Prefacio

Todo lo que os cuentan de los peregrinos espirituales será verdad... Las almas que no tengan en su corazón la piedad para los atormentados de ser de existir y tener por fuerza que seguir el eterno camino en contra de sus sentimientos. Los que no sientan agobio y tristeza dulce ante esas vidas tronchadas por los vientos de la multitud y de lo imbécil. Los que no comprendan el porqué del porqué... no podrán nunca creer que hay almas briosas del amor que no existe que, al encontrarse solas con su carne y con sus pensamientos, ven lo imposible de lo imposible y se llenan de terror y de miedo a lo que vendrá. Las leyes de la naturaleza son una para cada hombre adoptando siempre matices distintos y sembrando dudas por todas partes. Los hombres no pueden ni podrán jamás dar la norma de la verdad y del bien, porque no tienen ni aún presienten la eterna luz. Siguen su camino hacia la muerte sin haber meditado para qué vinieron a la tierra y qué papel tienen que representar... y, abrazándose a las misericordiosas leyendas que les dan la probabilidad del consuelo, van hacia el fin. Pero hay otros que preguntan preguntan y quieren creer y no creen y se espantan de la vida y de los espíritus de hipocresías, y se retuercen de amores que los demás no saben y llegan en su dolor grandioso a ser enamorados de ideas y deseos que consumen su carne con maceraciones infinitas... Porque la naturaleza tiene momentos angustiosos en los hombres que los hace olvidar de todo para ser nada y los llena de temores y de indecisiones crueles... Además hoy el mundo está hecho para que vivan unos cuantos y se los llame perfectos, sin notar que la perfección es una imperfección según canta la naturaleza y la vida... Estamos bajo la aplastante y silenciosa canción del creer y no creer y no podemos dar la sentencia severa de lo que es y lo que debe ser. Todo lo ruin que tenemos dentro reina por nuestros caminos, la red absurda cada día se aprieta más. Los cielos continúan con sus eternos colores, cada día está más lejos la lluvia de fuego, pero también lo está la eterna alborada de amor humano. Si queréis saber una vida de tantas llenas de sufrimientos, de dudas y de pesimismos, leed esta vida de Fray Antonio de la Purificación, edificante por su amor inmenso y desconsoladora por su gran melancolía. Los antiguos juglares aún pasean por las alamedas del ensueño, envueltos en sus rojas capas de corazón. Los parques con sus almas de cisnes y de lujurias sublimes encierran en relicarios aquellos espíritus que dejaron en la tierra mística luz. Los grandes pensamientos rugen sobre la enorme balumba plateada de las nubes. Por los amaneceres de rosa y blancor indecisos vagan los antiguos poetas con sus ánforas de risas y lágrimas. En los misterios románticos de los ríos, los que pasaron desconocidos estrujan la fresca miel azul de sus pensamientos. Por los valles dulcísimos llenos de heniles, de yedras, de madreselvas, de espigas y de esquilas ingenuas aún pasean las cabalgatas de pastores que Virgilio y Horacio soñaron. Por los montes de azul y oro y entre el brotar de las aguas teñidas de luz duermen las Doroteas y las Susanas y revive la Arcadia feliz. Don Quijote está recorriendo su eterno camino sin fin. Aún suenan los gritos de Jesús y de Elena y ya se siente el inmenso clamor del mar saludando al Anticristo... Los geniales amadores merodean en la noche por los campos ilusorios de los grandes. San Juan de la Cruz está preguntando a un rosal por su Amado y Juana la Loca tiene su trágica y negra mirada puesta en el más allá imposible. Vida no es pasear por esta miseria con los ojos puestos en un pensamiento ridículo... sino tener muy arriba el corazón mirando hacia todas partes y soñando siempre con lo dulcemente adorable... Soñad que bajo el añilado dosel de Grecia surge un nuevo Partenón y soñad que la deslumbradora antorcha infinita nos habla de la gran vida. Y soñad que al fin hemos salido del pozo inquietante y que estamos contemplando el paisaje de la verdad... Fray Antonio de la Purificación soñó con lo imposible y lo imposible se lo tragó. Fray Antonio de la Purificación fue un dulce místico de la carne, que desapareció en la bruma de lo desconocido, lleno de bien y de perversión. Fray Antonio de la Purificación no encontró sobre la tierra lo que ansiaba su alma, ni en lo más espiritual que poseemos... Pasó su cuerpo por aquí, no su alma que ahora estará soñando en la eternidad.. Yo que lo conocí lo quisiera cantar muy apasionado... no sé si podré... porque en nuestras ideas y en las ideas mundiales no caben ciertas vibraciones de otros espíritus que son los verdaderos y por lo tanto los que son despreciados por todos los hombres. Yo soy un pobre juglar enamorado que quiere contaros una historia... de tortura espiritual... Ya destapo mi lira humildísima... Escuchad la canción y después o reír o llorar... o meditad o despreciad... vuestros corazones os dirán lo que sois... pero yo os digo que dichosos los que podáis reír, porque en vosotros está la terrena felicidad.

Una vida es una luz y una sombra muy difícil de mirar. Ningún carácter tiene definición precisa porque existen las emociones y las divinas pasiones, que cambian de rumbo a las almas. Muchas veces los grandes observadores son equivocados porque en lo íntimo nadie penetra... Nada dicen las acciones porque en la mayoría de los casos van encaminadas a conseguir un fin material... Únicamente se adivina verdad cuando nos hablan los corazones escondidos de los que [palabra ilegible] en la medianoche de nuestras conciencias...

Prólogo

Llegaba sobre los campos quietos y espléndidos una dulce brisa crepuscular. Era una mañana de mayo y el color admirable del aire se había hecho esencias tranquilas. En un prado verde bordado de margaritas y flores silvestres un rebaño rumoreaba al son de la esquila la magnífica soledad del momento. Alguna vez pasaban campesinos de tipos indefinidos y extraños y pasaban vacas y mulos que se perdían en el vértice de la carretera... En el ambiente flotaba esa tristeza íntima de las mañanas frescas de la primavera, esa tristeza que es heraldo de la gran pasión espiritual que nos invade al mediodía... El sol apenas nacido derramaba su color pálido amarillento y ñenaba de chorros luminosos a las mansas sonrisas de las acequias. Había olores de hierba mojada, de trigos suaves y, sobre todo, se respiraba ese perfume viril y casto que exhala la tierra al hundir en ella las azadas. El río se perdía con sus temblores espasmódicos entre los juncos y las zarzamoras. Estaban quietos los álamos centenarios mirándose religiosamente en las aguas cristalinas. Muy cerca estaban los montes, cargados de olivos... La dulzura húmeda y grata del paisaje envolvía a las cosas con un nimbo dulce de bienestar. Volaban los pájaros en los cielos al fluir constante de las notas de sus flautas. Zumbaban las abejas entre las flores humildes y ricas... En un trigal y sobre el verde intenso un campesino viejo cuidaba cariñosamente las matas. Encorvado, arrancando las malas hierbas, cantaba melodioso una vaga canción. Un perrazo blanco dormitaba placentero al borde de la acequia. Las campanas de un convento grande y negruzco, que se recortaba a lo lejos sobre la falda de un monte, sonaron sus voces diciendo un tema sonoro que los ecos perdidos se encargaron de modular... Quietud maravillosa en el campo. Avanzando sobre la carretera que era un río de polvo plomizo un niño se vio venir. Andaba con trabajo y venía descalzo y harapiento... Llegó donde estaba el campesino y el perro se lanzó contra él, ladrando iracundo. El trabajador enderezó su cuerpo corpulento y haciendo callar al perro se dirigió hacia el niño, que estaba lloroso y asustado. Era rubio con los ojos azules llenos de inteligencia cándida y de suavidad mística. El hombre le preguntó: "¿De dónde vienes, niño? ¿Quién te ha pasado por el río? Es muy hondo y se han ahogado muchos. ¿Sabes nadar acaso...? ¿Cómo se llaman tus padres? ¿Eres hijo del señor Tomás? Contesta, diantre, ¿o es que eres mudo? ¡El demonio del nene...!" Pero el niño no contestaba, estaba azorado y tembloroso, y vacilante rompió con fuerza a llorar... "Vamos, vamos, ¿qué es eso?" dijo el campesino. "¿Por qué lloras? Yo no te haré daño ninguno..." Y acariciando su cabeza con la manaza ruda sentóse en el suelo con el niño. Este reprimió sus lágrimas y contestó a las preguntas... No sabía de dónde venía... No conoció más que a su padre que era un mal hombre que lo abandonó... Iba solo en busca de asilo... y tenía miedo de pasar las noches en el campo... El campesino escuchaba atento... No sabía el niño nada de su vida anterior y esto le causaba extrañeza... "¿Pero de verdad que no sabes de dónde vienes?" Y el muchacho repetía ingenuo: "No sé, no sé..." Resonaban en el campo las esquilas de los rebaños. El trabajador y el niño se callaron. El perro ante ellos meneaba la cola fuertemente como preso de una gran zozobra. El hombre rompió el silencio... "¿Y dónde piensas ir?" Pero el niño sin contestar esparcía su mirada dulce sobre los campos serenos. "¿Qué miras?" "Miraba las tierras plantadas, el trigo. ¿Es verdad que de él se saca el pan?" "Sí, es verdad... Veo que sabes algo." Pero el rubito exclamó: "¡Ay, no sé nada...!" El viejo campesino observaba al niño, que le miraba fijamente, y le preguntó: "¿Por qué me miras de ese modo? ¿Es que te da miedo de mí?" "No, no señor..." "Entonces... pero ¡qué ojos más raros tienes!" El niño inclinó la cabeza como meditando... Se movían los trigales dulcemente con la brisa y entre el sonsonete metálico de las acequias sonaban las ondas macizas de las músicas arbóreas... El hombre estrechó al niño en sus brazos y aconsejándole le dijo: "Mira, ¿ves aquel convento que sale a lo lejos entre encinares?" "Sí, señor." "Pues ve a él, que seguramente allí te darán asilo y protección, son muy buenos los monjes y ellos te acogerán muy bien. Yo te llevaría conmigo a casa pero soy viejo y no tengo sino lo sucinto para no morirme de hambre... Me gustaría que tú vivieses conmigo porque darías alegría a mi vida... Ya ves... Este sembrado pobre es lo único que poseo... Eso no quita para que, si algún día tú me necesitases, vengas a pedirme consejo. Es lo único que puedo ofrecerte... Ya sé que en las ciudades hay niños vagabundos —tú serás uno de ellos—, pero lo que me causa extrañeza es que no sepas de dónde vienes... ¡Es tan raro! y tú eres ya mayorcito... Seguramente tienes diez años... y quizás hayas perdido la memoria... Ve al convento y que Dios te guíe. Yo soy muy pobre..." El viejo se levantó para dirigirse a su trabajo y el niño, hundiendo sus pies en el polvo de la carretera, lo miró dulcemente despidiéndose de él... "Que Dios te dé salud y tranquilidad. Tú eres pequeño y no sabes lo que es la vida... Ya lo sabrás. Ahora voy a seguir mi trabajo... Pero oye, ¿por qué me miras así?" "No lo sé", contestó con ingenuidad el muchacho. "No lo sé..."; y volviendo la espalda al campesino siguió adelante por la carretera blanca.. El perro comenzó a ladrar fuertemente y su dueño, haciéndole callar, le decía: "No ladres, no ladres, es un desgraciado el que se va...", y siguió trabajando.

