A D. Equis X, en Orbajosa
Madrid, 11 de Noviembre.
Querido Equis: Allá va mi primera carta. La empiezo recordándote la condición sine qua non de mi compromiso epistolar, a saber: que esto no ha de leerlo nadie más que tú. Sólo con la seguridad de que humanos ojos, fuera de los tuyos de ratón, no han de ver el contenido de estas cartas, puedo ser, como me propongo, absolutamente sincero al escribirlas. A cambio de la solemne promesa de tu discreción, nada te ocultaré, ni aun aquello que recelamos confiar verbalmente al amigo más íntimo.
Ya que por tus pecados, de los cuales más vale no hablar, te ves recluido en la estrechez carcelaria de ese lugarón, donde todas las murrias del alma humana tienen su asiento, quiero enviarte la sal de estas cartas para que sazones con ella el pan desabrido de tu destierro forzado o voluntario, que esto es harina de otro costal. En ellas verás personas, sucesos, chismes y trapisondas de esta pícara Corte, cuya confusión y bullicio tanto te agradan, como buen gato madrileño; y la sociedad que has dejado con pena, la vida esta, entretenidísima, variada y estimulante, revivirán en tu espíritu, descritas sin galanura, pero con veracidad, por tu mejor amigo.
Hemos cambiado nuestros papeles, como trocamos nuestra residencia. Yo perdí de vista a la gran Orbajosa, muy a gusto mío, para venirme acá, y tú abandonas tu patria intelectual para confinarte en lo que fue mi destierro durante cinco años de faenas tan necesarias como fastidiosas, arreglando dos testamentarías, midiendo y partijando fincas, pleiteando con medio pueblo, deshaciendo enredos de curiales y líos de lugareños astutos, deslindando pertenencias mineras, con otras muchas fatigas y trabajos que me permiten hombrearme con Hércules, y tener por niños de teta a los héroes más templados de la antigüedad. Yo resucito y tú mueres; yo salgo a la luz, y tú caes en ese pozo de ignorancia, malicia y salvaje ruindad. Y así como en mi largo cautiverio me distraje contándote las marrullerías y gansadas de esos lugareños, capaces de marear a Cristo, si Nuestro Señor tuviera el mal gusto de meterse con ellos; ahora que estoy en Madrid, libre, gozoso, rico, sin otra pena que no tenerte a mi lado ahora que me agasajan y miman más de lo que merezco, y que la vida, con mi posición independiente y el cargo de diputado (obtenido de momio y por mi linda cara), es para mí como una racha favorable, que ojalá no se quede corta; ahora, querido Equis, estoy obligado a cuidar de que no te aburras o desesperes, y te escribiré con verdadero ensañamiento, a fin de alegrar algunos instantes de tu existencia solitaria. Lo peor es que no sabrá contar la historia de mi vida en Madrid de un modo que te interese y cautive. Ni poseo el arte de vestir con galas pintorescas la desnudez de la realidad, ni mi conciencia y mi estéril ingenio, ambos en perfecto acuerdo, me han de permitir inventar nada para entretenerte con graciosos embustes. Conoces a casi todas las personas de quienes he de hablarte. Mal podría yo, aunque quisiera, desfigurarlas; y en cuanto a los sucesos, que de fijo serán comunes y nada sorprendentes, el único interés que han de tener para ti es el que resulte de mi manera personal de verlos y juzgarlos. La última vez que hablamos me anticipastes la opinión que yo había de formar de ciertas personas. Ya puedo anunciarte que has acertado con respecto a algunas. Otras hay que conoces poco, o al menos no las has visto tan de cerca como ahora las veo yo. Por estas quiero empezar, y creo darte agradable sorpresa estrenándome con mi buen tío y padrino D. Carlos María de Cisneros, cuya fama de estrafalario justamente incita tu curiosidad. Sé que has deseado tratarle y que le admiras, por lo que de él se cuenta, como uno de los tipos más extraños de nuestra sociedad y de nuestra raza. Yo te le presentaré. Verás su casa y sus costumbres, le oirás exponer sus ideas, que a las de ningún mortal se parecen, y será tu amigo como lo es mío.
Habíale yo conocido en mi niñez, cuando mi madre vino a Madrid, trayéndome consigo, a consultar los médicos. Recordaba la casa, toda llena de cuadros desde la antesala a la cocina, pinturas ennegrecidas en su mayor parte, entre las cuales me causaban más miedo que admiración las que cubrían las paredes del recibimiento, representando asuntos de frailes cartujos, rostros cadavéricos, muertos que se levantaban de sus ataúdes, y mártires en carne viva o estrangulados, con medio palmo de lengua fuera de la boca. Recordaba también la persona de D. Carlos, un señor muy fino, muy amable, pulcro y decidor, cariñoso con mi madre y conmigo. Después le vi en París dos veces, pero tan rápidamente, que continuaba siendo poco menos que un desconocido para mí. Hasta el mes pasado, cuando me instalé en la Corte, no se me han revelado la persona completa, el carácter originalísimo de este sujeto, que me hizo el honor de tenerme en brazos en la pila bautismal.
No te quiero decir las bondades y miramientos que he merecido de él, desde que vine aquí. Me cotiza a precio mucho más alto del que debo tener; me mima, me adula, celebra todo lo que hablo, me da palmetazos en la espalda a cada instante, y repite, aunque no venga a cuento, esta frase: «Mira, Manolito, tú no me has de dejar mal, porque cuando te cristiané, hice la profecía de que aquel muñeco que en brazos tuve había de ser un grande hombre». Me ha presentado a todos sus amigos, que son muchos, y entre los cuales hay algunos que no se me quedarán en el tintero. Me convida a almorzar dos veces por semana, haciéndome el increíble honor de discutir conmigo sobre todas las cosas, y de explanarme sus deliciosas teorías políticas y sociales.
La primera vez que fui a su casa, no me dejó salir hasta media noche, y al despedirme, hízome prometer que volvería al día siguiente. La alegría inquieta y locuaz del buen señor era como el entusiasmo de un niño a quien entregan un juguete nuevo. Hablamos de la familia, de mi madre, a quien Cisneros admiraba tanto, de mi padre, que era para él como un hermano. Sacamos a relucir mil episodios de la historia de los Cisneros, de los Calderones de la Barca, de los Infantes, y de toda nuestra parentela, hasta no sé qué generación. Su felicísima memoria le permite restaurar los árboles genealógicos más carcomidos y con más saña talados por el tiempo, el abandono y la democracia. El pobre señor no acaba cuando se pone a contar las aventuras que corrió con mi padre, allá por los años del 40 al 50, lances de amor y pendencias que ya no se estilan, porque los muchachos, con esta educación hipócrita de los tiempos modernos, han trocado la inocencia petulante por la formalidad corrompida. El 53 se casaron ambos. Mi padrino tuvo una hija, Agustina Cisneros, mujer de Tomás Orozco, a quien tú conoces mejor que yo; y a mi padre le nacieron cinco hijos, de los cuales yo solo he quedado para muestra. La señora de mi padrino y mi mamá eran primas hermanas, de la familia de los Calderones de Valladolid: se habían criado juntas y se amaban tiernamente. Cisneros también tiene lejano parentesco con los Infantes, y por eso le llamo tío. Suspendo aquí las informaciones genealógicas para no volverte loco. Te dirá tan sólo que ambas familias dejaron de tratarse con intimidad y frecuencia hace unos quince años, por residir mi padre casi constantemente en país extranjero.
De este largo periodo de expatriación he tenido que dar cuenta detallada al buen D. Carlos, que no se saciaba de oírme. También le hablé de ti, y te conoce por tus obras, mejor dicho, por la fama de tus obras, pues declara con ingenuidad un tanto vergonzosa que no las ha leído. Le he contado cómo se trabó y remachó nuestra amistad en aquel maldito colegio de Beauvais, siendo tu padre cónsul de España en el Havre y después en París. Resulta que Cisneros trató mucho a tu padre, lo que no debes extrañar, porque este buen señor ha sido amigote de todo el género humano. Departimos extensamente sobre las vicisitudes de mi familia, y el santo varón se hace lenguas de mí, admirando que tuviera bastante virtud y firmeza de carácter para sepultarme, a la muerte de mis padres, en esa triste Orbajosa, con el fin de buscar el derecho y la verdad en el caos de mi herencia.
¿Verdad que no debo quejarme de la suerte? Porque, terminada aquella labor de gigantes y encontrándome más rico de lo que creía, mis amigos y deudos me obsequian una mañanita con un acta de diputado, que tomo con mis manos lavadas; me vengo a Madrid; mi pariente Cisneros, así como su hija, la de Orozco, me acogen con afectuosa simpatía, y el pobre huérfano encuentra en ambos hogares ese calorcillo de familia, que le hace llevadera su soledad. Entro en los Madriles con pie derecho, y en la política con cierto estruendo de notoriedad. Ya supiste los ruidosos incidentes electorales y la guerra sañuda que me hizo en la comisión de actas el candidato derrotado. Pero no sé si llegaron a tu noticia las infamias de cierto periódico, diciendo que yo era deudor al Tesoro de gruesas sumas, por atraso en el pago del canon de la mina Esperanza. Para defenderme publiqué una carta que reprodujo la semana pasada toda la prensa. Ha sido muy elogiada por su lacónica dignidad y por las insinuaciones maliciosas que, en justo desquite, supe encajar en ella. Te la mando para que te rías un poco.
Y ahora te diré otra cosa que te hará reír más. Sabes que soy bastante desmañado, y ya puedes figurarte que, al venirme a estas esferas, donde la vida es tan distinta de aquel desgaire tosco que impera en la episcopal Orbajosa, he tenido que arrostrar los azares de la aclimatación social. Cierta aspereza que hay en mí; el desconocimiento de los convencionalismos de forma y de lenguaje que cada sociedad tiene; el no saber encontrar la justa medida que aquí existe entre la etiqueta y la confianza, me han hecho aparecer un tanto desairado y cohibido en el salón de mi prima (por rutina sigo dando este nombre a la hija del célebre Cisneros). Fácilmente comprenderás que mi asimilación ha hecho prodigios en pocos días, y que voy soltando la cáscara de lugareño; pero no he podido evitar, con tan notorios progresos, que se haya ejercitado en mi humilde persona el arte exquisito de esta gente para poner motes muy salados. De mi rudeza social y de la momentánea celebridad que adquirí cuando me discutieron el acta, han sacado el dicharacho. Me llaman el payo de la carta. Díjomelo ayer mi prima en casa de su padre, celebrando mucho la ocurrencia; y al ver que yo, no sólo no me enfadaba ni pizca, sino que aplaudía el chiste, añadió que esta broma inocente no disminuía la estimación que me tienen sus amigos. Convenimos todos en reír la gracia, y por mi parte aseguro que no siento molestia alguna. Sin duda te ríes al leerme, como yo me río al escribirte.
Pero mi buen humor no me libra, querido Equis, de la fatiga de esta larga carta. He llenado dos plieguecillos, y tengo más sueño que vergüenza. Dispénsame por esta noche, y aguarda un día o dos la continuación, que si tú rabias porque te cuente cosas de mi padrino, más rabio yo por contártelas. Abúrrete lo menos posible, y que Dios te haga ligera la cruz de tu existencia en la ajosa metrópoli, urbs augusta, que dijeron los romanos, si es que lo dijeron. Aquí de nuestras bromas escépticas. ¿Crees tú que hubo romanos? Quita allá, bobo... Invenciones de los sabios para darse pisto. Siempre tuyo,
MANOLO INFANTE.
13 de Noviembre.
Pues volviendo a lo mismo, Equis de mis pecados, te diré que encuentro a mi padrino más viejo de lo que yo me lo figuraba. ¡Pero qué chispa en aquella cara, qué ojos de lince, y qué gracia de dicción la suya! Tiene la cara enjuta, morena, bien afeitadita; el labio superior enérgico y velloso, casi negro de la fuerza del pelo bien descañonado; la nariz tajante, corta y unida al labio como si quisiera hacerlo suyo; la mandíbula robusta y saliente; los ojos vivos, bajo cejas tan pobladas que parecen dos tiras de terciopelo negro; la cabeza de perfectísima hechura, sin calva; el pelo con bastantes canas y cortado al rape. Si te digo que su perfil se me parece al del insigne cardenal de su mismo nombre y que tal vez es su pariente, no te digo más que la verdad. No lo creas si no quieres, hombre sin fe. Pertenece a la más genuina cepa castellana o extremeña; es seco como la tierra, agudo con toda la agudeza de la raza, duro y flexible como el clima de aquel país; mezcla de sagaz lugareño y de señor magnánimo, con no sé qué de fraile que lleva pistolas debajo del hábito. No te puedo expresar bien mis impresiones acerca de esta figura eminentemente nacional. Trae a tu imaginación aquellos guerreros afeitados que parecían curas, aquellos señores que parecían labriegos vestidos de seda, los comuneros de rostro recurtido por el sol y los hielos de Castilla; piensa en el Obispo Acuña, en el conde de Tendilla, en Torquemada, en San Pedro Alcántara, que sólo comía dos veces por semana; reconstruye el cuño de la raza y tipo de la madre Castilla, y entonces podrás decir: «Vamos, ya le tengo».
Habrás oído que mi padrino posee una buena colección de cuadros y antigüedades, parte por herencia de su hermano D. Diego, parte allegada por él. Y aquí, ¡oh ínclito Equis!, mi sinceridad me hace soltar una herejía, que de seguro leerás con indignación. Mas no me importa, y allá va: Me cargan las antigüedades. No iré tan lejos como el poeta, que, cuando se estaba muriendo, reunió a sus hijos y deudos en torno al lecho del dolor, para decirles con mucho misterio que le cargaba el Dante. Pero sí te aseguro que no tengo maldito entusiasmo por las colecciones de bric-a-brac, pues si bien reconozco que en algunas figuran objetos de extraordinario mérito, la mayor parte sólo tiene un valor convenido. A eso me dirás, ya lo estoy oyendo, que la historia del arte... y que patatín, y que patatán... Estamos conformes: me tomo, antes que me lo des, el diploma de bruto. Es que no lo entiendo, y tengo la franqueza de decirlo, mientras que otros, sin entenderlo más que yo, fingen extasiarse delante de cualquier roñoso cachivache o de un trapo incoloro y mugriento. Excuso decirte que me guardaré muy bien de decir esto al amigo D. Carlos, quien al segundo día de nuestro conocimiento, empleó no sé cuántas horas en enseñarme su galería. Si te descuidas, te hará creer con sus aspavientos y exageraciones que el Kensington de Londres es, en comparación de lo que él posee, un puesto del Rastro. Indudablemente, la colección es grande, y a mi parecer, de ti para mí, muy poco selecta. Apenas cabe en aquel enorme principal de la plaza del Progreso, el cual tiene veinticinco balcones y da a tres calles, casa de tal amplitud, que pocas he visto en Madrid con tanta luz y desahogo.
Salí de la visita artística con una mediana jaqueca, y si he de decirte la verdad, fuera de algunos tapices, de media docena de cuadros, de tres o cuatro piezas de armería y herraje, todo me aburrió soberanamente, y más que nada, aquello en que el anticuario funda su orgullo, que es la colección copiosísima de tablas del siglo XV. Repito que soy muy bruto, y declaro que mi antipatía a las tales tablas no es inferior a la que me inspiran los códices en lengua sabia, de esas que no entiende ya ningún cristiano. Juzga de mi apuro al tener que asombrarme y entusiasmarme a cada rato, cuando Cisneros me incitaba a ello, mostrándome las maldecidas tablas, sin perdonar una, y explicándome su asunto.
No sé si la pasión de mi padrino por las antiguallas es verdadera o afectada. Bien podría ser lo último, pues le tengo por hombre de esos que, movidos del orgullo, se imponen un papel con el fin de agradar o de distinguirse, y lo representan sin desmayo, llegando, con la perfección histriónica, a formarse una personalidad artificial y a subordinar a ella todos los actos de la vida.
Para satisfacer su codicia arqueológica, en la cual hay más de dilettantismo que de sentimiento artístico. Cisneros ha explorado todos los pueblos de Castilla la Vieja, donde tiene sus propiedades, buscando pinturas, trapos y cacharros. Las sacristías de las iglesias de Toro, Valoria la Buena, Villalón, Villalpando y Bermillo de Sayago le conocen de antiguo. Palacios y conventos expolió con mano dadivosa. Las monjas le agradecen que les haya cambiado por dinero contante tablas apolilladas, algún cerrojo cubierto de orín, o el plato en que debieron de servirle las gachas al pobre Rey que rabió por ellas.
Como todos los fanáticos, el buen Cisneros se corre un poco en la filiación de los objetos preciosos que posee. Si hay dudas sobre un autor, se quita de cuentos y le cuelga el milagro a los artistas más ilustres. ¿Trátase de una obra de platería? Pues seguramente es de Arfe... «Arfe legítimo... ¿no lo ves? Conozco la huella del cincel como conocería el carácter de letra de un amigo que me escribiera todas las semanas». Si es cosa de cerrajería, se la endosa al maestro Villalpando. Si el cuadro dudoso tiene figuras atléticas y frescachonas, ello es del propio Rubens, o por lo menos de Jordaens. Si es algún retrato escuálido y con cara de tercianas, por fuerza tiene que ser del Greco, o, a todo tirar, de Juan Bautista Mayo.
En su conversación artística, mejor dicho, en todas las conversaciones, es amenísimo. ¡Qué ideas tiene, y con qué salero las expresa! Te digo que hay que tratarle de cerca para apreciar bien toda su originalidad. Siempre que hablo con él, me acuerdo de ti; pienso que su charla te agradaría extraordinariamente y que sacarías de ella inmenso partido. Y todo en él, fondo y superficie, es digno de observación. Dentro de casa gasta una célebre bata bastante arqueológica, color de guinda, rameada, y parece que se ha salido de una de aquellas tablas del siglo XV que cubren las paredes. ¿Querrás creer que hace dos días, hallándonos presentes tres personas de su intimidad, fumando y tomando café, se empeñó en enseñarnos cómo se bailan las seguidillas en los pueblos de tierra de Campos, y las bailó delante de nosotros, haciendo la más graciosa y estrafalaria figura que te puedes imaginar? Pues ayer nos contaba a Villalonga, a Federico Viera y a mí lances de su juventud, entreverando mentiras muy gordas con donaires muy finos, y se dejó decir que en su tiempo no había mujer de alta o baja clase que se le resistiera. Es hombre, además, a quien nunca oyes hablar bien de nadie. Como se le diga algo que enaltezca a cualquier persona, o lo pone en duda o lo admite con salvedades y reticencias malignas. Pero si se le lleva algún cuento que denigra o envilece, le falta tiempo para repetir, haciendo ademán de machacar en el mortero, la célebre frase del boticario aquel: «¡como si lo viera, como si lo viera!».
Hay quien dice que a pesar de estas malicias puramente externas, mi padrino es lo que en lenguaje usual llamamos un infeliz. Con los criados, aparentemente, se las da de hombre de mal genio, y hace el papel de amo severo y gruñón. Pero me han dicho, con referencia a los mismos sirvientes, que en el trato doméstico y cuando no hay delante personas extrañas, es bondadoso y tolerante. Hasta se susurra que los criados, si son listos y saben llevarle el genio, lo dominan y hacen de él lo que quieren.
En el poco tiempo que conozco a este hombre singular, no le he oído tratar con benevolencia a ninguna persona de la familia, como no sea a su hija y a mí. Por Agustina, a quien él llama Tinita y todos los demás Augusta, tiene verdadera idolatría. Sólo ante ella doblega su altivez, y pone freno a sus genialidades despóticas y a veces pueriles. Pero de esta influencia de la hija sobre el difícil carácter del padre, no participa el yerno, por quien Cisneros siente una antipatía que a veces logra disimular y a veces manifiesta sin rebozo alguno. Cuán injusta es esta inquina del castellano viejo no necesito demostrártelo, pues conoces a Orozco mejor que yo. Y te diré de paso que los encomios que de él me has hecho, no me parecen exagerados. Mientras más le trato, más me gusta este hombre, todo rectitud, nobleza y veracidad, y que a tan sólidas prendas añade trato afabilísimo y otros adornos personales. Su suegro no le traga: ignoro la causa, y sólo puedo atribuirla a extravagancia, quizás a un sentimiento envidioso por la consideración y las ardientes simpatías que el otro merece de cuantos le tratan.
Por lo que a mí respecta, mi padrino parece quererme tanto como quiere a su hija. ¿Le durará esto? Presumo que no, porque lo que conozco de su carácter me permite reconstruirlo enterito, induciendo de la forma de algunos huesos el conjunto del esqueleto. El hombre que tiene los aspectos que te he descrito, debe de ser también versátil en sus sentimientos, antojadizo en sus pasiones; ha de pasar fácilmente del amor al odio, por móviles escondidos, cuya explicación es difícil encontrar en los repliegues de su alma.
Ayer almorzamos con él mi prima y yo. ¡Qué de carantoñas nos hizo, prodigando por igual sus afectos a ella y a mí! ¡Qué expresiones cariñosas para ambos, y qué elogios casi ridículos de mi persona, apelando al testimonio de su hija, que, riendo y bromeando, no vacilaba en asentir a todo para tenerle contento! Al despedirnos nos dijo con paternal benevolencia: «Hijos míos, id con Dios, y divertíos».
Y aquí me despido también yo, hijo de mi alma, incitándote a divertirte todo lo que puedas.
16 de Noviembre.
Modera tu impaciencia, voluntarioso y desocupado Equis. ¿Deseas saber pronto lo que pienso de mi prima? Me había propuesto dejar ese interesante tratado para cuando mi observación hubiese reunido datos suficientes en que apoyar una buena crítica. Pero cedo a tus exigencias de proscrito aburrido y mimoso, y empiezo por decirte que Augusta no me pareció, la primera vez que la vi, tan hermosa como yo me la figuraba. No puedo olvidar que nunca me diste una opinión terminante sobre ella, tú que debes de conocerla, aunque no tanto como a su marido. En tus expresiones al hablarme de esta mujer, he notado siempre como una veladura reticente. No creas: el recuerdo de tus vaguedades en tal asunto, me pone en guardia. Observo, miro y escudriño en torno de ella, sospechando que podré descubrir algo que me asombre, y aunque nada veo, nada absolutamente más que una conducta pura y una reputación intachable, la escama persiste en mí, y suspendo mi juicio. Contén tu insana curiosidad, oh varón depravado, que yo, cuando sepa bien a qué atenerme, no me pararé en pelillos para manifestártelo. Por ahora, no me sacarás del cuerpo sino una apreciación breve y superficial. Que Augusta es elegante, no tengo por qué decírtelo. Te reirás sin duda de mi descubrimiento. Sobre si es o no hermosa, ya cabe mayor variedad de opiniones. Hermosa, lo que se llama hermosa, quizás no lo sea para los que creen, como tú, en eso de las reglas y proporciones estéticas. Para mí, que no le encuentro ninguna gracia a la boca chiquita de las Venus griegas y de las Vírgenes de Rafael, una de las mayores seducciones de mi prima es su boca, que un amigo mío llama el templo de la risa. ¡Vaya que es grandecita! ¡Pero qué salada y hechicera! Dime, ¿tú la has visto reír, pero con gana, burlándose de alguien o contando un pasaje chistoso? ¿Y no te has extasiado ante aquella doble sarta de dientes blancos, duros, igualitos, de los cuales te dejarías morder si a su dueña se le antojase hacerlo? ¿No te divierte, no te embelesa oír la cascada de aquella risa, que inunda de alegría el mundo y sus arrabales, como el trinar de los pájaros celebrando la aurora? Toma poesía... Otrosí, querido Equis, tiene mi prima unos ojos negros que te marean si fijamente te miran, ojos que llevan en sí el vértigo de las alturas y el misterio de las profundidades (aguántate esa imagen), ojos que... no sigo por temor a mi retórica y a tus guasitas.
Fuera de los ojos, que son, como dice un amigo nuestro, la sucursal del cielo, si miras aisladamente las facciones de Augusta, las encontrarás imperfectas; pero luego se componen y arreglan ellas a su manera, y resulta un conjunto encantador que te vuelve loco; digo, a ti no, pero a otros, si no les ha enloquecido, les enloquecerá. ¿Y qué tienes que decir de su figura? ¿Has conocido alguna más arrogante? Di que no, hombre, di que no, o te pego. Buena talla, sin ser desmedida; buenas carnes, sin gorduras; curvas hermosísimas... Yo me la figuro con poca ropa, y me extasío, como lo harías tú, con castidad estética, delante de la viviente estatua, considerando con la mayor formalidad que la belleza de las líneas convierte la carne tibia en el más honesto de los mármoles... Suprimo las imágenes porque te estás riendo de mí, y de seguro dices al leerme: «¡Miren el tonto ese...!». ¡Ah!, la edad la fijo en treinta años; y lo más, lo más que añado, si en ello te empeñas, es dos o tres a lo sumo.
Y pensarás también, haciendo una de esas muequecillas profesionales que son resultado del hábito de la crítica seria: «Mujer hermosa, pero sin instrucción». Ya tenemos en campaña el problema educativo. Pues a eso te digo que en efecto, Augusta carece de instrucción, si por esto entiendes algo más que las llamadas tinturas de las cosas; pero tiene tanto talento natural, y tal gracia y desenfado para abordar cualquier cuestión grave o ligera, que oyéndola no podemos menos de celebrar que no sea instruida de verdad. Si lo fuera, si la sosería de la opinión sensata apuntara en aquellos ojos y en aquella boca, cree que perderían mucho. Habías de oírla cuando se pone a hincar el colmillito en las ridiculeces humanas o a sostener una tesis paradójica. Si entonces no se te caía la baba, no sé yo cuándo se te iba a caer. Pues en aplicar motes no hay quien le gane. Cuando tuvo bastante confianza conmigo, me confesó, llorando de risa, que de su cacumen había salido el apodo de el payo de la carta, y te aseguro que nunca he perdonado con más gusto un agravio.
Basta, basta; no has de sacarme una palabra más acerca de esta simpática persona. Lo único que me resta decirte es que anoche estuve en el teatro con ella y su marido. Este es un cumplido caballero, digno de poseer tal joya. Paréceme de salud algo delicada. Su mujer le mima, le cuida, y no está profundamente seria sino cuando teme que aquella salud se quebrante más. Hallo perfecta armonía en este matrimonio. Podré equivocarme; pero... ¿Qué es eso?, ¿te ríes? A mí no me descompones tú con tus risitas... ¿He dicho algún disparate? Tu opinión sobre Orozco, ¿no es la mía? ¿No eres tú quien me ha hecho ver en él una excepción dentro de la actual sociedad? ¡Ah!, ya sé por qué te ríes, hombre incrédulo y malicioso. Es porque desde que empecé esta carta estoy diciendo que no quiero hablar de Augusta, y ya llevo tres carillas sin ocuparme de otra cosa. Punto, punto aquí, vive Dios. Pon un punto como una casa, indiscreta pluma, o te estrello contra el papel.
Hablemos otra vez de ese espejo de los padrinos, de esa potencia crítica de primer orden que por sí solo representa una escuela sistemática de sátira social, a la que ajusta sus juicios sangrientos. Tú no sabes bien lo que es este hombre y cuánto se prestan sus pensamientos a la admiración y al análisis. ¡Y yo, tonto de mí, que los primeros días, juzgando por la superficie de las ideas, le tuve por carlista o al menos por partidario del poder absoluto! Figúrate, Equis de mi alma, cómo me quedaría hoy cuando me expuso las ideas más contrarias al absolutismo... Poco a poco: quizás no; puede que ello sea el propio absolutismo en su forma más concentrada. Vamos por partes, y dime si estas rarezas merecen que un observador como tú las estudie.
Mi padrino vive, como sabes, en la plaza del Progreso. Aborrece los barrios del Centro y del Este de Madrid, que son los más sanos. La tradición le amarra al Madrid viejo y a la parte aquella donde siente el tufo de la plebe, apiñada en las calles del Sur. Ha vivido siempre al borde del abismo, según dice, y no quiere apartarse de él. Detesta la prensa, que en su sentir es la vocinglería, el embuste, la difamación y el medio seguro empleado por nuestra época para envilecer los caracteres y falsear todas las cuestiones. A pesar de esto, no conozco a nadie que lea más periódicos. Por las mañanas en su casa, se traga tres o cuatro, y de noche en el Casino, media docena. Busca en ellos la comidilla, la información mal intencionada, el palpitar convulsivo de la sociedad que considera enferma. La política, tal como aquí se practica, le inspira despiadadas burlas. Atiende a ella, según dice, como quien asiste a un sainetón extravagante. Para él no hay ministro honrado, ni personaje que no merezca la horca... Y sin embargo, muchos son sus amigos, se sientan a su mesa y le celebran las gracias. Cuando surge algún escándalo en la prensa, adopta y da por válidas las versiones más desfavorables. La complacencia y el orgullo iluminan su rostro cuando tiene que dar su opinión pesimista sobre cualquier asunto que cautiva y apasiona al público. Cada frase suya es un alfiler candente que penetra hasta el hueso y hace chisporrotear la carne.
Respecto a mi entrada en la política, me dice cosas y me da consejos que, la verdad, me entristecen. Hoy, después de almorzar, pasamos al gabinete donde habitualmente lee y escribe, y después de ofrecernos (los convidados éramos Federico Viera y yo) un par de cigarros secos, duros, amargos, que tiene en el cajón de una de las papeleras, y que por los viejos deben de ser los primeros que como muestra vinieron a España en los albores del vicio, dio a Viera una carpeta de estampas para que se entretuviese, y me echó este sermoncito, del cual te doy un extracto, que, gracias a mi excelente memoria, ni tomado por taquígrafos sería más ajustado a la verdad.
«Mira, hijo, todas las cuestiones que se refieren a libertad política, a garantía de derechos, o a leyes que robustezcan la Constitución y los altos poderes, es pura pamema. Oye estas cosas como aquel paleto que decía: por un oído me sale y por otro me sale; es decir, que no le entraba por ninguna oreja. Cuida mucho de que estas rimbombancias estériles no te entren en el cerebro, porque si llegan a entrar, siempre queda en la masa celular algo que puede trastornarte. Obra tocata muy común es la organización de los partidos, la necesidad imperiosa de que haya partidos, y de que estén bien disciplinados... ¡Oh!, ¡la gran simpleza...!, bien disciplinaditos. Esto lo oyes y te callas, como se calla uno cuando oye el canto del grillo. ¿Nos vamos a poner a discutir con un grillo y a refutarle lo que canta? No. Pues lo mismo haces cuando te echen el registro ese de los partidos y de la disciplina. En esto sigue la norma de conducta que he seguido yo cuando me han llevado a la reata del Senado o a la del Congreso. Mira, hijo; yo, a los badulaques que me hablaban de cohesión, de apoyar al Gobierno, les contestaba que sí, que muy santo y muy bueno; y después hacía lo que me daba mi santa gana. Siempre que veía al Gobierno comprometido en las secciones, votaba con los enemigos. En el salón, te juro que nadie ha tenido tanta gracia para abstenerse a tiempo. Y nadie supo nunca si yo soltaba el sí o el no hasta que salía de mis labios. Veo que frunces el ceño y alargas el hocico, como si esto que te digo fuera una gran inmoralidad que escandaliza tu conciencia. Ten calma, que te daré razones convincentes para acallar tus escrúpulos. Mi sistema se inspira en el bien universal, no en el interés de unos cuantos charlatanes y explotadores de la nación. Ya lo irás conociendo, ya te vendrás a mi campo, al campo de las negaciones, de todas las negaciones juntas, donde se asienta la gran afirmación.
»También tratarán de meterte en la cabeza esa monserga de la paz... que necesitamos paz para prosperar y enriquecernos con la... la... industria, la agricultura... y dale que le darás Esto, chico, es como si al que no tiene qué comer se le dice que se siente a esperar que le caigan del cielo jamones y perdices, en vez de salir y correr en busca de un pedazo de pan. ¡La paz!... Llamar paz al aburrimiento, a la somnolencia de las naciones, languidez producida por la inanición intelectual y física, por la falta de ideas y pan, es muy chusco. ¿Y para qué queremos esa paz? ¿De qué nos sirve esa imagen de la muerte, ese sueño estúpido, en cuyo seno se aniquila la nación, como el tifoideo que se consume en el sopor de la fiebre? En el fondo de este sueño late la revolución, no esa revolución pueril porque trabajan los que no tienen el presupuesto entro los dientes, sino la verdadera, es decir, la muerte, la que todo debe confundirlo y hacerlo polvo y ceniza, para que de la materia descompuesta salga una vida nueva, otra cosa, otro mundo, querido Manolo, otra sociedad, modelada en los principios de justicia».
Al llegar aquí, no pude menos de mostrarme asombrado de que tales ideas profesase un hombre que vive tranquilamente de las rentas extraídas de la propiedad inmueble y de la riqueza mobiliaria, es decir, un fortísimo sillar del edificio del Estado, tal como hoy existe. Por respeto a las canas de Cisneros, no me eché a reír ante ellas. ¿Estará loco este hombre?, me dije. Y le tiré de la lengua, preguntándole qué forma social era esa en la cual quiere que resucitemos después de muertos y putrefactos.
No creas que se acobarda cuando se le argumenta estrechándole y pidiéndole que concrete sus ideas. Al contrario, esto le estimula a exprimir el magín para sacar de él nuevas agudezas. «Es -me dijo- como si me mandaras escribir la historia antes de que ocurran los hechos que han de componerla. ¿Qué es lo que ha de venir? ¿Qué forma traerá la catástrofe y en qué posición van a quedar las piedras del edificio una vez caídas? ¿Cómo he de saber yo eso, tonto? Lo que yo sé es que debo hacer cuanto esté de mi parte por ayudar al principio de suicidio que late en nuestra sociedad, y apresurar la destrucción, contribuyendo a fomentar todo lo negativo y disolvente. Que me hablan de libertades públicas y de los derechos del hombre. Música, bombo y platillos. Contesto que el pueblo no tiene más aspiración que la indiferencia política, ni más derecho que el derecho a esperar, cruzado de brazos, el vuelco de la sociedad presente, que ha de producirse por un fenómeno de física social. Háblanme de los partidos y de la disciplina, y hago tanto caso como de las disputas de los chicos de la calle, cuando juegan a los botones, al trompo y a cojito-pie. Me ponderan la necesidad de apoyar a estos gobiernos de filfa para que duren mucho, y yo me persuado más de la urgencia de combatirlos para que duren lo menos posible. ¿No has observado que, cuando se habla de crisis, la sociedad toda parece que se esponja, palpitando de esperanza y de júbilo? Es que tiene la conciencia de que el remedio de sus males ha de venir de la pulverización. Que esas cuadrillas de vividores que se llaman partidos y grupos se dividan cada vez más; que los gobiernos sean semanales, y tengamos jaleos y trapisondas un día sí y otro también. Esta movilidad, este vértigo encierra un gran principio educativo, y la nación va sacando de la confusión el orden, y de lo negativo la afirmación, y de los disparates la verdad. Yo, que siento en mí este prurito de la raza, me alegro cuando soplan aires de crisis, y aunque no la haya, digo y sostengo que la hay o que debe haberla... para que corra... Cuando mi criado entra a afeitarme por las mañanas, siempre le pregunto dos cosas: «¿Cómo está el tiempo, Ramón?... Ramón, ¿hay crisis?».
Con esta tienes para un rato, hijo de mi alma. Mientras la digieres, te preparo la continuación, que irá, Dios mediante, mañana.
17 de Noviembre.
Escucha y tiembla. Después de reír a carcajadas de las observaciones que le hice, hijas, según él, del estúpido eclecticismo de estos tiempos vulgares, burgueses, insignificantes; después de llamarme cándido y paloma torcaz, dijo el gran Cisneros: «¿Pero tú has reflexionado bien lo que significa la anarquía? Medita bien sobre ella y verás que un pueblo sin gobierno de ninguna clase, entregado a sí mismo, un pueblo sin leyes, está en situación de hacer efectivas las leyes verdaderas, las inmortales. ¡Que hay sacudimientos, tiranías, atropellos! Déjalo, tonto, déjalo. Esto es precisamente lo que hace falta para que nazca el verdadero derecho... Por mi parte, detesto estas sociedades acompasadas, verdaderas aglomeraciones de cuákeros, donde la policía y la justicia oficial impiden la florescencia de las facultades humanas. ¿Concibes que el gran arte y la ciencia noble puedan existir en ninguna sociedad donde hay más leyes que ciudadanos, y donde sale la Gaceta todos los días con su fárrago de disposiciones, que son otras tantas ligaduras puestas a la acción del individuo? Estas son sociedades estériles; y no me hables de la industria y de los inventos, pues la mayor parte de esas llamadas conquistas, sólo han servido para hacer más infelices a los hombres, y aumentar las horribles desigualdades sociales; para establecer el hambre allí donde reinó la hartura, implantar la tiranía de la ropa, quitar a los viajes su encanto, y destruir el misterio de las cosas, el misterio, sí, fuente que antes manaba delicias, y ahora está seca, seca, con tanta ciencia y tanta máquina, y tanta tontería de adelantos materiales. No me digas que te entusiasma esta edad de hierro, más árida que ninguna otra edad, y más antipática y pedestre.
»¡Y qué trajecitos usamos! ¡Parece que nos vestimos, no para engalarnos, sino para disimular lo deforme y enteco de nuestros cuerpos jimiosos! ¡Y qué costumbres tan necias; y qué idiotismo en las relaciones de los sexos; y qué monotonía desesperante en la vida toda; qué aburrimiento en esta selva inmensa de leyes, que prevén hasta nuestros menores movimientos; qué inmenso tedio en este sistema de profundizar todas las cosas, para matar lo desconocido, lo desconocido, Manolo de mis entrañas, lo desconocido, que es la alegría de las almas, la sal de la existencia! No, no; yo quiero que toda esta balumba de artificios y de esclavitudes, formada por el puritanismo inglés y la gazmoñería protestante, desaparezca en el abismo de esa historia fastidiosa que nadie ha de leer. Quiero la libertad, no estas libertades que son como la disciplina de un cuartel, y que lo obligan a uno a andar a compás, a uniformarse, y a no poder toser sin permiso del cabo, sino la verdadera libertad, fundada en la Naturaleza. Quiero que la saciedad florezca, y produzca el gran arte, las virtudes sublimes, la santidad; que en ella sea posible, lo que hoy no existe, la inspiración artística y las acciones heroicas. Quiero que se vaya con mil demonios toda esta corrección grotesca y policiaca que mata la personalidad, la iniciativa, la idea, la santa idea, producto del entendimiento, y ahoga el producto de la fantasía, la imagen... Ea, punto final. Me parece que he hablado bastante. Me sofoco...».
No pude menos de celebrar su elocuencia y de aplaudir su ingenio, añadiendo que, conforme le oía, me iban entrando ganas de trocar mi ropa por cualquier traje de teatro, o por los verdes lampazos de la edad de oro, y echarme a un monte para ser ciudadano de cualquier república de pastores.
Cisneros se levantó de la butaca y dio cuatro o cinco vueltas por la estancia, inquieto y nervioso, cual si quisiera envolver en un ovillo el hilo del discurso que acababa de enjaretarme. Acerqueme a Federico Viera que seguía examinando estampas, y de pronto mi padrino se paró ante nosotros, arremangose la bata y nos mostró su pierna, vestida de un pantalón bastante estrecho y no flamante. «A ver, ¿qué tienen que decir de esa pierna? -nos preguntó con pueril orgullo-. Toquen, toquen, para que vean que aquí no hay relleno. Les desafío a que me presenten otra tan bien formada, ni con estas curvas de la pantorrilla... toquen, miren... tan elegantes y tan... ¿No merece esta extremidad vestirse con aquellas calzas de listas rojas y negras que se usaban en Italia en el siglo XV?».
Sin esperar nuestra respuesta, siguió paseándose. Federico y yo nos miramos, conteniendo la risa. ¿Qué pensarás tú al leer esto? Lo mismo que pensaba yo al presenciarlo. Que mi buen padrino, si no está rematado, tiene momentos en que se destornilla casi por completo.
Nuestro amigo Viera, que le conoce hace tiempo y sabe tomarse con él confianzas que yo no me tomaría, le dio bromas sobre aquello de las calzas italianas; pero Cisneros se lo sacudió como se sacude una mosca, diciéndole: «Sois unos encanijados de cuerpo y de espíritu, y en vuestros caletres hidrocefálicos no cabe ninguna idea grande. Sois incapaces de comprender la vida más que como un reglamento, escrito con el fin de que toda la humanidad se ajuste a la talla de los tontos... Os he argumentado de un modo parabólico, única manera de que podáis comprenderme, almas cándidas. Vamos a ver...». Puso una mano en el hombro de Viera y otra en el mío, y con tonillo autoritario nos dijo: «¿Creéis vosotros que el Dante habría escrito la Divina Comedia si hubiera sido bachiller en Artes, licenciado en Derecho, después ateneísta, alcanzando famas de persona ilustrada, viviendo entre el tumulto de lo que llaman crítica, y expuesto a ser académico, diputado o quizás, quizás ministro de Fomento?... ¿Creéis, hijos míos, que el autor del Cantar de los Cantares habría compuesto este delicioso poemita si en vez de andar con las piernas al aire, hubiera gastado pantalones?... No admito distingos: contestar sí o no... ¿Creéis que Miguel Ángel habría hecho el Moisés y pintado el techo de la Capilla Sixtina si en su tiempo se hubieran usado los sombreros de copa, los informes de Academias, los estudios de estética y los paraguas?... (diciendo esto, nos sacudía con violencia como si quisiera arrojarnos al suelo) lo que hay es que sois unos pobres idiotas, educados en las tonterías de la enseñanza oficial, de esa enseñanza, que si dura, concluirá por retrotraer a la humanidad a la época de los monos, micos ilustrados si se quiere, pero micos al fin».
Federico y yo le hicimos ver que tales ideas son admisibles como elemento de amenidad en esa literatura sin imprenta que se llama la conversación, y que influye tanto o más que la estampada en la opinión general; pero que no pueden admitirse con pretensiones de formar doctrina. Además, le demostramos que sus pensamientos estaban en contradicción con sus actos. La cosa era bien clara. «Usted -le dijimos- truena contra la Instrucción Pública, como un medio de fabricar tontos y de conseguir la extensión de la cultura a costa de la intensidad. ¿No es eso?».
-Sí -replicó- abomino de esta enseñanza estúpidamente niveladora. ¿Creéis que si a Homero le hubieran dado la nota de sobresaliente en los exámenes, habría compuesto la Iliada?
-Claro que sí -le aseguró mi amigo-, y por ella habría ganado el accésit en cualquier certamen... Pero déjeme completar mi argumento. Si usted es tan enemigo de la Instrucción Pública, ¿para qué ha fundado dos escuelas en Tordehúmos, dotándolas con esplendidez? Y si cree que la actual organización de la sociedad y de la propiedad es tan mala, ¿para qué defiende sus rentas con tanto tesón? Porque a mí me han dicho, D. Carlos, y no vaya a enfadarse por esto, a mí y me han dicho que usted no perdona un céntimo, y al infeliz arrendatario que no es puntual, le revienta sin andarse en chiquitas...
Federico seguía; pero mi padrino le cortó la palabra, airado y descompuesto, y pisando, alterno pede, como caballo que se encabrita, nos dijo: «Sepan, señores mequetrefes, que he fundado las escuelas porque me ha dado la gana, y que mis móviles no cabrán nunca en esas molleras llenas de la paja del saber oficial. Sepan también que si cobro mis rentas, no hago más que tomar lo mío, y defenderme de pillos y ladrones... ¿Pues qué querían?, ¿que tenga lástima de los que se gastan mi dinero en las tabernas y en las timbas de los pueblos? ¡Pobrecicos de mi alma! Cuando me vienen llorando por las malas cosechas, yo les daría una mano de palos por tramposos, embrollones, y por esa fea maña de achacar al Cielo y a la Tierra lo que sólo es culpa de sus vicios... ¿Pues qué quieren estos mocosos, que yo deje a mis colonos reírse de mí y comerse mis rentas?...».
-No; si nosotros no queremos eso... Hemos señalado una contradicción y nada más.
-No hay contradicción... ¿Pero qué entendéis vosotros de esto? Si me querrán marear estos gaznápiros... Sois muy niños para meteros conmigo... Vamos, no quiero haceros caso, no me rebajo a discutir con esta infancia enfatuada, pedantesca... Tengo canas, señores, y no las quiero ensuciar metiéndome con chicos...
Nosotros le estrechábamos, injuriábanos él, mitad en broma, mitad en serio, y nuestra disputa habría sido interminable si no la cortara bruscamente la llegada de un amigo de Cisneros, exministro que había soltado la cartera en la última crisis, hombre muy corrido en política, y que tenía mucho metimiento en aquella casa, así como en la de Orozco. Acogiole mi padrino con exclamaciones de gozo, y el visitante no gastó preámbulos para decirle a qué venía. Pues simplemente a pedirle su voto para la elección parcial en no sé qué distrito de Castilla. D. Carlos, poseedor de grandes tierras en Tordehúmos, Magaz y Valoria la Buena, tiene influencia en el país, y como se meta de hoz y de coz en la lucha electoral, se lleva de calle a los contrarios. No bien le explicó el tal sus deseos de sacar adelante al candidato amigo, Cisneros le dio un abrazo, diciéndole: «Pues no faltaba más... Hoy mismo escribiré. ¿Le apoya el Gobierno? Ya sabe usted que soy ministerial de todos los ministerios, ministerial furibundo...».
-Querido D. Carlos, no nos apoye tanto ni nos abrace tan fuerte -dijo el otro riendo-. Temo sus caricias y su ministerialismo.
-Y con razón. Es la mejor manera de ser disolvente. Ya conoce usted mi sistema: apoyo a todos los gobiernos para que duren poco.
-Usted es de los que no temen el diluvio porque tiene ya hecha el arca. Si yo la tuviera...
-¡Que no tiene usted su arca! Yo creía que sí. Pues aquel asunto de la subvención a los ferrocarriles de vía estrecha ¿no le proporcionó algunas tablas para su salvamento, el día en que toquen a ahogarse?
-Don Carlos, D. Carlos -replicó el personaje, en tono agridulce-. No es propio de persona tan respetable acoger los chismorreos del vulgo.
-Pero si yo no le retiro a usted mi estimación...
-Es que debería retirármela.
-No... lo malo es que cuando suban las aguas no habrá arca que las resista. Diga usted, ¿qué hay de eso que tanto da que hablar? ¿Es cierto que dos ministros andan a la greña, y que por una cuestión de faldas presenta su dimisión un alto personaje?
-¡Absurdo, disparate...! D. Carlos de mi vida, ¿cómo cree usted esas cosas?
-Vamos, desahogue ese corazoncito. Aquí todos somos ministeriales, y viene bien aquello de que la ropa sucia debe lavarse en casa. Usted, como todos los que están convalecientes de ministros, tiene lo que llaman los médicos la febris carnis, disgusto, mal cuerpo y peor paladar, tristeza, alternativas de desgana y hambre canina... Vamos, no me niegue usted que está torcido con el Gobierno. Si se lo conozco en la cara. Soy ya perro viejo; he andado algunos años en esos trotes de la política, y he visto siempre que todos los que salen se convierten en ruiseñores, es decir, que trinan. Conque, si usted no es un hipócrita, trinemos todos ahora; es decir, mordamos.
El exministro denegó con frases ingeniosas las malicias de Cisneros, declarándose poseído de aquella satisfacción interior, tan necesaria a la disciplina de los ejércitos, así en la milicia como en la política. Pero luego, en el curso de la conversación que trabamos los cuatro sobre los asuntos corrientes, dejaba entrever mi hombre su mal humor. Que las cosas del partido no van bien, y el mejor día puede sobrevenir un desastre; que, si esto sucede, él se lava las manos... Mi padrino, con refinada ironía, le llevaba la contraria; y por fin, tratando de la próxima elección parcial, aprovechó la coyuntura que se le presentaba para arrimar el ascua a su sardina, pues es hombre que, en medio de sus desenfrenos de argumentación paradójica, sabe conservar la serenidad y el sentido práctico, como esos borrachos que, aunque beban mucho y se trastornen, no hacen jamás un disparate que les pueda comprometer.
