a maíz, alubias y calabazas. Como Juan, con el dinero regalado por Antonio, había comprado otros dos días de bueyes, era a la fecha poseedor de cuatro días de bueyes (sesenta áreas, aproximadamente). Cosechaba bastantes fanegas de maíz y de judías. También recogía buena cantidad de avellana de los árboles que cercaban los prados y algunos sacos de castañas.

Juan criaba cerdos, gallinas y tenía cuatro vacas en el establo. Mataba dos cerdos para el consumo de la casa; solía también sacrificar una novilla para hacerla cecina; tenía leche, manteca y huevos, no sólo para su consumo, sino también para vender. Se comía, pues, abundante en la casa. Dinero, poco. Sin embargo, la pomarada cada dos años producía catorce o dieciséis pipas de sidra, que Juan vendía en manzana para exprimirla a un lagarero de la Pola. Cada pipa solía venderse en fruto a ocho o diez duros. Puede concebirse lo que suponía para un paisano esta entrada de seiscientas o setecientas pesetas. También la avellana rendía buen producto; se vendía a los comerciantes de Gijón, que la embarcaban para Inglaterra. Con esto y el dinerillo que Griselda solía obtener en la Pola vendiendo huevos y manteca, en casa de Juan se vivía con holgura, y aun guardaba en el cajón algunas doblillas de oro.

La casa vivienda era pobre, vieja y no muy amplia. Sin embargo, tenía lo que presta a las casas de los labradores asturianos mucho atractivo, una solana cuadrada abierta solamente por uno de los lados. Esta es siempre una pieza agradable; se toma el sol en ella, se trabaja, se juega; representa lo que el comedor entre los burgueses. A los dos lados de esta pieza había dos buenos cuartos: en uno dormía el matrimonio y en el otro la hija, Carmela. En la planta baja, una gran cocina con pavimento de losas; a un lado y otro dos dormitorios más chicos que los de arriba: en el uno se acomodaba Telesforo, y el otro, un cuarto trastero donde había también un grande y viejo armario que guardaba la ropa blanca y lo mejorcito de vestir que la familia poseía para los días festivos. La casa contaba, además, con vasto desván, que en ciertas épocas del año se hallaba repleto de ristras de maíz y diversos frutos, nueces, avellanas, cebollas, patatas, etc.

La gran cocina tenía un lar que levantaba medio metro del suelo. Encima de él, a bastante altura, había un techo formado por varas de avellano entretejidas, llamado sardo, en el cual se colocaban las castañas para secarse y hacerse pilongas. Como el humo no tenía otro escape que el de las rendijas del sardo, a menudo la cocina se llenaba de él y se hacía insoportable para quien no estuviese acostumbrado. Había una espetera con pobre y ordinaria vajilla de barro y cacerolas de hierro y hoja de lata, con cucharas y tenedores de madera de boj. Una enorme masera donde se amasaba el pan y la borona y después se guardaba. A un lado se abría el boquete del horno para cocer el pan, pues para la borona se seguía otro método: después de amasada, previamente limpio y arrojado el lar, se colocaban sobre él las boronas en forma de grandes quesos, se las cubría con hojas de castaño y sobre ellas una capa de ceniza enrojecida. Al cabo de algunas horas, la borona estaba cocida. Esparcidas, unas cuantas tajuelas y adosado al muro un escaño de madera, que el humo y el uso habían puesto negro. Sobre el fregadero de piedra, y colgadas de una repisa, tres herradas con sus grandes aros brillantes de hierro, y, suspendidos de ellas, sendos cangilones de metal amarillo con rabo de hierro para sacar el agua.

Era pobre la casa de Juan Quirós; pero mejor, con todo, que las de la mayoría de sus vecinos. Del techo de la cocina colgaban tocinos, jamones y chorizos. Todo indicaba que allí no se comía mal. Aparte del pote de judías y berzas aderezado con lacón, tocino y longaniza, se decía en el lugar, con señales de respeto, que en casa del tío Juan de los Campizos se mataba todos los domingos un, pollo o una gallina.

La pomarada y la huerta no estaban cercadas por muro de piedra, sino por fuerte barganal; esto es, por estacas de castaño o roble unidas por varas entretejidas de avellano. Muy próximo a la casa, el establo, capaz para cuatro vacas y otros tantos terneros; encima, el pajar, llamado en el país tenada. Adosado al establo había un cobertizo sostenido por toscas columnas de madera, en el cual se guardaba el carro, la leña, el arado y otros aperos de la labranza. Próximo al establo se alzaba un enorme montón bien alineado de abono. Todo esto se hallaba situado detrás de la casa, en el llamado pradín de arriba. Por delante, como ya se ha dicho, el antiguo camino áspero y estrecho, como son casi todos en la aldea, por dónde sólo puede pasar un carro tirado por vacas y las caballerías.

II

Angelina montó silenciosa en el coche, y silenciosa se mantuvo largo rato. Las palabras no querían salir de su garganta. Su tío no osaba dirigirle la palabra; tenía la cabeza baja, y sólo alzaba los ojos para dirigirle una rápida y tímida mirada.

Cuando se apearon en Noreña, se atrevió a decir:

—Ahora debemos tomar el tren, que nos lleva hasta Sama.

—¿No nos lleva hasta casa?

—¡Ah!, no. En Sama debemos montar en un coche que llega hasta la Pola. Son dos leguas largas. Allí muere el coche; pero yo lo he contratado para que nos lleve hasta el Condado, que dista una media legua.

—¿Y por qué ha hecho usted eso?

—Porque tú no estás acostumbrada a caminar a pie.

Angelina le miró a la cara, y repuso, gravemente:

—Pues tengo que acostumbrarme. De todos modos, muchas gracias.

Cuando se dirigieron a la taquilla para tomar billete, su tío le preguntó:

—¿Quieres que tomemos primera?

—¿En qué clase acostumbran ustedes viajar?

El aldeano sonrió:

—Nosotros tomamos siempre tercera..., porque no hay cuarta.

—Pues tome usted tercera.

—Es que si no te gusta, tomaré primera o segunda.

—Tome usted tercera —replicó Angelina, con mayor firmeza.

El coche de tercera en este pequeño tren carbonero iba lleno de trabajadores; había alguna mujer con cestas y sacos. Angelina sintió su corazón cada vez más apretado.

Su palidez, su seriedad y, sobre todo, su traje, pues aunque iba con la cabeza descubierta vestía con elegancia, llamaba poderosamente la atención de aquellos menestrales. Uno de ellos, que conocía a Juan, le saludó. Angelina observó que le hacía una pregunta al oído. Su tío le contestó en la misma forma, y el obrero la contempló largamente, con mezcla de curiosidad y lástima. Angelina se sintió aún más avergonzada, y su palidez y seriedad aumentaron.

Al llegar a Sama, su tío le dijo:

—Vamos a tomar alguna cosa aquí cerca en la confitería de Joaquín, que es mi amigo.

—Tome usted lo que quiera; yo no tomo nada.

—Pues yo quisiera que tomases algunos dulces..., un vaso de vino —requirió su tío, en tono humilde.

—No tengo apetito.

—De todos modos, iremos allá, porque el coche no sale hasta dentro de media hora.

Angelina se dejó arrastrar a la confitería. Le sirvieron algunos dulces; sólo probó uno y tocó con los labios en un vaso de vino. Pero el tío Juan bebió dos. Lo mismo que el obrero del coche, el confitero Joaquín le hizo una pregunta al oído, y Juan le contestó del mismo modo. Igual mirada de curiosidad y lástima. Angelina sintió de nuevo vergüenza.

Una vez en el carricoche que les conducía a Laviana, a Juan se le desató la lengua y un poco se disipó su timidez. Le hizo algunas preguntas, que Angelina contestaba con sobrada concisión.

Hacía esfuerzos por sonreír, pero no lo lograba. Y, no obstante, aquel hombre la atraía, no sólo porque se parecía mucho a su padre, sino porque su fisonomía respiraba candor y franqueza. Juan Quirós no pasaba mucho de los cuarenta años, y aparentaba aún menos. Era, desde luego, más guapo que su hermano, lo que se dice un buen mozo.

Viendo que su sobrina no tenía gana de conversación, se puso a mirar por la ventanilla. Los campos y vegas que atravesaban le sugerían observaciones que emitía en voz baja y como si hablara para sí mismo:

—Este prado se ha pacido demasiado; no estará de siega hasta primeros del mes que viene... ¡Vaya una vega maja! Es tan buena como la nuestra, y me parece a mí que mejor abonada... Es un gusto ver estos pradiquinos orilla del río. Vale más no segarlos porque estén dando pación todo el año. Cuando se siegan, la hierba es larga y juncosa. El ganado no la come a gusto.

Angelina escuchaba su monólogo y le miraba con creciente curiosidad y simpatía. Al fin, se decidió a preguntarle

—Usted, tío, no tiene más que dos hijos, ¿verdad?

—Un rapaz y una rapaza. La rapaza tiene dieciocho años, y es una gordinflona que mete miedo. Ya la verás. El rapaz tiene veinte.

—¡Ah!

Angelina volvió a su cerrado mutismo.

—Esta parroquia que hemos dejado se llama San Andrés. La que estamos atravesando es la de San Martín del Rey Aurelio. Aquí está el Ayuntamiento del concejo.

—¡Ah!

—Ya estamos en Blimea. Hermosa pradería, ¿verdad, tú?

Angelina aprobó con la cabeza sin saber lo que significaba una pradería, ni menos si fuese buena o mala.

—Estamos llegando a la Pola. ¿Quieres bajarte o seguir al Condado?

—Me gustaría continuar sin detenernos.

—Está bien, seguiremos al Condado.

La primera aldea que vieron sobre la carretera se llamaba Iguanzo. Enfrente del lado de allá del río están Entralgo y Canza-na, patria de Demetria, la heroína de La Aldea perdida; un poco más allá el lugarcito Puente de Arco, así llamado por el puente antiguo de piedra que en él se encuentra. Después el puebleci-to de Celleruelo y un poco más lejos el de Muñera, frente a la parroquia de Lorío, a la cual pertenece. Por fin se entra en una vega más amplia, y aparece el Condado, que cierra el valle de Laviana.

Hermosa aldea toda en un llano, bañada por el río, adornada de frondosa arboleda, suave, coqueta y silenciosa. Cuando Juan y Angelina llegaron a ella era ya cerca del anochecer. A la parada del coche había por allí algunos aldeanos y chiquillos, que los miraron con curiosidad. Para librarse de ella, Juan, sin detenerse, comenzó a caminar vivamente, llevando consigo a Angelina. Un aldeano le gritó:

—Tío Juan, es la sobrina, ¿verdad?

—Sí, sí, es la sobrina —respondió, malhumorado, sin volver la cabeza.

Angelina comprendió que en aquella aldea se sabía ya la ruina de su padre.

Atravesaron con paso rápido por delante de algunas miserables casas, y ascendieron después por la calzada que conducía a lio, vecino del de Laviana. En VS y en el resto de ediciones, por errata, aparece Blimen, aunque aparece en capítulos posteriores, ya correctamente, como Bli-mea, del mismo modo que en MS, f. 106.

la de Juan. Este llevaba sin trabajo la maleta de su sobrina. Antes de llegar gritó:

—Griselda, Foro, Carmela, ya estamos aquí.

Los tres salieron corriendo a la puerta. Al ver a Angelina quedaron inmóviles, y en los labios de los tres se dibujó una tímida sonrisa. No se atrevieron a saludarla.

—Vamos, aquí la tenéis. A ver si la tratáis bien, como merece.

Griselda se acercó, al fin:

—Buenas tardes, Angelina. ¿Cómo ha sido el viaje?

—Muy bueno, tía, ninguna novedad hemos tenido.

Griselda se sintió halagada por el nombre que le había dado, y preguntó con mayor amabilidad, tuteándola:

—¿No estás cansada?

—Un poquito.

Era una mujer gruesa, excesivamente gruesa, que había sido hermosa y lo sería aún si en la aldea, pasada la juventud, las mujeres cuidasen de su persona como las señoras. Tenía la misma edad que su marido. Vestía la falda de estameña corta, pañolón floreado de percal, cruzado sobre el pecho y anudado por detrás de la cintura; zapatos negros de cuero y medias blancas. Tenía los ojos vivos y expresivos, y aquella mujer tan gruesa se movía con pasmosa viveza y agilidad, acusando un temperamento nervioso. Su hija Carmela era gruesa también, aunque no tanto; fisonomía abierta y simpática, que recordaba la de su padre; grandes ojos negros, límpidos, un poco espantados, como los de esas terneras o novillas que alguna vez tropezamos en los estrechos caminos de las aldeas. Telesforo, a quien llamaban siempre Foro o Forín, un gran mozo de hercúlea contextura, con cara de niño.

—Vamos, entra y descansa, que bien lo necesitarás.

Al poner el pie en la cocina, Angelina sintió como un golpe en el pecho.

—¡Dios mío, yo voy a vivir en esta pocilga!

Su cara se puso lívida.

—Siéntate, hija; siéntate y descansa.

Griselda la tomó por un brazo, y con brusco ademán, casi a la fuerza, la obligó a sentarse en el escaño.

A Angelina le costaba trabajo sonreír, de modo que su sonrisa más parecía una mueca.

—¿Quiere usted que le lleve la maleta arriba? —preguntó Te-lesforo.

—¿Cómo usted? Soy tu prima —pronunció Angelina.

Las palabras eran dulces, pero el acento amargo.

Al bajar Telesforo, todos en pie la rodearon y comenzaron las preguntas. Cuándo había salido de Madrid, quién la había acompañado hasta Oviedo, cómo había dejado a su padre, si seguía tan grueso, qué le parecía Asturias, si había hallado parecido entre Juan y su padre.

Angelina respondía con monosílabos. No le salían las palabras del cuerpo.

—Ahora vas a cenar, ¿verdad?, porque ya tendrás flojedad después de tantas horas... Telesforo, enciende esa lámpara. Te tengo preparada una magra de jamón añejo.

—No; yo no ceno—respondió Angelina.

—¿Cómo que no cenas?

—No tengo apetito.

La consternación más profunda se pintó en el rostro de todos. Permanecieron algunos instantes silenciosos.

—¿Pero es posible? —exclamó Griselda—. Entonces tomarás chocolate. Yo te haré unas tostas de manteca.

—Tampoco; muchas gracias. No puedo tomar nada. Los semblantes seguían expresando una tristeza profunda.

—Pues, hija, tú no puedes irte así a la cama —manifestó con acento resuelto Griselda—. Aunque sea a la fuerza, tienes que tomar algo. Mira, tenemos una leche recién ordeñada, y Forín ha comprado hoy en la Pola unos bizcochos para ti.

Aunque la tristeza y el despecho inundaban de hiel el corazón de Angelina, no podía menos de reconocer el noble comportamiento de aquella gente, que la agasajaban como una huéspeda distinguida, no como una desvalida parienta a quien recogían de lástima.

—Bien; tomaré un poco de leche —replicó con acento más dulce.

Le presentaron una gran taza de leche, y Carmela, en pie, sostenía el plato y le ponía en la mano un bizcocho. Comió uno y se bebió la mayor parte de la leche, que le pareció exquisita, bien diferente de la que hasta entonces había bebido.

—Ahora vamos a cenar nosotros. Verás cómo no somos tan remilgaditos para la comida.

Griselda se acercó al lar y separó una cazuela de patatas guisadas, sacó de los cajones de la espetera tres escudillas de barro esmaltado, las alineó delante de sí, y, con un cacillo de latón amarillo, las fue llenando y aun pudiera decirse colmando. Luego, presentó una a su marido, otra a Carmela y otra a Telesforo. Estos se habían sentado en sendas tajuelas, y cada cual tenía en la mano una cuchara de madera. Sobre la masera yacía una grandiosa borona, de la cual cortó con un viejo cuchillo cuatro grandes zoquetes, que igualmente repartió entre su marido y sus hijos.

Ella puso su escudilla y su pedazo de borona sobre el armarito que servía de base a la espetera, y, en pie, los miró unos instantes como el capitán que contempla los movimientos de su compañía.

En efecto; comenzó el movimiento de las mandíbulas. A cada cucharada de patatas seguía un bocado a la borona. Cuando Gri-selda se cercioró de que el movimiento era uniforme y todo marchaba bien, se decidió a emprender el suyo. Siempre en pie, y con la escudilla en una mano y la cuchara en la otra, principió a comer. De cuando en cuando, dejando la cuchara en la escudilla, llevaba una mano al pedazo de borona que tenía sobre el armarito de la espetera, y lo mordía.

Terminado en buen orden este primer movimiento estratégico, tomó las escudillas sucias, las dejó sobre la masera, sacó del ar-marito otras limpias, semejantes a las primeras, y las fue llenando de leche con un jarro de barro negro. Cortó de nuevo otras rebanadas de borona y las repartió como antes. No migaron la borona en la leche, como se hace con el pan en la ciudad, sino que mordían en ella y después sorbían un trago.

Angelina contemplaba la escena estupefacta, como un viajero explorador que cae en una tribu de salvajes.

—¿Qué te parece, niña? —dijo su tía, riendo—. Aprende a comer.

Cuando hubieron terminado, el tío Juan sacó dos negros cigarros del estanco, una gran navaja y picó con toda calma en ellos lo suficiente para llenar un cigarrillo. Luego, molió aquel tabaco picado entre las callosas palmas de las manos con igual sosiego, teniendo entre los labios la punta de un papel de fumar, que previamente había arrancado de un librillo.

—¿Has avisado, Foro, a toda la gente para mañana?,

—Sí, padre. El tío Pacho de la Ferrera no puede venir, pero manda a Cosme, su hijo.

—Está bien.

Intermedio de silencio.

—Paréceme a mí que en dos mañanas el prado puede quedar segado.

Telesforo movió la cabeza dubitativamente.

—Habrá que arrear de firme, padre.

—Todos los años lo hemos segado.

—Pero éste faltan algunas guadañas.

Otro intermedio de silencio. El tío Juan enciende el cigarro a la llama de un candil y le da dos fuertes chupetones.

—Como no llovió desde hace una semana, la hierba estará dura.

—Esta mañana pasaron por el Raigoso unos nubarrones muy negros. Tuve miedo que lloviese, pero al fin el viento los barrió. Veremos si mañana tenemos buen día.

—Veremos.

—Dios y la Virgen lo hagan —profirió Griselda.

Pocas palabras más se pronunciaron. Angelina, entonces, manifestó que estaba muy fatigada y le dolía un poco la cabeza, por lo cual deseaba irse a la cama.

—Yo te llevaré hasta allá —dijo su tía.

Encendió una vela de sebo, metida en una tosca palmatoria de hierro.

—En marcha. Despídete de tu tío.

—Buenas noches, tío Juan. Buenas noches, Carmela. Buenas noches, Foro.

—Que descanses bien, que Dios te dé un buen sueño.

—Griselda, déjale un vaso de leche con unos bizcochos a la cabecera de la cama, porque esta niña puede sentir hambre por la noche.

—No necesitas decirme nada, Juan —repuso Griselda, con enfado—. Ya lo tiene arriba.

El cuarto que le destinaron era el de Carmela. A ésta la bajaron al que estaba vacío frente al de su hermano.

Cuando Angelina entró en el suyo, la impresión fue terrible; mayor aún que al entrar en la casa. Un pobre cuarto que le pareció el dormitorio de un mendigo; todo viejo, todo oscuro, todo miserable. Un catre de madera, ennegrecida por los años, con una grosera colcha de estambre; nada de mesilla de noche, sino una silla de paja a un lado. Una cómoda, tan vieja y tan negra como la cama. Un aguamanil de hierro, con jofaina de barro esmaltado.

Griselda depositó la palmatoria en la cómoda. Sobre la silla, al lado de la cama, estaba el vaso de leche con los bizcochos.

—Bueno, hija mía; ahora, que descanses bien, pues debes estar muy fatigada.

Cuando su tía salió de la habitación cerrando la puerta, Angelina quedó inmóvil, clavada al suelo. Una angustia mortal le oprimía el pecho. Se pasó la mano por la frente y murmuró:

—¡Dios mío! ¿Qué me pasa?

Después, se sentó sobre la cama, y dejando caer las manos y doblando la cabeza, permaneció largo rato en un estado de estupor vecino de la inconsciencia. Al fin se levantó, y lentamente se fue desnudando, sacó de su maleta un camisón de noche, se lo vistió y, levantando el embozo de las sábanas, se introdujo dentro de ellas. Le costó trabajo reprimir un grito. Le pareció entrar en un lecho de espinas; tal y tan burdo era el lienzo, por otra parte muy blanco. Tuvo intentos de salir de ella, pero le faltaron las fuerzas. Estaba aniquilada. Dejó caer la cabeza sobre una almohada tan grosera como las sábanas, y así permaneció todavía algún tiempo. Entonces oyó abajo el rumor de las voces de sus tíos y primos rezando el rosario. Cuando advirtió que terminaban se apresuró a soplar la vela, pensando que sus tíos percibirían la luz por debajo de la puerta al subir a su cuarto. Pocos momentos después subieron, en efecto, y sintió que abrieron la puerta y escucharon. Su tío Juan dijo en voz baja:

—Ya está durmiendo la pobrecilla.

—Dios haga que duerma bien —respondió, muy bajo también, Griselda.

¡Dormir! ¿Cómo dormir en aquella cama? No sólo las sábanas le rascaban la piel, sino que el jergón de hojas de maíz que había debajo del colchón sonaba a cualquier movimiento que hiciese. Quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos en la oscuridad. Por momentos pensaba que se hallaba bajo una pesadilla y que pronto despertaría en su precioso dormitorio de Madrid. Otras veces sentía rugir en su pecho una cólera rabiosa, y le acometían impulsos de gritar. Subía del pecho como una ola de sufrimiento que crecía sin cesar y la ahogaba. ¿Por qué, por qué todo aquello? ¿Qué pecados había cometido para que Dios la castigase de tan bárbara manera? Evocaba su vida anterior y no encontraba en toda ella más que pecadillos veniales, presunción, cóleras inmotivadas, alguna murmuración, alguna respuesta irrespetuosa. Hasta se preguntaba: «¿Estaré ya en el infierno?» Le acometían vivos deseos de morir. No se le pasó por la imaginación el suicidio, pero apetecía la muerte. Antes, cuando hablaban de ella, se estremecía y hacía callar al que la mentaba; y ahora la llamaba cual si fuese un hada benéfica.

Así batalló toda la noche. Al fin, cuando ya la luz del día penetraba por las rendijas de la ventana, rendida, aniquilada, se quedó dormida.

III

Fue un sueño letárgico, doloroso, que semejaba la muerte. Despertó despavorida, sin sentir ruido alguno, y dijo en voz alta:

—Rufina, tonta, ¿por qué no vienes?

Pero inmediatamente se dio cuenta de dónde estaba, y volvió a sentir un golpe en el pecho.

Se incorporó y puso el oído para escuchar. Ningún ruido se sentía en la casa. Fuera de ella, el gorjeo de los pájaros, los mugidos de una vaca y, a lo lejos, el chirrido de un carro.

Saltó de la cama y bebió con avidez el vaso de leche y comió algunos bizcochos. Estaba desfallecida. Se vistió rápidamente y abrió la ventana. Un torrente de luz entró por ella. El aura matinal hacía susurrar los árboles, cuyas copas casi tocaban con la casa.

Era una fresca, espléndida mañana de los primeros días de junio.

Se dirigió al aguamanil, vertió en la jofaina el agua de un jarro y se lavó la cara largo rato. Se secó con una ordinaria toalla que allí colgaba, y en un mal espejillo se arregló el pelo con los peines del estuche de aseo que traía en la maleta. Sacó jabón, se lavó bien las manos, se arregló las uñas y miró el valioso reloji-to, ornado de brillantes, que también había metido en la maleta. Eran las ocho y media. Se echó sobre los hombros la capita del viaje y salió a la solana. Nadie había en ella. Bajó a la cocina, y tampoco. La casa se hallaba solitaria. El fuego estaba encendido en el lar y algunos pucheros arrimados a él.

Entonces salió al camino, y distraídamente fue dando algunos pasos. Pero a poco, estos pasos se fueron haciendo más rápidos y menudos. Bajó la calzada y se encontró cerca de las casas del pueblo. Una mujer que salió a la puerta de la suya, la miró con gran curiosidad; la estuvo contemplando hasta que Angelina, molesta, dio vuelta a las casas y se alejó por detrás de ellas. Entonces vio a lo lejos el campanario de la iglesia, y, resueltamente, a paso más vivo, se dirigió hacia ella. Antes de llegar tropezó con un aldeano que echó mano a la montera y dijo:

—Buenos días, señorita.

«Este no sabe que ya no lo soy», se dijo con amargura. Al acercarse a la iglesia, nadie había en los alrededores. Era una pequeña, modesta iglesia de aldea. La puerta estaba entreabierta. Entró. Una sola y pobre nave enjalbegada. Pero el silencio y la misma desnuda sencillez instaban al recogimiento. Angelina paseó la mirada por su ámbito, y sus ojos tropezaron, a la derecha, con un altar humilde, donde aparecía una imagen de la Virgen del Carmen, que con una mano sostenía al Niño Jesús y en la otra tenía el escapulario.

Angelina había sido siempre devota de la Virgen del Carmen, con la devoción superficial, más externa que profunda, de los felices y mundanos. Mas ahora, agobiada bajo el peso de su desgracia, por un impulso irresistible, se dejó caer pesadamente de rodillas y exclamó:

—¡Virgen Santísima, amparadme!

Y las lágrimas, que no habían querido salir hasta entonces, brotaron de sus ojos como un torrente que se desborda. Lloró largo rato. Y sus labios murmuraban siempre:

—¡Madre mía, ampárame!

Aquellas lágrimas fueron como la lluvia que refresca y fertiliza la tierra, encendida por los calores del estío. También su corazón se sintió refrescado. Aquella cólera rabiosa que la quemaba las entrañas se fue disipando, y en vez de ella se esparció por su pecho una dulce resignación. Recordó la pasión de Jesús, y no pudo menos de decirse: Esto que me pasa es nada. Cúmplase, Dios mío, tu voluntad. Una mano la tocó en el hombro. Angelina dio un salto y quedó en pie con los ojos bañados de lágrimas. Era un sacerdote el que estaba frente a ella. Un hombre de mediana edad, entre cuarenta y cincuenta años, de contextura recia, la tez encarnada, los cabellos ásperos y grises. Vestía una sotana bastante vieja y se cubría con un bonete no más joven.

—¿Eres la sobrina del tío Juan de Villoría?

—Sí, señor.

El clérigo bajó la cabeza y murmuró con acento dolorido:

—¡Vaya por Dios, vaya por Dios!

—¿Es usted el señor cura?

—Sí, soy el párroco del Condado... Cuando termines de rezar, vente a la sacristía, que quiero hablar contigo.

Angelina volvió a arrodillarse, pero sólo por breves momentos. Se limpió los ojos y se dirigió a la sacristía, cuya puertecita no estaba lejos. Era una pobrísima pieza, adecuada a la modestia del templo. Un mueble de madera ennegrecida—todo lo que veía era viejo y oscuro—, a modo de ancha cómoda, ocupaba uno de los testeros de la pared. En los cajones debían de hallarse las vestiduras sacerdotales. En un rincón, los ciriales con la cruz. Sobre la cómoda descansaban algunos misales. De una tosca percha de madera colgaba el ropón encarnado del monaguillo y la sobrepelliz, todo bastante sucio. Había también un banco lustroso por el uso. Un Cristo horrorosamente tallado, con grandes chafarrinones, pendía de la pared sobre la cómoda o armario bajo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el cura así que puso el pie en la sacristía.

—Ángela Quirós, para servir a usted.

—Lo sé todo, hija mía, lo sé todo.

—Conoce usted mi desgracia, ¿verdad?

—¡Alto allá, querida! Se llama desgracia, ¿sábestetú?, la pérdida de la salud del cuerpo o la del alma, pero la pérdida del dinero sólo debe llamarse disgusto... De todos modos, no estamos bien aquí para hablar de ciertas cosas. Mejor será que vengas conmigo a la rectoral, ¿no te parece?

—Como usted guste, señor cura.

El párroco echó a andar, y Angelina le siguió. Al salir de la iglesia, el cura cerró la puerta con una enorme llave.

La rectoral no estaba lejos. Era una casa vieja con las paredes sucias y descascarilladas. Una gran puerta vieja y sucia también se hallaba abierta. Por ella penetraron el cura y Angelina, y ascendieron por una estrecha escalera de peldaños desiguales y rotos en varias partes a una salita donde todo era viejo y mezquino. Una mesa cubierta con un tapete de bayeta verde, una cómoda de madera de castaño y sobre ella una capillita con un cristal, detrás del cual se veía una imagen de la Dolorosa. Una estantería con algunos libros empolvados y varias sillas de paja.

El párroco tomó a Angelina de la mano y la sacó a un corredor de rejas que en otro tiempo habían estado pintadas. El suelo, de tablas carcomidas. Una mesa toscamente labrada y sobre ella un montón de piedras, lo cual llamó, desde luego, la atención de la joven. El cura sacó dos sillas de la sala, y ambos se sentaron. El corredor se abría sobre una huerta no muy grande donde crecían, apretándose, muchos árboles frutales: ciruelos, cerezos, higueras y perales. Formaban todos una muy grata espesura. El camino quedaba a un lado, y desde el corredor se veía también perfectamente.

—Ante todo, niña —pronunció el cura solemnemente—, te felicito por llamarte Ángela. Estás, hija mía, bajo la protección del santo Ángel de la Guarda. Es necesario, ¿sábestetú?, que te hagas acreedora a esta protección siendo buena y piadosa... Y ahora dime: ¿cómo te encuentras de salud?

—No muy bien, señor cura. Hace tiempo que perdí el apetito y me encuentro muy débil —repuso Angelina, con triste sonrisa.

—Pues aquí recobrarás el apetito y te fortalecerás. Ahora te encuentras bajo el peso de un grave disgusto, no de una desgracia, repito, pero no tardará en disiparse ese disgusto, y gozarás del beneficio de este aire puro que aquí respiramos y de una vida tranquila. Porque, ¿sábestetú, hija mía?, en todas partes se puede vivir feliz teniendo salud y un pedazo de pan que llevar a la boca. Tú echarás de menos el lujo y la comodidad con que antes vivías; pero dime en conciencia con la mano puesta sobre el corazón: ¿eras completamente feliz hasta ahora?

Angelina permaneció callada.

—Vamos, habla con toda sinceridad, como si te hablases a ti misma, ¿eras feliz por completo?

—Por completo, no, señor cura —balbució Angelina—. Confieso que me disgustaba muchas veces por motivos bien pequeños.

—¿Lo ves? Nadie puede ser enteramente feliz sobre la tierra. Cuando no tenemos una cruz grande que soportar, nos la fabricamos con dos palitos, y tú, por lo visto, te fabricabas muchas.

—Así es la verdad —pronunció la joven, bajando la cabeza y la voz.

—La mayor parte de tu malestar dependía de la falta de salud. En cuanto la recobres, recobrarás también la alegría, y si te encomiendas todos los días a la Santísima Virgen, como te he visto hace un momento...

Al llegar aquí el párroco se alzó violentamente de la silla, y, echando chispas por los ojos, se lanzó a la mesa donde descansaba el montón de piedras que tanto le había llamado la atención a Angelina, tomó un puñado de ellas, y, una tras otra, las arrojó con verdadera furia a los pajaritos que picoteaban la fruta de los árboles.

Cuando dio fin a esta hazaña guerrera, vino —de nuevo a sentarse tranquilamente.

Angelina había recibido un susto enorme por aquel arrebatado ademán que, al pronto, no comprendió.

—Bien, hija mía, quedamos en que te encomendarás todos los días a la Virgen Santísima, como madre nuestra que es. Verás, al fin, cómo la vida no es aquí tan mala como tú te figurarás, y menos cuando has venido a parar a una casa llena, porque tus tíos, ¿sábestetú?, son gente rica y honrada. El tío Juan es un pedazo de pan, un paisano con poco seso, pero muy inteligente, ¿sábestetú? En tocante a labranza, no hay otro que sepa más en la parroquia, ni acaso en el concejo. La tía Griselda tiene cabeza por los dos: el genio fuerte y la mano ligera. Hay que tener cuidado con ella, ¿sábestetú?; pero como corazón, no hay otro que la iguale. Un corazón que no le cabe en el pecho. El rapaz y la rapaza, muy formales, muy obedientes; nada han dado que decir hasta ahora. Así, pues, querida, en manos peores pudiste haber caído..., porque, ¿sábestetú?, aquí hay bueno y malo, como en todas partes. Si eres buena y humilde...

De nuevo se alzó violentamente el cura, y arrojó con mayor fuerza que antes algunos proyectiles a los pájaros. Otra vez se sentó.

—Digo que si eres buena y humilde, Dios te protegerá. Dios baja siempre al corazón de los humildes. Sed mansos como yo —ha dicho nuestro Señor Jesucristo...

—¡Maldito pájaro! Ese mirlo me ha estropeado ya media docena de ciruelas.

—Tiene usted una huerta muy hermosa —dijo Angelina, por hablar algo.

—Es pequeña, pero bien aprovechada. No me han dejado más que esto —añadió, con profunda tristeza—. Todos los bienes parroquiales, que en otro tiempo eran muy ricos, se han subastado. Para mantener una vaca de leche, ¿sábestetú?, tuve necesidad de arrendar un mal praduco que sólo me da tres carros de hierba... Bueno, pues no quiero molestarte más. Acaso te esperan en casa. Pero quiero que Pepa, el ama, te conozca y tú la conozcas a ella.

Y entrando en la sala, y, acercándose después al hueco de la escalera, llamó con altas voces:

—¡Pepa! ¡Pepa!

No tardó en aparecer el ama y criada a la vez del cura, pues no tenía otra sirvienta. Era una mujer que pasaría de los cuarenta años, morena y endeble de cuerpo, con ojos ribeteados y enrojecidos, que ella achacaba al humo perenne de la cocina.

—Aquí tienes a la sobrina del tío Juan de Villoria de que hablábamos ayer.

—¡Ah! ¿Es ésta?.. Por muchos años. Me alegro de conocerla.

—Muchas gracias.

—Y me alegro también de que se encuentre en casa del tío Juan, porque esa casa de los Campizos es de lo bueno que hay, lo mejorcito de la parroquia. No todo es así, ¿sabe usted? ¡Hay por aquí cada cazurro!

—Vaya, vaya, Pepa —interrumpió el cura, con aspereza—; deja a los cazurros en paz. Bueno, Angelina, vete con Dios, que Dios te bendiga, hija mía. Dile a tu tío Juan que mañana iré a verle a Entrambasriegas, pues ya sé que está segando el prado.

El cura y su ama bajaron a despedirla hasta la puerta.

—¡Adiós, Angelina! Sigue devota de la Virgen Santísima, que ella te protegerá.

—¡Adiós, señorita! Que Dios la bendiga y le dé mucha salud.

—No me llame usted señorita—replicó Angelina, poniéndose encarnada—, porque ya no lo soy.

—Para mí lo será siempre. El señorío no lo da el dinero, sino la crianza.

IV

Con pie ligero y corazón más ligero aún se restituyó Angelina a la casa de sus tíos. Al entrar vio a su tía Griselda arrimada al lar, quien, al sentir pasos, volvió la cabeza.

—Ya sabía que estabas en casa del señor cura. Por eso no me he apurado al no hallarte aquí.

—¿Cómo sabía usted que estaba en casa del señor cura?

—En un lugar como éste se sabe todo pronto..., lo que hay y lo que no hay. Antes de llegar a casa ya me dijeron que estabas en el corredor del señor cura hablando con él.

—Así es la verdad, y encontré un señor muy bueno.