La figura del niño se fue alejando por el camino. Un sapo cantó en la acequia al paso de una golondrina. El campesino meditaba en los hombres y en el dinero y en Dios... Esfumaba ideas santas acerca del mundo... "¿Para qué servimos los hombres? Carecemos del gran amor necesario... Ese niño... ¿quién será...? Ahora mismo es barro débil su alma... ¿Qué manos la modelarán...? Porque ese niño inocente no sabe nada... ¿Qué culpa tendrá luego de lo malo que aprenda...? Estoy triste... La misericordia está escondida... ¿Dónde irá ese niño con su corazón? ¡Bah! ¡Bah! ¡A trabajar...!"

El perro seguía moviendo la cola y azuzando las ovejas, como si pasara algún reptil por su lado... La campana del convento sonó a lo lejos... Estaban los campos maravillosos de luz.

El mundo

I: El jardín

Sobre la dulzura evangélica del jardín silencioso, los jazmines habían roto sus almas perfumadas. Había en el aire sofocación de tarde veraniega con su color amarillo transparente. En los álamos chorraba la melancolía solar y bajo los parrales lúbricos y profundos sonaban los caños de la fuente muy suaves como si resbalaran sobre el desnudo bronceado de una gitana pasional. Los grises maravillosos se fundían con los azules de la noche cercana y llenaban al jardín de desfallecimientos vagos. Dos enormes cipreses como romanzas chopinescas hechas forma y olor ponían la nota funeral. Unas cabras rumiaban el romero tras su celosía llena de arañas... Las campanas de las lejanías envolvían de tristeza al jardín, las avispas de oro y azabache se escondían entre las rosas y los pámpanos mientras que turbaban el silencio los resoplidos de dos gatos furiosos... En medio de la soledad religiosa borboteaba sobre los aires el olor de tarde y de jardín divino y allá muy lejos lucía el infinitó inquietante de oro sobre una montaña morada. ¡Divina hora del crepúsculo! Hora para la muerte. Hora para el pensamiento. Hora para la rebeldía del espíritu. Maravilloso instante de la naturaleza en que todo es de mujer inmensa de incienso cálido y de supremo desbordamiento. Tiempo en que todo es esencia de tono menor, ojos que pasaron y ternura desconsoladora. En los jardines el crepúsculo toma matices deslumbradores y tenues con toda la gama del color triste. Parece que se hicieron para servir de relicario a todas las escenas románticas que pasaran por la tierra. Tras las marañas oscuras de las yedras y campanillas asoman siempre cabezas de mujeres rubias imposibles y muchos ojos que miran trágicos, y la plata melosa de la fuente y la intranquilidad constante de las hojas ponen en las almas visiones espirituales por la sugestión del ambiente. Un jardín es algo superior, es un cúmulo de almas, silencios y colores que esperan a los corazones místicos para hacerlos llorar. Un jardín es un gigante de esencia y un beso de rubia ideal. Un jardín es algo que abraza amoroso y un ánfora tranquila de melancolías. Un jardín es un sagrario de pasiones y una grandiosa catedral para los bellísimos pecados. En ellos se esconden la mansedumbre y el orgullo, el amor y la vaguedad del no saber qué hacer... Cuando adquieren las alfombras húmedas del musgo, y por sus calles de álamos de esmeraldas musicales, no avanzan sombras de vida, los habitan las sabias serpientes bailarinas de las danzas egipcias que andan voluptuosas por los [palabra ilegible] abandonados. Cuando pasa el otoño sobre ellos tienen un gran llanto desconocido. Jardines para los tísicos que se mueren de lejanías brumosas! Jardines, los del amor, llenos de estatuas mórbidas, de espumas, de cisnes, de iris macizos, de lujurias escondidas, de estanques con lotos rosa y verde, de glorietas misteriosas donde un amorcillo herrumbroso tira eternamente la flecha fatal, de cigüeñas perezosas y de visiones desnudas; encierran toda una vida de pasión y abandono al destino. Jardines para el olvido y para las almas farnesias. Y los que son un bloque verde con secretos negruzcos en donde las arañas tendieron sus palacios de ilusión con una fuente rota que se desangra lentamente por la seda podrida de las algas. Jardines para idilios de monjas enclaustradas con algún estudiante y algún chalán caminero! Jardines para el recuerdo doloroso y para el más allá. Todas las figuras que pasan por el jardín solitario lo hacen pausadamente como si celebraran algún rito divino sin darse cuenta... y si lo cruzan en el crepúsculo o en la luna se funden con su alma. Las grandes meditaciones, las que dieron algo de bien y verdad, pasaron por el jardín. Las grandes figuras románticas eran jardín. La música es un jardín al plenilunio. Las vidas espirituales son efluvios de jardín. El sueño, ¿qué es, sino nuestro jardín...? En la vida que arrastramos de atareamiento y preocupaciones extrañas, pocos son los que se espantan de pena y delicadeza ante un jardín, y los pocos que nacieron para el jardín son arrastrados por el huracán de la multitud. Van pasando los románticos que suspiran por la elegancia infinita de los cisnes. En los crepúsculos están solos los jardines. El sudario gris y rosado de la tarde los cubre y contados son los que escuchan devotos su canción... La tarde se iba consumiendo entre el trémolo de los violines campestres. No había luna. Las estrellas eran ternuras de luz. Pronto la noche hablaría con el oscuro jardín. Parecía que manos invisibles movían la parra y los rosales trepadores. Los gatos seguían con su maullido arisco al son del agua y las sombras del frío hacían palidecer a las umbrías... Era inquietante la luz, como de tormenta... y era miedoso el dosel de los pámpanos y era aplanadora la grísura de la lejanía... Al mágico conjuro de la huida de la luz, el jardín se estremecía... y temblaba el magnolio de hojas de cuero y el eucaliptos formidable y las tenues enredaderas y el rosal de Alejandría... Los mil perfumes formaban el perfume desconocido mezclado con el olor de las fuentes y de la tierra soleada. El no mirado cielo abrió la inmensidad de sus luces abrumadoras, escarchando de gracia- al jardín, y de la casa cercana, tapizada por un jazmín, salió una voz apagada de piano que cantaba una furiosa melodía que mostraba ensangrentado un imposible sentimental... Y el jardín se llenó de luna espiritual.