Este juicio del carácter de D. Carlos es fruto de mi observación en el poco tiempo que llevamos de conocimiento. He visto que, aun en las ocasiones en que parece más delirante y más tocado de la manía de originalidad, lima siempre para dentro, si la cuestión que trata conduce a algún fin positivo, que afecte a sus intereses. El exministro desplegaba mucho donaire contra el donaire del castellano viejo, y este, que nunca pierde ripio, le ofreció los votos con las siguientes condiciones: Que sin tardanza sea destituido el Ayuntamiento de Tordehúmos, en el cual hay un concejal que se ha plantificado como una mosca en la nariz de mi buen padrino. El tal es un revolucionario que con el dinero de los consumos levanta partidas, y últimamente disputa a Cisneros una finca que había sido de propios y pasó a manos de este por medios legales. Que se despache prontito el expediente de información posesoria incoado por Cisneros, tocante a la susodicha dehesa de Tordehúmos. Y, por último, que se limpie el comedero al jefe de Propiedades e Impuestos de la Delegación de Hacienda de Palencia, tío del dichoso concejal y encubridor de sus chanchullos, y se dé la vacante al hijo del administrador que mi padrino tiene en Valoria la Buena, muchacho listo, que hoy es oficial segundo en Santander. El exministro se llevó la nota de estos encarguillos, prometiendo recomendarlos, y salimos Federico y yo con él, dando por terminada sesión tan interesante.
Por la calle íbamos haciendo la monografía de D. Carlos, de quien dijo el exministro que es uno de los hombres más amenos que conoce, explicándonos por qué, con su talento, riqueza y grandes relaciones, no figura en la política activa. Es que ningún partido ha podido hacer carrera de él, y de todos le han tenido que echar por perturbador y revoltijero. Fíjate ahora en otra cosa, querido Equis, y es que siendo este hombre una calamidad en política, en el terreno privado no hallarás persona de más formalidad. Fuera de ciertos devaneos mujeriles, que con la edad se van concluyendo, es Cisneros lo que se llama un perfecto ciudadano; paga puntualmente sus contribuciones, cumple con fidelidad todos sus deberes, y en sus tratos resplandece la honradez más pura. Dicen que, en cualquier negocio que con él se entable, su palabra vale tanto como la mejor escritura. ¡Y a un hombre así no se le puede fiar, en política, el valor de un alfiler! ¿Cómo me explicas esto tú, sociólogo y psicólogo, tú que sabes tanto, y que, de tanto saber, no se te puede aguantar? ¿Cómo me explicas el fenómeno contrario, no menos real, que sean piezas útiles, y aun necesarias, de la máquina política, tantos y tantos que en el mecanismo privado no son nada de fiar?
Cuando el exministro se separó de nosotros, quedámonos hablando de lo mismo Federico Viera y yo, sin encontrar solución medianamente satisfactoria. Y a propósito: me has preguntado varias veces en tus cartas por tu amigo Viera. Poco te he hablado de él; pero le nombro con frecuencia, lo que te bastará para saber que vive y está bueno. De todos los muchachos de nuestro tiempo, con los cuales he reanudado amistad, este es el más agradable y el más simpático para mí. He llegado a quererle mucho y a ser indulgente, pero muy indulgente, con sus defectos graves. Anoche me dijo que te había escrito; pero no sé por qué, se me antoja ponerlo en duda. No desconfío de su veracidad, sino de la fijeza de sus ideas, y me temo que esté persuadido de que te ha escrito sin haberlo hecho. Adiós.
23 de Noviembre.
Ayer estuvo Augusta en la tribuna del Congreso. Fue con las de Trujillo, la marquesa de Monte Cármenes y otras damas ilustres. Por cierto que las infelices pasaron una tarde cruel, prensadas, estrujadas, y lo que es peor, aburridas, como quien va a un baile y se encuentra en un duelo. Desde los escaños, varios amigos y yo las mirábamos con piedad, deplorando no poder dar a los debates un carácter divertido y sainetesco para aliviar la tristísima situación de aquellas desgraciadas. Nosotros, al menos, podíamos confortar nuestros decaídos espíritus contemplando aquella batería de mujeres, entre las cuales las había muy guapas. Pero ellas, ¿qué iban ganando con mirar calvas, presenciar una votación, el barullo de los que entran y salen, y el acto de encender el gas? Figúrate que fueron a oír a Castelar, a Cánovas y a todas las primeras partes, atraídas por el cartel parlamentario de aquel día, publicado en los periódicos de la mañana. Como habían madrugado por coger la delantera, al abrirse la sesión, a las dos y cuarto, ya estaban las pobrecillas medio fritas. La parte de la sesión destinada a preguntas las entretuvo un poco y aun las hizo reír, porque tuvimos discurso de chascarrillos. Hombre hubo además, que al hacer su preguntita, parecía que la brindaba a las señoras de la tribuna, mirándolas, como si la defensa del Ayuntamiento de Valderrediles de Abajo no fuese más que fórmula enigmática de una declaración amorosa. Todo esto aliviaba las angustias del plantón, y lo demás se llevaba con paciencia esperando la orden del día. Pero a nuestro Presidente le dio la mala idea, sugerida sin duda por algún espíritu maligno, de meter el embuchado de una enmienda pendiente, con cuya discusión creía despachar en breve tiempo el artículo último de la ley de Jurisdicciones Administrativas. Total, que la discusión se enzarzó cuando menos se creía, y he aquí, mi buen Equis, que entre la general decidido a explicar su actitud en aquel asunto, un orador de los que hablan a cántaros, excelente persona por otra parte, pero que tiene la desgracia de no acertar a exponer la cosa más sencilla sin consumir un par de horitas, más bien más que menos. Bien examinado todo lo que mi hombre dijo, era de lo que no le interesa a nadie. Que si en 1870 opinó o dejó de opinar esto o aquello; que si, al poner su firma en la proposición tal, lo hizo simplemente por autorizar la lectura, con todo lo demás que es de cajón, y aquello de si se me permite recordar lo que tuve el honor de exponer ante el Congreso en la tarde de ayer, me será fácil demostrar que al poner de manifiesto en la tarde de hoy las deficiencias del proyecto que se discute, no dije nada, no expuse nada, no expresé nada, ni de cerca ni de lejos, que no estuviese en perfecto acuerdo, en perfecta consonancia, en perfecta conformidad con lo que salió de mis labios en la tarde de anteayer.
Pasó una hora, dos horas, dos horas y media, y la salmodia no tenía fin. Las toses y murmullos parecía que lo animaban cual si fuesen aplausos, y su voz sin matices caía sobre el cerebro del auditorio como lluvia menuda y persistente sobre un techo de cristales. A ratos molestaba como el ruido del andar isócrono de un reloj de pared, cuando luchamos con el insomnio, dando vueltas en la cama; a ratos me hacía el efecto de uno de esos cantorrios con que las nodrizas duermen a los niños. Los bancos rojos se despoblaban, como país empobrecido por las malas cosechas, en el cual se propaga la fiebre de la emigración de un modo alarmante. La gente se iba a fumar y a murmurar a los pasillos o a la cantina, y en el salón no quedaban sino unos cuantos amigos del orador, y los que se entretenían timándose con las señoras de arriba.
Estas pobrecitas mártires de la curiosidad me infundían tanta lástima, que subí a consolarlas. Observé en todos y cada uno de los rostros la consternación y el desaliento. Charlaban criticando acerbamente el régimen, y poniendo de oro y azul al Presidente, por haber alterado los números del programa, echando aquella murga insufrible antes del gran quinteto clásico que esperaban oír y gozar. Les llevé dulces y caramelos, y les di esperanza de que pronto concluiría la terrible lata que aquel buen patricio nos estaba dando a todos. «Sí, buenas trazas tiene de acabar -me dijo mi prima-. Ahora ha dicho que esto es grave, gravísimo, y que se ha traído los datos para probarlo. Mira, mira el rimero de papeles que tiene en el banco. ¿Ves?, se prepara a leernos media docena de Gacetas».
Pasó todavía una hora más, una de esas horas negras, tediosas, que se estiran languideciendo, y al desperezarse juntan la cabeza con la cola, imitando el emblema de la eternidad, y entonces el orador dijo: Voy a concluir, señores... Las tribunas le hicieron una ovación; y el muy tunante ¿creerás que lo agradeció? En vez de abreviar el epílogo, lo alargó media hora más, regalándonos, por vía de resumen, una nueva paráfrasis de lo que ya había dicho. Las cinco y media serían cuando la Mesa decidió que el debate gordo se quedara para el lunes siguiente. Subí a comunicar la noticia a las pobres mártires, medio muertas ya de calor, estrechez e inmovilidad. Algunas no tenían ni fuerzas para levantarse, otras estaban en pie para salir, y todas maldecían las Jurisdicciones Administrativas y al perro que las inventó. Augusta salió con jaqueca, y cuando la bajaba del brazo, me dijo que no volvería a la tribuna hasta que yo no hablase.
Creo que lloverá bastante de aquí a ese día, porque me siento sin ninguna aptitud para la oratoria, y cuando me figuro que tengo que hablar y que me levanto y empiezo, me parece que el pavor me ha de suspender las ideas y paralizarme la lengua. El afán de Augusta porque yo hable es ya verdadera manía, y siempre que me coge a tiro, me vuelve loco. Anoche me dijo que si no me arranco pronto, hasta me negará el saludo, y que todos mis progresos en el arte de la cortesanía no valen nada, si no suelto el último pelo de lugareño lanzándome a usar de la palabra en público. Y puesto que entre tú y yo no ha de haber nunca misterios, según lo convenido, te diré sin rodeos que mi prima me gusta cada día más, y que siento hacia ella una inclinación que me ha ocasionado no pocas horas de tristeza. No había querido contártelo, esperando que pasase esto, que me parecía una fugaz indisposición del alma, semejante a los resfriados en el orden físico. Pero hace días que me encuentro sorprendido con invencible tendencia a pensar en ella, a figurármela delante de mí, a recordar sus gestos y palabras, y a suponer y anticiparme las que me ha de decir la primera vez que nos veamos. Al propio tiempo, nace en mi espíritu una admiración irreflexiva hacia ella, y me sorprendo a mí mismo en la tarea ideal de adornarla con las más excelentes cualidades que jamás embellecieron a criatura alguna. De aquí nace mi mayor pena, pues precisamente las cualidades que le atribuyo, ponen una barrera moral entre ella y yo. Para imaginar que esta aspiración mía, incierta y tímida, pueda satisfacerse alguna vez, tengo que destruir mi propia obra, y exonerar a la señora de mis pensamientos, quitándole aquellas mismas perfecciones que le supuse. Aquí tienes la brega que traigo en mi mente estos días, y que viene a ser como una enfermedad que me ha cogido de súbito.
Apuesto a que te reirás de mí al leerme, pues no caen bien, en hombres de nuestra edad descreída, el misticismo amoroso de un Petrarca, ni la fiebre de un Werther. No, todavía disto mucho de llegar a tales extremos. Lo que te cuento no tiene valor más que como presagio. También te diré que se me ha ocurrido visitarla lo menos posible, huir de su trato, apartar de mis ojos su hermosura y gracia incomparables, su donaire y suprema elegancia... Sí, no te rías. Te veo haciendo garatusas y dudando de estas honradas disposiciones mías. Pues sí, querido Equis, la delicadeza me inspira el propósito de evitar su compañía, y te aseguro que he podido cumplirlo, dejando de ir repetidas noches a su palco y a su casa. Pero el demonio, que en todo se mete, ha hecho sin duda juramento de impedir los virtuosos planes de tu amigo; el demonio, ¡asómbrate!, toma la figura de mi buen padrino para perseguirme y llevarse mi alma, pues Cisneros me obliga a almorzar con él casi todos los días, y su hija ha dado en la flor de ir también, allí me vuelve loco con su cháchara, sus monerías, su amabilidad y demás seducciones. De modo que el terreno que gano de noche alejándome de la montaña, lo pierdo por el día viendo venir la montaña hacia mí; y no me vale huir del abismo, porque se me pone delante cuando menos lo pienso. De todo lo cual deduzco que... Vete al diablo, que no tengo ganas de hacer deducciones ni de continuar esta deslavazada epístola. Estoy fatigado y de malísimo humor. ¿Te sabe a poco esta? ¿Te deja a media miel? Pues fastídiate, y aguántate, y revienta.
25 de Noviembre.
Continúo, Sr. de X- bajo la influencia de esta tontería, de esta murria estúpida que me iguala al más cándido de los colegiales. Mi desordenado trabajo mental sigue dándome mucha guerra, y por las noches la hiperemia del cerebro no me deja dormir. El gran simpático responde al punto a la presión de arriba, y ya me tienes hecho un ovillo ardiente, de puro nervioso, con alternativas de angustia y de exaltación febril. No te cuento las cosas que se me ocurren en las horas negras de insomnio, porque, de fijo, mis disparates y atrevimientos te parecerían los más estrafalarios que habrías oído en tu vida. Te contaré lo que en pleno día pienso, cuando mi mente se despeja de aquellas nieblas y el contacto del mundo me devuelve la razón.
Verás: ahora he dado en la tecla de que Augusta no es ni con mucho el arquetipo de perfecciones que imaginé, llevado de aquel prurito de idealización, que me entró como podría entrarme un dolor neurálgico. Esta maldecida enfermedad ha tomado otro sesgo, y ahora discurro que la bella por quien suspiro (la frasecilla será todo lo cursi que quieras, pero la sostengo) no es un ángel; que está dotada de las seductoras imperfecciones que Naturaleza derramó con sabia mano en la humanidad toda, y que quizás, quizás se juntan y hermanan en ella dichos defectos con mayor relieve que en otras de su edad y clase. No vayas a deducir de esto que la tengo por mala, no. Es que en la tierra no tenemos ángeles, ni en verdad nos hacen gran falta. Mi inclinación hacia Augusta, a quien acabo de borrar del escalafón de los serafines, no es, en esta nueva etapa de mi mal, menos vehemente; y si en ella no hay pureza absoluta, tampoco hay absoluta impureza, pues en las pasiones humanas entran siempre por lo común todos los estímulos que corresponden a las diferentes regiones que componen nuestra naturaleza. Decir amor de corazón, amor de imaginación, amor de sentidos, es no decir nada, o expresar abstracciones sin valor alguno en la realidad. Todo marcha con orgánico engranaje, y ninguna parte de nuestro ser se emancipa de las demás que lo constituyen.
Pero basta ya de filosofías, y sigue prestando la debida atención a las confidencias de tu amigo. ¿A que no aciertas en qué empleo ahora mis facultades de idealización? Pues en figurarme al marido de mi prima, Tomás Orozco, como el hombre más completo que imaginarse puede, y en esto no hago más que responder con mis ideas a tu opinión acerca de él. Orozco es, según tú, la mayor perfección moral que en nuestros tiempos puede alcanzarse; Orozco merecería, según tú, el dictado de santo, si nuestra época consintiese aplicar este nombre con propiedad. Es la persona que deberíamos tomar por modelo para cumplir nuestros deberes humanos y sociales. Si alguien existe en quien la observación leal no puede señalar un solo defecto, es Orozco. Fijas están en mi mente tus ardorosas alabanzas de este hombre, y créelo, me duelen como si fueran abrojos de una corona de martirio clavada en mi cabeza. Porque has de saber, amado Teótimo, que este sujeto a ningún otro comparable, según tú; y también según mi entender, me demuestra vivísimo afecto, me rodea de delicadas atenciones cuando voy a su casa, me recuerda la estimación que su familia tuvo siempre a la mía y su padre a mi padre, y con esto ha traído a mi alma una turbación y un desasosiego que no puedo encarecerte.
Ahora falta un término de la ecuación que no puedo resolver, y allá va para que te hagas cargo de todo. Me preguntas si creo que mis pretensiones respecto a Augusta podrán tener acogida favorable, y muy bajito, pero muy bajito, de modo que nadie lo entienda más que tú, te respondo que sí. ¿Me fundo acaso en algo terminante y afirmativo? No: es una idea, un presentimiento, una corazonada. Estas cosas se saben sin saber por qué se saben. Es algo que se ve en las brumas del horizonte con los ojos de la previsión y, si se quiere, del temor. Pues bien, amigo mío, espero, y me tengo por un miserable si lo que espero llega. Hay y habrá siempre en mí algo que me impide caer en la depravación y en la laxitud de conciencia de mis contemporáneos. Al menos, creo que seré de los últimos que caigan. Ciertas traiciones, que fácilmente obtienen disculpa en nuestros tiempos, no caben en mí. Y no te digo más, porque fácilmente comprendes mi confusión y la tremenda batahola que llevo en mi conciencia. Aquí pongo punto, porque si me dejara llevar de mi pensamiento, y me abriera todos los grifos para seguir vaciando en el papel lo mucho que sobre el particular se me ocurre, te aburriría; y si intento escribir de otra cosa, no podré, porque el horno no cuece más bollos que los que tiene dentro.
Sigue el consejo que voy a darte. No vuelvas más a este Madrid, donde se pierde el candor, y se deshoja al menor soplo la flor de nuestras honradas ilusiones. Equisillo de mis pecados, quédate en esa ruda Orbajosa, entre clérigos y gañanes; búscate una honrada lugareña, con buen dote y hacienda de diez o doce pares de mulas, que las hay, yo te aseguro que las hay. Búscala guapa, no digo rolliza, porque lo que es rollizas y frescas no las habrás visto nunca. Elige la menos amarilla y flácida, la que se te figure menos puerca dentro del hinchado armatoste de refajos verdes y amarillos; cásate con ella, hazte labrador, ten muchos hijos, sanotes y muy brutos, vive vida patriarcal y bucólica, y no aspires a otros goces que los que te brinden esa ciudad y ese campo, productor de los mejores ajos del mundo. Fórmate una familia, en la cual no pueda salir nadie que tenga ideales; come sopas, y no aspires ni a ser cacique de campanario. Dichoso el que logra emanciparse de esta esclavitud de las ideas, y aprende a vivir en la escuela de la verdadera sabiduría, que tiene por modelo a los animales, querido Equis, a los mismísimos animales.
1º de Diciembre.
Vengan esos cinco, Equis de mis entretelas. El espíritu de tu amigo no se dejará dominar de la maleza estúpida que le amenazaba, y cuyas primeras manifestaciones pudiste colegir de mis cartas precedentes. Ha surgido en mí una energía medicatriz, que de la noche a la mañana me regenera, atiesando mi voluntad, mi ser todo, dándome noción cierta de la ridiculez de mi enfermedad. Ello ha sido de una manera súbita: me levanté un día con ganas atroces de reírme de mis sandeces amorosas, y me reí, sorprendiéndome mucho de verme objeto de mi propia burla. La naturaleza moral, como la física, tiene estas bruscas remisiones, victorias rápidas que la vida alcanza sobre la muerte, y la razón sobre el principio de tontería que en nosotros llevamos. Bastome aplicar algunos esfuerzos mentales a esta acción interna, para verla crecer y hacerse dueña al fin de todo el campo. No tardé en ver las cosas con claridad, y en notar lo inconveniente de que se rompa la relación armónica que cada individuo debe guardar con su época. Augusta no dejó de parecerme tan interesante y bonita como antes; pero al propio tiempo comprendí que no debía apasionarme como un cadete, ni devanarme los sesos como un seminarista descarriado, sino plantarme, esperando los sucesos con frialdad y mundología. El que tome por lo serio esta sociedad, está expuesto a estrellarse cuando menos lo piense.
El fenómeno que te estoy refiriendo no ha venido aislado. Apareció entre accidentes varios, que en el término de un día, de horas quizá, distrajeron mi ánimo, movieron mis ideas como el viento mueve la veleta. La política, hijo de mi alma, con las vehemencias increíbles que determina en nosotros, no ha tenido poca parte en este cambio, de lo que deduzco que la res publica es cosa muy buena, un emoliente, un antiflogístico eficacísimo para ciertos ardores morbosos de la vida. Y las irritaciones que uno coge en este dichoso Congreso, obran también como revulsivo, trasladando el desorden orgánico a la piel, o si quieres, a la lengua, por donde se escapa el mal o fluido pernicioso.
Y a propósito de esto, voy viendo cuán cierto es lo que tantas veces me has dicho, fundado en tu larga experiencia. Aquí hay que hablar o condenarse a perpetua nulidad e insignificancia. Al que se calla no le hacen maldito caso. Supón que eres, como yo, consumado gramático del idioma del silencio, y que en tales condiciones pides un favorcito a cualquier ministro. Como no te teme, ni le prestas tus servicios en el banco de la comisión, ni le consumes la figura de vez en cuando con preguntas fastidiosas, te sonríe muy afable cuando le saludas; pero no te da nada, créelo, no te da más que los buenos días; cosa de sustancia ten por cierto que no te la da. No creas que me incomodo por esto: reconozco que el favor ministerial es un resorte del sistema, y no debemos criticar que se utilice para acallar a los descontentos y recompensar a los servidores, porque si suprimimos aquel resorte, adiós sistema. Ello está en la naturaleza humana, y es resultado de la eterna imperfección con que luchamos de tejas abajo. O nos declaramos serafines con patas, o hemos de reconocer que el régimen, bueno o malo, tiene su moral propia, su decálogo, transmitido desde no sé qué Sinaí, y que difiere bastante de la moral corriente; y si no, que salga el Moisés que ha de arreglarlo.
Hoy estoy inspirado, amigo mío, y si no escribo de política, revienta, porque este tema me divierte, hace derivar mis pensamientos del centro congestivo en que me atormentan, y me esponja, créete que me esponja, me refresca el cuerpo y el alma... Pues verás. He caído en la cuenta de que es una sandez este silencio mío, esta pasividad, esta inercia de grano inconsciente en el famoso montón parlamentario que hace las leyes, sostiene los gobiernos y robustece las instituciones. Tiene muy poca gracia desperdiciar la influencia y el favor con que el amigo Estado debe corresponder a nuestros servicios. Nada, yo hablo o reviento, yo me despotrico el mejor día; y aunque me tengo un miedo horrible como orador, y aunque, al considerarme hablando, me entran ganas de prenderme a mí mismo y mandarme a la cárcel, la lógica humana y cierta ambiciosilla que me muerde el corazón, impúlsanme a vencer mi torpeza y cobardía. Ya empecé anteayer, como quien deletrea, presentando a primera hora una exposicioncita de Orbajosa para que le rebajen los consumos; pronto seguirá mi aprendizaje en las secciones, dando explicación breve, de acuerdo con otro que me las pida; y por fin, metido en una comisión de fácil asunto, ten por cierto que lo empollo bien, y me largo mi discursito como un caballero. Todo es empezar. Una vez perdida la vergüenza, lo demás va por sus pasos contados. Y dejando de ser pasivo en la política, da uno empleo y desagüe a mil cosas malas que dentro le bullen. Si la política es un vicio, con este daño inocente se pueden matar otras diátesis viciosas que nos trastornan el seso. ¿Qué te parece? ¿Te ríes? Dame tus graves consejos, alma de cántaro; vacía ese saco de filosofías pardas y de marrullerías espirituales. Espero tu exequatur o una rociada de vituperios, porque te conozco, y quien no te conoce, que te consulte. Conque, ¿hablo, o no hablo? ¿Conviene hablar, aunque sea ladrando?
3 de Diciembre.
Sin esperar tu contestación, te encajo esta. Mira que me escarba en el magín, y más aún en la voluntad, la portentosa oración que ha de sacarme de la sosa esfera de la nulidad parlamentaria; mira que me disparo el mejor día y te avergüenzo, porque saben que eres mi mentor, y los dislates del discípulo recaerán sobre el maestro.
Consulté con mi padrino lo que a ti te consulto, y me dio un abrazo muy apretado, felicitándome por mi sabia resolución. Incitome a hablar contra el Gobierno, sin reparar que este me apoyó a raja tabla en la elección, sacándome por los cabellos de aquella misteriosa urna. Díjome que haciéndolo así prestaba un servicio a la sociedad, y favorecía los principios eternos contra lo transitorio y accidental; que nada es tan útil como los cambios de mandarines, para que el telón de esta comedia suba y baje muchas veces, hasta ver si el público se aburre y prorrumpe en la gran pita final. Augusta, que tales cosas oía, se indignó y tuvo una fuerte agarrada con su padre, diciéndole. «Hubieras sido ministro, serías por lo menos senador vitalicio si tuvieras más juicio, papá». Él lo tomaba con calma, recalcando la extravagancia como siempre que se le contradice. De palabra en palabra, en la tertulia de sobremesa, la conversación pasó de la política al arte, y Cisneros se despachó a su gusto, sosteniendo delante de su hija, de Villalonga (el célebre Villalonga ¡qué tipo!) y de mí, que no puede existir el Arte verdadero en los países organizados, donde hay Justicia y Policía, instituciones esencialmente enemigas del numen artístico. Pon atención a esto: «El genio de Shakespeare floreció en medio de la dramática barbarie inglesa del siglo XVI, como las artes italianas en medio del elegante desconcierto de las repúblicas florentina y genovesa, y de las guerras civiles desde el XIV al XVI, en aquellos tiempos pintorescos, anárquicos, de pasiones sin freno, igualmente propicios a la santidad y al crimen, al ascetismo y al homicidio, tiempos en que el derecho público llegó a tener por ley el veneno y el dogal, y se creó la diplomacia de la traición. La frecuencia del asesinato fomentaba en el pueblo la idea del desnudo, la Iglesia protegía las humanidades, y el paganismo resucitaba en el propio regazo de los Papas. César Borgia personifica esa época gloriosa, y cierra el periodo de florecimiento artístico, en el cual caben todas las ideas activas que pueden inflamar la mente de los pueblos. Entre la moral austera de Dante y las licencias de Bocaccio, hay una extensión, un campo inmenso y fecundo en que nacen las flores más bellas de la vida humana. Entre el místico Giotto y el aventurero Benvenutto Cellini, se encierran todos los desarrollos de la belleza corporal, base del arte pictórico». Y por aquí siguió deslumbrándonos y confundiéndonos. Su hija le rebatía, como si dijéramos, a puñados, y aunque no estaba muy fuerte en la historia de César Borgia, sostuvo que era un sinvergüenza. Luego soltó varias herejías, hablando pestes del Giotto, de fra Angélico y de todos los pre-Rafaelistas, y diciendo que no daría dos pesetas por ninguna de las tablas del siglo XV ni por la mayor parte de los cuadránganos religiosos que llenan aquella casa. Cisneros llamó a su hija tonta e ignorante, y le dio muchos besos. Así acaban siempre sus reyertas.
En esto entró Malibrán. (Si esto fuera novela pondría Aparición de un nuevo personaje.) Adivino tu gesto de sorpresa al leer este nombre. No sabes quién es, mejor dicho, no lo conoces por su apellido, aunque le has visto y le has hablado. Te ayudaré a hacer memoria. ¿Recuerdas que yendo los dos una tarde de París a Enghien, nos encontramos a un señor a quien teníamos por extranjero, y de pronto nos habló correcto español, y estuvo muy fino y obsequioso con nosotros al despedirse, ofreciéndonos su casa que señaló, extendiendo la mano hacia un techo gris cercano a la estación? ¿Recuerdas que, visitando algún tiempo después el Salón, nos le encontramos acompañando a un amigo nuestro, Pepe Díez, y este nos le presentó? Al poco rato nos acompañaba en el examen de algunos cuadros, oficiando de crítico, y mostrándose muy severo con la mayor parte de las obras que vimos. Tú no tienes tan buena memoria como yo; no recordarás que al salir dimos una vuelta por los Campos, y el tal habló pestes de España y de los españoles, nos dijo que su residencia habitual era Italia, que había reunido algunos cuadros antiguos de grandísimo mérito, y que se hallaba en París gestionando la venta de un estupendo Mantegna, por el cual le ofrecía el Louvre cien mil francos y Rostchild un poco más; pero que no pensaba darlo en menos de doscientos mil. ¿No se te ha quedado presente ese detalle del Mantegna? Después de separarnos de él y del amigo con quien iba, hicimos la observación de que nos parecía uno de esos tipos de nacionalidad equívoca que en París tan a menudo se encuentran. Su fisonomía, como su apellido y la facilidad con que se expresa en diferentes idiomas, daban lugar a que se le creyese oriundo de todas las fronteras europeas. Al mismo tiempo notamos su atildada educación, su finura, la elegancia de su vestir.
Pues bien, este sujeto que entonces pasó ante nuestra vista como un cometa y de quien hablamos como se habla de aquello que no se espera volver a ver más, llámase Cornelio Malibrán y Orsini, es español y nacido en Madrid, hijo de un antiguo empleado de Palacio, y nieto de un coronel de guardias walonas. Su madre es italiana, hija de no sé qué militar extranjero al servicio de España. De modo que en nuestro D. Cornelio se juntan y mezclan todas las sangres europeas, y en su progenie por ambas líneas, según nos explicaba la otra noche, hay una señora holandesa de la familia de Riperdá, y un caballero portugués, y un emigrado polaco, y que sé yo qué más.
Te presento con tantos pelos y señales a este prójimo, porque presumo he de tener que ocuparme de él más de lo que quisiera. Ha servido en la diplomacia; estuvo algún tiempo cesante, residiendo en Italia y en Francia, y ahora ha logrado pasar al Ministerio. Es célibe, y vive con su madre, señora mayor, según he oído, bastante instruida y que sabe muchas y buenas historias de interioridades palatinas y aristocráticas... Un poco de paciencia, querido Equis, y acabaré el retrato. El origen de la amistad de este D. Cornelio con mi padrino hay que buscarlo en la contagiosa chifladura de ambos en materias de arte pictórico. Cisneros es inteligente (al menos él lo dice, y yo lo creo bajo su palabra) en tablas españolas del siglo XV; pero en pintura italiana me parece a mí que no da pie con bola, y precisamente las escuelas italianas anteriores a Rafael son el fuerte de Malibrán. En cualquier sombrajo negro y ahumado, donde nosotros apenas vemos algún torso indefinible, señala él un Boticelli, un Sodoma, un Signorelli o un fra Bartolomeo, nombres que rara vez sonaron en mis profanos oídos. Mi tío y él se pasan largas horas discutiendo sobre los inciertos caracteres que separan la escuela paduana de la veneciana, o acerca de otro problema pictórico tan obscuro como este.
De la intimidad con Cisneros vino la introducción de Malibrán en la casa de Orozco, donde le tienes todas, todas las noches. Su finísimo trato, su conocimiento del mundo le ponen en primera línea en toda sociedad, sin que él necesite esforzarse por alcanzar aquel puesto. Descuella naturalmente y por la propia virtud de sus modales, que son la misma perfección, pues hay en ellos el grado exacto de rigidez compatible con la soltura. Sabe combinar como nadie la cortesía respetuosa con esas licencias que hoy agradan tanto, usadas discretamente, como la sal y los picantes en la culinaria. No conozco otro que sepa entretener y divertir a las damas como él las entretiene; es la única persona a quien he oído sostener largas conversaciones sobre vestidos, mostrando en ella la espiritual erudición que al asunto corresponde. Las señoras le consultan acerca de sus trajes, del adorno de sus casas, y sobre todo las asesora con maestría. Al propio tiempo, si le hablas de política extranjera, te pasmas oyéndole, querido Equis, porque la conoce al dedillo, tan bien como podríamos apreciar nosotros la nuestra.
Pues bien, presentado el tipo, me falta expresarte, para concluir, un sentimiento mío con respecto a él. Allá va, y no te asustes. Este hombre me es profundamente antipático, tanto que mi antipatía traspasa los límites que separan este sentimiento del odio verdadero. Te oigo preguntarme: «¿por qué?». Te asombrarás si te digo que no me es fácil definir la causa. Malibrán me considera mucho; parece estimarme, y aun quererme. Jamás ha tenido palabra ni acto, con respecto a mí, que puedan molestarme. Hasta se digna elogiar lo que digo, y oírme con afable atención. Pero ello es que no le puedo ver. Te muestro este fenómeno de mi alma, como le mostraría al médico una llaga que nadie ha visto y que sólo el médico debe ver. Yo mismo me asombro de llevar en mí un afecto depresivo que no me favorece; me sondeo, y trato de analizarlo para encontrar su origen. ¿Es envidia, es más bien intuición? ¿Es que penetro, sin darme cuenta de ello, el carácter de este individuo, y adivino que es una mala persona revestida de brillantes adornos sociales? ¿Es que...?
Pero estoy fatigado, aturdido, y presumo que en mi próxima, después de pensar un poco en este peregrino caso, te podré decir algo más concreto.
6 de Diciembre.
He vuelto a las andadas, compañero, y aquella serenidad de espíritu que adquirí dándome un baño (perdona lo extravagante de la figura), en las turbias aguas de la política, se la llevó la trampa. Hoy estoy muy nervioso, y a pesar mío saldrán a relucir en mi carta conceptos amargos y apreciaciones que no se ajustarán quizás a la realidad. He pasado mala noche, batiéndome con lo absurdo, queriendo ahuyentar las cavilaciones sin poderlo conseguir, porque me atacaban con lógica deslumbradora, y me desarmaban y me rendían. No extrañes, pues, que está hoy inaguantable.
Ese Malibrán se me ha atravesado de tal modo que no le puedo tragar. Seguramente te has olvidado de su fisonomía, y quiero recordártela. Representa como unos cuarenta años, pero creo que tiene más. Buena figura; es lo que comúnmente se llama un hombre guapo. No se olvida, vista una vez, su cara expresiva, que comparo, relacionándola con la pintura, a algo que abunda en la variada colección de mi tío. Aquel rostro afilado, aquel mirar penetrante, aquellas facciones correctísimas, la barba rubia acabada en punta, la frente de marfil, la color anémica, te recuerdan esos cuadros votivos de la pintura italiana que tienen en el centro a la Virgen y a cada lado de esta dos santos, San Jorge o San Francisco, San Jerónimo o San Pedro. Cornelio me hace recordar a veces al San Jorge, con su cariz de guerrero afeminado, y a veces, pásmate, al San Francisco de Asís, de seráfica y calenturienta belleza. Vas a decir que me voy del seguro. Es que en efecto estoy bastante excitado, y me excito más escribiéndote estas cosas en vez de ponerme a estudiar el discursito que pronunciaré dentro de dos días, combatiendo el dictamen sobre el Proyecto de ley de rectificación de listas electorales. Ahora, relatemos.
Pues como te dije, entró Malibrán, llamado con premura por mi padrino para consultarle acerca de un cuadro que acababa de adquirir. Tiempo hacía, según nos dijo, que lo había visto en la sacristía de las Descalzas de Villalón, sin poder meterle mano. Por fin, el administrador de Cisneros logró apandar la joya, y se la remitió. Es una tabla como de cincuenta centímetros por cuarenta, y representa el bautismo de Jesús. Las dos figuras desnudas, amarillas y tiesas destácanse en el fondo ennegrecido, con cuya lóbrega tinta se funde el sombreado de los cuerpos. En la parte superior se ve un par de ángeles con vestiduras de elegantes pliegues, sosteniendo un letrero con las palabras sacramentales del Bautismo. En cuanto llegó Malibrán, empezaron las discusiones frente a la obra de arte. «O esto es un Massaccio -dijo Cisneros con suficiencia triunfal- o no entiendo palotada de pintura». A lo que respondió el diplomático después de mirar mucho la tabla, de cerca y de lejos, y de frotarla en diferentes partes: «Qué sé yo, qué sé yo... Me inclino a creer que es más bien un Pinturrichio. La figura del Bautista se parece extraordinariamente a las que hay en los frescos de Araceli en Roma». Y tras esta razón pericial, siguió dando otras, que debían de ser muy fuertes. Entráronme ganas de contradecirle, aunque no entendía ni jota de aquellas cuestiones, y apoyé la opinión de Cisneros, el cual la sustentaba con furor, fundado en una referencia de Cean Bermúdez. Luego, corrió a su archivo y trajo una carta autógrafa, inédita; en la cual el célebre investigador de Bellas Artes da cuenta de haber visto una relación de los cuadros traídos de Italia por un don Alonso Núñez de Villalpando, fundador de las Descalzas de Villalón. Háblase en dicha nota de una tabla del Massaccio, tasada en no sé cuántos miles de escudos, y que se tenía por obra en alto grado maravillosa. Respecto a dimensiones y asunto, dice el papel: «Es como de un pie y medio de alto, y representa el bautismo de Nuestro Redentor». Malibrán movía la cabeza, sonriendo, y quitaba importancia, con la mayor urbanidad, a las fuentes críticas de donde mi tío sacaba sus especiosos argumentos. Por fin, el testarudo castellano se atufó, y nada... tijeretas han de ser... «¡Oh!, un Massaccio, el padre del Renacimiento... Tengo el cuadro más raro que existe en las galerías particulares de Europa y aun en las oficiales. Esta tabla no se sabe lo que vale. Es un tesoro. Véanla ustedes, les permito tocarla; pero... con muchísimo respeto. Usted, Sr. Malibrán, es muy inteligente; pero por esta vez reconozca que se ha caído. Y por más que en ello se empeñe, no logrará desacreditar mi colección ni desvirtuar la gloria de este gran hallazgo».
La discusión no se acababa. Villalonga y yo nos pusimos de parte de mi tío, y Augusta votaba con Cornelio, lo que me sabía muy mal. Allá nos íbamos ella y yo en conocimiento de tal asunto, y opinábamos por capricho, o quizás por simpatías personales como suele suceder en la mayoría de las polémicas. Es casi seguro que ambos oíamos entonces por primera vez el nombre de Massaccio. Y, no obstante, yo sostenía con calor el partido de Cisneros o Massaccista, y ella se declaraba franca y resueltamente Pinturrichista.
Querido Equis, ríete todo lo que gustes de esta simpleza; pero en aquel punto y hora, y mientras disputábamos sobre una cosa que entendíamos como si nos pusieran a descifrar escritura chinesca, asaltó mi mente una sospecha que me trajo al estado de inquietud en que me encuentro todavía. Mi corazón, antes que mi entendimiento, se lanzaba ansioso al campo de las adivinaciones, partiendo de un hecho insignificante, incierto quizás. Pero, ¡cuántas tonterías hay, reveladoras de hechos graves! ¡Cuántas nimiedades saltan ante nuestra vista destapando misterios, y abriendo los horizontes de investigación que cerrara la cautela! Mi suspicacia y el odio instintivo que aquel pegajoso diplomático me inspiraba, odio revelador también, lleváronme a creer que cuanto hablaron mi prima y Malibrán aquel día encerraba un sentido doble, y que sus palabras eran fórmulas de inteligencia convenidas, al modo de una clave cifrada. Augusta se fue, diciendo que iba a recoger a unas amigas para llevarlas a paseo, y a poco se despidió también Malibrán, dejando a mi padrino solo con su cuadro y su tenaz opinión de que era legítimo Massaccio, por encima de todas las cábalas de la envidia. Como yo me mostrara bastante frío y con pocas ganas de jalearle, toda la matraca que dio después fue contra el amigo Villalonga, que le aguantaba con estoica paciencia.
Retireme a un ángulo del gabinete aquel, tan bonito, tan diferente de cuanto vemos en otras casas, y durante largo rato examiné una por una las rosas del suelo. Necesito explicarte esto. Hay allí una magnífica alfombra de Santa Bárbara, hermana de las de Palacio y Sitios Reales, blanda, gruesa y amorosa bajo nuestras pisadas. Es de fondo blanco, rameado amarillo y guirnaldas de rosas, estilo Carlos IV, que ante la crítica dominante pasa hoy por anticuado. A mí no me lo parece... Pero, sea lo que quiera, los colores se conservan admirablemente; el tejido es de una solidez que avergonzaría a toda la industria moderna, y en cuanto a las rosas, te diré que las deshojé con mis miradas, mientras en el otro extremo de la pieza, apuraban el tema Villalonga y Cisneros. Este, inquietísimo, entraba y salía, trayendo papeles y librotes con alguna referencia en apoyo de su dictamen; y también cuadros para buscar argumentos comparativos. Vi abierta ante mí una papelera, en cuyos compartimientos brillaba el oro antiguo y de ley con la amarillez elegante de las onzas peluconas. De aquellas áureas gavetas sacó mi tío un papel, que leyó como se podría leer un bando. Era el inventario citado por Cean Bermúdez; y en el trajín que el buen señor armaba, se tambaleó de improviso una armadura completa, milanesa, y cayó al suelo con estrépito y chirrido de articulaciones metálicas, como guerrero que cae mal herido en el combate.
Después oí la voz de Cisneros en la pieza inmediata, riñendo con los criados, llamándoles idiotas, embusteros y enredadores. Pedía su ropa, no esta, sino aquella. El gabán de pieles no, ¡zopenco!... sino el otro... Al cochero le amenazaba con despedirle por borracho, al lacayo por sucio, al administrador por entrometido, a la cocinera por habladora, a la pincha por sisona, al ayuda de cámara por indecente. Todo aquello era genialidad pasajera, pues al poco rato les trataría con la familiaridad más revolucionaria.
Villalonga se marchó, diciéndome que no salía nunca de aquella casa sin sentir que se le aflojaba un tornillo del cerebro, y cuando me quedé solo con mi padrino y pasé a su cuarto, mientras se vestía me dijo: «Ese Malibrán, que es un trasto envidioso, quiere quitarme la gloria de poseer el cuadro más raro que hay en el mundo. Pero se fastidiará, se fastidiará. La culpa tiene quien le da alas, consultándole sobre lo que no entiende. ¿Has visto qué fatuidad? ¿No salta a la vista que mi tabla es Massaccio; pero tan claro que negarlo es como negar la luz del sol? Pues qué, ¿Cean Bermúdez es algún gacetillero? Tú has dado razones que no pueden rebatirse... Vamos, vámonos a tomar el aire».
Llevome al Retiro en su carruaje, y paseamos a pie desde la Casa de Fieras al Ángel Caído. Saludamos a muchos amigos, y de cuantas personas conocidas pasaron a pie o en coche tuvo Cisneros algo que decir. Su feliz memoria, suplida a veces por ingeniosa inventiva, regalome aquella tarde mil anécdotas, picantes unas, despiadadas y terribles otras, ninguna inocente, todas con ese singular acento que da la verosimilitud o la probabilidad de los yerros humanos. Era aquello la historia, compuesta y adornada a lo Tito Livio, como arte verdadero, historia no inferior por su trascendencia y ejemplaridad a la que nos cuenta en fastidiosas páginas las bodas de los reyes, y las batallas que se ganaron o se perdieron por un quítame allá esas pajas. Mi tío me ilustró también con algunas particularidades de su vida, en las cuales no pude menos de ver esa mano de gato con que algunos cronistas desfiguran y engalanan lo que les conviene; y por fin me dio este consejo: «Mira, Manolo, tú no seas tonto. Haz el amor a las mujeres de todos tus amigos, y conquístalas si puedes. No pierdas ripio por cortedad, ni por escrúpulos, ni por miramientos sociales de escaso valor ante las grandes leyes de la Naturaleza. Las prójimas que más respeto te infundan, son quizás las que más deseen que avances: no te quedes, pues, a mitad del camino. Sé atrevido, guardando las formas, y vencerás siempre. Toma el mundo como es, y las pasiones y deseos como fenómenos que constituyen la vida. La única regla que no debe echarse en olvido nunca es la buena educación, ese respeto, ese coram vobis que nos debemos todos ante el mundo».
Algo más me dijo; pero yo dejé de oírle, porque el alma toda se me fue detrás de Augusta, a quien vi de lejos en su landó, con otra señora, su amiga, su encubridora quizás. Tal pensé en aquel momento, y con ellas, tieso y amable en la delantera, el hombre más cargante que alumbra el sol, Malibrán. Sí, le vi, y no quiero decirte más. ¿Qué tenía de particular que la acompañase, como yo mil veces lo había hecho? ¿Qué podía significar cosa tan sencilla? Nada en rigor. Era una simpleza que me atormentaba, como nos atormenta el granito de tierra que en un ojo nos cae... Hasta debía pensar que la circunstancia de acompañarla públicamente revelaba la mayor inocencia, pues de haber algo, evitarían mostrarse juntos en el paseo... Pero nada de esto, que he pensado después, me ocurrió entonces. Habrás comprendido que yo estaba aquella tarde hecho un imbécil, un sentimental de la peor especie, digno de que me cogieran por su cuenta los novelistas chirles. Ahora estoy viendo que tú, con la sorna que sueles gastar, vas a decirme que merezco una camisa de fuerza. Pero yo sigo en mis trece: la idea es la madre de los hechos. ¿Qué importa que no aparezcan los hechos, si se ve que la idea, por el bulto que hace, está embarazada de ellos? No, no te hagas cruces... Mira, vete al cuerno y no fastidies más.
13 de Diciembre.
He dejado pasar ocho días desde mi última carta, y tanto me he serenado en este tiempo, que si pudiera retirar lo en ella escrito, como retiran y anulan estos oradores las palabras ofensivas que en el fuego de la discusión se escapan de sus labios imprudentes, lo haría, ¡oh Equis de mis pecados!, porque hallándome en aquellos días bajo la influencia de una exaltación insana, casi no soy responsable de las bobadas que pensé y te escribí. ¡Bendita sea mil veces la política, digo otra vez, ese arte supremo de la vida colectiva; benditos sean Sagasta, Cánovas, Castelar y demás sacerdotes de esta religión consoladora, cuyo culto produce en nuestro ánimo el efecto de las friegas en el organismo, llamando a la epidermis la irritación interior! Has de saber que la jarana parlamentaria de estos días, el temor de que el Gabinete se derrumbara, y la situación con él, las alarmas, el disputar, el choque terrible de las ambiciones que se defienden con las ambiciones que embisten, han producido en mí un mareo reparador, una embriaguez que me ha hecho mucho bien. Si te digo que estos azarosos días lo han sido para mí de entretenimiento, no expreso la verdad, pues también ha llegado a apasionarme y a tomar con calor un asunto que nunca llegué a entender. Cuando nos encontramos dentro de una colectividad activa, un sentimiento parecido al espíritu militar nos arrastra, y corremos ciegos al disparate y a la sinrazón, como los pelotones se lanzan a la trinchera donde han de encontrar la muerte. En fin, querido amigo, estoy contento otra vez, y me parece que te oigo decir: «bien venida sea la paz si dura». Porque como tengo estas bruscas intermitencias, temerás que salte mañana otra vez con la murria y el lloriqueo.
Y a propósito de intermitencias: no sólo no las niego, sino que he de presentarte otras versatilidades de mi espíritu, de que hasta ahora no te he dado cuenta, para que las estudies y me las expliques si puedes, que de fijo no podrás.
Desde que estoy en Madrid, es tal la movilidad de mis ideas, que me produce alarma. Recuerdo que te has reído mucho de mí oyéndome contar que en Orbajosa me levantaba algunas veces religioso y otras descreído. Pues aquí, hay días que me despierto con las ilusiones democráticas más risueñas y angelicales que imaginarte puedes, y al siguiente cátame con sentimientos tan autoritarios, que me dan ganas de mirar como una bendición el palo del absolutismo. Tengo mis mañanas de popular entusiasmo, en las cuales creo que debemos dar a la plebe todos los derechos, para que se gobierne sola y haga su santa voluntad, y mañanas en que se me representan mis conciudadanos como la tropa más ingobernable y aviesa del mundo. Esta falta de aplomo proviene sin duda de la atmósfera de controversia febril en que vivimos, de la rapidez con que se suceden hechos y fenómenos de carácter opuesto. Nuestra sociedad está elaborándose. Nos hallamos en pleno estado de formación geológica. Las masas del planeta político están en parte blandas, en parte enteramente líquidas; por aquí hay demasiadas corrientes de agua, por allí demasiado fuego.