—¿Verdad que sí? Don Tiburcio es un santo varón. Algunos pelagatos hacen burla de él porque tiene ciertas chocheces, pero son los más burros y más holgazanes de la parroquia... Pero, hija, tú debes de estar desfallecida. No has tomado más que un poco de leche. Cuando salimos al trabajo estabas dormida, y no quise despertarte. Maté para el caso una gallina, y te he puesto un puchero, que vengo a cuidar. Dentro de media hora ya podrás tomar un sopicaldo con un huevo batido, y a las doce comerás la pechuga de la gallina y unos huevos pasados por agua, porque sé que estás delicada del estómago.

—Gracias, tía, muchas gracias —replicó Angelina, conmovida,

Y tomándole una mano la besó.

Griselda se puso roja. Aquel acto tan sencillo le abrió de par en par las puertas de su corazón.

—Eres muy buena, Angelina, y Dios te protegerá —dijo, besándola en la frente.

—Ya me ha protegido dándome unos tíos tan buenos.

—Cariño no te faltará aquí, y todo lo que puedan nuestros recursos lo tendrás.

—Pues mire usted, tía, voy a pedirle un favor. A mí me da vergüenza salir por el pueblo con este traje que ya no me pertenece. Quiero vestir lo mismo que Carmela.

Griselda quedó pensativa.

—Puede que tengas razón, hija mía. En el pueblo hay gente envidiosa... Ya pensaremos en ello.

—Si usted quisiera comprarme un traje se lo agradecería... Yo tengo todavía aquí algún dinero; tómelo usted.

Griselda se puso de nuevo encarnada.

—No, hija mía, no; guarda ese dinero para ti. A Dios gracias, no nos hace falta. Ya mercaré el jueves en la Pola la tela, y entre Conrada, la del tío Leoncio, que es muy curiosita, y nosotras te haremos una faldita... Aguarda un poco —añadió, mirándola—. Es inútil que te pruebe una de Carmela.

—¡Ya, ya!—exclamó Angelina, riendo.

—Pero con la que tú traes ahora, que es oscurita, te voy a poner el pañuelo.

Se acercaron al cuarto del armario, y Griselda sacó de él un pañuelo floreado que Carmela se ponía los domingos. Angelina se despojó de su vestido, dejando sólo la falda, se puso el camisón de dormir, que tenía mangas, y encima su corsé, y se anudó el pañuelo por detrás de la cintura. Griselda tomó un lindo pañuelo de seda y le ciñó con él la cabeza al estilo aldeano. Hecho esto se hizo atrás, y, riendo, exclamó:

—¡Hija mía, qué guapísima estás! Ve a verte.

Angelina fue a mirarse en el espejillo, y se encontró muy bien. Le parecía que se había disfrazado para un baile de trajes.

No fue corta la risa de tío Juan, Telesforo y Carmela al verla así ataviada cuando llegaron del trabajo. Todos convinieron en que estaba más guapa que antes, y Angelina llegó a creerlo.

Se sirvió la comida. A Angelina la sentaron en el escaño, la pusieron delante una pequeña mesa con un mantelillo, y la hicieron comer con plato y tenedor de metal, mientras los demás, sentados en sus tajuelas, comían en la escudilla con cucharas de madera. Esto la avergonzó. Se hallaba molesta; pero comprendía que le era imposible comer como los otros, y se conformó. Comió unos bocados de pechuga de gallina y sorbió los huevos.

La mañana había sido bien aprovechada. Se había segado más de un tercio del prado. Por la tarde irían las mujeres a esparcir la hierba. Si el sol no se nublaba, al día siguiente podría meterse una buena cantidad de hierba en la tenada.

—¿Quieres venir con nosotros esta tarde, Angelina? Te divertirás viendo esparcir la hierba.

Angelina tenía otro proyecto en la cabeza. Se disculpó diciendo que se hallaba aún muy fatigada; pero, desde luego, prometía ir al día siguiente temprano, si es que la despertaban para ello.

Poco tiempo después quedó sola en la casa. La frugal comida no le había sentado mal. La gallina, los huevos, la leche, todo era excelente. Se estuvo un rato en la solana contemplando el paisaje, y, al fin, entrando en su cuarto y abriendo la maleta, sacó de ella el recado de escribir, precioso como todo lo demás, y con él se fue a la mugrienta mesa de la solana, se sentó y comenzó a escribir.

«Querido Gustavo: No pienso que te sorprenderá esta carta, pues debías esperarla, aunque no del sitio que lo hago. Es mi deber escribirte en este momento y hablarte. con entera franqueza. Como seguramente sabrás, ya mi posición ha cambiado por completo. Mi padre se halla totalmente arruinado y se va de nuevo a Cuba, buscando trabajo. Yo no soy más que una pobrecita, recogida en casa de unos tíos labradores. El asunto, pues, de nuestro matrimonio ha cambiado de aspecto. No imagino que tú te casabas conmigo por interés; pero acaso no entre en tus cálculos unirte a una chica enteramente desprovista de fortuna. En este último caso me corresponde devolverte la palabra, dejándote absolutamente libre para romper nuestro compromiso. No me quejaré si lo haces; mas si, a pesar de todo, permaneces fiel, puedes estar seguro que no sólo mi amor, sino mi vida entera sería poca cosa para corresponder a tu generoso proceder.

Debajo puso las señas:

Asturias.
Laviana.
Condado.

Después de leerla quedó satisfecha de su contenido. Si tiene un poco de vergüenza —se dijo—, no me abandonará.

Cerró la carta, puso el sobre y la guardó hasta que Carmela viniera y la informase cómo podría ponerla en el correo.

Se alzó de la silla, y, acercándose a la baranda de la solana, puso los codos sobre ella y permaneció extática contemplando el cielo y las copas de los árboles que tenía delante. Reinaba un silencio adormecedor, el callado sosiego de las aldeas en las primeras horas de la tarde. Empezaba a hacer calor. Los labradores se habían ido a sus prados o sus tierras, los niños a la escuela, los pájaros dormían sobre las ramas.

Angelina se sentía mucho más tranquila y resignada, se había apagado su cólera, ya no le roía el despecho y vagamente comenzaba a comprender que el cura tenía razón. Dios baja siempre al corazón de los humildes. Los actos de humildad que había tenido con su tía le habían ganado su cariño. Guardaba todavía alguna esperanza, pero no ardiente ni anhelante. Si Manrique la aceptaba, bueno, y si no, la Virgen del Carmen se encargaría de protegerla. Aquella templada atmósfera, aquel rico aroma de los campos, aquel sereno cielo, aquel silencio majestuoso, infundían en su alma un dulce sosiego que nunca había sentido.

Entonces se acordó de que aún no había escrito a su padre, y sintió un punzante remordimiento. Volvió a la mesa, y le puso algunos renglones, noticiándole que había llegado bien y que su salud no se había alterado. Le suplicaba le dijese cuándo pensaba emprender su viaje y adónde debía escribirle.

Después bajó a la cocina, y desde allí se salió al campo. A paso lento, y fijándose bien en lo que la rodeaba y no había tenido ocasión de ver, se fue aproximando al establo. La puerta sólo estaba llegada como siempre durante el día. La abrió, y, al poner un pie dentro, sintió en el rostro el hálito animal que se percibe siempre en esta clase de recintos. Nada veía, había una oscuridad profunda. Sus ojos, no obstante, se fueron habituando, y percibió el bulto de cuatro vacas sujetas a un pesebre. Atados a otro más chico había dos ternerillos. Dio algunos pasos más. Las vacas volvieron la cabeza, y dejaron escapar un leve mugido. Angelina no se atrevió a acercarse a ellas; pero se aproximó a los terneritos y trató de ponerles la mano encima. Los jatos brincaron asustados, tratando de huir, aunque imposibilitados de hacerlo por el collar de madera con que estaban sujetos. Dos vacas, sin duda las madres, mugieron fuertemente.

La atmósfera espesa, húmeda y tibia que allí se respiraba ejerció sobre Angelina una influencia aún más sedante que la del campo. Se encontraba tan bien, que permaneció largo rato sentada sobre el borde del pequeño pesebre de los terneros.

Cuando salió, la luz le ofuscó, y tuvo que llevarse la mano a los ojos. Salió al camino, abrió la portilla de la pomarada y penetró en ella. Cercanos a la sebe antes de los pomares había algunos árboles frutales: ciruelos, higueras, perales y dos grandes, frondosos, cerezos que llamaron su atención. Se detuvo algunos momentos contemplándolos, y siguió internándose lentamente en la finca, que no era muy dilatada, como sabemos. El sol penetraba difícilmente por la espesa cortina de los árboles, pero estaba allí, y su real presencia, señalada por algunos rayos en el césped, infundían la vida y la alegría. Los pomares, grandes y frondosos, formaban tiendas de campaña, redondos cenadores fabricados por la naturaleza, no por la mano del hombre.

A paso lento y respetuoso, cual si entrase en un templo, respirando a plenos pulmones aquel aire embalsamado, sintiendo de cuando en cuando en el rostro la ardiente caricia de un rayo de sol, Angelina fue avanzando hasta tocar en las lindes de la pomarada. Próximas estaban las primeras casas de la aldea, pero antes había un espacio destinado a huerta. La contempló un instante sin curiosidad y dirigió su vista al valle que, como un circo inmenso rodeado de altas montañas, se extendía delante de ella. El pueblo, la vega, donde comenzaba a crecer el maíz; el río, orlado de nogales y humeros; los pequeños prados ceñidos de avellanos. Allá a lo lejos la aldea de Lorío, y sobre ella la fragosa sierra del Raigoso, con su crestería salvaje.

Largo tiempo estuvo contemplando aquel paisaje. Al fin volvió sobre sus pasos lentamente, internándose en la pomarada, y se sentó bajo uno de los más grandes y copudos manzanos.

La brisa soplaba blandamente sobre las copas de los árboles; sólo alguna vez más viva lograba penetrar por el follaje y llegaba a refrescarle las mejillas. Angelina se sentía revivir. Aquella frescura deliciosa, aquella dulzura salvaje, el césped, los árboles, el sol, le producían una sensación que hasta entonces jamás había sentido. Era otra vida diferente, era una caricia que la adormecía, un sueño que la hacía olvidar lo presente y lo pasado. Contemplando sin pestañear las verdes ramas que casi le tocaban en la frente, sentía hacia ellas una irresistible inclinación, un afecto de hermana: quería transformarse en una y vivir siempre bajo el sol mecida por la brisa.

No supo cuánto tiempo estuvo así, ni dormida ni despierta. El sol descendía. El azul que se vislumbraba entre las hojas adquiría un matiz más oscuro. Pero allá a lo lejos, mirando por debajo de los árboles, el azul se transformaba en oro, y las nubes que flotaban en el horizonte se encendían besadas por el sol.

Con las manos caídas y la espalda apoyada en el tronco del corpulento pomar, Angelina dejaba correr el tiempo, dejaba flotar su pensamiento sin dirección como una de esas nubecillas blancas que flotaban en el espacio empujadas por vientos contrarios; tan pronto se creía feliz como desgraciada, sentía a la vez ansia de vivir y de morir: era el deseo que en horas solemnes se alza en el fondo de nuestro ser de unirse para siempre a la inocencia de la creación, de sumergirse en el seno de la naturaleza inmortal, de abandonar lo temporal por lo eterno.

—¡Angelina, Angelina! ¿Dónde estás, Angelina?

Oyó las voces, y abrió los ojos asustada, sin saber dónde se hallaba.

—¿Dónde estás, Angelina?

—¡Aquí, aquí!

Griselda y Carmela soltaron a reír viéndola bajo el árbol.

—¿Pero te habías dormido?

—Sí, me he dormido.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé.

—Mucho tiene que ser, porque ya son las seis.

Se levantó entumecida, y entró en la casa con ellas. Ya estaban allí el tío Juan y Foro. Todos rieron mucho. Ella sentía gran bienestar físico. Aquel sueño al aire libre la había refrescado.

Antes de cenar, Angelina llamó aparte a su prima y le dijo, confidencialmente:

—Tengo dos cartas escritas, una para papá y otra para un ami-g°.

Carmela sonrió y Angelina se puso encarnada.

—¿Hay persona de confianza para llevarlas al correo?

—Todos los días viene el peatón con las cartas y se lleva las nuestras.

—La del amigo quisiera que fuese certificada, ¿sabes tú?

—Sí, sí, comprendo —repuso Carmela, riendo.

—Bueno, pues si comprendes le darás esta peseta para que la certifique y me traiga el recibo de la estafeta. Pasado un rato se pusieron a cenar. Griselda no se hartaba de mirar a su sobrina.

—Hija mía, no sabes lo guapa que estás con ese pañolín colorado.

—Para usted, tía, lo estaré siempre.

Griselda le pagó con una mirada cariñosa.

Pero toda la familia sufrió una gran decepción. Angelina no quiso cenar más que una taza de leche con pan migado. Estaban consternados. Así no se podía vivir. En vano, Angelina les hizo saber que se podía vivir meses y años con leche solamente. No lo creían. Viéndoles tan afligidos, les prometió que al día siguiente comería un poco más.

—Oye, Angelina, ¿quieres venir mañana al prado con nosotras? —le dijo Carmela.

—¡Vaya si quiero!

—Es que tenemos que llamarte temprano.

—Todo lo temprano que se necesite.

—Bueno, pues ahora vete a descansar, porque lo necesitarás —le dijo Griselda, empujándola suavemente hacia la escalera.

—¿Es que ustedes no van a rezar el rosario?

—A eso vamos.

—Pues yo quiero rezarlo con ustedes.

Se miraron unos a otros, y una sonrisa de complacencia se esparció por los rostros.

Concluido el rosario subió a su cuarto y encendió una vela. La vista de la fementida cama volvió a apretarle el corazón. No, no; era imposible dormir sobre aquel potro de tormento.

Suspirando, se metió dentro de ella, y al sentir el áspero contacto de las sábanas, no pudo menos de soltar algunas lágrimas.

—Bueno —se dijo, al cabo—, ya que no puedo dormir, rezaré.

Con los ojos abiertos, en la oscuridad se puso a rezar fervorosamente. Transcurrieron los minutos, transcurrió una hora, y, al cabo, rezando, la niña de Quirós se quedó dormida.

V

Carmela, la hermosa novilla de los grandes ojos, penetró en su cuarto ya bien entrado el día.

¡Arriba, Angelina! Los hombres se han marchado hace un rato.

Angelina abrió los ojos y sonrió a su prima. El sueño había sido tranquilo, reparador. Se vistió con presteza su traje medio aldeano, hizo las abluciones de costumbre y bajó a la cocina, donde ya estaba su tía Griselda aguardándola. Llevaba en la mano el relojito de oro y brillantes y dos sortijas que de Madrid traía puestas.

—Tome usted, tía, tome estas joyas y haga de ellas lo que quiera.

Griselda le clavó una severa mirada.

—¿Cómo lo que quiera? Será lo que tú quieras, porque a mí no me pertenecen.

—Bien, pues para que me las guarde usted —replicó la niña, ruborizándose.

No quiso el chocolate que su tía le tenía preparado. Tomó una gran taza de leche recién ordeñada.

—¡Oh qué leche, qué rica leche! Como ésta no la he tomado en mi vida.

Carmela y su madre sonrieron, satisfechas.

Salieron al camino, y emprendieron el del prado de Entram-basriegas. Griselda le advirtió que el prado no estaba lejos; pero así y todo, como ella no estaba acostumbrada a caminar, temía que se cansara.

—Estoy segura de no cansarme. Quiero andar —manifestó Angelina, con firme resolución.

El prado, en efecto, se hallaba a poco más de un kilómetro del pueblo. Había que seguir un caminito estrecho entre toscas paredillas, guarnecidas de zarzamora y madreselva. Angelina marchaba con vivo y alegre paso.

—Ya estamos. Mira—dijo Griselda.

Angelina levantó la cabeza, y vio en la falda del monte, con pronunciado declive, un vasto y hermoso prado. Allá, en lo cimero de él, se percibían los bultos de unos cuantos hombres inclinados a tierra, segando. Penetraron por la parte de abajo y ascendieron lentamente; Angelina con fatiga porque no estaba acostumbrada, Griselda y su hija muy libres y expeditas.

El prado era enorme, y formaba a modo de valle, por medio del cual corría un arroyuelo. Los Quirós no eran dueños más que de la mitad. Griselda le explicó con tristeza que toda aquella gran finca había pertenecido a su abuelo, el cual vendió la mitad a un señor de Oviedo. Las dos mitades se hallaban separadas únicamente por el arroyo, sin pared ni sebe alguna.

Cuando llegaban cerca de los segadores, éstos volvieron la cabeza, enderezaron el cuerpo y, apoyados en la guadaña, las saludaron con amable sonrisa.

—Santos días tenga usted, tía Griselda. Es la sobrina, ¿verdad?

Otro dijo:

—Guapina, esle guapina, pero flaquina también.

—Ya engordará con los torreznos que le dará su tía.

—Y con las buenas magras de jamón. Allá en Madrid no se come —añadió un cuarto, con profunda convicción.

Angelina estaba sorprendida, pero no asustada, al ver aquellos hombres en mangas de camisa, descubierto el pecho y sudando ya copiosamente, a pesar de que eran las primeras horas de la mañana. Todos llevaban una correa ceñida a la cintura, y pendiente de ella, sobre el vientre, un pequeño tanque de madera con agua, dentro del cual guardaban la piedra para afilar la guadaña.

Allí estaban, a más de tío Juan y Telesforo, el tío Pacho de la Ferrera con su hijo Cosme, el tío Leoncio de la Reguera de Arriba, Pinón de la Fombermeya y el tío Atilano de la Vega.

Terminados los saludos, Griselda les ofreció la parva, una copita de aguardiente que escanció de una botella que de casa traía. Los segadores bebieron todos por la misma copa el uno después del otro. Y luego de limpiarse el sudor y dar unos pases con la piedra de afilar a la guadaña, volvieron a su tarea. Segaban el uno más bajo que el otro, formando una línea oblicua al modo que en el cielo vuelan algunas aves emigrantes. En lo alto estaba el tío Juan, después seguía el tío Atilano, luego Telesforo y Cosme, Pin de la Fombermeya y, por fin, el tío Pacho de la Ferrera y el tío Leoncio de la Reguera de Arriba.

Estos dos últimos no podían menos de juntarse. Eran dos alegres compadres, dos compinches que se atraían y se necesitaban. Había secreta afinidad entre ellos. Esta afinidad o semejanza tenía un fundamento positivo y otro negativo. El positivo consistía en que ambos sentían con la misma intensidad una secreta inclinación hacia los toneles de sidra. Era una atracción magnética la que tales artefactos ejercían sobre los dos cuando no estaban vacíos. El negativo era que ambos gemían bajo el yugo ominoso de sus respectivas esposas. Porque si feroz y cruel era la tía Micaela de la Ferrera, no menos fiera y sanguinaria era la tía Epifania de la Reguera de Arriba. Parece que ambas se habían propuesto combatir con energía las atracciones magnéticas de sus maridos empleando para ello adecuados medios coercitivos. Se decía en el pueblo que la tía Epifania daba al tío Leoncio cada paliza que le deslomaba. Cuando se presentaba en casa con unos vasos de sidra en el cuerpo, ella se lo ponía como una breva. Del tío Pacho de la Ferrera no se decía lo mismo, pero consistía seguramente en que vivía lejos. La Ferrera es un caserío situado en la falda de la montaña, a dos o tres kilómetros del Condado. Ni uno ni otro eran viejos todavía. En la aldea casan los hombres jóvenes; por eso, jóvenes ellos, ven a sus hijos jóvenes. El tío Pacho era el más gordo, y persistía en gastar, al uso antiguo, el calzón corto y la primitiva montera de pico caído que ya en aquella época estaba casi proscrita de las aldeas de Asturias. El tío Leoncio, más delgado y de aspecto más juvenil y modernista, vestía pantalón largo y boina. Cosme, el hijo del tío Pacho, era un mozallón razonablemente feo, bien distinto de Telesforo el del tío Juan, que a su lado parecía el Apolo del Belvedere.

Pin de la Fombermeya, o mejor dicho Pinón, pues todo el mundo empleaba el aumentativo, era un hombre de mediana edad que se acercaba a los cuarenta. Había nacido en la Fombermeya, un lugarcito de la parroquia de Lorío, y había casado en el Condado. Hacía ya tiempo que era viudo sin hijos. Seguía habitando en el Condado, donde poseía una casita y una huerta bastante buena. Pero como ésta no bastaba a mantenerle, se alquilaba como jornalero dentro y fuera de la parroquia. Era un paisano honrado y un buen trabajador; todo el mundo le apreciaba. Sólo tenía una debilidad, y era que cuando bebía unos vasos de sidra se empeñaba en proclamar a gritos que era el hombre más valeroso del concejo de Laviana. Algunas veces extendía su reputación a los concejos limítrofes. Como era un ser pacífico que huía toda clase de bulla y nadie le había visto empeñado en alguna quimera grande o pequeña, le dejaban gritar y lo echaban a risa.

El tío Atilano era un paisanuco menudo, seco, extremadamente recio. Gastaba unas cortas patillitas que le bajaban poco de la oreja. A pesar de su exigua figura, era un bravo, incansable trabajador: sus miembros parecían sarmientos. Pasaba de los cincuenta años. Estaba rico, o pasaba por tal, porque los bienes que cultivaba eran propios y no arrendados como los del tío Pacho de la Ferrera y Leoncio. Pero tenía fama de avaro en la aldea, donde esta pasión es tan general. Se decía que mataba de hambre a su mujer y a sus dos hijas. Acaso esto no fuese verdad; pero sí lo era que las hacía trabajar como mulas de alquiler. Su primera hija se llamaba Sinforosa. y tenía veintitrés años; la otra, Elisita, era una niña de diez o doce. A ésta decían las vecinas que la hacía trabajar como un borriquito, poniéndole cargas superiores a sus fuerzas. Hombre silencioso marchando siempre hacia sus fines.

Angelina contempló unos instantes con curiosidad el trabajo de aquellos hombres. Las guadañas, al cortar el heno, producían un sonido rítmico de tela que se rasga, los brazos de los segadores se movían a compás de un lado a otro. De cuando en cuando uno se enderezaba, sacaba la piedra del tanque y la pasaba por la guadaña. Era el pretexto para descansar un instante. Una de las veces que el tío Juan se enderezó igualmente, después de repasar la guadaña quedó inmóvil contemplando sin pestañear el prado de enfrente, aquella mitad que había sido en otro tiempo del abuelo de Griselda. Como si adivinase lo que pasaba por su corazón, Pinón de la Fombermeya le gritó:

—¡Eh, tío Juan! Lástima de prado, ¿verdad?

Juan no contestó. Doblando de nuevo el cuerpo, siguió su trabajo.

Algunos minutos después llegaron Conrada, la hija del tío Leoncio, y Sinforosa y Elisita, las del tío Atilano. La primera era una moza ni fea ni hermosa, pero de fisonomía abierta y simpática, iluminada casi siempre por una sonrisa bondadosa. Los dos hermanos que tenía, el uno trabajaba como minero allá en Langreo, el otro estaba sirviendo al rey. Solamente ella vivía con los padres.

Sinforosa era menudita como su padre y de rostro agraciado. Tenía unos bonitos ojos picarescos, atrevidos, quizá un poco insolentes. Y como sus ojos, era su palabra sobradamente libre y no pocas veces agresiva. Por su lengüecita afilada y sarcástica era temida de las mozas de la aldea.

—¡Ea, mozas, a esparcir la hierba! —les dijo la tía Griselda.

Carmela, Conrada, Sinforosa y Elisita tomaron los rastros o garabatos, como allí los llaman, y comenzaron a esparcir los rimeros de hierba que a surco iban dejando las guadañas. Griselda y Angelina permanecieron en pie, contemplándolas. De pronto ésta dijo:

—Yo también quiero hacer algo, tía. Déme usted uno de esos palitroques.

Griselda la miró sonriente y sorprendida.

—¿Es de veras que quieres esparcir la hierba?

—Sí, tía, quiero hacer lo que ellas —respondió, con acento resuelto.

Griselda tomó uno de los garabatos y se lo entregó, riendo.

Angelina, después de mirar con atención cómo hacían las demás, se puso con ardor a esparcir la hierba. Pronto se encendieron sus pálidas mejillas.

—No te canses, Angelina —le gritó su tía.

Pero ella no la escuchaba. Cada vez con más empeño seguía manejando el instrumento. Sin embargo, al poco tiempo se sintió tan fatigada que lo dejó caer al suelo y se llevó la mano al pecho, jadeante.

—¿No te dije yo que no lo tomases con tanto afán? —le gritó su tía.

Conrada la miraba con dulce sonrisa de simpatía. Sinforosa con otra burlona.

Pero Angelina no se Dio por vencida. Otra vez empuñó el garabato, y con igual ardimiento prosiguió su tarea.

Lo segado el día anterior, seco ya por el esplendoroso sol de la tarde, yacía en pequeños montones, preparado para ser acarreado a la tenada. Pensaban los segadores que aquella mañana, antes de las doce, terminarían con el prado.

Don Tiburcio, el cura párroco, les gritó desde el camino:

—¡Eh, los segadores! ¿Cómo marcha esa siega?

Los segadores enderezaron el cuerpo y miraron hacia abajo.

—Suba acá, señor cura —le gritó el tío Juan.

El cura aceptó inmediatamente la invitación, saltó al prado y comenzó a ascender con gran agilidad.

—Buena tarea habéis hecho ya.

—A las cuatro de la mañana ya estábamos aquí, señor cura. Antes que suenen las campanas de mediodía quedará listo.

—Es una bendición el trabajar por la fresca. Se gana más en una hora que luego en tres.

—¿Quiere usted ayudarnos un poco?

—De buena gana... ; pero hay algunos toribios por el lugar que sacan la lengua cuando ven a un cura trabajar con la guadaña o la fesoria.

Don Tiburcio Miravalles, cura párroco del Condado, era hijo de unos aldeanos de las cercanías de Infiesto. Toda su vida había sentido la nostalgia de las labores del campo. Nada le deleitaba más en este mundo que arar, sembrar, segar, llimir las castañas. Si el Gobierno, en vez de una pequeña huerta, le hubiese dejado algún prado o pieza de tierra y castañar, hubiera sido un hombre feliz. Mas el hombre no puede ser jamás feliz «sobre la haz de la tierra», como él mismo decía muchas veces en los sermones de los domingos.

—Señor cura —dijo en voz alta Angelina—, ¿San Pedro, no fue pescador?

—Sí, hija mía, fue pescador. En los primeros tiempos del cristianismo no sólo los presbíteros, sino los obispos vivían del trabajo de sus manos; eran simples obreros.

—Y San José, ¿no fue carpintero?

—Sí, hija mía, sí; fue carpintero, y nuestro Señor Jesucristo también. Dios te bendiga.

Griselda había abierto la cesta donde venía el desayuno de los segadores: tocino fresco, queso y borona. Los segadores dejaron sus guadañas en tierra, y ellos mismos se sentaron, y grave, reposadamente, como mastican los aldeanos y los bueyes, empezaron a engullir la vianda.

El cura les contempló algún tiempo. Pero no pudo resistir la tentación. Con presteza se arrancó del cuerpo la sotana, quedó en mangas de camisa, tomó una de las guadañas y se puso a segar ardorosamente. Los segadores le miraban con benévola sonrisa.

—Eso está bien, señor cura.

—Ninguno de nosotros corta la hierba más guapamente.

El cura, animado con los aplausos, segaba denodadamente. En poco tiempo efectuó una tarea muy cumplida. Al fin, rendido, sudoroso, dejó caer la guadaña al suelo.

—Ea, basta por hoy. Otro día lo haré mejor.

—Mejor no puede ser, señor cura.

Se vistió de nuevo la sotana y se despidió, corriendo prado abajo con la misma agilidad que había subido.

Como los segadores habían previsto, el prado quedó listo antes que sonara el ángelus. Bajaron todos al camino con la guadaña sobre el hombro, a modo de fusil, y cada cual se fue a comer a su casa, excepto Pinón de la Fombermeya, que vino a la del tío Juan.

VI

Angelina comió con apetito una magra de jamón que le había preparado su tía y una taza de leche con pan migado. Aunque la familia comía ordinariamente borona, Griselda amasaba de cuando en cuando pan de escanda, que era para ellos un verdadero regalo. Angelina miraba la borona con temor y repugnancia.

Mientras comían, hablaron de la tarea que les esperaba. Había sobre el prado lo menos veinte carros de hierba, que era necesario traer en el menos tiempo posible. Aquella tarde podrían acarrear unos pocos; pero era necesario dos días para meterlos todos.

—Si es que no llueve —manifestó el tío Juan, gravemente.

—¡No lo quiera Dios! —exclamaron todos a un tiempo.

Cuando terminaron de comer, el tío Juan se fue al establo para preparar el carro y la yunta. Angelina le siguió.

—¿Quieres ver las vacas? —le preguntó su tío.

—Ya las he visto.

—¿Cuándo?

—Ayer tarde, mientras ustedes estaban fuera.

—¿Qué te parecen?

—Muy hermosas.

—Hay pocas como ellas en la parroquia —manifestó Juan, con orgullo—. Mira, ésta se llama Moruca, porque es casi negra, como ves; muy lechar, pero poco mantequera.

El jato que allí está es el de ella.

Angelina no comprendía la diferencia entre lechar y mantequera. Su tío le explicó que hay vacas que dan mucha leche, pe-roésta al mazarla rinde escasa manteca, mientras otras que dan menos son más productoras de aquélla. La Moruca hacía sólo dos meses que había parido. El ternero era aún muy chiquito. La otra vaca de leche se llamaba la Pinta, a causa de unas manchas blancas que tenía sobre el lomo. Esta era menos lechar, pero se extraía de su leche una gran manteca. Las otras dos, la Cereza, de piel muy roja, y la Blanca, blanquecina, estaban preñadas. La Cereza no tardaría mucho en parir.

El tío Juan las acariciaba pasándoles la palma de la mano sobre el lomo. Angelina quiso hacer lo mismo, pero su tío lo impidió:

—No; ésta, no. La Pinta es muy torpe. Con las otras puedes hacer lo que quieras. No se moverán.

Angelina comenzó a pasar su pequeña mano por el lomo y la cabeza de la Moruca y la Cereza, que volvían la cabeza y la miraban con sus grandes ojos tranquilos, y mugían débilmente cual si quisieran darle las gracias.

Angelina sentía en el establo el mismo bienestar físico que había experimentado la tarde anterior. La atmósfera, espesa y azoada, el sosiego de aquellos animales eran para su sistema nervioso un sedante mejor que la tila y el azahar.

Juan sacó fuera la Moruca y la Blanca, y las condujo hasta el cobertizo donde se hallaba el carro. Telesforo tiró por éste y ayudó a su padre a uncirlas.

—Angelina, ¿quieres ir en el carro? Te cansarás menos —le dijo su primo.

—Si va Carmela también, no hay inconveniente.

Pero Carmela no quiso ir; decía que antes de llegar al prado tendría la comida en los talones.

A la salida del lugar les esperaban Conrada y Sinforosa, que venían a ayudarlas a revolver la hierba segada por la mañana. Ninguno de los hombres venía con ellas. Para la tarea de cargar los carros se bastaban el tío Juan, Telesforo y Pinón de la Fom-bermeya.

Mientras los hombres cargaban el carro con el heno ya seco, las mozas removían con los garabatos el que aún estaba tierno. Angelina las imitaba con el mismo ardor que por la mañana. Carmela se inclinó a su oído y le dijo, bajito:

—Esta Sinforosa tan pequeñina es la moza con quien habla mi hermano Foro.

—Pues yo no le he visto hablar con ella ni ahora ni antes.

Carmela soltó a reír.

—Las mozas no hablamos aquí con los mozos más que los domingos. Los otros días, ellos tienen que trabajar y nosotras también.

Cuando se hubo cargado el carro, y después de bajarlo al camino, Telesforo dijo:

—Angelina, ahora ya puedes venir en el carro, porque no te incomodará el traqueteo.

—¿Pero dónde voy a ir? —preguntó, sorprendida.

—Pues encima de la hierba.

—¿Allá arriba?

—Sí, allá arriba.

Lo encontró original y divertido.

—Bueno, pues subidme allá. ¿No me caeré?

—No, si te agarras bien a la soga.

En efecto; Telesforo la aupó fácilmente, y Angelina se tendió sobre la hierba. El carro se puso en marcha, y los hombres y las mozas lo escoltaban. Telesforo iba delante con la aguijada enhiesta. No cesaban de reír viendo a Angelina balancearse allá arriba, apretando la soga con ambas manos para no caer.

—¡Agárrate bien, Angelina! —le gritaban.

—Ya lo hago, por la cuenta que me tiene. Y eso que la soga pincha que es una maravilla.

—¡Claro! Cuando uno cae se agarra a un clavo ardiendo.

Conrada y Sinforosa se quedaron en el pueblo. Cuando llegaron a casa, los hombres colocaron el carro a la vera del establo. Carmela se subió por una escalera de mano a la tenada, y Dio la mano a Angelina, que, como se hallaba en lo alto, fácilmente pudo trasladarse a ella, dejando su puesto a Telesforo, que, con un horcado de tres puntas, comenzó a alargarles la hierba. Ellas la esparcían y la apretaban, porque era mucha la que era necesario encerrar. Angelina, viendo lo que hacía su prima, la imitaba.

—Esta para Carmela —gritaba el mancebo, alargándole una parva—. Esta para Angelina.

Y Angelina, abrazada al montón, se dejaba caer sobre él y aspiraba con delicia el olor del heno. Poco tiempo después sudaba copiosamente.

—No seas burro, Forín —gritaba Carmela—. No mandes tan grande la parva a Angelina.

—¡Sí, sí! —replicaba ésta, enardecida, con las mejillas inflamadas—, mándala grande como a Carmela.

Telesforo reía, lo mismo que el tío Juan y Pinón, que se hallaban abajo.

Cuando toda la del carro se había metido en la tenada, Angelina se dejó caer sobre la hierba, limpiándose el sudor. Su tía Griselda apareció.

—Angelina, estás muy cansada. Vente a casa.

—No, no. Quiero ir otra vez al prado.

Y con tenacidad incontrastable, con la misma férrea voluntad que el hombre que la engendrara había desplegado para ganar millones en La Habana, Angelina fue por cuatro veces al prado aquella tarde.

Cuando llegó la noche cayó como un tronco sobre la espinosa cama, y no despertó hasta bien entrada la mañana.

VII

Cuando bajó a la cocina, no halló más que a su tía Griselda.

—¿Dónde están los otros?

—¡Anda, pues no hace rato que se marcharon al prado!

—¿Y por qué no me han llamado? —preguntó, un poco contrariada.

—Querían hacerlo, pero yo me opuse, porque anoche te acostaste muy cansada.

Angelina bajó la cabeza, y, muy seria, se puso a desayunar sin pronunciar una palabra. Griselda la observaba, sonriendo.

—¿Es que hubieras querido ir con ellos?

—Ya lo creo que hubiera querido —respondió, secamente.

—Pues no te apures, porque no tardarán en venir. Pero en cuanto hubo desayunado, hurtando las vueltas a su tía, salió de casa, y, con precipitado paso, se dirigió al prado. Antes de llegar a él tropezó con el carro, ya cargado.

—¿Por qué no me habéis llamado? —preguntó, muy seria.

—Queríamos hacerlo, pero mi madre no lo consintió —respondió Carmela.

—Bueno, pues subidme al carro —manifestó resueltamente.

Todos soltaron a reír.

—Parece que te gusta el colchón —dijo el tío Juan.

Telesforo la aupó como si fuese una muñeca.

—Así Dios me salve —dijo Pinón— si esta señorita de Madrid va a ser la moza más valiente del concejo.

—Como tú eres el mozo más valiente —pronunció Telesforo, con sorna.

—¡Y que lo digas, rapaz!

Agarrada a la soga, Angelina se dejó mecer metiendo el rostro por la hierba, aspirando con delicia su aroma. Como el día anterior, se subió a la tenada, y, en compañía de Carmela, esparció y colocó allí la hierba.