II: Antonio

El piano se calló con una contracción carnosa y el jardín quedó sumido en el silencio de la noche. Se oyó abrir una puerta vieja con un chirriar cansado y unos pasos lentos por la avenida. De la oscuridad surgió la figura de un hombre con la frente ancha, larga cabellera, cuerpo menudo y agobiado, boca expresiva y manos blancas. Surgió como un espectro envuelto en la oscuridad da las marañas. Avanzó despacio y, haciendo una mueca rara, se dejó caer sobre un banco. El vacío era infinito. Se pasó la mano por la frente y sus ojos miraron a la noche... Eran unos ojos extraños, llenos de melancolías y de luchas de corazón. Miraban como preguntando algo que no tenía contestación o como pidiendo una solución a un sufrimiento constante. Se dejaba caer la melena sobre la boca y se la levantaba brioso, estirando la frente y entornando los ojos muy pensativos. Era un mar de dolor y de preguntas. Se levantó y se volvió a sentar. La noche, tan sublime en su religiosidad solemne, era un sarcasmo para su alma. El jardín, tan lleno de ternuras para los dulcemente tristes, era agobio para sus pesares. El paisaje del campo lejano, de blanda plata con ojos de luz dorada y ráfagas negras de alamedas, era muerte para su aplanamiento... Todo lo que pasaba por su imaginación era desgarrador. Hay instantes en la vida en que las pasiones con todo su mortal esplendor nos hieren demasiado y sentimos sobre nuestras conciencias todo el peso fatal del porqué. Toda la filosofía nocturna se adentraba en el hombre y le hacía temblar y llorar y tener visiones de un histerismo desquiciado... El jardín estaba sonando su vivo rumor, escuchando a una vida trágica que iba a pasar por él... y la canción desolada brotó cadenciosa de los gruesos labios del hombre-.

"No me quejo, únicamente lamento. Me lamento de ser todo pasiones y deseos grandiosos para mi pequeñez. Me lamento de mi trágica vida sin rumbo... Me lamento de mi demasiada convicción del mal. Mi educación fue como todas: me dejó sus vicios y alejó a las virtudes... pero tuve la gran desgracia de pensar por encima de lo que me enseñaron. Pensé en la vida y en la muerte y en lo misterioso del más allá... y por eso estoy sumido en el más hondo desconsuelo... Toda mi tragedia está puesta en mis sentidos; ellos me vencen y me hacen vivir. Lo más alto que hay en mí quisiera convertirme en luz y en pureza de pensamientos, pero mi cuerpo me manda cálido, y está robando a mi alma. Yo creo que mi alma morirá conmigo porque se ha hecho cerebro y corazón. Yo ansío aspirar la infinita flor del pecado religioso. Yo espero la gran misericordia que me libre de la brutalidad. Porque mi fin, según yo lo he pensado, es el espíritu de mi carne eternamente enamorado de la espiritualidad de lo material. Y que estas mis grandes pasiones se hagan formidables y así descansar en el sacro fuego de la inmensidad de los siglos. Pero no concibo ni quiero concebir la eterna bienaventuranza, porque mi alma la desprecia al considerarla como poca recompensa después de los sufrimientos de la vida por no conseguir un supremo y gigante ideal. El fin es el ideal de cada uno. Por eso Mahoma creó su paraíso encantado... Todos mis grandes amores están muy lejos, nunca los veré cerca de mí, y por eso pienso como único consuelo que mi fin son ellos, y que nunca más acabarán las furias de mi corazón por su abrazo gigantesco... Pero me temo que este mi cuerpo sea podre malolíente y nada, y que mi alma viva la vida eterna que no amo, o que me acabe para siempre después de esta inutilidad del sufrimiento... Y miro la noche y me lleno de optimismo por la eternidad pero pienso en el principio y me sumo en desesperada interrogación... y si luego me escucho al corazón, me anego en llanto desconsolador. ¿Por qué me anegan estas ansias locas sin yo desearlo? ¿Por qué estos amores tan fuertes por las mujeres dulces? ¿Qué tendré en el pecho, que por todo suspira? ¡Ay! No sé qué pensará el mundo ni quiero saberlo... pero no, que aunque no piense, tengo que pensar, porque no logro arrancarme la vanidad. Nadie me salvará, nadie... Parece que me besa el Satanás de lo espantoso. Y dudo aún de lo que presiento... por eso estoy sumido en desesperación.

El jardín estaba como adormilado por la medianoche. El agua sonaba lúgubremente y los rosales eran como las copas que recibieran las tranquilas lágrimas de la noche... y las estrellas siempre lo mismo, y la inmensidad burlándose con su frío azul de nuestros pensamientos de su fin. La bruma comenzó su obra de indecisión. La fuente hablaba fortísimos, vehemente, y cantos embriagadores por su ternura suave. ¿Qué querrá decir? El hombre lloró muy fuerte y entonces las sombras se apretaron y susurraron: "Miserere. Miserere."