Pues oye otra observación: tengo mañanas, y si quieres, tardes o noches, en que siento verdadera ansia de leer mucho o instruirme, y agrandar todo lo posible la esfera de mis conocimientos. Pues se pone el sol, o sale el sol, y ya me tienes pensando que la mayor de las locuras es enviciarse con los libros, y el más molesto de los empachos la erudición. Se me ocurre que la única ciencia digna del alma humana es vivir, amar, relacionarse, observar los hechos, hojear y repasar el gran libro de la existencia. Lo demás es perder el tiempo, tarea de catedráticos que tienen por oficio retribuido extractar el saber anterior para dárselo en tomas digeribles a la niñez.
Nada quiero decirte de mis intermitencias de religiosidad o descreimiento, que raya en ateísmo. Estamos en eso lo mismo que antes. Pero hay más, querido Equis, y es que también en cuestiones de moral tengo mis caprichitos, pues hay días en que me enamoro como un bobo de los principios, y no concibo que podamos ni respirar sin ellos, y otras veces veo y palpo que los principios huelgan, que sólo tienen valor las formas. Nada, nada; que vivimos en un mundo deshecho o por hacer, que somos, o los grandes demoledores o los grandes arquitectos de una sociedad.
Pues en el orden afectivo, aquella impresionabilidad que tantas censuras y chanzas me ha valido de ti, también se ha recrudecido en vez de corregirse. No olvidaré lo que te ha dado que reír esta facilidad mía para prendarme locamente de una mujer cualquiera, apenas vista y tratada. Cierto que la exaltación dura poco; pero reconozco que es peligrosísima. El caso se ha repetido en esta época, no sólo con respecto a mi prima (aquí la cosa es algo más seria), sino con personal de menor cuantía. Omito la relación de mis súbitos incendios para evitar tus burlas.
Hace tiempo me recomendabas el trabajo mental, no precisamente la erudición, sino la labor literaria, y veo que en tu última carta insistes en la receta, como norma de disciplina contra la versatilidad y el repentinismo. No hay quien te apee de esto, y sostienes que soy ante todo hombre de imaginación, y que sólo en el terreno del trabajo artístico he de poder fundar algo. ¡Qué disparates se te ocurren! ¡Yo imaginar, yo que me he pasado cinco años haciendo cuentas, ordenando papeles, destruyendo embustes y aclarando derechos! La idoneidad que revelé entonces para la aritmética práctica y para las menudencias vulgares de la vida; la paciencia de laborioso insecto que entonces mostré, prueban mi ineptitud para empresas de vuelo más alto. Quien trabaja en la obscuridad como la carcoma, no sabe remontarse a las nubes como el águila. Si yo intentara lo que me recomiendas, verías qué engendros miserables y enfermizos saldrían de padre tan estéril.
Y a otra cosa. Hace dos noches tuve una conversación muy interesante con Augusta. Pareciome que ella misma la había buscado, con habilidad suma, como se busca y provoca una explicación. Preguntome no sé qué... estábamos solos en su casa... respondile lo que me pareció bien, y ella pasó discretamente una especie de revista a casi todas las personas que habitualmente componen su tertulia. Al llegar a Malibrán bajó la voz, como quien revela un secreto, y me dijo: «Tengo que advertirte que Cornelio es persona muy solapada y de muchas conchas, y hay que tener cuidado con él». Como yo le dijera que pensaba lo mismo, ella añadió: «A mí, personalmente, no me ha hecho ninguna mala pasada; pero sé de él, por referencia, cosas que me le pintan de cuerpo entero».
Esta breve monografía, hecha con acento de profundísima verdad, me consoló mucho. Era como una satisfacción, y la agradecí con toda mi alma. En aquel momento se me disiparon de la mente las frasecillas que había preparado días antes para echárselas a la cara si ocasión propicia se me presentaba para ello. Y aun recordándolas no las hubiera proferido. ¿Qué era? Ya lo adivinarás. Una declaración habilidosa y galante con su poco de hipocresía. Yo había pensado decirle: «Augusta, aspiro ser el primero de tus amigos, nada más que amigo; pero el primero. Y si algún día quiere Dios que ames a alguien, aunque sea poco, pido el ascenso inmediato, o sea pasar del primer puesto de la amistad al escalafón del amor». De esta sutileza estaba yo muy satisfecho. Pues has de saber que después del diálogo que he referido, infundíame la mujer aquella tanto respeto, que no hubiera osado traspasar la línea por nada de este mundo. Y aun hubo algo que me contuvo más dentro del terreno de las conveniencias, porque me habló de su marido, a propósito de un asunto que trataré a tiempo, y tales elogios hizo de él y con tanta sinceridad ensalzó sus grandes prendas, que admiré sin rebozo aquella exaltada demostración de cariño conyugal. Acabó por decirme: «Ni tú ni nadie que no le trate con la mayor intimidad, puede saber todo lo bueno que es Tomás. Es como una mina inagotable, y mientras más se ahonda en ella, más oro se encuentra. Ya ves la fama que tiene de honradez, y lo que se cuenta de su nobleza de carácter, de cómo practica la caridad y todas las virtudes. Pues la fama se queda corta. Créelo, no tiene semejante, y esta sociedad no se lo merece».
Lo decía con tanto entusiasmo, que me anonadó, Equis amigo. La impresión que saqué de este diálogo fue altamente favorable a la hija de Cisneros. Se me representó como un ser a quien se ofende sólo con la sospecha de impureza, y ante quien no debemos ni podemos sentir más que un delicado y caballeroso acatamiento. ¡Y qué mona estaba aquella tarde!, que luego se hizo noche, pues si la vi al principio a la luz del crepúsculo, pronto su cara y su elegante traje se me presentaron vivamente iluminados por la luz artificial. El vestido era de seda, rayas blancas sobre azul turquí, y no olvidaré su indolente postura en uno de esos blandos muebles que llaman puff, torcido el cuerpo de modo que a veces presentaba hacia mí la cara, el costado y las rodillas. Doblaba los brazos de un modo que parecía enroscárselos en el cuerpo, y en un cambio de actitud vi una mano, con brazalete en la muñeca, que asomaba por la espalda. No te exagero. No vayas a creer que esta flexibilidad desengonzada que te pinto acusa falta de señorío o dignidad. Es que... verás... no sé cómo decírtelo. No hay mujer que, como mi prima, parezca en ocasiones tan formada de pedazos mal unidos, ni figura que se desbarate más, para componerse y ajustarse luego en términos que resulta airosa por todo extremo.
El encargo que me haces de que te describa la casa de Orozco, con todo lo que hay en ella, fondo y forma, añadiendo un croquis de los tipos diversos que la frecuentan, no lo puedo desempeñar en esta carta. ¿Sabes la hora que es, hijito? Las doce de la noche. Llenas están ya de mis garabatos seis carillas, y economizo las dos restantes para no acostumbrarte mal, y curarte de malos vicios. Duerme si puedes, que yo me acuesto y voy a soñar con las espirituales bellezas de la Rectificación de listas electorales. ¡Dichosa enmienda, y quién me habrá metido a mí a proponerte y apoyarte!...
15 de Diciembre.
¿Sobre qué quieres que te escriba hoy, animal? Vamos, decídete pronto, porque si insistes en que te mande la fotografía de la casa de Orozco, te privarás de otro regalo que te tengo preparado, verdadera golosina que ha de saberte a gloria. ¿No adivinas lo que es? Tonto, mi discurso apoyando la famosa enmienda. Vamos, apuesto mi cabeza a que, entre la relación de aquel gran suceso parlamentario y la pintura de una familia, has de optar por lo primero, pues un discursazo como el mío es cosa nueva en la historia del mundo, y sabe Dios cuándo nos veremos en otra.
Ya sabes el sentido de la enmienda, la cual sólo ha sido un pretexto para lanzarme. Nada más cómodo para un ensayito fácil de la palabra. Se prepara uno bien; se pone de acuerdo con el individuo de la comisión que ha de contestarle, y esta connivencia permite hacer una rectificación lucida. A pesar de lo bien dispuesto que estaba, era tal mi temor, que minutos antes de comenzar habría dado mi investidura de diputado por verme libre de tan angustiosa incertidumbre. La idea de que pronto tendría que levantarme delante de tanta gente guasona, y romper a hablar, me ponía carne de gallina. «¿Cómo sonará mi voz aquí -me decía yo, lleno de perplejidad-, y de qué manera moveré estos malditos brazos, que no sé para qué han de servirme?». En vano quería consolarme, pensando que la mayor parte de los que allí hablan lo hacen bastante mal, sin que a nadie choque su falta de medios oratorios, y que es preciso llegar al colmo de lo extravagante y mamarracho para señalarse y provocar la risa.
Cuando llegó el instante fatal y oí la voz del Presidente concediéndome la palabra, tuve ganas de echar a correr, diciendo: «Si yo no he pedido palabra ninguna, ni me hace falta para nada». Me levanté, no obstante, con un arranque de firmeza, sostenido por la idea del honor, como quien va a batirse; y mirando yo no sé para dónde, y moviendo los brazos yo no sé de qué manera, dije que era difícil por todo extremo mi situación en aquel momento, y luego no sé qué más y... ¡otra!, que no iba a hacer un discurso. Pasado un momento angustioso, durante el cual creí notar cierta curiosidad en las caras de los que estaban cerca de mí, pareciome que mi exordio caía en la Cámara en medio de la mayor indiferencia. Era todo lo que yo podía desear; y esto, lejos de desanimarme, diome cierto aplomo. Pero la palabra se me rebelaba. Los conceptos que estudiados llevé se me trabucaron, y el hilo de la sintaxis se me enmarañó de tal manera, que hube de cortarlo repetidas veces para poder seguir. Observé que muchos padres de la patria cogían el sombrero y se marchaban. Mejor; mientras menos fueran a oírme, con más desembarazo me desenvolvería yo. Allí enjareté mis argumentos como Dios me dio a entender. Véase la clase: «Yo no traigo a este debate ninguna idea nueva; traigo una convicción profunda, traigo la rectitud de mis intenciones, traigo el firme deseo del bien general, traigo... (No recuerdo bien qué más cosas traía). Si no llevo la convicción a vuestro ánimo, cúlpese a mi falta de medios oratorios, no a la idea que sustento; idea patriótica, señores, idea justa, idea práctica...».
Pero, por más que intentaba dar calor a mi acento, no advertí en ninguna cara señales de convicción, ni aun de que dieran importancia a lo que yo decía. Mi voz no debía oírse desde una distancia regular, porque al principio me dijeron: más alto, y tuve que esforzar la voz. Como mis dignos compañeros, salvo los amigos que me rodeaban, preferían oírme desde los pasillos, me dirigí a los taquígrafos para que tomaran bien el discurso y no perdieran sílaba. Daba también, de tiempo en tiempo, mis palmetazos en el pupitre, para expresar mi indignación contra el pícaro artículo que enmendar quería. En las paradas, y cuando me refrescaba el gaznate con un sorbo de agua y vino, los amigos que estaban detrás me decían: «Va usted muy bien, pero muy bien». Y yo, deseando concluir, volvíame con disimulo para consultarles. «¡Qué mal lo estoy haciendo! ¡Qué plancha me estoy tirando!». La bondad de aquellos leales colegas me envolvía, para confortarme, en nubes de incienso. Detrás de mí sonaba sin cesar esta frase: «Admirable... pero muy bien...». Por último, los amigos colmaron su benevolencia, diciéndome: «Acabe usted ya; redondee, redondee... Basta, basta ya...». En efecto, ya había dicho toda la sustancia y me estaba repitiendo. Pero no acertaba con una conclusión airosa. La que había pensado se me escapó del magín y subídose al techo, y yo, por más que miraba para arriba, no la podía pillar. Por fin, Equis de mi alma, dando tropezones y recordando confusamente que mi olvidado final era cosa de la patria, eché mano de esta idea, como el nadador que envuelto por las olas ve un palo a que agarrarse, y salí... Salí diciendo que no podría rechazarse la enmienda sin dar una bofetada a la patria. No, no fue así; dije que... en fin, no sé lo que dije; sólo sé que me senté y que todos los que estaban a mi lado y detrás de mí me felicitaron con efusión, apretándome la mano. «Muy bien, muy bien. A poco que usted se ejercite será un gran orador. Ha estado usted intencionado, intencionadísimo y contundente».
El de la comisión que me contestó, hizo su exordio felicitándome y felicitando al Congreso por la gallarda prueba que yo había hecho de mis facultades oratorias, y a renglón seguido refutó mi elocuentísimo discurso, diciendo que yo había explanado con extraordinario talento y con pasmosa erudición una teoría inadmisible. Echome la mar de flores llamándome su particular amigo, y una de las personalidades más conspicuas de la Cámara. Rectifiqué, según lo convenido, y estuve bastante más sereno y despabilado en la rectificación que en el discurso; le devolví sus flores con creces; nos estuvimos incensando un gran rato, conviniendo los dos en que éramos muy grandes oradores y que nos inflamaba el más ardiente patriotismo; retiré mi enmienda, y a vivir. En los pasillos me felicitaron todos calurosamente, aun aquellos que se habían largado de los escaños apenas empecé a hablar. «Ha estado usted muy bien... Yo no le oí todo el discurso, porque tuve que salir... ¡Caramba, que hay buenas explicaderas...! Tiene usted grandes facultades, y es lástima que no las ejercite... Muy bien, amigo Infante... Venga un abrazo. Me han dicho que estuvo usted acertadísimo y muy lógico, sobre todo muy lógico». Sin pagarme mucho de estas alabanzas, que yo he prodigado mil veces a varios Demóstenes de pega, fui al Diario de las Sesiones a corregir mi discurso, mejor dicho, a rehacerlo, y lo dejé como una seda, tan diáfano y con una sintaxis tan redondeada, que si algún día se me antoja leerlo, tendré que decir: «Mascarita, no te conozco». En todos los periódicos ministeriales, y aun en los de oposición, leerás que he revelado no comunes condiciones oratorias. La noticia me ha cogido muy de sorpresa; pero te aseguro que no caeré en este lazo que tiende a mi vanidad la adulación. Sigo creyendo que lo hice muy mal, y que la única elocuencia que debo cultivar es la del silencio.
Mi prima no fue a la tribuna, porque tuve buen cuidado de engañarla respecto al día mi estreno. Por ningún caso quería que me oyese, temeroso de que su presencia me hiciera perder pie. Pero tan a mal ha llevado el quiebro que di a su curiosidad, que no quiere perdonármelo. Anoche, cuando todos en su casa me felicitaban, empeñose en chafarme el triunfo, asegurando saber, por conducto de un ministerial, que no dije más que vulgaridades; que mis movimientos eran torpes y desmañados, y que los pocos que se resignaron a oírme se durmieron... Con estas bromas me estuvo asaetando toda la noche, y noté en ella algo de ira o despecho por no haber oído mi speech.
Ya que la tengo otra vez en el pico de mi pluma, voy a referirte algunas particularidades suyas para que, desde ese escondite donde estás, la conozcas y la veas tan claramente como la veo y la conozco yo. No sé si te he dicho ya (y si lo dije, lo repito ahora, porque es muy importante), que mi prima se aparta bastante de las ideas y de los gustos de su dichoso papá. Se le parece en que tira siempre a sacrificar la verdad al ingenio, y a despreciar los dictados del sentido común, prefiriendo la originalidad a la certeza, y poniendo el chiste por cima de toda idea de justicia. Pero fuera de esto, nada hay de común entre hija y padre. Augusta profesa a las tablas del siglo XV un odio casi africano, y hace de ellas graciosas caricaturas habladas y aun dibujadas, pues cuando está de vena, coge un lápiz y te parodia con cuatro rasgos aquellos santos rígidos, con las caras afligidas, las manos como palmetas, las posturas imposibles, los paños duros, aquellos fondos arquitectónicos sin perspectiva ni proporciones, aquellos animales toscos como los que pintan los chicos. Dice que de la colección de su padre apartaría dos docenas de cuadros, y lo demás lo haría astillas, si la estolidez humana no le diera un precio convencional.
Aun tratándose de pintura buena, se permite atrevidas salvedades; sostiene, sin temor a los aspavientos de Malibrán, que la aburren los cuadros de santos, la poca variedad de los asuntos, el amaneramiento de la idea, el convencionalismo de las composiciones, que vienen a ser como un estribillo que se ha oído centenares de veces. Hace gala, siempre que sale a cuento, de sus doctrinas iconoclastas en materias de arte; gusta de verse sola defendiendo contra todos la originalidad de sus opiniones, y se declara partidaria ardiente de la pintura moderna, asegurando que prefiere un buen cuadrito de género, intencionado y vivo, un buen estudio realista y fogoso a las cacareadas obras maestras de la pintura religiosa. De lo que llamamos clásico, le gusta más un retrato de Moro que todas las visiones celestiales de fra Angélico, y más un dedo de cualquier figura de Velázquez que todo Rafael. Esta independencia, un tanto afectada, del gusto, le habría ocasionado algunas desazones con su padre, si no cuidara de atenuarla ante él. Disimula, pues, por respeto y cariño; pero con los amigos pone cátedra de heterodoxia ¡y qué cátedra, Equisillo!
En la casa de Orozco están representadas visiblemente las ideas de su ingeniosa dueña, y fuera de dos o tres retratos anónimos atribuidos a Pantoja, y un Murillo (Malibrán dice que es Tobar), no hay en ella un cuadro antiguo ni para un remedio. Allí no verás más que pinturas frescas, nuevecitas, de buena mano, firmadas por García Ramos, Jiménez Aranda, Mélida, Martín Rico, Domínguez, Román Ribera, Sala, Beruete, Plasencia y otros muchos; escenas andaluzas o madrileñas, tipos gitanescos, militares, marítimos, cabezas elegantísimas, grupos parisienses, majas, y además paisajes muy lindos, imagen exacta de la Naturaleza. Declarándome previamente sin ninguna autoridad y reconociendo mi ignorancia, te declaro, con rudeza de un bruto, que me entretiene mucho más la colección de mi prima que la de Cisneros.
Tengo que añadir un perfil a la figura, diciéndote que es muy apasionada del estilo Luis XV y del barroquismo como arte decorativo. Posee un sin fin de cacharros de gran precio, cornucopias y marcos de talla dorada muy hermosos. Cierto que el Luis XV no tiene sustitución posible para decorado de salones elegantes; pero Augusta extrema su preferencia, afectando no entender las bellezas de la ornamentación arábiga, detestando lo gótico, y sosteniendo que todo lo griego está muy bueno para cementerios.
Algo más tengo que decirte, que sería como ampliación de estas ideas y gustos de mi prima en terreno muy distante del artístico; pero las guardo para mejor ocasión, y acabo esta dándote las buenas noches.
¡Ah!, se me olvidaba un perfil; pero te prometo empezar con él mi próxima.
16 de Diciembre.
Voy a lo que se me quedó ayer. Otra de las grandes divergencias entre padre e hija, es que Cisneros tiene gran afición a Castilla, y ama el país clásico, donde planta sus raíces el árbol secular de la raza a que pertenece, la tierra madre, autora de la lengua que hablamos, maestra y criandera de nuestro ser castizo, mientras que Augusta profesa a aquel suelo y a sus paisanos un odio mortal. Cuentan que cuando era niña y su padre la llevaba a Tordehúmos, se entristecía tanto que la sacaban de allí con un principio de ictericia. A poco que le tires de la lengua, te hace descripciones en caricatura de aquel suelo venerable y extenuado; de los pueblos de adobes, más propios para que los habiten sabandijas que hombres; de los campos que en invierno están helados y en verano parecen de yesca; de los alimentos que apestan a aceite de linaza; de las casas calentadas con humazo de paja; de la tristeza de la raza, que se refleja hasta en las diversiones populares. Y has de notar que en ese país tan aborrecido y despreciado tiene la criticona parte de sus propiedades. Allí hay centenares de hombres que, agobiados por la usura, los impuestos, la miseria, y luchando heroicamente con un suelo empobrecido y un clima de los demonios, trabajan como esclavos para que ella viva cómodamente en Madrid, sin cuidarse de lo que cuesta arrancar a la tierra sus tesoros. Asegura que cuando va de viaje, se alegra de que el expreso del Norte pase de noche por aquella región antipática, para librarse del pesar de verla.
Mi tío no es así. Habla siempre de Castilla con grandes encarecimientos, y asegura que todo lo bueno que tenemos procede de allí; pero este amor al suelo nativo es puramente platónico, pues hace muchos años que el buen Cisneros no aporta para allá, y sus relaciones con la patria son puramente administrativas y epistolares, enderezadas a recoger puntualmente sus rentas, y a comprar todas las fincas que se venden, por sucumbir sus dueños en las garras de la usura. Francamente, esta falta de comunicación entre el propietario y la tierra, me da muy mala espina. He hablado con Cisneros de esto, y conviene conmigo en que el diluvio ha de venir, «sólo que -añade- como creo que está aún bastante lejos y que no me ha de coger a mí, no me ocupo de él, y voy viviendo lo mejor que puedo, reuniendo los materiales para que mis sucesores hagan un arca, si pueden y saben hacerla».
Entra conmigo ahora, temerario mancebo, en la casa de Augusta. ¿Quieres que te hable de Orozco? Es hombre que vale mucho, sí; pero reconociendo su mérito, no he acabado de entenderle todavía. Y te advierto que la opinión acerca de él no es tan unánime como tú piensas. Verdad que opiniones unánimes, en sentido favorable, aquí no las hay nunca. En una sociedad tan chismosa, tan polemista, y donde cada quisque se cree humillado si no sustenta, así en la charla pública como en la privada, un criterio distinto del de los demás, son muy raras las reputaciones; y estas tienden siempre a flaquear y derrumbarse como puentes de contrata, construidos sin buen cimiento. Faltan grandes unidades. La independencia de criterio, extendida en toda la raza, como una moda perpetua, y el individualismo del pensamiento determinan una gran inseguridad en diversos órdenes de la vida. Falta disciplina intelectual y moral. Somos demasiado libres, pecamos de autónomos, y así no podemos crear nada estable. Para que las naciones marchen bien, es preciso que haya muchos que sacrifiquen sus ideas a las ideas de los demás, y aquí nadie se sacrifica; cada uno de nosotros cree sabérselo todo. De esto se deriva la gran enfermedad, amigo Equis, o sea la antipatía invencible de la raza a las reputaciones. No gusta de ellas porque tienden a crear unidades, y aquí la unidad es como una planta maldita, que todos pisoteamos para que no prospere. Siempre que aparece el fenómeno de una reputación, cuando los hechos y pareceres que la constituyen principian a concretarse, ya estamos todos desasosegados buscando los peros que hemos de ponerle para que no cuaje. En el orden moral, en el literario, en el político, las reputaciones crecen difícilmente, como un árbol raquítico lleno de verrugas y comido de insectos. Si andas por el mundo, oirás el ruido incesante del laborioso Termes, que taladra y devora los troncos más robustos. La malicia, aderezada de ingenio, es grata y sabrosa a nuestros paladares, y no oirás nunca alabar a una persona por honrada, por inteligente o por otra cualidad, sin que al punto venga ese inmortal y castizo tío Paco con sus implacables rebajas. Las restas son a veces cruelmente chistosas. Muchos las discuten o las deniegan; pero casi todos las ríen, y aunque alguien las ponga en cuarentena, ello es que se les da curso y corren, como la moneda fiduciaria bien garantida.
Y tú dirás: ¿a qué viene todo eso, señor chiflado? Y yo te respondo que más chiflado es él, y que esto es un razonamiento para apoyar lo que te dije de Orozco, de ese hombre tan encomiado por diferentes apologistas, entre ellos tú. Pues para que lo sepas, en el Casino y en la Peña de los Ingenieros, donde paso algunos ratos de noche, he oído poner en solfa esa tan cacareada honradez y rectitud. Cierto que lo que allí se dice, nadie lo sostendría en una discusión seria. Hablan, como aquí es costumbre, por lujo y sibaritismo de conversación, por el placer de producir asombro en los oyentes, por arrojar en las bocas de la curiosidad estragada una golosina picante, sin creer en lo que se refiere, y con el propósito de retirarlo y desmentirlo, si fuese menester. Excuso decirte que lo que oí no me ha hecho variar de opinión respecto a tu ídolo.
En la tertulia de Augusta, valga la verdad, no somos mejores que en otros centros de entretenimiento y grata sociabilidad. Hablamos por los codos y criticamos todo cuanto existe. Sólo al amo de la casa no he oído jamás concepto alguno desfavorable a nadie. Su prudencia es allí una disonancia. En cambio, Cisneros, que va casi todas las noches a echar su tresillo, ha promulgado una ley a la cual nos sujetamos todos los que somos más o menos políticos. «Aquí no se permite, en ningún caso ni bajo ningún pretexto, hablar bien del Gobierno, cualquiera que sea».
Aquella casa es de las pocas que se caracterizan en el orden social por una opulencia razonable y enteramente desahogada. En ella reina un lujo discreto, que nunca rebasa la línea dentro de la cual están la comodidad y el agrado de los amigos; lujo que, al llegar a las fronteras de la disipación, se detiene y de allí no pasa. Conoces a Orozco, por ese trato superficial que se entabla en la calle o en los centros de reunión. No conoces su casa, no has entrado nunca en aquel magnífico principal de la cuesta de Santo Domingo, y me alegro, pues así puedo yo introducirte y guiarte, señalándote lo que me convenga. Allí admirarás el mayor grado de desarrollo de la burguesía pudiente y bien educada, que ha sabido asimilarse aquella parte de las costumbres aristocráticas conveniente a sus intereses, y reclamada por su posición política o económica; allí encontrarás todo el elemento extranjero introducido de poco acá en la manera de comer, de hablar, de vestirse, y ha de sorprenderte verlo armonizado con la sobriedad española, el orden y la calma de nuestra antigua clase media, anterior a la desamortización.
Remontándonos a los orígenes, hallamos que no es muy ilustre el abolengo del amigo Orozco. Su abuelo hizo mediana fortuna en el comercio menudo. Su padre se enriqueció, según dicen, con negocios poco limpios, entre ellos el de aquella sociedad de seguros, La Humanitaria, que en su catástrofe, dejó tras sí un reguero de desdichas, lágrimas y desesperaciones. El actual Orozco no es responsable de los actos de su padre; pero se me figura a mí que su fortuna, por la calidad de los materiales quela formaron veinte años ha, pesa bastante sobre su conciencia. Me fundo, para creerlo así, en la cara que pone cuando le hablan de La Humanitaria. No diré que le enoje el ser tan rico; pero me parece que tendría un gran alegrón si le probaran ahora (cosa un poco difícil), que D. José Orozco había labrado su riqueza en moldes más puros.
Marido y mujer aborrecen la ostentación, y a él no le ha dado nunca por esas bobadas del sport. Bailes, no se han visto allí, según he oído, más que dos en los seis años que llevan de casados. Comidas, al año suele haber dos o tres de solemnidad. Ordinariamente no pasan de seis u ocho cubiertos. Coches, con un landó y una berlina contratados se pasan tan ricamente. Viajes, los de verano de rutina, con algún que otro estirón hacia Alemania, Bélgica o Suiza. En trapos, mi prima gasta mucho, pero nunca toldo lo que podría; de modo que ni aun este renglón, en otras partes tan peligroso, altera el orden de casa tan bien dirigida. Recepciones, allí no las hay realmente; pero concurren de noche a la casa bastantes amigos, casi todos de confianza.
A poco de frecuentar la tertulia, noté que existe en ella un bando o partido, en el cual se politiquea, y se murmura con ligereza, a veces con saña, de toda persona que tiene la desgracia de fatigar a la voz pública con la repetición de su nombre. No hay que decir que es cabeza del temible bando mi padrino Cisneros. En el mismo levanta el gallo Jacinto Villalonga, a quien conoces quizás mejor que yo, hombre ameno, discutidor de oficio, privado en absoluto de paladar moral, tratándose de política, que es su pasión y su manera de vivir. Por lo demás, muy corriente, muy servicial, muy amigo de sus amigos, siempre en disidencia, y siempre pretendiendo y enredando. Es el tipo del pillo simpático, que aquí tanto abunda. Considera al Estado como cosa propia, y si puede despojarlo de algo, lo hace sin recelo alguno, con la conciencia tan tranquila como la de un niño. Al propio tiempo, incapaz de quitarle al individuo el valor de un alfiler. El pobre Estado es la eterna víctima. Y cuenta que si al día siguiente de haber hecho Villalonga una de las suyas, vas a verle y le pides un favor, te da todo lo que tiene, hasta la camisa si no tiene otra cosa. ¿Ves qué moral? En España la gastamos así.
Ya va para viejo, y parece que quiere sentar la cabeza. Ansía fijarse, después de haber hecho alto en todas las tiendas del campamento y sentado plaza en todos los ejércitos. Ahora bebe los vientos porque le hagan senador vitalicio, como jubilación de sus campañas y reposo de sus odiseas. Te aseguro que está graciosísimo cuando nos cuenta lo de la senaduría y las fatigas que por ella pasa.
En el mismo bando tienes al exministro que te presenté en una de mis cartas anteriores, y a un alto empleado de Cuba, cesante, que no habla mas que de chanchullos de Ultramar. Dicen que es buen sastre el que conoce el paño. Aguado, que así se llama, me parece a mí que es maestro viejo, y sus ganas de volver allá no se compaginan bien con los horrores que nos cuenta. Augusta le llama el Catón ultramarino. Es un catonismo el suyo de tal calidad, que cuando le oigo, me dan ganas de poner entre sus manos y mi bolsillo una pareja de la Guardia civil. De otros que suelen arrimarse a la partida maldiciente, te hablaré si se destacan en lo que contándote voy. Allí verás algunas noches a la de San Salomó, ya bastante ajadita, pero siempre guapa, rajando con la lengua a todo el que coge por delante. Alardea de entender de política; mas de sus explicaderas no puedes colegir si es carlistona furibunda o anarquista frenética.
Dejando a un lado la banda de los devorantes, sigo la cuenta de los que concurren con más o menos asiduidad. No falta ninguna noche el noble marqués de Cícero, varón serio y vacío, de una modestia que no me cansaré de alabar. Practica el nosce te ipsum tan al pie de la letra, que jamás se permite el intento de formular una idea propia. Habla siempre con las ideas de los demás, única manera de hacerse tolerable. También es bastante puntual el conde de Monte Cármenes, hombre simpático y apacible, muy rico. De su riqueza y su buena pasta ha salido la filosofía optimista que profesa con tanto salero. Nadie le ha visto nunca inquieto ni afanado por cosa alguna: todo lo encuentra bien, perfectamente bien. Puedes creer que el amigo Pangloss a su lado es un carácter tétrico.
Adelante. ¿Conoces tú a Trujillo, el banquero, y a su señora, Teresita Trujillo? De seguro que no les conoces. Ella va una noche sí y otra no, acompañada de su marido, o de su hijo Pepe, oficial de artillería, muy guapo, que juega divinamente al tresillo. Es señora amabilísima, alegre como pocas, habladora hasta la ronquera, y que tiene verdadera pasión por los crímenes célebres. Otro que nunca falta es D. Manuel Pez, que suele hablar sesuda y campanudamente de las cosas públicas. Yo voy casi todas las noches. Menos asiduo, pero también constante, es tu amigo Federico Viera, de cuya amenidad, gracia y recursos para la conversación nada te digo porque le conoces muy bien. Y el más puntual, el infalible, es mi detestado rival Malibrán, perito en bellas artes, en modas, en política extranjera, y sobre todo en mujeres, pues se las da de Tenorio, y cuando trae a colación la lista famosa de sus triunfos, no hay quien le aguante. Te juro que si llego a persuadirme de que este brillante majadero consigue, como al parecer es su intención, robarle el albedrío a mi adorada prima, vamos a tener aquí una tragedia.
Me falta señalarte otro de los puntos fijos, Calderón de la Barca, pariente, no sé en qué grado, de la señora de Cisneros, y aun creo que mío también. Orozco y su mujer le miran como de la familia. Es viudo, con pocos medios de fortuna, y padre de una niña monísima, que casi siempre está en la casa, y con la cual mi prima, a falta de hijos propios, madrea diariamente hasta dejárselo de sobra. La confianza de Calderón en la casa de Orozco tiene algo de parasitismo: casi siempre come allí, y creo que Tomás le ocupa en su administración por no verle inactivo, y darle apariencias de dignidad. Es hombre muy sencillo, un buenazo, pero de imaginación tan disparada y farfantona, que a lo mejor te cuenta las mentiras más estupendas con la mayor formalidad, y...
Mira niño, estoy cansadísimo; te mando esta para que te vayas entreteniendo, y seguiré mañana. No hay que abusar, y eso de que yo me quemo las cejas para divertirte tiene su límite. Buenas noches.
17 de Diciembre.
Pues decía que este Calderón te encaja las papas más gordas que da la fantasía humana, y se queda tan fresco. Lo mejor es que no miente a sabiendas, porque se cree a pie juntillas cuanto dice. Yo me río con él lo que no puedes figurarte. El otro día me porfiaba que un misterioso industrial de Madrid ha establecido, bajo el patrocinio secreto de altos personajes, el más extraño negocio que se puede imaginar. ¿A que no lo aciertas? Pues el negocio consiste en hacer el matute en gran escala por medio de los carros fúnebres, de unos cuantos hombres vestidos de cura, y de unas mujeronas disfrazadas de hermanas de la Caridad. Daba tales pormenores, que parecía estar en el ajo y ser de la partida. Te advierto que en todas las extravagancias que te cuenta Calderón, hay siempre alto personaje: esto no puede faltar.
Tía de este tipo y también de Augusta, por parte de madre, es doña Serafina Calderón, señora respetable, muy querida de toda la familia, y especialmente del matrimonio Orozco. De noche nunca la vi en la casa, y hace un mes que no va tampoco de día, porque padece gravísima afección al pecho, y dicen que se morirá pronto. Desde que Augusta ha dado en pasar las tardes junto a su tía enferma, me siento muy solo en el Retiro y Castellana, y elevo una humilde oración al Altísimo para que la señora se ponga buena, o al menos se alivie. Pero el Altísimo no me hace maldito caso, y mi prima no pasea.
Ya comprenderás que, fuera de las rabietas que paso como enamorado y no correspondido, lo paso regularmente en casa de Orozco. Allí tenemos billar, tresillo, bezigue, y algunas noches música, con grandísimo júbilo mío. Augusta toca el piano muy bien, y sería consumada profesora si estudiase algo más. Te aseguro que cuando la sigo, me transporto al séptimo cielo. Los devorantes del famoso bando capitaneado por mi padrino, aunque fingen humanizarse con el trato de Beethoven, Listz y Chopin, no dejan en paz a sus víctimas. Allí se desmenuzan las cuestiones que van saliendo, traídas por la prensa, o por ese otro periodismo hablado sotto voce que no se atreve a expresarse en letras de molde. Hay noches benignas en que las hachas sólo despuntan las ramas; pero otras, querido Equis, caen con estruendo y furia los troncos más robustos. Creerías que están todos poseídos de un vértigo ecualitario, de un furor terrorista y guillotinante, ansiosos de establecer para los casos de moral el nivel del suelo raso. Durante varias noches se trató del crimen misterioso de la calle del Baño (habrás leído algo de esto en la prensa), y excuso decirte que prevaleció, con gran lujo de fundamentos lógicos, la popular especie de que influencias altísimas aseguraron la impunidad de los asesinos. Vino después la cuestión del escandaloso desfalco de la Deuda. Quedó probada la inocencia de los infelices que están presos, y la culpabilidad de Fulano y Zutano (personas muy conocidas). También oirás allí que en un círculo social muy señalado se cotizan las credenciales de Cuba como si fueran títulos del 4 amortizable.
Esto de la inmoralidad ultramarina, ¡María Santísima!, es la correa más larga de todas. Algo se cuenta que indudablemente es exacto; pero añaden tales horrores que me resisto a creerles. En la crítica de los negocios coloniales, lleva la voz cantante aquel Aguado de quien antes te hablé, el cual estuvo allá tres años y se trajo, según dicen, media isla. Pues las cosas que este desembucha, más son para oídas y calladas que para referidas. Ya comprenderás que allí, tratándose de la situación, es cosa corriente lo de esto se va, esto no dura tres meses, esto se cae de pura corrupción, etc. Y a lo mejor se hacen preguntas muy chuscas. «Oye, tú (dirigiéndose a mí), ¿qué hay de ese ministro que se quiere marchar porque el Consejo no le aprueba el nombramiento de director en favor de X?...». Pon aquí un nombre muy desacreditado. Rara es la noche en que alguno de la partida no lleva noticias de este jaez: «En el Consejo de hoy se han tirado los trastos a la cabeza... Dicen que andan a tiros en tal o cual parte... Los revolucionarios, contentísimos».
Se entabla allí cada polémica que Dios tirita. Villalonga, echándoselas de hombre de orden y de ministerial, aunque parezca mentira, defiende al Gobierno algunas veces; pero Aguado, furioso porque no me le echan para allá otra vez, sale espada en mano al combate. Su lengua es horrorosamente mortífera. «El Presidente del Consejo no dice más que embustes, y a todo el que coge le engaña como a un chino». Otro día asegura (le consta de buena tinta) que dos ministros han reñido por cuestión de faldas; que están de uñas los tales con los cuales... Cisneros se baña en agua rosada, y aunque siempre trata estas materias de una manera espiritual, y se chunguea del ministerialismo acomodaticio de Villalonga, así como de la furibunda y ciega oposición de Aguado, no por eso es menos cáustico en sus conclusiones.
Cuando se deja caer por allí, Augusta suele defender al Gobierno por enzarzarles, y también pincha al Catón ultramarino para verle hecho un basilisco, soltando veneno por lengua y ojos. En cuanto al exministro, aparenta tomarlo a broma; pero mete su cuarto a espadas, lanzando puntaditas, pues está esquinado con la situación, aunque lo disimula. Dice que va al grupo para saber noticias. A veces las desmiente con tibieza, a veces con un calor que viene a reforzarlas. Volviendo a mi prima, te contaré algo que te hará reír. Tiene un gran talento natural, no bien cultivado. Ya sabes que se educó en Francia, que perdió a su madre siendo muy niña, y que la casaron muy joven. Su inteligencia se ha cultivado sola; hace gala, como ya te he dicho, de altiva y temeraria independencia en sus juicios, y nada le desagrada tanto como encontrarse con una opinión que los demás aceptan. Hace pocas noches aseguraba que no puede soportar la literatura española desde Moratín inclusive para atrás, y nos dijo que, fuera del Quijote, no ha podido nunca leer tres páginas seguidas de ningún autor en prosa ni en verso, místico ni profano; que el teatro de capa y espada le es atrozmente antipático, leído y visto representar; que los tan ponderados místicos, sin excluir Santa Teresa, no valen más que para narcóticos en caso de insomnio rebelde; que varias veces intentó leer la historia de Mariana, y que siempre le ha producido jaqueca; que los romances y poemas de fabla antigua le recuerdan demasiado a su desapacible y adusta tierra de Campos, pues son la misma cosa puesta en letras, el clima helado y seco y la tierra estéril... En fin, que en literatura es también iconoclasta rabiosa, y que a ella no le den más que lo moderno español, y más aún lo francés. En lo francés, le gusta todo lo del siglo pasado; pero no pasa más allá, y hasta los padrotes Molière y Racine le resultan de una insipidez intolerable.
De esta radical opinión surgió una disputa muy viva entre ella y Federico Viera. Ya conoces el carácter de Federico, su ingenio, que sería fecundísimo si lo cultivara; sabes que jamás se queda en los términos medios; que en sus simpatías y aborrecimientos va hasta el furor, y que su desmedido orgullo suple en él, como en otros muchos, las energías de la convicción para sostener cualquier idea. Te añadiré que de los amigos de Orozco, sin contar a Calderón y a mí, Federico es el que tiene más confianza en la casa, pues su amistad con Tomás data de larga fecha. Augusta se pelea con él, siempre que hay ocasión, contradiciéndole con cierto énfasis, buscándole las vueltas, y zahiriendo sin piedad sus quijotismos. Él toma en serio los furores iconoclastas de su amiga, y ella los exagera para exaltarle. No sé el tiempo que duró aquella discusión deliciosa, en que mi prima se permitió decirle: «¡Pero qué tonto es usted...! Quiere hacernos creer que ha leído el poema del Cid. No tendría usted tan buen color». Y él: «Sí; eso lo dice usted por afán de originalidad, y no niego que está usted monísima sosteniendo tales disparates...». Simpatizo cada día más con este pobre Viera; y si no me agradase tanto por bueno y leal, habría de gustarme por desgraciado. A propósito de él, tengo que contarte algo que no te ha de interesar.
Abur, gaznápiro. Dios te libre de caer en el bando de los devorantes o manteadores.
20 de Diciembre.
La opinión que en tu carta me indicas respecto a mi prima no me parece ajustada a la verdad. ¿Se funda acaso en informes míos dados con ligereza y cuando no había hecho las convenientes observaciones? Pues me retracto, querido Equis, me trago todo lo escrito, y ahora, conociendo mejor cosas y personas, quiero quitarte de la cabeza esos juicios malévolos. Créelo, Agustina es buena; ama con firmísima ternura a su marido. Sus aspiraciones afectivas están colmadas, y nada revela en ella que padezca inquietudes del alma, ni curiosidades de esas comparables a las de los geógrafos navegantes que buscan mundos mejores que los conocidos. Noto en ella la tranquilidad del que está contento en su mundo, y no indaga con ansiosa mirada lo que habrá más allá del horizonte. Ya estoy oyéndote decir: «Este tonto se viene cada día con una cantinela distinta... y lo peor es que pretende se le admitan todas estas ideas, variado fruto de su fecunda impresionabilidad». Reconozco, señor maestro, que varío la tocata con demasiada frecuencia. Es que yo no me aferro a las opiniones, ni tengo la estúpida vanidad de la consecuencia de juicio. Observo lealmente, rectifico cuando hay que rectificar, quito o pongo lo que me manda quitar y poner la realidad, descubriéndose por grados, y persigo la verdad objetiva, sacrificándole la subjetiva, que suele ser un falso ídolo fabricado por nuestro pensamiento para adorarse en efigie. Ríete de mí; pero acepta la versión que hoy te mando, que es la oficial, la verdadera. Que es honrada te digo, y si me lo niegas, hombre de poca fe, nos veremos las caras.
Y sin embargo, Equis de mil demonios, heme aquí empecatado, heme aquí sin poder vencer la diabólica intención que en mí ha nacido, y que tras largas vacilaciones se manifiesta positivamente. Mira si estoy dominado por la infernal influencia, que creyendo no es ella terreno dispuesto para el mal, me inclino a seguir tu consejo satánico. Es que los obstáculos nos infunden temeridad, y los peligros nos ilusionan más que la confianza. No, no hay allí, como tú sostienes, una fácil victoria; pero contando con la resistencia, solicitado quizás por la resistencia misma, romperé pronto el fuego.
Somos muy pillos los descendientes del señor Adán. Llevamos el mal en nuestra naturaleza, y la cultura nos ha dado una filosofía pérfida y farisaica para cohonestarlo. La sociedad, con diarios y persuasivos ejemplos, nos incita a cursar esta filosofía, y si no lo creer, ahí tienes a mi padrino, el castizo Cisneros, que me repite a cada instante su famosa prescripción, resultado de un profundo saber sociológico: «Manolo, no seas burro. Haz el amor sin reparo alguno a las mujeres de todos tus amigos».
El afecto del honrado y leal Orozco me da algunos malos ratos todavía en esta campaña infernal, que aún no ha salido de la esfera nebulosa de mi intención. ¡Ah!, en la voluntad mía, ya he ultrajado al hombre sin par, modelo de nobleza y rectitud. Pero, como te dije antes, el siglo fecundo en que vivimos nos da una filosofía muy cómoda para acudir al remedio de estos desastres de la conciencia. ¡Hay tantos casos semejantes! ¡Si fuera yo el primero que alterara la ley moral! ¡Si introdujera yo esta moda de los esposos de mérito, burlados y escarnecidos! No mil veces. Yo no he puesto la sociedad tal y como se halla hoy; y no he reformado el Decálogo, rebajando los pecados gordos a la categoría de veniales; yo no he aceptado las enmiendas a la ley fundamental, que la convierten en papel mojado. Yo llego y me encuentro las cosas como las dejaron otros, y no he de hacer el reformador ni el protestante.
Me dices una cosa que me lanza más al disparadero. Dices que llame y me responderán. Llamaré, hijo mío, aun dudando mucho de que me respondan. Soy como aquel que sin saber palabra de la asignatura iba a examen, diciendo: «me expongo a que me aprueben». Eso digo yo: «llamaré, me expongo a que me abran la puerta». ¿Y si no me la abren?
Por ahora no te diré nada sobre el particular. Me reservo para cuando tenga que comunicarte el éxito o el fiasco.
Y vamos a las informaciones que tantas veces me has pedido acerca del pobre Federico Viera. Me volvió a decir ayer que te había escrito, y ahora sí creo que lo ha hecho. No le tengas mala voluntad por su tardanza en contestar a tus cartas, la cual no significa que te olvide, sino que anda medio trastornado con las mil cosas que le rebullen en la cabeza. El problema de la vida es en él, por la pícara suerte y por los obstáculos permanentes de su carácter, de muy difícil solución. Yo creo que llegará a la vejez dando vueltas al tal problema sin resolverlo nunca. Conozco algunos así, y les tengo por los seres más dignos de lástima. Federico Viera es uno de los hombres de más entendimiento que creo existen en España. Quizás por tenerlo tan grande y algo incompleto, así como por la acentuación quijotesca de algunas prendas morales y por carecer de otras, ha de fracasar constantemente. ¡Qué lástima! Pocos hombres conozco aquí más simpáticos y de trato tan seductor. De mí sé decirte que le estimo de veras y que trato de mejorar su adversa suerte. Pero me parece que no haremos carrera de él. Quéjase de la fatalidad ¡el comodín de todos los que equivocan el camino de la vida! Pero yo voy creyendo que en este caso la fatalidad existe, y que Federico no adelanta porque se lo estorba alguna fuerza interior incontrastable, y también circunstancias externas independientes de su voluntad.
Ha pasado de los treinta años, y se encuentra sin carrera, sin medios de fortuna, incapacitado para desempeñar un destino, pues carece de condiciones legales para obtenerlo, y no es cosa de que empiece por oficial quinto. Aborrece la política, sin considerar que es la única puerta practicable que ante él se abre. Sobre esto hemos tenido vivas disputas. «La política, le digo, será todo lo inmoral que quieras. Ella tendrá sus máculas como todas las cosas; pero es un medio, y hay que aceptarlo como tal cuando no se tienen otros. Es una especie de proteccionismo, un sistema de beneficencia que el país ejerce para dar colocación a los que se han quedado sin casillero en el reparto de puestos sociales. Viene a ser como una sucursal de la Providencia; y si no existiera, los desastres que habrían de ocasionarse serían mucho mayores que los tan cacareados y evidentes daños que ahora se le atribuyen». Al fin me pareció que le convencí; pero la dificultad está en meterle en la política. Si lo lográramos, figúrate cuánto brillaría. No conozco a nadie con más facultades oratorias. Sus contados ensayos periodísticos revelan también aptitud extraordinaria para el caso. Posee como nadie ese golpe de vista rápido, esa preciosa facultad de ver el lado conveniente y oportuno de las cuestiones, abandonando los demás. Pues nada de esto le sirve mientras no tenga la afición, el prurito ambicioso que a otros, faltos de aptitud, les sobra.