Una y otra vez fue y vino con el carro. Por la mañana se metieron tres carros y por la tarde cinco, sin que Angelina abandonase su puesto. Para cenar no quiso caldo, ni sopa, ni huevos pasados por agua; se comió un gran plato de patatas guisadas y bebió dos tazas de leche. Antes de acostarse rogó encarecidamente que la llamasen temprano. Al día siguiente se metieron por la mañana algunos carros.

Desgraciadamente, por la tarde se amontonaron las nubes sobre los montes de Raigoso, y cuando sólo habían metido dos carros, hallándose cargando el tercero comenzó a llover copiosamente. El tío Juan, Pinón y Carmela, poniéndose sendos sacos sobre la cabeza y espalda a modo de impermeable, echaron a correr hacia casa.

—Pierde cuidado, Angelina, tú no te mojarás —dijo Telesforo.

Tomó a su prima en brazos, la tumbó sobre el carro, sólo mediado de hierba; la abrigó con su propia chaqueta, echó sobre ella montones de hierba, sin dejar descubierta más que la cabeza, y, vistiéndose otro saco, se puso al frente de las vacas, caminando hacia casa con el sosiego de siempre.

—¿Vas bien, Angelina? ¿Te mojas? —le gritaba.

—Ni poco ni mucho. ¿Y tú?

—Yo nada más que las piernas; pero me secaré cuando lleguemos a casa.

En casa estaban ya secándose a la lumbre Juan, Carmela y Pinón. Todos la recibieron con alborozo.

Angelina, brincando por la cocina con la mayor alegría, exclamaba:

—¡Miradme! Ni una gota de agua me ha caído. Estoy completamente enjuta gracias a Forín que me echó un carro de hierba encima.

Todos se secaban en torno del lar. Al poco rato reinó en la cocina triste silencio.

—Mala suerte hemos tenido —pronunció Juan—. Todavía quedan en el prado algunos carros.

—Por la mañana soplaba el viento gallego. Estaba visto —dijo Pinón.

—Con viento gallego hay machos días que no llueve —apuntó el tío Juan.

—Pero no es lo regular... Vamos al decir.

Reinó de nuevo el silencio.

—¡Lástima de hierba! —exclamó Pinón, al cabo—. ¡Tan cura-dita y tan rica como estaba!

—¿Pero es que se ha perdido la hierba? —preguntó Angelina, con vivo interés.

—Mayormente perdida..., como quien dice perdida, no...; pero la come mal el ganado después de mojada.

—Tal vez no lloverá mañana —dijo la niña.

—Sea lo que Dios quiera —murmuró, con tristeza, el tío Juan, bajando la cabeza.

—¡Eso! Ahora y siempre sea lo que Dios quiera —corroboró, con firmeza, Griselda.

VIII

Al día siguiente amaneció lloviendo. Era jueves, día de mercado en la Pola; y Griselda, a pesar de la lluvia, se cubrió con un fuerte capotón, que para estos casos guardaba, y con un paraguas colosal, que semejaba una tienda de campaña, se puso en marcha.

—Pero tía —exclamaba, riendo, Angelina—, ¿es que tiene usted fuerza para llevar ese armatoste en la mano hasta la Pola?

No se cansaba la niña de admirar aquel inmenso artefacto de burda tela encarnada que podía cobijar una familia.

—Con este paraguas espero que ni una gota de agua me caerá encima.

—¡Lo creo! ¿Quiere usted que la acompañe? Me parece que nos tapará bien a las dos.

Pero la briosa matrona, a pesar de su peso, corría ya ligera diciéndoles adiós.

Al mediodía llegó con un gran paquete en un brazo y soportando con el otro el colosal paraguas.

—¡Dios mío, qué fuerza se necesita! —exclamaba Angelina, cada vez más sorprendida.

—Tú la tendrás también si no comes como un pajarito —manifestó Telesforo.

—Ayer he comido como vosotros —replicó ella con acento triunfal.

—Así es la verdad —dijo Carmela—. ¡Ya veréis! Angelina se ha de poner tan gorda como yo.

La tía Griselda traía de la Pola lo necesario para vestir a su sobrina, menos los zapatos. Tela de merino y estameña para las faldas, justillo, un pañolón de percal para los días de labor, otro de burato para los de fiesta, dos pañolitos de seda para la cabeza y algunas medias blancas.

Se llamó a Conrada, la hija del tío Leoncio, que, como ya sabemos, era costurera, y allá en la solana las cuatro mujeres se pusieron a pergeñar las faldas de Angelina. Esta había cosido muy poco en la vida, pero tenía alguna idea y las ayudaba.

Sin embargo, de cuando en cuando se alzaba de la silla, se asomaba a la baranda y escrutaba el cielo.

—Sigue lloviendo —decía, con tristeza—. Me parece que la hierba se pierde.

—¡Qué le vamos a hacer, hija mía! Sea lo que Dios quiera —respondía Griselda, con la sosegada resignación de los aldeanos, tan distante de la nervosidad de los ricos ciudadanos.

Una de las veces Angelina percibió a Pinón de la Fom-bermeya.

—Oye, Pin. ¿Te parece que lloverá mañana?

—Yo no sé mayormente si lloverá mañana; pero si el viento sopla de la Peña Mayor y no se encuentra con el que viene del Raigoso y las nubes se esparcen mayormente de un lado y de otro y no tienen tiempo a quedarse quietas, vamos al decir..., paréce-me a mí que no ha de llover cosa mayor.

Como no sacaba nada en limpio de la consulta, Angelina volvió a su sitio, y continuó trabajando.

Llovió al día siguiente, y quedaron terminados los trajes de Angelina. Conrada y ella se hicieron grandes amigas. Era tan bondadosa esta Conrada, tan sencilla, tan inocente, que logró apoderarse de su corazón. Angelina reía de sus preguntas candorosas, algunas veces la engañaba maliciosamente con mentiras estupendas, luego sentía remordimiento y le decía la verdad.

El sábado amaneció un día espléndido. Por la tarde se pudo acarrear la hierba que había quedado en el prado, pero no se introdujo en la tenada, sino que se hizo con ella una vara cerca del establo. En la semana siguiente segaron el prado de arriba, el que estaba por cima de la casa, y otro más pequeño, no muy lejos, llamado de la Fontiquina.

Angelina siguió trabajando heroicamente en la recolección de la hierba, ayudando a secarla y a meterla en la tenada. No tuvo necesidad ya de caldo de gallina. Comía como los demás magníficos platos de patatas o habichuelas con morcilla, chorizo, torreznos, grandes tazas de leche.

—Bébete otra, Angelina —le decía Griselda.

Y Angelina se bebía dos tazas, y a veces tres.

Con lo que no podía era con la borona. Sin embargo, afirmaba rotundamente que antes de poco la había de comer.

Uno de los días, al entrar en casa, su tía le dijo:

—Angelina, hay aquí una carta para ti.

El corazón le Dio un vuelco, se puso roja. Fue a buscarla temblando, y (cosa triste de decir) experimentó una gran decepción. La carta era de su padre, que le escribía desde Cádiz anunciándole que embarcaba al día siguiente y dándole su dirección en La Habana. Estaba llena de palabras cariñosas, animándola mucho y rogándole que fuese buena y obediente con sus tíos. Angelina no pudo menos de sentir remordimiento por aquella su poco filial decepción.

Todavía esperó durante unos días la carta de Manrique; pero ésta no vino. Al fin, desesperanzada, exclamó con uno de sus geniales arranques:

—¡Bah! Un sucio como tantos otros.

IX

Transcurrido un mes, Angelina pensó con sorpresa que no era tan desgraciada como había creído serlo cuando puso el pie en casa de su tío.

Después de la faena de la hierba vino la del maíz. Había que arrendarlo. En Asturias cuando levanta un palmo del suelo se le salla, esto es, se remueve la tierra con la azada; cuando levanta algo más se le arrienda, esto es, se aísla cada planta arrancando las que estorban y colocando en torno de las que quedan un mon-toncito de tierra.

Angelina quiso bajar a la vega con ellos: el tío Juan, Telesforo, Carmela y Pinón de la Fombermeya, que acudía como jornalero. Con la voluntad ardiente y obstinada que siempre la había caracterizado, se empeñaba a todo trance en hacer como los demás. Después de verlos trabajar, tomó una azada y principió a imitarlos; mas, ¡ay!, la azada era harto pesada para ella, y a los pocos momentos se vio obligada a dejarla caer al suelo. Al dirigir una mirada a la tierra colindante donde trabajaban el tío Atilano, su mujer, Sinforosa y un vecino, sus ojos sorprendieron en los de Sinforosa una sonrisa burlona, y se echó a llorar. Su tío Juan y Carmela vinieron a consolarla.

—No te apures, Angelina, no te apures, querida. Esta fesoria es muy pesada para ti; pero yo te mercaré una muy ligerita en cuanto vaya a la Pola.

—No haga usted nada, tío Juan —pronunció, muy serio, Pinón de la Fombermeya—, porque así me arrastre el diablo de pico en pico como la neblina, si esta rapaza antes que llegue el tiempo de llimir la castaña no maneja la fesoria como nosotros.

Angelina, con los ojos llorosos, no pudo menos de soltar a reír.

—Gracias, Pin. Que Dios te oiga.

Cuando habían transcurrido dos meses, no sólo no se creía desgraciada, sino que se encontraba alegre. Era la alegría que sólo la plenitud de la salud engendra en el organismo humano. Comía con apetito, dormía con profundo sueño, se encontraba más ágil y fuerte, le interesaba lo que en torno tenía, y, sobre todo, se veía no sólo querida, sino agasajada por aquella bondadosa familia. ¿Qué tiene de sorprendente el cambio de sentimientos?

Un suceso curioso vino a hacerle aún más grata y amena la vida. Hallándose con su prima sentada en la pomarada, cerca del camino, acertó a pasar por él un sujeto muy corto de talla y muy ancho de espalda, hasta un punto que parecía un fenómeno; el rostro, de luna llena, barbilampiño y de aplastada nariz.

—¡Adiós, Faz! —le gritó Carmela, con placentera sonrisa—. ¿Dónde la llevas armada? Ven a sentarte un poco con nosotras.

—Non potest esse —respondió en latín aquel extraño sujeto—. Voy a la escuela corriendo.

Era su voz tan delgada, que parecía salir por el ojo de la cerradura. Después añadió:

—Esa formosissima puera es tu prima, ¿verdad?

—La misma. ¿Te parece guapa?

—Dios la bendiga; es un sol radiante de mediodía.

A Angelina le costaba gran trabajo reprimir la risa. Aquella figura tan grotesca, y, sobre todo, aquella voz inverosímil, la tenían estupefacta.

—¿Has ganado mucho el otro día en Blimea?

—Poca cosa. El cura me dijo que la fábrica de la iglesia está muy pobre. Por la tarde, cerca de los Barreros, los mozos, que venían borrachos, me dieron unos palos.

—¡Pues ya te has ganado algo! —exclamó Carmela, soltando a reír—. Y tú, ¿qué has hecho?

—Yo, nada, tanquam agnus Dei; en cuanto pude eché a correr.

—Así se hace. Eres hombre prudente. Pero ahora vienen muchas fiestas, y te vas a poner el cuerpo más inflado que lo tienes.

Orate, fratres —pronunció el enano, abriendo los brazos como los sacerdotes en la misa.

—¿Qué quieres decir?

—Que la curatería anda muy mal, Carmela, y apenas si tienen ellos para comer el pote y amasar la borona. Cuando les pido algo me hablan de la revolución y de las blasfemias que se pronuncian en el Congreso de los Diputados.

—¿Qué tienes tú que ver con los diputados, Faz?

—Naturalmente; el único diputado que conozco es a don Sa-lustio, y cuando fui a pedirle que me subieran dos reales el sueldo, me dio con la puerta en las narices.

—¡Como si no las tuvieses ya bastante aplastadas! —exclamó Carmela, sofocada por la risa.

Angelina pudo, al fin, soltar el trapo igualmente. Ambas estuvieron buen rato sin poder articular palabra.

—Hosanna in excelsis. Estáis alegres como unas novillas en medio de la pradera.

—Oye, mastuerzo, no nos llames novillas, porque nosotras te llamaremos buey.

—Llamadme como queráis, sed libera nos a malo.

—Mira Faz, esta prima mía quisiera aprender las tonadas de la aldea. ¿Es que tú puedes venir por las tardes después que sales de la escuela a pasar un rato aquí trayendo la gaita?

—¡Ya lo creo! Con el mayor gusto.

—Pues a mí me harás un favor y a esta prima mía, tú, que eres muy galán con las mozas, no la dejarás descontenta.

—Dignum et justum est.

—Bueno, ¿pero no quieres sentarte un instante con nosotras?

—Non potest esse, ya te lo dije. Me esperan los rapacinos en la escuela.

—Déjalos que esperen. ¡Para lo que han de aprender!

—Es que hay soplones que van con el cuento al señor cura... ¡Y ya sabéis cómo las gasta don Tiburcio!

—Entonces hasta luego. No dejes de venir.

Alejóse a toda la prisa que le concedían sus cortas extremidades aquel rechoncho sujeto, y Angelina, sin perderle de vista, preguntó:

—Es el sacristán, ¿verdad? El domingo le he visto ayudar a misa.

—Sí —respondió Carmela —, es el sacristán; pero, además, es el maestro.

—¿El maestro? —exclamó Angelina, sorprendida.

En efecto; Faz, como le llamaba todo el mundo en la aldea, o Bonifaz de la Riega, como él se firmaba en los documentos oficiales, era maestro de primeras letras en el Condado. En aquella época, los maestros de aldea eran pagados tan miserablemente que les sería imposible vivir con su sueldo, aunque fuese bien estrechamente. Así que la mayoría eran labriegos al mismo tiempo, y cuando no, como en el caso de Faz, se veían obligados a buscar el suplemento necesario por otros caminos. Faz era sacristán, y algo ganaba alrededor de la iglesia; pero, además, era gaitero, y con la gaita ganaba mucho más, pues se le llamaba en todas las fiestas del concejo, y aun de los limítrofes, Sobrescobio y Caso. Como maestro, decía el inspector que era un asno; como sacristán, afirmaba el cura que era un zote; mas como gaitero, tan extremado, que ninguno en el valle de Laviana podía competir con él y muy pocos en el principado de Asturias.

Con todo eso, es decir, con su figura grotesca, con su voz más ridícula aún y sus bajos empleos, inspiraba en la parroquia cierto respeto, porque hablaba en latín. Claro está que tal latín lo sacaba del ayudar a misa y del comercio con los clérigos; pero los aldeanos no se paraban en análisis, y lo encontraban admirable.

—¿No sabes, Angelina —dijo Carmela, sin dejar de reír—, que Faz quiere casarse conmigo?

—¿Quién, ese cacaseno? —exclamó, sorprendida e indignada, aquélla.

—Ese mismo. Ya me lo espetó tres veces. Yo le contesté que hablase a mi padre, pero no se atrevió. Hace bien, porque si llega a decírselo, me parece que le abre la cabeza de un palo.

—Y haría muy bien. ¡Se habrá visto el fenómeno!

Ambas primas rieron todavía a costa del pobre sacristán, el cual, muy diligente y palpitándole de gozo el corazón, así que despidió a los chicos de la escuela, subió con su gaita a casa del tío Juan.

Sentados delante de ella en un banco rústico, Faz en el medio y a entrambos lados las dos traviesas zagalas, se solazaron largo rato. Angelina encontró notable al gaitero, y le hizo repetir diferentes tonadas campesinas hasta aprenderlas de memoria. Como había estudiado música y tenía delicado oído, no le fue difícil cantarlas, lo cual admiraba mucho a su prima, bastante más torpe de oreja. En las tardes sucesivas aprendió también el baile aldeano sin gran trabajo, pues se reduce en Asturias a una especie de jota aragonesa simplificada.

Hora muy grata era aquélla del oscurecer para nuestra madrileña. Algunas veces venían a sentarse con ellas la tía Griselda y Telesforo, que escuchaban embelesados la música. Angelina no se limitó a aprender los cantos asturianos, sino que se avino a enseñar a Faz las canciones en boga de las zarzuelas estrenadas hacía poco en Madrid. Aquello

«Yo soy un baile de criadas y de horteras.
A mí me gustan las cocineras.»

y la polca de los patos:

«Tú eres la pata,
yo soy el pato
que en los estanques
suelen cazar
los pececitos
coloraditos.»

Y otras obras maestras del repertorio clásico nacional.

X

Pocos días después, hallándose, igualmente, sentadas ambas primas en la pomarada antes del mediodía, sintieron el trote de un caballo por el camino pedregoso. No tardó en presentarse ante ellas el jinete, que era un gallardo mancebo un poco rústico, entre señorito y aldeano. Vestía chaqueta de pana gris, camisa de cuello planchado, chalina de seda, sombrero ancho de fieltro y botas de montar.

—Buenos días, Carmela.

—Buenos días, Román.

Angelina observó que Carmela se había puesto fuertemente encarnada.

—Hace tiempo que no te he visto.

—¿Cómo me has de ver, si no vienes por aquí?

—Es que esperaba hallarte el jueves en la Pola.

—Yo no voy al mercado sino cuando me lo mandan.

—¿Y tu madre? —preguntó, echando a la casa una mirada inquieta.

—Mi madre ha ido a asistir a la tía Remigia, que está de parto.

El joven apareció más tranquilo con la noticia.

Carmela se había puesto en pie y avanzó algunos pasos aproximándose a la portilla, cerca del caballo.

—¿Esa mocita es tu prima? —preguntó después con acento de caballero conquistador, echando una mirada fascinadora a Angelina, que permanecía sentada.

—Sí, es mi prima Angelina.

—Por muchos años.

Angelina no se dignó inclinar siquiera la cabeza para dar las gracias.

Carmela y el joven se pusieron a hablar en voz baja, y Angelina nada percibió de su plática, que se prolongó bastante. Mas he aquí que en una de las escrutadoras miradas al camino, Carmela acierta a ver de lejos a su madre.

—¡Mi madre! —exclama, y rápidamente volvió a su sitio y se sentó de nuevo al lado de Angelina.

El chico picó espuela al caballo y se alejó a todo escape. Gri-selda entró gritando:

—Grandísima pícara, ¿no te he dicho mil veces que no quiero que hables con ese gandul?

Y acercándose furiosa a ella, le dio un par de bofetadas.

—¡Madre, si se ha parado solamente para conocer a Angelina!

—¡Mientes, pícara, con quien hablaba es contigo!... ¿No sabes, mentecata, que ese mequetrefe es un bribón?... ¿No sabes lo que ha hecho con la Virgen?

—¿Con la Virgen? —exclamó Angelina.

Pero Griselda, exasperada, no la oyó.

—¿No sabes, bruta, que ese señorito es un granuja que no tiene el diablo por dónde cogerle? ¿No sabes que fue él quien perdió a la Virgen?

—¿Perder a la Virgen? —exclamó Angelina, asustada.

Griselda quedó inmóvil. Madre e hija se miraron un instante, y ambas soltaron a reír.

Su tía le explicó que vivía hacía algún tiempo en el Condado una joven de singular hermosura a quien habían puesto, a causa de su belleza, por sobrenombre, la Virgen, y por él era conocida en toda la parroquia. Pues ese canalla de Román la había seducido y deshonrado. La pobre chica, avergonzada, desesperada, había dejado el fruto de su deshonra en poder de sus padres, y se había ido por el mundo. Se decía que estaba en Madrid en una casa de mala vida.

—¡Que no te vuelva a ver hablando con ese malvado, porque mueres a mis manos! —rugió Griselda, entrando en casa.

Carmela se encogió de hombros, con ademán desdeñoso.

Y en verdad que le sobraba razón a la tía Griselda para enfurecerse. Este mancebo, llamado Román, era hijo de don Manuel de Lorío, un pequeño hacendado de esta parroquia, uno de los muchos hidalgos de poco pelo que en aquella época florecían en la provincia de Asturias. Cortísima renta, pocas necesidades y mucho orgullo. Don Manuel vivía casi a expensas de la posesión, que era grande y fructífera. El y su familia apenas necesitaban comprar nada, porque todo lo tenían en casa: carne de cecina de la novilla que sacrificaban todos los años, jamón, chorizos, tocino, morcillas, leche, manteca, legumbres. Como su pequeña renta la percibía en el trigo llamado escanda, también tenían pan. Sus dos hijas llevaban camino de ser aldeanas, porque tal pequeño patrimonio repartido entre tres no consentía el señorío. Mas se propuso que el hijo fuese un caballero y perpetuase su prócer categoría. Al efecto, haciendo penoso sacrificio, le envió a Oviedo, donde el chico logró a trompicones el título de bachiller. La ciencia no tenía para él atractivos. Pero al emprender la carrera de Jurisprudencia se atascó en el primer curso, y no fue posible hacerle salir del atasco. Su padre le hizo venir, le administró una paliza y le dejó campar por sus respetos, aunque sin suministrarle una peseta. Pero él las hurtaba a sus hermanas o con subidas zalamerías se las sacaba a su madre. Desde aquella época, montando el rucio de su señor padre, se dedicó eficazmente a sembrar la agitación y el entusiasmo entre las bellezas agrestes del valle de Laviana. No era mal parecido, aunque su gallardía resultaba ordinaria y rústica.

Angelina advirtió que su prima sentía hacia él inclinación, y a la vez comprendió que su tía hacía muy bien en contrariarla.

Después de comer, Griselda bajó de nuevo al pueblo para seguir asistiendo a su amiga Remigia. Angelina y Carmela se pusieron a coser en la solana, y allí estuvieron largo rato. Al fin, Carmela dejó a su prima sola. Esta no fijó en ello la atención. Mas transcurrido algún tiempo, al darse de ello cuenta, por una especie de presentimiento dejó la labor, bajó a la cocina, y, no encontrando en ella a Carmela, salió de casa y entró en la pomarada. Bajando a paso lento, sin saber ella misma por qué lo hacía, acertó a oír leve rumor de voces, avanzó más y pudo vislumbrar entre el follaje a su prima y Román, sentados bajo uno de los más frondosos árboles. Carmela, al sentir sus pasos, se alzó vivamente, y vino hacia ella, roja como una cereza. El mancebo se alzó, igualmente, y, sin saludarla, brincó al camino que bordeaba la finca por debajo.

—Me has asustado, Angelina. No dirás nada a mi madre, ¿verdad?

Angelina la miró con ojos severos.

—No diré nada a tu madre, Carmela; pero no está bien lo que haces.

Carmela bajó la cabeza sin replicar. Las dos se metieron en la casa, y se pusieron de nuevo a coser, guardando silencio.

Angelina estaba pensativa y vivamente preocupada. Traicionar a su prima le parecía muy feo; pero engañar a su tía, lo mismo. En este conflicto imaginó que lo mejor sería consultar el caso con el señor cura, quien pudiera darle un buen consejo o tal vez intervenir él mismo en el asunto.

Scherzo

I

Pocos minutos antes del mediodía sé hallaba en el corredor de la rectoral sentado y haciendo su rezo obligado el párroco, don Tiburcio. A su lado estaba la mesa y sobre ella los perniciosos proyectiles destinados a rechazar las alevosas incursiones de los piratas alados. Tenía el breviario, por el cual leía, en la mano, y en la cabeza un bonete medianamente grasiento. De cuando en cuando se lo quitaba y se santiguaba, según lo iban exigiendo las prescripciones del rezo.

Aunque parecía devotamente enfrascado, con el rabillo del ojo no perdía de vista las idas y venidas de un insolente mirlo, que allá a lo lejos fingía no pensar en él, aunque, en realidad, estuviese atento a todos los movimientos del cura. Los higos y las cerezas ya no existían; pero quedaba un hermoso ciruelo literalmente cuajado de grandes, olorosas y sabrosísimas claudias. Era necesario velar por su integridad. Don Tiburcio velaba de día y una parte de la noche.

El mirlo, como quien no quiere la cosa, pero queriéndola muy de veras, se polca de los patoiba aproximando al corredor, aunque simulando que la fruta le tenía sin cuidado. El párroco, cada vez más inquieto, levantaba la cabeza y le clavaba una severa mirada. El mirlo, desde lo alto de otro árbol, también le miraba sin tanta severidad. Ambos se entendían. No se le ocultaban a don Tiburcio las intenciones del mirlo por más que las disimulase. El mirlo sabía perfectamente cómo las gastaba el párroco.

—Señor cura, tiene la comida en la mesa —le dijo Pepa desde la sala.

—Mira, hija, tráeme aquí la fuente, el plato y el cubierto —respondió don Tiburcio, que no podía ni debía abandonar la guardia en aquel momento.

Le puso Pepa sobre la mesa, apartando un poco los temerosos proyectiles, una servilleta extendida y sobre ella una fuente, donde despedía exquisito aroma un guisado de liebre. Don Tiburcio sintió el tufillo en la nariz y lo aspiró con voluptuosidad, porque se sentía con buen apetito.

Oyó que le saludaban desde el camino.

—Buenos y santos días tenga usted, señor cura, y buen provecho.

—¡Hola! ¿Eres tú, Bonifacio? —respondió el cura, levantándose y acercándose a la baranda—. ¿Qué viento te trae?

—Pues nada más que vengo a ver si el tío Miguel, el molinero, quiere darme fiado un celemín de maíz.

—¿Tan mal andas, Bonifacio?

—¡Ay, señor cura, no sabe lo mal que lo estoy pasando! Estuve doliente más de quince días, y en mi casa no había nada. Si no fuese por la tía María Colás, que me traía un poco de leche, así Dios me salve muero de hambre.

Hambre tenía pintada en el rostro aquel anciano macilento. El cura se sintió conmovido.

—Mira, entra ahí en la cocina, y comerás.

—Dios se lo pague, señor cura. Hace veinticuatro horas que no entró en mi cuerpo más que un poco de borona.

El cura se asomó a la escalera, y llamó dando voces a Pepa:

—Oye, Pepa, no me siento hoy bien del estómago. Parece, ¿sábestetú?, que lo tengo cargado hace días, y necesito purgarme. Llévate esa fuente, y comeos lo que hay entre tú y el tío Bonifacio, que no debe de andar el pobre muy bien de alimentación.

Pepa permaneció silenciosamente mirándole fijamente. El cura se puso colorado.

—¡Ay, señor cura, que siempre ha de ser usted el mismo!

—Bueno, mujer, haz lo que te mando y no repliques.

Vino de nuevo al corredor, y vio con espanto que el mirlo se estaba comiendo bonitamente las ciruelas claudias. Un rugido de cólera se escapó de su indignado pecho, y, precipitándose sobre el montón de piedras, lanzó una granizada de ellas al aire, porque el mirlo apenas le vio asomar había puesto aire por medio.

Don Tiburcio se dejó caer aniquilado en el viejo sillón de paja, se despojó del bonete, se santiguó y empezó de nuevo a rezar.

Una hora después le sorprendió Angelina comiendo un pedazo de pan, que se apresuró a ocultar. Había entrado sin que nadie la viese. En casa del cura del Condado se entraba como en un molino. Pepa, cuando salía a un recado, no cerraba jamás la puerta.

—Buenas tardes, señor cura.

—Buenas las tengas tú, querida. ¿Cómo a estas horas por aquí?

El cura se había alzado del sillón, y, al ponerse frente a ella, comenzó a hacerse cruces.

—¡Ave María Purísima! Estás desconocida, rapaza. No parece más que te echan puñados de carne a la cara. ¿Cómo te sientes?

—Ya lo ve usted —contestó, riendo, la joven.

—¿Pero estás contenta?

—Contentísima.

—Pues, ¿sábestetú?, querida —dijo, ahuecando la voz con acento solemne—, eso es cosa de Dios. Tú eres humilde, y ya te he dicho que Dios baja siempre al corazón de los humildes. Tus tíos no tienen boca bastante para ponderarte.

—Es que mis tíos son muy buenos.

—Todos sois buenos en los Campizos. Es una casa donde reina Dios.

—Pero en toda casa, señor cura, hay sus dificultades, y yo vengo a que usted me resuelva una o me dé un consejo.

—Habla —dijo el cura, mostrando sorpresa.

Angelina le expresó brevemente el conflicto moral en que se hallaba. No quería hacer traición a su pobre prima; pero al mismo tiempo le dolía que su tía fuese engañada por ella.

Don Tiburcio quedó pensativo unos instantes, y al fin habló de esta manera:

—El caso en que te hallas, ¿sábestetú, querida?, no es fácil de resolver. Sin embargo, según mi leal saber y entender, y temiendo equivocarme, pero encomendándolo todo como es debido a Dios nuestro Señor, pienso que debes callarte por ahora. Denunciando a tu prima, darías un disgusto grave a tu tía sin lograr provecho. En cambio, lo puedes conseguir grande si la vigilas cuidadosamente. Las madres, ¿sábestetú, querida?, no son a propósito para sorprender los secretos de sus hijas cuando éstas se proponen ocultarlos; pero las jóvenes de la misma edad, cuando son amigas o primas como tú, fácilmente los descubren. Por tanto, yo te encargo que no pierdas de vista a Carmela, que te introduzcas en su confianza, que le des buenos consejos, y si ves que, a pesar de ellos, se resiste y no cumple como es debido, entonces es el caso de tomar otras medidas, que ya sabemos cómo han de ser.

No hablaron más del asunto. Angelina quedó tranquila, y se propuso seguir el consejo del cura, que le pareció excelente. En cambio, se entretuvieron largo rato charlando de sus tíos, de las faenas de la labranza, que el cura seguía con gran interés, y de la salud de ella misma, que con mayor interés aún inquiría. No se hartaba el cura párroco de mirarla y remirarla.

—¡Qué buen color has echado, hija mía! Es cosa de Dios. La Virgen Santísima te ha protegido.

Despidióse Angelina, y silenciosamente como había entrado se salió a la calle. Cuando se había alejado algunos pasos oyó la voz de Pepa, que le gritaba:

—¡Adiós, señorita, que Dios la bendiga!

Angelina contestó, riendo:

—Ya le he dicho, Pepa, que no soy señorita.

—Y yo le digo que para mí lo será siempre.

Antes de llegar a casa tropezó con Faz, el rechoncho maestro. Se saludaron afectuosamente. Angelina le enteró que venía de casa del cura, con quien había tenido que hablar.

—¿Piensas ir mañana a la romería de San Roque?

—¡Ya lo creo!

—Pues entonces irás con Carmela y conmigo.

—Non potest esse —respondió el enano, poniéndose triste como la noche—. El cura me lleva por la mañana a la fiesta de iglesia, y ya ves tú, en las fiestas siempre hay un poco de cumquibus para el gaitero. No es cosa de perderlo, ¿me entiendes? Intelligentibus pauca.

—Bueno, Faz, entonces hasta mañana por la tarde.

Angelina se alejó sin comprender, aunque era inteligente.

II

Desde muchos días antes, Angelina y Carmela se preparaban para la romería de San Roque, en Villoria. Para Angelina tenía un doble atractivo. No conocía la aldea donde había nacido su padre y habían vivido todos sus antepasados. Sentía curiosidad y a la vez la emoción respetuosa que nos inspiran los antiguos lares.

Amaneció un día espléndido de las postrimerías de agosto. Toda la mañana emplearon las dos primas en arreglar su atavío. Angelina vistió la falda de merino negra con delantal de seda verde, el justillo de seda roja, el pañolón de burato anudado por detrás a la cintura, y el pañolito de seda encarnado, atado con gracioso nudo sobre la cabeza al estilo aldeano, doble collar de corales en la garganta, zapato negro descotado y media blanca. Dos pares de zapatos le había hecho Laureano, el zapatero de la Pola, unos descotados y otros abotinados. La tía Griselda se empeñó en que se colgase de las orejas los pendientes de zafiro que había traído en el viaje. Ella se resistía; pero no hubo más remedio que obedecer. Carmela vestía de un modo igual, salvo los pendientes.

Cuando hubieron comido se prepararon a partir.

—¡Qué preciosa estás, mi Angelina! —le dijo Griselda, besándola apasionadamente. Parecía hallarse más orgullosa de ella que de su hija.

Y lo merecía realmente. Angelina estaba encantada. Por la esbeltez, por la gracia, por la elegancia y soltura de sus movimientos, llevaba gran ventaja a su prima, aunque ésta era también hermosa. Antes de partir arrancó un manojito de claveles, que crecían en un tiesto, y se lo plantó en el pecho. Fueron a buscar a Conrada y Sinforosa a sus casas. Algunas otras mocitas se les agregaron, y formando pandilla emprendieron el camino de Vi-lloria.

El sol derramaba sus rayos por el valle, matizándolo de diversos colores, el verde aterciopelado de las praderas, el amarillento de las vegas de maíz, el oscuro y brillante de los castañares. Por el medio corría el hermoso río Nalón, límpido, cristalino, semejando una gran faja de plata orlada de esmeraldas.

Siguieron la carretera hasta el Puente del Arco, lo salvaron y caminaron por la orilla izquierda del río hasta llegar a Entralgo, por el estrecho camino de Sobeyana. Allí se les agregaron todavía algunas otras mozas, y enderezaron sus pasos por la estrecha cañada que surca el riachuelo de Villoria, afluente del Nalón. El camino era desigual y pedregoso. Angelina tropezaba alguna vez, lo cual hacía reír a sus compañeras. Verdad es que las mozas reían por todo y sin motivo aparente. Era una risa continua la de aquella fresca y lozana juventud. Cuando se hallaban a la mitad del camino llegó a sus oídos el repique sordo del tambor, y unas a otras se miraron, sonriendo.

—¿Piensas bailar mucho, Carmela?

—Todo cuanto pueda.

—Y tu prima, ¿sabe bailar?

—¡Anda! Mejor que nosotras.

Al acercarse a Villoria la cañada se ensanchaba repentinamente. En este rellano se asentaba el lugar, que era más grande y poblado que el Condado. Mezquinas casas de labriegos lo componían. Y la cañada parecía tropezar allí y estrellarse contra la gran Peña Mea, cuya severa crestería se alzaba ingente sobre la aldea.

La alegre pandilla penetró por ésta con su risa inextinguible. En las primeras casas, una vieja, asomada a la ventana, exclamó:

—¡Vaya una mocedad lucida que nos mandan hoy Entralgo y el Condado!

—¡Gracias, mujerina! —respondieron muchas a un tiempo.

Avanzaron algunos pasos. Vibraba ya el tambor con ruido estridente y sonaban las agudas notas de la gaita. Cuando desembocaron en la plazoleta donde se celebraba la romería, entre la iglesia y el gran caserón de los marqueses de Camposagrado, los mozos del Condado y Entralgo, que ya estaban allí, las recibieron con gritos de júbilo.

La gente se apretaba en aquella plazoleta, no muy grande. A los lados, puestos de vino y mesas de confites. En el centro bailaba la juventud, veinte o treinta parejas, al son de la gaita y el tambor. Las mozas de Entralgo y Condado se mezclaron en seguida con las otras. Sólo permanecieron unidas Carmela, Sinforosa y Angelina antes de resolverse a bailar.

Un grupo de mozos maleantes se estaba divirtiendo a costa de un pobre idiota. Al ver a las tres mozas del Condado abrieron paso, y, empujando hacia ellas al idiota, le preguntaron:

—Luisón, ¿cuál de estas guapas mozas te gusta más?

Guapas eran las tres; Carmela, frescachona, con sus grandes, límpidos ojos de ternera; Sinforosa, menuda, pero de lindo y picaresco rostro; Angelina, de gentil figura y expresivos ojos.

—Vamos, Luisón, ¿cuál de las tres escogerías?

El idiota quedó perplejo un instante. Después, señalando con el dedo a Angelina, dijo:

—La morenita.

Pasearon unos momentos por la romería, deteniéndose a contemplar los grupos que, diseminados, se recreaban delante de las tabernas y confiterías ambulantes. Angelina quiso después conocer el pueblo, y Carmela y Sinforosa lo recorrieron con ella en pocos minutos. La hija de Quirós abrigaba, sin manifestarlo, el deseo de ver la casa donde había nacido su padre y habían vivido sus abuelos. Al fin, habiendo tropezado con un viejo paisano, se aventuró a preguntarle

—Oiga usted, amigo, ¿podría usted decirme dónde han vivido los padres del tío Juan de los Campizos, que ahora está en el Condado?