III: El camino

El hombre que vimos llorar en el tranquilo y romántico jardín se asomó a una ventana de su casa, la que estaba aterciopelada por un maravilloso jazminero... El día le daba toda su luz y hacía lucir su palidez como de marfil antiguo. Podía decirse muy bien que era un hombre todo ojos, porque era lo único vivo que poseía. Se llama Antonio y tiene por compañera inseparable a la melancolía. Suspiró cansado y entróse en el misterio de la habitación... El sol brillaba mucho y hacía presentir un mediodía cálido y brumoso. La puerta del jardín se abrió y por ella apareció la noble figura del hombre, envuelta en una pesada capota gris. Se detuvo indeciso y después comenzó a andar por el ángulo inmenso de la carretera. La mañana hacía resaltar el color de las cosas de una manera apacible y era tan sereno el cielo que ponía en el alma una tranquilidad suave y airulladora. Sonaban los ruidos mansamente y sonaba el trémolo sedoso de las acequias y el cuitado metálico de los árboles y el pianissimo solemne de las verdosas lejanías. Antonio avanzaba con la cabeza muy baja y deteniéndose cada instante para impregnarse de la sublime devoción de la Naturaleza... Ante él estaba el camino bordeado de álamos y de aguas tranquilas: el camino que conduce a otras partes desconocidas y donde quizá haya consuelos y espíritus hermanos. Por aquella senda se abre la puerta que nunca hemos franqueado y que tantas veces escondería felicidad para el desanimado andador por la vida... Muchas veces la desesperación encontró el beso que la hizo nieve en el más allá de los caminos. Muchas veces el vértice de estos ángulos inmensos de las carreteras fueron salud y gloria para el peregrino del espíritu. Siempre el cansado por el dolor tuvo en sus manos al finalizar el viaje, por unas horas o para toda su existencia, el ansiado elixir del olvido. ¡Quién sabe, sí nosotros sufrimos de amor, si allí encontraremos otro más fuerte que nuestro corazón! ¡Quién puede negar, si morimos por unos ojos, que Allí en la lejanía se esconden los ojos que no soñamos de puro infinitos!... y Antonio al mirar la bruma del horizonte pensaba en esto y sentía un ansia grande de andar andar y ver a los otros hombres y saber sus pensamientos y meditar de la vida de las gentes desconocidas. Es grande, muy grande, la inquietud que sentimos ante un camino porque él nos enseña en su libro de abrumadora filosofía toda nuestra pequeñez... La mañana tiene mucho optimismo en su aire, en su color y en su frescura, y una senda llena de sol y de olor campestre ante un alma enamorada es un consuelo y una esperanza, por muy sumida que esté en la tragedia. Nos sentimos pequeños, muy pequeños pero con bríos para la lucha y con el corazón lleno de sangre para recibir a los dulces sentimientos. El camino se esfuma en oros fuertes y bruma cenizosa y nuestros ojos quisieran poder contemplar su fin y lo que hay más allá de su fin y... soñamos con ciudades y con personas y nos asaltan pensamientos agradables, pero volvemos en sí cuando nos vemos caminar. Allá muy cercana hay una figura de piedra sonrosada. ¡Corramos a mirarla! Y lo que creíamos cercano se aleja a medida que andamos y, cuando al fin la hemos alcanzado, el cansancio de la marcha no compensa a la belleza de la estatua... El alma ve las ideas todas de rosa en el espléndido jardín de la imaginación... La voluntad empieza la caminata apasionada para darles forma, pero cuando el sueño se hace materia y nosotros creímos que volvíamos a nacer, sentimos a nuestro lado el frío morboso de la indiferencia, y después la muerte con el dolor de la carne... Antonio caminaba con toda la pena de estas meditaciones sobre su corazón, mirando angustiado al final del camino, y todo el optimismo que antes vio en la mañana trocóse en áspera indecisión espiritual. Ya no sabía ni qué era su tormento ni por qué. "¿A quién amo yo?", se preguntaba desolado. "¿Es a Elia, a Susana o a María? ¿Las amo verdaderamente o sólo es ambición carnal? Y si las tres son mi vida, porque sin ellas no presiento la felicidad, ¿qué hago con mi vida en medio de este tormento atroz? ¡Ay! Soy infeliz de tener tanto corazón en esta sociedad mentirosa de pureza y de religión..." La vida no puede tener normas fijas, porque cada hombre es una vida, y por eso todos los que piensan, aunque sea remotamente en su ideal, reniegan de ella al comprender que nunca conseguirán la tranquilidad de su espíritu. Por eso casi todos los hombres que pensaron se asieron al gran pegaso incoloro de la vida de la sociedad actual y marcharon asustados de sí mismos al fin... Yo pienso así aun sin querer, y no digo que mis palabras sean la verdad, por no saber dónde se esconde ese preciado tesoro... Tengo miedo e inquietud ante este camino inacabable para mis fuerzas, y amargura de mi podredumbre ante el color divino de los campos... Siento en mi alma la eterna angustia de pensar en mí y en los demás. En mí encuentro la sima profunda de mis pensamientos y lo imposible material y espiritual de mis deseos. En los demás hallo el porqué incomprensible de las acciones y lo abrumador de su falta de sentimientos de rebeldía hacia el mal. Miro a la inmensidad para ver si aparece Cristo exterminando a los mercaderes de su religión y consolando a los sin rumbo. Suspiro ante las estrellas para sentir dentro de mí los fervores primitivos de la divina gracia... Lloro siempre y caigo en el abismo de las interrogaciones al besarme la noche doliente porque en esos momentos vivo lleno de sentimientos indecibles y me anonado ante lo lejano de la verdadera luz... Ante este camino que nunca acaba para mis ojos adivino el resplandor azulado y tibio de las bienaventuranzas que dejó tras de sí aquella paz celeste con cuerpo de hombre que pasó por la tierra... Ante este camino siento a Cristo en mi corazón y me anego en sus amarguras. Muy lejos está su ternura de los hombres, muy falsificado su sentir, muy enmascarada su humildad... pero yo la quiero conservar pura en mi corazón. Ante este camino comprendo la inmensidad de la humanidad y el imposible del bien. Todo son apariencias de bien... Los que lo llevaron en sus pechos y se inundaron de fe al hablar ante conciencias y llamaron hermanas a las flores y a los animales fueron despedazados por las fieras custodias del mal... Me ahogo de angustia al pensar que la base de los hombres, Adán y Eva, fueron el mal porque la serpiente triunfó... y eran obra de Dios como también el mal había sido obra suya... El mal está escondido en todo lo agradable de la tierra. El bien es una cruz de espinas, que quien lo ama muere traspasado por sus púas... Este camino acabará en el infinito pasando por toda la tierra y todas las vidas que pasen por aquí marcharán con los ojos puestos en él, porque nacer es morir... Cada día que transcurre es un velo que se descorre en la inmensidad para dejarme paso... y siempre igual. Por el mundo corre el viento de la incredulidad imbécil. Tan sólo por el placer de la negación todos corren tras su conveniencia atropellando a la razón sin el temor del Quijote ideal... y yo, consumiéndome en estos pensamientos hondos, sin probar a conseguir lo que mi carne y mi alma desea. ¡Susana! ¡Elia! ¡María! Son tres y ello significa lo imposible de mi idea de sus caracteres. María es blanca y tímida, a ésa le causo temor... pero su corazón es fácil conseguir. Susana y Elia se ríen de mí... les parezco... lo que soy: un amador de la luna... Ellas aspiran al elegante joven que las compre por su oro... ¡Pero los ojos de Elia! ¿Cómo es posible que encierren todo ese mundo fantástico de idealidad? Porque ella tiene el alma sin nacer... y habrá ojos como los de Elia, pero quizá no los sepa mirar y por eso no me enamoran... Tengo sobre mi cerebro todo el nocturno nevado de la voz de Susana.. Es miel recién formada que cae sobre mi pecho, llenándolo de deseos de llorar. Cuando la oigo creo estar oyendo a una viola apasionada sobre el lejano violado de la tarde... Se ríe de mí porque me apeno ante la tristeza de su estanque lleno de patos y de constelaciones de [palabra ilegible] por las verdosas algas. Me llama loco y desgraciado porque beso a las azucenas, más mujeres que ella, y espanto a los gorriones del lazo que les da muerte. Y comprendo que es tan sólo una estatua bellísima sin alma y sé que me desprecia olímpicamente pero el amor me vence y la amo con desenfreno, con pasión. Comprendo que la vida del espíritu es imposible con ella, incapaz de pensar en tristezas amables ante una puesta dorada del sol, y la quiero y la deseo con toda la fuerza de mi corazón de fuego. Sé que tan sólo posee los ojos en que yo quiero mirarme en la cumbre del hombre y no veo más allá. Sé que después lloraría, pero la amo sin saber por qué... Y si pienso en Susana me estremezco ante la furia lujuriosa que encierran sus labios y la contracción de su talle... No me considera hombre, pero si me amara yo sería un sacrificado a su inmenso deseo. Se mofa de mi figura y de mi ridiculez. Yo no le sirvo para sus locuras sexuales... pero la amo y la deseo ardientemente... y ella lo sabe porque ayer levantó su falda mostrándome toda la maravilla de su carne en un movimiento que hizo con descuidada intención. Ella hace estallar en mí toda una lujuria espiritual... Luego el doloroso encanto de María... yo amo su blancura de niña casta, sus ademanes tímidos, sus palabras dichas con todo su candor nacarino, pero no la deseo... sería mi compañera espiritual, sería la mano blanca que me adormeciera en mis tormentos... una amiga, en fin, no una novia. Con las amigas se habla y se cuenta. Con las novias se reza y se ama... El deseo sexual aunque lejanamente mirado, da a nuestras palabras la inflexión hipnótica del mareo amador que hace suspirar y besar a la mujer y el brillo vago y reluciente en los ojos que, al ser mirados, adivina todo lo que nosotros queremos decir muy apasionados... Al lado de la amiga estamos llenos de la blancura que nieva a los deseos. Cuando hablamos con la novia sentimos por nuestra sangre toda la calidez del alma que presentimos formar. Una amiga es un amable consuelo. Una novia es un dolor maravilloso... Una amiga es un arca para los secretos más íntimos. Una novia es la copa temblorosa de nuestro corazón... No, no, a María no la quiero, y quisiera quererla, pero no siento ante ella lo abrumador del beso. La besaría como una hermana. Yo pondría en sus deliciosas mejillas el beso marmóreo del bienestar amistoso... y ella tiembla cuando yo la miro y me habla atropelladamente si le cojo las manos. ¡Dios mío, ella me ama y me desea! ¿Por qué no siento sus encantos? ¿Por qué no lloro ante su carne transparente, rendido de amor y deseo? ¿Qué tengo en el corazón que la rechaza? ¿Qué tendrá mi alma que no se funde con la suya? ¿Es que estamos los hombres puestos en un teatro de pasiones que la eternidad manda? Y ella me ama, me ama: lo dicen sus ojos negros cuando me miran, lo dicen sus senos que tiemblan como el agua de las albercas tranquilas cuando la elogio; lo dice su alma que quiere adueñarse de la mía. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Dónde estás con tu bien? Por todas partes estoy viendo el mal admirablemente ensañado... Yo sería feliz para siempre si amara a María, porque en ella veo un espíritu superior y quiero amarla, pero el no desearla y a ratos hasta aborrecerla me apartan de su corazón. Y ella me ama. Yo sería feliz porque sus manos de perlas arrancan al piano tan amado por mí toda la nostalgia que encierra la música... El viento que viene de lo desconocido me trae en sus flores temblorosas e invisibles sonidos de las otras vidas, todas de sufrimientos ocultos, y habrá apasionados errantes de fin, como yo, y habrá Susanas y Elias y Marías... y mi historia se repetirá constantemente siempre...

Tengo ante mis ojos al camino brumoso. Sé lo que soy, sufro por el mundo, y sin embargo siento el ansia loca de andar hasta conocer lo desconocido. Estoy lleno de pesimismos y quiero ver lo que hay allí, detrás de las brumas del sol..."