Por mi parte, trato de empujarle, y ha bebido los vientos estos días para conseguirle un acta en cualquiera elección parcial; pero no me ha sido posible. A nuestro amigo le perjudica el nombre de su padre, que es la mayor de sus desdichas. Lo mismo es decir Viera, que surge la imagen de ese solemnísimo bribón, cuya triste fama permanece en Madrid, viviendo él fuera de España. Esta es la fatalidad de Federico, el sino perverso que le hará miserable y desgraciado toda su vida; pues aun cuando llegara a vencer los inconvenientes del deshonrado nombre que lleva, no se quitará nunca de encima la mala sombra que su padre ha echado sobre él con la perversa educación que le dio. Este muchacho se ha malogrado, porque su padre no supo serlo nunca, ni tuvo autoridad sobre él para encarrilarle y hacerle hombre. La niñez y juventud de Federico coincidieron con la época en que Joaquín Viera gastaba lo suyo y lo ajeno, sin cuidarse para nada de su hijo. Criose para aristócrata; adquirió necesidades, de esas con las cuales se identifica el ser, y que vienen a formar parte del ser mismo; se hizo al regalo, a la disipación, al lujo, a la generosidad, y a los vicios que cría la esplendidez y que no pueden separarse de ella. Aunque su despierta imaginación no desdeñó la lectura, jamás estudió nada formalmente, ni se aplicó a carrera alguna científica ni literaria. Vino el desastre, y el que se había criado caballero, encontrose peón. Era tarde para atajar las consecuencias de este abandono. Aún se forjaba ilusiones el pobre chico durante algún tiempo, aspirando a plantear no sé qué empresas industriales. Humo y tontería. Lo que han pasado él y su pobre hermana, no es para dicho brevemente.
Harto sabes tú que soporta su desgracia con estoicismo admirable, y que encubre su miseria con arte exquisito. Nadie que le vea y le trate sospechará las procesiones que andan por dentro. Viste bien y con esa fácil elegancia que es una cualidad antes que una costumbre. Frecuenta, por hábito y necesidad espiritual, lo que llamamos bárbaramente el gran mundo, y sabe distinguirse en él, siendo bien recibido en todas partes y muy echado de menos en sus ausencias.
Me parece que a la hora presente, a pesar de que le has tratado bastante, no le conoces tan bien como yo. Contigo era siempre reservado; conmigo tiene espontaneidades que nadie le ha merecido todavía. De la amistad hemos llegado poco a poco a la familiaridad, y me cuenta algunos pormenores de su vida pasada, y aun de la presente, por demás interesantes. Recuerdo haberte oído decir que jamás entraste en su casa; yo sí, y conozco a su hermana. Sobre esto hay mucho que hablar: iremos despacio para no confundirnos.
Si he merecido de Viera confianzas y revelaciones inapreciables, todavía hay en su existencia repliegues que no he podido desdoblar. Es hombre que no se abre nunca por entero. Respeto sus secretillos, y no juzgo prudente ni delicado forzar el arca de discreción en que los guarda. No es misterio para nadie su afición al juego, ni que este vicio es en él el único arbitrio practicable para ir conllevando la vida... ¡vida sumamente azarosa; figúrate!... Pero te advierto que no es posible andar con más dignidad en tratos tan ruines. Sus degradaciones no están a la vista de los que públicamente le tratamos. Él se las arregla allá con su vicio y saca lo que puede, sin que se trasluzca nada en la vida ordinaria. Yo me he permitido hablarle de esto, incitándole a arreglarse de otro modo, y me responde con amarga tristeza que no puede ser, que está ya hecho a ese angustioso sistema, y que no halla manera de abandonarlo. He procurado sondear el abismo de su situación económica, llegando hasta proponerle un medio decoroso de regularizar su presupuesto; pero no quiere aceptarlo. Me ha confesado que sus deudas son enormes, y que sólo con un golpe de suerte, con una de esas ventoleras favorables que en breves momentos amontonan un capital, podría ponerse a flote. Y no hay quien le quite de la cabeza esta idea fija y monomaniaca. Es tan delicado, que fuera de los antros más o menos decentes, donde pulsa la fortuna, nada verás en él que signifique rebajamiento moral. Nadie, absolutamente nadie, entre nuestros muchos amigos, puede jactarse de que Viera le ha dado sablazo grande ni chico. Antes reventará que pedir. Yo no sé cómo se las compone, ni qué casta de garduña usurera le suministra lo que necesita cuando viene la mala. Te aseguro que me inspira compasión este hombre, y a veces me pongo a discurrir qué haría yo para favorecerle sin lastimarle. Debe de haber por ahí, en manos negras y rapaces, mucho papel suyo, que seguramente se ha de cotizar en baja constante; pero por más que le hurgo para que me informe de esto, no obtengo de él más que vaguedades y evasivas.
Es amigo de Cisneros, que le aprecia mucho, y a menudo le invita a comer para tenerle por oyente y admirador; amigo también de Orozco, que le protegería (me consta), si él se dejara proteger, y discurre, como yo, procedimientos delicados e indirectos de favorecerle. El padre de Federico, fue, en sus tiempos de prosperidad, compinche del padre de Orozco, y ambos armaron, según dice la gente, aquella trampa de La Humanitaria que arrambló con los ahorros de una generación. D. José Orozco ya no existe; Joaquín Viera anda huido por el extranjero, ocupado en obscuros negocios; y si alguna vez se descuelga por aquí, viene sable en mano contra los amigos de su hijo. Considera, alma cristiana, esta anomalía de las razas, y mira por dónde de padres perversos han nacido hijos tan apreciables cada uno por su estilo. He de añadir que Orozco, sea por tradiciones de amistad, sea por otra causa que no se me alcanza, tiene para ese tuno de Viera padre, increíbles deferencias; y, no sólo se ha dejado herir más de una vez por el tremendo chafarote del gran petardista, sino que en cierta ocasión le libró de un bochornoso proceso. Federico se muestra muy agradecido a Orozco, y le tiene en tanta estimación como el más entusiasta, como tú, por ejemplo. Y en reciprocidad de estos sentimientos Augusta y su marido le consideran y agasajan , aunque no pierden ripio (ella sobre todo) para censurar con benevolencia su incorrecta manera de vivir. Más de una vez me han dicho que arbitre un medio de mejorar la situación de Viera y su hermana, negociando diplomáticamente con él, sin herir su susceptibilidad vidriosa. Hemos discutido los medios sin encontrar solución práctica. Ambos han deplorado ingenuamente que un hombre de tan buen fondo, tan caballero, tan bien cortado para la vida digna y honrosa, se envilezca buscando un infame jornal en las salas del crimen. Yo también lo lamento, nos afligimos todos; pero no veo manera de evitarlo. Y basta por hoy. De aquello, buenas impresiones. Ya te las contaré otro día.
22 de Diciembre.
De aquello, buenas impresiones, chico; pero sólo impresiones, barruntos, corazonadas. Te advierto que ando muy distraído de mis deberes parlamentarios, y de seguro la patria ofendida ha de pedir cuenta estrecha de este abandono en que la tiene su papá. Se pasan días sin que yo ponga los pies en aquella casona tan ahogada y turbulenta, y lo mismo me da que nos llamen a votar que que no llamen. Tocan a secciones, me mandan las candidaturas, y me importan tanto como las pulgas que le están picando en este momento al emperador de la China. Hágome la cuenta de que por un voto de menos o de más no ha de torcerse el azaroso rumbo que lleva el barquichuelo de la política. Algunas tardes, porque no digan, asomo las narices por allá, me asombro de lo ocurrido durante mi ausencia, aseguro que ya lo tenía yo todo muy previsto, hago el papel de que me intereso vivamente en la cuestión del día y en las intrigas que hierven en los pasillos; y a la hora en que la atmósfera empieza a caldearse, doy un vistazo al salón, desde la contrabarrera, entérome en un abrir y cerrar de ojos del estado de la brega, para poder responder a las preguntas con que han de fusilarme por la noche en casa de Orozco, y me escabullo lindamente. Un secretario intenta cortarme la retirada: «¡Eh, que habrá votación!». Y yo digo: «Vuelvo». Trinco el gabán, y a la calle. Me voy al Retiro o a la Castellana en amoroso seguimiento de mi ingrata Filis.
En el tumulto del paseo me parece oír el cencerro gordo de la Cámara llamando a votación, y la conciencia se me alborota un tantico por el abandono en que tengo mi mandato. ¡Qué le hemos de hacer! Los infinitos asuntos del distrito también aguardan tiempos mejores, y habías de ver las arrobas de cartas que tengo aquí, abiertas ya y medio leídas, pero no contestadas. Ni aun he podido formar la nota de chinchorrerías que en las últimas semanas me han encajado esos pedigüeños voraces. Ya se hará, y que el demonio cargue con ellos. A fe que no piden nada los angelitos. Si te tropiezas con esos brutos impertinentes, y se lamentan de que no les escribo, diles lo que se te ocurra, verbigracia, que no escribo porque todo el tiempo ¡claro!, lo necesito para gestionar. Eso es lo que ellos quieren, que uno se queme la figura y eche los hígados, de ministerio en ministerio, constituyéndose en servidor de sus ambiciones y en instrumento de sus ruines envidias. Les dirás que, según tus auténticas noticias, vivo sin vivir en mí por servirles y hacerles el gusto, que soy su esclavo, y que se vayan a la mismísima porra.
Conque quedamos en que hay buenas impresiones, y mutis. No me arrancarás una sílaba más, y si te empeñas en que cante antes de tiempo, te trataré como a mis electores.
Y sigo con Federico. Su casa, su vida íntima, su desconocida hermana han despertado tu curiosidad, y voy a satisfacerla. Pocos penetraron hasta hoy en la caverna del león, y creo que Viera me ha dado la mayor prueba de amistad y confianza permitiéndome visitarle. Cinco veces he ido allá. Vive en lo más bajo de la calle de Lope de Vega, cerca de la del Fúcar, lugar escondido y excéntrico, a donde no se va sin precisión de ir. La casa es buena; el piso, segundo con entresuelo. Llegas, tiras de la campanilla y esta no se da por entendida; sigues tirando cada vez más fuerte, hasta que al fin oyes el eco perezoso de una esquila o timbre que allá dentro repica de mala gana. Después sientes pasos; y el chirrido de la chapa de cobre del ventanillo te indica que te están mirando por los huecos. Una voz te pregunta: «¿quién es?» y respondes; te dicen no está; tú insistes, diciendo que el señor te espera, y das tu nombre. No vayas a creer que te abren en seguida. Hay una pausa. Oyes dentro cuchicheo de mujeres. Van y vienen como en consulta. Entre tanto, si te fijas en los claros del ventanillo, ves que entre ellos lucen unos ojos negros que te examinan. La consulta sigue allá dentro. Oyes pasos que se alejan, pasos que a la puerta se aproximan. Por fin suena el cerrojo, trucu-trucu, y la puerta se abre recelosa. Una joven mal vestida y peor peinada te dice «pase usted». La tomas por criada; pero después te enteras de que es Clotilde, la hermana de Federico.
Esta visita a la cueva de la fiera no puedes hacerla sino entre tres y cinco de la tarde, hora en que nuestro amigo se levanta, con raras excepciones. Yo fui un día a las dos, y le vi almorzando entre sábanas, teniendo delante una mesilla sin patas, apropiada a la extravagante operación de comer en el lecho. En este y en la mesa de noche había dos o tres volúmenes franceses, alguno con las hojas cortadas con el dedo. Servían el almuerzo la joven aquella y una mujeraza desgarbada y grandullona que entraba y salía llevando un chico en brazos.
La alcoba es una hermosa habitación con chimenea, que verás encendida siempre que no hace mucho calor. En esta alcoba, como en el gabinete y salita que la preceden, se ven algunos muebles buenos, restos de la antigua morada de Joaquín Viera, y otros de los más ordinarios y vulgares. No falta limpieza; pero la falta de recursos brilla más que el aseo. Podrás figurarte el aspecto de una vivienda donde nada de lo que se estropea se compone, donde la reparación de los objetos no se ha conocido nunca. Clavo que se cae, o pata que se rompe, o esquinazo que se desmocha, o astilla que se levanta, o metal que se desluce, o porcelana que se desportilla, así se quedan per secula seculorum. He dicho que hay algunos muebles buenos; pero cosa de valor en venta, llámese cuadro, jarrón, tapiz o bronce, no la verás.
Clotilde Viera es bonita, si bien, guapeza por guapeza, su hermano le lleva gran ventaja. Bien vestida, luciría como tantas otras. Federico me la presentó con timidez, como avergonzado del aspecto de criada que le da su mala ropa. La chica es fina y discreta: pero está como sobrecogida, y en su apocamiento adviértese al instante la conciencia de su degradación social. Teme ponerse en ridículo haciendo un papel que no correspondería al puesto obscuro que hoy ocupa en el mundo. Debe de andar tal cual de ropa la pobrecilla, porque la única vez que la he visto en la calle, iba con modestia excesiva, aunque se echa de ver que sabría ser elegante si pudiera. Recuerdo ahora que Augusta se ha sorprendido de que Federico no presente a su hermana en sociedad. Cuando se habla de esto a nuestro amigo, pone una cara que da compasión, y no le vale el disimulo para encubrir su amargura. El primer día que entré en su casa, la tristeza de su rostro me reveló que conocía el mal efecto que su hermana había hecho en mí; y para disipar esta mala impresión, hice vivos elogios de ella, cuando no se hallaba presente. Pero mis hipérboles, en vez de atenuar la pena de Federico, parecían aumentarla, y mudé de conversación.
El día que le vi almorzar en la cama observó que se da buen porte. El infeliz no puede prescindir de ciertos regalos a que habituado está desde la niñez. Hízome algunas revelaciones acerca de las mujeres aquellas. La que entraba y salía con el mocoso en brazos, lleva el peso del gobierno doméstico, se llama Claudia y está casada con el estanquero de la calle del Fúcar. Sirvió muchos años en la casa de los padres de Federico, y tiene tanta ley a los dos señoritos, que no ha querido abandonarles en la desgracia. Guisa muy bien, sabe manejar una casa, y si no se hubiera cargado de familia, no tendría precio para ama de llaves. Otra de las domésticas, hermana de la anterior, se llama Bárbara y es mujer de un ambulante de correos. Cuando el marido está ausente, ella se alberga en casa de Federico, y ayuda a su hermana en el trajín de la cocina y en el cuidado de los chiquillos. La tercera es prima de ambas y ha venido del pueblo en busca de acomodo. Por las noches, según me contó Viera, se reúnen a comer allí el estanquero con toda su prole, el ambulante y dos o tres personas más. Díjele que este sistema de beneficencia sería muy bonito como obra de misericordia, pero que no podía menos de irregularizar su presupuesto; y me contestó que no tenía corazón para expulsar a nadie que de él se amparase; que su casa, en los buenos tiempos de los Vieras, había sido una tienda asilo; que el conservar esta tradición era uno de los pocos placeres de su vida, y, por fin, que su peculio no había de mejorar con la miserable economía de quitar la pitanza a aquellos infelices. «Me siento con fuerzas -añadió- para cualquier acción desproporcionada y hasta heroica; pero no las tengo para cortar una rutina».
Le vi lavarse y vestirse. En ello emplea bastante tiempo, y es cuidadoso de su persona hasta la prolijidad, costumbres de rico que también son incorregibles. Presenciando una de estas tardes la compleja operación, pensaba yo en su pobre hermana. Al menos él vive por las noches en el medio que le corresponde, frecuenta la sociedad, donde el cariño de los amigos compensa hasta cierto punto las tristezas de su vida íntima. La sociedad, por este medio, le da algo de lo que él se merece, a cambio de lo que la suerte y su perversa educación le han quitado; pero aquella pobre joven ¿qué compensación tiene de su estado miserable? ¿No es un dolor que viva entra criados y gente ordinaria, envileciendo sus modales y degradando sus gustos? Me imaginaba yo a la infeliz niña conformándose con aquel género de vida grosera, sin deseos ya de otra mejor; me la figuraba en trato familiar con la estanquera y la mujer del ambulante, comiendo con ellas y con toda aquella turba de gorrones de baja estofa que invadía la casa. Y al pensar en esto, me acordaba de lo que he oído referir a Cisneros y a Orozco respecto a la madre de Federico. Era señora de ejemplar virtud, nacida en noble cuna, del linaje de los Trastamaras y los Gravelinas, muy digna, muy severa de costumbres, muy refinada en gustos y maneras. Su exquisita educación revestía de formas seductoras la rigidez de su inmenso orgullo. Padeció la mayor de las humillaciones con la inicua conducta y el envilecimiento de su marido, a quien amaba. Enfermó de pena y quizás de vergüenza. Adoraba a sus dos hijos, y cometió el error de no criarlos para la pobreza, que ni siquiera comprendía. Como te digo, pensé en la infeliz señora, y en la cara que pondría si resucitara y viera a su hija en aquella facha, en aquel vivir indecoroso, miserable y soez. Pero no me atreví a decir nada de esto a Federico, y me lo guardé para cuando viniera más a cuento.
Vamos, ya estás satisfecho. Ahí tienes los informes que de tu amigo querías tener y que me has pedido tantas veces. Esta carta te causará tristeza; pero qué remedio... ¡La verdad rara vez tiene cara de pascua!
26 de Diciembre.
¡Qué pesado estás con tu exigencia de que te cuente algo de mi campaña, y de cómo he puesto las paralelas para rendir plaza tan bien artillada y defendida! Como no me gusta darme tono con fingidas hazañas, te diré que he seguido la táctica vulgar, por no ocurrírseme otra; que mi amartelamiento ha pasado y pasa por los trámites corrientes de la galantería al alcance de todos los corazones, y que soy lo que para estos casos aconsejan las reglas acreditadas por el éxito, obsequioso con discreción, puntual en los encuentros, tierno en el mirar, intencionado en el decir, triste hasta la ictericia cuando el caso lo requiere, y bastante hábil para hacerme pasar en ciertas ocasiones por el ser más desventurado que existe debajo del sol.
Estos preliminares tienen que acabarse pronto, so pena de caer en la ridiculez. Veo venir una situación insostenible si no cambio pronto las armas del sentimentalismo por las del atrevimiento. Respecto a ella, ¿qué he de decirte? Ya conoces la tesis general de que a ninguna mujer, aunque sea la misma honradez y la castidad en persona, le desagrada que se chiflen por ella. Luego, en corresponder o no consisten las diferencias, o sea, empleando una figura, las fronteras que separan el Cielo del Infierno. No me atrevo a jactarme de la victoria, ni a darme prematuramente por vencido. Hay días que me parece notar en la plaza un agrado excesivo por verse merecedora de tan empeñado cerco; otros creo lo contrario, y me malicio que se hace la indiferente, con la pícara idea de dejarme aproximar a sus robustos muros, y reventarme en una brusca y vigorosa salida. En fin, chico, permíteme que sea reservado y que no enseñe las cartas. Francamente, te voy cogiendo miedo. Y no me negarás que te asusta la degradación moral que suponen estos intentos míos. Es que se hace uno a todo, amigo Equis, y la conciencia, arrullada por los goces sociales, que se empalman lindamente para no darnos respiro, se va amodorrando y concluye por dormirse. Ya no más. Chitón.
Te hablaré, sí, de alguien que con esto se relaciona, del buen Orozco, porque ciertas especies que he oído acerca de él han repuesto mi ánimo y acallado mis escrúpulos. ¡Ah!, la sociedad en que vivimos nos ofrece a cada instante materia narcótica en abundancia para cloroformizar la conciencia y poder operarla sin dolor. Te diré: estas noches he oído hablar de tu ídolo en términos muy distintos de esa opinión lisonjera que tú y yo tenemos de él. Parecía que tantas y tan diferentes lenguas se habían confabulado para quitar a ese hombre su crédito, la brillante aureola que es el principal obstáculo a mi campaña, algo como deidad tutelar que ampara la plaza más que la fortaleza de sus muros.
No sé si te he dicho que me corro por el Casino algunas tardes y noches. Me divierto oyendo contar anécdotas a dos o tres sabedores de vidas ajenas que allí tienen su cátedra, el más sabroso y entretenido círculo social que puedes imaginarte. Nunca había oído hablar de la familia con quien me ligan tantos vínculos. Hace dos noches, no sé cómo recayó la conversación en Orozco, y uno que se pinta solo para lo que llaman allí sacar ánima, dijo de nuestro amigo que es el mayor hipócrita que Dios ha echado al mundo. «Ya no engaña a nadie -añadió- con aquella capita de perfecciones que usa. Hijo de tal padre, del famoso fundador y liquidador de La Humanitaria, no podía salir bueno». Otro emprendió la defensa de Orozco, asegurando que en el tratado de la honradez no era ni podía ser atacable; que lo dicho por el preopinante no tenía fundamento; pero... Estos peros son temibles, y al oírlo, me eché a temblar.
Vino a decir aquel mal hablado que Orozco no tiene mérito alguno. «Niego lo de la hipocresía, y afirmo que es hombre de buena fe y de cortísimos alcances. A mí me han asegurado que todas las noches, después que se retira la tertulia, Tomás se encierra en su cuarto y se está un par de horas de rodillas, rezando y dándose golpes con unas disciplinas». Carcajada general. Al instante salí al encuentro de esta tontería, negándola en redondo, sin que me constara su falsedad; pues ¿qué sé yo lo que hace Orozco en la intimidad de su casa, después que nos retiramos los amigos? Alguien se puso de mi parte, y se trabó una disputa muy viva, sin traspasar los límites de la urbanidad. Como en estos casos cada uno goza en rodar la bola de nieve para que aumente, allí saltó uno diciendo que mientras Tomás se pone las espaldas en carne viva, su mujer llora de soledad y desconsuelo. Otro soltó la papa de que en el matrimonio hay grandes peloteras, porque él quiere que su mujer no abra sus salones a nadie, ni dé comidas, ni reciba, ni se vista con elegancia. Sobre este tema trazó el de más allá un cuadro terrorífico de celos y zaragatas domésticas. En fin, que de absurdo en absurdo, se llegó a la conclusión de que no se sabe nada, y que tales cosas se dicen simplemente por dar gusto a la sin hueso. ¿Qué sería de los Casinos sin no hubiese en ellos timba y murmuración? Los más locuaces reconocían que si algo extraño ocurre en la intimidad conyugal, no puede saberse, pues ninguno de los consortes ha de ir con el cuento. Yo lo negué todo en absoluto; hubo quien me dio la razón, y los señores pasaron a otro asunto; le sacaron a la de San Salomó todito el pellejo, como a San Bartolomé, y luego fueron picando aquí y allí, hasta que llegó la hora del desfile.
En rigor de verdad, no daba yo crédito a las tontunas que oí; pero te confieso que salí de allí mal impresionado y caviloso. Mas no era sólo pena lo que yo sentía, no. Te abro mi conciencia para mostrarte cuanto hay en ella. El ver rebajada y escarnecida la figura de Orozco me daba cierto gusto perverso. Su reputación y respetabilidad me estorbaban como al ladrón, que se propone robar la custodia, le estorba la forma consagrada que en el centro de ella resplandece. Yo no iba contra la forma, sino contra el oro y las piedras. Me alegraba, pues, de que alguien me quitara el miedo a la hostia, haciéndome creer que no era Dios ni cosa que lo valiera.
Pues aún hay más. Estas cosas no vienen nunca aisladas. Algunas noches a última hora, me paso por la Peña de los Ingenieros, círculo modestísimo y muy agradable, instalado en un principal de la calle de Cedaceros. Allí tengo porción de amigos que también lo son tuyos, los muchachos de Minas con quienes viví en Orbajosa, y otros de Caminos, gente toda de muy buen trato. Esta tertulia procede de un rincón del Suizo, donde hace años estuvo, y habiendo crecido considerablemente, hubo de acomodarse en local propio. Allí no hay lujo, ni timba, ni billares, ni más juego que el tresillo, periódicos y política, mucha política. Como es natural, de vez en cuando cae un asunto privado, sabroso y vivito, y ya puedes figurarte con qué gusto se ceban en él. Pues anoche, no bien desvanecido aún de mi mente lo que oí en el Casino, conversaba yo con dos ingenieros sobre el ferrocarril de Albarracín, y oí que en un corrillo próximo nombraron a Augusta. Puse atención, y anda morena, lo que yo me temía... Estaba discutiendo si era honrada o no era honrada. La mayoría, más por escepticismo que por otra razón, se inclinaba a la negativa. Acerqueme, echando mi parecer en medio del grupo, y recomendando la prudencia en los juicios acerca de mujeres. En esto, un señor de bastante edad, para mí muy respetable, se dejó decir que votaba resueltamente con los acusadores, y que para hacerlo así tenía pruebas. Incitado a exponerlas, escapose por la tangente, y tergiversó la cuestión, hablando de las mujeres en tesis general, de lo aficionadas que son a practicar sus devociones en las iglesias de dos puertas, con otras muchas cosas divertidas y gacetillescas que no te transmito por no alargar demasiado esta carta. Aquello, como comprenderás, me supo a demonios, y no tuve calma hasta que no hallé manera de echar un parrafito aparte con el sujeto maldiciente; el cual, sin pararse en pelillos ni hacer misterio de sus informaciones, me dijo lo que casi a la letra te copio:
«Pues sí, amigo mío, la he visto dos o tres noches, a primera hora, allá por mis barrios, salir de una casa que no diré sea mala, pero que no es de las que personas de tal calidad frecuentan honradamente. Su porte reservado, su manera de andar y de mirar buscando un simón, diéronme en la nariz tufillo de crimen. Soy perro viejo y he adquirido con mi larga experiencia un olfato sutilísimo para rastrear ciertas madrigueras. Nosotros los machuchos no nos asustamos de nada, amigo Infante, y bueno es que usted se acostumbre a mirar con serenidad los fenómenos sociales más corrientes, perdiendo la pueril costumbre del no puede ser. Borre usted de sus libros esas tres palabras que son las más tontas y baldías que usamos... es decir, yo no las uso nunca para nada de lo que es físicamente posible». Contestele que bien podrían ser inocentes las visitas de mi prima a la tal casa, y él me arguyó, sonriendo: «Hijo de mi alma, en aquella finca no hay ninguna modista, ni encajera, ni planchadora en fino. Y no es esto decir que viva allí gente mala. Conozco a los porteros, que son la pareja más callada del mundo... Pero le veo a usted un tantico inquieto. No, no diré una palabra más que pueda lastimarle. Al contrario, torceré el curso que había dado a sus sospechas, diciéndole que quizás su prima haga esas visitas con fines de caridad. Pues mire usted; ahora caigo en que muy bien podrá ser así, y que yo me equivocara en el juicio que al principio formé... Algo inverosímil es que esas visitas de beneficencia se hagan en coche de plaza, teniéndolo propio; pero admitámoslo... ¿Por qué no hemos de admitirlo, resueltos como estamos a impedir que se manche infundadamente una reputación? Sobre todo, establezcamos la hipótesis del fin caritativo y así descargaremos nuestra conciencia de la responsabilidad de un juicio temerario...». Las salvedades sarcásticas de aquel hombre me molestaban casi más que sus indicaciones acusadoras, y no insistí; pero sentía subir en mí la oleada de ira y tuve miedo de ponerme en ridículo, saliendo a la defensa quijotesca de un a mujer que no era mi esposa ni mi hermana. Contenteme con afirmar severamente que el móvil de aquellas visitas no podía ser malo, y el anciano, reconociéndolo así, me dijo cosas muy atinadas acerca de lo peligroso que es poner nuestra mano en el fuego por ningún hecho problemático; y lo hizo el muy pillo con tanta gracia, con tan paternal dulzura, y trasteándome tan gallardamente, que me desarmó, y concluí por notar en sus palabras un resplandor repentino que me permitía ver... Pero qué, ¿era acaso verdad?
Tan aturdido estaba al separarme de él, que no le pregunté qué barrios eran aquellos, ni en qué calle había visto a mi prima. Me esfuerzo en desvirtuar la revelación, pero no puedo conseguirlo. La importancia y gravedad del caso crecen más a mis ojos, cuando achicarlas quiero con recursos de esa lógica forense que sirve para defender pleitos, pero no para calmar las inquietudes y suspicacias de nuestro espíritu. No ceso de pensar en esto, Equisillo. ¿Qué opinas tú? ¿Eres de la escuela de mi padrino Cisneros, y dices: «como si lo viera, como si lo viera»? ¿Te parece que se lo debo preguntar a ella misma, rogándole que me saque de esta cruel duda? ¡Ah!, eso no: me lo negaría, si es verdad, y si no lo fuera, la ofendería gravemente. ¿Debo seguirle los pasos y acecharla, buscándole las vueltas? No; no me aconsejarás tú ese espionaje, indigno de un caballero... Consuélame, hombre; dime que todo ello es cavilación mía, malicia o yerro del anciano delator. Dime eso, bruto, que estás ahí mirándome como la estatua de la razón fría... Pero en vez de consolarme me preguntas si la amo o la desprecio, si este descubrimiento apaga los hornos de mi pasión o los enciende más. ¿Qué ordena la lógica? La lógica, esa gran tarasca, entrometida, farfantona, ordenará lo que quiera; pero ello es que en cuanto han surgido las dudas, y desde que he borrado a esa mujer de la lista de los ángeles terrestres... mira tú lo que son las cosas... paréceme que estoy más chiflado por ella.
2 de Enero.
Árnica, venga árnica, querido Equis, porque descalabradura como esta no la he recibido desde que tengo cráneo. Y gracias que, con la fuerza del golpe, no haya perdido el sentido y pueda contarte el terrible accidente, y describirte mi turbación, mi pena, mi despecho, mi rabia... Ya te veo muerto de risa, y diciendo que bien ganado me lo tengo por mi depravación, por mi inmoralidad, por mi... El demonio cargue contigo. Acepto la reprimenda. Somos, en efecto, unos bribonazos los hombres de este siglito, aunque, si examinamos la condenada historia, veremos que tan pillines como nosotros fueron nuestros padres y abuelos y tatarabuelos hasta el señor de Adán, y si es verdad lo del transformismo, añadiré que lo mismo que nosotros fueron el hombre-mono y la mujer-mona.
Para mujeres monas, esta. ¡Y cuánto me ha hecho padecer la muy pícara, solapada, ingratona!... Pero vamos por partes. ¿Te he contado que la noche de Navidad cenamos en casa de Orozco, Malibrán, Calderón, Villalonga, Viera, Cícero y yo?... Pues mira, tampoco te lo cuento ahora, porque, si bien algunos detalles de aquella cena se enlazan con mi catástrofe, son largos de referir, y no está su importancia en relación con el gran espacio que ocuparían. Voy a lo principal. Me declaré ayer 1.º de Enero; yo creí que inauguraba un año de delicias, y me salió... mejor dicho, salí con las manos en la cabeza. Verás... Nos hallábamos solos en su casa, en la situación más propicia del mundo. No pienses que me fui del seguro ni que hice o dije cosa alguna de esas que le dejan a uno en ridículo en caso de negativa. Tomé toda clase de precauciones contra las demasías del sentimentalismo; me previne contra la brutalidad, sin quitar al arma del atrevimiento el importante papel que en tales batallas le corresponde; estuve patético y atrevidillo, ¡oh Equis de mis entrañas!, caballeresco y atolondrado, todo en la medida racional y justa... Y, sin embargo, me rechazó en toda la línea, y tuve que capitular ignominiosamente. Te confío sin ningún recelo el desastre, y reclamo que me eches para acá toda la compasión de que sea capaz tu grande alma, porque... Mira que tu amigo tiene en el casco un boquete por donde se le ven los sesos... Esto se llama caerse en toda regla. Hijo de mi alma nada me valió lo bien preparadito que yo llevaba el plan de ataque, ni lo bien que se me conocía en la cara la pasión... Todavía, cuando me acuerdo de aquella firmeza, de aquella seca austeridad de mi primita, me tiemblan las carnes. Nunca me he visto en otra. Allí fue el lamentarse de haber prestado atención a mis galanterías , creyéndolas inocentes y de pura fórmula, tal como las autorizan el mundo y la moral tolerante de nuestros días; allí fue el expresar su equivocación con respecto a mí; allí el acusarme de injuriarla gravemente a ella y a su esposo, que me colma de atenciones y agasajos; y no te digo más. ¡Ah!, no invocó los llamados eternos principios; pero, aunque no los invocó, procedía con arreglo a esos grandísimos hi de tal...
En resolución, que me dejó pegado a la pared, y, lo que es peor, sin esperanzas de obtener más tarde el éxito que ahora no he podido alcanzar. Aquí me tienes, pues, atajándome con una mano la sangre que me chorrea de la frente, y oprimiéndome el corazón con la otra... porque, te lo diré todo para que te rías más... después del estacazo, y al volver del mareo que produjo en mí, encontré más vivos y punzantes mis deseos de poseerla y de ser su amante. Su belleza, su talento, su boca grandecita, que es la fuente de donde brota todo el caudal de la gracia humana; sus ojos persuasivos, que te miran penetrantes, ora lanzándose hacia ti, ora recogiéndose en no sé qué misteriosa desconfianza; su talle flexible, su vestir elegante, parécenme ahora con mayores hechizos. ¡Y si vieras con qué gracia me curó ella misma la tremenda herida, ponderándome las dulzuras de la amistad respetuosa! Esto tiene chiste. ¡Qué remedio queda más que conformarse y apechugar con los arrastrados principios! Pero nuestra infame naturaleza se rebela contra ellos siempre que no se prestan a satisfacer sus caprichos, de lo que yo deduzco, en conformidad con los Santos Padres (muy señores míos), que somos los humanos una raza indecente, y que nos estuvo bien merecido que nos echaran a cajas destempladas del Paraíso, entregándonos al muy cochino de Satanás, para que nos tentara y perdiera, y nos arrastrara a los profundos infiernos.
Y ahora surge de nuevo la gran duda. ¿Es honrada o no lo es? Ríete de mi impresionabilidad todo lo que quieras; pero escucha lo que estoy pensando. Otra vez se representa a mis ojos con los caracteres de la más pura virtud, y cuanto sospeché de ella me parece indigno, y lo que oí contar, patraña maliciosa y absurda. Te cuento todos los fenómenos que se van sucediendo en mi alma, porque eres mi confesor y nada debo ocultarte. Permíteme que analice un poco. ¿Consistirá esto en que ahora, por causa del desaire, estoy verdaderamente enamorado, y no veo en el ser que me fascina más que perfecciones? Antes quizás no la amaba de veras; empujome hacia ella un antojo, una voluntariedad de joven del siglo, que por rutina o moda no quiere ser menos depravado que los contemporáneos de su clase. Era aquello como un ensayo de vivir, ajustado al canon vigente. Pero ahora... ahora... Me parece que estás reventando de risa, y no quiero seguir.
Bueno, pues aunque te rías; aquí tienes a tu amigo hecho un ojeroso romántico, idealizando el objeto de su pasión, y remontándose, con ella en brazos, a los espacios infinitos; viéndola reflejada en sí mismo, con todos los atributos de sobrenatural hermosura, y adornada de las cualidades más excelsas. No te oculto que hago inútiles esfuerzos por volver a la realidad. Se me ha plantado en el magín la idea de que es la pureza misma; y recordando que la borré inconsideradamente de la plantilla de serafines terrestres, me apresuro a volver a inscribirla en ella con letras muy gordas: ¡Es un ángel! Sí, veo desde aquí tu sonrisilla escéptica; pero no me importa. Lo que sí te diré es que precisamente su celestial jerarquía es lo que más me estimula a solicitarla. Y como no siento ninguna vocación de volverme yo también ángel, mi maldad aspira a sentar plaza en las filas satánicas, y acosar nuevamente a la querubina con mis pretensiones, hasta cansarla, rendirla, vencerla y hacerla mi dama. Nada halaga tan vivamente los instintos humanos como traerse un ángel del cielo a la tierra, lo que equivale a robar la esencia celeste. Todos somos algo Prometeos, amigo Equis, o intentamos serlo. ¿Comprendes lo que te digo? Por lo mismo que mi adorada prima se me ha puesto en un pedestal de virtud, quiero arrancarla de él, perderla y perderme, bajándonos ambos muy abrazaditos a las cavidades de ese infierno donde los amantes de verdad, dígase lo que se quiera, han de pasarlo muy bien, quemándose por dentro y por fuera.
En fin, que estoy exaltado y tú principias a inquietarte por esta enfermedad mía. Tranquilízate, hombre, y óyeme otra cosa. La política es un bálsamo para los ligeros disturbios del espíritu. ¿Lo será también para trastornos graves? No sé; lo probaremos; he de buscar en la política el desgaste de esta superabundancia de vitalidad espiritual. Desde mañana me planto en los escaños rojos, y hablaré sobre lo primero que salte, revolviendo a Roma con Santiago, y me pondré frente al Gobierno, frente a las instituciones, y... boca abajo todo el mundo: me propongo minar los cimientos sociales, como se dice en lenguaje ministerial. Es que estoy furioso; necesito vengarme. ¿De quién?, de los grandes principios... que mala sarna se los coma... Verás, verás qué camorras voy a armar allí todos los días. Llegará pronto hasta ti mi fama de anarquista, demoledor y petrolero. La piqueta, la famosa piqueta y la tea incendiaria son los chismes que he de usar... Por cierto que hoy almorcé con Cisneros, y aunque no le hacía gran caso por tener todo mi pensamiento concentrado en mi amarga cuita, me mostré conforme con cuantas atrocidades echó de aquella donosísima boca. Es el tío de más talento que hay en España. Hemos convenido en transformar la sociedad y ponerlo todo patas arriba. Vengan otras leyes, otra forma de la propiedad, otra moral, otra religión, otras costumbres, otra raza, otra manera de vestir, aunque sea en cueros, otra lengua, y venga, por fin, otro planeta, que este ya no nos sirve.
Vas a creer que firmo esta en Leganés; pero no; la firmo y fecho en mi cuarto del Hotel de Roma, a las cuatro de la madrugada, después de pasar una noche de perros, y decidido a no acostarme porque sé que no he de dormir. No se aparta de mí la hermosa imagen austera, con toda la gracia divina y humana, coronada de aquella honradez que admiro y anhelo hacer añicos. Mírala como una santa de altar, no vestida de severos paños, sino con los atavíos elegantes de la última moda. Es un ángel que se ha entregado a las modistas. ¡Oh, qué virtud tan tentadora! No poderla tronchar en un abrazo, no poder estrujarla como se estruja una flor... Si no me modero, amigo mío, voy a salir por esas calles tirando piedras.
No te enamores, Equis, no te enamores; dedícate en esa tierra, con malos fines, a las Galateas de refajo amarillo. Y si alguna te sale con que debajo de todas aquellas bayetas está la honestidad, renuncia a las vanidades del mundo y métete cura.
6 de Enero.
Bueno, hombre, bueno, variaré la tocata. Creo, como tú, que eso me tranquilizará. Esta tarde fui a ver a Federico. Tuve intenciones de confiarle mi pena; pero luego me rehíce de esta debilidad, y mutis. Por cierto que observé allí cosas que me hicieron gracia. Cuando entré, a eso de las dos, nuestro amigo acababa de despertarse y había pedido el almuerzo. Para funcionar con más desembarazo, Claudia, después de dar la teta al nene, le colocó bien abrigado en el lecho de Federico. Este apartó las sábanas y me dijo: «Mira lo que tengo aquí». Mucho nos reímos los dos, y más aún cuando despertó el chicuelo y se puso Viera a jugar con él, haciéndole cosquillas, y dejándose tirar de la barba por las manos delicadas del tierno infante. Pero habías de ver aquello cuando pusieron la mesa sin patas sobre la cama, y empezaron Claudia y Clotilde a servir el almuerzo. Lo mismo fue olerlo que entraron de rondón cuatro canarios de alcoba, hijos de Claudia, el mayor como de seis años, la más pequeña como de dos, y piando y gorjeando se enracimaron en los bordes del lecho. Uno daba un brinco hasta plantarse en las almohadas, tocando con sus patitas la cabeza de Federico; otro se encaramaba por los pies. Su madre les reñía, llamándoles insolentes y granujas; pero no se los llevaba. Federico, de todo lo que iba comiendo, les repartía por turno, con el tenedor, diciéndoles: «Ahora tú... No más... Formalidad, y todos probarán». El de teta, que estaba entre las sábanas, con aquella algazara empezó a berrear, y Clotilde tuvo que cogerle en brazos. Tan fuertes chillidos dio el angelito, rojo y apoplético, los puños cerrados, soltando gruesos lagrimones, que fue menester llevársele fuera. Sus hermanos eran más amables. Federico tuvo que andar con ellos a trastazo limpio; pero no se dieron por ofendidos. Al fin del almuerzo, la cama estaba como si hubiera pasado por encima de ella un regimiento de caballería. No pudo evitar Viera que cogieran los libros que allí tenía, ni que el mayor los examinara deletreando el título, ni que la pequeña les arrancara algunas hojas como quien no hace nada. Claudia se los llevó con no poco trabajo, y volvieron a entrar, y costó un triunfo echarles de nuevo. Toda la tarde estuvimos oyendo el rumor de su batahola en la cocina. A mis observaciones sobre la paciencia con que tolera molestias fáciles de evitar, contestome Federico con el qué más da, que usa siempre para disculparse de su abandono.
Noto en él una indiferencia parecida a la resignación. Su melancolía envuelve cierta pereza intelectual, como si acobardado ante su mala suerte, sintiéndose incapaz de luchar con ella, se le entregara sin quejarse. La conversación que acerca de esto sostuvimos mientras se vestía, llevonos a tratar de su hermana, que me ha inspirado tanta lástima desde que la vi. Arriesgueme a censurar, con el tacto necesario para no lastimarle, el abandono en que la tiene. ¿Por qué no la presenta en sociedad? ¿Por qué no la inclina al trato de sus iguales, librándola del roce de personas sin educación, ennobleciendo su vida, y tratando de proporcionarle un buen partido? A esto me contestó, con fría amargura, que tales habían sido sus propósitos; pero que ha renunciado a ellos por la resistencia que su propia hermana le opone. La ruina de la familia cogió a Clotilde en la transición de niña a mujer. Vinieron terribles días de penuria, y la pobre joven, criada en colegios de lujo, se vio privada hasta de lo indispensable, sin poder reunirse con sus amigas más queridas. De aquellos días data su encogimiento huraño y su gusto de la insignificancia y obscuridad. No tardó mucho en acomodarse al aburrimiento que le prescribía su desgracia, consagrándose a cuidar de su hermano; y aunque este hizo esfuerzos increíbles por ponerla, al menos aparentemente, en otras condiciones de vida, cada día encontraba en ella resistencias mayores. Poco a poco, la pobre niña se iba encariñando con las criadas en cuya compañía estaba constantemente: llegó a perder toda afición a vestir bien, y sus gustos delicados se fueron embasteciendo hasta parar en el desaliño. El qué más da de su hermano la contagió como una diátesis de familia; no supo sostener el esmero de la persona, refinado y minucioso, que aquel conserva en medio de su indolencia. Se habituó a los modales descompuestos y al inculto lenguaje de aquellas tarascas, y ha concluido por comer con ellas, cuidar los chicos de Claudia, y no hallarse bien sino en tal compañía. Estas familiaridades con gente baja han influido en su carácter de tal modo, que apenas tiene ya la conciencia de su mérito personal. Es algo salvaje; cuando yo voy allí huye como una cierva, evita mi conversación todo lo que puede, y si forzosamente tiene que hablarme, la noto cohibida y como temerosa de no expresarse bien. ¡Pobre niña!, te aseguro que me inspira verdadera compasión. Su mirada inteligente y tímida es de esas que no se olvidan.
A mis indicaciones sobre esto, contestó Federico así: «Hoy por hoy, apartarla forzosamente de estas mujeres sería una crueldad, porque les tiene inmenso cariño. Cierto que ha perdido sus modales; cierto que sus gustos se han hecho toscos y que su persona se ha rebajado; ¿pero yo qué puedo hacer? Soy pobre. No puedo luchar con mi infame destino. Adelante, y hasta el fin, si esto tiene algún fin».
Hícele notar que su hermana está en la edad en que por donde menos se piensa salta el amor, y bien valía la pena de mirar con interés asunto tan delicado. Encogiose de hombros, y me dijo que ni aun sospechaba que Clotilde tuviese novio o pretendiente. No insistí sobre este particular, por no aparecer más papista que el Papa, y ya que de amores hablábamos, no sé por qué sentí nuevamente deseos de confiar a Federico los míos, o mejor dicho, mis frustradas esperanzas. Pero también supe contener aquella segunda tentación de espontaneidad.
Pude observar aquel día, que la casa de este hombre infeliz es un jubileo mareante. Razón tiene en decir que el sonido de la campanilla le produce un estado nervioso y cardiaco que ya constituye verdadera enfermedad. Los acreedores y pedigüeños se suceden sin interrupción, y una de las mayores dificultades del gobierno de aquella casa es lo que llamaríamos el servicio de puerta. Clotilde se ha hecho a este innoble servicio, y lo desempeña hábilmente, con todo el manejo de mentiras diplomáticas que el caso exige. A unos les engaña, a otros les manda volver la semana próxima, a los más les engatusa con bonitas promesas. Hay usureros de fuste, que pasan siempre y se entienden con Federico, el cual les recibe de mal talante, con cariz avinagrado y duro. «A estos tipos -me dijo un día- hay que tratarlos a la baqueta, y no tenerles consideración alguna. Es la manera de que nos sirvan bien. Al que se hace de mieles se le comen vivo». En cuanto a sablazos, no he visto debilidad como la de nuestro amigo para dejárselos pegar. Allí van llorones que la encajan mil embustes, y como le cojan con dinero, le dan el timo. Yo le recomendé que mirase mucho a quién socorría, y me respondió: «¿Qué más da? Estos infelices también han de vivir. Cada uno se las arregla como puede». Y los condenados se dan tal maña, que hasta parecen adivinar cuándo tiene cuartos, para caerle encima como las moscas. Dice que el único placer de la vida consiste en dar. La cara que ponen los pedigüeños, el brillo de sus ojos, cuando sacan tajada, vienen a ser como una visión de alegría, un rayo celeste a que no puede renunciar quien vive entre negruras, sin ver más que esas caras muertas, esas máscaras de la sociedad culta, que nunca reflejan los grandes goces del alma.
¿Qué te va pareciendo esto? ¿Qué piensas del pobre Viera? Hay que reconocer que, si algunas de sus facultades duermen, si su conciencia se amodorra, tiene siempre bien despierto el punto de dignidad y de amor propio, y con esta especie de virtud disimula en sociedad los desastres de su vida íntima. Te repito que he intentado ayudarle a salir de apuros, y que me tapa todas las brechas que trato de abrir en su susceptibilidad, para introducir con delicado contrabando mi socorro. Otros amigos que pretendieron lo mismo no han logrado rendir su orgullo. ¡Qué mal efecto me hace verle de noche en casa de Orozco, de la San Salomó, o de Trujillo, y recordar mientras le veo y le oigo, las tristezas de su modo de vivir, y los cuadros lastimosos que he visto en su casa! Los muchos amigos y amigas que tiene en sociedad, aunque algo saben de sus ahogos pecuniarios, ignoran lo que yo sé y he visto. Algunos ¡ay!, le admiran. Hay quien le envidia. Es Federico de estos hombres que se hacen querer en cuanto se les trata un poco. Su perfecta educación (en lo tocante a modales y a la vida externa); aquel aire de modestia, no incompatible ciertamente con su orgullo, y que más bien lo templa, lo ennoblece, convirtiéndolo de defecto en cualidad; su gracia melancólica en la conversación; aquel mismo abandono moral tan semejante al cansancio, cautivan y desarman, predisponiéndonos a la indulgencia. Físicamente, algo tengo también que decirte. Su cara, que es un prodigio de expresión y movilidad, comienza a desmejorarse. Me parece bastante anémico, y envejecerá pronto. Ya se le ven algunos hilos de plata en la barba negra y en las sienes, y su mal color revela la insana costumbre de hacer de la noche día. Asegura que vivirá poco, y creo que no se equivoca.