Carmela se enfadó:

—¿Por qué lo preguntas a ése? Yo lo sé. Ven conmigo.

—¡Ah, sí! El tío Ramiro de la Pontona. Un poco más abajo —se apresuró a decir, solícito, el viejo paisano.

Carmela la llevó delante de una miserable vivienda, casi una choza.

—Aquí vivieron nuestros abuelos, y aquí nacieron tu padre y el mío.

Angelina quedó aterrada de tanta pobreza, con el corazón apretado. Pero, al fin, alzando los hombros, se dijo:

—¡Bah! Don Tiburcio tiene razón; en todas partes se puede ser feliz o desgraciado.

Cuando volvieron a la romería, tropezaron con Faz, y las tres, a un tiempo, le saludaron con la mayor efusión.

—¿Dónde has dejado la gaita, Faz?

—Ahí, en casa del señor cura descansa.

—Pues ve a buscarla, quiero cantar contigo —le dijo, imperiosamente, Angelina.

Orate, fratres —respondió el chaparro, abriendo los brazos—. Ya he tocado bastante.

—Vamos, hombre, no seas cerril —le dijo Sinforosa.

—Non potest esse, querida. He tocado toda la mañana.

—¿Y si te lo pide Carmela?—preguntó Sinforosa, con picaresca sonrisa.

El enano bajó los ojos avergonzado.

—Vamos, Carmela, pídeselo tú.

Carmela le clavó una mirada seductora, y con dulzura y sonrisa halagüeña le dijo:

—Vamos, Faz, te lo pido yo. ¿Me dejarás mal?

El gaitero la miró con ojos de carnero a medio degollar, y exhaló con su voz de ronco trompetín:

—Está bien. Fiat secundum verbum tuum.

Marchó por la gaita, que había dejado en casa del cura de Villoria. Éste habitaba en el viejo caserón de los marqueses de Camposagrado. Las chicas le esperaron a la puerta.

Unidos los cuatro, se entraron en la plazoleta, y se situaron en un rincón. Conrada, que se hallaba con unas amigas, al verlas acudió a unirse a ellos. Angelina se puso a cantar, acompañada por la gaita, las tonadas asturianas que Faz le había enseñado. No tardó en verse rodeada de un tropel de gente que acudió a escucharla. Formóse en torno de ellos un grupo apretado de romeros. Aldeanos y aldeanas se preguntabas unos a otros:

—¿Quién es, quién es la mocita?

Un viejo comenzó a satisfacer su curiosidad:

—Pues esta mocita es nieta del tío Ramiro de la Pontona, que todos los viejos hemos conocido. El tío Ramiro tuvo un hijo llamado Antón, que se hizo rico allá en La Habana; pero después, sin saber cómo, dicen que por malas jugadas, perdió todo su dinero, y esta moza, que era una señorita, es ahora una aldeana que vive en casa de su tío Juan en el Condado. Esto me acaba de decir el peatón que lleva allá las cartas.

—Pues no parece muy triste por haber perdido el señorío. Está bien cantarina —dijo una mujeruca.

—¿Cómo estar triste con esa cara de clavel y esa sandunga? —exclamó un mozo.

—Verdad que es una flor de mayo la rapaza —apuntó otra vieja.

Angelina, después de cantar las tonadas asturianas, empezó con las zarzuelas madrileñas. Los aldeanos la escuchaban con la boca abierta.

Cuando se cansó, viose rodeada por un grupo de mozos que querían contemplarla más de cerca.

—¿Cómo se llama? —preguntaban.

—Se llama Angelina, y es mi prima —respondía, con orgullo, Carmela.

—Angelina, ¿quieres bailar conmigo? —preguntaba uno.

—¿Y conmigo?—otro.

—¿Y conmigo?—otro todavía.

—Sí, sí, bailaré con todos —respondía la niña, riendo. La llevaron casi en volandas al centro de la plaza.

—Bueno —dijo resueltamente, afectando seriedad—, bailaré con todos; pero ha de ser a mi gusto y cuando yo lo mande. Estaos todos quietos.

Y señalando a un chiquillo de quince a dieciséis años que la miraba con ojos apasionados:

—Tú, el primero.

Bailó con él unos instantes, y tomando después uno de los claveles que llevaba sobre el pecho se lo prendió en la chaqueta.

—¿Estás contento? —le preguntó.

—Más que si me pusieran un doblón en la mano —contestó, rojo de placer, el chiquillo.

—Ahora te toca a ti —dijo, señalando a otro.

Y bailó con él, igualmente, unos minutos, prendiéndole después un clavel en la chaqueta como antes había hecho.

—¿Estás contento?

—Como unas pascuas, Angelina.

—Bueno, ahora te toca a ti—señalando a otro.

Y después de bailar le prendió el clavel como a los demás.

—¿Estás contento?

—No; quisiera estar bailando contigo hasta el amanecer.

—Pues por agonioso no mereces el clavel.

Y se lo arrancó.

Los mozos y las mozas lanzaron un grito de entusiasmo.

—¡Ajajá!... Eso te está bien empleado. No hay que ser orgulloso, Perico.

Perico dijo, bajando la cabeza.

—Perdona, Angelina.

Esta, riendo, contestó:

—Estás perdonado, por humilde. Y la prendió otro clavel. Bailó con el cuarto, pero ya le fue imposible continuar.

—¡Estoy deshecha! No puedo más. Perdonadme; pero tengo miedo de no poder llegar a casa.

—Pierde cuidado —dijo un mozo—. Nosotros te llevaremos en brazos.

—Vais a volveros tísicos con tanto peso.

Rió la gente a carcajadas. Angelina, Carmela, Conrada y Sinforosa pasearon otra vez por la romería. Los mozos, a porfía, las ofrecían confites, avellanas y nueces.

—Vais a conseguir que enfermemos.

—Nosotros te pagaremos el médico, Angelina.

—Mejor será que echéis el dinero a San Antonio para que os proporcione una buena moza.

—Nunca será tan guapa como tú.

—Yo no valgo una castaña pilonga.

Los mozos protestaron ruidosamente.

Pero la tarde declinaba. El sol se había ocultado ya detrás de las altas montañas. Las sombras descendían lentamente por su falda. Era necesario prepararse a partir.

—Estamos muy lejos. Vamos a llegar de noche a casa.

—Pierde cuidado. No te comerán los lobos. Irás bien guardada.

Se empeñaron en acompañarlas.

—Sólo hasta Entralgo —ordenó Angelina.

—Sólo hasta Entralgo —respondieron.

Formóse de nuevo la numerosa pandilla, todas las mozas y mozos de Entralgo y Condado y muchas de Villoria. En el centro del grupo marchaba Faz con la gaita, cuyos sones alegraban la campiña. Angelina cantaba, y los mozos lanzaban ¡ijujus! para aplaudirla.

Al llegar a Entralgo se quedaron las mozas y los mozos de este lugar. Los de Villoria se empeñaron en seguir con ellas.

—¿No os dije que hasta Entralgo solamente?

—Sí; pero nos dejaréis siquiera llegar hasta Puente de Arco.

—Bueno, que sea hasta Puente de Arco —consintió Angelina.

En Entralgo hubo graciosas despedidas. Las mozas, hechizadas por el donaire de Angelina, la preguntaban:

—¿Vendrás el domingo al Carmen, Angelina?

—Contad conmigo.

Todas a la vez querían besarla.

Siguió la pandilla, ya mermada, por el estrecho camino de Sobeyana, donde se espesaban las sombras. Pero la luna se alzaba, radiante, por encima de la crestería de la montaña, y sus rayos de plata bañaban la campiña. Sólo la gaita, los cantos y las risas rompían el silencio augusto de la noche.

Al llegar a Puente de Arco, todavía los mozos de Villoria querían seguir con ellas; pero Angelina, severamente, les ordenó quedarse, y obedecieron.

—¡Adiós, guapas...; adiós, luceros! No dejéis de venir a la romería del Carmen.

—¡Adiós, rapaces, hasta el domingo!

Los mozos lanzaban nuevos ¡ijujus!, que repetían los ecos de las montañas.

—No te olvides, Angelina, que eres de Villoria —gritó un mozo.

—¡Viva Villoria! —gritó la niña desde lo alto del puente.

Siguieron por la carretera. A retaguardia marchaban emparejados Telesforo y Sinforosa. Cuando llegaron a Celleruelo, ésta, con el pretexto de que su casa se hallaba al terminar la vega, la primera del lugar, consiguió que Telesforo dejase con ella la carretera y se entrasen por las tierras de maíz. Este se hallaba muy alto, los ocultaba completamente. Por el estrecho sendero que conducía al Condado marchaban envueltos en las tinieblas. Como no podían ir emparejados, marchaba delante Sinforosa y su novio detrás. La moza se detuvo, y mirando a Telesforo con risa picaresca, le dijo:

—Forín, si tú fueses otro, ahora podías hacer burla de mí.

Telesforo se puso rojo, y balbució:

—Darías voces.

—Calla, bobo, ¿no ves que estoy ronca?... ¡Además, como yo soy tan vocinglera!...

El pobre mozo no quiso darse por enterado; siguieron caminando en silencio, y así llegaron hasta la casa del tío Atilano. Allí encontraron ya a Faz, que había dejado la comitiva. Desde que vino de maestro al Condado estaba alojado como huésped en casa del tío Atilano, pagando por su pupilaje una cantidad tan módica que haría reír en la ciudad.

Telesforo llegó a su casa casi al mismo tiempo que Carmela y Angelina.

—¿Te has divertido mucho, Angelina? —le preguntaba su tía Griselda.

—Nunca me he divertido tanto.

—Madre —dijo Carmela—, Angelina ha sido la reina de la romería.

—Porque merece serlo —respondió, satisfecha, Griselda.

Angelina se hallaba tan cansada y tan harta de confites y avellanas, que no hizo más que beber una taza de leche, y se fue corriendo a la cama, donde un dulce y profundo sueño se apoderó de ella en seguida.

Por la mañana la despertó la voz alegre de Carmela.

—Angelina, levántate y mira por la ventana. Angelina saltó de la cama descalza, y abrió la ventana.

Próximo a ella había plantado un árbol muy delgado y muy alto con un penacho de hojas.

—Es el ramo que te han puesto esta noche los mozos de Vi-lloria.

—¿Y por qué no a ti? —preguntó la niña, roja de placer.

—¿Pero no has oído nada? —replicó Carmela, sorprendida.

—Absolutamente nada.

—Pues han estado ahí cantando y llamándote.

—Pues nada he oído.

—¡Qué sueño!

—¡Dios te lo conserve, hija mía! —exclamó Griselda, que había llegado detrás de Carmela.

III

Entraba el otoño. Los paisanos cortaban el maíz y colocaban el narvaso con sus mazorcas en pequeños haces piramidales que llamaban cucas para que se secase. Carmela y Angelina ayudaban con placer a esta suave tarea.

En esta época del año es cuando los paisanos hacen algún dinero vendiendo los frutos que no consumen, las crías de sus ganados y cochinos. El tío Pacho de la Ferrera debía vender dos cerditos, y su compinche, el tío Leoncio de la Reguera de Arriba, un jato de pocos meses. Ambos se concertaron para ir juntos un jueves a la Pola.

El mercado de la Pola se componía, y es posible que aún se componga, a más de los paisanos que llevan a vender sus productos, de tenderos ambulantes. Estos recorren sucesivamente durante la semana varios pueblos de la provincia, no muy lejanos unos de otros; los lunes en Sama de Langreo, los martes en Pola de Siero, los jueves en Pola de Laviana, los viernes en Ca-bañaquinta, capital del concejo de Aller; los sábados en Mieres. Transportaban su mercancía sobre recios mulos. En las primeras horas de la mañana arman sus tendezuelas portátiles en la plaza, abren sus fardos y extienden los paños y telas sobre toscos tableros.

En la Pola de Laviana hay dos plazas, si tal nombre merecen, una en la parte de abajo, cruzada por la carretera que conduce a Sobrescobio y Caso, pasando por el Condado, y otra, la más antigua, en la parte de arriba del pueblo. En la primera venden sus géneros los mercaderes ambulantes de que hemos hablado; en la segunda se encuentra el mercado del ganado.

El tío Pacho de la Ferrera y el tío Leoncio salieron juntos del Condado poco después del mediodía. El mercado del ganado sólo se formalizaba por la tarde. Llevaba el tío Leoncio amarrado el jato por sus pequeños cuernos; llevaba el tío Pacho dos gorrinos metidos en un saco y cargados a la espalda. Alegremente y departiendo marchaban ambos compadres por la carretera bajo un cielo plomizo, sin que les estorbasen en su conferencia ni los tirones del jato ni los gruñidos discordantes de los cerditos, que protestaban furiosamente de hallarse encerrados de tan incómoda manera. Cuando llegaron a la Pola, el tío Leoncio se situó en el paraje destinado al ganado vacuno, y el tío Pacho fue a colocarse en el lugar señalado para los cerdos, aunque sin perderse de vista, porque el espacio no era muy dilatado entre uno y otro sitio.

El tío Leoncio no tardó mucho en vender el jato. Entró pidiendo siete duros; pero como nadie le ofrecía, después de palparlo y declarar que estaba flaco, más de cinco duros, concluyó por soltarlo, a las cuatro de la tarde, en cinco duros y medio.

Pero el tío Pacho era mucho más terco, no tanto quizá por su propio temperamento como por el miedo que le inspiraba su feroz consorte, la tía Micaela. Esta le había prevenido que de ningún modo soltase los gorrinos menos de cuarenta reales cada uno. Así que entró pidiendo por ellos cincuenta. Los paisanos que cruzaban por delante de él sonreían, escupían y marchaban diciéndose unos a otros que aquel paisano de la Ferrera estaba loco o quería burlarse de la gente. El tío Pacho, al cabo de dos horas de espera, bajó de golpe el precio a cuarenta y uno. Pero ni por esas. Los cerditos mamones abundaban en el mercado, y se vendían a más bajo precio. Al fin tuvo que bajarlos a cuarenta, el precio mínimo que le había señalado la tía Micaela. Pues aun así tardó en presentarse un comprador. Llegó, al fin, uno, que le ofreció treinta y ocho reales. El tío Pacho se plantó en los cuarenta. Después de mucho regatear, el comprador llegó a ofrecer treinta y nueve. El tío Pacho siguió plantado en los cuarenta. Cerca de una hora estuvieron discutiendo por cuestión de un real. El tío Leoncio, que con las manos en los bolsillos daba vueltas en torno de los paisanos y los cochinos, se estaba aburriendo. Pensaba en los vasos de sidra que le aguardaban, y la nostalgia alargaba su cara y entristecía sus ojos.

—Vamos, Pacho —dijo, acercándose—, que se parta la mitad, y hemos concluido.

Después de haberse resistido algún tiempo, el tío Pacho cedió a que se partiera la diferencia, y soltó los gorrinos en treinta y nueve reales y medio cada uno.

Ambos compadres se dirigieron resueltamente a la taberna de Engracia, que hervía de parroquianos en aquel momento. Esta Engracia, prima hermana de la tía Griselda del Condado, era una mujercita menuda, de poco más de cuarenta años, viva de color y de genio, alegre, resuelta y de una energía que todo el mundo admiraba. Acostumbrada a tratar con borrachos, sabía imponerse de tal modo que ninguno osaba desobedecerla. Recibió a nuestros compadres, antiguos clientes, con semblante risueño.

—¿Qué hay por el Condado? —les preguntó, mientras escanciaba un vaso de sidra a cada uno—. ¿Cómo va mi prima Grisel-da? ¿Y qué tal la sobrina madrileña?

Los paisanos la enteraron del entusiasmo que despertaba con sus cantos y su gracia en todas las romerías.

—Ya oí algo de eso. La mocita ha quedado pobre, pero otra vez será rica, porque poco hemos de poder o la hemos de casar con un ricachón.

Vino a saludarles Pinón de la Fombermeya, antiguo y asiduo parroquiano del establecimiento. Los tres departieron largamente acerca de la labranza. Es cosa averiguada que, aun recreándose en las tabernas, los trabajadores hablan siempre de sus oficios: los labradores, de la labranza; los pescadores, de la pesca; un albañil, de las casas en construcción.

Pero allí fuera, hacia la plaza, se oyó fuerte griterío cuando la tarde tocaba a su fin.

—¿Qué pasa? —preguntó Engracia a un chico que entraba en aquel instante.

—Que se están matando los mozos de la Pola y de Blimea.

—¡Bah! Todos unos burros —expresó, tranquilamente, la tabernera mientras lavaba unos vasos.

El hábito de pelear con los borrachos y presenciar reyertas había hecho a Engracia imperturbable y serena como una diosa del Olimpo.

Mas el tío Pacho y Leoncio, que no eran tan olímpicos y temían por sus espaldas y aún más por los cuartos que llevaban en el bolsillo, se apresuraron a despedirse. Pinón permaneció inmóvil dentro de la taberna.

Los guardias civiles repartieron algunos cintarazos, y lograron, al cabo, meter a los mozos de la Pola en sus casas y empujar a los de Blimea hacia la suya. Aquellos buenos guardias, conocedores del país y nada trágicos, llevaban colgados al hombro los fusiles, pero empuñaban sendos garrotes que les bastaban para reducir a la obediencia a los chicuelos y borrachos.

La noche había llegado. Todo había quedado tranquilo y silencioso en la Pola. Sin embargo, los dos guardias todavía rondaban por las calles por si a los mozalbetes se les ocurría salir en busca de aventuras. A las nueve, el silencio era absoluto.

De pronto llegan a sus oídos fuertes voces de allá al extremo del pueblo. Se detuvieron, sorprendidos, y percibieron a lo lejos el bulto de un hombre, que por el medio de la carretera venía dándolas.

—¡Aquí va! ¡Aquí va!—gritaba el hombre—. Aquí va Pin de la Fombermeya, el hombre más valiente del concejo de Laviana.

Los guardias se apostaron cada uno detrás de un árbol, y esperaron.

—¡Aquí va! Aquí va Pin de la Fombermeya, el hombre más valiente de toda la ría del Nalón.

Las voces eran horrísonas y rompían de un modo medroso el silencio de la noche. Por medio de la carretera iba caminando lentamente.

—¡Aquí va! ¡Aquí va Pin de la Fombermeya!...

Dos formidables estacazos en la espalda le hicieron dar un brinco y emprender una carrera loca. Cruzó como una flecha la plaza; pero en vez de seguir por la carretera, le pareció más seguro ocultarse en la vega. Se encontró con una portilla cerrada, y la saltó sin tocar con las manos. La portilla tenía metro y medio de altura. Fue un salto soberbio, prodigioso, como no lo darían mejor los acróbatas que admiramos en el circo.

Al día siguiente, los guardias enseñaban esta portilla a algunos señores de la Pola, los cuales se hacían cruces al saber que un hombre la había saltado sin tocar con las manos.

—Es increíble —manifestó don Paco, el ingeniero—que sin trampolín se pueda dar semejante salto.

—El miedo es el mejor trampolín que se conoce —afirmó don Jerónimo, el médico.

El salto de Pin de la Fombermeya es en Laviana tan famoso como el del capitán Alvarado en Méjico.

IV

El tío Pacho de la Ferrera y el tío Leoncio de la Reguera de Arriba habían salido, como se ha dicho, en cuanto se inició la bulla. Una vez en la carretera, empezaron a caminar despacio, tranquilamente, como hombres a quienes importaba poco llegar más tarde o más temprano a sus casas.

El tío Pacho sacó un cigarro del estanco, negro como un tizón, y lo picó con toda calma. Con el mismo sosiego molió la picadura entre las callosas palmas de la mano, sacó un librillo, tomó un papel y lió un cigarrillo, o para hablar con más propiedad, un gordo cigarro, pues los cigarrillos de los paisanos no se parecen a los egipcios que fuman nuestras señoritas. Lo puso en la boca, e inmediatamente sacó el pedernal, el eslabón y la yesca, y se puso a martillear para encenderla.

Esta tarea de sacar lumbre con el eslabón y la piedra es una operación delicada, y para los paisanos casi tan grata como el fumar. El tío Pacho daba un golpe con el eslabón y se paraba, mirando a su compadre.

—Así Dios me salve; si no es por ti que me apurabas, Xuan de la Ortigosa suelta los cuarenta reales por cada cochino.

—¡Qué habla de soltar! Tú no conoces a Xuan. Es capaz de ahorcarse por un real.

—Pero aquí sólo había medio real de por medio.

—Hombre, no diré yo que por medio real se ahorcase; pero, vamos al caso, es un decir.

—Se entiende, hombre, se entiende.

Silencio. Seguían caminando, y el tío Pacho daba algunos golpes al pedernal sin resultado y volvía a detenerse.

—Pero tú tuviste suerte, Leoncio, porque el jato, en conciencia, no valía cinco duros y medio.

El tío Leoncio se encrespó.

—¿Quién dice eso?

—Yo lo digo.

—Pues eres un burro. El jato, si estuviera un poco más gordo, valía bien ciento sesenta reales, lo mismo que me tengo que morir.

—¡Ah, si estuviera más gordo! ¿Y quién tiene la culpa de que no estuviera más gordo?

El tío Leoncio bajó la cabeza y dio unos pasos precipitados. El tío Pacho se detuvo y dio otros dos golpes al pedernal. El tío Leoncio volvió hacia él.

—¿Quieres saber, borrico, quién tiene la culpa? Pues ve a preguntarlo a las mujerucas que tengo en casa. Esas condenadas no dejaban al jato mamar más que unas gotas, porque todo su empeño es hacer manteca, ¿sabes tú? ¿Y para qué quieren hacer manteca? Para comprar medias de a peseta. Vamos a ver, Pacho, ¿para qué quieren esas pendangas tapar las piernas? ¿Es que se les van a constipar?

—Se entiende, hombre, se entiende —murmuró filosóficamente, dando otros dos golpes al pedernal—. En mi casa se cuecen las mismas habas.

—Hace ya más de tres meses que no pruebo una escudilla de leche caliente.

—¿Siempre leche fría?

—Siempre fría.

—Pues, Leoncio, estamos iguales. La tía Micaela no me deja catarla.

Se detuvo, dio otro golpe con el eslabón, y, sonriendo socarronamente, añadió:

—¡Pero anda, que cuando ella no viene al establo, menudas buchadas nos pegamos Cosme y yo!

—Eso es lo que yo no puedo hacer. O la mujer o la rapaza, siempre se plantan allí a la hora de ordeñar. Me tienen miedo.

—Se entiende, hombre, se entiende.

En Laviana los paisanos llaman leche fría al suero que queda después de extraída de la leche la manteca, y caliente a la que aún no se ha mazado.

Así, murmurando de sus caras esposas, que los tenían vergonzosamente subyugados, llegaron nuestros compadres hasta Puente de Arco, cuando ya las sombras descendían por la falda de las montañas.

Repentinamente apareció delante de ellos un hombre. Ambos se detuvieron sorprendidos, pero más aún el tío Pacho.

—Hola, buenos amigos. ¿Con que del mercado, eh?

—De allí venimos, Ramón —respondió Leoncio.

Era un mozallón gordo, no muy alto, que podría contar poco más de treinta años, moreno, rasurado como los aldeanos, cara redonda, ojos negros saltones, vestido un poco peor que los caballeros y un poco mejor que los paisanos.

—¿Y qué hay de nuevo por el mercado?

—Todo malo. El ganado muy bajo. Así tenía que ser, porque este año fue de poca hierba.

—¿Y los cerdos?

—Los cochinos estaban como tirados —respondió el tío Leoncio, echando de reojo una mirada de salvación a su compadre.

Este tenía la cabeza baja y no despegaba los labios.

—Eso será los grandes, pero los mamones todo el mundo los quiere para enviarlos a Oviedo.

—Todos, todos andan mal.

—Está usted equivocado, tío Leoncio... Y si no que lo diga aquí el tío Pacho, que vendió dos esta tarde y va a arreglar ahora sus cuentas conmigo.

—No puedo, no puedo —murmuró sordamente el tío Pacho.

—Lo que usted no puede, tío Pacho—dijo Ramón, riendo y poniéndole una mano sobre el hombro—, es pescar truchas a bragas enjutas.

—Te digo en conciencia, Ramón, que no puedo —pronunció, sin levantar la cabeza.

—Sí puede usted, porque acaba de vender dos cochinitos en cuarenta reales cada uno. —¡Mentira!

—No han sido cuarenta reales, Ramón; fueron treinta y nueve y medio —apuntó el tío Leoncio, defendiendo a su compadre.

—Bueno, es igual. De todos modos, el tío Pacho me va a dar ahora sesenta reales de los noventa que me debe.

—No puedo, Ramón, no puedo. Estoy debiendo la renta del año pasado a don Silverio, y el mayordomo, Cayetano, me va a llevar al Juzgado.

—No sea usted embustero. La renta de don Silverio la ha pagado usted ya en el mes de julio... ¡Conque suelte usted la mosca, tío Pacho!

Y al mismo tiempo le metió cariñosamente el puño por la barriga.

Al fin, después de larga brega, el tío Pacho le entregó cuarenta reales.

Este Ramón, llamado de las Argayadas por el caserío donde había nacido, fue mozo de labor en casa de don Manuel de Lorío cuando tenía veinte años. Habiendo muerto una tía vieja, intestada, pudo sacar cuarenta duros, que le entregó el escribano. El resto de la herencia se lo había comido la curia. Con estos cuarenta duros empezó a negociar. Compró patatas, compró maíz a bajo precio a los paisanos que estaban necesitados, y él mismo lo transportaba sobre los hombros al mercado. A los dos o tres años, cuando se vio con algunos cuartos, comenzó a prestarlos a los paisanos con interés escandaloso, peseta por duro, aunque se lo devolviesen a los pocos días. Creció su dinero como la espuma. A la hora presente se calculaba que podía tener un capital de diez o doce mil duros. Es poco en una ciudad, pero en la aldea y en aquel tiempo, una riqueza.

Ramón de las Argayadas era el raposo más fino del valle de Laviana. Sabía dónde estaban las gallinas y las engullía. Sin embargo, este terrible usurero no era muy aborrecido en el concejo. ¿Por qué? Porque los paisanos, más que nada en el mundo, temen al Juzgado. Pagar la deuda y además pagar las costas al escribano, no lo pueden sufrir. Ramón de las Argayadas no les llevaba al Juzgado. Los perseguía, los acechaba, sabía lo que vendían, la cosecha que habían recogido, las vacas que tenían preñadas, los cerdos que había parido la marrana; lo sabía todo y, además, sabía sacarles los cuartos. Los paisanos le pagaban más o menos tarde, pero le pagaban siempre, porque no querían perder aquel recurso en los casos de apuro.

Vivía este Argayadas, capitalista célibe, en la más repugnante indigencia, y gracias a esto había podido juntar el capital que se le suponía. Compró una casita medio derruída en Puente de Arco. Se decía que no había allí más que un mal catre y algunas sillas viejas, y en la cocina, escasos y pobres enseres. Cocía para comer unas judías, de que hacía provisión, porque alguna vez los paisanos apurados le pagaban en especie, y para guisarlas pedía un poco de manteca por las casas de los vecinos. O bien les daba patatas para que se las guisasen, regalándoles otras pocas, o bien les daba algún maíz a cambio de un pucherito de leche. Esto era lo que se murmuraba entre el paisanaje. Pues a pesar de tal régimen dietético, era hombre fuerte y arriscado.

Cuando de él se hubieron desembarazado nuestros compadres, siguieron con la misma pausa su camino. El tío Pacho daba siempre golpes a la piedra con el eslabón, pero la yesca no encendía. Mas, según las apariencias, esto no debía interesarle, porque no mostraba impaciencia alguna. Se paraba a cada instante y no cesaba de charlar.

Ya se hallaban cerca del Condado cuando el tío Leoncio, más sobrio de palabras que su compinche, se detuvo repentinamente y dijo:

—¿Sabes lo que estoy pensando, Pacho? Pues estoy pensando que bien podíamos casar a tu Cosme con mi Conrada.

El tío Pacho se paró en firme, dio tres golpes consecutivos a la piedra, con el mismo negativo resultado, bajó la cabeza y no respondió palabra. Luego avanzó otros cuantos pasos en silencio, se paró de nuevo, machacó el pedernal y dijo:

—Hombre, Leoncio, eso que tú piensas me parece a mí que no está mal pensado, y es un caso, vamos al decir, que está muy regular... Pero ya sabes tú que en estas cosas hay que hablar con las mujeres, porque en estas cosas, ¿me entiendes tú?, las mujeres son las que disponen.

Mentía el tío Pacho, porque sus dignas mujeres disponían en estas cosas y en todas las demás.

—Se entiende, hombre, se entiende —manifestó el tío Leoncio.

Ambos siguieron caminando en silencio. Al cabo, el tío Pacho se plantó:

—¿Entonces te parece, Leoncio, que hable con la Micaela?

—Hombre, me parece que está en lo regular. Yo hablaré con la Epifania.

Al llegar al Condado, el tío Pacho aún no había logrado encender la yesca. A la puerta de Leoncio se despidieron.

—Hasta mañana, Pacho.

—Hasta mañana, Leoncio.

Cuando se hubieron apartado un poco, Leoncio le gritó:

—Oye, Pacho, si vas a la Pola el jueves, no dejes de comprar otros dos cuartos de yesca como la que llevas.

—¡Mala, esle bien mala! —murmuró el tío Pacho, alejándose.

Serían las once de la noche cuando el tío Pacho bajó de la Ferrera y llamó a la puerta del tío Leoncio. Todos estaban ya en la cama y dormidos. Al cabo de mucho golpear, éste se levantó despavorido y asomó su cabeza por la ventana.

—¿Quién va?

—Soy yo, Leoncio.

—¿Y qué quieres, Pacho?

—Pues para decirte que la Micaela dice que sí.

—Pues la Epifania también dice que sí.

—Pues hasta mañana, Leoncio.

—Hasta mañana, Pacho.

V

Al domingo siguiente, el cura del Condado leyó durante la misa las primeras amonestaciones. Tanto Carmela como Angelina quedaron sorprendidas, porque nada sabían. Al salir de la iglesia se emparejaron con Conrada.

—¿Cómo lo tenías tan callado, Conrada? —le preguntó Angelina.

—Tampoco yo lo supe hasta hace tres días —contestó, sonriendo, la moza.

—¿Pero vas a casarte con ese feo?

Conrada se encogió de hombros, hizo una mueca de resignación y respondió sencillamente:

—Cosme es un buen rapaz... Tampoco yo soy guapa.

—Pero tú vales cien veces más que él —exclamó impetuosamente Angelina.

—Eso te parece a ti, porque me quieres —dijo la moza con dulce sonrisa.

—¡Ya lo creo que te quiero! Mira, Conrada, aunque me gustaría que te casaras con otro mozo más guapo, me ofrezco a ser tu madrina.

—¿De veras?

—Muy de veras.

Conrada, conmovida, la abrazó y la besó tiernamente.

La boda concertada se fijó para los primeros días de noviembre, a los tres de las últimas amonestaciones. El trousseaux no se encargó a París, ni los Ecos de Sociedad dieron de ella cuenta al mundo elegante.

Una mañana salieron de casa del tío Leoncio, los novios y sus padres, acompañados de los padrinos. Madrina, Angelina; padrino, un paisano de la Ferrera, primo del tío Pacho. En el pórtico de la iglesia les esperaban casi todas las mozas del lugar, bastantes viejas y algunos hombres. La novia iba sencillamente vestida de merino negro, con una mantilla de encaje que le prestó doña Celedonia la Costalera. No llevaba, aunque pudiera llevarlo, el vergonzante ramo de azahar, que algunas novias pasadas por las armas se ponen en Madrid sobre el pecho. El mozo, con la clásica y abrumadora capa que los mozos que se casan en la aldea se echan sobre los hombros, aunque sea en lo más riguroso del verano. Y, ciertamente, aquellas capas aldeanas no son como las de la ciudad. Fabricadas con paño grueso y alto cuello, serían imposibles de soportar a un novio de la ciudad hasta en el mes de enero. El pobre Cosme sudaba como un caballo de carrera cuando llegó a la iglesia.

La ceremonia no fue imponente. No hubo marcha de Lohen-grin, ni bebés que llevasen la cola de la desposada, ni testigos con bandas de Isabel la Católica, ni fotógrafos para tomar instantáneas.

El cura 1e preguntó:

—Conrada Fernández y García, ¿queréis por esposo a Cosme Martínez de la Prida?

La novia respondió con voz apagada:

—Sí, quiero.

—¡Eso es! —vociferó don Tiburcio montando en cólera —. Las mozas estáis rabiando por casaros, y cuando llega la ocasión de decir que sí, no os oye el cuello de la camisa.

La pobre Conrada, ruborizada, no tuvo más remedio que pronunciar el sí en alta voz.

Tampoco hubo elegantes apretones de mano, ni almibaradas, conceptuosas enhorabuenas, ni lunch servido en los salones del convento, ni banquete en el Ritz, ni los novios cambiaron de traje y huyeron solos en automóvil, ni los gacetilleros les desearon una eterna luna de miel.

—Que Dios te dé buena suerte, querida —le decían las mozas, besándola.

—Que sea para bien, tía Epifania, y usted vea mozos a los nietos —decían las viejas.

El maestro y sacristán Faz, que había asistido al cura en la ceremonia, les dijo con voz aflautada:

—Pax Domini sit semper vobiscum.

—¿Qué es eso, Faz? —preguntó Conrada.

—Que viváis siempre en paz y gracia de Dios.

—Muchas gracias.

Pero hubo comida pantagruélica en el huerto del tío Leoncio. La inevitable fabada con morcillas, chorizos, tocino y lacón. Después, un cordero distribuido en diferentes guisos. Por último, unas cuantas fuentes de arroz con leche. Los comensales no eran más de quince o veinte personas. Un pellejo henchido de vino yacía tendido, esperando la autopsia en una de las toscas mesas improvisadas.

Es un caso digno de llamar la atención. Los paisanos, tan sobrios durante su vida, que se alimentan, por regla general, con un plato de alubias o patatas guisadas y una escudilla de leche, cuando llega una boda están comiendo unas cuantas horas seguidas y no les hace daño. La explicación de esto debe consistir en que tienen los jugos gástricos vírgenes, mientras nosotros, los burgueses, los tenemos harto desflorados.

Se comió bárbaramente en el huerto del tío Leoncio, y se bebió aún más brutalmente. Angelina se guardó bien de participar de tanta barbarie, pero tuvo la picardía de atracar a Faz. Cuando le veía terminar un plato, le ofrecía otro.

—Otro poquito, Faz.

—¡Venga! Benedicamus Dominum.

—Pero, niña, ¿no ves que le vas a hacer reventar? —le decía Carmela, que en medio de todo agradecía su pasión.

—¿No tendrías gusto en verle reventar?

—¡No, no!

—Yo creía que sí.

Después se aplicó a emborracharle.

—Este vaso, por Carmela.

Aleluya! Gloria in excelsis!

Y se lo bebía.

—Este, por mí.

—¡Aleluya!

—Este, por Carmela otra vez.

—¡Aleluya!

Tantas aleluyas repitió, que al fin cayó al suelo y quedó debajo de la mesa, dormido como un cerdo, aunque sea odiosa la comparación. Trataron de levantarle y llevarle a casa; pero tan enorme era el peso de aquel fenómeno, que renunciaron a ello. Entonces el tío Atilano, en, cuya casa vivía alojado, pensó otro medio.

—Oye, Leoncio, ¿no podrías uncir las vacas al carro? En un credo lo llevaríamos a casa.

El tío Leoncio, se avino a ello, y el fenomenal enano fue transportado como un fardo a su alojamiento.

Hubo que renunciar a la gaita; pero, de todos modos, se bailó en el huerto del tío Leoncio al repique del tambor, que un chico de la Ferrera manejaba hábilmente.

Sin embargo, Angelina observó que Carmela había desaparecido. Sorprendida y un poco desconfiada, salió del huerto y se disponía a subir a los Campizos por ver si se había ido a casa, indispuesta, cuando una moza que venía le dijo:

—¿Buscas a Carmela?