El camino estaba solitario. Allá a lo lejos las norias cantaban su canción perezosa y los álamos eran un fluir constante de melodías sonoras. Antonio, cargado con el hondo pesar de sus pensamientos, andaba lentamente, sumido en el mar de sus melancolías. Sobre él estaba la naturaleza, y los hombres todos lo consideraban en su miserable pequeñez. La vida iba pasando perfumada con mil dolores y la acabaría el último gran dolor. Las torturas de su alma cada vez lo ahogaban más y más. Caminaba envuelto en su capote grueso, contemplando con tristeza la inmensidad de los sembrados y del cielo... El sendero se torció y apareció una fuente antigua abrazada por una parra umbrosa bordada de negros panales y de un tremolar de avispas. Junto a ella un calvario lucía su Cristo ventrudo con su cabeza inclinada y sus brazos larguísimos. Estaba todo el suelo cubierto de hierbas y de flores incoloras. En el fondo había unas higueras y unos guindos puestos como para servir de marco a una escena desnuda. La fuente hablaba muy silenciosa, y un fuerte aire hacía rosas, bosques, pegasos, mares y coronas gigantes con las nubes. Antonio se detuvo y, descubriéndose pausadamente, suspiró. Después se dirigió hacia el crucifijo que enseñaba su martirio inexpresivamente y arrodillándose ante él y puestas las manos sobre el pecho, exclamó: "Tú que enseñaste la compasión, compadécete de mí. Tú que llenaste de claridad a las tinieblas de los abismos del primer principio, apiádate de mí. Tú que eres burlado y vendido por los Judas que te enseñan vengador, dame luz de tus llagas divinas. Yo, que te amo en toda tu hermosura de corazón humano... Tú que fuiste el casto de los castos, sálvame de mi desgarradora pasión. Tú que eres la providencia y la sabiduría, lléname de fe... Haz esta mágica transformación en mi voluntad y en mi alma, y yo seré mas enamorado aún de tus bellezas místicas, y te predicaré por los mundos, como tus antiguos y leales peregrinos." El apasionado y doloroso rompió a llorar abrazando a la cruz. La fuente y los campos estaban sumidos en hondo sopor. Las norias casi no se sentían... Pero el aire había empujado a las nubes de plata y de rosa y primero fue una forma indefinida lo que se vio, después unas esfumaciones como cuernos, y, por último, el aire fue más recio y sobre el crujiente azul insondable surgió la maciza figura de un chivo colosal con unos enormes cuernos y un gran rabo de nubes rosadas... Antonio miró al cielo y vio la visión lujuriosa que ya se empezaba a borrar... Inclinó abatido la cabeza y, mirando al calvario fijamente, susurró muy quedo: "¿Qué dices tú...?" De la parra brotaban a centenares las avispas y allá a lo lejos el entrecortado metálico de las norias sonaba como si fueran carcajadas de gigantes que turbaran el silencio soleado de la vega. Antonio, con los brazos caídos y sumido en amargas y crueles reflexiones, comenzó el caminé hacia su casa, mientras los campos serenos y tranquilos daban su maravillosa lección de quietud.

14 de Septiembre. 1917

IV: El piano

En el interior plácido lleno de luz de sol lucía un piano antiguo toda su melancólica dignidad. Sobre un cojín bordado de amables manchas íntimas un gato miraba fascinado a las moscas que soñaban sobre la dulzura luminosa, y en el fondo un gran espejo esperaba mostrar. Lo demás era suave sombra gris. Tenía la habitación una tranquilidad de abandono e indiferencia admirable hacia todo dolor... en la cual se escondía el alma sin forma del piano. El piano tiene un alma escondida que se despierta cuando siente cerca un corazón... y cuando llega a cantar escucha el que llora una voz de mujer.... El suave martillo hiere la cuerda en tensión y ésta pocas veces dice lo que el creador de la melodía sentenció... Nosotros oímos la cantata, pero no en su formidable expresión... y es que el piano sigue dormido, porque en nuestro contacto no sintió al corazón... El violín es el eterno romántico que siempre llora por la causa más débil. El violín es el bohemio apasionado de la música que suspira en todas las manos aunque lo hieran torpes. El gemido vehemente de sus graves y agudos nos muestra su desatada ternura de eterna juventud. Las trompas siempre quieren decir algo de grandeza o algo fuertemente meloso. En las flautas y los clarinetes dicen todos los espíritus las melodías, al soplar sus gargantas aterciopeladas y dulces. El timbal, siempre que suena, dice algo muy trágico y solemne. Cuando habla el fagot se adivina la serenidad sepulcral. Todas las almas dormidas de los instrumentos musicales adivinan más pronto al corazón... y son más amados del escalofrío que el pesado y grave piano. Las melodías que están desprovistas de apasionamiento doloroso o de la triste alegría musical pasan por todos estos transformadores de espíritu increado como si fueran de nieve. Aunque el alma que las haga sonar sea de fuego, las sublimes voces de los instrumentos no las dejan hablar. Ellos las cantan con todos sus sentidos despiertos cuando la canción tiene esa vaguedad y soñolencia infinita del dolor y la pasión... pero el piano tiene un alma lejana muy difícil de llamar... y que ella no acude mientras no la llame a voces el corazón. El piano es una mujer que duerme siempre y que para hacerla despertar es necesario estar lleno de cálidas armonías y de pena de no saber por qué. Sonarán todos los pianos. Los fuertes, de sus graves cantarán triunfales. El desquiciamiento hipnótico de sus escalas cromáticas temblará sobre el marfil... pero su alma eterna seguirá dormida. Chasquearán los martillos sobre las fibras sonoras. Blancas manos besarán a las teclas. Quizá la maravilla del tono menor encienda sus cirios de melancolía. Quizá las nobles ideas de Beethoven o la gallardía acrobática de Liszt crucen sus caminos inciertos... pero su alma eterna seguirá dormida... Sentiremos las tristezas y los apocamientos y las furiosas voces musicales, pero no las percibiremos en su más alta esencia y con toda su expresión. Todos los días sonarán en los pianos los romanticismos sangrientos y espiritualmente sensuales de Chopin, pero ¡qué pocas veces suspira atormentada el alma del músico! El violín es el desbordamiento de pasiones, el alma del instrumento siempre dormida que dice más que el alma del hombre... En el piano es el alma soñolienta, llena de escarcha y rocío indiferente, que espera ansiosa a la mano-corazón que la haga hervir... Y como es mujer, es voluble... porque no siempre acude a la voz del que la logró despertar. El que esté lleno de emociones y recuerdos amargos, el que tenga en su pecho guardada la nostalgia infinita de lo que pasó, el que posea en sus ojos aquellos ojos que, al mirarlos, nos dieron la idea de Dios, el que mire al cielo y pregunte afligido... que se acerque a pulsar el piano bajo la madrugada silenciosa, que seguramente el alma dormida se despertará... y hablará el Beethoven que pocas veces escuchamos... Brotará la nebulosa inmensidad azulada de Chopin... Unas manos toscas y torpes arrancan de la guitarra toda su espantosa tragedia y sufrimiento, porque la guitarra es un alma en pena de todos los amores imposibles, y en su forma y en sus bordoneos, que suenan a ojos enormes con ojeras moradas, nos dice su apasionamiento y su constante sufrir. ¡Pero un piano...! Pobres pianos cubiertos de paños burdos, ¡tan chatos!, y llenos de escenas cursis, ¡esclavos de unos amos que os hacen hablar chabacanerías! ¡Pobres pianos adornados con colorines toreros y con retratos odiosos de gentes que os despreciaron! ¡Pobres pianos que nacisteis para nunca mostrar vuestras pasiones! ¡Hacéis bien en no enseñar siempre vuestras almas secretas...!