Y ahora se me ocurre hablarte de la Peri. Dirás tú: «¿Y quién es la Peri? ¿Y por qué eslabona este tonto el nombre de Federico con el de esa que no sé si es mujer, o gata o yegua?». No te hagas el virtuosito y el morigeradito, diciendo que no conoces la Peri, y que a ti no te hablen de ninguna moza de estas que llaman del partido. ¡Hipócrita, me quieres hacer creer que con esa capita de seminarista o de filósofo motilón, no te haces el perdidizo alguna vez en las enramadas del jardín de Venus! Pero, en fin, te concedo, si tu gazmoñería se empeña en ello, que no ha llegado a tu noticia el excelso nombre de la Peri. Los sabios suelen estar muy atrasados de noticias, y de fijo tú sabes más de Semíramis o de Aspasia que de esta contemporánea nuestra. Voy a sacarte de dudas y a enriquecer tu erudición en lo tocante a heroínas modernas. La Peri... esto de la Peri, yo no sé de dónde diablos viene. Puede que algún rancio etimologista te lo pueda explicar. Yo lo que sé es que se llama Leonor, y que el origen del apodo se encontraría en el misterioso lexicón de la gente del bronce. También sé, sin necesidad de recurrir a las bibliotecas, que Leonor es monísima, elegante, depravada y con muy buena sombra para hacer olvidar su relajación, mujer de excepcionales dotes para atontar a los hombres, y que, de nacer en Francia, habría sido una celebridad. Aquí no lo es sino en los círculos puramente madrileños y a media voz; pero su fama, sin llegar nunca a la difusión que dan las letras de molde, toca en los límites de la popularidad. Se ha comido a media docena de hijos de familia, y se ha merendado a dos o tres viejos verdes. Es simpática, todo lo simpática que puede ser una serpiente de manchada piel, cabeza chata y diente venenoso. Y de rodillas ya ante el confesonario, me golpeo el pecho y te digo que yo también me he dejado tentar de esta hermanita de Satanás; pero que, si enfermé de su ponzoña instantánea, la curación ha seguido prontamente a la picadura. Es que somos pura fragilidad los jóvenes de esta generación. Échame un sermoncito, hombre, échamelo, por amor de Dios.
Con decirte que somos jóvenes, y que no hay mayor tontería que llegar a la vejez sin probar cuánta manzana y cuánto melocotón y cuánta breva dan los frutales de la vida, me parece que te contesto bien y aun que te dejo callado. Pues bien, durante algunas noches hemos pasado los amigos y yo ratos muy agradables en casa de la Peri... No te asustes; no se trata aquí de pecados contra la honestidad. Íbamos simplemente a que nos echara las cartas. Te mueres de risa si llegas a venir con nosotros, porque la verdad es... (váyanse al cuerno tus moralidades y todo el fastidioso empaque de tu filosofía) que tiene esa mujer la sal de Dios para echar las cartas, y que otra más serrana no ha nacido en el mundo. Lo gracioso es que se cree todas aquellas paparruchas gitanescas, como si fuesen el Evangelio. Y si vieras; parece que realmente le adivina a uno los pensamientos, y que, pitonisa de nuestra época de realidad, levanta el velo de lo porvenir y desmiente las leyes de la razón. Me gustaría verte allí, tronando severamente contra la cábala, y rindiéndote a las carantoñas de la linda bruja, como cualquier hijo de vecino.
Pero tú dices: «¿qué tiene que ver esa diablera con mi amigo Federico?». Voy allá, hombre, voy allá, y no seas tan vivo de genio. Pues, si se han de creer las apariencias, hoy no son amantes; pero lo fueron cuando la Peri sentó plaza. En el actual momento histórico se tratan con familiar y honesta amistad, aunque ella tenga sus enredos más o menos transitorios con personas que la mantienen. Esto he oído, esto te cuento. Dícese, y podrá ser verdad, que Federico la socorre a ella en los casos de penuria; dícese también, y esto lo pongo en duda, que Leonor le echa a su amigo un cable cuando le ve con el agua al cuello. ¿Lo crees? ¿Te parece verosímil que hombre tan delicado y susceptible, rebelde al auxilio de sus amigos, acepte los de una mujer de tal clase? Yo rechazo la versión maligna, que me parece forjada por la envidia o el pesimismo de esta sociedad. Pero te diré una cosa, para tu gobierno. Federico, al menos conmigo, no hace misterio de su amistad honrada con esa buena pieza. Ayer hablamos de ella en la calle, yendo a casa de Orozco, donde comimos, y me dijo lo que a la letra copio para que vayas atando cabos: «Te aseguro que esa pobre Leonor es una buena mujer, y que no conozco un corazón más noble que el suyo».
Y basta de Fritz. Ya ves cómo te he complacido, escribiéndote una carta absolutamente limpia de toda murria wertheriana. He tenido que violentarme y poner diques y compuertas al flujo de mis cuitas amorosas. Di ahora que no sé guardar las debidas consideraciones a mis amigos, ahorrándoles las náuseas de una toma fuerte de sentimentalismo. Pero alguna vez me ha de tocar hablar de lo mío. Prepárate para la próxima.
8 de Enero.
¿Pero es broma o qué es? Dices que vas a dar mis cartas para el folletín de El Impulsor Orbajosense, ¡arre!, ilustrado periódico de esa localidad, órgano de los intereses materiales y morales, etc. ¿Sabes que tendría gracia? Pero aun variando los nombres, la broma sería tan pesada, que no habría más remedio que retarte en duelo a ti, y poner las peras a cuarto al cojo ese que dirige el papel, y que me tiene tan mala voluntad desde que le quité la Administración de Loterías para dársela al marido del ama que me crió a sus castos pechos. Basta de guasas, Equisín; no me irrites, no me cosquillees con tus chirigotas maleantes; mira que estoy echando chispas, y si llego a estallar... ¡Dios mío, cómo me he puesto! Si me pica una pulga, creo que me ha mordido un perro rabioso; si tengo que cerrar una puerta, doy con ella tan fuerte golpe, que se estremece todo el Hotel; si la pluma con que te escribo saca un pelo, ¡zas!, la estrello contra la mesa; si tengo que llamar, echo abajo la campanilla y se me enredan en el cuello cuatro varas de alambre; en fin, estoy hecho una fiera. Me muerdo a mí mismo, y por no poderme soportar, me mando a paseo, dándome de puntapiés.
Y lo que me pasa no es para menos. Tú, con esa flema que Dios te ha dado, estarías tan fresco. No truenes contra mi repentinismo: cada uno es cada uno. Mis afectos propenden a la amplificación, y cuando gozo o padezco paréceme que en toda la anchura del mundo no caben mi placer o mi martirio. No me enfado nunca a medias. Si riño con un amigo, despídome de él para siempre. Siéntome niño en mis dolores y en mis alegrías. La ligera ofensa se me hace mortal agravio. Tengo miedo a enamorarme, porque fáltame asiento en la voluntad, y voy como buque sin lastre en un mar agitado; a cada tumbo me parece que veo el abismo abierto a mis pies. ¡Por qué no nacería yo en tiempo de los frailes para meterme a motilón y vivir en dulce uniformidad, sin pasiones, sin estímulos, hecho un honesto marmolillo y un mano inconsciente!
Como esto siga así, ya puedes encomendarme a Dios. Esa cruel nereida, perdona el clasicismo, va a acabar con tu infeliz amigo. Sigue en sus severidades, echando cada día sobre lo que llama mi capricho, jarros y más jarros de agua frapée, moral pura de la más cargante y trasnochada, de la de catecismo con preguntas y respuestas. A veces creo que me ha tomado a mí por cabeza de turco, para ensayar la fuerza y empuje de su virtud, y hacer gala de ella ante el mundo. Estas virtuosas me fastidian. Paréceme que no son virtuosas por la satisfacción de serlo, sino por ganarse un premio en el Derby de la honestidad.
La resistencia ha redoblado mis anhelos hasta un punto de que no tienes idea. Muéstrome exaltado, y nada: calabazas más gordas que la primera vez. Hágome el desdeñoso, en seguida me conoce el juego: calabazas como la copa de un pino. Le ruego que me permita besarle una mano, ósculo de amistad, puro como la caricia de un niño, y me despide con una displicencia que anonada. Cuando trata en solfa mis pretensiones, menos mal: lo llevo con paciencia. Pero cuando me pone el hociquillo de virtud, créelo, le pegaría... Despedido, me voy y vuelvo con cualquier pretexto, y entonces me presenta a la preciosa Estefanía, como un santero presenta la reliquia para que la adoren los beatos. Esta niña es hija de Calderón, y Augusta la tiene casi siempre en casa, y la mima y agasaja como si fuera suya. La chiquilla es monísima; marido y mujer se consuelan con ella de la pena de no tener sucesión. Pues, como te digo, me la pone delante, sentándola sobre sus rodillas, y con la crueldad más salerosa del mundo, dice: «Bésame a esta, bésamela todo lo que quieras». Y yo me la como, la beso tanto que la hago llorar. Adoro el santo; pero lo que a mí me gusta es la peana. ¡Ay qué peana!
No tengo ganas de escribir más esta noche. Vete a los infiernos, tonto, majadero, a quien por vivir en Orbajosa debo llamar harto de ajos.
Sigo la que empecé. Hay novedades, amigo Equis, pero grandes novedades. Trátase de un caso extrañísimo, que por su calidad y trascendencia merece tu examen. Anoche tuve una revelación. ¿Crees tú en las revelaciones? ¿Crees tú que cuando dormimos, o cuando nos hallamos en ese estado psicológico fronterizo entre el sueño y la vigilia, estado en que se confunden la estupidez y la perspicacia, puede venir un espíritu a ingerirnos en el cerebro una idea, o a murmurar en nuestro oído palabras que son la cifra de un misterioso enigma? De fijo no lo crees. Yo tampoco lo creía, y ahora sí; creo en el Ángel de la Guarda, ese bondadoso, invisible amigo que velaba nuestra cuna cuando éramos nenes, y que, de hombres, nos visita alguna vez para resolvernos un grave problema de la vida, para señalarnos un sendero en la intrincada selva donde nuestra insegura voluntad se ha perdido. ¿No recibiste alguna vez ese soplo sobrenatural, revelación que por la claridad con que se te hace no puedes tener por obra de tu propio espíritu, sino por aviso de alguien superior y externo?
Pues verás: acosteme caviloso y con el cerebro lleno de nieblas. Dormí no sé cuánto tiempo sin soñar nada. Desperté de súbito, cual si me clavaran un aguijón, desperté con una idea que había brotado en mi mente como el fulminante que estalla. La idea era esta: «Augusta no es honrada; Augusta tiene un amante». ¡Ay!, lo sentí bajo mi cráneo, no como pensado, sino como sugerido, casi casi escuchado. Me aluciné hasta el punto de creer que alguien estaba allí, y de sentir el calor de una cara junto a la mía. Encendí la luz; temblando, revolví mis miradas por la alcoba. Excuso decirte que no había alma viviente. Llama a esto, si quieres, fenómeno cerebral; pero confiésame que la idea que produjo no es una idea mía, sino partícula del saber total, venida a mí por medios que no están a mi alcance. Hay que distinguir cuándo funciona nuestro cerebro de por sí, y cuándo engranado en la máquina inmensa del conocimiento universal. ¿Qué?, ¿te parece esto una sutileza? No puedes juzgarlo, porque no has experimentado como yo el choque inenarrable del rayo celeste al horadar el hueso en que se encierra nuestra mente. La recepción de la verdad no puede confundirse nunca con la emisión de una idea propia. Desconoces el lúcido entusiasmo que el fenómeno produce, la fe tenaz que enciende en nuestra alma. Puedo asegurarte que desde aquel instante mi convencimiento fue tal, que la evidencia y la comprobación no lo habrían producido mayor. Ni me hacen falta testimonios para creer y sustentar lo que sustento y creo a puño cerrado, como afirmamos nuestra propia existencia. Excuso decirte que no volví a pegar los ojos en toda la noche. Me la pasé recordando pormenores y trayéndolos a la corroboración del hecho, no porque este, a juicio mío, necesitase pruebas, sino por puro entretenimiento de la mente, que se recrea en la lógica como los ojos gozan en la claridad de un hermoso día. ¡Ay! Equisillo, ¡qué amarga satisfacción la de hallar la conformidad entre el hecho revelado y las menudencias que acudían a mi memoria, como testigos impacientes por declarar en un proceso! Cosas que antes me parecieron raras, parécenme ahora lo más natural del mundo.
Te conozco bien, y porque te conozco, recelo que mis psicologías no te resulten sensatas; pero no me importa. Crees que estoy febril cuando esto escribo, y no es verdad. Esta madrugada sí lo estuve, y también parte del día, y un buen rato de esta noche; pero me he serenado como por ensalmo, y escribo ahora con relativa frialdad. Te contaré todo lo que me ha pasado hoy, para que veas cuánto se emprende en término de un día.
Vamos despacio. Almorcé solo; esquivé antes y después del almuerzo ocuparme de asuntos del distrito. Estuvo aquí una comisión, que ha venido de ese inmundo poblacho a gestionar la consabida rebaja de los consumos, y no quise recibirla, pretextando enfermedad. No fui a Gobernación, a donde me llamaba un asunto de muchísimo interés... para los de Orbajosa. ¡Figúrate tú qué me importará a mí ni a nadie que sea nombrado D. Juan Tifetán secretario del juzgado municipal, en vez de serlo D. Paco Cebollino, de la noble familia de los Licurgos! ¿Crees que la armonía del Cosmos se alterará porque la fuente de los Chorrillos corra o deje de correr, o porque la carretera de Valdegañanes pase o deje de pasar por la finca de D. Cayetano Polentinos? En medio del desdén que estos problemas locales me inspiraban, ocurrióseme visitar a Cisneros. Tres días hacía que no pasaba por allí, y el buen señor no se conforma con estar tanto tiempo sin verme. Yo también echaba ya de menos el recreo de su charla, la saludable expansión que en su casa tiene siempre mi ánimo, con aquellas teorías tan chuscas y originales. Envuelto en su bata roja, mi padrino estaba aquel día entregado a la administración, y trabajaba con el escribiente, tirándole de las orejas a cada descuido, y encontrando siempre muy mal todo lo que el pobre muchacho hacía. Hablome de lo que goza ordenando sus cuentas; quejose de las contribuciones; puso de vuelta y media al Gobierno porque no las reduce; díjome que pocos propietarios pagan al Fisco tan puntualmente como él, y que lo más sensible es que, pagando tanto, los servicios del Estado sean tan perros. De los municipales no hay que hablar. Duélese de que tributa enormemente por su propiedad urbana, y... «mira qué calles, qué gas tan malo, qué policía tan detestable. ¿Querrás creer que por no satisfacerme el servicio de seguridad, tengo yo un sereno mío me custodia la finca? Si así no fuera, no podría dormir tranquilo en este barrio tan próximo a los del Sur, infestado de ladrones».
Tú dirás que a qué viene esto. Creerás que es para señalarte la contradicción entre el proceder eminentemente conservador de D. Carlos y sus ideas disolventes. No, no es eso: ya hemos convenido en que la palingenesia política de mi tío es pura fanfarria, un papel para recitarlo y hacerse aplaudir en sociedad. Cuéntote estas cosas por otra razón. Verás a dónde fue a parar el ingenioso Cisneros. «El hombre más feliz -me dijo al fin-, y estoy por decir que el más sabio de España, es nuestro amigo Federico Viera, que no paga contribución y vive como un príncipe, que no tiene nada que administrar, ni hace jamás un número, y con sólo mirar una carta y ver lo que sale, ha sabido arreglarse su modo de vivir. No necesita tener ninguna clase de moralidad para que el mundo le aprecie y le mime, porque su talento, su buena figura, su educación, lo suplen todo. Come en las esas de este y el otro, que todavía le agradecen que acepte un puesto en ellas. Sus acreedores no se atreven a molestarle, porque saben que les saldría peor la cuenta. Va a todos los teatros sin comprar localidad; y para colmo de ventura, el ramo de mujeres no le cuesta un maravedí, porque siempre habrá, entre las de sus amigos alguna que le ofrezca platito sabroso y gratis en el festín del amor. Es mucho hombre el amigo Viera. Yo se lo digo siempre: Eres el ciudadano del siglo XXI, de ese siglo en que todo será común, hasta las mujeres».
Oí a mi padrino, y quedeme aturdido como quien recibe fuerte golpe en la cabeza. ¡Obra revelación teníamos! Te reirás de mí todo lo que quieras; pero yo no me vuelvo atrás de lo dicho. Mensaje superior fue aquello, complemento del que recibí de madrugada, al despertar de un sueño profundo. Oírlo y creer, como creo en la luz, que el amigo Viera es... Ya habrás comprendido: me repugna tanto la idea, que hasta me resisto a escribirla, Sí, bien claro estaba. ¡Qué estupidez no haberlo comprendido antes!... Pero así, por súbitas, inesperadas referencias, se nos revelan las verdades que se ocultan al conocimiento general. La casualidad, una voz, una cita, un nombre, son el rayo de luz que esclarece todos los misterios.
Tanta fue mi inquietud, que no supe ni encontrar un pretexto para despedirme bruscamente de mi padrino y echar a correr. No recuerdo bien lo que le dije, y salí como alma que lleva el diablo. Una resolución súbita me enardeció el ánimo, y había que ponerla en ejecución al instante. Tomé un coche y me planté en casa de Federico. Yo no sabía cómo decírselo; pero sí que se lo tenía que decir, y que si no se lo decía, reventaba.
Encontrele en la cama, y le acometí sin preparación, diciéndole: «Federico, tengo que comunicarte una idea; tengo que hacerte una pregunta... Vengo a que me saques de cierta duda... No, no es duda, es evidencia; necesito que corrobores... que corrobores...». Mirábame con asombro y susto. Nunca me había visto descompuesto y agitado como hoy lo estaba. Su sorpresa le hizo enmudecer algún tiempo. Yo me expliqué mejor. Te referiré en dos palabras el diálogo aquel, que bien merecería lo escribieras tú, porque, francamente, fue dramático hasta no más. No anduve con rodeos para confiarle la pasión que me hacía infeliz y el fracaso de mis anhelos. Él dudaba que la pasión fuese tan honda como dije, y en cuanto al fiasco no vaciló en tenerlo por natural. Cuando le expresé mi convicción contraria a la honradez de Augusta, pareciome que se nublaba su frente, que la ofendían mis palabras, y que se violentaba para no obligarme a una retractación. «Ceguedad tuya -me dijo-, monomanía, locura razonante». Yo no podía probar lo que tan vivamente creía, y falto de argumentos, fundados en hechos, tenía que emplear los de mi fe, incomunicable sin duda. Nuestro diálogo se acaloraba, y de improviso le apreté un brazo diciéndole con voz descompuesta: «Tú eres, tú eres...». Y no sé qué más dije, no sé qué sarta de palabras salió de mi boca, frases violentas, injuriosas quizás, inflamadas por la convicción. Pero no pude menos de sentirme cortado ante la frialdad con que Federico me oía. Observé su rostro perfectamente tranquilo, inmutable, y en sus ojos no brilló ni el más leve destello que delatara una conciencia intranquila. Soltando después una risa franca, no enteramente burlona, más bien compasiva, díjome estas cariñosas palabras: «Es preciso que te pongas en cura, pero pronto, antes que el mal te coja toda la cabeza... Manolo, tú estás muy malo. Te aconsejo la rusticación. Vete a Orbajosa por una quincena, y sanarás. Eso no es pasión verdadera, es una crisis de voluntad contrariada, y una chafadura del amor propio, males ambos que en las grandes poblaciones son una verdadera epidemia. Unos días de campo te pondrán como nuevo».
A pesar de su humorismo, y de la perfecta tranquilidad, superior a todo disimulo, que su semblante revelaba, insistí, y él entonces, poniéndose muy serio, me dijo: «Si una declaración mía formal no te basta, no sé qué puedo hacer. Te juro que estás en un error. Y aunque los juramentos estén pasados de moda, me veo en el caso de jurar, por lo que valga. Te juro que no hay nada de lo que sospechas. ¿Lo crees? Bueno. ¿No lo crees? Allá tú». Y después de otras cosas, que no han persistido tan claramente en mi memoria, añadió esto: «Todo lo que hay en aquella casa, es sagrado para mí».
Y ahora, Equis mío, no te alborotes si te digo que Viera me convenció. Toda esta tarde, mientras estuve en su compañía, viéndole lavarse y vestirse, mi espíritu no cesó un instante de machacar en la misma idea, como herrero en la forja. La segunda revelación parecíame fallida; pero la primera, la del despertar, aquella no había quien me la quitase. Federico lo intentó con hábil dialéctica; pero nada pudo conseguir. Yo discurría así: «Lo que es este no es; pero será otro; y ese otro, ¡vive Dios!, yo lo he de encontrar».
Salimos y paseamos juntos. Federico se permitió darme bromas sobre aquel caso; yo me sentí un tanto ridículo, fingime aliviado del mal de amores, y aun me burlé un poco de mi desvarío, atribuyéndolo a mi carácter impresionable. No comimos juntos aquella noche. Él se fue no sé a dónde, y yo al hotel de Cícero. Luego fui a casa de Orozco y me encontré a este con un fuerte catarro, por lo cual su mujer no quería ir a la reunión de San Salomó: él la instaba para que fuese, y me suplicó que la acompañara. Por fin se decidió. Vistiose en un momento, y salimos. Al entrar en la berlina, yo no me encontraba muy satisfecho, porque, de no ser amante, el papel de sigisbeo, aunque en el mundo sea un papel envidiable, a mí no me agrada.
«Me ha contado papá que hoy estuviste en su casa -díjome Augusta cuando la berlina echó a andar-, y que parecías medio loco».
La contestación en el próximo número. Ya no veo lo que escribo, de cansado que estoy. Buenas y santas.
10 de Enero.
¿Qué tal? ¿Te resulta esto divertido, o te parece extravagante, empalagoso, digno sólo de figurar en el folletín de El Impulsor Orbajosense? Vamos; me ha hecho reír tu idea de que podría publicarse, trocando los nombres por otros extranjeros, suponiendo la acción en Varsovia y anunciando a la cabeza que es traducción del francés... Cállate la boca, o te estrello. ¡Publicar esto... vamos, ni aun con tales disfraces! Además, si como representación de hechos positivos pudiera tener algún interés para los conocedores de las personas que andan en el ajo, como obra de arte resultaría deslucido, por carecer de invención, de intriga y de todos los demás perendengues que las obras de entretenimiento requieren.
Quedamos en que nos metimos ella y yo en la berlina. Bueno. Nunca me había parecido tan guapa como aquella noche. Vestía... Aquí de mis apuros. Soy tan torpe para describir trajes de señoras, que cuando lo intento digo los mayores disparates. No sólo ignoro los nombres de esta y la otra prenda y de las distintas formas de toilette, sino que confundo los nombres de las telas. Está visto que para revistero de salones no sirvo yo. Sólo te diré que estaba elegantísima, que llevaba abrigo de pieles, que el peinado... ¿Cómo lo diré si no doy pie con bola en estas quisicosas? Pues llevaba el pelo recogido hacia arriba formando un pico, y en este una joya, algo que echaba chispas cuando mi ingrata movía la sin par cabeza. ¡Ah!... se me olvidó: el pelo ligeramente empolvado. Los guantes eran claros, de muchísimos botones; eso, eso, la mar de botones. Cuando entré, ya los llevaba puestos. Yo habría deseado que no, para ayudarle en la operación de abrochárselos. En el pecho una flor, rosa... no diré que amarilla; pero amarillenta, sí. Nada de escote, chico. Y en la fisonomía, ¡oh, desventura!, en el resalado hociquito, nada que me alentara, nada que me significara una promesa. A lo que dije, contestome severa, indiferente. Comprendí que mi juego era mostrarme tranquilamente resignado, y así lo hice, diciéndole poco más o menos: «Descuida que ya no te molesto más. Me he convencido de que es una insensatez pretenderte... Cuando se llega tarde, no hay más remedio que tener paciencia. Y mi sino es llegar siempre tarde. Otro más feliz que yo ha merecido lo que a mí se me niega...».
Creí notar inquietud en su mirada. Fue como un relámpago. Volvió la cara para mirar hacia fuera, y después de una enfadosa pausa me contestó así:
«Hay que dejarte. Estás insufrible de tonto, de loco y de no sé qué».
El coche había recorrido la calle Ancha, y atravesaba Chamberí para bajar a la Castellana por las casas de Indo. Densa niebla luminosa y blanca se aplanaba sobre Madrid. No se veían las casas ni los árboles. Las luces de gas, desvaneciéndose en la claridad lechosa, formaban discos, en algunos puntos teñidos de un viso rosado, en otros de verde. Augusta y yo observamos aquel fenómeno, y alguna observación hicimos acerca de él; pero en realidad lo que decíamos era un pretexto para ocultar nuestra turbación. No era yo solo el intranquilo y preocupado; ella también lo estaba. Me miró y me dijo: «No creí yo que fueras tan mala persona».
-Yo seré todo lo mala persona que quieras, Augusta; pero ello es que tú no te atreves a negar lo que he dicho, y aunque lo negaras, de nada te valdría; porque lo que sé de ti, lo sé, fíjate bien, como si lo hubiera visto.
Observé en su boca y en sus ojos esa expresión particular de quien se esfuerza por tomar a risa lo que no es para reír. Mientras más contraía sus labios, más seriedad resultaba en aquel semblante.
«No me llames malo -le dije, estrechándole una mano, que no se atrevió a retirar de las mías-; ni temas que de mí pueda venirte ningún sinsabor. Si algo sé que tú quieres que ignore todo el mundo, hazte cuenta que soy como un muerto. No temas nada».
¡Qué bien leí en su alma en aquel momento, aun sin verle la cara que hacia el cristal volvía! Su voz resonaba con timbre extraño al decirme: «¡Qué tontería!... ¡Si no te hago caso!».
Y hasta me pareció que su mano temblaba. Al través del guante, no sé qué estremecimiento de la epidermis me revelaba que la señora de Orozco me había cogido miedo. Y su miedo me permitió lo que nunca me había permitido su confianza, besarle la mano. «Augusta, yo estoy loco por ti. Me has hecho desgraciado para toda la vida...».
Y ella seguía observando la neblina, en la cual los discos luminosos, formados por la llama al desleírse en la humedad, crecían o menguaban al paso del coche.
«Augusta, yo soy y seré siempre el primero de tus amigos, fervoroso, leal, dispuesto a sacrificarlo todo por ti, a evitarte cualquier pena. No me conoces, si supones que de mí, de mi indiscreción, motivada por el despecho o los celos, te puede sobrevenir algún mal».
Volví a besarle el guante. El miedo empezaba a disiparse en su alma, o a ser vencido por otro sentimiento. Retiró su mano, diciéndome: «Paciencia necesito para oírte».
-Paciencia necesitamos todos -le contesté-. Seamos indulgentes unos con otros. La tolerancia es la norma de la vida. No te asustes porque me veas poseedor de tu secreto.
Vuelta a mirar para fuera. Otra vez me tenía miedo.
«Te digo que no te asustes; no temas al mejor de tus amigos, al que se dejaría matar antes que hacer nada que te perjudique».
Quiso sobreponerse a la zozobra que la dominaba, y me amenazó con su abanico.
«Mira que te pego».
-Pega, pero escucha.
-Estás cargante.
-No estoy sino sumiso. Te obedezco; no tengo más voluntad que la tuya. Soy tu esclavo. Algo más te pudiera decir; pero hemos llegado, y se acabó la función...
Al volver a mi casa, desde la de San Salomó, me he puesto a escribirte. Son las tres de la mañana. En mi mente hay un gran barullo. Nada vi ni observé en aquella reunión que me dé la luz que necesito. Toda la noche me he sentido desorientado, estúpido a veces, a ratos tan excesivamente sutil, que he imaginado los mayores absurdos. Mi suplicio consiste en una interrogación que me causa ardores semejantes a los de la sed: «¿Quién será?». Porque Federico no es. Me lo juró en un tono tal de sinceridad, que no es posible creer que representara una comedia. ¿Será Malibrán? ¿Tendré que admitir ahora la hipótesis que antes deseché? El diplomático es hombre que debe poseer en grado supino la aptitud de seducir. A la expresión delicada y soñadora de su rostro, corresponde lo agudo de un ingenio puramente florentino. Tiene, por su madre, sangre italiana; sabe fingir, adular, hacerse grato, componer su rostro. ¿Será Malibrán, Dios mío, y al arte de enamorar une el del disimulo con toda la perfección diplomática y maquiavélica?
Cuando perdía terreno en mi ánimo la candidatura, digámoslo así, de Malibrán, lo ganaban otras. Hasta se me ocurrió si será Calderón de la Barca, el pegajoso amigo de la casa, el papá de Estefanía. No; esto es inadmisible. A Calderón le miran marido y mujer como un hermano... Sin embargo, podría ser... Al fin desecho a Calderón y me fijo en otros, en un oficial de artillería, sobrino de las de Trujillo, muy buen muchacho; me fijo también en Villalonga... ¡Quia! ¡Villalonga, gastado, lleno de canas... y tan poco apreciable moralmente!... Imposible, imposible. Busco otros, paso revista, analizo...
¡Qué problema, querido Equis! Pero yo digo que estos enigmas podrá no descifrarlos un investigador que se auxilia de la razón y la paciencia, pero un enamorado los descifra siempre. Yo lo haré sin que nadie me ayude, yo solo. Y no faltará, como en las sumarias de los crímenes, la feliz casualidad que, en un punto y hora, rasgue el velo de este endiablado tapujo.
Convengo contigo en que mi cabeza no está del todo buena. Lo confieso, hombre, si te empeñas en ello. Pero no me juzgues por lo que esta noche te escribo. Espera más noticias, y sobre todo, espera la solución del acertijo, que no puede tardar. Abur.
18 de Enero.
Pues señor, me levanto muy tarde, me entretengo en varios asuntillos después de almorzar; voy al Congreso. Animación en los pasillos, run-run de crisis, chismorreo largo, mucho secretico, mucho racimo de curiosos en torno a este y el otro personaje, pechugones aquí y allí por si tú debías votar y no votaste. Óyense las frases iracundas de siempre, y aquello de ni esto es partido, ni esto es Gobierno, ni esto es nada. En el salón reina la paz de los sepulcros. Discútese el proyecto de ley de Enjuiciamiento criminal; soledad en los escaños; el orador, rodeado de tres o cuatro amigos, trata de convencer a los bancos vacíos. En el de la comisión hay dos que se marcharían también si pudieran. En la Mesa, el vicepresidente charlando con Villalonga; el conde de Monte Cármenes repantigado en el sillón de uno de los secretarios; los taquígrafos afligidos porque no oyen bien al orador; los maceros le dirigen una mirada compasiva. En la escalerilla de la Presidencia y cuando voy a que me den caramelos, me tropiezo con Villalonga, el cual me dice que Orozco estuvo muy mal la noche última. ¿Qué fue? ¿Cólico, ataque de asma...? No sabe. Pero ello es que amaneció con fiebre muy alta. El médico se alarmó.
Corrí allá, me encontré al enfermo muy mejorado; la gravedad no fue tanta como se había creído. Pero continuaba en cama. El pronóstico del médico, si no grave, era reservado; había que observar el recargo de la tarde. Pasé a la alcoba de Orozco, y le vi. Estaba tranquilo; a mi parecer (algo me entiendo de medicina), aquello no es más que un catarrillo gástrico. No veo motivo de alarma. Sin embargo, debo decirte que Augusta no tiene consuelo, por haber estado ausente de su casa la noche en que su marido se puso tan malo. Tengo por seguro que su pena es sincera. Entre paréntesis, me ha sido muy grato advertir en ella estos sentimientos; y si te añado que me gusta más así, que la quiero más, digo la pura verdad. Mi prima es de esas personas que se ponen a morir cuando tienen un enfermo en la familia; tiembla de todo, y es excesivamente escrupulosa en la administración de las medicinas. Hoy no se ha separado un momento del enfermo; le interroga a cada instante: «¿Te duele esto, te duele lo otro? ¿Tienes sed? No te destapes. Eso no es nada: mañana estarás bien». Yo la admiro, qué quieres, por este cariño conyugal que tanto me confunde, aunque bien examinado el punto, podrá ser este sentimiento compatible con otro. Tú harás los doctos comentarios que tu ciencia y tu conocimiento del humano corazón te sugieran. En esta carta, no hago más que relatar hechos.
Me quedo a comer. Augusta no tiene un momento de sosiego, y a cada instante se levanta de la mesa para correr a la alcoba. Vuelve diciendo: «Me parece que está algo recargado». «No, hija, es que te parece a ti que lo está. Yo le encuentro despejadísimo».
Armamos nuestra tertulia en el salón. Va Cisneros, que, so pretexto de no molestar al enfermo, se exime de entrar a verle, y dice: «Poco mal y bien quejado». Va el mirífico Malibrán, a quien noto reservado y con no sé qué traicioncillas en sus ojos italianos de santi, boniti, bariti. Este hombre trae entre ceja y ceja algo que no entiendo, y que más bien adivino por la fuerza reveladora del odio que me inspira. Va también Villalonga, el cual está graciosísimo, llevando la cuenta de los senadores moribundos, enclenques o delicados de salud, pues si el número de vacantes no aumenta, es difícil que entre en la combinación. Va también el marqués de Cícero, y el donoso optimista conde de Monte Cármenes. En el bando de los trasquiladores, mi padrino y el Catón ultramarino, sostienen viva discusión, porque el primero cree que debemos vender la isla de Cuba a los Estados Unidos. El segundo no está por la venta, al menos hasta que él se deje caer allá otra vez, para poner cual una seda la administración de la tan desgraciada como generosa isla.
Pero de lo que más se habla allí, como en todas partes, es de ese misterioso crimen de la calle del Baño. ¡Ay, qué jaqueca! Los periódicos no se ocupan de otra cosa, y cada cual por su lado, todos tratan de buscar la pista; pero me temo que tantas pistas acaben por despistar a la justicia. ¿No has leído algo de esto? Una señora joven, madre, cuyo estado se ignora, apareció asesinada en su lecho y medio quemada, juntamente con su hijo, niño de pocos años. En la casa no había más persona, al descubrirse el crimen, que un sirviente, Segundo Cuadrado, el cual si no es idiota finge serlo. No sabe dar razón de nada de lo que allí pasó. Algunos le consideran autor del crimen; pero una parte del público da en acusar a la madrastra de la víctima, señora de muy mal genio, que vive en la misma calle y se llama doña Sara. Se dividen los pareceres. Hay quien sostiene que la vio entrar en la casa pronunciando no sé qué palabras amenazadoras. Y por otra parte, la madrastra prueba su coartada, demostrando que aquella noche, a la hora del crimen, estuvo en el teatro. No falta quien asegura haberla visto en una butaca del Español. En fin, Equis, un lío espantoso; la justicia embarullada, dando palos de ciego, prendiendo y soltando gente. Es la conversación de moda en todos los círculos de Madrid, y personas muy formales ven en esto una intriga honda, con ramificaciones extensas. Dícese también que elevadísimos personajes protegen y amparan a la madrastra, presentando como asesino al inocente criado a quien se halló en la casa.
Las dos opiniones, que claramente se marcan ya, han dado origen a dos bandos encarnizados, en cada uno de los cuales la imaginación de esta raza fabrica toda clase de extravagancias novelescas. Y no es el vulgo el que más fecundidad muestra y más apetito de versiones maravillosas y pesimistas; pues la gente de cultura no le va en zaga. Las mujeres especialmente, y si quieres, las damas, se pirran por esa comidilla picante del famoso y no descubierto crimen. En casa de Orozco, Augusta criminaliza sin descanso, y la de San Salomó también; pero la más furibunda es la señora de Trujillo, quien no te pone buena cara en toda la noche si no lo relatas algún detalle terrorífico, si no añades que tal o cual persona de tu conocimiento vio salir de la casa a la muy perra de la madrastra, puñal en mano. Hay que decirle, para que esté contenta, que el criado es un santo, y que tienes pruebas de que el asesinato de la infeliz doña Bernarda (así se llama la víctima) corrió de cuenta de dos empingorotados personajes. Calderón es quien le lleva todas las noches las noticias más frescas, siempre estrambóticas, y al parecer tomadas de un folletín de Ponson de Terail. Teresita le oye encantada, y otros también. Si algún día oyes decir que ha pasado por encima de Madrid una bandada de bueyes, volando como las golondrinas, no preguntes quién ha dado la noticia. Es Pepe Calderón.
También entra Federico Viera. Este, Calderón y yo somos los únicos que pasamos un rato a ver a Orozco. A eso de las once, Augusta nos anuncia contentísima que Tomás se ha quedado dormido, que no tiene fiebre y que pasará buena noche. Todos nos congratulamos, yo el primero, y me pongo a pensar en lo mismo, querido Equis, ya sabes... Mientras los demás roen el crimen, yo mastico mi enigma, digo, mío no, de ella, y trato de dilucidar el arduo punto de quién será su cómplice. Mi sumaria está tan embrollada como la del hecho de la calle del Baño, y a cada hora veo una pista nueva. La sigo, y nada. ¿Y qué me dices a esto, pedazo de alcornoque? Ilumíname con un rayo de tu inteligencia. ¿Dónde está el criminal que busco? Claro, si yo, que actúo de juez y tengo todos los hilos en la mano, no averiguo nada, ¿qué has de descubrir tú, lejos de personas y sucesos? Pero... ya oigo lo que me dices, y te contesto: «No me da la gana de ser razonable. Maldito sea el sentido común y quien lo inventó».
Vacío sobre el papel mis impresiones todas, para que el papel las lleve a la culta Orbajosa. Así llama El Impulsor a esa rústica ciudad cuando habla de la procesión de San Roque o de los bailes del Casino.
18 de Enero.
Tranquilízate. El Sr. de Orozco, a quien tanto admiras, está mejor, casi enteramente restablecido. Por más que tu imaginación feliz sepa figurarse cómo son las regiones celestiales; por acostumbrado que estés a concebir en tu mente el Supremo Bien, no puedes hacerte cargo del júbilo que resplandecía en la cara de Augusta, al darme esta mañana la noticia. Sus ojos eran las puras divinidades, chico. La hubiera adorado de rodillas. ¿Qué quieres tú?, yo soy así. Admiro lo bueno, aunque no lo entienda. Alguien que leyera lo que para ti solo escribo, preguntaría quizás: «¿Pero cómo se armoniza esto con aquello? ¡Ah! Tú que sueles penetrar en lo recóndito del alma humana no lo preguntarás seguramente. Hay una ciencia superficial del corazón aprendida en los teatros, donde las pasiones son presentadas en su forma rudimentaria y simple. Con arreglo a esa ciencia incompleta juzgan muchos las cosas de la vida, y cuando estas no pasan conforme al módulo del arte dramático, dicen que no lo entienden. Yo sí que lo entiendo, y tú también, ¿verdad?».
Adelante. Vi al amigo Orozco ya levantado y en amable disputa con su mujer, porque él se empeñaba en abrir el correo, y ella le reñía como a un niño, para que no se ocupase de nada. La encantadora Estefanía completaba la preciosa escena. No faltaba sino que la chiquilla fuese hija de Augusta para que resultara una Sacra Familia. Vamos, que me estoy volviendo muy... doméstico y muy... patriarcal.
Dime una cosa; háblame con franqueza: ¿crees tú que aquella revelación nocturna de que te hablé, es un error mío? ¿Crees que estoy equivocado al afirmar lo que afirmo con tan profunda convicción? Ea, venga la rimpuesta, y verdadero payo de la carta, no te la entrego, es decir, no sigo esta hasta que la contestación llegue a mis manos.
21 de Enero.
Ya pareció la respuesta. Te juro que me ha sorprendido. Yo creí que me contestarías estás equivocado, porque, la verdad, en mi mente empezaba a aclimatarse la sospecha de que mi revelación de marras fue, como suelen serlo otras, enteramente subjetiva. ¡Y ahora me sales tú con que estoy en lo cierto! ¡Y añades que no tienes conocimiento de hechos en qué fundarlo! Pues lo mismo me pasa a mí, chico. Afirmo sin saber por qué. Creo, como tú, que estas cosas se sienten y no se razonan. Adivinar es sentir los hechos separados de nuestra vista por el tiempo o por el espacio; ver lo que, por invisible, parece no existente, de donde todos los sabios hemos colegido que la adivinación es una facultad parecida al estro poético. El poeta precede al historiador, y anticipa al mundo las grandes verdades. Heme aquí convertido en vate, descubriendo lo escondido, y guipando desde muy arriba las cosas, lo mismito que un águila. Pero dejemos a un lado estos amaneramientos filosóficos, y voy a satisfacer un deseo que me manifiestas en tu carta. Quieres saber mi opinión respecto a Orozco; crees que me será fácil trazarte su retrato, y deseas que lo haga con suprema imparcialidad. Pues a ello voy; ya sabes que yo no me paro en barras, y que a sincero no me gana nadie.
Pero he de empezar diciéndote que esta opinión, o si quieres, semblanza o retrato, llevará el carácter de provisional, por no encontrarme en posesión de todos los datos para darla por definitiva. Hay en ese hombre algo que no he comprendido bien todavía. No es persona Orozco que se revela entera en cualquier momento; al menos así me lo parece a mí. Cosas he visto en él que me han producido admiración, y otras sobre las cuales no me atrevo aún a opinar resueltamente. Empiezo por decirte que pocos hombres he conocido más agradables, y ninguno quizás que sepa con tanta rapidez ganar simpatías, y con las simpatías amistades verdaderas. A esto contribuyen seguramente sus maneras corteses, su exquisita bondad, su cara misma, que tanto me recuerda (veremos qué te parece esta observación) el tipo judaico, hermoso y puro, que apenas se conserva ya; barba poblada y larga, nariz de caballete y un tanto gruesa, ojos apagados, poca vivacidad en los movimientos fisiognómicos , y en fin, ese reposo, esa gravedad dulce que parecen indicar un perfecto equilibrio interior. Me encanta aquella manera de tratar a grandes y chicos, afable con todos, familiar con ninguno. Hay en su trato algo del trato de los reyes, que por muy bondadosos que sean, siempre son reyes, y mantienen los fueros de su alta jerarquía. Qué tal, ¿voy bien?
Entrando ahora en lo moral, debo decirte que, aparte de ciertas hablillas, la reputación de que goza Tomás es sólida y unánime. Sobre esto no cabe dada. Y no hay que darle vueltas, Equis; el que tiene una reputación así es porque lo merece. Cuando un nombre sobrevive a la constante lima de la murmuración, por algo será. ¿No crees tú lo mismo? Convengo en que Orozco lleva una sombra sobre su apellido. El fortunón que disfruta, lo amasó su padre don José Orozco, según pública voz, de una manera bastante irregular, por no decir otra cosa. Aquella execrada Compañía de Seguros, sobre la cual han caído y caen aún tantas maldiciones, arroja, como te digo, cierta opacidad sobre nuestro amigo, y él hace todo lo posible para purificar un nombre que recibió con bastantes máculas. Es absolutamente irresponsable de las faltas de su padre, llámalas crímenes, si quieres: heredó el caudal y vive tranquilamente, matando la ociosidad en algún negocio de los más limpios, y haciendo todo el bien que puede. Aquí viene de molde aquello de modelo de ciudadanos, modelo de esposos, modelo de... Pero no precipitemos nuestros juicios.
Corre bastante por ahí la especiota de que Tomás es hombre muy místico, mejor dicho, beato. Hay quien sostiene que se consagra a prácticas religiosas de las más exageradas; que en secreto, se da disciplinazos, que ayuna como un trapense... Todo esto es pura novela. Yo no he observado en la casa nada absolutamente que confirme tal suposición. En su biblioteca, puedo asegurarlo, no hay obras místicas, fuera de aquellas comprendidas en la colección de clásicos, y que están en las estanterías con todas las trazas de no ser abiertas nunca. Entre los libros familiares de uso constante, que tiene en su mesa de despacho, no he visto nada religioso. En su alcoba no hallarás ni crucifijo ni imagen devota, pues si hay algún cuadro de asunto sagrado, está allí como obra de arte. Pila de agua bendita no la ves en toda la casa. Y puedo dar fe de que ni Orozco ni su mujer tienen afición ostensible a cosas de iglesia, ni se apuran mucho por cumplir los preceptos del catolicismo. Lo más, lo más que hacen es ir a misa algún domingo, si la mañana está buena. Pero lo que es confesar y comulgar... no sé, no sé, casi me atrevería a sostener que en esto están como tú y como yo. De modo que cuanto se dice del misticismo de Orozco y de los zurriagazos, no tiene el menor fundamento. Lo mismo que esa otra paparrucha de sus connivencias con los Jesuitas. No faltan tontos que te juren que Tomás pertenece secretamente a la Orden, y que la apoya y le da dinero... Yo, que entro en la casa todos los días y a diferentes horas, puedo asegurar que jamás he visto allí una sotana, como no sea la del bondadoso padre Nones, a quien los de Orozco dan muchas limosnas para que las reparta entre los pobres de la parroquia de San Lorenzo. Tú, que tratas al padre Nones, dirás si tiene el pobrecillo trazas de andar en la Compañía. No, todo eso es fábula. Queda, pues, rechazado. Pero vete a arrancar de la mente del vulgo una rutina de estas. ¿Pero qué más?, el mismo Cisneros, que conoce la casa tan bien como yo, pero que gusta de fomentar las malicias vulgares, me decía anteayer: «¿Y cómo está el jesuitón de mi yerno?». Lo dice sin creerlo, por hacer eco a lo que oye.
Mas reconociendo y afirmando que todo es cháchara, pregunto yo ahora: ¿no habrá algo que motive, siquiera remotamente, esta opinión? ¿Es posible que sin ningún fundamento se fabriquen errores semejantes? ¿No habrá algo... algo que, sin ser aquello, se la parezca? Y aquí entran mis dudas, porque trato de sondear, y no encuentro, no encuentro en la vida de Orozco la explicación del supuesto misticismo y jesuitismo. Lo que haya estará tan recóndito, que no podrán atisbarlo los ojos fisgoneros de los amigos de la casa. Esto se enlaza con otra cuestión. ¿Hay armonía conyugal en este matrimonio? Si he de decir verdad, aparentemente dicha armonía es perfecta. Cuanto he visto y observado parece probar que Tomás ama con ternura a su mujer. De que su mujer le respeta, le estima y aun le ama, también creo haber visto señales incontrovertibles. Y sin embargo, la idea que me fue sugerida por el conocimiento universal, la revelación aquella con que te he dado tantas jaquecas, está en abierta pugna con lo que afirmo ahora. ¿O es que no lo está? Aclárame el misterio, Equisillo, tú que sabes tanto. Como dice aquel amigo nuestro, que escribe artículos sobre las relaciones de la Iglesia con el Estado, nos encontramos frente a uno de los problemas más intrincados de la época presente.
Añadiré que siempre que Augusta habla de su marido, lo hace con acento de entusiasmo, de admiración reverente. Paréceme que se juzga, muy inferior a él. Un día, en confianza, me reveló pormenores interesantes de las obras de caridad que Orozco hace. En pensiones a familias pobres, emparentadas o no con la suya, se gasta un caudal. Hace mucho bien, siempre guardando el secreto para que no lo sepa la gente, porque le molesta que de ello se hable, y ni aun admite que los favorecidos le den las gracias. Inventa mil arbitrios sutiles y delicados para hacer llegar sus beneficios a ciertos menesterosos, que no pueden admitirlos sino por vías muy diplomáticas. De esto sabía yo algo; pero lo que yo sabía, con ser tan bueno, no llega a las maravillas que me ha contado Augusta.
Voy trazando el retrato como puedo. Quisiera seguir; pero te advierto que no veo bien todo el original: hay algo que permanece en la sombra, y por eso mi pintura no es ni puede ser completa. Complétala tú, si puedes, añadiendo tu saber al mío. Ya no describo, sino te consulto. ¿Qué hombre es este? ¿Es un tipo de grandeza moral, raro aunque no imposible en nuestros tiempos de variedad y verdaderamente fecundos? ¿Nos hallamos frente a un vigoroso carácter, religioso, no informado en las religiones vigentes, sino de nuevo cuño y de índole novísima? ¿Es un soldado heroico de los eternos principios, que combate por ellos recatándose de la profana admiración del vulgo? ¿Es una conciencia sublime, o un vulgar misántropo? ¡Ah!, una idea diabólica ha nacido en mí, y no vacilo en exponerla, para que la tomes como quieras. Deseo conocer a fondo a este hombre. Si yo lograra ser amante de Augusta, ella me revelaría cosas muy peregrinas. Mira por dónde soy un diablo teólogo, o teófilo, un diablo que no busca el mal por el mal, sino impulsado del ansia del conocimiento, y que por el camino del pecado aspira a llegar a donde pueda contemplar de cerca el supremo bien. ¿Qué te parece? Una gran idea, ¿verdad? ¡Si la diabla esa me quisiera...!, pero como no me ha de querer, eso ya lo estoy viendo, me quedaré con mi amor y con mi triste ignorancia acerca del enigma moral de Orozco. Soy, pues, el diablo más desairado y más tonto del mundo, un diablo merecedor de que le pongan un cacharro en el rabo, como a perro o gato sin dueño, para ser burla y alboroto de los chiquillos de la calle.