—¿Se ha ido a casa?

—No. Acabo de verla que marchaba orilla de la presa hacia el molino del tío Miguel.

Aquella escapatoria sobresaltó a Angelina, y velozmente se puso a caminar en la misma dirección.

La presa del molino, que desembocaba en el río, tenía a su vera un senderito tortuoso sombreado por avellanos. Angelina corrió por él sin conseguir divisar a su prima, lo cual le inquietaba cada vez más. Sabía que aquel molino pertenecía a don Manuel de Lorío, padre del famoso Román, que su prima amaba y su tía aborrecía. Lo beneficiaba en arrendamiento el tío Miguel, un viejecito de ochenta años, casado con la tía Cefera, que no contaba muchos menos. Aquella circunstancia era adecuada para inspirar recelo a Angelina, que desde su conversación con el cura se creía obligada a vigilar a su prima.

Apretó más el paso, y llegó a divisarla en el instante en que se acercaba al molino. Y en aquel punto mismo salía por la puerta Román a recibirla tendiéndole ambas manos.

Angelina corrió desalada, y cuando ya estaba cerca gritó:

—¡Carmela!

Oír este grito, ver a Angelina y meterse de nuevo en el molino, fue cosa de un instante para el seductor Román. Carmela quedó clavada al suelo, petrificada y pálida.

Angelina se acercó a ella, y con la misma autoridad de una madre la sacudió por el brazo.

—¡Oye, pícara! ¿No te da vergüenza correr detrás de los hombres? ¿Así cumples la promesa que me has hecho? ¿Así respetas la voluntad de tu madre?... Ven conmigo ahora mismo.

Y tomándola de la mano, la arrastró por el sendero de la presa hacia el lugar. Carmela, temblorosa y pálida, se dejaba llevar. Al fin la pobre chica estalló en sollozos, y dejándose caer de rodillas delante de su prima:

—¡No me pierdas, Angelina! Por lo que más quieras en este mundo, no se lo digas a mi madre.

—Levántate, zarramplina. No se lo diré, aunque creo que con ello cometo un pecado mortal. Pero me inspiras mucha lástima y te quiero demasiado... ¡Levántate!

La pobre chica no se levantó sin besarle antes las manos. Llegaron a casa, y no pudieron imaginar que la tía Griselda pudiera enterarse de aquella escapatoria.

Pero se enteró. En la aldea se sabe todo, como ya se ha dicho. No faltó un alma caritativa que le sopló al oído el cuento. Carmela y Angelina habían estado en el molino de don Manuel de Lorío, y allí suponían, aunque no lo habían visto, que estuviera Román, el hijo del propietario.

A la mañana siguiente, antes de mediodía, estaban nuestras jóvenes muy descuidadas en la solana, cuando apareció Griselda con el rostro encendido y los ojos llameantes. Se abalanzó sobre su hija y descargó sobre ella furiosos golpes.

—¡Pícara, malvada! ¿Te empeñas en avergonzarnos a mí y a tu padre? ¿Conque te citas con ese granuja en su molino? ¡Toma, desvergonzada, toma, toma!.

Y volviéndose repentinamente a Angelina, le aplicó un sonoro bofetón.

—¡Toma tú también, por servirle de tapadera!

Hecho lo cual, rugiendo de cólera, bajó la escalera. Carmela, sollozando, dijo a su prima:

—Yo merezco los golpes; pero haberte pegado a ti es una injusticia. Ahora mismo voy a decirle lo que tú has hecho por mí.

Trató de bajar, pero Angelina la retuvo.

—No bajes tú. Soy yo la que ha de arreglar el asunto.

Cuando Angelina bajó a la cocina, Griselda estaba sentada en el escaño con la cabeza entre las manos y llorando. Angelina se sentó silenciosamente a su lado.

—Tía —le dijo suavemente—, me ha pegado usted sin razón. Yo fui la que impedí que Carmela se viese con ese chico en el molino.

Griselda volvió el rostro, sorprendida.

—¿Qué dices?

—Sí; yo noté su desaparición del huerto del tío Leoncio, la busqué, corrí tras ella y pude alcanzarla antes de que entrase en el molino. Después, a la fuerza, la traje a casa, y entonces es cuando me vieron con ella.

—¿Es verdad lo que dices?

—Puede usted preguntárselo a la misma Carmela.

—¡Ay, por Dios, me perdones, Angelina! —exclamó, sofocada.

—No sólo la perdono, sino que le doy las gracias, porque me ha tratado usted como a una hija.

—¡Hija de mi alma —exclamó, abrazándola estrechamente—, qué buena eres! Angelina te llamas y Angelina eres.

Después se secó las lágrimas. Angelina le contó por menudo los incidentes de la jornada y charlaron unos instantes.

—Voy a arreglar la comida, porque no tardarán los hombres en venir —dijo, levantándose.

Se puso a trajinar. Angelina seguía con la mirada sus movimientos. Al cabo de unos momentos le dijo:

—Tía, tengo que pedir a usted un favor.

Griselda, que estaba frotando las escudillas con un paño, permaneció inmóvil.

—Di lo que quieras.

—Es lo siguiente. Puesto que usted me pega como si fuese su hija, deseo que me permita llamarla madre en vez de tía.

Griselda dejó la escudilla sobre la masera, y vino a ella, resplandeciente de alegría.

—Pero ése no es un favor que yo te hago. Me lo haces tú a mí.

—¿Pero me permite usted que la llame madre?

—¿Pues no he de permitir? ¡Con todo mi corazón!

Y al mismo tiempo cubrió de besos sus mejillas.

—Pues está convenido. Ya verá usted cómo no me equivoco jamás.

Llegaron poco después los hombres. Bajó Carmela, y se pusieron a comer todos sentados en las tajuelas, incluso Angelina, que se había empeñado en comer como ellos. Griselda, como siempre, permanecía en pie.

En un momento de silencio, Angelina dijo:

—Madre, hágame el favor de cortarme un pedazo de pan.

Telesforo y Carmela levantaron la cabeza, sorprendidos. Gri-selda se encaró con ellos impetuosamente:

—¡Sí, madre! Me llama madre. ¿Qué hay? Yo quiero que me llame madre.

—Pero, madre —respondió Telesforo, riendo—, si nosotros estamos muy contentos de que la llame madre.

—Y si no lo estuvieseis, para mí sería lo mismo, ¿sabéis?

Allegro ma non troppo

I

Si como afirman los psicólogos, nuestro ser espiritual contiene multitud de dobleces, en cada uno de los cuales se esconde uno de nuestros antepasados, no ofrece duda que en el alma de Angelina Quirós se escondían veinte generaciones de aldeanos. Sólo así puede explicarse la rápida adaptación a la vida campesina de aquella niña, nacida y criada en medio de todos los refinamientos y esplendores de la ciudad. Porque fue pronto más aldeana que sus mismos primos, Telesforo y Carmela. Estos cumplían con las tareas de la labranza y pastoreo por deber o necesidad; pero Angelina presto empezó a cumplirlos por vocación. El cultivo del maíz, la hierba de los prados, las manzanas, las avellanas, las castañas, todo logró interesarle vivamente. Si no llovía, escrutaba con ojos ansiosos el cielo, temblando por la cosecha del maíz o las alubias. Si llovía demasiado, lanzaba resoplidos de cólera. Y si su tío Juan contemplaba con ojos codiciosos la mitad del prado de Entrambasriegas que le faltaba, con no menor apetito lo miraba Angelina cada vez que iba por allí.

Pero sobre todas las cosas le interesaba el ganado. Fue su pasión a los pocos meses de residir en el Condado. Se pasaba horas enteras en el establo contemplando aquellas pacíficas bestias, escuchando el sordo rumiar de sus dientes, acariciándolas, sirviéndolas ella misma el pienso de maíz, subiendo a la tenada para llenar de hierba el pesebre. Se empeñó en aprender a mazar la leche; le costó esfuerzos increíbles, se fatigaba, dejaba caer el odre rabiosa contra sí misma, saltándole alguna vez las lágrimas. Pero, al fin, lo consiguió. El primer día que, mazando, sintió en el odre el peso del pegote de manteca, subieron los colores a su rostro como una madre que siente por primera vez en su vientre el latido del hijo. Sacó la manteca, la hizo una bola y la presentó a sus tíos casi llorando de alegría. Estos se hallaban de ella tan complacidos que la mimaban a porfía. Sobre todo el tío Juan, estimando su afición a los trabajos campestres, la tomó por confidente de sus alegrías y temores.

—¿Qué te parece, Angelina, cortaremos este pomar, que está podrido?

—¿Pero ha dado manzanas el año pasado?

—Sí; ha dado muchas.

—Pues déjele usted, tío. Cuando empiece a minorar habrá tiempo a cortarlo. Mientras tanto, puede usted plantar cerca otro arbolito, a fin de que esté adelantado cuando arranquemos el viejo.

—¿Qué te parece, Angelina, llevaremos la Cereza al prado? Está ya tan adelantada, que temo le pase algo malo.

—Mejor será dejarla en el establo, tío.

Pero Angelina todos los días, al tiempo de ordeñar las vacas, experimentaba un disgusto. El pastor, antes de hacerlo, suelta al ternero, que corre a su madre, y, asido, comienza a mamar dándole golpes en la ubre con la cabeza para que baje la leche. La vaca, obedeciendo a esta tierna presión, hace bajar la leche. Entonces el pastor, despiadado, arranca de ella al ternero, y comienza a ordeñar. Era para Angelina un momento de pena cuando Telesforo arrancaba el ternerito a su madre.

—Forín, déjalo un poco más. El pobrecito apenas ha mamado.

—No puede ser, Angelina. Si se traga toda la leche nosotros no tendremos ni leche ni manteca.

Angelina comprendía la razón, pero no podía menos de hacer siempre un gesto de disgusto.

Gozaba con todas las faenas del campo y también con las domésticas, siempre que no fuese coser. Cuando su tía Griselda la llamaba para remendar o zurcir alguna ropa, se entristecía su semblante. En cambio, que solicitase su ayuda para amasar el pan y la borona, o para arrojar el horno, o para deshacer las mazorcas, o para cerner el trigo, y la sobrina acudía presurosa y contenta.

La faena de la colada cada quince días era para ella una fiesta. El ir a la presa del molino a lavar la ropa y charlar allí con otras mozas y cantar a voz en cuello, el colocar después la ropa en el medio tonel, para el efecto destinado, entre capas de ceniza; el aclararla después en el río, todo esto la ponía de buen humor.

Un jueves por la tarde en que tío Juan había ido a la Pola en compañía de Foro para pagar la contribución, se hallaban en la solana Griselda, Angelina y Carmela muy afanadas recosiendo las camisas de los hombres. De pronto, Griselda levantó la cabeza:

—¿Sabes, Carmela, que el ganado está en el prado? Hay que ir a buscarlo en seguida.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Carmela, haciendo un gesto de disgusto.

—Madre, si usted quiere, iré yo a traer las vacas —dijo Angelina.

Griselda y Carmela soltaron a reír.

—Eso, niña, no puede ser.

—¿Por qué no puede ser? —preguntó, entristecida.

—Por que tú no estás acostumbrada a hacerlo.

—Algún día me he de acostumbrar.

—Vamos, madre, déjela ir si se empeña —dijo Carmela, riendo.

—Déjeme, madre —suplicó Angelina, como un niño que pide una golosina.

Al fin la dejaron marchar sola al prado de Entrambasriegas, que no estaba cerquita. Trajo perfectamente las vacas al establo, y no sólo las encerró, sino que las puso sus collares y las amarró al pesebre. La tía Griselda no se cansaba de reír y celebrar la hazaña cuando llegaron su marido y su hijo.

Otra mañana vino Carmela a despertarla:

—Una buena noticia, Angelina: la Cereza ha parido esta noche.

Angelina se incorporó en la cama vivamente.

—¿Y qué ha parido?

—Una jatina hermosa. Nosotros estuvimos allí presentes.

—¿Estuvisteis allí? —exclamó, con acento indignado—. ¿Y por qué no me habéis llamado?

—Madre no quiso que te despertáramos.

—¿Y qué importaba que me despertasen? Habéis hecho muy mal..., ¡pero muy mal!

Estaba tan contrariada, que Carmela se apresuró a decirle

—Anda, vístete de prisa, y verás la jatina.

A medio vestir bajó al establo. La Cereza tenía acostada a su lado la ternerita y la lamía amorosamente sin cesar. Aquel espectáculo la enterneció, y lo estuvo contemplando largo rato.

Pero Angelina tenía un capricho, y hasta que lo satisficiese no podía hallar sosiego. Se le había metido en la cabeza el aprender a ordeñar. Su tío Juan, y lo mismo Griselda, se opusieron resueltamente a ello. Era peligroso, era una tarea áspera y recia. La misma Carmela lo hacía pocas veces; estaba encomendada a Telesforo. Aun con las mismas vacas nobles se corría peligro, pues sin querer, por un movimiento repentino, podían pisarla y hacerle mucho daño.

Angelina no se dio por vencida. Empezó a catequizar a su primo.

—Vamos, Forín, déjame un momento siquiera.

—No puede ser, Angelina. Si te pasa algo es capaz mi padre de abrirme la cabeza.

—No tengas miedo, hombre. Estate tú al cuidado, y no me pasará nada.

—No puede ser, no puede ser.

Sin embargo, tanto machacó, que, al fin, el pobre muchacho concluyó por ceder, aunque tomando grandes precauciones. Escogieron a la Moruca, que era la más pacífica. Telesforo la acariciaba para que no se moviera. Angelina pudo extraer la primera vez unas gotas de leche, y quedó muy ufana. Al otro día extrajo un poco más, y así sucesivamente, ordeñando más y más llegó a conseguirlo perfectamente. Antes de un mes ordeñaba a maravilla, casi tan bien como Telesforo. Sin embargo, éste se mostró muy inquieto cuando su prima le dijo que iba a descubrir a su tía la proeza.

—No se lo digas, Angelina. Mira que lo va a tomar muy a mal. Es capaz de darme en la cabeza con la sartén.

—No tengas miedo, tonto. Ya verás cómo yo se lo digo de modo que no se enfade.

Una tarde, poco antes de cenar, se hallaba la familia a reunida en la cocina. Faltaba Angelina. Esta se presentó, al cabo, con un jarro de leche en la mano.

—Beban ustedes de esta leche que ha sido ordeñada por la mocita que llaman aquí la marquesita.

—¿Por ti? —exclamaron a un tiempo Juan, Griselda y Carmela.

—Por mis propias manos.

—¡Foro, eres un burro!—exclamó Griselda, encarándose con él.

—¡Foro, eres un mulo!—exclamó el tío Juan, lanzándole una mirada furibunda.

—¡Foro, eres un pollino!—corroboró Carmela, mirándole también airadamente.

El pobre mozo, transformado en cuadrúpedo, bajó la cabeza como si buscase ya con la boca el pesebre.

—No le riñan ustedes; toda la culpa ha sido mía. Tenía tal empeño en aprender, que si no lo consigo me parece que caigo mala.

El joven cuadrúpedo levantó su cabeza asnal y se atrevió a decir tímidamente

—Padre, Angelina es capaz de ordeñar hoy tan guapamente como usted mismo.

II

«He aquí el invierno que entorpece los brazos de los labradores. Durante los fríos del invierno gozan el fruto de sus trabajos y se convidan los unos a los otros a comidas alegres. El invierno les invita a la alegría; el invierno aleja de sus corazones los cuidados.»

Así cantaba hace dos mil años Virgilio en su inmortal poema

Las Geórgicas.

Recogida la castaña, en cuya faena apenas hay año en que no suceda una desgracia, pues los mozos se encaraman en lo alto de los árboles y se caen, los paisanos se retraen a sus casas. Comienza el invierno. Durante un mes o más se comen las castañas cocidas a guisa de pan o borona, y estos dos artículos economizan.

Angelina comía de buen grado las castañas, que le gustaban muchísimo; pero, además, las asaba al farol, un curioso artefacto de hoja de lata con agujeros, semejante a los tostaderos de café, que se colgaba de una cadena sobre el fuego. Era para ella un deleite dar vueltas al farol, escuchar los estallidos de las castañas y sacarlas luego asadas y humeantes.

Venían después las famosas esfoyazas resonantes de cánticos y risas. Cada noche se reunían buen golpe de mozos y mozas en casa de un vecino. Y mientras se deshojaban y enristraban las panojas, más de una relación amorosa se enristraba también, que pocos meses después terminaba en la iglesia. Angelina fue este invierno el alma de todas ellas. Con sus cantos madrileños, sus bromas y donaires, tenía pasmados y divertidos a aquellos inocentes aldeanos. Es tal vez la época más feliz del año en la aldea. Más tarde, en las largas noches invernales, casi siempre lluviosas, solían también reunirse en las más principales casas algunos vecinos, la mayor parte viejas mujerucas para hilar. Esta reunión tomaba el nombre de fila. Las viviendas del tío Juan de los Campizos y del tío Atilano de la Vega, como los paisanos mejor acomodados, eran las más concurridas. Estas filas siempre se celebraban en la cocina, por ser la pieza más espaciosa y caliente de la casa. Mientras se escuchaba el gotear de la lluvia o el sordo rumor del viento en las ramas secas de los árboles, se narraban cuentos, se comentaban sucesos antiguos, se hacían profecías, las mujerucas se comunicaban sus achaques y los hombres se lamentaban de la escasez de la cosecha.

Angelina ideó el entretener a la reunión leyéndoles alguna novela. Había en la Pola un viejo comerciante muy aficionado a ellas, que poseía una abundante colección. Allí fue a demandar lo que necesitaba. Recordando que le había impresionado agradablemente una de Alejandro Dumas titulada Memorias de un médico, determinó leerla. No obtuvo con ella feliz éxito. Ni las viejas ni las mozas gustaron de tales narraciones históricas, que no entendían. Era para ellas la Francia del siglo XVIII un mundo ignorado, tan diferente del suyo, que de ningún modo podían representárselo con la imaginación. Entonces Angelina se resolvió a traer alguna de las famosas novelas sentimentales de Pérez Escrich. La esposa mártir y El cura de aldea interesaron enormemente a las mujeres. Pero lo que más les admiraba era lo bien que leía la sobrina del tío Juan. Ni el señor cura, ni mucho menos el rechoncho maestro, leían con tal facilidad y sentido.

Un suceso extraño y doloroso distrajo durante algunas noches su atención, y sirvió de tema para comentarios infinitos. Una de aquellas mañanas se encontró no muy lejos de allí, en los límites de Sobrescobio y Caso, el cadáver del joven Román, hijo de don Manuel de Lorío, tendido sobre las piedras que guarnecen el río. Se había caído por la noche desde el camino y se había fracturado el cráneo. Aunque aquel joven no despertaba vivas simpatías, el hecho impresionó a todo el concejo. Y, como sucede en casos tales, las opiniones se dividieron. Los unos creían que el chico había salido borracho de Rioseco y se había caído. Otros, los más, fijándose en que el caballo no había caído con él, pensaban que había sido víctima de una venganza, lo que no era sorprendente, dada su conducta licenciosa. Nada positivo pudo averiguarse: todo permaneció en el misterio. Como su misma familia no se ocupó demasiado en esclarecerlo, al cabo de algunos días quedó el suceso olvidado. El mundo nada perdió con la desaparición de aquel don Juan aldeano, su familia poco y Griselda ganó la tranquilidad que el difunto le había hecho perder.

En las postrimerías del mes de enero cayó sobre el valle de Laviana una gran nevada. Desde hacía ya varios días las altas montañas y aun las colinas más bajas estaban cubiertas de nieve. Pero la última tapó por completo el llano. Había cerca de media vara en las vegas.

Sucedió que nuestro amigo Faz, el rechoncho sacristán y maestro, tuvo necesidad de ir a la Pola a cobrar sus cortos emolumentos. Pisando alegremente la nieve llegó hasta allá una tarde. Evacuado su negocio, se encontró con unos amigos de Infiesto y se entretuvo con ellos en la taberna de Engracia. Era ya bien entrada la noche cuando salió de la Pola. Por la carretera nadie transitaba. Chapoteando por encima de la nieve, sin tropezar con ningún ser viviente, llegó nuestro sacristán hasta Muñera. Allí se decidió a tomar el camino o sendero de la vega, pues la casa del tío Atilano, donde se alojaba, primera del Condado, estaba al final de ella. La nieve por aquellos parajes se hallaba menos derretida, y, por tanto, era más fácil caminar sobre ella. Marchaba, pues, tranquilo el maestro, cuando acertó a ver un perro que saltaba delante de él al sendero y muy pronto desapareció. Le chocó un poco la aparición de un perro en aquel sitio y hora, pero nada le impresionó. Mas a los pocos minutos el mismo perro saltó otra vez al camino, siguió por él un trecho y de nuevo desapareció. Esta vez el maestro quedó más sorprendido. Un minuto después el perro saltó al camino, pero más cerca, y el maestro comprendió con horror que aquel animal no era un perro sino un lobo. Los cabellos se le erizaron. Entonces se puso a caminar con más prisa. El lobo saltaba al camino y en seguida saltaba a la vega, cada vez con mayor frecuencia y cada vez más cerca. Faz apretaba el paso, tembloroso y anhelante. Las primeras casas del pueblo ya se divisaban. Pero el lobo cada vez en sus saltos se aproximaba más.

Ya estaba cerca de la casa del tío Atilano. El maestro la veía como el pobre náufrago mira la orilla de la costa. Pero he aquí que el lobo, viendo que se le escapaba la presa, ya no siguió por el camino, sino que se le plantó delante en actitud agresiva. El pobre Faz alargó su bastón hasta tocar con el hocico de la fiera, y, en el paroxismo del terror, gritó:

—¡Auxilio!

El grito fue tan extraño, tan horrible, que la gente que se hallaba de fila en la cocina del tío Atilano salió en tropel y voceando.

Gracias a esto el pobre maestro salvó la piel. El lobo, al sentir el ruido, huyó, con harto sentimiento de su corazón, porque el rollizo maestro era un bocado apetitoso para su hambre.

Los vecinos hallaron a Faz tan pálido y tembloroso que inspiraba lástima. No pudo decir una palabra. Había perdido el habla. Le condujeron hasta casa, le sentaron en el escaño; pero por más preguntas que le hicieron, no fue posible que contestase sino por señas. Un paisano más listo que los otros le dijo:

—¿Lobos?

El maestro quiso descoyuntarse afirmando con la cabeza.

—¿Dos lobos?

El maestro señaló uno con el dedo.

Un mozo heroico dijo entonces:

—¡Bah! Siendo uno solamente yo me hubiera arreglado con él teniendo un garrote.

—¡Qué habías de arreglarte, borrico! —exclamó un viejo paisano—. El lobo te salta al pescuezo y no te deja ni siquiera alzar el palo.

Faz se marchó a la cama y los vecinos quedaron comentando el caso y trayendo a la memoria algunos parecidos que a unos y a otros les había acaecido.

Al día siguiente Faz recobró el habla, pero su voz era tan apagada, tan tenue, que apenas se le oía. No pudo levantarse. Se le declaró una fiebre intensa, que continuó al día siguiente y al otro. Los paisanos son reacios para llamar al médico, por el gasto que origina; pero, al fin, por consejo, casi por mandato de don Tiburcio, el párroco, el tío Atilano fue a la Pola, y avisó a don Jerónimo. Vino éste, y no puso buen gesto pulsando al enfermo. Extendió una receta, y prometió volver al día siguiente, pero no vino. Faz siguió de mal en peor. Cuando al otro día llegó el médico lo halló en tan mal estado que aconsejó se le dispusiera.

Vino don Tiburcio, apresuradamente le confesó y acto continuo se fue a la iglesia y tocó él mismo las campanas llamando a los vecinos para acompañar al Viático. Acudieron bastantes. La familia entera de los Campizos, el tío Juan, Griselda, Carmela, Angelina y Telesforo fueron de los primeros.

La mañana era fría; la nieve aún no se había derretido, una niebla espesa había caído sobre el lugar. Las luces de los cirios despedían un resplandor fatídico; la campanilla sonaba estridente y lúgubre en ambiente dormido.

La gente penetró en tropel en la vivienda del tío Atilano, pero sólo unos pocos pudieron aproximarse a la cama del enfermo, el cual, con el rostro descompuesto, se hallaba ya en el período agónico. La fúnebre ceremonia era tan imponente, que Carmela y Angelina vertían lágrimas. En cambio, Sinforosa, cual si aquel acto le fuese indiferente, mostraba un semblante casi risueño, se acercaba a Telesforo por detrás y le pellizcaba.

El párroco le impuso la Extremaunción. Después se retiró con la gente. Sólo quedaron allí los más íntimos. El pobre Faz se marchaba a gran velocidad. Antes de una hora se inició el estertor agónico y el movimiento de cabeza que precede en los enfermos a la muerte. Ni Carmela ni Angelina se apartaban de su lecho. Al fin levantó un poco la cabeza, las miró con ojos extraviados y la dejó caer de nuevo, murmurando:

Ite, missa est.

Esta vez el mundo perdió algo; perdió un admirable gaitero.

III

Llega la primavera. La nieve comienza a derretirse en lo alto de las montañas, corre por sus faldas y baña los prados y las vegas. Los labradores sacan de sus cobertizos o debajo de los hórreos los arados y se disponen a abrir las entrañas de la madre tierra y fecundarla.

Angelina se sentía enervada por la vida sedentaria a que la obligaban las lluvias del invierno. Amaba el aire libre, y, sobre todo, amaba los ejercicios corporales. Era para ella pesada y aburrida tarea la del coser o planchar cuando su tía Griselda se lo ordenaba. En cambio, cuando el tío Juan reclamaba su ayuda para cualquier faena campestre, se alegraba como un pajarito a quien le abren la jaula. Por eso cuando aquél se dispuso a labrar las tierras de la vega, le rogó encarecidamente que la llevase consigo en vez de Carmela. No hubo en ello inconveniente, porque ésta, menos activa, se avenía muy bien a quedarse en casa.

Era de ver a aquella linda mocita caminar detrás del arado, con su mandil doblado por la punta, lleno de maíz, que lentamente iba depositando en los surcos abiertos por el tío Juan. Este empuñaba el arado. Telesforo marchaba delante de las vacas con la aguijada en la mano. Angelina cerraba la marcha.

—Tío, apriete usted más con la reja, porque el grano queda muy a flor de tierra.

—Ya lo veo, querida; pero el ganado está muy cansado y no se le puede apurar.

—Verdad; la tierra está dura, porque no ha llovido hace bastantes días. Vamos a dejarla descansar un poco.

El tío Juan cedió en seguida, porque Angelina había tomado sobre él tal ascendiente que casi le gobernaba.

Clavó Telesforo su aguijada en tierra y se puso a desuncir las vacas, separándolas del pértigo del arado, aunque sin quitarles el yugo. Angelina se acercó a ellas y les pasó la mano amorosamente por el lomo.

—¡Pobrecitas, pobrecitas! ¡Cuánto trabajáis para darnos a nosotros de comer!

Y volviéndose a Juan:

—Cuando recuerdo, tío, que yo he asistido muchas veces a las corridas de toros y vi martirizar a estos pobres animales para divertirnos, me enfado contra mí misma.

—En verdad, querida, que no te falta la razón. Todo el mundo debía respetar el ganado, porque sin él los paisanos moriríamos.

—¡Y los señores también! —exclamó, impetuosamente, Angelina—. ¿A qué conduce convertir en fieras unos animales que han nacido mansos? Divertíos con los leones y los tigres; pero dejad tranquilos a los hijos de estas pobres vacas, que nos alimentan con su leche y nos ayudan a trabajar la tierra... ¿Verdad, Moruca? ¿Verdad, Cereza?

Y les pasaba la mano por la cabeza y les espantaba las moscas de los ojos.

—Angelina, ¿te parece que volvamos al trabajo?

—Cuando usted quiera, tío.

Así transcurrían los días de aquella primavera. En casa del tío Juan reinaba la alegría. La pomarada se había cuajado de tal manera de flor, que aparecía blanca cual si hubiese caído sobre ella una nevada. Pero Juan estaba inquieto, temía que una helada secase la flor y defraudase sus esperanzas. Comunicó estos temores a Angelina, y ésta, que era asaz más nerviosa, no sosegaba pensando en ello, escrutaba el cielo, preguntaba a todo el mundo por el, aire que soplaba, se levantaba dos y tres veces por la noche, abría la ventana para cerciorarse de que no helaba. Y por la mañana, mientras se desayunaba con su gran tazón de leche y pan migado, gritaba, alegremente:

—No tenga usted cuidado, tío, ¡está lloviendo!

El tío Juan vivía encantado con aquella sobrina. En los primeros tiempos de su llegada se la designaba burlonamente en la aldea con el nombre de la marquesita. Esto fue concluyendo poco a poco. Angelina era tan amable con todo el mundo, tan graciosa y desenvuelta, que se apoderó pronto del corazón de aquellos paisanos. Cantaba en las fiestas de la iglesia, bailaba en las romerías, lavaba en el río, trabajaba en el campo con el mismo brío que si allí hubiera nacido. Pero, sobre todo, se mostraba tan afectuosa y solícita con los desgraciados, que llegó a ser la figura más popular del Condado, la más querida y admirada de viejos y jóvenes. Visitaba a los enfermos, socorría a los pobres, asistía a los entierros, alegraba las bodas con sus donaires, tenía una sonrisa y una palabra dulce para todos.

Vivía en aquel lugar, en la más pobre y miserable choza que nadie puede figurarse, una anciana llamada la tía María Alonso. Contaba, según decían, más de noventa años, y se hallaba a última hora sin recursos, en la más completa miseria. Un día Angelina oyó decir:

—¡Pobrina! Hace ya algunos meses que no se alimenta más que con borona.

Se sintió conmovida, y empezó a visitarla y socorrerla. Le llevaba todo lo que podía: una taza de caldo, un pedazo de pan, un jarrito de leche. La tía María miraba a aquella niña como a un ángel bajado del cielo. Un día, besándole las manos, le dijo con voz temblorosa:

—Hija mía, bendita seas tú y bendita la hora en que tu madre te echó al mundo.

Angelina salió enternecida de aquella choza, vertiendo lágrimas.

Cada quince días, o por lo menos cada mes, escribía a su padre y recibía carta de él. Generalmente eran breves las misivas de uno y otra. Angelina se limitaba a decirle que estaba bien, que no se preocupase por ella, que atendiese a su salud y sus negocios, que sus tíos no podían ser más cariñosos con ella y que no echaba de menos la vida fastuosa de Madrid. Quirós la escribía animándola, aconsejándola que fuese siempre trabajadora en la casa y humilde con sus tíos.

Pero un día en aquella primavera le decía: «Escríbeme largo, quiero que me cuentes con todos sus pormenores la vida que haces, cómo empleas el día, cómo trabajas, que es lo que comes, cómo duermes y si aumentas de peso.» Angelina le respondió:

«Queridísimo papá: Me preguntas cuál es mi vida de todos los días, me pides pormenores de mis trabajos y descansos. Allá van:

Me levanto, ahora que amanece más temprano, a las seis. Lo primero que hago es ir a ordeñar a mi vaca la Moruca, que, desgraciadamente, pronto quedará escosa. Es la única que me consiente tío Juan por ser la más suave o amorosa, como aquí se dice. Mi primo Foro ordeña la otra. Cuando el tiempo no está demasiado malo, es decir, cuando no hay demasiado lodo en el camino, voy a oír misa, que la dice siempre don Tiburcio a las siete y media. Echo después un párrafo con este señor cura, que es un infeliz, un sujeto tan bonachón, tan inocente, que da gusto, y a veces risa hablar con él. Vengo a casa, y me desayuno con un gran tazón de leche (a veces dos) y pan migado. Con la borona no puedo.

Hice los imposibles por comerla, pero sin resultado. Después, como es el tiempo de la sementera, vamos a la vega tío Juan, Foro y yo y aramos la tierra. Yo soy la encargada de sembrar el grano, y, sin modestia, creo que lo hago bastante bien. Los días que llueve, claro que no bajamos, y los aprovechamos para amasar y cocer el pan (¡qué rico pan el de escanda!) o para echar la borona, como aquí se dice. Cada quince días hacemos la colada entre Carmela y yo. Un día jabonamos toda la ropa en la presa del molino; otro la metemos en lejía, y otro, por fin, la aclaramos en el río. Los días que por la lluvia no bajo a la vega, suelo hacer mis visitas a los vecinos. No sé si me quieren, pero puedo decirte que me reciben con la mayor alegría y que se esfuerzan en agasajarme como si fuese una señorita y no una pobrecita desvalida recogida de limosna en casa de unos tíos.

Comemos a las doce en punto, cuando suena el ángelus. Si el tiempo está bueno, suelo entrar en la pomarada y sentarme debajo de un árbol, o, por mejor decir, tumbarme, y cuando menos lo pienso quedo dormida. Tía Griselda, temiendo que la humedad me hiciese daño, me lo prohibió; pero advirtiendo mi tristeza, como es una mujer que no puede ver a nadie triste, ella misma viene detrás de mí con una manta y la extiende sobre la hierba para que me siente sin peligro.

Por la tarde, si no bajamos a la vega, nos quedamos en la solana desgranando maíz o habas, o devanando las madejas hiladas o haciendo cualquiera otra tarea. Antes de oscurecer solemos ir Carmela y yo a buscar al prado las vacas. A veces voy yo sola, querido papá, ¿qué te parece? Y vuelta a ordeñar. Los domingos nunca nos quedamos en casa: bajamos al pueblo, y allí, con otras mocitas como nosotras, bailamos al son del pandero. Cenamos en seguida y rezamos el rosario. Cuando hemos concluido suelen venir de fila algunas mujeres y paisanos amigos de tío Juan. Yo les he leído durante este invierno algunas novelas. Las que más les gustan son algunos novelones de bandidos escritos por don Manuel

Fernández y González, o esos otros lacrimosos de don Enrique Pérez Escrich.

A las nueve o nueve y media estamos todos en la cama. Duermo como un lirón hasta el amanecer, sin despertar una vez siquiera. Hasta que llegué al Condado no supe lo que era comer ni lo que era dormir. ¿Recuerdas, papá, que la última vez que me pesé en Madrid no pesaba más que cuarenta y cuatro kilos? Pues bien: el jueves último me pesé en un comercio de la Pola, y pesé sesenta y seis. ¡Veintidós kilos en un año! Además, tío Juan afirma que tengo más fuerza que Carmela, que pesa ochenta.

Pronto llegará el tiempo de la siega, que es para mí el más gustoso. ¡Cuánto gozo en los días de hierba! Después vienen las romerías. ¡Qué gusto! Este año, si Dios quiere, bailaré más que el pasado.

¿Qué he de decirte de esta familia tuya? No pueden ser mejores para mí. A tío Juan le quiero mucho, es el hombre más bueno del mundo; pero a tía Griselda la adoro. Parece que me ha dado hechizos esta tía mía. Tiene un genio tan vivo, tan impetuoso, que a todos nos hace reír a veces. Yo la llamo madre en vez de tía; ella está muy contenta y yo también; pero si a ti no te acomoda, suprimiré el tratamiento. Cuando la impaciento me da un sopapo. ¿Querrás creer que desde que me pega la quiero más? Es cosa de risa, ¿verdad? En fin, papá del alma, lo único que me falta en este mundo eres tú. Vente en cuanto pagues tus deudas; tú necesitas poco y tu hija nada necesita, porque sabe trabajar. Un millón de besos, otro millón de abrazos.

Angelina.»

Puede suponerse lo que sentiría el buen Quirós al recibir esta carta. Decidió restituirse inmediatamente a la península; pero antes quiso inquirir lo que pensaba su consejero el cardenal González; le comunicó su decisión, y le incluyó en su carta la de Angelina. La contestación del cardenal fue breve y fulminante, como acostumbraba a darlas este gran prelado: «Sigue todavía en La Habana, y salvarás a tu hija y te salvarás a ti mismo.»