Este piano de la habitación soleada era muy antiguo y melancólico. En él pusieron sus manos muchas almas desaparecidas que confiaron sus idilios a los tonos bañados de castidad. Está cubierto con un gran manto de seda amarilla, en donde se ríe una escena china con su monte volcánico en rosa y su pulida lejanía en azul. Sobre él, un ramo de rosas blancas se está consumiendo con su perfume indescriptible... El sol se fue de la habitación. En la calma se oía rumorear al jardín... Si la idea hiciera sonar al piano, la ensoñación trastornaría... pero el personaje apareció por un oscuro tapiz... Antonio, con los ojos de eterno soñador y con los labios de suspiro continuo, se paseó lento por entre los muebles. Acarició al gato, que se estremeció eléctricamente. Salió a la ventana para recibir la frescura verdosa del jardín y con una indecisión en tono indefinido se dirigió hacia el piano y, oliendo las rosas, se dispuso a hacerlo sonar. Con una mano y descuidadamente dejó sentir el triste tono de la menor... Por su frente estaban desfilando en honda confusión sus meditaciones imposibles y desfallecidas. Sentía la necesidad de la tranquilidad del pensamiento y por muchos esfuerzos que hacía, no conseguía arrancarse de aquellas torturas de su alma. La sombra se abría ante él con todo su espanto y su inquietud y detrás de ella veía la nada que sume a las almas en desesperación. Y cada vez la sombra lo envolvía más y más, y en las calles las gentes caminaban idiotas, sin presentir nada de nada, y él preguntaba, caminando por el mar imposible de su dolor. Y veía al Evangelio cubierto de sombras pestilentes de la hoguera salvaje de espíritu que mantienen espectros negros, y sentía brillar en manos incultas al dinero, base de la humanidad, mientras aquella conmovedora apoteosis de amor y pobreza huía hacia lo desconocido. Y adivinaba la llegada de lo abrumador y presente a su fin y por eso estaba sumido siempre en la tragedia de su pensamiento. Quiso olvidar el consuelo terrenal, pero se vio más cerca de las sombras, y entonces se acordó de aquella frase de Jesús, "Bienaventurado el que me siga, porque él verá la eterna luz..." Y toda su alma vibró estremecida, porque aquella amargura inmensa pasó por él muy hondamente y, no sabiendo cómo llorar, puso las manos sobre el marfil de oro y el piano comenzó a cantar apasionado. Al conjuro de sus dedos todo el alma se despertó y los acordes dulces se unían con cadencias de violonchelo, y la melodía lejana soñaba ondulante entre la marea rumorosa de las demás cuerdas. Los pedales, que son el corazón del piano, le hacían sangrar y desfallecer envolviendo a los sonidos en seda de aire en calma, mientras Antonio iba diciendo el rosario divino de su pesar... A la sangre de la música se fue borrando todo y el romántico atormentado logró ver el gran mar de niebla azul que sueñan los que sienten con Chopin... Todo se fue y se quedó solo con el alma del piano en medio de la infinita azulación. La melodía decía un alma grandiosa que nunca consiguió, un ansia de lejanía inacabable, un deseo vehemente del azul hecho carne... y el azul inmenso temblaba como si fuera a parir algo angelical... y de la bruma nació un cortejo. Eran mujeres sin sexo y con ojos de lujuria verdosa velados por un iris suave. En sus senos esconden la leche que convierte a los hombres en azul, en sus bocas guardan la esperanza del olvido, y en la luz infinita de sus frentes ocultan la esmeralda de la inmortalidad. Ellas son las imposibles que solamente el sueño puede enseñar. Van cogidas del brazo sostenidas por un macizo azul, y en las manos bellísimas agitan manojos de azucenas y claveles: la pureza y el deseo. La invisible lira de los ríos románticos cantó apasionadamente leyendas de amor. Lo desconocido contó su infinita poesía, las mujeres se volvieron espuma y olor, y, al desaparecer ellas, el imposible se hizo más aplanador...

El piano tuvo una modulación decaída y el nocturno maravilloso cambió. Era religioso, austero y de angustia lo que decía... La bruma azul tomóse negra y a los acordes graves y a la melodía en clave de fa surgió una forma de luz roja que danzaba asustada sobre la negrura insondable. Las sombras se estrechaban y querían aprisionar el alma cuando otra vez brotó lo azul y nacieron las mujeres, que huían con grandes alegrías de la luz roja que tenía forma de hombre... Hubo un final definitivo por su fortaleza y el piano se calló. Antonio, con los ojos cerrados dolorosamente, se quedó inmóvil y como en éxtasis. El alma del piano había respondido a su llamamiento. El tiempo iba pasando sobre el silencio... Era la noche y los gallos empezaron con sus gritos y sus extrañas respuestas... Una cuerda del piano vibró sola. Por la negra madera marfileña una sombra tembló... El romántico se levantó pausadamente, aspiró las rosas blancas casi marchitas y dejóse caer con desaliento en un sillón... Llevóse las manos al pecho en una mística actitud y, como siempre, rompió a llorar desesperado... Veía su vida cercada de inquietudes y de amores espirituales. Creía en su pequeñez y en su dolor de todas las cosas, y se abandonaba a su desesperación. Gemía fuertemente de todo y de nada, y en su horizonte de pensamiento no adivinaba al consuelo... El piano dio un acorde suavísimo con todas sus notas y de la oscuridad de la noche brotó el magnífico bálsamo espiritual-, "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados." Antonio creyó ver el consuelo y se calló con una religiosidad pensativa. Mientras tanto, los gallos cantaban unos con otros, presintiendo la dulzura inefable del amanecer.

19 de Septiembre 1917

V: La muerte

Un día de enero lleno de brumas opacas y de aire helado, Antonio se hallaba dormitando tranquilamente a la tibieza dulcísima de la lumbre, cuando un criado entró con una carta de luto. La abrió ansiosamente y suspiró muy hondo. "Una mala noticia", exclamó. "Carlos, mi compañero de estudios, ha muerto." Se fijó en la hora del entierro y, volviendo a recostarse en la butaca, comenzó a recordar toda la vida del desgraciado... "Cuatro hijos, cuatro hijos", repetía inconscientemente, "y sin fortuna. Bien se ceba la muerte en esos infelices...". Las llamas lo iluminaban fantásticamente con luz crepuscular y esfumaban en oro viejo a los muebles. Las nubes formaban un palio gigantesco lleno de miedo y tragedia y los cristales, al entrechocar con las maderas, hablaban al teléfono incomprensible del aire. La leña, que al arder crujía desesperada con pregón doloroso, habló en el silencio, y el terciopelo cálido de la penumbra envolvía a la habitación... Antonio tan sólo pensaba en la muerte de aquel amigo tan inesperada, muerto en el mediodía de la virilidad. Y todas sus ideas surgían como fantasmas temerosos al lado de la muerte. En sus pensamientos briosos de espiritualidad la viscosa frialdad de la muerte había puesto una negra cadena. Veía a la muerte como el gran castigo, no como la recompensa al espíritu, y se espantaba de sus cárdenas morbideces y de su olor escalofriante... Veía a la muerte en el cadáver, no en lo que voló del cadáver, que era siempre vida. Se horrorizaba de la materia en descomposición, sin recordar los consuelos que explican las religiones del más allá, de la resurrección de la carne... Pensaba que lo que desaparece no vuelve a aparecer, sin acordarse del tremendo Apocalipsis, y sufría al meditar el eterno descanso del espíritu... Volvió a leer la esquela de defunción... y sonrió incrédulamente al leer-, "el funeral por el eterno descanso de su alma". "¿Qué bien podemos hacer nosotros", murmuró, "por ese espíritu que voló hacia el infinito? ¿Qué consuelo daremos a la esencia de vida que se esparció en la inmensidad con unas cuantas salmodias funerales? ¿De qué castigo tenemos que salvar a nuestras almas desligadas de la materia y de las pasiones? Indudablemente estos católicos afirman la existencia del alma, pero la tratan muy plebeyamente. El alma no puede tener castigo porque ella es la misma eternidad. Nosotros los hombres sólo podemos enterrar a los muertos y llenarnos de confusión... al recordarlos... pero jamás podremos señalar a las almas condenadas y gloriosas. Si la iglesia cree con esto consolar, sólo consigue aterrar a los humildes de pensamiento y desviar de su seno a los que sientan la grandeza de la concepción espiritual. Los que inventaron las leyendas bien supieron que el alma era cosa superior a todo e imposible de sufrir, y por eso crearon la resurrección de la carne... Mientras tanto, el espíritu creador, muy lejos de todos y no comprendido por nadie a causa de su imposible pensamiento... Todas las religiones indican un final al que muere, pero siempre un fin muy humano y que satisface a las vanidades y a la carne. La tranquilidad carnal de los paraísos... Porque como la muerte es una negación de todo sobre lo que está basada nuestra existencia, tuvieron la necesidad de suponer otra vida, continuación de ésta, pero plena de perfecciones para los sentidos... Nunca y en ningún cerebro cupo la idea de Dios a causa de su espantosa magnitud. Si Dios juzga en la eternidad, juzgará a los hombres y a los mundos y todo lo animado e inanimado que él creó... Pero nunca podrá castigar, porque al castigar a su obra se castiga él mismo por haberla creado. Y como el eterno principio es la verdad, sólo existirá la misericordia. Indudablemente, no creo ni en el castigo ni en el premio... tan sólo pensarlo me produce ideas llenas de ridiculez. Si existen las almas, todas se unirán al espíritu increado para ser parte del mismo... Pero la muerte, ¡qué espanto! Todo lo que de espíritus pensamos puede ser un sueño de infinito consuelo... Pero la muerte, ¡qué realidad más abrumadora! ¡Pobre Carlos!"