Concluyo, hijo mío, poniendo a tus órdenes toda mi diabólica inutilidad.
22 de Enero.
Pues señor, hoy pensaba continuar el retrato del buen Orozco con datos y observaciones nuevas de grandísimo interés; pero cátate que salta un asunto del cual no puedo menos de darte noticia sin tardanza, y a ello voy. Nuestro amigo Federico Viera es el rigor de las desdichas. ¿Recuerdas la descripción que te hice de su casa, de su hermana, del abandono indecoroso en que esta vivía? Pues las consecuencias que yo me temí, y que te anuncié, no se han hecho esperar. Hace pocas noches, acompañando yo a Federico hasta su casa, entre una y dos, sorprendimos a un joven que del portal salía. Federico le echó mano al pescuezo. ¡Qué escena, chico, tan desagradable, y al mismo tiempo, no sé por qué, tan graciosa!... En fin, que según lo que Viera me había dicho poco antes del fatal encuentro, el agredido es novio o pretendiente de Clotilde, por más señas, honrado hortera de una tienda próxima. Aquello habría concluido mal sin mi intervención y la del sereno, pues nos costó trabajo librar al infeliz amante de las garras del hermano de su ídolo. Pero no pararon aquí las cosas. Escucha lo mejor: ayer la mosquita muerta desapareció de la casa, dejando una carta para su hermano, en que le anunciaba su resolución de casarse (mira si tiene alientos la niña), añadiendo que se halla depositada judicialmente en casa de la viuda de Calvo, señora respetable, muy amiga de los Viera y también de los Orozco, y que al amparo de dicha señora esperaba el permiso pedido a su padre para verificar el matrimonio. No puedes figurarte la ira de nuestro pobre amigo ante este arranque de su hermanita, a quien creyó toda sumisión y apocamiento. Lo de siempre, amigo Equis. La autoridad arbitraria no se entera de que los oprimidos tienen alma, hasta que no les ve levantarse y sacudir el yugo por los medios que están a su alcance.
Esta revolución doméstica ha puesto a Federico fuera de sí. Ya sabes que es un temperamento absolutista y aristocrático. La publicidad que va a tener o que tiene ya su humillación, le saca de quicio. Y mira tú qué cosa tan rara. No ignoraba que Clotilde vivía indecorosamente entre criadas y gente soez, y se irrita de que la infeliz se emancipe aceptando un marido de clase inferior a la suya. El orgullo de nuestro amigo transige con que su hermana se consuma en la tristeza y en la vulgaridad, y no transige con una unión que llama degradante. Pero la niña, a la chita callando y como quien no hace nada, se ha dejado llevar de la corriente del siglo, y desde la ignominiosa obscuridad en que vivía, se ha lanzado a la democracia, buscando en ella una especie de redención. Ya sabes el odio corso que Federico profesa a las ideas democráticas, con qué graciosa crueldad se burla de ellas, y de los progresistas, y del morrión, etc... Reconoce sinceramente que está fuera de lugar en nuestra sociedad; que ha venido al mundo rezagado, y que por equivocación no nació en los tiempos a que su carácter se ajusta. Figúrate cómo estará ahora, viendo a su hermana sacrificada al aborrecido principio de la igualdad política y social, viéndola pasarse vergonzosamente al enemigo, en brazos de un ser insignificante, y que personifica, según él, todas las garrulerías de la época presente. Está el hombre que arde, y no se le puede hablar de esto, sin que al instante pierda pie y se descomponga.
Anoche dio mucho que hablar en casa de Orozco este caso concreto de revolución social, eclipsando la conversación del crimen famoso, y Augusta estuvo de acuerdo conmigo en la ninguna razón que tiene Federico para quejarse. Convenimos en que él ha provocado el triunfo de la democracia, descuidando a Clotildita y privándola del puesto que en la sociedad le corresponde. Federico no pareció por allí; anda huido, y no le veo desde la noche que sorprendimos al atrevido galán saliendo de la casa. Fue una escena calderoniana, que no te describo porque espero han de ocurrir otras más dignas de pasar a tu conocimiento.
Volviendo a Tomás, te diré que está ya completamente restablecido. Ayer almorcé con él, y estuve casi todo el día acompañándole. Su mujer salió a eso de las cinco. ¿A dónde iría? He aquí el tema de mis sombrías meditaciones durante toda la tarde. Y aparte de esto, te juro que el buen Orozco me hizo pasar un rato muy agradable, charlando conmigo de asuntos diversos, con una amenidad, con una discreción que me dejaron pasmado. Hizo una pintura del carácter de su suegro que siento no poderte transcribir íntegra, pues mis cavilaciones impidiéronme fijar en sus atinados conceptos la atención taquigráfica que acostumbro. También analizó el caso de la hermana de Federico Viera con un criterio semejante al que yo te expuse. Ha pasado en esto lo que debía prever todo hombre que no tenga el entendimiento lleno de ideas arcaicas, y el carácter agriado por los contratiempos económicos.
Pues señor, me da la gana ahora de continuar el retrato interrumpido. Cuando menos lo pensaba, he visto más de cerca la figura, se me han revelado algunas líneas que antes se perdían en la sombra, y quiero fijarlas inmediatamente sobre el lienzo, esperando que se vaya clareando lo que oculto permanece todavía.
Quizás no sepas que Orozco es uno de los hombres más arreglados que se conocen. Podría dar lecciones de prudente economía y de previsión a toda la raza española. Lleva sus cuentas al día y al céntimo, sin que esto signifique mezquindad cicatera. Al contrario; no regatea nada de lo que pueda contribuir al lustre de su casa, ni pone a su linda costilla cortapisa alguna. Verdad que ella sabe mantenerse dentro de los límites de la más exquisita prudencia. Orozco no trabaja por aumentar su capital, que es grandecito, y los negocios en que toma parte, en cooperación con otros capitalistas, no le dan muchos quebraderos de cabeza. Me consta que en negocios de usura jamás ha querido interesarse. Sé que se le han hecho proposiciones solicitando préstamos con enormes ventajas, y las ha rechazado. Da, pero no presta, y da en la medida conveniente. Dos cosas hay que no se conocen allí, y son: la sordidez y el despilfarro.
Te confieso que este hombre me impone un respeto casi supersticioso. Cuando hablo con él me siento enano, me inspiro a mí mismo cierto desprecio, me entra cortedad... no sé qué. Y debo añadir que ayer, cuando me senté a su lado y me puso cariñosamente la mano en el hombro, sentí remordimientos muy vivos. Cierto que yo no le he faltado más que con la intención; pero aun esta idea no acallaba mi conciencia, y procuré tranquilizarla con sofisterías. «Por lo mismo que este hombre es tan perfecto -me dije- hállase fuera de las leyes humanas. Está tan alto, que el ser burlado no le ofende, ni hay injuria que alcance a tal excelsitud. Los que le ofendan y ultrajen darán cuenta a Dios; pero no a él, que se rebajaría pidiéndola». Estas cosas me pasaron por la mente, y cuando vi a mi prima entrar de la calle con su cara risueña, imagen de una conciencia sosegada, pareciome que su serenidad era cinismo y su sonrisa hipocresía. Púseme resueltamente del lado de la moral y de los consabidos principios, muy señores míos, y me pareció crimen nefando engañar a un hombre tan bueno. ¡Qué picardía! ¡Engañarle no siendo yo el cómplice! Te descubro mi conciencia con todos sus escondrijos. Se me antojaba que la ofensa, hecha en mi obsequio, sería más disculpable.
Tomó parte la esposa en nuestra conversación. Yo la observaba y no sé, no sé... me parecía que su tranquilidad era sólo aparente. Su manera de oírnos indicaba cierto sobresalto, y su reír no era tan franco y natural como de costumbre. De pronto Orozco le dijo: «¿Has sabido algo más del pleito de Federico con su hermana? ¿Le has visto a él?». Yo temblé. No sé por qué me asaltaron de nuevo las sospechas de aquella mi segunda revelación. Fijeme en Augusta, que en aquel momento revolvía la mesa buscando no sé qué papel o revista; creí que esquivaba la respuesta, que evitaba las miradas de su marido y las mías; pero me equivoqué de medio a medio. Al oír el nombre de Federico, dejó lo que buscaba, y vino a sentarse frente a su marido, separada de él por la mesilla en que este tenía varias cartas y periódicos; puso los codos sobre la mesa, la barba en una mano, y sonriendo nos dijo: «Pues no le he visto, ni sé dónde se mete. Pero me ha dicho Malibrán esta tarde que no cede, que está furioso, que lo que siente es no haber acogotado a ese pobre chico cuando le encontró saliendo del portal. ¡Qué extravagancia! Creo que debemos todos abrazar la causa de Clotilde».
Al nombrar a Malibrán, ¿sería aprensión mía?, pareciome notar en su acento una veladura, en sus ojos no sé qué timidez o sobresalto... Vamos, que se me enroscaron en el corazón las culebras, y ya no tuve serenidad para seguir atentamente la conversación que los tres entablamos.
Y no continúo por ahora el retrato. Lo seguiré cuando me parezca bien. No tengo ya malditas ganas de acabar esta en la forma que pensaba. Quédate con Dios, y no te burles mucho de tu trastornado amigo.
26 de Enero.
¡Malibrán! No puedo evitar hablarte de este tipo, que se me ha plantado en la nariz como una mosca. Quiero echarle, le sacudo y vuelve. Me persigue, me le encuentro en donde quiera que estoy; llego a pensar que no es él a quien veo, sino a mi execrable sospecha, representada en carne mortal. Es que desde ayer no se aparta de mi cerebro la idea de que he despejado la famosa incógnita: X=Malibrán. ¿Me equivocaré también ahora?
Anoche, estuvimos juntos largo rato en el Teatro Real. Hablome de Augusta con un cierto respeto que me pareció afectado. No podía yo tirar de la lengua a semejante hombre, diciendo de mi prima alguna picardía capciosa para obtener una respuesta lúcida, y al elogiarla con calor, ponderando su rectitud moral y el cariño que tiene a su marido, pareciome que eran finamente irónicas las palabras con que Malibrán acogía mis alabanzas. Luego noté como que esquivaba aquella conversación, rebuscando otros temas de charla. Si me apuras, no puedo darte la razón de la antipatía que el diplomático me inspira. Quisiera se me presentase ocasión de tener un altercado con él; pero es tan correcto el maldito, que ni esa esperanza me queda. Le rompería la crisma, aunque después comprendiese que había hecho una inútil barbaridad. Para colmo de desventura, hoy al medio día me le encontré en casa de Orozco, y allí almorzamos juntos. No me queda duda de que Augusta y él cambiaron algunas palabras, que no debían de ser cosa buena, cuando hablaban tan bajito. ¡Sabe Dios...! Adelante. En un rato que nos encontramos solos, me dijo mi prima: «Tomás está muy disgustado con una carta que ha recibido hoy». Picada mi curiosidad, la interrogué y supe que la carta es de Joaquín Viera, el padre de Federico, y que en ella anuncia su llegada a Madrid para dentro de dos o tres días. Has de saber, y no hago más que dar traslado de lo que me contó mi prima, que siempre que se aparece en Madrid ese pájaro de mal agüero, trae estudiado algún plan de sablazo en grande escala para atacar con él a los que tuvieron la desgracia de ser sus amigos. Orozco ha sido víctima varias veces de las combinaciones sutiles de aquel insigne tramposo, las cuales merecen más bien el nombre de estafas.
«Esto será -observé yo- otro motivo de zozobra para el pobre Federico, a quien siempre he oído hablar de su padre con muy poco entusiasmo. Cada vez que viene a Madrid, le deja envuelto para mucho tiempo en una atmósfera de escándalo y vergüenza».
Augusta manifestó propósitos de hacer los imposibles para precaver por todos los medios a su marido contra la malicia del que explota su extremada bondad. Orozco tiene con él increíbles debilidades, y no le trata nunca con el desprecio que merece; suele ceder a sus malvadas exigencias, por lástima sin duda, en memoria quizás del gran afecto que los padres de ambos se tenían.
¿Qué te parece todo esto? Dirás que aquí se prepara algún enjuague. Pues lo mismo pienso yo. Y sábete que me han entrado ganas de conocer a ese celebérrimo espadista, que hace tantos años desapareció de aquí, y no viene sino contadas veces y por corto tiempo, con el temido alfanje en la mano. Pues hoy, hablando de esto con Augusta y Orozco, dijéronme que Viera senior es hombre de trato seductor, capaz de embaucar con su labia a medio género humano. No se parece nada a su hijo, todo susceptibilidad, orgullo y delicadeza, esclavo del punto de honor y de las leyes de la respetabilidad aparente. Añadió Tomás que Joaquín vive hace tiempo del chantage, amenazando desde el extranjero, o presentándose con alguna máquina ingeniosa de líos y enredos. Porque eso sí, es hombre de grandísimos recursos intelectuales, muy sabedor de negocios de todo género, y con una trastienda y una flexibilidad y una monita que dan quince y raya al más pintado. Augusta no le puede ver, y se complace en aplicarle las terribles denominaciones de timador, tramposo, caballero de industria, etc... No comprende, y en esto nos hallamos todos de acuerdo, que de un padre tan sin paladar moral haya salido un hijo con la cualidad contraria extremada hasta rayar en defecto.
Suspendo el trabajo, y continuaré mañana.
Continúo hoy 27. Si esta carta fuera un capítulo de novela, debería titularse ¡¡¡Ancora il Malibrán!!!, así, con muchas admiraciones y su poquitín de italiano. Porque no he visto asiduidad más aterradora. Si veinte veces voy a casa de Orozco, veinte veces me le encuentro. Y por más que procuro chocar con él, no puedo conseguirlo. Le llevo la contraria en todo lo que habla. Digo mil barbaridades; sostengo que el arte italiano es un arte de filfa; que Rafael me parece un pintor de muestras; que Tiziano dibuja menos que el último alumno de la Academia; que el Mantegna puede pasar como chico aplicado (te advierto que yo no sé quién es el Mantegna), y que todos los pre-Rafaelistas no son más que unos pintamonas. ¡Qué asuntos tan tontos, qué pobreza en la composición, qué falta de verdad!... En fin, chico, que yo mismo me río de lo bruto que soy o que aparento ser. Pues aunque Augusta suele apoyarme con aquella monísima independencia de criterio que le hace tanta gracia, no consigo mi objeto. El otro me rebate con dulzura y benevolencia. Su exquisita educación pone una muralla infranqueable a mi odio insensato. Si charla con Orozco de política extranjera, le llevo la contraria con más furor. Me declaro rabioso parnellista: sostengo que Gladstone es un progresista de morrión; que el canciller de hierro está chocho y debe retirarse, dedicándose a la cría de aves de corral; que el Austria, mira que esto tiene gracia, es una nación que para nada sirve, y debe desaparecer, repartiéndosela Rusia, Alemania e Italia... en fin, no sigo para que no te rías de mí. Ni por esas: no me vale apoyar mis opiniones con terquedad, a ver si le sulfuro y me sale con alguna denegación provocativa. Pues como si hablara con la misma estatua de la prudencia. A mi prima le dirige frases de una galantería refinada y madrigalesca, y bien claro veo cómo se esponja la muy hipócrita oyéndolas. Recordarás que en cierta ocasión me habló de él en términos muy desfavorables, diciéndome que era persona malévola y peligrosa... Farsa, hijo, pura farsa y disimulo para desorientarme.
Pues oye otra cosa. Por la noche, Malibrán daba las gracias a Orozco por haber atendido la recomendación que le hizo en favor de no sé quién. Ya sabes que Tomás socorre con delicadeza a multitud de familias que han venido a menos. Pues bien: al oír las expresiones de gratitud del diplomático, noté que el semblante del grande hombre expresaba cierta contrariedad primero, y después verdadero disgusto. Malibrán sonreía bondadosamente, y no insistió. Como yo manifestara a mi prima, casi en el momento mismo, mi sorpresa por la actitud de Orozco, me dijo en un gracioso y largo aparte: «No seas cándido: tú no conoces a mi marido, como no le conoce tampoco ese majadero de Malibrán, que se las da de tan diplomático y tan Metternich. A Tomás no le gusta que le alaben sus acciones benéficas, ni aun que le den gracias por ellas. Te lo advierto para tu gobierno. Cree que la generosidad y la caridad pierden su mérito con el bombo. ¿Sabes lo que a él le agrada? Te lo diré para que te pasmes. Lo que a él le hace feliz es el secreto absoluto de sus buenas acciones, y la ingratitud de los favorecidos. Te advierto esto porque como también tú le has recomendado a esa desgraciada viuda de Freire, si la favorece, no se te pase por la cabeza darle las gracias; lo mejor que puedes hacer es no hablar del asunto. ¿A qué abres tanto la boca, tonto? Vosotros los que presumís de listos, no entendéis palotada de los secretos humanos. Tomás es un santo, lo que se llama un santo. ¿No lo has comprendido? ¿Pero crees tú, bobalicón, que no hay santos en esta época? Pues los hay, los hay, con sus levitas, sus fraques y sus chisteras, en vez de mitra, báculo y sayal. Esa serenidad suya, que le diferencia tanto de las demás personas, no se altera sino cuando le trompetean los beneficios; se pone tan nervioso que, créelo, me causa inquietud. Con que ya sabes, y adviérteselo también a tu amigo le petit Talleyrand, para que no volváis a incurrir en la simpleza de mostraros agradecidos».
Quedeme con esto como puedes suponer. Era un desconocido perfil de la figura de Orozco, mejor dicho, un golpe de luz, que resuelvo añadir sin pérdida de tiempo al retrato no concluido. ¿Y qué opinas tú de este aspecto de la persona del grande hombre? Te soy franco: no he acabado de entenderlo, y me parece que tú, por más que digas, no lo entenderás tampoco.
28 de Enero.
Pues ayer se me ocurrió, revolviendo en mi mente las palabras de Augusta, lo que vas a leer: «Malibrán no es. Si lo fuera, habría confianza entre ellos, y la pecadora no tendría que valerse de mí para advertir a su cómplice la inconveniencia de hacer al marido demostraciones de gratitud. Esto parece la pura lógica. Pero como la lógica, en cuestiones de amor, suele andar como Dios quiere, me doy a cavilar si no será todo una bien ensayada comedia para envolverme y confundirme más. Es mucho cuento esta señora Humanidad, querido Equis, y cada día vemos en ella cosas más raras e incomprensibles. Estoy sobre aviso, y sigo observando».
Vamos a otra humana rareza. Ha llegado esa, la estrella con rabo. Llámole así, porque su aparición produce general terror. Le he visto, he hablado con él, hemos almorzado juntos, y puedo asegurarte que no he visto hombre más seductor y ameno. Él podrá ser un pillo de siete suelas, y de fijo lo es cuando todo el mundo lo dice, pero a las primeras de cambio, da el pego al lucero del alba.
Con la presencia de su padre aquí y la barrabasada de su hermanita, está Federico inaguantable de mal humor e intolerancia. Por cierto que el papá no sólo se muestra indulgente con la chiquilla, sino complacidísimo de su resolución, y le da el permiso legal. No hay en él ni asomos de las ideas del hijo en punto a distinciones sociales y al decoro de los nombres. Se pasa de demócrata, y su despreocupación social, política y religiosa te parecería cinismo si no la revistiera, al expresarlas, de formas tan simpáticas. Por cierto que hijo y padre difieren tanto en lo espiritual como se asemejan en lo físico. Tan grande es el parecido entre uno y el otro, que les tomarías por hermanos; y hasta la diferencia de edad se amengua por estar Federico bastante envejecido y el otro rozagante, esponjado y hecho un pollo, como suele decirse. Pero entre los caracteres hay tal diferencia, que no cabe aproximación. Es de esas distancias de que no podemos dar idea ni aun llamándolas abismos.
Sé que hoy han celebrado una conferencia Orozco y Viera padre; pero nada pude traslucir, aunque almorcé en la casa esta mañana, y allí estaba cuando anunciaron al tramposo. Me parece, por lo que oí a mi prima y al mismo Tomás, que se trata de sablazo gordo, como los suele dar ese consumado tirador. Augusta indignadísima. Aunque de las pocas palabras que Orozco pronunció sobre este asunto, se desprende que abre la bolsa, no sé yo si el abrirla reservadamente para el pícaro que fue socio y compinche de su padre, entra también en la categoría de esas obras misericordiosas practicadas en secreto, y que no deben ser agradecidas. ¡Ah!, por lo que hace al agradecimiento de ese bribón, que me lo claven en la frente. He podido colegir que Viera le ha presentado un antiguo crédito, obligación o no sé qué de la célebre Humanitaria, y que hay dudas de si la tal obligación ha prescrito o no legalmente. Veremos lo que resulta de esto.
Después de la visita del espadista, tenía Orozco la cara tan plácida, tan serena como siempre, y por ella no podía traslucirse que padeciese la más ligera agitación. Augusta, en cambio, parecía muy contrariada. ¿Será que no encuentre práctica ni conveniente, en los tiempos que corren, la santidad de su consorte? No lo sé. Algo más tengo que decirte; pero estoy muy cansado, chiquillo, porque... Vamos, te lo cuento si no lo dices a nadie. Estuve esta noche en casa de la Peri. No pongas el ceño de moralista empalagoso y cursi. Hemos ido a que nos echara las cartas. A ver, ¿tiene eso algo de particular? ¿Pues no va uno a las cátedras del Ateneo y de la Universidad, con objeto de instruirse? ¿Y acaso en estos templos de la sabiduría se encuentran unas chicas tan guapetonas como las que esta noche había en casa de Leonor? Amado Teótimo, todo es aprender, observar y cursar la difícil carrera de la vida; y eso de que vaya uno todas las noches a oír discutir sobre la Organización de los Poderes Públicos, o sobre lo que pasó en la época Merovingia, empacha, créelo, empacha y embrutece. Es preciso echar una cana al aire, sobre todo antes de tenerlas... Conque, abur, que me voy al catre.
30 de Enero.
Gordas y frescas, amigo Equis. La hermana de Federico, la gran demócrata y revolucionaria, se casa con su querido hortera, realizando así el soñado ideal de la concordia de las clases, de la reconciliación del pasado con el presente. ¿Qué tal? Ahí tienes a la señora realidad haciendo muy calladita lo que escribís en vuestros libros y otros dicen en sus discursos. Yo te pregunto: ¿Precede la idea al hecho o el hecho a la idea? Pero dejémonos de averiguaciones, y vete enterando de la realidad. El chico que ha venido a entroncar su humilde nombre con el de los Vieras y Gravelinas, pertenece a una de esas honradas familias mercantiles, oriundas del valle de Mena, la verdadera antesala de la calle de Postas. Le llaman Santanita, y es simpático, de cara inteligente, guapín, modesto. Ha ido a suplicarme que intercediera con el señor de Orozco para obtener la plaza de tenedor de libros en una casa de banca, y te aseguro que me interesó aquel humilde representante del estado llano, que se abre paso, a codazo limpio, entre la turbamulta social.
Por lo poco que hablé con él, me pareció uno de esos caracteres que, bajo la capita de modestia, ocultan una voluntad decidida para marchar impávidos hacia su objeto. Sabe arrimarse a los que pueden serle útiles; no pierde ripio, y olfatea donde guisan. La chica está depositada en casa de la viuda de Calvo (no la conoces, ni hace al caso), señora de campanillas, a quien el padre de Santanita sirvió de administrador, mayordomo o no sé qué. Ha venido a menos y vive de una pensión que le da Orozco. Ya sabe ese pillo de Santanita a qué árbol se arrima. Me ha dicho Tomás que no podía hacer nada por él; pero algo hará, tú lo has de ver. Ya voy conociendo las santas marrullerías de ese hombre sin segundo, que practica la hipocresía de la dureza de corazón. Todo su empeño está en que le tengan por insensible a las miserias y desdichas humanas. Pero lo que es a mí no me la da.
Bueno; quedamos en que el tal hortera es una diligente hormiga. Clotilde no podía aspirar a un Coburgo-Gotha, y cuando las cosas vienen rodadas, debemos tener por buenas las soluciones impuestas por el carácter nivelador de la época presente. ¿Qué tal? Estoy cargante hoy. Pues te diré: más lo está Federico, obcecado hasta el punto de asegurar que preferiría ver su hermana muerta a verla casada con el pobre Santanita. Es que nuestro amigo lleva a todas las cosas el ardor del sectario, y es inútil intentar persuadirle. Ve el mundo por cristales muy subjetivos, y lo que para nosotros es natural, a él le parece monstruoso. La pavorosa estrella con rabo se marcha para otros mundos, cumplido al parecer el objeto de su aparición en este; pero ignoro la verdad de lo ocurrido entre él y Orozco. En el rostro de este no he podido leer nada; pero el de Viera resplandece con esa luz particular que encienden en nuestros ojos los triunfos de la voluntad. No me queda duda de que ha obtenido todo o parte de lo que solicitaba. Augusta debe de saberlo; pero no se clarea, y cuantos esfuerzos hago para meter la nariz en este secretillo han sido inútiles. Pero hoy ha ocurrido algo que aumenta mi confusión, pues no sé cómo relacionarlo con los demás hechos conocidos, para sacar la deseada luz.
Pues verás: anoche me dijo Orozco que no dejase de ir hoy a almorzar, que tenía que hablarme. Figúrate si me apresuraría yo a ir. ¡Qué mañana tan deliciosa! Augusta amabilísima conmigo, como no lo ha estado nunca, muy alegre, y despidiendo chispas de gracia de aquella boca infernal... digo, celestial. He dicho infernal porque si no se la hizo el diablo, como una trampa para coger almas, no entiendo yo quién diablos se la pudo hacer. Tomás, como siempre, reflexivo y cariñoso, revelando esa quietud serena de las almas superiores, que han encontrado el suelo firme y se sienten bien plantadas en él. Por dicha mía, no almorzó allí ningún extraño más que yo. Ni siquiera estaba Calderón, que nos habría mareado lindamente contándonos alguna nueva versión del crimen. No se habló más que del bodorrio de Clotilde, de Santanita y de lo vividorcillo que es. Augusta censuró acerbamente a Federico por su desconformidad con las ideas dominantes en el mundo, su apego al antiguo y ya desacreditado prestigio de los nombres y de las clases. Orozco le disculpaba, asegurando que las ideas y el sentir de las cosas, acumulándose en nuestra vida durante los años que empalman la juventud con la edad madura, forman un conglomerado de tal dureza que es tontería pensar que ha de ceder ante las ideas y el sentir de los demás. Si Federico es así, no podemos nada contra él, y sólo conviene procurar que el bien se realice, respetando las ideas y aun las preocupaciones de cada cual.
Esto llevó la conversación al terreno en que nuestro buen amigo quería ponerla, y como yo notase en él cierto embarazo para abordar el asunto, le ayudé, y pude sacar en limpio lo siguiente: Orozco desea mi intervención para que Federico se decida a aceptar de él un beneficio, que no ha expresado todavía en forma concreta. La dificultad principal que surge es el carácter puntilloso de Viera, y su resistencia, no sólo a admitir cierta clase de favores, sino a declarar su pobreza y angustiosa manera de vivir. Para vencer esta dificultad es para lo que se recurre a mí, esperando que con diplomacia consiga yo doblegar el inflexible tesón de nuestro amigo. Orozco no ha hecho más que apuntar su idea, esforzándose en quitar la generosidad que envuelve; y, por lo que he podido entender, no se trata aquí de un donativo, que sólo serviría para apuntalar pasajeramente un presupuesto en ruinas; trátase de asegurar al favorecido un modo de vivir que le libre para siempre del molesto enjambre de usureros e ingleses, y le aparte de las salas del crimen... ¿Vas entendiendo?
Y ahora te pregunto tu parecer sobre caso tan extraño de protección, y sobre el intríngulis que esto pueda tener. Preveo que tu opinión es que en el caso referido no hay ni puede haber más que lo aparente, un acto de generosidad, digno del alma elevadísima de mi amigo. Perfectamente. ¿Pero no se te ocurre enlazarlo con otra cosa? ¿Me entiendes, tonto? ¿No se te ocurre, como se me ha ocurrido a mí, buscar un hilo entre la intención cristiana del grande hombre y el objeto de ella, y seguir ese hilo cuidadosamente hasta descubrir que se enreda en la blanca mano astuta de una mujer? ¿No has pensado que el plan de Orozco pueda ser más sugerido que espontáneo? ¿No se te pasa por la cabeza que el conocimiento de dicho plan y de su determinación inicial podría darme la llave del arca en que se guarda el secreto que busco? ¿Crees tú que no hay tal relación? ¡Cuánto me alegraría de que me contestaras de una manera categórica!
Pero no me contestarás, porque no es posible sentenciar desde lejos un pleito tan obscuro y delicado. Dirás que esta sospecha mía nace de la mezquindad de sentimientos propia de la época, de la mala costumbre de señalar en todo hecho grandemente generoso móviles bajos. No, yo miro la acción por el lado de Orozco nada más, y admito que es un rasgo admirable; no quiero ver el consabido hilo; no quiero ver más que el acto noble y altamente cristiano, pues aunque existiera el móvil sugestivo que es objeto de mi inquietud, no por eso valdría moralmente menos el acto en cuestión. También en nuestra edad, dígase lo que se quiera, hay ejemplos de estupenda virtud, no inferiores a los de antaño. Eso de que ahora no se dan santos, es una tontería. No habrá martirios en el orden material; no habrá aquellas penitencias rudas, brutales y calagurritanas; pero hay exaltación de las almas, hay fiebres de virtud, secretos entusiasmos por el bien, y sacrificios quizás mayores que los de otros tiempos, porque en los nuestros hay más materia que sacrificar.
Excuso decirte que aquella conferencia trastornó mis ideas, llevándome a decir con toda seguridad: «Malibrán no es». Y si al pronto me fijé de nuevo en Federico, no he seguido afirmándolo, y me concreto a preguntármelo a todas horas del día y de la noche. «¿Será ese? Y si es, ¡con qué donosa perfidia me engaña! ¡No le perdono la doblez, no se la perdono!». Por cierto que hace diez días que no he hablado con él, ni he podido encontrarle en los sitios a donde habitualmente va. Esta noche me han dicho que le vieron en el Teatro Real en el palco de Augusta. Yo no le vi.
31 de Enero.- Anoche no pude concluir esta porque me acometió Morfeo, y no tuve más remedio que echarme en sus brazos. Te la mando hoy con esta postdata que no deja de tener miga. Pues verás: hoy me ha hablado Villalonga con cierto misterio de unas palabras malignas dichas por Malibrán en casa de la Peri, en una cena que allí celebraron anoche. La cosa es grave. El petit Talleyrand se permitió algo más que esas reticencias que inspira el champagne, y de las cuales ninguna reputación está libre. Ya adivinarás que las chinitas iban contra mi prima. Pues dijo, como quien no dice nada, que había descubierto la madriguera donde la muy hipócrita tiene su amoroso refugio. Lo más indigno es que de algunos días a esta parte ha dado en pegarse a Orozco y en adularle bajamente, y mañana se van juntos a las Charcas (el monte que Tomás posee más allá de las Zorreras) a cazar un par de días... ¡Figúrate cómo me habré puesto yo, con las ganas que le tengo a ese...! Mi primer impulso fue ir en su busca, pedirle explicaciones, pegarme con él, si no me las daba... Pero lo he pensado mejor, y me guardo para otra ocasión las ganas de pelea. ¿No es verdad, amigo mío, que tú me aconsejas no hacer el paladín? Si eso lo hubiera dicho Malibrán delante de mí, pase que yo... Pero más vale que no haya sido en mi presencia, porque así me veo libre de disgustos, y de la ridiculez que acompaña siempre al paladinismo. Tengo un humor de mil demonios.
9 de Febrero.
Querido Equis: no sé lo que me pasa ni cómo puedo escribirte, ni si entenderás estos garabatos. Mi mano no acierta a trazar las letras. La sorpresa, el pavor de esta misteriosa tragedia han desquiciado la máquina toda, y no sé lo que hago ni lo que digo, ni aun lo que siento. No te escribo para darte la tremenda noticia, que ya sabrás por los periódicos (hoy no se habla de otra cosa en Madrid). Te escribo para que no te inquietes, juzgando que podría tocarme alguna parte en las complicaciones de este asunto... No me toca más que el horror de que estoy poseído, la confusión espantosa que me acongoja más que el horror mismo... Ayer al medio día, hallándome en la cama, sentí que me despertaban, sacudiéndome un brazo. Era Calderón; le miré entre dormido y despierto... Figúrate el efecto que harían en mí estas palabras que me dijo: «Levántate... ¿no sabes lo que pasa?... ¡Federico Viera asesinado!... ¡Su cuerpo encontrado hoy en un muladar, allá, no sé dónde!... Levántate».
Creí soñar... Me revolví contra Calderón... Bromas pesadas... creí que eran bromas. Su cara consternada me hizo estremecer... Él me iba echando la ropa encima de la cama para que me vistiera. Yo me volví estúpido... No podía creer tamaña atrocidad... ¡Asesinado! ¿Y por quién? Es lo primero que se ocurre. Calderón me dijo: «¿Por quién? La justicia lo averiguará... ¡Pobre muchacho!... todo el cuerpo lleno de balazos y cuchilladas...». Levanteme temblando, la garganta oprimida, sin poder hablar... «¿Dónde?». «Allá...». ¡Valiente información!, ¡allá! «Le han llevado al depósito -añadió Calderón-. El juez amigo mío; no conocía al muerto; pero, por algo que se halló en su cartera, se supo su nombre. Me avisaron... Le reconocí. Miedo horrible, querido Manolo. El juez quiere identificación en regla. Vamos tú y yo... La hermana no lo sabe. Vamos».
Todo se me volvía preguntar: ¿Pero quién lo ha matado?...». «Vete a saber... lances del juego quizás... amores... venganza... Vete a saber. Misterio. Yo no lo entiendo... Vamos. ¡Qué trance!». El pobre Calderón estaba como trastornado. Yo más aún. Salimos, tomamos un coche, fuimos allá... Antes pasamos por el juzgado de guardia; se nos unió un médico forense. ¡Qué día, Equis! Si mil años viviera, creo que no podría olvidar las emociones espantosas de ayer, la pavura que llenaba mi ánimo... Hoy me es imposible referírtelas; diría mil disparates, no acertaría a expresar cosa alguna con claridad... Si te escribo hoy es para que te tranquilices con respecto a mí. Estoy abrumado de pena y horror; pero nada más. Mañana, si logro tranquilizarme, te cortaré todo... ¡Ay!, presumo que habrá materia larga, más larga de lo que convendría. Necesito descanso. En veinticuatro horas no he podido pasar bocado; sólo he tomado café y más café... Dormir, imposible. Aguarda un día para que te entere de lo que he visto y sentido... no de la verdad, que ignoramos. Estamos todos en completa obscuridad respecto al tremendo suceso. Adiós.
4 de Febrero.
Yo no sabía lo que me pasaba, al recorrer en coche, con el juez, escribano y médico forense, la distancia entre el juzgado y el depósito. Los pensamientos que durante aquel viaje lúgubre asaltaron mi mente, querido Equis, no puedo ni debo comunicártelos, al menos todavía. Yo debí de preguntar a Calderón si nuestros amigos tenían ya noticia de la ocurrencia, porque él me dijo que Augusta se había puesto mala de la terrible sorpresa, y que al punto telegrafió a su marido, el cual se fue el día 1.º por la tarde a las Charcas en compañía de Malibrán y de no sé quién más. Indicome también que Clotilde no sabía una palabra, que probablemente Orozco se encargaría de darle la noticia cuando viniese. No sé qué más me dijo, porque yo no me enteraba claramente de nada. A veces creía soñar; ansiaba llegar pronto, y a ratos lo temía; y cuando estuvimos cerca del Puente de Toledo y el juez señaló el vulgar edificio del Depósito, sentí tal pánico, que por punto no me volví atrás. Me enfadaba que el forense, un viejo rígido y seco, sordo, completamente insensible ya, por su larga práctica, a las emociones de estos dramas judiciales, estuviese tan tranquilo, y nos contase con la mayor frialdad que en su dilatada carrera ha hecho dos mil y tantas autopsias. Me infundía horror y lástima aquel sujeto, cuya inteligencia no desconozco y cuya serenidad ante estas catástrofes he admirado al fin.
Dejamos el coche. Las piernas me temblaban. Entré el último de todos, para que la primera impresión de los demás, si alguna tenían, atenuara la mía... El forense sordo entró como puede entrar un cura en la sacristía para ponerse la casulla... Frente a la puerta, sobre una mesa, vi el cadáver de Federico Viera, no tan desfigurado como yo me lo imaginaba. Creí que una mano invisible me apretaba violentamente el cuello, ahogándome. No lloré ni podía llorar. El rostro de Federico parecía de blanca cera, con manchas violáceas; tenía los ojos medio abiertos, cuajados y sin brillo, la nariz afilada, la boca contraída, mostrando por un violento repliegue del labio superior los blanquísimos dientes. Vestía de levita: el pantalón y las botas llenas de fango, la levita enlodada también por el costado derecho. En mitad de la hermosa frente, una mancha roja del tamaño de un duro, cárdena en el centro: por allí había entrado la bala. Le habían desabrochado el chaleco, y se veía la camisa llena de sangre, ya seca en parte y obscura, en parte roja y fresca, formando cuajarones. El forense, señalando el costado izquierdo por la cintura, dijo: «aquí hay otra herida de revólver. La bala está dentro».
Procediose a la identificación en forma legal. Calderón y yo declaramos, reconociendo en el muerto a nuestro amigo Federico Viera; firmamos, y nada más. En otras mesas más allá, había dos cadáveres tapados con un paño. El guarda los descubrió, y los vi con indiferencia, cual si fueran animales muertos. No podía apartar los ojos de mi infeliz amigo, y con todas las potencias de mi alma, en un instante de muda y patética tensión, le dije: «Cuerpo infeliz, recobra un soplo de vida, y dime quién te hirió, si fue alevosamente o en riña...». Junto a mí la voz de Calderón y otras murmuraban no sé qué, o discutían sobre si era suicidio u homicidio. No apartaba yo los ojos ni la mente de aquel tristísimo espectáculo. El juez me preguntó si habíamos prevenido a la hermana del muerto, y entonces repitió Calderón que Clotilde no sabía nada aún, y que era menester decírselo. Me enteré de si podía yo presenciar la autopsia; respondiéronme que sí, y que se haría en la mañana siguiente. Salimos con ánimo de volver, yo por lo menos... Aún me parecía pesadilla horrenda lo que veían mis ojos, y mi pensamiento volaba afanoso hacia las misteriosas causas, hacia la acción determinante de aquella muerte.
Al salir, vimos que se acercaba un coche. De él bajó una mujer. Era la Peri, vestida de trapillo, con mantón y pañuelo por la cabeza, guapísima, pálida como una muerta. Cuando nos vio, llegose a nosotros; su rostro dolorido expresaba terror y sobresalto. «Leonorilla -le dijo Calderón-, no entres, no entres, que esto no es para ti...». La pobre mujer me agarró el brazo, y me dijo en un tono que no olvidaré nunca: «¿Quién le ha matado? ¿No sabe usted quién le ha matado?».
El juez entonces le pidió sus señas para llamarla a declarar, y ella, después de dárselas, prorrumpió en exclamaciones: «¡Pobre niño de mi alma! Tan bueno, tan cariñoso, tan caballero, y tan persona decente... ¿Pero qué será esto? Lo que yo digo, faldas, faldas... ¡Ay!, no tengo valor para verle...».
Apoyándose en el tronco de un álamo, derramó muchas lágrimas.
Allí se quedó. Desde lejos la miramos, sentada al pie del árbol, vuelta la cara hacia la puerta del Depósito.
Después quisimos ver el lugar donde apareció el cadáver, y atravesando todo Madrid, fuimos al paseo de Santa Engracia, más arriba de la Fábrica de Tapices, donde hay unas casas modernas muy hermosas. A la izquierda ábrese una calle en proyecto, cortísima, que sólo tiene un edificio a cada lado, y termina en terraplén, sobre un suelo mucho más bajo. Para llegar a este, hay que descender un vertedero de tierra movediza. Aún había allí carros echando cascote y arena del vaciado de casas en construcción. A la derecha, vense chozas construidas con adoquines gastados, tablas, planchas de calamina; detrás de ellas montones de basura; y delante de algunas, corrales cercados por baldosas rotas, tablas y alambres substraídos a las plazoletas municipales; cubiles de cerdos entre los montones de paja; bastantes gallinas picoteando aquí y allí. Todo aquello está en hondo, y debe quedar sepultado cuando los terraplenes iniciados por una parte y otra lleguen a unirse. En el centro de la hondonada corre un arroyo, por donde las aguas van a parar a la alcantarilla. Próximo al arroyo, y en la línea más avanzada de las tierras vertidas, encontraron el cuerpo. «Aquí estaba -dijo el juez, señalando con el bastón una mancha obscura que podía ser de sangre-. Los habitantes de las covachas dicen que sintieron un tiro a eso de las siete de la noche... Un muchacho asegura que vio venir a un hombre sin sombrero, por el vertedero abajo, y que hablaba solo».
«¿Y el sombrero no ha parecido?».
-Pareció a la entrada de la calle, junto a la valla de la casa en construcción. Los vecinos no están de acuerdo en el número de tiros que sonaron. Algunos no oyeron más que uno, otro asegura haber oído dos, y no falta quien llegue a los tres y a los cuatro.
-¿Y atestiguan todos lo mismo?
-No; una muchacha habla de dos hombres, muy altos, muy negros, con unas barbas muy largas y los sombreros echados sobre la cara... sombreros de ala ancha.
-¿Y el arma?
-No hemos podido encontrarla todavía. El terreno es muy desigual, la tierra blanda y movediza. Puede muy bien haber sido ocultada por los escombros que se han vertido esta mañana.
-¿Se ha interrogado a los habitantes de casas vecinas, en el paseo de Santa Engracia?
-Sí; pero no dan ninguna luz. Los porteros del 17 triplicado, que es la casa más próxima, no han visto ni oído nada.
Discutiose sobre si fue suicidio u homicidio. Uno de los presentes, que no sé si era el actuario, expresó la hipótesis de que el crimen se había cometido en otra parte, habiendo transportado el cadáver hasta arrojarlo por el vertedero. No sé por qué me pareció esto inadmisible. Examinamos el suelo, en el cual vimos impresas tantas pisadas, que nada se podía leer en él. Alguien dijo allí que aquel sitio era, después de anochecido, muy solitario. Antes hubo en él una vereda que permitía pasar desde Santa Engracia a la calle de Trafalgar; pero han cerrado ya el paso con una valla y ni un alma transita por allí de noche, a excepción de los habitantes de las chozas, los cuales tampoco toman la dirección del sitio en que apareció el cadáver, sino que se arriman a la derecha. No hay alumbrado en aquel sitio, ni cosa que lo valga.
Volvime a casa. No pude almorzar. Sentía vivos deseos de visitar a los de Orozco, y al mismo tiempo dábame espanto la idea de entrar en aquella casa. ¡Oh, Dios!, no podía apartar de mi mente la idea (¡terrible y misteriosa presunción!) de que Augusta sabe la verdad. No sé en qué orden de impresiones o de corazonadas me había fundado yo, la noche antes de conocer el suceso, es decir, la noche misma en que debió de ocurrir la catástrofe, para dar por despejada la incógnita que tanto me atormenta, y decir con efusiva y franca convicción: «Federico es». Como que al acostarme pensé escribirte mi primera carta en este sentido, diciéndote: eureka... Me acuerdo de esto del eureka, y de los razonamientos con que me propuse apoyar mis conclusiones. ¡Qué lejos estaba de que mi carta primera sería escrita bajo una impresión trágica! Estoy aturdidísimo. Déjame que coja el hilo que se me ha escapado de las manos. Te decía que... ya me acuerdo... que no hay quien me quite de la cabeza que Augusta sabe la verdad. Yo quería observar aquella cara, aquellos ojos... ver si tiene entereza para ponerse la máscara, y cómo engaña con ella a los demás, pues lo que es a mí...
Entré temblando. Yo debía de estar como un muerto. El primero a quien vi fue Orozco, triste, pero sin perder aquella tranquilidad que tanto admiramos en él. No calificó el caso de suicidio ni de homicidio. Fuera lo que fuese, parecía atribuirlo a lances de juego. Acababa de llegar de las Charcas con Malibrán, y los dos refirieron la impresión terrible que les causó por la mañana el telegrama de Augusta participándoles el terrible suceso. Hablome después Tomás de la pobre Clotilde, y allí me enteré, no sé por quién, de que ya sabía la muerte de su hermano. Nos libramos, pues, del tremendo paso de darle la noticia. No me atreví a preguntar por Augusta a quien no veía en el salón ni en su gabinete. Pronto supe que la desagradable sorpresa recibida por la mañana, cuando Calderón le contó el caso, habíale producido una fuerte jaqueca; hallábase acostada, y no quería ver a nadie. Comimos solos Orozco, Malibrán y yo. Cornelio era el único que tenía un mediano apetito; el santo comió poquísimo, y yo nada. Los tres callábamos. A mí se me humedecían los ojos a cada instante. El diplomático (digo esto haciéndole justicia) me pareció sinceramente apenado, y añadiré que por primera vez sentí dulcificarse la antipatía que siempre le tuve. Tomás y él hicieron elogios del pobre muerto, encareciendo su extremada delicadeza, su cariñoso trato, y lamentando que las irregularidades de su vida le hubieran llevado a tan triste fin. No pude conservar mi varonil entereza, y me eché a llorar como un chiquillo.
Llegaron después algunos de los concurrentes de abono, a quienes noté consternados, y como temerosos de abordar el asunto. Me parece (no puedo asegurarlo) que Villalonga y Malibrán cuchichearon en un largo aparte, mientras el marqués de Cícero me pedía relación circunstanciada de lo que vi en el Depósito. Hablé de esto lo menos que pude. Otra cosa reparé, y es que aquella noche no se habló de crimen. Bastante teníamos con aquella realidad fresca y que nos tocaba tan de cerca. Las emociones jurídicas del otro drama, antiguo ya y manoseado a fuerza de representaciones, perdían su novelesco interés. Cisneros no dijo una palabra del suceso, y observé en él una taciturnidad que por completo le desfiguraba, presentándomele muy otro de como le había visto siempre. El Catón ultramarino dejaba en profunda paz a la Administración de Cuba y a los picarones que van a explotarla. Todos los temas de conversación, tan vivos y apetitosos otras noches, se trocaban en insípidos fiambres. Pero el gran asunto, la novedad del día, les imponía miedo y no osaban tratarla. Te repito que la morriña lúgubre de mi padrino me causaba no poca extrañeza. No era el mismo hombre: una de dos, o se ponía la careta o la arrojaba, mostrando su verdadera faz. Pero aún ocurrió algo que debía dejar en mi mente impresión más honda que todas las impresiones de aquel infausto día inolvidable, el 2 de Febrero, día de la Candelaria. Ten un poco de paciencia.