Quirós obedeció.

IV

Llegó el tiempo de la siega, que para Angelina constituía una verdadera fiesta. Pasar todo el día en los prados esparciendo la hierba, aspirando su delicioso aroma, reír, cantar, dar vaya a los segadores y volver a casa montada sobre el carro, ¡qué gran placer! Pero este año no necesitaba que la aupasen. Ponía el pie en la rueda, y de un brinco se montaba sobre él. Ni tampoco se agarraba fuertemente a la soga; por el contrario, se complacía en hacer volatines, mostrando su agilidad y firmeza. Cuando atravesaba por el pueblo se ponía repentinamente en pie, y desde lo alto gritaba:

—¡Hurra! ¡Viva el Condado!

—¡Angelina, no hagas eso, que te puedes caer! —le gritaba su tío Juan.

La gente del pueblo reía. Angelina era cada día más popular.

Llegó después la época de sallar el maíz. Angelina trabajaba con un brío y arranque, que dejaba pasmada a la gente.

—¿Qué os decía yo el año pasado, mal rayo? —exclamaba Pin de la Fombermeya, el hombre más valiente del valle de La-viana—. ¡Hay que ver la rapaza! Es una paja la fesoria en sus maninas de cera.

Vinieron después las romerías. Angelina era incansable bailando y cantando. Una nube de mozos la asediaban, pero muy particularmente uno de Tolivia llamado Facundo, que no la dejaba a sol ni a sombra.

Cierto jueves por la noche, a la hora de cenar, el tío Juan dijo, sonriendo:

—Tengo que darte una noticia, Angelina.

—¿Qué es ello?

—Pues que Facundo, el hijo del tío Bernardo de Tolivia, se me acercó esta tarde en la Pola, y, al cabo de muchas vueltas, me dijo que quería casarse contigo.

Angelina soltó una carcajada.

—¿Y qué le dijo usted, tío?

—Pues, naturalmente, le dije que a mí no era a quien debía pedirla, que tenías padre, a Dios gracias, y que a él es a quien hay que escribir. Pero antes de escribir a tu padre había que saber si tú estabas conforme, porque mi hermano Antonio es incapaz de casar a su hija a la fuerza... Vamos a ver, ¿tú qué dices? Te advierto que el tío Bernardo de Tolivia es el paisano más rico de la parroquia de Villoría.

Los rostros de la familia se volvieron sonrientes hacia Angelina. Esta soltó otra carcajada.

—Pues yo, tío, digo y repito que no tengo ninguna gana de casarme, que me encuentro con ustedes en esta casa como en el cielo, y que sólo en el caso de que ustedes me echasen de ella me casaría.

—¡Echarte de casa, palomina! —exclamo, impetuosamente Griselda—. Antes iríamos todos a pedir limosna.

—Lo sé, madre, lo sé —repuso Angelina con emoción, besándole una mano.

En esto pararon las pretensiones matrimoniales de Facundo, el hijo del tío Bernardo de Tolivia.

Un domingo por la mañana habían sonado las campanas de la iglesia el primer toque para la misa, cuando Angelina, tocada con la mantilla aldeana de casemir negro con franja de terciopelo, se encaminaba tranquilamente a oírla acompañada de su tía Gri-selda y de Carmela. Al pasar por delante de la casa rectoral, don Tiburcio, que se hallaba en el corredor, después de darles en voz alta los buenos días, dijo en tono imperativo:

—Angelina, hazme el favor de subir; tengo que hablar contigo un momento.

Un poco sorprendida Angelina, penetró en la casa, mientras Griselda y Carmela, sorprendidas también, siguieron su camino.

Con el cura, en el corredor, se hallaba el maestro y sacristán que había sustituido al bueno de Faz en la escuela y en la iglesia. Era éste un paisanín de Sobrescobio llamado Manín de Rioseco. No hablaba latín como el difunto, pero tampoco castellano. Si zote era nuestro amigo Faz, mayor zoquete era Manín, aunque le llevase ventaja en belleza física.

—¿Qué se le ofrecía, señor cura?

—Pues debo decirte, querida, que tengo encargo de doña Celedonia, la señora de don Indalecio el Costalero, para que te pregunte si tendrías inconveniente en dar algunas lecciones de primeras letras a sus dos chicos, nada más que leer y escribir, un poco de aritmética, un poco de gramática, en fin, lo que tú juzgues a propósito para desasnarlos, porque son dos borriqui-tos, ¿sábestétú?, tirar piedras, subirse a los árboles, torear a los carneros y cazar grillos; nada saben más que eso. Tú me dirás si te avienes a enseñarles y lo que quieres ganar por ello... ¡Pero, hija del alma, qué rolliza te estás poniendo! Si sigues así vas a alcanzar a tu tía Griselda.

Nunca tropezaba don Tiburcio con Angelina que no se asombrase del aumento de sus carnes.

Quedóse Angelina pensativa unos instantes.

—Bien, señor cura, por mí sola yo nada puedo decirle. Tengo que consultar con mis tíos, y si ellos lo aprueban, entonces será el caso de que volvamos a hablar del asunto.

—Eso está bien dicho, Angelina. Con tu respeto no haces más que corresponder al cuidado y al cariño con que te tratan esos buenos tíos. Sigue para la iglesia, que yo voy en seguida.

Salió Angelina de la casa, no sin que Pepa le gritase, como siempre:

—¡Adiós, señorita, que Dios la bendiga!

Esta buena mujer parecía tener empeño en que todo el mundo se enterase de que Angelina, a pesar de su traje, para ella era siempre una señorita. Esta volvió la cabeza, riendo, y amenazándola con el dedo.

El párroco se dispuso a seguirla acompañado de Manín, el sacristán. Antes de partir echó una tierna, afectuosa mirada a sus árboles frutales, que este año se hallaban cuajaditos de ciruelas, higos y cerezas. Como Pepa debía cerrar la casa para asistir a la misa, el buen párroco los encomendó al cuidado del Eterno, sin recordar que el Eterno cuida también de los pajaritos.

Ya iba don Tiburcio a retirarse del cercado cuando, con gran asombro e indignación, acierta a ver que unos mozalbetes se encaraman sobre el muro de la huerta y empiezan a pelar la higuera y los ciruelos con la mayor imprudencia. Fue tal su cólera y estupefacción, que por unos segundos no pudo gritar. Al fin salió de su garganta un terrible grito:

—¿Qué hacéis, malvados? ¿Qué hacéis, ladrones?

Los mozos, cuyo número iba creciendo, sin hacer caso alguno de sus voces, siguieron comiendo tranquilamente los higos y las ciruelas. Entonces intervino también Manín de Rioseco, gritando:

—¡Aguardad un poco, allá voy yo!

Se oyeron carcajadas burlonas, y unas cuantas piedras se abatieron sobre el corredor. A don Tiburcio le alcanzó una en el cuerpo, que si le da en la cara le descalabra. Manín, menos afortunado, recibió una en la cabeza, y comenzó a sangrar por la frente. A toda prisa se retiraron, cerrando la puerta del balcón. Los ladrones, riendo groseramente, siguieron su criminal tarea.

Eran estos bandidos unos mozos de Sobrescobio y Caso, a quienes había tocado la suerte del servicio militar, y marchaban a Oviedo a presentarse en el cuartel.

Pepa gritaba también y gritaba Manín hasta desgañitarse. Acudieron algunos vecinos; pero nadie se atrevió a oponerse a aquella juventud formidable, que, riendo siempre, después que se hartó de higos y ciruelas, siguió tranquilamente su camino.

Puede cualquiera figurarse el estado en que habría quedado el párroco. ¡Y tenía que celebrar misa a los pocos instantes! Esto le pareció imposible, pero imposible también le pareció dejar sin ella a sus feligreses, que aguardaban ya en la iglesia. En tal aprieto, el desgraciado comenzó a hacer actos de contrición y a pronunciar jaculatorias. De nada le valían. No era posible apagar la llama de cólera que ardía en su pecho. Bufaba, resoplaba, gemía; paseaba por la sala, se arrodillaba delante de la imagen de la Virgen, que descansaba en su pequeña capillita de cristal sobre la cómoda. Nada, la irritación no cedía.

Al fin se decidió a acudir a la iglesia, donde ya esperaba impaciente el vecindario. Manín, a quien Pepa había vendado la frente con un pañuelo, le acompañó.

Entró en la sacristía, y siempre bufando, resoplando y murmurando denuestos contra los bandidos, ayudado por Manín, se revistió para celebrar el santo sacrificio. Antes de salir a la iglesia alzó sus ojos suplicantes al Cristo mazacote y embadurnado de sangre que colgaba de la pared, y, dando un gran suspiro, traspuso la puerta de la sacristía y se acercó al altar.

Todavía resoplando, sin poderlo remediar, se inclinó, y comenzó la misa.

—Introibo adaltare Dei.—¡Canasto de pillos!

El sacristán respondió:

—¡Sí, por cierto!—Ad Deum qui laetificat juventutem meam.

V

Don Indalecio González (alias el Costalero) era hijo de unos pobrísimos labradores del Condado. Había ido a Madrid de chico, y sirvió como criado en una taberna del barrio de Lavapiés. Con algunos ahorrillos que pudo juntar y con la ayuda de un cliente de su amo, abrió otra taberna en la calle del Tribulete. Le fue bien. El mozo era avisado y obsequioso. Casó con la hija de una portera de la misma calle, llamada Celedonia, y en algunos años consiguió labrar un capitalito, que si en Madrid significaba poco, en el Condado era una gran riqueza, treinta o cuarenta mil duros en suma. Entonces decidió traspasar la taberna, bien acreditada, y restituirse a su pueblo natal y disfrutar allí de su dinero y darse vida de gran señor.

Esto era principalmente lo que ambicionaba su respetable consorte, aquella chulapa de Lavapiés nombrada Celedonia. Con viva satisfacción y todo el aparato que les fue posible, arribaron un día los antiguos taberneros al Condado. Edificaron una casita de poco coste, pero que sin duda era la mejor del lugar. Hasta se dijo que tenía retrete inodoro.

Celedonia comenzó a darse un tono escandaloso. Iba a misa con mantilla de encaje, rosario de cuentas de ópalo y devocionario con canto dorado. Se hacía siempre llamar señora por cuantos se le aproximaban, y cuando iba a la Pola se ponía un sombrero inverosímil, cargado de flores y frutas contrahechas, que era la admiración y el pasmo de aquellos sencillos aldeanos.

Don Indalecio fue concejal del Ayuntamiento, echó barriga y orgullo. Su digna esposa echó más orgullo aún, pero no barriga. Era una gata desmirriada.

Sin embargo, sobre ambos cónyuges pesaba el ominoso apodo de Costalero. No era posible quitárselo de encima: Costale-ro había sido el padre de don Indalecio; Costalero, su abuelo, y Costalero tenía él que ser. Cuando se le mentaba no se decía otra cosa que don Indalecio el Costalero, aunque nadie se lo llamaba a la cara.

La que más sufría y se emberrenchinaba con tal apodo era su esposa. Aquella chulapa, hija de una humilde portera, hubiera dado años de vida por hacerlo desaparecer. Cuando oía gritar en la calle a una mujer: «—Oye, chico, ve a llevar esta manteca a doña Celedonia la Costalera», casi le daba un ataque de nervios. La malicia de los unos y la inocencia de los otros le hacían sufrir lo indecible.

Pero, en fin, a pesar del ominoso apodo, don Indalecio el Cos-talero era el zar del Condado, y doña Celedonia la Costalera, la zarina. A su palacio imperial fue nuestra Angelina en calidad de institutriz de los niños, gozando de tan módico estipendio que da vergüenza anotarlo. Sólo permanecía allí las horas de la mañana, y venía a comer a su casa. Doña Celedonia la trató al principio con bastante amabilidad: sabía que su padre había sido millonario y que aquella joven se había criado con gran lujo. Pero esto mismo fue despertando en su corazón plebeyo secreta envidia y ansias de humillación. Las almas viles sienten feroz deleite en ver caída la grandeza y pisotearla. Poco a poco empezó a ser con ella más fría y altanera. Apenas le dirigía la palabra: contestaba a su saludo con ostensible displicencia. Por fin, un día, haciendo salir previamente a los niños de la habitación, le dijo con cierta melosa suavidad cruel:

—Angelina, voy a permitirme dar a usted una lección.

Angelina la miró sorprendida.

—Los que educan a los niños deben procurar ser ellos mismos bien educados. He observado que cuando entramos en esta habitación, lo mismo mi marido que yo, usted permanece sentada. Eso no está bien. Nosotros somos los señores. Usted debe levantarse de la silla y hacer una inclinación respetuosa. El respeto a los superiores se impone siempre y es de buen ejemplo para los niños.

Angelina, se puso roja como una cereza.

—Creo que no tomará a mal esta lección y me la agradecerá. Las lecciones son amargas al principio, pero dan al cabo frutos dulces. Yo estoy segura de que usted la ha de aprovechar y que en adelante será más respetuosa. ¿Verdad, Angelina?

Esta, cada vez más roja, no contestó una palabra. Doña Celedonia salió de la habitación, triunfante, con la sonrisa en los labios.

Angelina llegó a casa con el corazón apretado, y una vez en su cuarto, se hartó de llorar; pero no dijo una palabra a sus tíos. Aunque se hallaba segura de su cariño, temía que diesen la razón a la orgullosa señora.

Transcurrieron algunos días. Angelina se levantaba, en efecto, cada vez que el Costalero o la Costalera entraban en el cuarto de estudio. Pero ésta aún no estaba satisfecha. Así como las bestias feroces se excitan con el olor de la sangre, así la bestia feroz humana se enardece cuando hace sangrar el corazón de un semejante.

—Angelina —le dijo un día—, ¿por qué viene usted con media hora de retraso?

—Señora, vengo con retraso porque hoy me ha necesitado mi tía.

—Yo no necesito saber nada de su tía.

—Pues yo necesito decírselo.

—Pues yo le repito que no quiero saber nada, y a usted le toca callar.

—Señora, yo no puedo callar, porque...

—Pues yo le digo —profirió la Costalera, encrespándose— que se calle. No estoy acostumbrada a que las criadas me repliquen.

—Yo no soy su criada. Vengo aquí solamente a dar lección a los niños —repuso Angelina, irguiéndose.

—Es usted mi criada, porque la que me sirve es mi criada.

—Yo le repito que no soy su criada ni he pensado jamás en serlo.

—Usted se calla porque se lo ordeno yo—vociferó aún más fuerte la Costalera

—Vuelvo a decirle que yo no soy su criada.

—¡Cállese usted, desvergonzada! ¡Quítese inmediatamente de mi presencia! Y con ademán iracundo de verdulera, la agarró por un brazo y la empujó a la puerta.

Angelina salió de aquella casa en tal estado de confusión y vergüenza, que no veía el camino. Cuando llegó a la suya se echó en brazos de Carmela, que fue la primera que encontró, y cayó en un ataque de nervios. Acudió su tía, que le prodigó los sencillos cuidados que se conocen en la aldea; agua en las sienes, fricciones en el costado izquierdo, etc. Cuando salió del ataque y narró lo sucedido, la indignación de Griselda fue tan grande, que no faltó mucho para que le diese a ella otro semejante. Quería ir a casa de la Costalera y abofetearla. Carmela y la misma Angelina se lo impidieron. Pero se desahogó con un torrente de palabras injuriosas.

—¡La Costalera! ¡Llamar a mi niña una criada! ¡Ella, la verdulera, la hija de una portera, la mujer de un pordiosero, que todos hemos conocido aquí pasando más hambre que un lobo en tiempo de nieve! ¡La fregona! ¡Porque hizo unos cuartos bautizando el vino y limpiando los vómitos de los borrachos, llamar a mi niña una criada!

Cuando llegaron el tío Juan y Telesforo, todavía estaba gritando.

Se sentaron a comer, y, antes de empezar, el tío Juan pronunció grave y solemnemente:

—Bueno..., hoy es el último día que Angelina pone los pies en casa del Costalero. Si ha ido allá, ha sido por su gusto, no por el mío. Nosotros no necesitamos que la rapaza gane dinero. Gracias a Dios, tenemos bastante para mantenerla.

Angelina, conmovida, derramando lágrimas, dijo:

—¡Gracias, tío, muchas gracias!

—¡Qué gracias! —exclamó, furiosa, Griselda—. Tú eres una hija para nosotros. El que te ofenda a ti me ofende a mí.

No se habló más del asunto. Pocos días después, el tío Juan, medio en broma, medio en serio, la dijo:

—Oye, Angelina; tú que tantas cosas sabes de cuentas, de Gramática, de Historia, ¿no podrías meter algo en la mollera de Foro?

Angelina contestó, riendo:

—¡Ya lo creo que lo haría! Pero la cuestión es que él se preste a ello.

—Es que si no se prestase le rompería yo las costillas.

—No es para tanto, tío Juan.

En efecto; cuando se le dijo a Telesforo que Angelina le iba a dar lecciones como a un niño, se mostró avergonzado y reacio; pero viendo la cara ceñuda de su padre, no tuvo más remedio que avenirse a ello.

Angelina compró en la Pola unas libritos de enseñanza elemental y comenzó a doctrinarle en la solana, por la mañana, una hora antes de la comida. Le señalaba con lápiz un parrafito de la Gramática o de la Historia de España, para que al día siguiente lo dijese de memoria. Después, le obligaba a sumar, restar y multiplicar cantidades de pocas cifras, que iba haciendo mayores cada día. Una vez que Telesforo decía de carrerilla los párrafos señalados, Angelina se los explicaba y le obligaba a él a explicarlos después. ¡Aquí estaba lo arduo! Telesforo era un hábil e inteligente labrador, pero se le resistían las letras, mejor dicho, las tenía miedo como si fuesen cartuchos de dinamita. Aprender la lección de memoria, bien está; pero darse de ella clara cuenta y explicar satisfactoriamente su sentido, esto era lo que no se podía acabar con él. La pobre Angelina hacía esfuerzos titánicos por introducir alguna luz en aquel oscuro cerebro; se agotaba en explicaciones, repitiéndolas una y otra vez, pero con escaso resultado. Era nerviosa, y como sus esfuerzos se estrellaban siempre contra la fortaleza inexpugnable del intellectus de su primo, concluía por impacientarse y tirar los libros y marcharse.

Un día en que éste se mostró particularmente asno, Angelina, exasperada, no pudiendo sufrir más, alzó la mano y le aplicó un sonoro bofetón. Hecho lo cual, salió como un huracán de casa y se fue a la pomarada. Allí se dio cuenta de la atrocidad que había hecho, y temblorosa y encarnada se dejó caer debajo de un árbol. El juicio se le extraviaba pensando en las consecuencias que el suceso traería consigo. ¿Qué iban a decir sus tíos? Se estremecía pensando en su justo enojo. Telesforo no era un niño. ¿Cómo explicar aquel acto tan ridículo como atrevido?

Al cabo de un rato, Carmela le gritó desde la solana:

—Angelina, ven a comer; ya estamos todos en la cocina.

Más muerta que viva, y encarnada como una amapola, Angelina se acercó a la casa. Al poner el pie en la cocina fue saludada con una salva de carcajadas. Todos reían estrepitosamente: sus tíos, Carmela y hasta el mismo abofeteado Telesforo. Quedó clavada en el suelo, sin comprender lo que aquello significaba.

—¡Bien por ti, Angelina! —dijo su tío, sofocado por la risa—. Has hecho muy guapamente. Lo mismo tu tía que yo...

—Tu madre —rectificó Griselda.

—Bien; pues lo mismo tu madre que yo te agradecemos mucho ese sopapo..., y estoy en fe que Foro, si tiene un poco de vergüenza, también te lo agradecerá.

Angelina respiró con alegría. Nunca pudo imaginar que lo tomasen de aquel modo. Y riendo y bromeando, comió aquel día con más apetito que otras veces.

Cuando terminaron, su tío Juan se acercó a ella y le dijo confidencialmente:

—Mira tú, Angelina, te pido que no dejes de calcarle algunos buenos coscorrones en la calabaza a ver si le entra mayormente algo de lo que tú sabes.

VI

A pesar de esta autorización, y aun puede añadirse este aplauso, no quiso pegarle más. Por el contrario, se mostró con su ineptitud más tolerante, más suave en las lecciones, con mucha mayor paciencia. Parecía que la misma facultad que se le había concedido le ataba las manos. Sin embargo, un día que le llamó desde la solana repetidas veces sin que le hiciese caso, cuando al fin subió le sacudió otro bofetón. Es decir, que por las lecciones no le pegaba, aunque sí por la desobediencia.

Pero es el caso que a medida que le iba enseñando un poco de Gramática, de Aritmética y Geografía, Angelina iba sintiendo hacia aquel muchacho una ternura cada vez más viva. Era algo como amor maternal, el sentimiento más hondo y permanente del alma femenina. Le proporcionaba en la casa todas las comodidades que podía, se preocupaba de su ropa, disimulaba sus faltas y le defendía siempre que el padre o la madre le cogían en alguna. Por eso, un día en que el majadero se olvidó nada menos que de llevar las vacas al agua y su padre le administró una paliza, Angelina lloraba a lágrima viva.

—¿Por qué lloras, tonta? —le decía Carmela—. ¿No le pegas tú también?

—Sí, pero yo no le hago daño —gemía Angelina entre sollozos.

—¡Ya lo creo que no le haces daño! —exclamaba Carmela, riendo a carcajadas.

Telesforo también se iba ligando sensiblemente a su prima; pero hay que decirlo con franqueza: no era precisamente cariño filial lo que sentía. Cada día se mostraba con ella más tímido y respetuoso, buscaba siempre los medios de estar siempre a su lado y hacerle servicios, adivinando sus deseos. Apenas Angelina emprendía cualquier trabajo, ya estaba allí Telesforo para ayudarla. Cuando ella no le miraba, los ojos de Telesforo no se apartaban del rostro de su primita.

Primero que ésta, lo observó su hermana Carmela, la cual se mordía los labios, sonriendo maliciosamente, pero sin pronunciar palabra alguna.

Una tarde, como de costumbre, se hallaba Angelina bajo un pomar, cuya frondosa copa velaba el azul del cielo, dejando, sin embargo, pasar la catarata del sol, que como lluvia de fuego se filtraba por el follaje. Era siempre para ella una hora deliciosa. Al través de la manta, que la solicitud maternal de su tía Gri-selda le ponía debajo, sentía la frescura del césped, gozaba del aire puro, embalsamado por el aroma del heno. En los primeros tiempos, recordaba, soñaba algunas veces; ahora no pensaba absolutamente en nada. Era el. suyo un deleite físico, sin mezcla alguna de inquietud espiritual. Dejaba que la vida corriese exuberante por sus venas como la savia por los árboles; su pequeño corazón palpitaba firme, tranquilo, como la máquina de un reloj, marcando solamente las horas del sueño, de las comidas, del trabajo, enviando torrentes de rica sangre a su precioso rostro. Y así, plácidamente gozando de la plenitud de la salud y de la Fuerza se quedaba más de una vez dulcemente dormida.

Aquella tarde, su prima Carmela vino silenciosamente a sentarse a su lado.

—Angelina, ¿duermes?

—¡Qué he de dormir! ¿No me ves con los ojos abiertos?

—Es que algunas veces duermes como las liebres.

—Pues ahora no soy liebre ni conejo.

—Tengo que decirte una cosa.

—Di lo que quieras.

—Pues tengo que decirte que mi hermano Foro te quiere.

—¡Noticia fresca! Ya sé que me quiere. También yo le quiero a él, y muchísimo.

—No me entiendes, Angelina. Debo decirte que Foro te quiere no como prima ni como hermana, sino como otra cosa.

—¿Qué otra cosa?

—Pues como novia.

Angelina, que seguía tumbada, se incorporó vivamente.

—¿Qué estás diciendo? ¿Cómo sabes tú eso?

—Pues porque él mismo me lo acaba de decir.

—¿Te lo acaba de decir? ¿Y con qué motivo te lo ha dicho?

—Para que interceda contigo a fin de que tú le correspondas. Me lo ha suplicado con lágrimas en los ojos.

Angelina quedó pensativa y silenciosa largo rato, bajo la mirada inquieta de su prima.

—¡Ave María Purísima! —exclamó al fin—. ¿Y qué mosca le ha picado ahora a ese memo?

—Yo pienso —repuso Carmela, riendo— que la mosca han sido tus bofetones.

—Pues, hija, si lo hubiera sabido no se los hubiese dado.

—¿Y por qué no? Después de todo, creo que mi hermano no podría encontrar una moza más buena ni más guapa.

—Ni más pobre. ¿Cómo se le ha ocurrido eso a tu hermano, teniendo una moza rica y guapa?

—Ya no la tiene. Hace más de un mes que no habla con ella. Me dijo que Sinforosa le iba cansando, que cada día la encontraba más atrevida... Otra palabra dijo peor.

—Dila.

—Pues más desvergonzada... Pero estoy en fe que si tú no le hubieses dado esas bofetadas no la hallaría tan desvergonzada —añadió, riendo a carcajadas.

—¡Anda! —exclamó Angelina, riendo también—. ¿Habrá mayor desvergüenza que darle una bofetada?

—El no lo estima así, al parecer.

Volvió a quedar pensativa Angelina, y al cabo dijo:

—El asunto es más serio de lo que a Foro y a ti os parece. Lo mismo tus padres que los de Sinforosa estaban conformes con ese noviazgo, y cuando unos y otros averigüen el cambio, se enfadarán... Ya puedes comprender en qué postura quedo yo.

Carmela permaneció a su vez pensativa.

—Tienes razón. Es menester que todo esto quede guardado... Pero lo principal es que tú digas si le quieres o no.

Tardó en contestar Angelina.

—Ya te he dicho, y no necesitaba decirlo, que quiero a Foro muchísimo... Pero, a la verdad, nunca se me ocurrió que pudiera ser para mí más que un hermano. Por ahora no puedo decir nada... Ya veremos.

—Es que el pobre chico está ahora esperando lo que digas como la sentencia de un juez.

—,Dónde está?

—En el pradín de arriba.

—Vamos allá —replicó la prima con enérgica resolución, poniéndose en pie—. Yo misma quiero hablarle.

Dejaron la pomarada, dieron la vuelta a la casa y entraron en el prado. Telesforo, que se hallaba próximo a la sebe, al verlas, echó a correr hacia arriba.

—¡Foro, Foro! —gritó su hermana.

Telesforo no contestó, siguiendo prado arriba.

—¡Foro, Foro, ven acá!

—¡No puedo, tengo mucho que hacer! —respondió, a gritos también, el muchacho.

—¡Ven acá, Foro, no seas burro!

El zagalón se detuvo y esperó a que su hermana y su prima se acercasen. Le hallaron en tal estado de incandescencia que daba miedo verle.

—Oye, borrico—le dijo su hermana, con aspereza—, ¿para qué escapas? Aquí está Angelina, que te va a dar la contestación sobre lo que quieres saber.

El pobre chico no abrió la boca. Se puso a temblar como si le llevasen a la horca.

—¿Es verdad lo que acaba de decirme Carmela? —le preguntó Angelina, sonriendo, y tan serena cuanto el otro se hallaba confuso.

Telesforo hizo con la cabeza un signo afirmativo:

—Pues bien, Forín, yo no puedo decirte nada por ahora, porque estoy demasiado sorprendida. Es menester que lo piense. Tú tenías una novia: tus padres estaban conformes con ella; esto que ahora quieres puede ser un capricho pasajero. Por tanto, te repito que es menester que lo piense. Según se presenten las cosas, y según vea tu comportamiento, así llegaré a tomar una u otra resolución... Pero lo más importante en este caso es que no trascienda nada de lo que aquí hablamos; que nada perciban tus padres. Ten presente que yo estoy viviendo en su casa, que no soy más que una pobrecita...

—¡Tú eres la mayor riqueza de la casa, Angelina! —exclamó impetuosamente Telesforo.

—Será para ti, Forín —dijo ella, riendo.

—¡Para todos! ¿Verdad, Carmela?

—Sí, sí, para todos —respondió Carmela, riendo.

—Bueno, pues no se hable más del asunto. A ser bueno, a callar y disimular. Toma esa mano que alguna vez te ha sopapeado, y bésala, porque si algo se descubre por tu causa, no van a ser pocos los mojicones que te va a dar.

Telesforo la besó llorando.

Nada se traslució en la casa, efectivamente. Él tío Juan y Gri-selda nada pudieron sospechar, porque la conducta de Telesforo fue la misma que antes, y aun pudiera decirse más reservada aún con respecto a Angelina.

Pero lo que no trascendió en la casa del tío Juan fue pronto olido en la del tío Atilano. El rompimiento de Telesforo y Sinfo-rosa fue para aquella familia una gran contrariedad. El matrimonio les parecía de perlas, no solamente porque el tío Juan era un paisano rico, sino porque Telesforo era mozo formal y trabajador. Así que, poniéndose a imaginar cuál sería la causa de aquel desvío del mozo, no tardaron en sospechar que se hallaba en su prima Angelina. Sinforosa fue la que dio la voz de alerta. La mujer más rústica es clarividente en asuntos de amor. Ya había advertido desde hacía poco tiempo la afición que su novio mostraba a Angelina, con cuánto entusiasmo hablaba de ella, de sus gracias y habilidades. Dando inmediatamente por cierto lo que sospechaban en aquella casa, se pusieron a odiarla de muerte; y no sólo Sinforosa, la principal agraviada, sino sus padres y su hermanita.

Como los campesinos no saben disimular tan perfectamente como los señores, el odio salió pronto a la cara. Angelina quedó sorprendida cuando el tío Atilano, al darle ella los buenos días, volvió el rostro y siguió su camino sin contestar. Lo mismo le pasó con Sinforosa. Otra vez, yendo sola a llevar el ganado a beber, sintió en la espalda el golpe de una piedra, y al volverse rápidamente acertó a ver a la hermanita de la Sinforosa, que se ocultaba en una revuelta del camino. Por fin, un día en que fue con su prima Carmela a lavar la ropa a la presa del molino, estaban allí varias mozas, y entre ellas Sinforosa. Esta se mostró a tal punto procaz y sarcástica dirigiéndole unas indirectas tan groseras, que Angelina, exasperada, se hubiera lanzado sobre ella a no haberla contenido su prima.

Así estaban las cosas. La atmósfera se hallaba cargada de electricidad positiva y negativa; no faltaba más que un leve contacto para que saltase la chispa.

Saltó una tarde en que Angelina, como otras veces, fue a llevar el ganado a beber al río. Su tío y Telesforo estaban en la vega, Griselda y Carmela en casa. Angelina se hallaba siempre más propicia que su prima a salir con el ganado y arreglarlo. Carmela era lo que en términos familiares llamamos en España costillona, esto es, perezosa y un poquito holgazana. Cuando podía echar sobre su prima una tarea, no dejaba de hacerlo. En vano su madre la reprendía. Angelina salía a su defensa y proclamaba que era ella quien, por su gusto, se había prestado a efectuar el trabajo.

Esta tarde, después que el ganado habla bebido, regresaba Angelina llevándolo por delante, cuando en el camino, solitario, tropezó con Sinforosa que venia con un cestillo de avellanas en la mano. Al aproximarse, Sinforosa comenzó a soltar carcajadas sardónicas; luego, a decir en voz alta:

—¡Ahí viene! ¡Miradla! Ahí viene la marquesita pobre, la marquesita hambrienta, que ha venido al Condado a llenarse la barriga y descomponer las casas.

Angelina enrojeció de ira.

—¡Cállate, desvergonzada, o te arranco la lengua!

—¿Tú a mí, puerca chupona? Mira que no te la arranque yo a ti —respondió la Sinforosa con la mayor insolencia, haciéndole frente.

—¡Ahora lo verás, miserable!

Saltó sobre ella como una fiera. El choque fue terrible; pero Angelina, más corpulenta y centuplicadas sus fuerzas por la cólera, no tardó en derribarla. Una vez en el suelo, se montó sobre ella y comenzó a abofetearla furiosamente.

—¡Pide perdón, malvada!

—¡No!

—¡Pues toma, toma, toma!

Tantas bofetadas le dio, que al fin la pobre chica dijo:

—¡Perdón!

—¿Volverás a insultarme?

—No.

—Pide perdón otra vez.

—¡Perdón!

—Ahora, puedes levantarte.

Se levantó, en efecto, la pobre Sinforosa llorando, y llorando recogió el cestito de las avellanas, pero no las avellanas, que quedaron esparcidas por el suelo, y llorando siguió su camino. Angelina siguió el suyo riendo. No rió mucho tiempo.

Cuando llegó al establo, las vacas ya estaban delante de él esperando que les abriese la puerta. Angelina abrió, las puso a cada una su collar y las amarró al pesebre. Hecho esto, no quiso entrar en casa, y gritó a Griselda y Carmela, que estaban en la solana:

—Madre, voy a la vega a buscar a tío Juan y a Foro.

—Ya no estarán en la vega, porque pronto va a oscurecer. Tu tío tiene que ir a casa del cura, pero Forín estará para llegar.

—Voy a su encuentro.

A paso lento emprendió el camino. Desgraciadamente no fue a Telesforo a quien encontró, sino a la figura espantable del tío Atilano, que seguido de Sinforosa venía vociferando, soltando blasfemias y amenazas.

Angelina quedó yerta. Sus mejillas, sonrosadas, perdieron enteramente el color. Se juzgó perdida. El tío Atilano, al divisarla, arreció con sus voces y amenazas.

—¡Ah, pícara! ¡Ahora verás cómo te arreglo yo, grandísima pendanga!

En aquel momento supremo en que ya se vio entre las garras de aquel bruto, Telesforo, como una aparición celeste, se presentó en el camino.

—¡Corre, Foro, corre, corre! —gritó angustiosamente Angelina.

El chico, que escuchaba aquellos gritos de agonía y vio la actitud del tío Atilano, corrió como una flecha y llegó a punto cuando aquél echaba mano a la pobre Angelina. Con arrebatado ademán le agarró por el cuello de la chaqueta y le arrojó a un lado. El tío Atilano se tambaleó sin caer.

—¿Qué iba usted a hacer, cobardón? Si usted llega a poner la mano en mi prima, juro a Dios que le retuerzo el pescuezo como a una gallina.

—¿Tú no sabes que esta pícara acaba de pegar a mi Sinforosa?

—¿Y su Sinforosa no tiene manos para defenderse? ¿Es que un hombre que tiene vergüenza pega a una mocita?

El tío Atilano le echó una mirada de odio y de ira, y volviendo la cabeza, dijo:

—Tan cochino eres tú como ella.

El mozo se puso pálido.

—Siga usted su camino, tío Atilano, porque si no mirase que es usted un viejo, le hacía escupir todas las muelas que le quedan en la boca.

El viejo se marchó vociferando, seguido de su hija, y Angelina, con Foro, se volvieron a casa comentando el lance.

VII

La ira de aquel duro y menudo paisanuco fue creciendo: la enemiga entre ambas familias se hizo ostensible. Ninguno de la casa del tío Atilano saludaba a los de los Campizos. Juan y Griselda quedaron sorprendidos de tan repentina hostilidad; les parecía que no era motivo suficiente el rompimiento de las relaciones amorosas entre Telesforo y Sinforosa. Ellos también las veían con agrado, y no hallaron plausible la conducta de su hijo; pero jamás se les ocurrió que estuviesen obligados a formar su inclinación. Y cuando éste les hizo saber las razones que le movían a desistir de su noviazgo, los inocentes padres las creyeron y hasta las juzgaron bien fundadas. Estaban lejos de sospechar la verdadera causa.

Una tarde, después de comer, fue Angelina a llevar las vacas al prado de la Fontinica, donde aún quedaba bastante pación. Al salir de casa se le unió Telesforo.

—¿Dónde vas? —preguntó Angelina, con aspereza.

—Voy contigo a la Fontinica.

—Pues yo no quiero que vengas conmigo, ¿sabes?

—Es que mi padre me manda ver si han cortado un pie de fresno de la sebe como le han dicho.

—Puedes ir después que yo haya venido. No me gusta que me vean sola contigo.