Un reloj dio las tres con sonido apagado y melancólico. La lumbre chisporroteaba muy sonora. Antonio se levantó con todo el peso de su pensamiento y, al sentir el silencio suave de la habitación, tuvo miedo involuntariamente. Acontece que casi siempre que pensamos en la muerte nos llenamos de una gran inquietud y zozobra en que todas las cosas inanimadas toman una viva personalidad... Y si posamos nuestra atención temblorosa sobre algún objeto, aseguraríamos que se muere. Parece que el alma amiga que voló nos envuelve el corazón. Antonio, bajo esta rara impresión, paseó hacia la ventana y contempló el paisaje. El jardín, rociado de gris, estaba mudo. El cielo era una gran plancha de acero mate y en las lejanías insondables el sol muerto teñía de rosa interior a las macizas blancuras... Una campana lejana disolvió sus bronces admirables sobre el aire, y allá en lo hondo de la calle unas pobres mujerucas arrebujadas en sus mantones raídos se incensaban, al hablar, con el vaho cálido de su aliento... El reloj volvió a decir lo mismo, y el silencio continuó su no escuchada lamentación. Comenzaba a nevar. El pensamiento de muerte lo atormentaba en medio de aquella tranquilidad helada... Se vistió rápido y marchóse a casa de su amigo para asistir al entierro... Cada día estaba más lejos de la vida de la sociedad... Al salir, la campana clamoreaba dolorosa... En la casa del muerto todo era confusión antes del entierro. Se oía llorar a unas mujeres, y se percibía fuerte olor a cera y éter desde la puerta. Antonio vio muchas gentes desconocidas que charlaban despreocupadamente en medio de la tristeza cansada del ambiente. Todas las puertas estaban de par en par. Alguna criada vieja gimoteaba trémula mientras miraba curiosa a los que llegaban con sus ojos pitarrosos. A la llegada de algunos personajes los gritos de la familia se acentuaban. Era una sinfonía trágica de lamentaciones. Antonio pensó que el llanto silencioso era algo más dolorosamente íntimo que aquella ostentación de sufrimiento. Iban llegando gentes enlutadas para asistir al entierro y ramos de flores pálidas que olían mal emocionalmente. Se sentía un trajín de pasos y de voces opacas por toda la casa y un mareo constante de arrastrar pies. Una señora apergaminada daba órdenes a las sirvientas, sorbiendo lágrimas, mientras unos hombrotes rústicos con los zapatones de cuero claveteado esperaban estúpidamente cargar con el muerto. Antonio quiso despedirse de su amigo y penetró a la cámara mortuoria. El olor de agua de colonia se mezclaba diabólico con el hedor del cadáver. La pared estaba cubierta de terciopelo negro manchado de cera y descolorido, y en el fondo un crucifijo modernista lucía sus chorreones sangrientos al temblor de los cirios que lloraban sus gotones ardientes. El muerto estaba embutido en el espantoso cofre con las manos crispadas de un amarillo deshecho. Los pies mostraban unas botas flamantes abotonadas y la cara la tenía piadosamente cubierta por un pañuelo de seda. El abultado vientre, próximo a estallar, soportaba un plato lleno de sal con unas tijeras abiertas puestas allá por una extraña superstición. Antonio se espantó de aquello y, dirigiéndose a un hombre burdo que velaba con indiferencia al cadáver, le preguntó extrañado: "¿Para qué es esto?"; y el otro, rascándose la cabeza, musitó soñoliento: "Eso es pa que no reviente entoavía. " Al oír aquella respuesta se estremeció todo y sintió bajo su frente un escalofrío de terror. Tentado estuvo por echar a correr y perderse allá muy lejos, pero la curiosidad de contemplar el rostro de su antiguo amigo lo contuvo. Llamó a una mujer que rezaba un rosario interminable y le mandó que quitara el paño del rostro... La mujeruca obedeció y la expresión animal y fantástica del muerto llenó toda la cámara ardiente de terror. Sobre la piel amarilla y flácida aparecían manchas moradas de una transparencia acuosa. Los ojos vidriados ya casi derechos tenían una mirada bizca de terror. De la nariz manaban dos hilos de sangre negra, que caía sobre la boca con expresión asnal, y la ancha frente rugosa comenzaba a hundirse en la podre de su interior... Una voz sonó: "Manoli-co, dale una güerta..." El hombre se levantó y, tomando unos algodones, los introdujo en las fosas nasales del muerto, abiertas espantosamente... Antonio notó que las rojas mariposas del mareo lo invadían, y salió aceleradamente de la cámara mortuoria. En la reja de ella los chiquillos pugnaban por ver el muerto, moviendo las tablillas de la persiana... Se sentó en un banco del patio, alfombrado por el encanto de la nieve, y sintió unas ganas horribles de llorar... De tiempo en tiempo se oía un grito destartalado que sobresalía por encima de todo el murmullo... En la calle se levantó un gran rumor de voces con sordina e inquietud de pisadas y una cruz achatada se bambaleó por encima de las cabezas. Los hombrotes rústicos penetraron en la sala mortuoria y, cerrando la caja, la sacaron en hombros con un vaivén macabro. Dos viejas con los vientres hinchados lloraban a gritos un panegírico ensalzando las virtudes cristianas del muerto. La capilla ardiente, con los cirios humeantes y llena de terror negruzco, tenía más muerte que antes. Al aparecer el féretro en el portal, las gentes se descubrieron con un ademán de superioridad, y el cura revestido con roída capa pluvial lo roció de agua bendita. La comitiva se puso en marcha pausadamente. El tremebundo fagot rompió en balbuceos desafinadísimos y los curas empezaron los versos trágicos... Llevaban en sus caras una indiferencia hacia todas las cosas y una falta de fe desconsoladora. Toda la maravilla y fortaleza del "De Profundis" pasaba por sus almas sin dejar huella alguna. El que oficiaba con el libro en la mano enseñaba al cantar unos dientes podridos y maltrechos. Otro jovencito con tipo afeminado y portador de un cirio miraba a unas muchachas asomadas a un balcón mientras decía "Et lux perpetua luceat eis..." Así, delante del muerto, marchaba la religión... Antonio, lleno de aflicción, se confundió con las gentes del duelo, y las oyó hablar. Unos charlaban de teatros, otros de política, y los más, de sus asuntos particulares, pero ninguno se acordaba ni sentía tristeza de aquél que iba encerrado en la caja antipática, ridiculamente paseada por la ciudad... La muchedumbre procura distraerse del terror de la muerte para no caer en la tentación de pensar... Unas mujeres que estaban paradas en una esquina exclamaron al pasar la comitiva: "¡Que Dios lo haya perdonao-, ése se va a descansar!". Llegaron a un pórtico de iglesia antigua, entonaron un responso con frialdad y por una cuesta empinada cubierta de nieve lo llevaron a enterrar. La gente se dispersó después de saludar a unos señores muy puestos, mientras la blancura de la nieve mostraba su sentimiento virginal... Detrás del muerto fueron unos cuantos amigos y entre ellos, Antonio, embargado de un suave sentimiento de piedad... Al final de la cuesta y ya en la cumbre del monte, el cementerio mostraba su divina y mística cofradía de cipreses nevados, moviéndose al son del aire como cuellos de mujeres. En su interior la paz nevada dejaba escapar su miel de melancolías. Atravesaron una avenida de flores heladas y se pasaron ante una fila de nichos en que había uno abierto... Dejaron en el suelo la caja y los enterradores, encaramándose en una escalera de mano, sacaron una caja carcomida del nicho abierto. Uno la abrió y aparecieron dos momias abrazadas, asquerosamente podridas. Era un nicho de propiedad familiar, y en él enterraban a todos los que cabían... Destaparon la otra caja y el olor fue irresistible. Allí estaba el pobre Carlos, desfigurado por la descomposición, enseñando los dientes con una mueca infernal... Los asistentes al acto fúnebre tenían los pañuelos sobre las narices, mirando espantados la escena. Un sepulturero bizco y lleno de humor herpético cogió una momia de la cintura estropajosa y la dejó caer sobre el muerto, que tembló gelatinosamente. La otra momia la colocó en el suelo nevado y, echándose la caja vieja en hombros, desapareció cantando, mientras se quitaba algunos gusanos cebones que se habían parado en la pana del pantalón. El capellán del cementerio llegó revestido a presenciar el acto, constante en su vida. Era un hombre grueso con cara de idiota, en el que no haría mella ningún dolor. Dijo un responso como el que dice otra cualquier cosa y musitó imbécil la maravillosa oración del Padrenuestro... Comenzó a nevar furiosamente y los sepultureros con gran