A eso de las once, díjome Orozco que Augusta quería verme. Sólo había pasado la señora de Trujillo, que ya estaba de vuelta en el salón, aguardando una coyuntura para echar con Calderón su parrafito criminal. Entré en la alcoba de mi prima. El ruido leve de mis pasos y de los de Orozco, que entró conmigo, me sonaba como si en mi vida hubiera oído rumor de pasos. Vi a la dama echada en una silla larga, bien tapadita. No había luz en aquella estancia, sino en la próxima, y por entre las cortinas apenas penetraba la claridad suficiente para que pudiéramos vernos las caras. Augusta me alargó la mano izquierda mandándome sentar a su lado. Su marido le preguntó cariñosamente si se sentía mejor, y ella replicó que sí, preguntándole a su vez quién había venido y cuál de los asiduos faltaba aquella noche. Un rato hablamos los tres del caso de Federico, siendo ella la primera que lo mentó, diciéndome: «¿Qué te parece esta tragedia?». Respondí con las frases de cajetín, procurando observarle la cara; pero la obscuridad me impedía distinguirla. Su voz sí que pude apreciarla bien. Tenía cierto temblor, una empañadura o sordina que delataba profundísima turbación.
«Todavía no se me ha pasado el susto -dijo procurando templar su voz en un timbre claro-. Esta mañana, al salir yo para misa, vino Pepe y a boca de jarro me disparó la noticia. Precisamente me cogía de muy mal humor, porque pasé parte de la noche con la prima Serafina, que sigue muy grave. Me parece que la perderemos pronto. Pues figúrate; en tal situación de ánimo, un trabucazo así... Me afecté tanto que no pude salir de casa, y a poco me entró jaqueca. No puedo oír hablar de gente que se mata o a quien matan, sin que me ponga a dar diente con diente. Y cuando se trata de una persona conocida...».
-¡Pobre muchacho! -indicó Tomás-. Tenía sus defectos como todo el mundo; pero también grandes cualidades.
-Cualidades que no son nada comunes, esa es la verdad -añadió Augusta mirándome-. Es realmente un dolor... Le apreciábamos como te apreciamos a ti, que eres de la familia. Tengo que advertirle a Pepe que aprenda a dar estas noticias terribles con más tacto y de un modo gradual, no de sopetón, como hoy... Me quedé muerta... Lo primero que se me ocurrió, como siempre que me siento apenada y nerviosa, fue telegrafiar a este para que viniera. Tenía miedo de estar sola. Desde que te vi entrar esta noche (mirando a su marido cariñosamente) me pareció que se me disipaba el miedo. Voy recobrando la serenidad, y si se me hubiera quitado esta puntadita de clavo, estaría tan campante recibiendo a mis amigos...
Yo me condolí acerbamente del desgraciado fin de mi amigo, y Augusta dijo, ya con la voz más segura: «¡Dios le haya perdonado! ¡Pobrecito! ¡Qué extravíos, qué conflictos, qué desórdenes de la vida lo habrán llevado a ese desastre!».
No sé qué respondí. Pensaba en aquel momento que mi prima me había llamado para decir todo aquello delante de mí como se trae a un testigo para dar fuerza legal a manifestaciones de importancia. Pensé también que aseguraba su coartada con aquello de acompañar a la tía Serafina. Orozco dijo, que no debíamos aventurar juicio alguno sobre los móviles de la muerte de Federico, ni aun sobre la muerta misma, que hasta aquel momento permanecía envuelta en el misterio; y dicho esto, se fue dejándome la impresión de que le preocupaba el suceso más de lo que a primera vista parecía. Cuando nos quedamos solos, Augusta introdujo diplomáticamente en la conversación una idea extraña al asunto capital de aquella noche. No sé qué me dijo de si se casaba o no al fin con el artillero la chica segunda de Pez, y volvió a caer con repentino salto sobre el trágico tema, diciéndome: «¡Vaya, que esto da que pensar! Pero tú que eras quizás el único algo conocedor de las interioridades de su vida, ¿no tienes antecedentes para descubrir...?».
-Al enterarme de esta desgracia -contesté presentando la versión más vulgar par a ver si la aceptaba con alegría- pensé que alguna pérdida de juego ha podido ser la causa.
-¿Pero qué? -apuntó con viveza, huyendo la muy pícara, de la trampa que yo le tendía-, ¿está averiguado que fuera suicidio? Mira tú, juzgando sólo por impresión, yo me inclino a creer que no.
-Fácil es que la justicia lo ponga en claro; y si acaso resultase...
-Para mí -afirmó con aplomo, interrumpiéndome- lo que hay aquí es un choque por cuestiones de mujeres. Ya tienes noticia de las francachelas escandalosas en casa de esa que llaman la Perri, o la Pera o no sé cómo.
Pareciome que daba este giro al asunto para despistarme, a fin de que yo no pudiera sorprenderle los pensamientos.
«Tú lo sabes -me dije llena el alma de amargura-; lo que pasó tú lo sabes, tú sola. Si alguien le dio muerte o se la dio él mismo, tú lo sabes, porque delante de ti ocurrió la espantosa desgracia, como quiera que fuese». En alta voz dije que no sospechaba que Leonor tuviera conexiones con el misterioso hecho, y ella repitió que en el mujerío de mal vivir y en el juego, fatalmente combinados, hay que buscar siempre las causas de estos dramas. Yo le miraba el rostro, considerándolo como un espejo en cuya superficie la terrible escena había estado reproducida durante breves instantes. ¡Cuánto habría dado yo porque de la imagen aquella subsistiese algún rasgo en la cara-espejo! Pero si algo había, no me era fácil verlo a causa de la obscuridad. Ni podía tampoco examinar sus expresivos ojos, que alguna sombra fugaz reproducirían tal vez de lo que en la mente se conservaba fielmente estampado. Hube de reparar después que se movía inquieta, procurando envolverse mejor en su cachemira, y que en aquellos movimientos de precaución ni una sola vez sacó la mano derecha. Parecíame que la ocultaba entapujada.
«¿Qué tienes en esa mano?» le pregunté vivamente.
-Nada. Ayer me quemé un poco, lacrando una carta. Pero no es nada. Para evitar el roce me defiendo la quemadura con el pañuelo.
Dio más explicaciones; pero lo que es la quemadura no me la enseñó.
-Pues verás -le dije después de una pausa-, si la justicia no descubre la verdad de lo ocurrido, yo la descubriré.
Pareciome que no se inmutaba al oír esto. Por fin me contestó:
«Yo creo que la justicia lo pondrá bien en claro, Manolo. No te metas a polizonte, no vaya a pasarte lo que a esos que se proponen descubrir el crimen de la calle del Baño, y han armado ya un lío que nadie se entiende».
Calló, y se puso a mirar al techo. Yo la contemplaba a ella sin pestañear. Hubo un instante, te lo declaro ingenuamente, en que me inspiró aquella mujer un horror que no puedo pintarte. Impulso sentí de arrojarme sobre ella, y echarle las manos al pescuezo, gritando: «Confiesa tu crimen, confiesa que por tu culpa ha perecido ese infeliz hombre. Revélame la verdad, o te ahogo aquí mismo». Desvaneciose pronto aquel arrechucho sin que llegara, por fortuna, a pasar de la idea a la acción. Pero mi exquisita impresionabilidad determinó al instante otro fenómeno anímico, y fue que me asombraba de haber amado a semejante mujer. No; en aquel momento, habría jurado yo que la aborrecía y la despreciaba con todas las fuerzas de mi alma. La pasión que sentí por ella se me representaba como uno de esos estímulos de nuestro amor propio, que nos llevan a situaciones y actitudes enfáticas, de las cuales nos arrepentimos en cuanto caemos en la cuenta de que no arrancan del fondo afectivo de nuestro ser.
Hablamos luego de cosas indiferentes, y me retiré pensando que vivimos en una sociedad esencialmente dramática; sólo que el barniz de cultura que nos hemos dado encubre el drama en las esferas altas, dejándolo sólo descubierto en las inferiores.
Salí de allí con el alma destrozada, y me marché temprano de aquella casa, a la que empezaba a cobrar aborrecimiento.
Pasé muy mala noche... Mi cama toda llena de agujas.
5 de Febrero.
Asistí a la autopsia. ¡Lo de cosas que hay dentro de este mísero cuerpo humano! ¡Espantosa lección de anatomía! No la olvidaré mientras viva. El cadáver tenía varias contusiones y dos heridas de revólver; una en la frente, y otra en el costado izquierdo. En la primera, la bala atravesó el cerebro y fue a salir por la región occipital. Era mortal de necesidad. La segunda, que interesaba el hígado, también era mortal, aunque no de muerte inmediata. La bala había ido a incrustarse en una vértebra. Además se observó una fuerte erosión en el brazo izquierdo, y los dedos de ambas manos desollados. Hubo, pues, lucha. Creo que no hay datos suficientes para probar el suicidio; pero veo al juez inclinado a admitirlo como un hecho. Ha tomado declaración a los habitantes de las covachas, y no resulta nada preciso. Es un cúmulo de testimonios vagos y contradictorios, que más bien sirve para confundirnos que para iluminarnos. La indagatoria de los porteros de las casas próximas tampoco ha dado luz. ¡Esto es morir!... Las lentitudes de la justicia y la falta de policía me desesperan. Se me ocurren mil recursos probatorios que de seguro darían resultado; pero ese juez, ¿en qué piensa?... Obraré por cuenta propia. De los pasos que he dado y que pienso dar para conocer la verdad por mí mismo, sin auxilio de polizontes, te enteraré oportunamente.
Déjame ahora seguir contándote. Cuando fuimos a la autopsia, el 3 por la mañana, nos encontramos a la Peri, sentada al pie del mismo árbol en que la habíamos visto el día anterior. Su cara descolorida y ojerosa revelaba cansancio y falta de sueño. Como que había pasado allí toda la noche la infeliz. Contonos que al fin había tenido valor para penetrar en el Depósito, pasito a pasito, procurando quitarse el miedo de un modo gradual. Acercose despacio a la puerta, alargó la cabeza hasta que pudo distinguir un pie de Federico; después fue avanzando lentamente, viendo más, más a cada instante... hasta que su ánimo se robusteció y pudo arrostrar el espectáculo del cadáver completo, de pies a cabeza. Aun con estas precauciones, no pudo evitar una súbita emoción dolorosísima al verle la cara... y se cayó con un poquitín de síncope, y el guarda la tuvo que levantar. Mientras se lo permitieron, estuvo allí, rezando, según dice; después mojó un pañuelo en la sangre que destilaba del cráneo del difunto, y cortándole mechones de pelo, los guardó en otro pañuelo. Mostrábame estas reliquias, mientras lo refería. Cuando el guarda la hizo salir, porque era ya tarde, sentose junto al árbol, decidida a quedarse allí toda la noche, velando a su amigo de su alma. ¡El pobrecito estaba tan solo en aquel muladar, olvidado de todo el mundo! Daba dolor ver arrojado sobre aquella mesa, compuesta de una losa de mármol sobre cuatro patas de hierro, el cuerpo del hombre que había sido alegría y encanto de la sociedad. No lo dijo así la Peri, pero tal fue su idea. Recuerdo esta frase: «¡Y los otros allá, divirtiéndose, y quizás alegrándose de haberle quitado de en medio! ¡Canallas!».
Pues, como te digo, la noche entera pasó Leonor en campo raso, al amparo del olmo sin follaje, arrebujadita en su mantón. A la madrugada, diéronle albergue los habitantes de un ventorrillo cercano; tomó un trago de aguardiente, después buñuelos y encima otro poquito de aguardiente. Con esto se entonó, y vuelta a la guardia. Al amanecer, no podía con su alma, de sueño, cansancio y pesadumbre. Todo esto nos lo contaba con ingenua naturalidad, sin dar importancia al plantón ni a las molestias del mal dormir en cama tan dura; y como el forense, a quien acompañábamos, se permitiese decirle alguna cuchufleta sobre la soledad en que se habían quedado sus amigos de Madrid aquella noche, contestó con gran desembarazo: que se fastidien, agregando a la frase un gesto sumamente expresivo. Enterada de que iba a verificarse la autopsia, se horrorizaba de pensar cómo le pondrían el cuerpo y la cabeza a su pobre amigo. «¿Y para qué semejante carnicería?». «Más vale que te vayas -le dije yo-, que estas cosas son muy tristes». Pero ella, haciendo propósito de no presenciar el desmoche, aunque se lo permitieran, dijo que no se retiraría a su casa hasta no dejar el cuerpo de su amigo en tierra sagrada, y echarle encima un buen Padre Nuestro.
Al salir del terrible acto médico-legal, la encontré en el propio sitio, llorando. Suplicome que le contara los horrores que yo había visto; pero hallábame tan impresionado, que apenas pude complacerla. Su curiosidad me estimulaba a hablar, y hacíame preguntas que me dejaban frío. «¿Le abrieron la cabeza? ¿Qué tenía dentro? ¿Se había visto bien claro que era el mejor caballero del mundo?». «No, mujer, eso no se puede ver». Preguntaba luego si le habían sacado el corazón y cómo era. Debía de ser, según ella, un corazón grandísimo, tan grande que no le cabía dentro... Me lastimaban tanto las candorosas interrogaciones de aquella mujer, como si sintiera en mis carnes las cuchillas del forense haciendo mi propia autopsia. Admiré en Leonor aquella fidelidad de perro; y la pobre mujer se engrandecía a mis ojos.
El entierro se verificó en el cementerio de San Justo. Fue Santanita representando a la familia, y con él dos personas a quienes yo no había visto nunca. Eran el marido de Claudia y el de Bárbara, ambos de catadura humilde. Habían dispuesto lo necesario para que el entierro fuera decoroso, y trajeron, en un coche de la Funeraria, todo lo que hacía falta para el caso. Por no ser posible vestir de nuevo el cadáver, le envolvieron en sábanas, dejándole descubierto el rostro, y nada más se hizo, ni había para qué. Cuando ya salíamos del Depósito, llegaron el marqués de Cícero, Villalonga y otros amigos. El cortejo fúnebre no excedía de quince personas y de seis o siete coches. Recorrimos en breve tiempo y a paso regular el camino del camposanto. Nos apeamos. Seguimos tras el ataúd por aquellos tristísimos patios rodeados de nichos. Leonor y yo íbamos a la cola del reducido acompañamiento; pero en el acto del sepelio me aproximé, y ella se quedó a cierta distancia, llorando. Era la única persona, entre todos los presentes, que mostraba un dolor vivo, hondo, inconsolable; pues los demás, incluso Santanita, sólo expresaban duelo de etiqueta, y en algunas caras se podía leer esa conmiseración oficial, mezclada de una crítica severa, que si se tradujese en palabras resultaría así: «¡Pobre perdis!, no podías tener otro fin que el que has tenido. Dios te haya perdonado».
Nada te diré de lo triste del acto. Puedes figurártelo y comprenderlo, conocidas las circunstancias del difunto y su desastrada muerte. Ni te hablaré de las ideas que se agolpaban a mi mente, ni del lúgubre sonido de la caja al caer en el fondo de la fosa. Todo esto, aunque es verdad, no te expresaría bien lo que yo sentía. Además de la pena de ver desaparecer para siempre a un amigo simpático y amable, me afligía el considerar que con él enterrábamos el indescifrado enigma de su fin lastimoso; que Federico, al caer dentro de la sepultura y recibir encima la tierra, echaba la llave al secreto, y nos daba las buenas noches de la eternidad con cierto humorismo lúgubre que me helaba la sangre: «Adiós, tontos. La solución en el valle de Josafat».
Salimos de allí hablando del muerto en los términos trillados, fríos, casi indiferentes que es costumbre usar. Unos a otros nos preguntábamos por nuestra preciosa salud, quejándonos del mal tiempo que hacía, voluble y desigual, impropio de la estación, y echándole la culpa de nuestros achaques. Nos distrajimos viendo llegar más entierros, con bastantes coches, y en ellos algunas personas conocidas, a quienes saludamos, alegrándonos de verlas vivas. Por las rondas descendían largos rosarios de carruajes en dirección a los distintos cementerios. A lo lejos se nos presentaba, como invitándonos a vivir un poquito más, la loma de Madrid con cien cupulillas, bajo un cielo claro, transparente, bruñido. El sol lucía espléndido, y picaba bastante. De los árboles secos y desnudos no te diré que me parecieron esqueletos, ni que choqueteaban sus ramas con lúgubre son porque faltaría a la verdad. El día era de los más bonitos que se ven aquí, frío a la sombra, ardiente al sol, día que amenazaba la existencia con dos espadas paralelas: la pulmonía y el tabardillo.
Nos metimos en nuestros carruajes, y a Madrid. Mira tú lo que son las cosas: la imagen del pobre Federico, envuelto en la sábana y metido bajo tanta tierra no se apartaba de mi pensamiento; pero se iba quedando lejos, muy lejos, desvaneciéndose un poco a cada vuelta de las ruedas del coche. En el mío traje a Calderón y a la pobre Peri, que se había secado las lágrimas, y parecía más tranquila. Calderón es hombre indelicado e inoportuno, y creía sin duda que la mala reputación de Leonor le autorizaba para hacer burla de sus sentimientos, permitiéndose dirigirle chirigotas de mal gusto en ocasión tan triste. «Dime, ¿estás todavía con el malagueño, o has vuelto con Guillermón?». Contestole ella con desprecio, y a mí, francamente, me indignaba la grosería de mi amigo y su falta de respeto hacia lo que siempre es respetable, hállese donde se hallare. Poco hablamos durante el trayecto. Yo no hacía más que mirar a la Peri, contemplando con arrobamiento su rostro dolorido dentro del pañuelo atado a la chulesca. El insomnio y la tristeza la hacían más bella, o a mí al menos me lo parecía. No te oculto nada de lo que siento, aun sabiendo que tal vez te burlarás de mí. Por eso te digo que la mujer aquella me pareció interesantísima, y que me gustaba, sí, me gustaba; sentía en mí una propulsión misteriosa que hacia ella de la manera más espiritual me lanzaba. Mi dichosa impresionabilidad me iba armando ya una de esas tremolinas pasionales que tan comunes son en mí. No paraba mientes en la clase de mujer que es, no quise ver más que el sentimiento noble, puro y acendrado que mostrado había, sin mezcla alguna de afectación, y la admiraba con toda mi alma. Tras la admiración vino no sé qué respeto, sí, respeto, no te hagas cruces. ¿Por qué no hemos de dar a las cosas su nombre? Yo veía en ella un calor de sentimientos que me era muy simpático, y entráronme ganas de arrimar a aquel rescoldo mi existencia espiritualmente solitaria y aterida. «Leonor -le dije, cuando nos aproximábamos a su casa, en la calle de Preciados, después de haber dejado a Calderón en la suya-. Yo tengo que hablar contigo, y si me lo permites, ha de ser hoy mismo, ahora mismo. Te convido a almorzar. Iremos adonde tú quieras».
No sé si el móvil que me impulsaba a hablarle así era un vivo deseo de estar a su lado, o el propósito de interrogarla sobre ciertos hechos, referentes a Federico, que deseaba esclarecer, a fin de instruir con buenos fundamentos mi sumario. Creo que serían ambos móviles a la vez los que determinaron mi aproximación a aquella mujer. Aún le dije más: «Tú eres muy buena, Leonorilla, y yo necesito entenderme contigo sin tardanza; te necesito como amiga y como reveladora de ciertas cosas que deseo saber».
«No sé si podré -replicó sonriendo-. Ese debe de estar quemado, esperándome. Suba usted y almorzaremos juntos... o nos iremos a donde usted quiera... con tal que me dejen».
Subimos. En la casa no había ningún hombre, lo que a ella pareció contrariarla, y a mí me fue muy grato. La criada enteró a Leonor de todo lo ocurrido en su ausencia, y creí entender que alguien estaba hecho un veneno por ausencia tan larga. Habían salido en su busca... habían dado parte al alcalde de barrio. Leonor se reía. Quedeme solo en la sala, y desde allí la sentí trasteando en su gabinete; oí rumor de lavatorio, criada y ama rezongando. Pronto entró la chavala transformada en mujer elegante, con una bata preciosa y chinelas rojas.
«Supongo -me dijo- que usted desea saber algo de ese pobrecito...».
Se le humedecieron de nuevo los ojos, y sentándose junto a mí en la actitud más honesta, añadió: «Era, me lo puede usted creer, el primer caballero del mundo, y la persona más decente que había en Madrid».
Apoyé sus afirmaciones con un movimiento de cabeza. Después me sonreí al oírle decir esto: «El día antes sabía yo lo que iba a pasar. Eché las cartas, y en lo que esperas, salió el siete de espadas, muerte segura, con el dos de copas, sorpresa, por causa de la mujer de buen color...».
-¿Pero es posible que tengas fe en esas paparruchas?
-No me han fallado nunca. Sale siempre clavadito todo lo que rezan las cartas. Aquí estuvo el infeliz el día mismo del caso. No sé si debo contarle a usted lo que habló conmigo, que fue muy poco. Cuando el juez me cite saldré del paso con cuatro papas; pero con usted, si me da palabra de callarse, seré más franca. Federico y yo éramos amigos, pero amigos... no sé cómo explicárselo... vamos, que no teníamos nada, que no había nada entre él y yo... En otro tiempo, sí; nos quisimos; pero ya... Éramos lo mismo que los matrimonios viejos... Como ilusión, no la había... Le juro a usted que no me tocaba. Pero nos teníamos mucha ley, nos apreciábamos, y yo me aconsejaba de él, siempre que me veía en alguna situación mala, y él de mí.
-¡Él se aconsejaba de ti, de ti! ¿Cómo?... explícame eso... Pero vamos por partes y no nos aturrullemos. Claridad, orden ante todo. Lo primero que deseo saber, y tú podrás decírmelo, es si Federico tuvo grandes pérdidas en el juego estos últimos días.
-No, no, todo lo contrario. La noche antes ganó muchísimo dinero, pero muchísimo... Al juez le diré sobre esto lo que me parezca, lo que no comprometa el buen nombre del pobre difunto.
-Sí; pero a mí me dirás cuanto sepas, todo absolutamente. Yo te guardaré el secreto, Leonor, y seré tu amigo... amigo, como lo fue él.
-Dificilillo es eso -me dijo sonriendo con tristeza, y mirándose las uñas-. Habrían de reunirse muchos perendengues. Esto viene de muy lejos, señor mío. Yo podré, en un abrir y cerrar de ojos, prendarme de un hombre y él de mí, y querernos más o menos tiempo; pero una amistad como la que teníamos aquel y yo no es cosa de tres ni de cuatro días.
-Pues todo has de contármelo -repetí, devorado por la curiosidad-. Y pronto.
-No vaya usted tan de prisa... Y además, hay cosas que no sé si debo decirlas. Son muy delicadas, y si usted no las entiende bien, podría pensar mal de nuestro amigo. No todos comprenden bien lo que pasa. Hay cosas... cosas, ¿eh?, que parecen muy malas, y no lo son.
-Cierto; pero se me figura que yo entenderé todo lo que tú me confíes, y que la buena memoria de mi amigo no perderá nada por eso. Ahora, lo primero que has de decirme, y en ello sí que no puede haber aplazamiento, es lo que piensas tú de esta desgracia... ¿Qué ha sido? ¿Cuándo la supiste? ¿Qué dijiste al saberla? Nadie como tú le conocía a él; nadie como tú estaba al tanto de sus trapisondas... Tu opinión sobre esta muerte es de grandísima importancia, Leonor.
Al hacerle la pregunta, interrogaba yo también la expresión de su rostro. La vi compungirse y llorar de nuevo. Enjugándose las lágrimas, me respondió con voz entrecortada:
«No sé, no sé... pero para mí... A Federico le han matado... Eso de que se mató él... qué sé yo... me parece invención de la justicia para tapar la verdad. ¡Pobrecito de mi alma, tan bueno, tan leal, tan persona decente! ¡Maldita sea la muy pilonga que tiene la culpa!».
-¿Luego tú crees que aquí hay mano de mujer, o influencia de mujer?
-Crea usted que sí la hay... Si el juez me pregunta sobre esto, me haré la tonta, pero yo tengo acá mi idea, y no hay quien me la quite.
-¿Cuál es tu idea?... Yo quiero saberla...
-Hay mujeres muy remalas.
-Eso es verdad; pero lo que falta saber es qué remala mujer ha andado en esto.
Leonor dio un gran suspiro, se miró otra vez las uñas, lo que hacía siempre que meditaba, y por fin me dijo en voz queda:
«¿Para qué me lo pregunta, si usted la conoce mejor que yo?».
No quise pronunciar el nombre que flotaba en la confluencia de nuestras palabras. Tan sólo dije: «¿Federico te habló de esa mujer alguna vez, te dio cuenta de sus amores con ella?».
-Nunca, nunca -declaró la Peri con cierta dignidad-. Le juro a usted que nunca me dijo nada. Era tan delicado, que en esta casa jamás pronunció el nombre de las señoras que se chiflaron por él. Y cuando yo quería tirarle de la lengua, me lo negaba, crea usted que me lo negaba...
-¿Entonces, cómo sabías tú...?
-Lo sabía por otro lado; lo sabía... porque sí... como se saben muchas cosas.
-Bueno. Dejemos el origen de tu conocimiento. ¿Y en qué te fundas para creer que le mataron?
-Es corazonada... pero que no me engaño -respondió con acento convencido y picaresco-. Tan cierto es lo que pienso como este es día... Yo me guardaré mi idea. No quiero confiársela a nadie.
-¿Ni a mí tampoco?
-¿Para qué? No hemos de poder probarlo. Si hablo de esto, podrían vengarse de mí.
-Bueno, pues dime una sola cosa, una sola, y no te pregunto más. ¿Crees tú que Federico murió a mano de hombre?
-Claro; de hombre...
-Me basta.
Te refiero este diálogo, del cual poca sustancia sacarás, para que comprendas la confusión de mis ideas. No quise insistir en mi interrogatorio, y como las necesidades corporales, por lo avanzado de la mañana, se nos impusieran, a entrambos se nos ocurrió que nada es tan inconveniente para los altos fines humanos como pasarse todo un día sin almorzar. Nuestra pena misma exigía la reparación orgánica, y hasta el intrincado problema que nos inquietaba pedía fuerzas materiales para ser tratado con la debida entereza y formalidad. Porfiaba ella en que almorzáramos allí, yo que en el restaurant. Venció por fin el sexo débil, y pasamos al comedor. ¿Acabaré de ser sincero contigo? Pues sí, ¿por qué no? Aquella mujer me tenía fascinado; ante mí se agigantaba no sólo por su belleza, sino también, y más quizás, por no sé qué aureola moral que mi mente voluntariosa veía o quería ver en ella. Nada, hijo de mi alma, que estaba yo enamorado... no retiro la palabra, enamorado de la Peri, y deseando manifestárselo; y has de saber también que lo que en mí sentía era muy por lo fino, algo de galantería caballeresca y sentimental que me andaba por dentro como lucida procesión, y... no sé qué más decirte.
Dejo la conclusión para otra carta, porque estoy fatigadísimo, y no puedo concluir sin llenar un pliego más. Hasta mañana.
7 de Febrero.
¿Creerás tú que el almuerzo acabó en bien, que mi fascinación llegó a su apogeo, y que con el estímulo de los manjares y bebidas, me lancé a manifestar mis sentimientos, y alcé los amantes brazos y cayó en ellos la Peri, pagándome mi respetuosa afición con otra de la misma calidad o quizás menos pura? ¡Quia, no seas tonto! Si te has creído esto, bórralo de tus papeles. Ambos estuvimos muy desganados de todo, muy tristes. Advierte ahora, en lo que vas a leer, de qué manera se enlazan en la vida las cosas tristes con las cómicas, y cómo nuestros propósitos y la realidad andan o suelen andar a la greña.
No habíamos concluido nuestro almuerzo, el cual, dicho sea entre paréntesis, fue bastante irregular, como hecho en casa no muy bien regida, cuando vino a torcer el rumbo de mis alambicados pensamientos la brusca entrada de un sujeto conocido en el mundo de la galantería con el remoquete de el pollo malagueño. Supongo que no irás a buscar esta celebridad en el Vapereau, en el Larousse, ni en ninguna otra enciclopedia. No la busques porque no la encontrarías, lo que no quita que sea celebridad incontestable, al menos aquí, y que le conozcamos todos, unos de vista, otros de trato, como yo, por desgracia. Te presento a este chulito de buena familia y mejor sombra, un poco torero, un poco aristócrata, un poco borrachín, tan ligero de palabras como torpe de entendimiento, guapo, eso sí, aunque afeminado, pies y manos de mujer, el cuerpo muy espigadillo, el pelo sobre la oreja, y un bigotito que parece de seda negra, los ojos como soles; hombre, en fin, a quien yo, siempre que le veo, daría de buena gana dos patadas en semejante parte, y te juro que no se las di en aquella ocasión por respeto a la que no vacilo en llamar... ríete, hombre, ríete hasta mañana... dama de mis pensamientos.
Pues señor, lo mismo fue entrar el tal pollo que... ¿Crees que se armó una gran marimorena, que la Peri y su amante se enzarzaron de palabras, que luego el chulo y yo nos liamos, y...? No, hombre, ten paciencia; no hubo nada de esas trigedias que en lenguaje filosófico se llaman broncas. Me parece que Leonor le saludó con un ¡hola, perdis!, ¿ya estás aquí? Pero no estoy seguro de si dijo esto, o simplemente ¡válgame Dios, lo que está aquí! En la duda no apuntes nada, no sea que después, en las edades futuras, armen los historiadores un cisco por dilucidar los verdaderos términos de esta importante salutación.
De lo que sí no me cabe duda, y esto puedes consignarlo con toda solemnidad, es que Pepe Amador, que tal es su nombre, llegose a su querida, e hizo ademán de darle un sopapo, en broma se entiende, con actitud entre cariñosa y enojada, rebuznando así: «¡Mia que too un día y toa una noche! ¡Pamplinosa...!, ¿pa qué esos papeles, si tú no eras na del cadáver?».
Leonor se dejó acariciar de aquel gaznápiro, y volviéndose a mí me dijo: «Vamos, dígamelo usted con franqueza. ¿No es un disparate que yo esté tan chalaíta por este animal?».
Iba a contestarle que, en efecto, el disparate era de los más gordos; pero no dije nada. Amador me saludó de un modo servil, con extremos de amistad, a que yo nunca había dado pie, porque el tipo me repugnaba. No manifestó en aquel instante la más ligera inquietud por mi presencia, y creo que aunque hubiera tenido celos de mí, se habría guardado muy bien de manifestarlos. Sentose el chulapo junto a ella, y pronto empezaron a ponerse babosos, lo que me enfadó sobremanera. No comprendía yo, ciertamente, que una mujer de mérito... digo de mérito y no me vuelvo atrás, porque todo es relativo en este mundo... pues sí, no comprendía que una mujer de calidad amase a semejante gandul. En las ternezas y recriminaciones que ella le dirigió, creí notar confundidos el cariño y el desprecio. Analiza esto, hombre sesudo; si no te causa empacho. Yo te diría algo sobre el particular si tuviera humor para entretenerme en tales tontunas. Ya comprenderás que no me haría maldita gracia el gorro que intentaban ponerme aquel par de peines, y quise retirarme. Leonor se opuso, diciendo a su chico que tuviera formalidad.
Y ahora, procediendo con esa lógica que los sabios llamáis inflexible, creerás sin duda que ante el amor de la Peri por aquel tipejo, ante el espectáculo de las gansadas de él y de las zalamerías de ella, me desilusioné de golpe, y que súbitamente, me repugnó la que antes me parecía tan seductora. Crees esto, ¿verdad? Pues no señor, no fue así. Esas son las lógicas de los trataditos de Ética: las del humano corazón suelen ser ¡ay!, muy distintas. Te diré, pues, que contraviniendo toda ley escrita, la chavala siguió atrayéndome y fascinándome, y sus debilidades manifiestas no me quitaron la ilusión de aquel extraño resplandor moral que creí ver en ella. Esto te parecerá un ciempiés ; pero como es te lo cuento, y con la realidad no se gastan bromas.
Despedime dos o tres veces, y otras tantas Leonor y su querindango me retuvieron. En una de estas el muy tonto se permitió dar su opinión sobre el suceso del día, contándonos lo que había oído en la esquina del Suizo, en la Taurina y en otros centros de instrucción y cultura. La versión recogida por Amador no podía ser más extravagante. Federico había sido muerto por Orozco.
«¡Qué barbaridad -le dije-, si Orozco estaba aquella noche en las Charcas...! Me consta».
-Pues un amigo mío -replicó el chulo con la seguridad de la barbarie- me ha dicho que vio a D. Tomás a las once de la noche, en una calle que desemboca en el propio lugar del crimen. Iba bien embozado en su capa, con otro chavó. ¿Y esa?
Yo me reí. La Peri también se rió, aunque con afectación notoria, como intentando encubrir su pensamiento. No quise entrar en discusiones sobre punto tan delicado, y me retiré, prometiendo a Leonor que volvería a charlar, con ella, cuando pudiese consagrarme un rato largo, pero muy largo. Convenimos en que me fijaría sitio, día y hora, y me marché por esos mundos de Dios en busca de las impresiones públicas y callejeras que no habían de faltar.
En las tres o cuatro partes a donde fui no se hablaba de otra cosa. Fácilmente comprenderás que un asunto de tal naturaleza, formado de misterio y escándalo, ha de excitar vivamente la chismografía de la raza más chismográfica del mundo; raza dotada de fecundidad prodigiosa para poner variantes á los hechos y adornarlos hasta que no los conoce la madre que los parió; raza especialmente artista y plasmadora, que crea casos y caracteres, formando una realidad verosímil dentro y encima de la realidad auténtica. Ante un suceso de gran resonancia, todo español se cree humillado si no da sobre él su opinión firme, tanto mejor cuanto más distinta de las demás. Oí, como puedes figurarte, explicaciones razonables; otras novelescas, aunque dotadas de esa verosimilitud propia de las obras de imaginación escritas con talento; algunas estrafalarias, pertenecientes al género de entregas, de esas que, llenas de chafarrinones, se te meten por debajo de la puerta. Todo lo oí con paciencia atención, pues hasta los mayores desatinos deben, en casos tales, oirse y sopesarse para obtener la verdad. Personas encontré que se cebaban en el asunto con brutal fiereza, ávidas de hincar el diente en reputaciones hasta entonces intactas; otras que se inclinaban á lo más atroz, arriesgado y pesimista, y alqunas que, gustando de tomar el simpático papel de la sensatez entre tanto delirio, proponían las versiones más anodinas y triviales; pero en honor de la verdad, debo decirte que éstas hacían pocos prosélitos. La multitud se iba tras los que arbolaban estandartes rojos y llamativos, con algún lema muy escandaloso; tras los que anunciaban sus tesis con tambor y cornetín como si exhibieran un fenómeno en las barracas de una feria. De todo esto, querido Equis, he de darte cuenta detallada, cuando yo esté más sereno, y tú menos harto de mí.
Despénsame que no siga ésta; pero ya ves que el día ha sido de prueba; júzgalo por el índice que a la carrera te trazo, y que parece el sumario de un capítulo de causa célebre: Autopsia.–Entierro.–Mi pasión por la Peri.–Almuerzo en casa de ésta.–Amador.–La opinión pública o la confesión de las opiniones.–Abur, y date buena vida, que esto es lo único que se saca en limpio en nuestro breve tránsito por el más malo y el más tonto de los planetas.
9 de febrero
Hoy, amigo mío, tengo que contarte algo muy importante; y como vivimos en plena atmósfera novelesca, porque cada quisque, con motivo de este suceso, inventa, zurce y enja reta argumentos más o menos aceptables, se me ha pegado algo del amaneramiento artístico, y aspiro a excitar en ti el interés de lector, contándote los hechos sin seguir la serie de los mismos, esto es, empezando por el medio, para caer luego en el principio y saltar de este al final, concluyendo tal vez con vaguedades, interrogaciones o puntos suspensivos en que haya conjeturas para todos los gustos.
Pues verás: mi padrino me mandó llamar ayer. Supuse que quería tratar conmigo del trágico fin de Viera, y así fue. Nunca he visto al buen Cisneros como ayer le vi. Se distraía, se le iba el santo al cielo a cada instante. Visibles eran sus esfuerzos por disimular una turbación hondísima; pero no podía conseguirlo. Se encasquetaba la burlona máscara, que sabe usar como ninguno cuando le place; mas ni por esas. La turbación le salía por los ojos en destellos fugaces, por la boca en monosílabos y expresiones entrecortadas.
«Es una indecencia la opinión en este país -me dijo temblando de ira-. No respetan nada... Esto es un escándalo».
Enseñome varios periódicos que daban cuenta del crimen, haciendo alusiones veladas a la familia de Orozco.
«Es cosa de ir y romperles la cabeza a esos miserables».
-Poco a poco, D. Carlos -le respondí-. Estas cosas que antes eran la más sabrosa golosina de usted, ¿por qué ahora le enfadan tanto?
-¡Oh!, no, no; si yo no niego que la sociedad está pervertida; que todo lo malo, por el solo hecho de ser malo, es verdad -indicó recobrando su papel-; pero si cojo a uno de esos periodistas, tendría mucho gusto en darle un estacazo... Conste que yo sostengo lo que siempre sostuve. Pero no confundamos las cosas. Si al tronera de Federico le da la vena de matarse, ¿tiene esto algo que ver con mis hijos? Ya sabes que no tengo cariño a Orozco; pero eso no quita para que... En fin, que me da la gana de indignarme con estas infamias, y no sé cómo tú no te indignas también. ¿Eres o no eres de la familia?
-Yo comprendo que usted se sulfure -le dije-, y por eso ha tenido ayer una conferencia de dos horas con el juez que instruye la causa.
Esta noticia del juez, adquirida y comprobada por mí el día antes, es el resorte que, debiendo ser expuesto al principio, reservaba yo para encajártelo al promedio de mi entrevista con Cisneros. Con este recursillo pensaba yo construir artísticamente la narración para jugar con tu curiosidad; pero, chico, se me ha escapado antes de tiempo, y yo no borro nada de lo escrito. En rigor debo preferir el orden lógico del relato a las triquiñuelas del oficio narrativo, que no son para usadas por aprendices.
Pues bueno. Cuando le encajé a mi tío lo del juez, se le descompuso la cara y montó súbitamente en cólera, diciéndome:
«Y tú, ¿qué sabes de eso? Mira, mequetrefe, te echo de mi casa, y no vuelves a poner los pies en ella. Veo que en ti no hay sentimientos honrados. Has dicho un embuste, una tontería, una estupidez; sí señor».
No sé las atrocidades que de su boca salieron; pero no negó que hubiese conferenciado con el juez. ¿Y cómo negarlo? Había perdido por completo la serenidad, y yo la conservaba. Iba y venía agitadísimo, de un ángulo a otro de la habitación, recogiéndose los faldones de su bata arqueológica. A lo mejor, el enfurecido viejo daba puñetazos en todo lo que cogía por delante, fuera cofre, vargueño o mesa de mosaico. Fíjate en lo que decía:
«Llegará ocasión, si seguimos así, en que no pueda uno salir a la calle. Esto da náuseas. ¡Cuánta inmundicia en esa opinión! ¿Pero qué opinión ni qué...? Decididamente, yo le rompo el bautismo a alguien... lo que no quiere decir, entiéndelo bien (parándose ante mí y amenazándome con el puño), que yo crea que el mundo es bueno. Manolo, créeme, vamos a un cataclismo. La sociedad no puede seguir así. Sus bases, las célebres bases de que hablan tanto esos papeles inmundos, hacen crac, crac. El matrimonio se hunde, las instituciones políticas y religiosas se desmoronan. ¡Ejército, Iglesia, Magistratura, pilares podridos que sólo aguardan un encontronazo para caerse! Sí, Manolo, Manolito, tiene que venir un mundo nuevo... pero lo que digo, aunque sé que ese mundo nuevo ha de venir, y vendrá, no lo dudes, por el momento yo tengo ganas de dar un par de guantadas a esos que hablan de lo que no les importa, a los que acusan a las personas formales de crímenes ilusorios... Por lo mismo, hombre, por lo mismo que la sociedad está haciéndose polvo, quiero yo desahogarme... ¡Ah!... ¡qué tropa, hijo!... ¡Cuidado que permitirse reticencias contra mi adorada Tinita!... ¡Vamos, esto es el colmo de la desvergüenza y de la...! Por supuesto, yo reconozco que el mundo es un presidio esférico. El pecado, el mal son su dueño absoluto; pero la honradez y la pureza existen, ¿pues no han de existir? Hombre, aunque sólo sea como término imprescindible de comparación. Pues bien, yo te digo que estas atrocidades que cuentan ahora de la familia Orozco, son injustas y calumniosas... Yo estoy que trino; y si quieres que tu padrino te quiera, sal por ahí, y al primero que te suelte una alusioncita le rompes todas las muelas».
-Amigo D. Carlos -le dije-. Yo creo que debemos callarnos, pues ignoramos la verdad.
-Manolo, eres un cobarde... y tendré que arrojarte de mi casa.
-Me marcharé, si usted se empeña; pero no sin decirle que la versión judicial respecto a la muerte de Federico me parece absurda.
Aquí viene bien indicar que aquella mañana misma me dijo el escribano que de la sumaria no sale nada en que se pueda fundamentar el homicidio. La justicia opina que Federico se dio la muerte a consecuencia de grandes pérdidas en el juego. Las diligencias continúan, sí, pero encarriladas ya en una dirección de la cual no se desviarán.
«¿Y en qué te fundas tú -me dijo Cisneros plantándoseme delante con aire jaquetón- para creer que la versión judicial es absurda?».
-En que me consta que Federico no tuvo pérdidas en los últimos días, sino grandes ganancias.
-Quita allá tonto. Pues cualquiera prueba que hubo esas ganancias. Y aunque las hubiera... ¿qué significa eso? Vaya una manera de argumentar.
Sin duda estaba el buen señor enteramente trastornado, o a dos dedos del trastorno, porque de improviso mudó de acento y de expresión, y echándome el brazo al cuello, me dijo:
«Ven acá, tontín, carísimo ahijado mío... ¿Para qué te metes en lo que no te importa? ¿Qué averiguaciones son esas sin contar conmigo, que tengo más arte del mundo que tú? Entendámonos, y obremos de común acuerdo. De ti para mí, podemos comunicarnos nuestras impresiones. Lo que tú sepas, lo que pienses o sospeches acerca de esta tremenda chiquillada del pobre Federico, confíamelo a mí, y yo con mi experiencia te daré la pauta lógica de los hechos. Cuéntame lo que hayas oído por ahí. ¿Te ha dicho algo la Peri? ¿Qué se habla en el Casino y en la Peña de los Ingenieros? Yo quiero saberlo. Es que... te diré; me gusta enterarme de los diferentes aspectos de la malicia humana, de todas las enfermedades de la opinión, porque la opinión es una pura gangrena, ¿sabes?... Mala es la sociedad; pero la opinión, hijo mío, esa gran charlatana, merece ser tratada como la última de las mujerzuelas».
Nunca lo había visto tan fuera de su centro. En él luchaban las ideas que constituyen lo más típico y lo más agradable de su personalidad con la obligación de aplicar a un hecho real, criterio distinto del que siempre usa; luchaba también en su ánimo el afán de conocer la verdad con la vergüenza de ver mezclado el nombre de su hija en aquel drama incomprensible. El traqueteo de esta lucha; los brincos que daba su ingenio enzarzándose con su conciencia; los chillidos que a veces salían de lo más hondo de esta; las ansias de la curiosidad; los bramidos del orgullo, queriendo sostener la idea pesimista por encima de todo, producían un zipizape espiritual que me hizo muchísima gracia. Créelo; me costó trabajo no echarme a reír, pues a veces se me representaban los sentimientos y las ideas de mi padrino como gatos que se arañaban y se mordían en furiosa reyerta. Llegué a creer que le daba un ataque de nervios, porque el pobre señor, en aquel ir y venir, parecía que bailaba o que hacía volatines. Procuraba yo tranquilizarle, y al fin conseguí que se tendiera en un sofá. Al cambiar de postura, varió de tono. Habías de verle y oírle:
«Te confesaré una cosa: tengo un amargor en el alma que me atosiga. Yo sigo en mis trece: la Humanidad es esclava del mal; pero francamente, no me gusta que mi nombre ande en bocas de la caterva maliciosa. Me has de contar todo lo que oigas, aunque sea de lo más insolente y desvergonzado. Después ¿sabes lo que hacemos tú y yo?, desafiar a medio Madrid».
-¡Ave María Purísima!
-Es que yo, aquí donde me ves, tengo el punto de honor muy delicado, y no aguanto que nadie me toque al pelo de la ropa. Estoy furioso; quiero emprenderla con alguno, dar un recorrido al que me contradiga, hacer cualquier atrocidad. ¡Si me parece que he vuelto a los veinte años, a la edad valiente en que yo cobraba el barato entre los muchachos de mi taifa!
Quería levantarse. Yo le contuve, diciéndole: «D. Carlos, no sea chiquillo. Yo le contaré a usted todo lo que oiga. Pero advierta que la mayor parte de lo que se dice es pura necedad, novelas que cada cual compone a su gusto para reunir un público de tontos que las escuche y las aplauda».
-Bien, bien... así me gusta que te expreses... porque, francamente, cuando empezaste a hablar conmigo esta tarde, me pareciste inclinado a creer todas esas bolas que corren. Por eso quise echarte de mi casa. Me alegro de verte de acuerdo conmigo. Tú y yo pensamos lo mismo; tú y yo opinamos que la titulada Humanidad es un atajo de pillos; pero en el caso presente rechazamos las suposiciones malévolas y nos indignamos... ¿Verdad que estás indignado, hijo mío? ¡Ay!, hace dos noches que no pego los ojos, impresionadísimo, devorado por el despecho y la curiosidad... Mira, te lo diré con franqueza: deseo conocer la verdad, y temo conocerla. Es que no puede uno ser de roca, aunque quiera. Yo, que presiento la destrucción de la actual sociedad en un plazo más o menos largo, pero no en mis días, en mis días no; yo, que difícilmente admito móviles puros en la mayor parte de las acciones humanas, no soporto que anden por los suelos mi nombre y el de mi Tinita... Ya tú me entiendes. Esto es una calumnia, una asquerosa calumnia, y no debemos consentirlo.
-Mire usted, padrino -observé yo-, si no poseo la verdad, trato de poseerla. Le juro a usted por mi salvación que si doy con ella, la tendrá usted, por dolorosa y amarga que sea.
Su primer impulso fue darme un fuerte abrazo; pero después le vi palidecer y fruncir el ceño, y me dijo con voz muy grave:
«Tú me contarás todo lo que oigas; pero no hagas averiguaciones; no revuelvas, no menees esto».
-Pero ¿qué mal hay en perseguir la verdad, la santa verdad, tío?
-La santa verdad, hijo de mi alma, no la encontrarás nunca, si no bajas tras ella al infierno de las conciencias, y esto es imposible. Conténtate con la verdad relativa y aparente, una verdad fundada en el honor, y que sacaremos, con auxilio de la ley, de entre las malicias del vulgo. El honor y las formas sociales nos imponen esa verdad, y a ella nos atenemos.
Dicho esto me abrazó de nuevo, y casi al oído me dijo estas palabras:
«No averigües nada, ni te metas a buscador de la verdad absoluta, que no encontrarás. El juez es hombre recto y muy amigo mío, y nos dará la solución. Tú la aceptas, la propalas, y al que te diga algo contra ella, le divides. Tose fuerte, y tendrás siempre razón. Y ya que nos hemos explicado, te confesaré que el juez y yo hablamos. Es amigo mío y me debe su carrera, porque conociendo su mérito, le saqué de Valoria la Buena, donde estaba obscurecido, y le llevé a Zamora, y de Zamora me le traje acá. No vayas a creerte que he ejercido presión sobre él. Es hombre de ideas lúcidas y de puntos de vista muy elevados. Bien sabe que no mediando perjuicio de tercero, la mayor de las injusticias es arrojar inútilmente la ignominia sobre una familia respetable».
Yo quise objetar algo, y noté que se enfurecía. «Cállate la boca -gritó-. No admito observaciones tontas... Mira que te echo de mi casa. Tú no lo quieres creer; pues te arrojo, te pongo de patitas en la calle, como tres y dos son cinco».