—Pues antes contigo iba bastantes veces.

—Pues ahora ha cambiado el viento. Andan sueltas por ahí unas lengüecitas que cortan un pelo por el aire.

—Si quieres yo te traeré una de esas lenguas, la que tú me mandes cortar.

Angelina soltó una carcajada.

—¡Qué burro eres, Foro! Anda, ven conmigo, y que sea la última vez.

Cuando llegaron al prado y metieron las vacas, Telesforo se puso a reconocer la sebe, y exclamó, furioso:

—¡No es un pie de fresno, sino tres de castaño, los más guapos que teníamos! Aquí anduvo la mano de ese perro.

—¿Qué perro?

—El tío Atilano.

Descompuesto y colérico, se puso a recorrer el prado. Al llegar a lo cimero de él dejó escapar una fea interjección.

—¡Mira, Angelina, mira lo que ha hecho ese ladrón! Angelina se acercó corriendo, miró; pero nada vio de particular.

—¿Qué es ello?

—¿Pero no ves que ese cochino ha cortado la zanja del regato, y entra el agua a su prado, el agua que me pertenece?

Angelina no comprendía. Telesforo le explicó que del monte venía un arroyuelo, y que desde tiempo inmemorial esa agua pertenecía al prado de la Fontinica. En el verano el arroyo se secaba; pero en el invierno traía en ocasiones demasiada agua. Cuando esto sucedía tapaban el agujero de la sebe, y el tío Juan permitía que se regase un prado del tío Atilano, colindante con el suyo. Ahora que el agua venía escasa, el tío Atilano se la había apropiado.

—Pero eso es de rabia y por venganza. Ahora lo que tú debes hacer es echar a un lado ese montón de tierra, abrir de nuevo el agujero de nuestro prado y cerrar el suyo.

—¡Claro está! —pronunció el mozo, contemplando inmóvil, con los brazos caídos, la obra del vengativo viejo—. Pero es el caso que no he traído ni pala ni fesoria.

—Aguarda un poco. Voy a buscarte la fesoria en dos saltos.

Y, sin esperar contestación, echó a correr prado abajo, abrió la portilla y se lanzó por el camino hacia su casa.

Pocos minutos le faltaban para llegar a ella y pocos, igualmente, para venir con la fesoria. Mas antes de llegar al prado oyó voces descompasadas; corrió, y pudo ver allá en lo alto a su primo disputando furiosamente con el tío Atilano. Este tenía en la mano una hoz. Telesforo nada tenía en la suya.

Al tiempo de abrir la portilla vio con espanto que el tío Atila-no alzaba la hoz sobre su primo. Dio un grito, pensándole muerto. No fue así, felizmente, porque el mozo se lanzó sobre el viejo, y éste, en vez de herirle con el hierro de la hoz, que le hubiera tal vez ocasionado la muerte, sólo le tocó con el mango. Telesforo no cayó, y, revolviéndose como un león, arrancó de las manos del viejo la hoz y le dio con el palo tan gran golpe, que éste vino al suelo. Cuando, jadeante, llegó Angelina, se hallaba tendido sin conocimiento.

—¡Dios mío, qué desgracia! —exclamó, juntando las manos—. ¿Le habrás matado, Foro?

—No lo creo. Pero ese cochino me hubiera matado a mí si no ando listo —profirió, con rabioso acento, el mozo, mientras se limpiaba la sangre que le corría por la cara—. Grítales a Joaco y a Telva, que están ahí cerca, para que vengan.

Angelina corrió otra vez abajo, y llamó a grandes voces a aquellos vecinos que trabajaban en un prado no muy lejano. Acudieron éstos, y socorrieron al tío Atilano, echándole agua en la cara y limpiándole la sangre, que también le corría por ella. A los pocos instantes recobró el conocimiento. Al abrir los ojos, todavía echó una mirada de concentrado odio a Telesforo y murmuró una blasfemia. Este se alejó alzando los hombros y profiriendo otra parecida.

Entre Joaco, Telva y Angelina alzaron al viejo, que no podía tenerse en pie, o, por lo menos, lo aparentaba; Joaco dijo:

—Tengo el carro en el prado. Vamos a llevarle hasta el camino y lo pondremos en él.

Casi en volandas lo bajaron hasta el camino. Joaco trajo el carro, le echaron en él y se encaminaron al pueblo. Angelina se apartó antes de llegar. Sólo el matrimonio de Joaco y Telva le acompañaron y le dejaron en su casa.

Angelina y Telesforo se fueron a la suya. Griselda se asustó al ver la sangre de su hijo; pero no tardó en tranquilizarse al cerciorarse de que la herida no tenía importancia y le hicieron saber de qué peligro había escapado. Angelina subió por el frasco del árnica, que siempre tenía a prevención, le lavó la herida, le puso una compresa y le vendó la cabeza. Mientras estas operaciones se ejecutaban, las lenguas no estaban quietas. Sólo el tío Juan permanecía grave y silencioso, ocultando su indignación.

—Les digo en verdad —exclamaba Angelina— que cuando vi al tío Atilano alzar la hoz, creía muerto a Foro, y di un grito muy grande.

—¡Ya lo creo que me hubiera matado si no me echo a tiempo sobre él!

—¡Qué asesino! —exclamaba Carmela—. ¡Nada menos que con la hoz!

—Es que si yo llego a tener la fesoria en la mano, no le doy tiempo a levantar la hoz, porque se la encajo antes sobre la cabeza.

—Dios no lo ha querido, hijo mío —dijo Griselda—. ¿Qué hubiéramos adelantado con que hubiese una desgracia?

—¡Qué paisanuco villano! —rugía todavía, encolerizado, Telesforo, mientras su prima le curaba—. ¡Qué puerco, qué traidor! Siempre dije yo que ese piesco invernizo era más malo que un dolor de costado a medianoche.

—Pues tú bien le querías para suegro —dijo Griselda, riendo.

—Y ustedes, madre, también le querían para consuegro.

—Tienes razón, hijo. No estaba de Dios y debemos alegrarnos.

Cenaron, comentando prolijamente el lance, rezaron después el rosario, y ya se disponían todos para ir a la cama, cuando llamaron a la puerta con fuertes golpes. Carmela corrió asustada a abrir y entre sombras vieron brillar los tricornios charolados de los guardias civiles.

—¿Es ésta la casa de Juan Quirós? —preguntó uno de ellos.

—Servidor —dijo Juan, adelantándose.

—¡Hola, tío Juan! ¿Cómo va esa salud? —preguntó uno de ellos, con acento cordial.

—Muy bien, ¿y usted, cabo? —respondió Juan—. ¿Qué le trae a usted por aquí?

Ambos se conocían de antiguo. El tío Juan era un paisano estimado en todo el concejo.

El cabo, bajando la voz y en tono misterioso:

—¡Nada entre dos platos!... Un chascarrillo que no tiene importancia. Creo que su hijo ha pegado un palo a un paisano de aquí del Condado. Al parecer ha dado parte y el señor juez me ordenó que le llevase detenido... Pero no se asuste usted, porque según me han dicho la herida del paisano no vale un ochavo.

—¡Y él vale menos todavía! —pronunció sordamente Juan—. Pero pasen ustedes.

Griselda, Carmela y Angelina, muy sobresaltadas y pálidas. Telesforo permaneció impávido y sonriente.

Los guardias entraron y se mostraron afectuosos y cordiales en grado sumo, procurando de todas maneras tranquilizar a las mujeres. Aquello no valía nada. Suponían que al día siguiente en cuanto se tomase declaración al chico volvería a casa.

Pero Griselda y Carmela lloraban. Angelina seguía pálida, pero no lloraba. El tío Juan ofreció a los guardias un vaso de vino, que no aceptaron.

—¿Es que yo puedo acompañarle? —preguntó.

—¿Por qué no? No hay nada que lo impida.

—Madre, déme el capote —profirió Angelina—. Yo le acompaño también.

Griselda y Carmela levantaron la cabeza, sorprendidas.

—¿Tú le acompañas?

—Sí; yo le acompaño, déme el capote.

—¡Bien por la mocita madrileña! —exclamó el cabo.

Carmela fue por el capote. Griselda se lo echó encima de los hombros, llorando y besándola.

—Dios te lo pague, hija mía; vales más que nosotras.

—En marcha cuando usted guste, cabo —pronunció en alta voz Angelina—. No te asustes, Forín; esto no será nada.

—¿Cómo me he de asustar viéndote a ti?—dijo el mozo, riendo.

—¿Pero es que estás herido tú? —le preguntó el cabo, reparando en la venda que traía.

—Sí, está herido, y tanto quizá como ese ruin paisano que quiso matarle —profirió Angelina con rabioso acento.

—Entonces no tengan ustedes cuidado alguno. Hasta mañana, tía Griselda. En marcha.

Los guardias, con Juan, Telesforo y Angelina, salieron al camino. Griselda se abrazó a su hijo y le besó sollozando.

—¡Animo, madre, no hay cuidado! —le gritó Angelina.

La noche estaba húmeda, el cielo encapotado, llovía a ratos esa agua menuda que en Asturias llaman orbayo. Marchaban delante los guardias con Juan, relatándoles éste lo sucedido. Detrás caminaban Angelina y Telesforo. De cuando en cuando Juan se volvía:

—¿Verdad, Angelina, que fue así?

Y Angelina confirmaba y daba detalles. El cabo opinaba que todo aquello era una treta del tío Atilano, quien se había metido en la cama fingiéndose mal herido para encarcelar a Telesforo.

—Porque ese paisanuco me parece que es un zorro de primera, ¿sabe usted, tío Juan?

—¡Ya lo creo que es un zorro! —corroboraba Juan.

—¡El zorro más fino de todo el concejo! —exclamaba Telesforo, que había oído al cabo.

—Calla tú, déjalos hablar a ellos —le ordenó Angelina, imperiosamente, en voz baja.

Así llegaron hasta la Pola. Se dirigieron a la cárcel. Allí el cabo hizo entrega del preso al alcaide, el cual, amigo también de Juan, les recibió bromeando sin dar importancia al asunto. Los guardias se retiraron. Juan habló todavía unos instantes con el alcaide, recomendándole a su hijo, mientras éste y Angelina se despedían. Ella estaba muy pálida, pero fingiendo gran serenidad.

—Bueno, hasta mañana. No tengas cuidado, Forín. Mañana vendremos a verte y a declarar la verdad delante del juez —decía Angelina, con acento afectadamente tranquilo.

Pero cuando salieron a la calle, se arrimó a un árbol y estalló en sollozos. El tío Juan quedó asombrado.

—¿Qué te pasa, Angelina?

Tardó mucho en contestar. Al fin dijo que le había costado esfuerzos increíbles el retener las lágrimas delante de Telesforo y que este esfuerzo le había hecho mucho daño. Se sentía mal. Juan la llevó a la taberna de su prima Engracia y allí la sirvieron una taza de tila. Engracia estuvo con ella cariñosísima. Sentía gran predilección y simpatía por aquella chica, que la llamaba su tía sin serlo, pues no era prima de Juan, sino de Griselda. Se mostraba tan halagada con este nuevo parentesco, que cuando se refería a ella decía siempre: «Mi sobrina Angelina.» Ahora, después de hacerle beber la tila, se empeñaba en darle y se llevase cuanto tenía a mano, confites, una botellita de anisete, un frasco de colonia. Angelina no se llevó más que unos dulces.

Una vez que se hubo serenado, tío y sobrina emprendieron la vuelta al Condado. Al entrar en casa hallaron a Griselda llorando todavía. Carmela se había ido a la cama.

Al día siguiente por la mañana se presentó en la casa el alguacil del Juzgado citando a Angelina como testigo. Debía presentarse en el Juzgado a las dos de la tarde. También fueron citados Telva y Joaco, aquellos vecinos que llevaron al tío Atilano en su carro.

Fue a la Pola acompañada de su tío Juan y Carmela. Antes que a ella, se tomó declaración a Telesforo, el cual relató la escena y exhibió su herida en la cabeza. Angelina, único testigo del lance, declaró lo que había pasado con tal claridad y tan concertadas palabras, que el juez, un andaluz recién llegado a la Pola, le dijo sorprendido:

—¡Niña, qué bien te explicas! No pareces una aldeana.

—Pues soy una aldeana —replicó ella con graciosa resolución.

Pero el escribano se inclinó al oído del juez y sin duda le enteró en pocas palabras de quién era, porque aquél desde entonces la trató con mucha más consideración.

También declararon Joaco y Telva; pero ningún nuevo dato aportaron. Por último, informó don Jerónimo, el médico, quien manifestó que había sido llamado por el tío Atilano de la Vega, y que, reconociéndole escrupulosamente, no había hallado más que una herida externa de carácter leve y alguna conmoción cerebral que pronto había desaparecido. Don Jerónimo, como todo el mundo en el concejo, estimaba mucho más a Juan Quirós que al tío Atilano.

En vista de estas declaraciones, el juez mandó poner en libertad a Telesforo. Angelina abrazó a su primo con lágrimas de alegría, lo mismo que el tío Juan y Carmela, que la habían acompañado. Los tres y Telesforo dieron pronto la vuelta al Condado, pues sabían la impaciencia con que les aguardaba Griselda.

Antes de acercarse a la casa, Angelina ya gritaba:

—¡Madre, madre, traemos a Forín libre!

Griselda salió corriendo; se abrazó a su hijo y a poco se desmaya. Telesforo afirmaba que debía su libertad a la declaración de Angelina. Toda gloria le pareció pequeña para echarla sobre la cabeza de aquella prima a quien adoraba y que pensaba hacer suya para siempre.

Desgraciadamente, un suceso imprevisto convirtió en humo sus ilusiones y dio al traste con aquel tierno idilio.

Presto finale

I

Dormitaba Angelina, según su costumbre, después de comer, bajo un árbol de la pomarada, cuando su prima Carmela la despertó con altas voces.

—¡Angelina, Angelina!

Se incorporó vivamente.

—¿Qué ocurre?

—Un señor pregunta por ti.

—¿Un señor?

—Sí, aquí está.

Angelina se puso en pie de un salto, y se halló frente a frente de Gustavo Manrique, quien, despojándose del sombrero e inclinándose profundamente, le preguntó en tono respetuoso:

—¿Cómo sigue usted, Angelina?

Esta cambió de color varias veces en pocos instantes y no contestó.

—No es necesario preguntar por su salud, porque las rosas de su cara la están proclamando admirablemente —insistió el caballero, volviendo a doblar el espinazo.

Vestía Manrique un elegante traje de equitación, ancho sombrero de fieltro, botas altas de piel de ante, espuelas doradas y un latiguillo en la mano. Su figura era gallarda, como siempre; pero su rostro estaba un poco más ajado. Así pudo advertirlo Angelina, a pesar de su estupefacción.

Viendo que no despegaba los labios, Manrique dirigió una mirada a Carmela, quien, comprendiendo lo que significaba, se alejó.

Manrique se acercó efusivo, sonriente, tendiendo ambas manos a la joven, que permanecía inmóvil como una estatua, mirándole fijamente.

—¡Pero, Angelina, qué gozo tan grande, qué inmenso placer el hallarte de nuevo y verte más hermosa que nunca! Entonces Angelina se irguió, soberbia, con los ojos llameantes de indignación:

—Caballero, el que yo sea una pobre aldeana no creo que dé a usted derecho para tutearme.

El rostro de Manrique se cubrió de tristeza.

—¿Pero qué estás diciendo, Angelina? ¿Es posible que así hables a tu Gustavo, a tu prometido?

—¡Mi prometido!...—exclamó Angelina, con acento sarcástico—. Un caballero tan encopetado no puede ser el prometido de una pobrecilla aldeana.

—¿Pero olvidas, Angelina, en un instante, nuestro amor, el lazo que nos une y que muy pronto debía ser indisoluble?

—¡Mas pronto lo has olvidado tú! —profirió, ya furiosa, la joven, clavándole una mirada de ira.

Luego, con fingida tranquilidad y tono displicente:

—Mira, Gustavo, sigue tu camino como yo sigo el mío. No es fácil que nos encontremos.

Y al decir esto le volvió la espalda.

—Pero, Angelina —clamó Manrique—, ¿cómo había de esperar tal recibimiento después de lo que por ti he llorado y sufrido?

—¡Que has llorado y sufrido por mí! ¿No sientes vergüenza al pronunciar tal embuste?

—Dios es testigo de que digo la verdad. Cuando me dieron la noticia de que tu padre había desaparecido repentinamente de Madrid, llevándote consigo a la isla de Cuba, sentí como si el cielo se desplomase sobre mí, quedé yerto, pensé volverme loco y poco faltó para que me diese un tiro. Angelina le contempló un instante en silencio.

—¿Y mi carta?

—¿Qué carta?

—La que te escribí al día siguiente de llegar a este pueblo.

—Yo no he recibido ninguna carta —respondió Manrique, abriendo mucho los ojos.

Angelina le contempló otra vez en silencio.

—Pues iba certificada.

—No puede ser.

—Sí puede ser. Conservo aún el recibo de la estafeta.

Manrique pareció muy sorprendido y permaneció unos momentos confuso cual si no pudiese articular palabra.

—¡Ah, sí! —exclamó, al fin—. ¡Ya comprendo! Al día siguiente de tu desaparición misteriosa me sentí tan agobiado, tan deshecho, que temí caer enfermo, y entonces se me ocurrió tomar el tren y refugiarme en 'mis tierras de Galicia, donde permanecí cerca de un mes. Por eso, sin duda alguna, esa carta de que me hablas no ha llegado a mis manos.

Angelina se mantuvo inmóvil, mirando al suelo, mientras Manrique la contemplaba con ojos ansiosos. Al fin dijo, cual si hablase consigo misma:

—Es bien extraño.

—No; no es extraño. Yo llevé conmigo a mi criado, y quedando cerrada la casa, y sin haber dicho a nadie dónde iba, fácil es que la carta se haya quedado en Correos. De todos modos, cuando regrese a Madrid haré gestiones para encontrarla..., aunque, después de año y medio, no es fácil que eso suceda... Pero, por Dios, Angelina, no me supongas capaz de tal vileza, no me pongas esa cara de inquisidor, no disipes el gozo infinito que ahora siento al volver a verte, no oscurezcas el radiante sol que brilla sobre mi existencia.

Angelina se dulcificó:

—Veo que sigues tan poético y romántico como siempre — dijo, sonriendo—. Hace ya mucho tiempo que no sonaban en mi oído estas palabritas cortesanas, y si he de confesarte la verdad, no las echaba de menos. Si te he olvidado, Gustavo, comprende bien que he tenido razón para ello. La carta que te he escrito iba de tal modo, que solamente un hombre sin corazón, sin honor y sin vergüenza podía dejarla sin contestación.

—Supongo, Angelina, que no me tendrás por tal —profirió, fogosamente, Manrique, llevándose las manos al pecho.

—Si te tuviera no cruzaría contigo una palabra más y te haría salir de aquí inmediatamente.

—Pues entonces, Angelina, que yo te vuelva a ver risueña, alegre y confiada en tu Gustavo. Dame tu mano en señal de inalterable cariño, y para desagraviarme del horrible recibimiento que acabas de hacerme.

Angelina extendió su mano, y Manrique la besó apasionadamente.

—No besas la mano suave y perfumada de una señorita —dijo la niña, sonriendo maliciosamente—, sino la de una aldeana endurecida por los trabajos del campo.

—¿Y qué importa? Esta mano suave o áspera empuñará pronto el cetro de la elegancia en la alta sociedad madrileña; volverás a ser, Angelina mía, la estrella Sirio de los salones. Porque aunque mi fortuna es modesta, todavía me ha de permitir adornarte como mereces.

Angelina se encogió de hombros y dijo, con displicencia:

—Todo eso me tiene sin cuidado. He perdido en este tiempo el gusto de la elegancia y de los salones. ¿Ves cómo visto ahora? Pues estoy contentísima con este traje.

—Y debes estarlo, porque te sienta a maravilla. No puedes figurarte lo preciosa que estás,.. Pero ya cambiarás de gusto, tu corazón volverá a latir de nuevo por los aplausos de los salones y las lisonjas del tocador, como canta la tiple en una zarzuela antigua.

—Lo dudo... Pero, en fin, lo importante para mí es el saber que no has sido un miserable y un ruin, como había pensado, que te hayas mantenido fiel y constante...

—¡No lo dudes, Angelina!

—Bien, pues no lo dudaré. Por hoy es bastante. Tengo mucho que hacer..., no delante del tocador —añadió, maliciosamente—, sino delante de las mazorcas que voy a desgranar.

—¿Me permitirás que venga a verte?

—Sí; puedes venir a esta misma hora.

—Pues hasta mañana, preciosa mía.

—Hasta mañana, Gustavo.

El caballero elegante se alejó sin que Angelina diese un paso para ir a despedirle. Permaneció inmóvil contemplándole, y cuando le perdió de vista volvió tranquilamente a sentarse bajo el árbol donde estaba.

Carmela, excitada su curiosidad, vio al forastero montar en un soberbio caballo alazán que había dejado amarrado a uno de los árboles del camino y alejarse rápidamente. Después entró de nuevo en la pomarada, y, silenciosamente, vino a sentarse al lado de su prima. Al cabo de unos instantes, preguntó en voz baja:

—¿Es tu novio, verdad?

—Sí, es mi novio —respondió Angelina, en voz baja también.

—¿El mismo a quien has escrito al llegar aquí?

—El mismo.

—¿Y por qué no te ha contestado?

—No recibió la carta.

—Pues iba certificada.

—Al parecer, se había marchado de Madrid al día siguiente de mi salida.

Calló Carmela y calló también Angelina. Al cabo de un largo rato aquélla murmuró, tristemente:

—¡Pobre Foro!

Angelina se estremeció, y tardó en despegar los labios. Al cabo dijo:

—No te puedes figurar, Carmela, el dolor que siento pensando en tu hermano, porque le quiero entrañablemente... Pero hay cosas en este mundo que no tienen remedio. Ese hombre que acaba de irse era mi novio, mi prometido, teníamos señalado ya el día en que debía realizarse nuestro matrimonio. Tú comprenderás que lazos como éste no se desatan fácilmente. Nosotras, las mujeres, cuando entregamos el corazón lo entregamos para siempre, si el hombre a quien lo hemos entregado ha sido de nuestro gusto... Y éste lo ha sido.

—Lo entiendo, Angelina, lo entiendo —murmuró Carmela.

Ambas tenían la cabeza baja y no se miraban. Carmela la levantó, y, mirando cara a cara a su prima, le preguntó:

—¿Estás bien segura de que no ha recibido tu carta?

Angelina se estremeció de nuevo, y tardó en contestar.

—Si no lo estuviese, no le miraría a la cara.

Después, alzándose bruscamente, exclamó en voz alta:

—¡En fin, Dios dirá! Vamos a deshacer ese poco de maíz para llevarlo al molino.

II

Los marqueses de Campollano, próceres asturianos, habitaban un viejo palacio situado en una de las calles más viejas del viejo Madrid. El marqués era un gigante bonachón; la marquesa, una beata desmirriada, a quien, por su intolerancia en todo lo referente a las creencias y al culto, los mismos aristócratas sus amigos le habían puesto por mote La previa censura.

Se hallaban ambos tomando café después del almuerzo en un oscuro, vetusto, gabinete de su lóbrega mansión, y les acompañaba nuestro antiguo conocido Gustavo Manrique, pariente suyo.

Aunque el marqués era asturiano, la marquesa procedía de Galicia, y era prima hermana de la madre, ya difunta, de Manrique. Este les trataba con respetuosa intimidad, y es posible que abrigase alguna esperanza de heredarles, pues no tenían hijos.

Manrique no ha ganado mucho, física, ni moral, ni económicamente desde el tiempo en que hemos tenido el honor de conocerle. Físicamente, su lucido semblante, que desde hacía ya tiempo se venía marchitando, se hallaba bastante más ajado; su moral harto más decaída por el juego, las trampas y las mujeres; en cuanto a su fortuna, en completa disolución. Triste, agobiado por las deudas, un poco catarroso y empezando a sentir los primeros dolores de reuma, miraba nuestro héroe el porvenir con sobresalto.

Animaba Gustavo aquella severa tertulia con su charla frívola narrando a sus tíos los incidentes más chistosos y los escándalos más recientes del mundo aristocrático, al cual sus tíos pertenecían, pero que sólo él frecuentaba. La santurrona marquesa, a pesar de su beatería, gozaba mucho con la chismografía y tiraba a su sobrino de la lengua con hipócritas aspavientos, haciéndose cruces y rociando con el agua bendita de sus exclamaciones compasivas a los desgraciados pecadores. El marqués reía a carcajadas y su enorme vientre subía y bajaba como un mar alborotado.

El criado anunció a fray Atanasio González, hermano del cardenal del mismo apellido. Lo mismo el marqués que la marquesa, le recibieron con espasmos de alegría.

Era fray Atanasio el reverso de su hermano el arzobispo. Tanto como éste parecía a todo el mundo adusto, silencioso, severo, tanto fray Atanasio se mostraba locuaz, alegre y campechano, hombre de buena sociedad. Ambos hermanos habían residido la mayor parte de su vida en las islas Filipinas como religiosos dominicos. Por eso se le llamaba fray Atanasio, aunque, a la sazón, era canónigo de la catedral de Oviedo.

Después de los saludos, y enterados minuciosamente de la salud del cardenal, la conversación recayó sobre Asturias, adonde fray Atanasio debía regresar muy pronto. El marqués era un asturiano rabioso: para él no había otra región ni más bella, ni más rica, ni más alegre, ni donde los habitantes fuesen más cordiales e ingeniosos. Hablaba de su tierra como el desterrado que suspira por ella. La marquesa, cuya parentela residía en Galicia, le arrastraba todos los veranos a Pontevedra. Aunque profundamente contrariado, no se atrevía a poner reparos a los planes de La previa censura. Poseía una gran casa solariega en Asturias, y de allí procedían casi todas sus rentas, en particular de los valles de Langreo y Laviana.

—¡Cómo le envidio a usted, querido fray Atanasio! ¡Qué bien se pasa en aquel país!

—Pues aunque usted se ofenda, querido marqués, le diré que se pasa mucho mejor en Madrid.

—¡Ande usted allá, mal asturiano! ¡Parece mentira que haya usted nacido en aquel pueblecito de Villoria, tan pintoresco y donde se cría el talento!

—Lo de pintoresco sólo es verdad por el verano, pues durante el invierno no hay quien pueda verlo, y lo del talento, le diré en confianza que un ingeniero que acaba de estar allí asegura que no quedan más que borricos, porque todo el talento se lo ha llevado mi hermano Ceferino.

Rió el marqués de buen grado y le secundó fray Atanasio.

—¡No tanto, no tanto, fray Atanasio! Yo he conocido paisanos de Villoria muy despiertos.

—¡Y muy zorros! —exclamó la marquesa.

—Son astutos, un tanto socarrones, pero muy avispados, ¿verdad, fray Atanasio? Y cuando salen de aquel rincón saben abrirse paso en el mundo. No hay más que recordar a su paisano Antón Quirós, que logró ser en Madrid una potencia financiera, aunque el vicio de la especulación le haya precipitado en la ruina.

Fray Atanasio soltó una carcajada.

—¿De qué se ríe usted, querido?

—Me río, porque, a Dios gracias, no ha habido tal ruina. Todo ha sido una comedia fraguada entre él y mi hermano el cardenal.

—Explíquese usted, amigo.

Entonces fray Atanasio le informó por menudo de cuanto había sucedido. Cómo la hija única de Quirós, caprichosa, fantástica, neurasténica, había llegado a tal grado de anemia, que se temía por su vida. El padre, desesperado, consultó con el cardenal, y éste le aconsejó que la hiciese aldeana para robustecerla, que la enviase a Laviana fingiéndose arruinado, y la obligase a trabajar en el campo. Quirós aceptó el proyecto, y se marchó a La Habana. La niña, convencida de que era una pobrecita, recogida por caridad, en casa de unos tíos, se resignó a trabajar la tierra, y en poco tiempo se hizo una verdadera campesina, con la salud y la fuerza que éstas suelen tener.

—Figúrense ustedes que la niña, que pesaba en Madrid poco más de cuarenta kilos, según mis noticias, pesa ahora setenta, y es una verdadera moza de cántaro.

Los marqueses, que estimaban a Quirós, quedaron tan asombrados como complacidos.

—La verdad que la audacia de ese hombre es algo increíble.

—¡Dios le ha recompensado! —exclamó la marquesa—. Yo imagino que ese magnífico resultado se debe en gran parte a las oraciones del cardenal.

—¡Y a las agallas del cardenal! —exclamó fray Atanasio, riendo—. Mi hermano no parece formado de carne y hueso, sino de piedra y ladrillo. A los seis meses de hallarse en Cuba, Quirós, sabiendo que su hija estaba mucho mejor de salud, decidió volver a España; pero mi hermano le retuvo con tan enérgicas palabras, que allá se quedó. Uno de estos días me parece que debe embarcar para España.

—¿Qué alegría la de su hija al verse de nuevo rica!

—¡Riquísima!

—Parece que es un capital enorme el de Quirós.

—Mayor que antes, porque en este tiempo, según me han dicho, ha hecho un negocio colosal con las acciones de un ferrocarril que había comprado a la par y vendió a trescientos.

—El dinero trae el dinero —dijo la marquesa.

—Hoy se le calculan a mi paisano unos diez millones de pesos.

—¡Buen bocado! —dijo el marqués.

—Pero ese hombre es un nabab12.

—Es un nabab con los gustos de un paisano. Come, viste y duerme como un menestral. Tiene coches y caballos y jamás monta en ellos; tiene criados y se sirve él mismo, se cepilla la ropa y se limpia las botas. Hasta me han dicho que cuando necesita agua va a la cocina por ella.

—Entonces, ¿para qué diablos le sirve el dinero a ese hombre? —exclamó, riendo, el marqués.

—Le sirve de entretenimiento. Es una afición como la de los coleccionistas; es un numismático a su manera. A usted, marqués, le da por las monedas antiguas, y a él le da por las nuevas.

—¡Hombre, tiene gracia eso! Me parece más práctica su afición que la mía.

—¿Y dice usted que viene pronto? —preguntó la marquesa.

—Si no está ya embarcado, debe embarcar en seguida.

Pocas palabras más hablaron del asunto. La conversación se encarriló por otros senderos, y fray Atanasio, siempre ingenioso y locuaz, les entretuvo largo rato. Al fin se despidió, anunciando que partía al día siguiente para Oviedo.

Manrique no permaneció mucho más tiempo con sus parientes. Mientras habló fray Atanasio había sido todo oídos, no perdió una sílaba. Quedó tan pensativo y preocupado, que su tía lo advirtió.

nabab: «Persona que vive en la opulencia y el fasto» (DRAE)

—Qué serio estás, Gustavito. ¿Te sientes mal?

—Me duele un poquito la cabeza. Me parece que hoy no voy al Real, aunque es mi turno.

—Harás bien en acostarte temprano.

Se despidió, besando ceremoniosamente la mano a su tía y estrechando la del marqués.

Antes de poner el pie en la calle tenía ya trazado su plan.

III

Así que llegó a casa, arregló su maleta, metiendo lo necesario para unos días, dio algunas instrucciones a su criado, envió por una guía de ferrocarriles, y, bien enterado de la salida del tren de Asturias, cuando llegó el momento avisó un coche de punto, montó en él y se trasladó a la estación del Norte.

Al llegar de mañana a Oviedo, cuando hubo descansado y vestido adecuadamente, preguntó por el edificio del Gobierno Militar, y allá encaminó los pasos. La única persona de importancia que recordaba conocer en la ciudad era el general Suárez, comandante general de la provincia. Aunque había entre ellos alguna diferencia de edad, se tuteaban, eran muy amigos, camaradas del casino y asiduos tertulianos.

—¡Gustavito, tú por aquí! —exclamó el general—. ¿Qué viento te trae?

—Aquí me tienes en tus dominios, querido Manolo, aunque presumo que no será por muchos días. En Oviedo no me detendré más que el día de hoy. Mañana debo partir para un concejo de la montaña llamado Laviana, donde mi padre tenía unas fincas rústicas, que se han trasconejado, y voy a ver si las recupero.

El gobernador, encantado de aquella visita, le convidó a almorzar. Charlaron por los codos y bebieron una razonable cantidad de coñac.

—Oye, Manolo, ¿tú podrías proporcionarme un caballo?

—¿Y cómo no, querido? Te llevarás el mío.

—No puedo aceptar. Pienso permanecer algunos días en La-viana, y no voy a privarte de montura ese tiempo.

—No te preocupes, puedes permanecer el tiempo que quieras; tengo dos caballos, y los dos son buenos.

—Pues un millón de gracias.

Aquella noche durmió Manrique en la fonda de Oviedo. Por la mañana le envió el general su caballo y un mozo o peatón que se encargó de llevarle la maleta a Laviana.

—Señorito, sin correr nada puede usted llegar a Laviana en tres horas. Yo tardaría algo más.

Así sucedió, como el peatón le había anunciado. Llegado a la Pola, se alojó en la única casa de huéspedes que allí había, llamada de Zapico; almorzó, se vistió su lindo traje de equitación, y, preguntando a unos y a otros, llegó hasta el lugarcito del Condado.

Menos trabajo de lo que él temía le costó engañar a la inocente Angelina. Sin embargo, como en el fondo de aquella alma podían quedar algunos átomos de desconfianza, se dio tan buena maña, que en los días sucesivos logró disiparlos. Era hombre experto: se mostró rendido, cariñoso, guardándole toda clase de consideraciones y respetos. Angelina era un pajarito asustadizo, y como la conocía, se guardaba de tomarse con ella libertades. Únicamente de cuando en cuando se autorizaba el besarle la mano, lo cual producía siempre risa a la niña.

—Mira que te vas a pinchar los labios. Es una mano de labradora.

Todas las tardes venía al Condado, amarraba el caballo y entraba en la pomarada, donde le aguardaba Angelina. Pero ésta no le consentía más de media hora de charla; pretextaba que tenía mucho que trabajar; pero, en realidad, era el respeto de sus tíos lo que la obligaba a tan severa consigna. Manrique saludaba a éstos, cuando los hallaba al paso, llevándose la mano al sombrero, pero sin dirigirles la palabra.

Carmela les había dicho quién era aquel sujeto, y como no tenían noticia alguna de los sentimientos de su hijo, nada les molestaban aquellas, al parecer, antiguas relaciones de su sobrina, reservándose, no obstante, el derecho de escribir a su padre preguntándole su opinión acerca de ellas. En cuanto a Telesforo, aquello fue una verdadera desdicha. El pobre chico, enamorado ciegamente de su prima, andaba huido por los rincones como un animal herido. Más de una vez le encontró su hermana llorando. Cuando casualmente se encontraba de frente con Manrique, la aversión le salía de tal modo a los ojos, que éste no pudo dudar que tenía en él un rival, y le pagó en la misma moneda. Si a sus padres les saludaba con señoril condescendencia, al chico le dirigía siempre una mirada desdeñosa, volviendo la cabeza.

A pesar de su habilidad y experiencia, estuvo a punto de dar un traspié con la misma Angelina. Se mostraba exageradamente compasivo por lo que ésta había debido sufrir. Ella rechazaba enérgicamente tal compasión.

—Mira, Gustavo, no hay motivo para tanto compadecerme. He vivido y vivo en esta aldea admirablemente bien. Más razón tendrías al compadecerme en Madrid, donde apenas tuve un día feliz. Desde que llegué aquí mis gustos cambiaron por completo. Hoy soy otra Angelina distinta de la que tú has conocido. Me encantan los montes, los prados, los árboles, gozo viendo las vacas pacer y a los terneros mamar, bailando y gritando en las romerías. Me agradan las canciones de los aldeanos y hasta me gusta el chirrido lejano de los carros. La corriente del río suena en mis oídos como una música deliciosa que me refresca el alma. En este mismo sitio en que ahora nos hallamos, acariciada por la brisa, aspirando el aroma del heno, tumbada bajo un pinar, me quedo muchas veces cuajadita y duermo como una santa. Ya ves que, lejos de compadecerme, hay razón para envidiarme. Pues todavía, a más de esto, el cariño de mis tíos y mis primos llena tanto mi corazón, que no lo cambiaría por todos los tesoros de la tierra.