prisa taparon la caja con el muerto y la momia y la entraron por aquel horrible agujero negro. Después, subieron a la otra momia, llena de preciosas ágatas por la nieve, y en el hueco que sobraba entre la caja y la pared la embutieron satánicamente. Una mano descarnada con girones de trapo asomaba, expuesta al furor amable de la nieve. El albañil que iba a cerrar aquel horno de podre lo hacía [palabra ilegible] groseramente con la palustre llena de yeso... La nieve derretida chorreaba sus lagrimones por aquella pared de muerte... La gente, embozada en sus abrigos, abandonó el cementerio, y Antonio se retiró por la avenida hacia un laberinto de tumbas. La paz era la de la muerte y la nieve... A veces se sentía como un tremolar de hojas secas... Las cruces bordaban al cementerio como las motas negras de un manto imperial. El soñador fue un cúmulo más de vaguedad entre aquella nevada confusión... El tiempo transcurrió con su olvido heredado, y las penumbras dolorosas del crepúsculo comenzaron a esfumar a los relieves... La muerte se hacía más muerte al presentir el encanto azulado de la noche. Antonio abandonó la mansión de la podredumbre acicalada, y salió por el camino solitario desde donde se divisaba la ciudad. Cobijóse bajo un árbol lleno de umbría y nieve, y se puso a mirar la blancura de la hondonada. Una ciudad nevada es algo muy dignificado por la naturaleza. La nieve como la luna son las grandes redentoras momentáneas de las obras absurdas de los hombres. Así como la difícil divina gracia baña de luz y de eternidad amorosa a las almas, así la nieve llena de interés y de espíritu a las cosas más feas. Porque la nieve es el manto de lo eterno que llega por unos momentos a nosotros. En las cumbres más altas de los montes está la virginidad nevada con la muerte que desciende por tiempos a las llanuras para ungirlas con su belleza sobrenatural. Sobre la nieve pusieron los poetas escenas patéticas por su ardor. Sobre la nieve los pecadores de leso arte encienden las grandes antorchas en su honor... Un crepúsculo nevado es una tristeza que nos hiere dulcemente... Cuando cae la nieve y cae y cae, las torres de las ciudades se llenan de yedras marmóreas, y se achican como si se fueran a hundir por su peso. Luego la sinfonía de sonidos se apaga, y todo lo sentimos con una lejana sordina... La nieve, espiritualmente mirada, es uno de los pocos consuelos plásticos que poseemos en la tierra. La maravillosa justeza cromática y musical que posee nos embarga el ánima de quietud inquieta. Todo en un solo tono, con semitonos azulados... Antonio se hallaba ensimismado bajo la emoción olvidadiza y embobamiento angelical que la nieve produce, y no notaba que del árbol caían vellones inmaculados que le bordaban la cara y el vestido de blancor. El crepúsculo estaba diciendo su última variación en tono gris, y las luces comenzaban a abrir sus ojos palpitantes de ternura, agrupándose o extendiéndose como si fueran diamantes que pendieran de un hilo desconocido. El cielo con su insondable entraña clamaba su impiedad para el aterido y desnudo viajero con aquel caer-caer de gotas heladas. Todas las huellas estaban desapareciendo bajo el terciopelo; solamente las torres y espadañas de la ciudad alzaban sus cuerpos, defendiéndose de la no personalidad. La luz sonó su último acorde, y la noche se levantó queriendo aprisionar toda coloración, por briosa que fuere... pero la nieve encendió su luz infinita y todo quedó hecho una turquesa con alma de luna. En las lejanías las brumas borraban las distancias, convirtiendo en mares fosforescentes a los campos, mientras la nieve modelaba las cosas... "Seguramente", pensó Antonio, "nadie piensa ahora bajo este ambiente ensoñador. Todos estarán al amparo de sus lumbres, temiendo a esta blanca inmensidad." Los sonidos que oficiaban en la noche eran solemnísimos y misteriosos. El sonar de las aguas, el caer de la nieve y el entrechocar de los árboles eran los acordes constantes que hacían sus morendos y fortes dulces. La ciudad con sus ruidos de gentes y sus voces raras era un enjambre de melodías sin resolución que nunca modulaban. Una voz fuerte en el primer término y el ladrar entrecortado de los perros eran contrapuntos desquiciados a las mil melodías, y el rasgar del aire en los oídos, la base augusta de la sagrada sinfonía. A veces los perros hablan muy asustados o hacen comentarios muy graves al silencio musical... La torre de la catedral se ve como un búcaro gigante con sus labrados de rosas, acantos y estrías llenas siempre de sol. Un escalofrío de terror sobrecogió a Antonio y lo hizo volver en sí. Estaba calado. La nieve le había comido el terreno en seco donde paraba, cubriéndolo con su manto... Miró a la ciudad moviendo tristemente la cabeza y comenzó a descender la cuesta. El reloj dio las nueve con indiferencia. Sentía mucho frío y ansiaba llegar a su casa para acariciar al fuego. Involuntariamente miró hacia atrás, porque creyó sentir pasos sobre la nieve, pero el camino estaba desierto; únicamente los cipreses del cementerio se asomaban por las tapias borrosas, como una trágica procesión de encapuchados... Al andar sentía la blancura reseca de la nieve, pero algo que no era él sonaba detrás. Se llenó de miedo y siguió caminando de prisa, con aquella mortal obsesión. "¡Alguien me sigue! ¡Alguien me sigue!", se decía. Apretó la marcha, pero los pasos que él oía llegaban más cerca. El aire se puso a sonar su escala cromática terrorífica y los perros ladraban más fuerte. Su garganta seca le impedía gritar y su cuerpo, bañado de sudor repentino, lo llenaba de angustia ardiente. "Sí, son pasos, son pasos", clamó miedosamente. Quiso sobreponerse y, haciendo un esfuerzo, se paró y notó con espanto que los pasos misteriosos cesaron también. Miró con recelo y extravío hacia atrás y no vio a nadie sobre el camino; únicamente los cipreses del cementerio, casi hundidos en el declive, besaban a las brumas de las lejanías. Antonio, parado entre la nieve, meditó que nunca se debe tener miedo a la nada, y más en este mundo de imposibles principios y fines... Pensó que era niñería correr de quien no se ve y temblar de nadie, y se serenó. Ya sereno, emprendió el descenso... Pero no había andado dos pasos cuando las tremendas pisadas sonaron detrás. Eran una burla sangrienta aquellos pasos, tan callados y medrosos como pisadas de lobos en manada. Algo alucinador pasó por la cabeza de Antonio que lo hizo romper a gritar, pero por encima de los gritos sentía los pasos fatales, justos, rítmicos, lúgubres, y cada vez más cerca. Creyó que lo iban a estrangular unas manos invisibles que vinieran de muy lejos y, lleno de horror y locura, echó a correr. La nieve seguía cayendo, lenta y sagrada, cantando pausadamente. Todo bello. Todo igual. La noche hacía estallar sus leyendas de almas en pena, y la luz de la nieve crecía su verdor. En la loca carrera que emprendió el alucinado, dejó caer el sombrero y bajaba espantado con las melenas crispadas y los ojos abiertos sin ninguna expresión, a causa de tanto como querían decir. Y se caía en la nieve, y casi no se atrevía a levantarse, y se arañaba el pecho lleno de terror, y gritaba fuerte, y gemía infantil, y se paraba inconsciente y otra vez continuaba su carrera loca. Pero, por encima de todos sus gemidos y contorsiones de la voz, sobresalían los pasos inquietantes tan serenos, tan apagados de rumor. Una campana clamoreó profunda entre la solemnidad de la nevada, y lo demás continuó recibiendo superior el beso de los copos. Sólo se escuchaba en la noche unos gritos destartalados que iban y venían, iban y venían... Mientras tanto, la nieve seguía cayendo muy suave, desgranando en la lira de la noche su candor. Todo bello. Todo igual.

31 de Septiembre

Appendix A ¡APUNTES SOBRE FRAY ANTONIO]

Appendix A.1 Amanecer

La mañana. Antonio en un convento encontrado por unos arrieros. El enemigo interior e invisible. Santa Teresa... El convento...

Meditación de muerto anterior —se acuerda de los pasos

Appendix A.2 Novela

Fray Antonio de la Purificación

Un muchacho de Universidad que tiene corazón fogosísimo y que ama a todas las mujeres pero que a ninguna puede poseer por quererlas todas y va [a] la calma de un convento y la sensualidad más enérgica le atrae, y se marcha por los campos lleno de amor hacia todas las cosas.

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TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Fray Antonio. Fray Antonio. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-000F-786A-4