Manrique escuchó este discurso sonriendo irónicamente.

—¿Quieres que te diga, Angelina, por qué lo encuentras todo aquí tan hermoso? Pues por una razón muy sencilla: porque aquí gozas de una salud de que en Madrid carecías. La salud, sólo la salud barniza de color de rosa los objetos que miramos.

—Tal vez sea cierto; pero como ha querido Dios que así haya pasado y yo me encuentro aquí admirablemente, me molesta que me prodigues tanta compasión, y te ruego que no lo hagas, porque pudiéramos reñir, y yo no tengo ganas de reñir contigo.

—Ni yo contigo, mi dulce Angelina.

IV

Sólo diez días habían transcurrido desde la llegada de Manrique, cuando se recibieron en el Condado dos cartas de la isla de Cuba, una dirigida a Juan Quirós y otra a su sobrina Angelina. La primera decía:

«Querido hermano: Ha llegado, gracias a Dios, el momento de descubrirte la verdad. Yo no he estado jamás arruinado. He fingido estarlo para salvar a mi hija de una muerte cierta. Siguiendo los consejos de quien sabe más que yo, la envié contigo para que se creyese pobre y trabajase y se alimentase como vosotros. El resultado ha sido sorprendente, puesto que mi adorada hija goza de perfecta salud; se ha transformado por completo y se manifiesta más alegre y feliz que nunca lo ha sido. A Dios y a vosotros debo esta dicha tan grande. Adjunto una letra importante pesetas veinte mil contra la casa Herrero, de Oviedo. Cuando llegue a ésa tendrás veinte mil duros más por lo bien que os habéis portado con mi querida niña. Dentro de pocos días pienso embarcar para la península. Hasta que nos veamos, pues, te abraza tu agradecido hermano,

Antonio.»

La segunda decía:

«Mi queridísima hija: He hecho contigo una prueba bien dura y aun puede afirmarse peligrosa, que, afortunadamente, ha dado felices resultados. Yo no he perdido mi dinero; pero tú estabas perdiendo la vida, y, a pesar de mi riqueza, no podía salvarte. Una persona de gran respeto me aconsejó enviarte a la aldea para que hicieras una vida campesina. Para eso me fue preciso fingirme arruinado y que te creyeses pobre. Estás salvada, hija mía, y eres rica, muy rica, más rica de lo que tú puedes imaginarte. Dios ha recompensado el sacrificio que hice de tenerte lejos de mí tanto tiempo. Alégrate, pues. El porvenir se te presenta de color de rosa. Dentro de pocos días embarcaré para España. Muy pronto, si Dios quiere, tendrá la dicha de estrecharte entre sus brazos tu amante padre,

Antonio.»

Puede calcularse el efecto que estas dos cartas produjo en la vivienda de Juan Quirós. Fue antes estupefacción que alegría. No podían darse cuenta de la realidad; les pareció al principio que aquellas cartas eran mentira, que algún bromista las había escrito; las leían, las releían, miraban el sobre por ver si llegaban realmente de La Habana.

Cuando, al fin, cotejada bien la letra de Quirós con la de otras cartas, se convencieron de que eran auténticas, y que la letra de veinte mil pesetas presentaba todas las señales de legitimidad, Carmela estalló en gritos de alegría, abrazando y besando a su prima, que, más asustada que alegre, se dejaba acariciar pasivamente. El gozo subió también a las mejillas de Juan, coloreándolas. Pero las de su esposa no se colorearon, antes bien quedaron pálidas. Al cabo, hecha un mar de lágrimas, se abrazó a Angelina.

—¡Angelina mía, te pierdo para siempre!.

—No, madre, no —le respondió ésta, conmovida—, no me pierde usted. Ahora y siempre seré su hija.

Carmela salió corriendo a la calle, narró el caso a la primera persona que tropezó, y la noticia corrió como una chispa por toda la aldea. Antes de una hora, la casa del tío Juan estaba llena de gente, que le felicitaba ruidosamente, comentando el caso con algarabía de voces y risas.

De los primeros en llegar fueron los de la casa del tío Leoncio de la Reguera de Arriba. La bonachona Conrada se aproximó a Angelina y la felicitó tímidamente.

—Oye, nena, ¿por qué no me besas? ¿Piensas que porque tengo dinero soy otra Angelina distinta?

Conrada la abrazó y la besó con efusión. Angelina continuó en voz alta:

—La verdad es que si el dinero me ha de quitar el cariño y la confianza de mis amigas, maldeciría del dinero.

—¡La misma Angelina de siempre! —exclamó Griselda, mirándola con infinita ternura—. ¡La buena, la noble, la honrada!

Pero Angelina no la oyó. Se había ido derecha a Pinón de la Fombermeya, el hombre más valiente del valle de Laviana, que, con la montera en la mano, la boca abierta y los ojos espantados, la contemplaba, cual si tuviera delante una visión del otro mundo. Le habían dicho que aquella chica se había convertido repentinamente en millonaria, y ya le parecía un ser sobrenatural. Para Pin, un millón era algo incomprensible, una cosa que salía del orden creado.

—Vamos, Pin, encasqueta la montera y no seas burro. ¿No te acuerdas que sallamos juntos el maíz?

—¡Y bien que lo hacías, mal rayo!

—¿Verdad que sí, Pin?

—¡Y que lo digas! Vamos, hombre..., que no hay en toda la parroquia una rapaza que te ponga el pie delante.

—Dirás la fesoria.

—Claro está, la fesoria..., se entiende, mal rayo.

Pero a la puerta se oyeron gritos, y todos volvieron la cabeza. Era Pepa, la criada del cura, quien los profería.

—¡Señorita, señorita, ya ve usted que me salí con la mía! Señorita ha sido, señorita es y señorita será, pese a quien pese.

—Ya lo veo, Pepa —dijo, riendo, Angelina—. ¡Muchas gracias, y que Dios se lo pague!

Don Tiburcio venía detrás de su criada.

—¡Buenos días, señor cura!

—Buenos y bien felices los tienes hoy, hija mía. Espero que también sean santos.

—Así lo quiero yo, igualmente, señor cura. Antes de muchos días hemos de hacer a la Virgen del Carmen, como acción de gracias, una fiesta que sea sonada, como no la ha habido jamás en este concejo.

—Eso está muy bien, querida —pronunció el cura, gravemente—. La gratitud por los beneficios que Dios nos dispensa es de obligación... Pero al mismo tiempo, ¿sábestetú?, no hay que olvidar que la caridad es la primera de las virtudes. San Pablo dice que sin la caridad, aunque tuviésemos poder para transportar las montañas, de nada nos serviría. Acuérdate que en este pueblo hay muchos pobrecitos bien necesitados y que...

—¡Juro a Dios, señor cura —interrumpió Angelina, con exaltación—, que ninguno pasará hambre en esta parroquia mientras yo viva!

—Bendita seas, hija querida, por el sagrado juramento que acabas de pronunciar.

Así que se hubo comentado bien prolijamente el suceso y que se hartaron de felicitar y festejar a la familia del tío Juan, particularmente a Angelina, los vecinos se fueron saliendo uno tras otro.

Cuando quedaron solos era mediodía, y se pusieron a comer. Griselda, Carmela y Telesforo, los tres agitados, aunque por diferentes motivos, no tenían apetito. El tío Juan y Angelina comieron tranquilamente, como todos los días.

Después de comer, la nueva millonaria se fue, como siempre, a reposar en la pomarada. No tardó en llegar Manrique. Angelina le invitó a sentarse a su lado debajo de un árbol. Hablaron, como siempre, de asuntos indiferentes, y, al cabo de un rato, la joven sacó del pecho la carta de su padre, y, sonriendo, la entregó a su novio.

—Gustavo, lee.

Este fue presa de enorme estupefacción. Un gran actor no lo hubiera hecho de modo más admirable.

—¿Cómo?... ¿Qué es esto?... ¿Es sueño o realidad?... Apenas puedo concebirlo... ¿Pero es auténtica esta carta?... ¡Pero es posible, Dios mío!...

Luego, llevándose las manos a los ojos, quedó inmóvil y silencioso.

—¿Qué te pasa, Gustavo? —preguntó su novia, riendo.

Tardó en contestar. Al fin, con voz alterada:

—Angelina..., Angelina mía, este suceso tan extraordinario despierta en mi alma a la vez alegría y tristeza; alegría, por la fortuna que llega a tus manos cuando menos lo pensabas; tristeza, porque me arranca la ilusión más cara de mi vida: la de ofrecerte mi modesta posición y sacarte de la tuya, que es hoy humillante... Te lo confieso, sentía vanidad... Dios me la perdone. Me sentía orgulloso de que debieras a mi amor una nueva y más alta situación... Se ha disipado esta ilusión... ¡Qué se va a hacer!

Al mismo tiempo se llevó el pañuelo a los ojos como si fuese a enjugar una lágrima.

Angelina, muy conmovida, le apretó la mano.

—¡Qué bueno eres, Gustavo! No te inquiete la diferencia que ahora existe entre tu posición y la mía. Me basta saber que me has querido pobre para vivir siempre orgullosa. Pero me perdonarás que lo esté también de poder ofrecerte una fortuna más brillante que la tuya.,.. Me lo perdonas, ¿verdad?

—¡Oh, Angelina, eres verdaderamente un ángel!

Y al mismo tiempo tomó su mano y la besó efusivamente repetidas veces, cerrando los ojos como si no pudiese con la emoción que le embargaba.

V

Sucedió que Juan envió a la Pola a su hijo Telesforo con un recado. En Puente de Arco se le unió Ramón de las Argayadas, aquel famoso prestamista, providencia y raposo al mismo tiempo del valle de Laviana, que también iba a la Pola.

—¡Sea enhorabuena, Foro, sea muy enhorabuena! —le dijo, poniéndole una mano sobre el hombro—. ¡Vaya una lotería que os ha caído en los Campizos!. Tú y tu padre vais a ser ricos, según parece; pero esa rapaza que tenéis en casa es una millonaria. Creo que no se pueden contar con los dedos los millones que tiene su padre.

Telesforo se encogió de hombros.

—Oye, Foro, dicen que tu tío tiene un cuarto grande todo lleno de doblones de oro y que los revuelve con una pala, ¿es verdad?

—No sé nada —respondió Telesforo, con marcado desdén.

—Te digo, en verdad, querido, que hay hombres de suerte. Por de contado que eso no se puede hacer más que allá en América. ¡Aquí, muchacho, miseria y compañía! Estos paisanos no tienen en el bolso más que calderilla y migas de borona. Se suda el quilo para sacarles dos ochavos.

Telesforo no despegaba los labios. Caminaron en silencio largo trecho. De pronto, Argayadas se detuvo, y mirándole con ojos socarrones:

—Oye, Forín, y tú, ¿por qué no te casas con tu prima?

Telesforo se estremeció, permaneciendo silencioso.

—Vaya, que si llegas a engancharla habría después que mirarte con anteojos de larga vista.

—¿Y sabes tú si ella me querría a mí? —preguntó el chico, con acento irritado.

—¡Anda, burro! ¿No la tienes a tu disposición en casa? Lo que es a mí en tu pellejo, juro a Dios que no se me escapaba esa liebre.

Telesforo se puso a caminar de prisa, dejándole atrás. Ramón comprendió que aquella conversación no le agradaba, se juntó a él de nuevo y la cambió.

Cuando se hallaban ya cerca de la Pola quiso el diablo que saliese de ella montado en su briosa jaca Gustavo Manrique, lindamente ataviado y resplandeciente de alegría y jactancia. Pero sus ojos se oscurecieron al tropezar con los de Telesforo. Gustavo sintió su orgullo herido por aquella mirada hostil, y para darle satisfacción, parando su caballo, gritó, en tono altanero:

—Oye, chico.

Telesforo quedó inmóvil, y preguntó con la misma arrogancia:

—¿Es a mí?

—Sí, es a ti. Ve a casa de Zapico, y tráeme los guantes, que he dejado olvidados en mi habitación. Aquí te espero.

Telesforo se puso rojo, y, acercándose al caballo, le preguntó, con cierta rabia:

—¿Y usted quién es para mandarme a mí?

Manrique empalideció, y dijo, con sonrisa sarcástica:

—Yo soy un caballero y tú eres un rústico.

Telesforo empalideció a su vez y profirió, furioso:

—Lo que es usted es un grandísimo sinvergüenza.

Manrique alzó el látigo y le cruzó la cara. Telesforo saltó sobre él como un tigre, le arrancó de la silla, le arrojó al suelo y le pateó.

—Foro, ¿qué haces? —gritó Ramón de las Argayadas, que se acercó corriendo.

Telesforo volvió la cabeza, le miró con ojos extraviados, saltó de la carretera a la vega y desapareció.

Un grupo de paisanos que venía detrás de ellos acudió a socorrer a Manrique, que yacía exánime.

—Pero ¿qué fue, qué pasó? —preguntaban todos—. ¿Es el hijo del tío Juan de los Campizos quien lo ha tirado?

—Sí, ha sido el hijo del tío Juan —pronunció Argayadas en alta voz—; pero este señorito le había cruzado la cara con el látigo.

—Entonces ha hecho muy bien —manifestó un paisano, y siguió tranquilamente su camino.

Pero los demás levantaron a Manrique, que se quejaba lastimeramente llevándose las manos al costado derecho. Como no era posible montarle a caballo, improvisaron unas parihuelas con los garrotes, tendiendo sobre ellos sus chaquetas, y así lo llevaron hasta la casa de Zapico, que no estaba lejos. Mientras caminaban, Argayadas no cesaba de vocear:

—Está muy mal, ha sido una desgracia; pero este señorito le había cruzado la cara con el látigo.

Se llamó inmediatamente a don Jerónimo, que, después de reconocerlo, pudo apreciar la fractura de una costilla y fuertes contusiones. Se le metió en la cama, le dieron un calmante y poco después quedó tranquilo. El médico afirmó que el caso no ofrecía peligro y que sería cosa de pocos días el restablecimiento.

Al oscurecer llamó a su cuarto el cabo de la Guardia civil, y le preguntó si quería que se diese parte al Juzgado de aquella agresión. Manrique había tenido tiempo a reflexionar. Había oído repetidas veces a Ramón de las Argayadas, único testigo, decir en alta voz que la agresión partió de él, cruzando con el látigo la cara del muchacho. Por otra parte, comprendió que no le convenía enemistarse con la familia de Angelina si había de llevar a feliz término el brillante negocio que tenía entre manos. Así, que manifestó al cabo que no se diese parte, que él había caído del caballo sin que nadie le hubiese tirado.

Esta declaración fue muy celebrada. En la casa de todos se hacían lenguas de su generosidad.

La noticia llegó rápidamente al Condado. En la casa del tío Juan produjo enorme consternación.

Juan salió corriendo para la Pola. Era la hora del oscurecer. Preguntó por su hijo; pero nadie le daba cuenta de él. Lo que sí le afirmaban era que el señorito a quien había derribado del caballo estaba muy malito en la cama. El sobresalto de Juan era cada vez mayor. Preguntó en la cárcel, por si le habían llevado allí. Luego fue a ver al cabo de la Guardia civil, y éste le manifestó que el herido no había querido que se diese parte, con lo cual se tranquilizó.

De allí fue a la taberna de su prima Engracia.

—Ya sé a qué vienes, Juan. No te asustes. A Foro no le pasa nada. Está lejos de aquí.

—¿Cómo lejos?

—Sí, está camino de Oviedo, y no tardará en llegar. Mañana tomará el tren para Madrid, y de allí a Sevilla.

Juan quedó estupefacto.

—Sí, yo le aconsejé que se marchase de Laviana, que se fuese a Sevilla, con su tío Joaquín. Yo creo que allí está mejor que aquí, ¿sabes tú?

Juan se sentó en un banco, y permaneció mudo y cabizbajo.

—No te disgustes demasiado por lo que ha sucedido. Ese canalla de señorito le cruzó la cara de un latigazo. Foro ha hecho requetebién. Yo hubiera hecho otro tanto y tú lo mismo... La verdad que tu sobrinita se casa con un buen mequetrefe. Fácil es que en cuanto pesque sus millones la trate también a latigazos.

Juan no se movía. Continuaba en la misma posición estática. Engracia siguió comentando cada vez con más ardor el lance; no se hartaba de lanzar improperios contra el granuja del forastero.

—Dicen que le ha roto una costilla. ¡Así se las hubiese roto todas!

Juan alzó la cabeza.

—Y tú, ¿le has dado dinero para el viaje?

—Sí, le he dado el dinero que necesitaba.

Juan echó mano al bolsillo; pero Engracia le paró con una mirada iracunda.

—¿Qué vas a hacer? Yo le he dado dinero, porque así se me ha antojado. Es mi sobrino.

—¡Gracias, Engracia, muchas gracias!

—Vete pronto al Condado, y tranquiliza a mi prima, que estará la pobre bien asustada.

—¡Gracias, muchas gracias!

El pobre Juan salió tambaleándose. Cuando llegó al Condado había cerrado la noche.

Aquello era una desolación. Griselda sollozaba en un rincón de la cocina. Carmela lloraba en otro. Angelina, sentada en el escaño, con las manos caídas y la cabeza doblada sobre el pecho, no lloraba: parecía la estatua de la desesperación.

Juan les notificó en pocas palabras lo que ocurría, que Teles-foro no estaba preso porque el herido no había querido dar parte, y que se había marchado a Oviedo para tomar el tren de Madrid y Sevilla.

VI

La situación de Angelina era por demás tan difícil como triste a la hora presente. Amaba entrañablemente a aquella familia y era amada de ella; amaba también a su primo, y no podía menos de darle la razón. Mas, por otra parte, Gustavo era su novio, su prometido, y yacía mal herido en la cama. ¿Qué hacer en tan críticas circunstancias?

La más profunda tristeza reinaba en la casa de Juan Quirós. Griselda no cesaba de llorar. Carmela andaba huída por la casa y evitaba las ocasiones de hablar con su prima. El tío Juan se mostraba silencioso y cejijunto.

La pobre Angelina no sabía qué hacer, ansiaba ardientemente que llegara su padre y la sacara de aquel compromiso. Secretamente, esto es, sin que la familia se percatase, enviaba todos los días a saber de Manrique. Este parecía que iba mucho mejor. Pero un día le envió algunas palabras escritas con lápiz: «Estoy mejor, pero ardo en deseos de verte. Ven, aunque no sea más que un instante.»

No pudiendo resistir a tan fervorosa instancia, después de comer se deslizó una tarde de casa, y se plantó en la Pola.

Entró en la fonda, subió al cuarto del forastero y, tocando en la puerta con la mano, preguntó:

—¿Se puede?

—Pasa, pasa, Angelina.

Manrique, muy pálido, la recibió con la mayor alegría y le tendió la mano, que Angelina apretó conmovida. Las lágrimas se agolparon a sus ojos.

—¿Cómo te encuentras, Gustavo?

—Mucho mejor; no te apures; pienso que dentro de tres o cuatro días podré levantarme. No llores, tonta. Ya verás como esto no tiene importancia.

—¡Qué bueno eres, Gustavo! Ya sé que no has dado parte a la Justicia.

—Pensando en ti lo he hecho.

—¡Gracias, gracias, Gustavo! ¡Dios te lo pague!!

Se sentó a su cabecera, y departieron unos momentos. Angelina le expresó su vivo deseo de que llegase su padre, y Manrique se mostró también muy interesado en ello; hablaron de la próxima boda, trazaron planes para lo por venir y hasta hablaron del viaje de novios. Cuando más enfrascados se hallaban en su plática, sonaron unos golpecitos en la puerta.

—¿Se puede?

—¡Adelante!

Era fray Atanasio, el hermano del cardenal González, canónigo, a la sazón, en la catedral de Oviedo. Saludó afectuosamente a Manrique, interesándose mucho por su salud. Había llegado hacía unos momentos de Villoria, donde había; ido el día anterior para asuntos de familia; pensaba dormir aquella noche en la Pola y regresar al día siguiente a Oviedo. Cuando se hubo sentado, dirigió una mirada de curiosidad a Angelina.

—¿Se puede saber quién es esta joven?

—Soy la hija de su paisano Antonio Quirós —respondió Angelina, sonriendo.

—¿Pero eres la hija de Antón Quirós? —exclamó, con alborozo, el canónigo—. ¿Es posible? ¡Cuánto me alegro, hija mía, de conocerte! ¡Pues no hemos hablado poco de ti mi hermano y yo!

Se alzó de la silla y le apretó las manos con efusión. Y siguió diciendo:

—¡Y tan enfermita como decían que estabas! Rebosas salud, hija mía; estás hecha una gran moza. Vas a avergonzar a tus amigas de Madrid. Lo debes a tu buen padre, ya lo sé, y un poco también a mi hermano Ceferino. Te felicito de todo corazón. Te has creído pobre una temporada, has trabajado como una aldeana.

No está mal eso; es cristiano y es saludable. Ahora que eres rica procura ser buena y no enfermar. Yo lo sabía todo hace días, porque me lo dijo mi hermano. Y aquí el señor Manrique también lo sabía, porque estaba en casa de los marqueses de Campollano cuando hablamos de este asunto hace dos semanas poco más o menos. Por cierto que la marquesa no se hartaba de admirar la audacia de tu padre. ¿Verdad, señor Manrique?

Angelina se puso intensamente pálida. Y todo el color que huyó de sus mejillas vino a refugiarse en las de Manrique. Este sintió la mirada fija y atónita de su novia como un latigazo, y se puso a toser falsamente hasta querer reventar.

—Pero, además, está usted muy acatarrado, amigo Manrique —exclamó fray Atanasio—. Cuídese usted.

Angelina se alzó de la silla.

—No puedo estar aquí más tiempo. Me espera abajo mi prima Carmela. Páselo usted bien, señor canónigo. Que usted se alivie, Gustavo.

Y salió de la estancia con brusquedad poco cortés. Bajó la escalera en tal estado de confusión y vergüenza, que no veía dónde pisaba. Nadie la esperaba en la calle, pues había venido sola. Con el rostro pálido y terriblemente contraído, se puso a caminar la vuelta del Condado.

—¡Qué indecente, qué miserable, qué sucio! —murmuraban sus labios.

Caminaba unos cuantos pasos, y volvía a exclamar, cada vez un poco más alto:

—¡Qué indecente, qué miserable, qué sucio!

Así llegó hasta el Condado. Tan contraído tenía el rostro, que Carmela le preguntó:

—¿Qué te pasa, Angelina?

—Nada. Necesito escribir unas cartas.

Subió a la solana, puso el papel delante y empezó a escribir.

«Amigo Gustavo: Aunque un poco tarde, me he convencido, al fin, de que ni tú has nacido para mí ni yo para ti. Por tanto, desde ahora doy por rotas definitivamente nuestras relaciones y deshecho nuestro proyectado matrimonio. Pero antes no quiero dejar de darte las gracias por tu noble y desinteresado rasgo ofreciendo tu posición y tu nombre a una pobrecita desvalida.

Siempre muy tuya afma. s. s.,

Ángela Quirós.»

Esto escribió Angelina «con tanta cólera y rabia—que donde pone la pluma—el delgado papel rasga», como el moro Tarfe del famoso romance.

Después, con más calma, escribió esta otra carta:

«Mi querido Foro: Así que recibas esta carta te pondrás en camino para Laviana. El obstáculo que se había levantado entre tú y yo, por milagro providencial, ha desaparecido. Ya te explicaré lo que ha sucedido. Tanto tus padres como yo te esperamos con impaciencia. Toma el primer tren que puedas alcanzar. Te quiere siempre con todo su corazón tu prima, Angelina.»

Escritas y cerradas estas cartas, bajó con ellas al pueblo. La primera persona con quien tropezó fue con el tío Felipe de la Casuca.

—Tío Felipe, va usted a llevarme estas cartas a la Pola. La que tiene sello la pone usted en la estafeta y la otra la entrega usted en la fonda de Zapico.

—¿Sabes, tú, Angelina? Ahora no puedo ir a la Pola, porque...

—Si puede usted —atajó violentamente ella, poniéndole un duro en la mano.

El tío Felipe partió como una flecha.

Subió de nuevo a los Campizos y fue a tumbarse según su costumbre en la pomarada. Dulce y plácidamente se dejó caer sobre el césped, mirando al cielo. Sentía una íntima alegría, un gozo inexplicable como el que sale indemne de un grave peligro. Allá en lo alto del firmamento le parecía ver la imagen de la Virgen que le sonreía. Una oración fervorosa salió del corazón a los labios:

—¡Bendita seas, Virgen Santísima, por haberme salvado de las garras de un malvado!.

Jamás se sintió tan feliz como en aquel momento.

Cuando llegó la hora de la cena, entró en la cocina. Las mismas caras compungidas, el mismo triste silencio. Le hablaban todos con extremada amabilidad, pero serios. La cena se deslizaba como los días anteriores, bajo el peso de un doloroso silencio.

Al terminar levantó la cabeza y preguntó con naturalidad:

—Tío Juan, ¿tiene usted alguna noticia de Foro?

Todos se estremecieron. Juan murmuró, malhumorado:

—No tengo ninguna todavía.

—Pues yo sí.

Los ojos de los tres se clavaron en ella con asombro.

—Sí; tengo noticia de que dentro de cuatro o cinco días estará aquí otra vez.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—Lo sé porque yo le he escrito mandándole que venga... Y como él me obedece siempre, vendrá seguramente.

Hubo un silencio.

—¿Y por qué le has mandado eso? —preguntó, al fin, Juan.

—Le he mandado que venga, porque quiero casarme con él —repuso Angelina, con perfecta naturalidad.

Marido y mujer se miraron y un mismo pensamiento asaltó sin duda su cerebro. Angelina lo adivinó y dijo:

—No estoy loca, no; estoy perfectamente cuerda. Puesto que ustedes tenían que saberlo, les diré que Foro y yo nos queríamos, éramos casi novios. Carmela lo sabía. Se presentó ese sujeto que antes de llegar aquí era mi prometido, y como yo había empeñado con él mi palabra, hubo necesidad de romper mis relaciones con Foro. Por fortuna, o, mejor dicho, por milagro, ese sujeto ya no es nada para mí. Soy completamente libre, y puedo entregar mi mano a quien se me antoje. Y la entregaré a Foro si ustedes no se oponen a ello.

Nadie replicó. La estupefacción les tenía mudos. El silencio duró largo tiempo. Al fin, Juan dijo, con voz temblorosa:

—Eso que nos hablas, Angelina, no puede ser. Tú eres muy rica; nuestro Telesforo muy pobre. Tu padre no consentirá y con razón en semejante matrimonio.

-Mi padre consentirá, porque no querrá destruir mi felicidad. Ya ven ustedes el sacrificio que por ella ha hecho.

Reinó el mismo silencio. Al fin, Griselda, alzando la frente, y mirándola con ternura:

—Es igual. Aunque no te cases con él, Angelina, basta que me devuelvas a mi hijo para que no lo olvide jamás.

VII

En efecto, unos cuantos días después llegó Telesforo de Sevilla. La escena que se desarrolló fue conmovedora. Griselda se colgó a su cuello y no se hartaba de besarle. El chico se mostró con sus padres expansivo y cariñoso, pero tímido y confuso con Angelina. Esta, enojada, le dijo:

—Oye, Foro, me parece que voy a verme obligada a darte unas bofetadas como antes para que te despabiles un poco.

Los días que siguieron a su llegada fueron dulces y tranquilos. No mucho después Angelina supo que Manrique se había ido de la Pola. ¡Buen viaje!

Pero una secreta zozobra agitaba el corazón de Juan, Griselda y sus hijos, sobre todo de Telesforo. Se esperaba con temor la carta de Antonio noticiando su llegada. Se preveía con tristeza que no duraría mucho tiempo la felicidad que ahora disfrutaban. El padre de Angelina se opondría resueltamente a aquella relación. Hasta temblaban representándose su indignación al tener conocimiento de ella. Tan sólo Angelina se hallaba perfectamente tranquila, como si no dudase un punto de lograr lo que quería.

No llegó la carta, sino el mismo Quirós en persona. Una mañana, sobre las diez, entró en la pacífica aldea del Condado haciendo mucho ruido un coche arrastrado por cuatro caballos. De él descendió Quirós, acompañado del fiel Vigil y de un criado, y emprendió a pie el camino de los Campizos, que ya conocía. Quien primero le divisó fue Carmela, que tendía ropa en la pomarada.

—¡Angelina, tu padre!—gritó con todas sus fuerzas.

Esta, que cosía en la solana, enrojeció como una amapola y a brincos bajó la escalera, cayendo en los brazos de Quirós. Padre e hija se mantuvieron largo tiempo abrazados. Angelina lloraba y también lloraba aquel fiero luchador, aquel hombre de hierro. Y al separarse, la contemplaba con admiración, la devoraba con los ojos y volvía a estrecharla.

—¡Pero, hija de mi alma, qué hermosa estás! Parece increíble. ¡Pero qué hermosa, qué hermosa! Bien ha pagado Dios mi sacrificio.

Después abrazó a sus hermanos y sobrinos. Entraron en la cocina y subieron a la solana.

—Griselda, te doy las gracias por la manera como has tratado a mi hija.

—¿Las gracias por haberme confiado este tesoro? —exclamó la buena mujer, indignada—. ¡Las gracias yo a ti!

Angelina se abrazó a ella, ruborizada.

—¡Madre, no me avergüence usted!

—Ya sabía por mi hija lo que tú vales. Tendrás tu recompensa.

—¿Sabes lo que te digo, Antón? —profirió Griselda, teniendo abrazada a Angelina—. Que te guardes tu dinero y nos dejes a Angelina.

Fueron unos minutos de expansión cariñosa. Sin embargo, todos, menos Angelina, se hallaban turbados y cohibidos.

Quirós había mandado preparar la comida en la Pola, y quería llevarlos allá. En el coche, apretándose, podían caber todos; pero Angelina, acercándose a su padre, le dijo con dulzura:

—Papá, si no te diese más, yo te agradecería que comiésemos aquí. No me gusta ir a la Pola, ni a mis tíos tampoco.

—Sea lo que tú quieras, hija mía. En este momento no puedo negarte nada.

Ordenó a Vigil y al criado que fueran a la Pola y trajeran el almuerzo. Antes de las doce ya estaban de vuelta con los manjares y los vinos más exquisitos que pudieron procurarse en la pequeña villa.

Se puso la mesa en la solana.

—Oye, Manuel —dijo Angelina a Vigil, llamándole aparte—. ¿Tú sabías, cuando me has traído a Oviedo, que mi padre no estaba arruinado?

—Yo lo sabía todo, querida.

—¡Malo, perverso! —exclamó, tirándole del bigote—. ¡No te lo perdono!

—Niña, yo no podía hacer traición a tu padre... Además, estoy seguro de que si te lo hubiera dicho al oído, tú no serías lo que eres en este momento.

Angelina quedó pensativa.

—Tienes razón. Es casi seguro.

Se comió en medio de la mayor alegría. Quirós, al lado de su hija, no apartaba de ella los ojos contemplándola con ternura y admiración; le tenía cogida una mano y no la soltaba. Reía cuando ella rechazaba los manjares finos, y exclamaba:

—¡Eres una aldeana completa!

—Y muy contenta de serlo —respondía ella.

Cuando hubieron tomado café, Angelina les hizo una seña y todos se retiraron. Padre e hija quedaron en la solana.

Entonces, llegado el momento de las expansiones, Angelina narró a su padre con todos los pormenores lo que le había ocurrido con Gustavo Manrique. Quirós abría mucho los ojos. Al fin exclamó, riendo a carcajadas:

—¡Qué tunante!

—¿Y te ríes, papá?

—Yo me río siempre que veo a un hombre hacer una vileza y salir chasqueado.

—Lo único que siento, papá, es que ese puerco se me haya escapado sin darle siquiera un bofetón.

Quirós reía aún más.

—¿Pero te hubieras atrevido?

—¡Ya lo creo! No sabes las manos que tengo. En la parroquia hay quien las ha probado ya.

Quirós, entusiasmado, la abrazaba, la besaba.

—¡Como tu padre, hija mía! De niño también he sido un cachetero formidable.

Terminado este relato, quedaron unos instantes silenciosos. Al fin, armándose de valor, dijo Angelina:

—Bueno, papá. Supongo que porque Dios me haya salvado de las garras de ese bribón y mi boda haya fracasado, no creerás que pienso quedarme soltera.

—¡Qué he de creer! No quiero siquiera pensarlo.

—Pues bien, te diré que tengo determinado casarme pronto si tú no te opones a ello.

—¿Pronto? ¿Y con quién? —preguntó, muy sorprendido.

—Con mi primo Telesforo.

Quirós dio un salto y quedó en pie.

—¿Qué dices, criatura? ¿Estás en tu juicio?

—Sí, estoy en mi juicio y lo tengo bien pensado.

—¡Pero eso es un absurdo! Es cosa tan ridícula que no comprendo cómo te ha pasado por la imaginación... ¡Casarse con un rústico!

—Es un rústico, sí; pero este rústico me ha querido cuando yo no era más que una pobrecita desvalida; no ha venido a mí con las garras afiladas para apoderarse de mi dinero.

Quirós se puso a dar vueltas por la solana, dejando escapar bufidos de indignación.

—¡Qué barbaridad! ¡Qué estupidez!

Luego, parándose frente a su hija, que continuaba sentada:

—¿Pero no sabes, nena, que hoy, por tu posición, puedes casarte con un duque, con un príncipe?

—Lo sé, papá; pero ese duque o ese príncipe no se casaría conmigo, sino con tu dinero, que le serviría para mantener sus caballos y sus queridas.

Quirós se puso nuevamente a dar vueltas por la estancia.

—¡Qué atrocidad! ¡Qué estupidez! —repetía sin cesar.

Angelina, sentada, seguía con zozobra sus movimientos.

Al fin se sentó, y, metiendo la cabeza entre las manos, permaneció silencioso largo tiempo.

—Vamos a ver —dijo al cabo—, ¿y a ti no te dará vergüenza presentar ese rústico a tus conocimientos de Madrid?

—Si no pienso ir a Madrid, papá; quiero vivir aquí.

—¿Vivir aquí? —preguntó, estupefacto, levantando la cabeza.

Angelina se puso en pie.

—Escucha, papá. Yo no soy lo que antes era y tú has tenido la culpa de ello. ¡Culpa para mí feliz! Aldeana me has querido, aldeana me tienes. Puesto que es tanto tu dinero, cómprame tierras, cómprame prados, cómprame castañares, hazme una gran pomarada...

—Te puedo comprar la parroquia entera, si se te antoja —profirió Quirós con orgullo.

—No necesito tanto. Quiero una casa con solana algo mayor que ésta; quiero un establo capaz para una docena de vacas y una tenada donde puedan guardarse cincuenta carros de hierba. Con esto sólo harás mi felicidad. Y tú, que tanto te has sacrificado por ella, no querrás ahora hacerme desgraciada.

Quirós Volvió a meter la cabeza entre las manos y a quedar silencioso.

—¡Angelina, Angelina, mira bien lo que haces! —exclamó, al fin, angustiado—. Considera lo que te aguarda en Madrid: los teatros, los paseos, las reuniones, los bailes, los conciertos, los coches, los caballos, las joyas, los trajes suntuosos...

Angelina se acercó a él, le puso suavemente una mano sobre el hombro y le dijo, sonriendo:

—Todo eso, papá, lo he probado ya y tú sabes que no me ha hecho feliz. ¡Si vieras qué hermoso maíz hemos tenido este año en la vega! Había muchas plantas con tres mazorcas. ¡Si vieras la cosecha de manzanas que ha dado la pomarada! Algunos árboles tenían casi tantas manzanas como hojas. ¡Era una bendición!

Appendix A

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TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Sinfonía Pastoral. Sinfonía Pastoral. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-000F-77F8-4