No me atreví a contrariarle, temeroso de que le diera un berrinche de consecuencias funestas para su salud, y en pago de mi silencio, me abrazó con paternal efusión, y me palmeteó bien las espaldas, llamándome su hijo querido, y asegurando que soy la persona de la familia a quien más ama. Me habría gustado que presenciaras la escena, pues yo no puedo darte idea de las marrullerías de este viejo zorro. Ahora me acuerdo de que en una de tus cartas me dijiste que la figura de Cisneros te parece creación mía; que dejándome llevar de la fiebre narrativa y del natural deseo de cautivar a quien me lee, he pintorreado los rasgos y perfiles de la fisonomía moral de este individuo, haciendo una figura de realidad artística, pero no un verdadero retrato como esperabas de mí. No, querido Equis, te juro que es retrato. No te mueva lo extraño de la silueta a dudar de su parecido y autenticidad. Piensa en las variedades infinitas que atesora la Naturaleza, en la abundancia de sus inagotables colecciones, donde así la fauna como la flora te ofrecen formas nuevas cada vez que las examinas. No es Cisneros invención mía, ni yo invento nada. ¿Y qué iría ganando yo con meterme a plasmador, aunque hacerlo pudiera? Siempre me quedaría muy lejos de la realidad. ¡Esa sí que inventa, y con qué garbo! ¡Qué cosas nos enseña, y qué sorpresas nos da! ¡Lo que sabe esa pícara! Para comprender su maestría fecunda, ponte a hacerle la competencia y suelta las riendas a tu imaginación; dedícate a fingir, por ejemplo, tipos de plantas, variedades de animales. ¿A que te cansas antes de llegar a la millonésima parte de lo que ya existe, y desesperado tiras los trastos de imaginar? Pues lo mismo te pasaría en el inmenso capítulo de la psicología y los actos humanos. Échate a componer caracteres y acontecimientos, y verás cómo te quedas corto, muy corto. ¡Trabajo inútil y necio, cuando la realidad te los da siempre vivos y verdaderos, y siempre nuevecitos! La invención realmente práctica consiste en abrir mucho los ojos y en acostumbrarse a ver bien lo que entre nosotros anda... No sigo, porque ahora me acuerdo de que tú y yo solemos tronar contra las consideraciones, y estas que haciendo estoy son quizás de las más soporíferas.
10 de Febrero.
Sigo la de ayer, que aunque bastante larguita y pesada, iba incompleta. Contábale yo a mi tío alguna de las desatinadas hipótesis que había oído, cuando entró Malibrán. Comprendiendo yo que mi presencia les contrariaba y que querían hablar a solas, aparteme, y les vi de gran secreteo durante un mediano rato. No llegó a mis oídos ni una sola sílaba, ni intenté atraparla tampoco. Que hablaron del suceso de autos, era indudable. Malibrán se expresaba con la vehemencia oficiosa de una persona que, por propia iniciativa o por encargo, se ha impuesto la misión de arreglar un asunto de difícil compostura. Cisneros oía y como que dictaba un plan. Creí que después de esto, Cornelio saldría a la calle; pero no fue así. Mi padrino parecía cansado y soñoliento. Le dejamos en el sofá, y nos fuimos a un gabinete próximo, donde el diplomático se puso a ver carteras de estampas. Yo hice lo mismo, y trabamos conversación, empezando él por darme un curso instructivo de Alberto Durero, Lucas de Leyden, Holbein y otros maestros, y te confieso que le oía con gusto, porque se sabe al dedillo la historia del grabado en talla dulce y del agua fuerte, y la explica con amenidad y lucidez.
Cuando ya me pareció que habíamos hablado bastante de aquellas materias, metí el embuchado del tema que tratar quería, y le dije: «Vamos a ver, amigo Malibrán; usted, como todo el mundo, habrá formado su opinión sobre este lío. Dígamela usted con sinceridad, si no es indiscreción el desear saberla».
-¡Oh!, no, indiscreción de ninguna manera -me respondió sereno y afectuosísimo-. Mi opinión es bien clara, y no la oculto a nadie. Desde el momento en que Orozco y yo recibimos la noticia, en las Charcas, tuve una idea, y después de llegar aquí y de oír tanto disparate, no la he variado en nada. Creo que esto es sencillamente un suicidio por insolvencia, por no poder cumplir obligaciones contraídas en el juego, ofuscación del ánimo cuyo origen hay que buscar en un sentimiento bravío del honor y de la responsabilidad.
-¿Y no cree usted que...?
-¿Mujeres?... ¿La novela cursi que anda por ahí...? Por Dios, amigo Infante; considere usted que a nosotros nos corresponde juzgar estas cosas con un criterio racional y no con el de la patulea. Me parece que debemos rechazar la fábula vergonzosa, que además de ser inverosímil va contra la reputación y contra el honor de amigos muy queridos.
Puesta la cuestión en este terreno, no tenía yo más remedio que otorgar callando, y aun dije alguna frase ambigua en defensa de nuestros amigos. Sorprendiome la actitud de Malibrán, circunspecta hasta dejárselo de sobra, y amoldada a las formas diplomáticas, conforme al papel que tan bien sabe representar en el mundo. No me habría sorprendido semejante actitud si no me constara que un día antes había lanzado, en casa de San Salomó, una de las variantes más novelescas y estrafalarias del tenebroso drama. No me habría sorprendido si no supiera, como sé, que noches antes del suceso, Malibrán se dejó en decir en casa de la Peri, delante de varios amigos excitados por el Champagne, que había descubierto el nido de amores de mi prima Augusta, y que sabía quién era él, aunque se reservó su nombre.
Pero en rigor, nada debía cogerme de nuevas tratándose del carácter de un sujeto, cuya falsedad y doblez se me revelaron bajo las exterioridades más cultas. Sin duda, tras un rapto de malevolencia manifiesta, había vuelto sobre sí, encerrándose en su papel social; sin duda, causado el daño que se propuso, había vuelto a vestirse la piel de cordero, dentro de la cual tan bien resuelve los problemas de la vida. Mi padrino y él se entienden de seguro, y manejan los hilos de la trama ocultadora.
Hablamos algo más, esforzándose él en demostrarme la necesidad de sofocar en lo posible el alboroto de las murmuraciones. Mira lo que saqué en limpio de aquel coloquio: que Malibrán aspira a hacerse grato a mi prima, abrazando su causa con ardor y defendiéndola con la donosa fraseología que posee el muy tuno. Seguro estoy de que sacas de los hechos expuestos la misma deducción que he sacado yo.
Pero espérate ahora, que voy a contarte otra cosa que te sorprenderá. De repente sentimos que mi padrino, desde la estancia próxima, nos llamaba: «Eh, pollos, que me tenéis aquí solo y abandonado». Suele llamar pollos a todos los que no son de su edad. Comimos con él, y de buenas a primeras, como quien continúa en alta voz un monólogo, nos dijo riendo: «Por supuesto, yo estoy siempre en que ese yernecito que Dios me ha dado, ese Orozquito, es un buen punto...».
-No estamos de acuerdo, D. Carlos; ya sabe usted que yo... -apuntó Malibrán, firme en su papel.
-Amigo mío, usted se me va siempre del lado benévolo. Debe usted dedicarse a escribir vidas de santos, lo mismo que este tontín de Manolo, que sostiene que a Tomás debiéramos ponerle en los altares. ¡Qué inocencia! Si es el pillo más grande que... vamos... Extraño mucho que no lo comprendáis así. Si tocan a hacer santos, ahí está mi hija, que no es floja virtud querer a ese jesuitón como le quiere...
-La canonizaremos -afirmó Malibrán, con una sonrisa que me dejó helado, pues había en ella el sarcasmo más sutil que imaginarse pueda.
-Sí, canonizádmela -repitió Cisneros levantándose-. ¡Pobre Tinita mía! Cuánto debe padecer con estas infamias...
Malibrán y yo nos miramos sin decir nada; pero se me figura que él leyó en mis ojos mi pensamiento, como yo leí el suyo en los de él.
Y basta por hoy. Me parece que tienes para meditar un rato.
12 de Febrero.
Prepárate para oír las versiones del drama ocurrido en el solar del polvorista, que así, según supe después, se llama el sitio donde apareció muerto nuestro amigo. No cuento todo lo que la fantasía popular nos regala, porque sería tarea interminable; te doy sólo las variantes que más aceptación tienen en los corrillos chismográficos, algunas corriendo con el crédito que le dan labios de reconocida autoridad en el arte de la maledicencia; otras desacreditadas, pero no por eso mal recibidas. La primera que te endilgaré es la que oí en la Peña de los Ingenieros, y se funda en datos suministrados por aquel viejo zorro de quien te hablé en una de mis cartas, ¿no te acuerdas?, el que me aseguró haber visto salir a Augusta de cierta casa, en la cual no debía de entrar con buenos fines. Roguele me dijese cuanto supiera, y por fin me designó la casa, aunque no podía hacerlo del piso. Es una de las del paseo de Santa Engracia, próxima al solar del polvorista. Del portal al vertedero, habrá unos sesenta pasos míos. Esta mañana hice mis pruebas topográficas sobre el terreno; pero te advierto que estas pesquisas son para mi uso particular, pues la primera condición que me puso el señor aquel para clarearse conmigo, fue que no había de llevar ningún dato a las diligencias judiciales.
Vale más que te dé un breve extracto de sus propias palabras: «Mire usted, amiguito, yo no quiero meterme en líos, ni delatar a nadie. Si se tratara de un asesinato por robo, yo sería el primero en ayudar a la justicia con los indicios que tengo; pero en una desgracia ocasionada por amores clandestinos, en una tragedia íntima, de estas cuyos factores son la pasión, los celos, el sentimiento exaltado de la dignidad y el honor, creo yo que no debe intervenir la acción de los ciudadanos. Por tanto, las noticias de la casa, que para mí son de una autenticidad incontestable, porque no una sino varias veces he visto entrar en ella a esa señora y a su amante (que de Dios goce), se las comunico a usted para que se vaya ilustrando; pero ello ha de quedar entre nosotros, porque si usted tiene la debilidad de llevar este dato al juez, y el juez me llama, negaré yo la referencia y le dejaré a usted por mentiroso. Hablando en plata, creo que el poder judicial hace bien en no apurar la investigación de estos asuntos de amor y celos, porque las querellas y zaragatas por la posesión de una hembra, están, como el duelo, por cima de las leyes, dígase lo que se quiera. No extrañe usted que, cuando ocurre un caso como el de su amigo, sobre todo si el muerto pertenece a las clases principales, resulte que es suicida por lances de juego o por arrebato de locura. Bien sé que la solución no satisface a la justicia estricta; pero me parece que el camino derecho produciría mayores males, por aquello de summum jus summa injuria.
Diome qué pensar la opinión de aquel sujeto, que reforzaba sus argumentos con sus canas, pues bien se le conoce que es hombre de consumada pericia y de erudición enciclopédica en todos los ramos de fragilidades humanas. Respecto al hecho, lo reconstruye de este modo: «Orozco tuvo noticia de la infidelidad de su mujer y del lugar donde podría comprobarlo por sus propios ojos. Presentose allí en la noche del primero de Febrero». Le interrumpí para hacerle ver que esto era imposible por hallarse Tomás en las Charcas; y él, echándose a reír, me dijo: «No sea usted inocente. Las coartadas se preparan con habilidad cuando se tiene empeño en ello, y lo que ha habido es el recurso vulgarísimo de fingir un viaje, despidiéndose y quedándose. Para mí, Orozco les sorprendió y no tuvo valor para matar a su mujer. Hirió al infeliz Viera, disparándole a quemarropa. Esta primera herida es la del costado, mortal, aunque no inmediatamente. El herido pudo huir. Acosado por el agresor, y cuando ya estaba caído y exánime, recibió el segundo balazo, el de la cabeza, con el cual quedó rematado.
El aspecto de verosimilitud de esta hipótesis no ganaba mi ánimo, lleno de dudas acerca de la participación de Orozco. Cierto que por grandes que sean la virtud de un hombre, su prudencia y suavidad de costumbres en los actos corrientes de la vida, no podemos responder de que ese mismo hombre, movido de los celos y hostigado por el mayor ultraje que a su dignidad puede inferirse, no se transforme de pacífico en vengador. El conocimiento del carácter de una persona nos puede dar la norma de su proceder probable en todas las situaciones sociales, menos en aquellas que se derivan de la pasión amorosa, los celos o el honor. Tratándose de la situación creada a un hombre por estos grandes móviles, no podemos responder de que sus actos se contengan en un límite fácil de trazar. Se vuelve fiera irresponsable, y todas las prendas que constituían su personalidad en la vida ordinaria, se eclipsan y se desvirtúan. Pues a pesar de esto, y de la posibilidad de la exaltación homicida de Orozco, yo no entro con ella. Mi entendimiento la repugna. Qué quieres que te diga; no veo, no puedo ver a Orozco, revólver en mano, persiguiendo a su enemigo. Ello podrá ser; pero yo no sé reproducir el acto en mi mente, no acierto a figurarme la cara ni la actitud trágica de un hombre a quien he visto ayer mismo ostentando una serenidad y un reposo de ánimo que... vamos, que no pueden en manera alguna ser obra de la hipocresía, y sostengo que no hay histrionismo en grado tal de perfección.
En la misma Peña corría otra variante, en la cual Orozco no figura sino como impulsor del crimen, por medio de un asesino mercenario. Este esperó a Federico cuando salía, y pim pam. El principal sostenedor de esta historieta asegura que un amigo suyo, al pasar a las nueve de la noche por la bocacalle que da ingreso al vertedero, vio a un hombre de mala traza, y que a las diez le volvió a ver. Esto del matador pagado me parece todavía menos aceptable. Que Orozco matara, puede ser, aunque yo no siento el acto, ¿me entiendes?, no hay en mi ánimo ese movimiento íntimo de fe que nos lleva a la convicción. Pero lo de comprar un asesino me parece contrario a toda lógica. Orozco no es capaz de eso.
Completaré estas noticias diciéndote que he tratado de hacer hoy, en la que llamaremos casa del crimen, algunas indagaciones. La casa, que es de construcción reciente, no tiene más que dos pisos, bajo y principal, y dos cuartos en cada uno de ellos. El principal de la izquierda y el bajo de la derecha están con papeles. Me inclino a creer que el bajo izquierda es el lugar nefando. Interrogo a los porteros; pero no he visto gente más discreta. Les ofrezco gratificación, les hago comprender que no soy de la curia, que no se les seguirá perjuicio por las revelaciones que me hagan, y nada. Tranquilos y confiados, ni aceptan mis dádivas, ni me dan ninguna luz. O son inocentes, o están vendidos ya. Me inclino a creer esto último. Enseñáronme los dos cuartos vacíos, en los cuales todo indica que no han sido habitados aún. En el principal vive un procurador, con señora y la mar de chiquillos; en el bajo de la izquierda, objeto de mis sospechas, hay un almacén o taller de muebles, de estos que se anuncian en Madrid como almonedas. Entré; no se podía dar un paso, porque todo está obstruido con sillerías en blanco, butacas apiladas, sofás patas arriba. En el centro de la sala, llena de mil trebejos, y donde se masca el polvo del pelote y se le enredan a uno los pies en las sartas de muelles de acero, dos hombres trabajaban en tapicería. La mujer que me enseñó el establecimiento, y a quien intenté hacer cantar ofreciéndole con habilidad buena recompensa, se ofendió de mis insinuaciones. Su altanería desdeñosa me pareció sincera o muy bien fingida. A pesar de tantas señales contrarias a mi idea, no sé por qué insisto en pensar que aquellas paredes encerraron lo que yo presumo y Dios sabe.
Por lo demás, como adquisición de conocimientos reales sobre este problema, no he adelantado nada. La obscuridad es mayor cada día, el vértigo crece, la razón se apaga y si de esta no me vuelvo loco, creo que tengo asegurada mi cordura por todo el resto de mis días.
Hasta mañana, y dime algo; ilumíname. A veces el que está lejos de los acontecimientos ve más y mejor que el que los toca con sus narices. Dime cuanto se te ocurra, que por disparatado que sea no ha de llegar a las gárrulas novelas que se forjan aquí. Adiós.
14 de Febrero.
Allá va otra.
De seis o siete versiones recogidas en el Casino, elijo la que tiene más prosélitos. Orozco es eliminado de esta hipótesis, y no figura para nada en el crimen. En cambio aparece otro personaje que nadie sabe quién es, un segundo amante de la desgraciada Augusta. Cómo se determina la participación en el drama de este nuevo elemento, es cosa que cada cual explica a su modo, con criterios y puntos de vista originalísimos. Algunos atestiguan y refieren el lance como si lo hubieran visto. Uno de los presentes sostiene que Augusta entró en la casa con el desconocido a eso de las nueve y media. Las once serían cuando entró Federico. «¿Pero usted le vio?». A esta pregunta te contestan: «Yo no le vi; pero me lo ha contado Vargas». Cuando llega el llamado Vargas, que es un sportman y ciclista muy conocido, se le interroga con toda solemnidad; pero resulta que él no vio nada, sino que se lo dijo un amigo, capitán de infantería, el cual se marchó ayer a las Baleares. ¡Alabado sea Dios! Danme ganas, querido Equis, de ponerme en marcha inmediatamente para Mallorca, a fin de evacuar esta cita. Pero lo pienso mejor y me quedo. Lo referido a Vargas por su amigo es que la señora (falta averiguar si el tal capitán la conoce, o si habiendo visto entrar en la casa a otra mujer, da en creer de buena fe que era la persona de quien tanto se habla hoy) llegó en coche simón con un sujeto, del cual no puede decir sino que tenía barba larga y rubia. «¿Era alto?». «Más bien alto que bajo... bien vestido». En seguida empieza la tarea sabrosa de personalizar este dato, y unos en serio, otros en broma, le cuelgan el muerto a varias personas conocidas, entre ellas a tu amigo Bueno de Guzmán, el cual no vuelve de su asombro al encontrarse con que es la auténtica tía Javiera del asesinato de Federico. Bromas aparte, esta versión la tienen muchos por aceptable, y alguien la cree como el Evangelio. Varían las apreciaciones respecto al desconocido: quién le tiene por caballero o persona de nuestra clase, quién por hombre ordinario. Un primito de Villalonga, de estos que, cuando se habla de acontecimientos misteriosos, se pirran por ser a todo trance testigos presenciales, jura y perjura que hace dos semanas próximamente, a eso de las once de la noche, vio a la de Orozco por calles extraviadas de Chamberí paseando del brazo de un hombrachón que no le pareció caballero. Por cierto que le chocó. Da las señas: alto, fuerte, con barba rubia y larga, ropa holgada y de feo corte, aspecto extranjero, como de maquinista o jefe de alguna industria. En fin, ya puedes figurarte lo que vería el muy lince. Primero se deja matar que sufrir el desaire de no haber visto alguna cosita.
Y qué, ¿crees tú esto? Yo no lo acepto, ni en absoluto lo rechazo, pues la misma confusión en que estoy me obliga a admitir todo lo humanamente probable, y a no poner puertas al campo inmenso de la fragilidad femenina. Anoche pensé bastante en el hombre misterioso y barbudo, alto, grueso, como le describió aquel demonio de chico. Francamente, no caigo en quién pueda ser. Casi, casi me decido a eliminarle, como un fantasma intruso, de la serie de hipótesis razonables.
Pues verás ahora la más salada. En casa de la de San Salomó, hay paráfrasis para todos los gustos. Pero la marquesa tiene una suya, que no confía sino a ciertos amigos de mucha confianza, siempre con la nota marginal de que lo sabe por el conducto más fidedigno. Te transmito el dicharacho de la ilustre dama sin quitar punto ni coma: «Pues yo sé la verdad, la pura verdad. Crea usted que esto es lo auténtico. Se lo diré a usted si me promete guardar el secreto, y le advierto que la persona que me lo ha dicho lo sabe... vamos, lo sabe como si lo hubiera presenciado. Ni Orozco, ni hombre alguno tienen culpabilidad. Ella, ella fue quien le mató por celos de la Peri. Hace días que venían las cosas muy tirantes; cada cita era un altercado. No, no lo dude usted, que esto es como el Evangelio. Se sabe dónde compró el revólver; se sabe que a un amigo íntimo (que no puedo nombrar... usted considere) le confió su propósito de matar a Fritz. Pero qué, ¿no cree usted en las mujeres que matan? Aquella noche fue grande la marimorena. Augusta disparó, y le atravesó el hígado, y el estómago, y el espinazo, y la vejiga y no sé qué. Salió el pobrecito y fue a caer en el sitio donde le encontraron».
«Pero, señora, ¿y la herida en la frente, que es la mortal de necesidad?» objetan todos los que oyen versión tan chabacana.
-No hay tal herida en la frente -responde imperturbable la marquesa-. Es usted un cándido y un tragabolas. El forense, el mismo forense (bajando mucho la voz) ha dicho a un amigo mío, a quien no he de nombrar, que no había tal herida, y que eso se puso en el informe pericial para dar por probado el suicidio. Créame; lo que le cuento a usted es lo que pasó. ¡Ah!, el enderezar este entuerto les cuesta un pico a Orozco y a D. Carlos.
-Pero, señora, permítame usted que ponga en duda...
-De incrédulos está el infierno lleno... Digo lo que sé, y sólo añado, amigo Tal, que esto se queda entre usted y yo. No vayamos ahora pregonándolo por ahí. Pero créalo... créalo y cállese.
Esto me lo contó el Catón ultramarino, el cual ni lo creía ni callaba, y por su cuenta y riesgo, después de oír a tirios y troyanos, diome también versioncita. Orozco sorprende a los amantes... (se da por supuesto que no hubo tal viaje a las Charcas), Augusta se echa a los pies de su marido y le pide perdón. ¡Ah, oh! Federico, siempre orgulloso, desafía al marido. ¡Oh, ah! Este saca un revólver, y alargándoselo al otro, le dice: «No, aquí quien debe morir eres tú. Si hay en tu alma una chispa de sentimiento del honor, ya sabes lo que tienes que hacer». Al otro le parece la fraterna muy puesta en razón, coge el arma, y pim, pum...
¿Querrás creer, Equisillo, que no dormí en toda la noche, pensando en esta interpretación en la cual veía no sé qué lejanos vislumbres de certeza? Pues aguárdate un poco. Hoy por la mañana salí decidido a comprobar la coartada de Tomás; bajeme a la estación del Norte, y con el testimonio del jefe, de varios empleados y del inspector de la sección, puedo afirmar, sin ningún género de duda, que Orozco y Malibrán estuvieron en las Charcas toda la noche del 1.º al 2 de Febrero. Como que el inspector les acompañó, y cenaron juntos, y estuvieron charlando hasta las doce, hora en que se acostaron los tres, en una misma habitación por más señas, pues los alojamientos en aquella finca dejan mucho que desear. El inspector me merece crédito. Mas no satisfecho aún, cojo el tren, me planto en las Charcas, y compruebo aquel testimonio con los del jefe de las Zorreras, de los guardas del monte y de la mujer que tienen allí para hacer la comida a los cazadores. En fin, chico, que la coartada de Orozco es un hecho incontestable, y que probándola he quitado al problema un gran elemento de confusión.
Más noticias. En los corrillos del Congreso, a donde voy ahora lo menos posible, también he oído cada catálogo que canta el misterio. No te los cuento para no trasladar a tu cabeza la olla de grillos que tengo yo dentro de la mía. Joaquín Pez me dijo hoy con mucho sigilo: «Tengo un gran dato, amigo Infante, que arroja mucha luz. Me ha dicho el marido de la sobrina de la nuera del forense... ya ve usted que el conducto no puede ser mejor... me ha dicho que, comiendo ayer el forense en casa del hermano de la cuñada de su primo, dijo esto: «la herida del costado es de homicidio; la de la frente de suicidio».
-No es mal dato -le contesté-, si resulta cierto. Mas para comprobarlo, necesitamos recorrer ese laberíntico rosario de la nuera del hermano del tío de la sobrina... Verá usted, amigo Pez, cómo al llegar al forense, resulta que el buen señor no ha dicho esta boca es mía.
Esta y otras especies corren por allí, cuando no hay asuntos más graves de qué tratar. Los periodistas, justo es decirlo, si son los más fecundos en combinaciones novelescas, parecen haberse propuesto no lastimar a la familia Orozco. Si el reportismo y la fiebre de la noticia les inducen comúnmente a explotar cualquier asunto que dé saborete y picor de escándalo al papel de la mañana o de la tarde, basta una indicación amistosa hecha en estos pasillos, para poner coto a las reticencias contra personas respetables, sobre todo si estas son de las que, por no mezclarse en política, están libres de odios personales o colectivos. Por tal medio, fácil ha sido conseguir que los nombres no aparezcan en letras de molde. Esto no significa que los estragos de la opinión no sean grandes, porque al barullo anónimo de la prensa se une el reportismo oral, que es más difusivo, más penetrante, y tiene entre nosotros increíble fuerza. La cháchara verbal destruye las reputaciones privadas y públicas más pronto y más eficazmente que la cháchara escrita... Antes que se me olvide: un periodista me reprodujo esta noche la opinión aquella del forense sobre la naturaleza de las heridas; pero a la inversa de como me la transmitió Joaquín Pez; es decir, que la herida de la frente era de homicidio, la del costado de suicidio. Respecto al origen de la noticia, diómela por auténtica y autorizada, a no poder más. Lo había oído él mismo, la noche anterior, en la tertulia de no sé qué ministro, de boca de un respetable sujeto de la curia. Conque ve tomando notas, y acaba de volverte loco como tu corresponsal y amigo.
El cual anda ahora tan sin brújula, que no sabe por dónde va, ni se entera de lo que ocurre en las filas parlamentarias. ¿Querrás creer que estos días ha votado el buen Infante no sé cuántas leyes y ha dicho sí o no en multitud de resoluciones, sin tener conciencia clara de sus actos legislativos?... Soy un simple número, una energía mecánica, inconsciente; voy con la masa, a donde la masa va. En mi oído suena el run run de las votaciones, y presiento que hemos hecho la dicha del país con leyes como la de Enjuiciamiento criminal, y las de Acuñación de plata, del Trabajo de los niños en las fábricas, de Rectificación de listas electorales, etcétera..., ítem más con multitud de ferrocarriles que raudos cruzarán el patrio suelo en todas direcciones. Me convenzo, por lo que oigo decir, de que ha votado todas estas cosas tan buenas, y estoy dispuesto votar la transubstanciación del verbo si me la ponen delante. No me pidas cuenta de nada, ni aun del olvido en que tengo los asuntos del infame distrito. Si murmuran de mí en esa tierra de maldición hazme el favor de decirles que ahí me las den todas. Les odio con toda mi alma, y deseo que el cielo les aflija con mil calamidades, sequías, riadas, pedriscos y ciclones, y un terremoto de añadidura; que no quede en pie ni casa ni árbol, que pasen a mejor vida todas las reses, inclusos los caciques del pueblo, y que la tierra sea infecunda y no produzca ni un solo ajo. Agur.
16 de Febrero.
He aquí que me presento en casa de la Peri, con ánimo de tener con ella la conferencia que vivamente deseo.
Y la hechicera quiere echarme las cartas, rasgando con su dedo de rosa el denso velo del porvenir..., ¡atiza!; mas yo se lo quito de la cabeza, abordando el asunto que me hace penetrar en aquel mágico santuario de la... permíteme que no acabe la frase.
Y Leonorilla pone unos morros muy... no sé cómo, apresurándose a variar la conversación. Y he aquí que, burla burlando, cuéntame que ha reñido con el malagueño pollo, de rizada crencha, y echádole de su casa por las escaleras abajo. Es un chulapo, un indecente, un marica y un qué sé yo cuántos. Alabo su juiciosa resolución, añadiendo que el tal mancebo me es bastante antipático, y que ella se merece más, mucho más, por su buen corazón y sus sentimientos hidalgos y generosos. No recuerdo bien si dije lo de hidalgos y generosos, pero algo así, o poco menos, fue lo que brotó de mis autorizados labios.
Perdona la falta de formalidad con que te escribo; pero mi espíritu se inclina ya a tomar en broma todos los asuntos y a hacer chacota de lo más grave, porque no hallando juicio ni seriedad en parte alguna, las ideas se me vuelven chirigotas, y las rigideces de mi voluntad se convierten en dislocaciones de payaso.
Pues he aquí que, a poco de interrogar a la Peri, me encuentro su sinceridad tapiada a piedra y barro. No es la misma mujer que vi días antes; ahora es toda reserva, medias palabras, y una discreción bien poco en armonía con su oficio. Total, que Leonor no sabe jota; le falta poco para decirte que no conoció a Federico. Se ha vuelto completamente ignorante de lo que este hizo en los días que precedieron al crimen. No le consta que ganara ni que perdiera al juego; no la consta que tuviera amores con esta o la otra dama; no se ha enterado de cosa alguna, ni hay medio de arrancar a su bonita boca una sola frase que ilustre el asunto. Excuso decirte que observar esto y desilusionarme de ella fue todo uno; más claro, que en un instante se me borró del espíritu la fascinación que me había producido su fidelidad hacia el pobre muerto, y el sentimiento que mostrara el triste día de la autopsia. Aquí tienes cómo se desvanece una pasión, nacida tan de improviso, y de improviso trocada en desvío, suspicacia, lástima o no sé qué.
Pero espérate, que falta lo mejor. En ella se determinó el fenómeno contrario, quiero decir, que en el momento en que yo me apagaba, como luz a la cual se da un soplo, ella se encendía súbitamente, como si la llama pasara de mi ser al suyo por arte milagroso. Vamos, que le estaba yo haciendo tilín, un tilín tremendo, según me manifestaron sus ojos flecheros y sus actitudes insinuantes. En fin, que a la media hora de conferencia, empezó a hacerme cucamonas, y yo, frío y completamente desilusionado, di en dejarme querer, imaginando que por aquel camino podría romper la reserva en que la muy bribona se había encerrado, metiéndose también a diplomática.
Las garatusas iban en crescendo alarmante; díjome que soy muy simpático, que se le alegra el alma cuando me ve, y que le da el corazón que íbamos a ser amigos, pero muy amigos. Yo apoyé estas enamoradas razones, y en la confianza que rápidamente se estableció entre nosotros, pude obtener algún indicio de su cambio de conducta. «Mira, monín -me dijo tuteándome ya y tirándome de las orejas-, yo no me meto con la justicia. Desde el momento en que han querido liarme a mí también en esa muerte, me he plantado, chico, y ya no sé nada, ni estoy en autos de lo que aquel hacía o dejaba de hacer. En fin, que no toco pito, ¿sabes? Eso le dije a ese tío de juez, y eso te digo a ti, que también andas por ahí buscándole tres pies al gato. Si quieres que seamos amigos, echemos tierra, mucha tierra. El pobrecito está en la sepultura, y de allí no le han de sacar tus diligencias, ni las mías, ni las de nadie. Hoy le he mandado decir cuatro misas; créete, eso es lo que ha de valerle para la otra vida, y no las averiguaciones en esta. Que si fue suicidio, que si no; que si le mató tal o cual mano... Mira, nada importa esto para su alma, que debe de estar ahora en el Purgatorio por ciertos pecadillos, aunque yo pienso que la soltarán pronto, pues era bueno y leal como ninguno, más honrado que el sol, y caballero hasta por encima de la coronilla. Créeme a mí y déjale ya en paz al pobrecito».
Se conmovió un poco al recordar a su amigo, añadiendo con dolorido acento que otro como aquel no volvería a tener en su vida. Eso picó mi amor propio, y me propuse para la vacante de aquella amistad, que se me pintaba como tan acendrada y pura. Leonor rechazó la propuesta, dándome a entender que Federico era insustituible, que siendo yo muy bueno, no concurrían en mí las circunstancias especialísimas que hicieron de la amistad del otro un lazo ininteligible para los que no estaban en el secreto.
Por más empeño que puse, ya fingiendo cariño, ya recurriendo a mil arbitrios dialécticos, no conseguí que me explicase qué clase de relaciones o tratos constituían aquella amistad. En este punto, su reserva fue impenetrable, y, no vacilo en reconocerlo, tenía ciertos asomos de dignidad, impropios de su vida relajada. Púsose muy seria, y examinó muy detenidamente sus rosadas uñas, para decirme: «Siento haberte hablado algo de esto, y si pudiera recogerlo lo recogería, como hacen los de las Cortes cuando se les escapa una barbaridad. Lo que pasaba entre Federico y yo es cosa particular nuestra, tan particular, que si quieres que yo te quiera, has de coserte la boquita y no hacerme preguntas, porque te planto en la calle, como he plantado a ese puerco del pollo malagueño, que maldito sea y toda su casta».
¿Qué te parece? Lo peor del caso es que no puede uno menos de respetar estas delicadezas... particulares, que tal vez tienen un origen espiritual y elevado. ¿Creerás que hablando de ello, mi impresionabilidad hizo de las suyas, y volví a ilusionarme unas miajas con la persona física y moral de aquella mágica hembra? Entre mil cosas que dijo, hubo una que me dejó pasmado. «Y no te creas que le vas a sustituir, porque te juro por estas cruces, que el vacío que ha dejado aquí en mi alma aquel buen amigo, no se llenará jamás, aunque yo viva cien mil años y medio, porque no ha nacido el hombre que lo pueda llenar. Conque ya lo sabes, y basta de matemáticas».
-De modo -le dije entre risueño y meditabundo- que cuando yo pensaba que venía a heredar al pobre Federico, resulta que heredo...
-A ese mequetrefe, a ese lameplatos, a ese gatera -replicó sin dejarme concluir-. Ya ves si soy franca. Yo pongo todo el corazón en la boca, y enseño todo mi natural, todo, todo, menos una parte que se me queda dentro. Soy yo muy desfachatada, muy abierta, muy frescota, pero también muy acá para mí. Entrego al que habla conmigo las llaves todas de mi natural, menos la de un cuartito reservado, que ya no se volverá a abrir, porque se mudó el inquilino. ¿Estás en lo que te digo? Eres ahora mi caprichito; me gustas; te quiero; me haces ilusión. Durará dos meses, tres, un año, puede que menos, puede que sólo dure ocho días; pero si me quieres, si te gusto, tómame tal como soy. El día que me canse te lo diré. Yo no sé fingir. Ahora me da por echarte los brazos; mañana te pegaré una coz. No te rías; doy coces cuando me ahíto de un hombre, y al pollo le eché a la escalera, dándole así, con el pie para atrás, hasta que se me quitó de delante.
Hágome cargo de tu asombro al leer estas tonterías. No creas que quito ni pongo nada. Estaba monísima la tunanta aquella, que no por ser quien es, deja de tener en su carácter algo que admirar debemos, aunque uno se proponga no admirar nada, salvo la belleza corpórea, tratándose de hembras de tal clase. Verá ahora el complemento de la escena de ayer, que quisiera referirte con todos sus pormenores, por la lección que encierra y los horizontes que abre al conocimiento de las cosas humanas. Al pasar de la sala al gabinete, ¡oh sorpresa!, me veo colgado de la pared un soberbio tapiz. Al punto se me iluminó la mente, y lo reconocí; ¿pues no había de reconocerlo?
-¡Ah!, bribona, ya te has caído -le dije abrazándola por el cuello, mientras ella me abrazaba por la cintura-. Ya te cogí. Ese tapiz te lo ha dado mi padrino. Si lo conozco, si lo he visto allí mil veces. Es flamenco, cartón de Rubens o Jordaens, y de los repetidos, que él guarda para sus cambalaches. No me lo niegues; te lo ha dado en pago de tu silencio, quizás para que prestes una declaración falsa, asegurando al juez que Federico perdió grandes cantidades a la ruleta en los días anteriores a su muerte. Vamos, confiésamelo todo. ¿Somos o no amigos? Ello ha de quedar entre nosotros.
¿Cómo había de negármelo? Ni siquiera lo intentó. Desconcertada primero ante mi brusca interpelación pues, ya no se acordaba del tapiz, pronto se echó a reír, confirmando con cuatro palabras lo que yo expresé, no sin añadir algunas explicaciones.
«Me lo dio Cisneritos, es cierto... Ya sabes que es mi amigo desde que tomé la alternativa. Yo se lo había pedido muchas veces, y siempre me lo negaba el muy perro. Pero estos días... Te contaré: lo que él quiere es que yo me calle; no que declare eso que tú supones. Al juez le dije que no sabía una palabra. Porque verás... si yo hubiera boqueado más de la cuenta, podría armar un lío de mil demonios. ¿Pero qué se saca de deshonrar a una familia respetable? Hazte cargo. Lo que quiero es que me dejen tranquila, y no me traigan ni me lleven. Te diré otra cosa: Cisneros pensaba que yo tenía cartas de Federico o papeles de compromiso para alguien... Le traje aquí para que viera que no hay nada. Me registró todos los muebles como un celoso. En fin, que ese viejo marrullero me estuvo mareando dos días, y yo le dije, digo: 'Ahora sí que me he ganado el tapiz'. Vamos, que me lo dio, a condición de que me volviera muda, y no declarara en sustancia cosa ninguna, guardándome mucho de esos trompeteros de periodistas. ¡Qué odio les tiene! Pues, la verdad, yo, como todo el mundo, me había compuesto mi novelona para embocársela a los de mi tertulia».
-¿Y cuál era tu novela?
-Pues que se mató él mismo delante de tu prima, porque descubrió que ella se la pegaba con Malibrán.
-¡Jesús!
-Francamente, como en casa de la San Salomó contaban que ella le había matado por celos de mí, yo me abronqué y dije: pues antes que me envuelvan, voy a salir yo también con mi romance de ciego. A todo el que venía aquí se lo encajaba, y tan fresca... Súpolo Cisneros, me mandó llamar y me dijo, dice: «Chica, ¿qué haces? Mira que si te descuidas te mando a presidio». Me asusté; faltome poco para llorar. En fin, que le prometí no mentar más el crimen y plantarme en que yo no sé nada. Total, que con esto y algo más, me gané el tapiz.
Tales declaraciones, a pesar del acento de sinceridad conque Leonor las hacía, me parecieron, si no falsas, incompletas. La pícara me decía una parte no más de la verdad, la menos importante tal vez. Incansable yo en mi plan investigador, puse cerco a sus camáldulas, redoblé mis zalamerías, ensanché todo lo que pude el campo de la confianza, y por fin hoy, transcurrido un día de estas fáciles relaciones, he logrado arrancarle aquella otra parte de la verdad que me escamoteaba. Vas a saberla.
Cisneros le propuso declarar ante el juez que Federico había estado en su casa el mismo día 1.º de Febrero por la mañana, angustiadísimo, y le había dicho: «Si no encuentro de aquí a la noche cierta cantidad, me pego un tiro».
«Tanto y tanto me predicó ese viejo zorro -añadió Leonor-, haciéndome ver que con estas mentirijillas no perjudicaba a nadie y podía hacer mucho bien, que cedí... Claro, no perjudicando... ¿qué importaba?... ¡Ah!, también quería que dijese que Federico me pidió dinero a mí, y yo no se lo quise dar... A esto me resistía; pero chico, el tapiz se me había montado entre ceja y ceja... Era un antojo, y soy temible cuando me encapricho por algo... Hicimos nuestro trato, y punto concluido... Pero no sabes lo más salado, y es que me porté cochinamente con Cisneritos. Cuando me encontré delante del juez, entráronme remordimientos, y pensé que si decía lo que me mandó el vejete, arrojaba una mancha sobre el buen nombre de mi amigo querido, el número uno de los caballeros de Madrid... Nada, nada, que se me resistía declarar aquellas papas... yo soy así. El escribano me hizo muchas cucamonas, y el secretario me dijo mil porquerías, y entre todos me estuvieron mareando un rato. Pues chico, me atufé y me dio la santísima gana de no soltar prenda; que yo no sabía una palabra, que no había visto al interfezto, que no me constaba si ganaba o perdía. Allá escribieron todito lo que dije, firmé, y a vivir... Tú dirás que me porté mal con don Carlos, y que debía devolverle el tapiz... Pero ya ves; era una indecencia que yo dijese de Federico cosas que le ponen en mal lugar. Vamos, que me acordaba de él, y los ojos se me llenaban de lágrimas. Yo tengo todos los defectos, todos, menos el de la ingratitud... El pobrecito fue siempre muy bueno para mí. ¡Cómo había yo de...! Verdad que no cumpliendo con Cisneros, debía decirle: 'tome usted su arrastrado tapiz, que yo soy más persona decente de lo que usted se piensa...'. Pero sobre que no tuve alma para devolver el regalo, ¿no te parece a ti que es justo jugarle una partida serrana a ese tío, más malo que el no comer?... Y bastante favor le hago callando, ¡digo! Mi no sé nada, mi no he visto nada valen bien, no digo yo un tapiz, sino media docena».
¿Qué te parece? ¿No es verdad que este rasgo pinta una persona? ¿No ves a Leonor enterita con sólo la relación de un acto suyo? Lo único que me resta decirte acerca de esta gitana, cuyos desplantes abomino a veces y a veces no puedo menos de admirar, es que mis habilidades para saber algo más fueron de todo punto inútiles. No me han valido mimos ni triquiñuelas capciosas, para obtener de la chavala algún indicio de la clase de conexiones que con Viera tuvo. Ignoro si seré más afortunado en lo sucesivo; pero no sé por qué se me figura que cuando esta se planta, no valen contra ella ni aguijonazos ni palmaditas. Plantada se queda, y hay que matarla o dejarla.
Allá va otro detalle, que, si nada tiene que ver con el asunto principal, merece consignarse para regocijo tuyo y mío; que viene bien un poco de sainete entre estas seriedades fúnebres y curialescas. Estábamos Leonor y yo conversando íntimamente, en el mayor abandono y confianza posibles, cuando sonó la campanilla; oí ruidos de voces, y la doncella entró muy sofocada en el gabinete anunciándonos que el pollo malagueño se había presentado en actitud hostil y camorrista. Habías de ver a la Peri saltar en paños, que más que menores debieran llamarse mínimos, y agarrar una zapatilla, arma que, según dijo, le bastaba y le sobraba para poner en vergonzosa fuga al invasor. «Verás, verás, qué pronto le despacho -me dijo risueña y nerviosa, sin acertar a meter los brazos en las mangas de la bata-. No le puedo ver... ¡Indecente, gandul, canalla!...». Salió en medias, pantufla en mano, y sentí luego un gran vocerío, mas no me pareció que sonaban zapatazos. A poco volvió Leonor, y riendo me dijo: «¡Pobrecillo, está muerto de hambre! Es preciso que coma, al menos». Metió sus dedos, de rosadas uñas en el bolsillo de mi chaleco, y me sacó cinco duros, que por conducto de la criada pasaron a las necesitadas manos del mocito aquel, de lánguidos ojos. Al hacerle la limosna, la gitana le mandó este cariñoso recado: «Dale eso para que coma, y dile que aquí no venga más, porque estoy de él por encima de los pelos, y que vaya a que le mantenga el Nuncio».
¿Y qué dices tú ahora de mis depravaciones, de mi caída en la profunda ciénaga del vicio, do se anidan (¡atiza!) todas las sierpes venenosas que destruyen el alma... y el cuerpo? Haz el favor de no llevarte las manos a la veneranda cabeza. No hay tal vicio ni cosa que lo valga. Es la vida, chico, el desenvolvimiento biológico dentro del medio social... Vamos, si esto no es filosofía, que venga el diablo y lo vea.
17 de Febrero.
Evangelio del día, secundum Villalonga. Este astuto vividor, bulle bulle de la política, que es en él pasión y oficio, se ha vuelto de poco acá hombre de orden. Su lengua de hacha que antes convertía en leña las reputaciones más sólidas, si se le interponían en su camino, ahora es una lengüecita muy enguatada, y más lamedora que cortante. Aspira el tal a ocupar un puesto en la situación, y ya no muerde sino cuando se le amortiguan las esperanzas de la senaduría vitalicia. En estos días parece que la cosa va bien, y el hombre es de lo más razonable, de lo más sensato que imaginarte puedes.
Truena contra los calumniadores, y dice que esta tendencia a enlodar los nombres más respetables es un síntoma de desquiciamiento social. Cuando pone el paño al púlpito, nos reímos, porque parece que está refutando todo lo que en veinte años ha dicho y hecho. Pues si le quieren ver desbocado, que le toquen a la familia Orozco. Algo esperará de ella sin duda, o algún favor hay de por medio. Oye su versión: «La muerte de Federico no ha sido más que el vulgarísimo final de una pendencia de garito. Como todo vicioso estragado, como el borracho que no encuentra bastante fuerte ningún licor, y cada día los apetece más ardientes, Federico no se satisfacía ya con las emociones de las timbas establecidas en círculos elegantes, y frecuentaba garitos innobles... «¡Si esto se puede probar el día que se quiera!» dice Villalonga a todo el que le quiere oír. Prosigue su informe jurídico, asegurando que un amigo suyo le vio salir con otro sujeto de una casa de juego de malísima traza, a eso de las diez y media de la noche del 1.º, y que en actitud de querella se metieron por la calle que conduce al solar del polvorista. «Me parece que más claro no puede estar. Este amigo mío les vio, repitió que les vio, y está dispuesto a declararlo».
A renglón seguido se lamenta de que quieran convertir este hecho vulgarísimo en fábula de amores, difamando a una dama ilustre... Y luego enjareta el panegírico de ella, y crudos anatemas contra la ligereza y ruindad de una parte del público. Es que en esta raza proterva ha existido y existirá siempre el tic nervioso nacional de abatir lo que está alto, de manchar la misma limpieza, y de enturbiar lo más claro y puro. Concluye el orador jurando y perjurando que daría cualquier cosa por cambiar de nacionalidad, abandonando la raza proterva y el suelo ingrato, para metamorfosearse en inglés, en alemán, o, si a mano viene, en moro berberisco... Pero no, lo que él quiere ser es inglés. Ahora le da mucho por lo inglés, por lo parlamentario y por el self-governement. ¡Eso es país, eso es política y opinión soberana... y juego de las instituciones...!
Basta de Villalonga, y voy con Calderón de la Barca, del cual creía yo que, por ser amigo íntimo de los Orozco, o más bien parásito, sostendría las versiones más favorables a sus patronos. Pues no señor. La intención a eso va; pero no le resulta, y su destornillada cabeza ha compuesto un novelorrio que cree muy lisonjero para sus amigos; pero es tal la necedad de su invención, que ni daño ni favor puede hacerles. Supone a Federico perdidamente enamorado de Augusta, y a esta rechazándole con desdén. Si le apuran, Calderón es capaz de sostener que le consta, por haber oído y visto algo que corrobora semejante afirmación. Pues bien; Federico, loco de amor, frenético, y sin reparar en los medios que emplea para obtener de la dama la cita que con tenacidad le pide, resuelve engañarla, diciéndole que su esposo tiene una querida; Augusta niega y duda; él insiste, y ofrece probarlo. ¿Cómo? Pues en tal sitio se ven los amantes: la esposa ofendida puede sorprenderles y cerciorarse de que se la pegan. Cae mi prima en el lazo, y se deja llevar por el traidor a la casa donde este le ha ofrecido patentizarle la infidelidad de Orozco. Llegan... Escena. Federico, ebrio de amor confiesa su pérfido ardid, y cae de rodillas. Augusta le pone de vuelta y media; esto es de cajón. El otro, arrebatado y ciego, le dice: «O eres mía o te mato». Y el muy pillín saca su revólver. La dama prefiere la muerte. Trábase una pequeña lucha, cae el revólver al suelo, se dispara solo, pataplum, y la bala se le mete a Federico por la cintura. Table... a... u. Imagínate lo demás. Viéndose herido, reconoce el criminal el dedo de la Providencia, porque este dedito fue el que oprimió el gatillo del arma; y abrumado por los remordimientos, pide perdón a la dama. Esta se lo da, y le encaja, su sermoncito, recomendándole que se arrepienta, a lo que él accede, porque ya no tiene más remedio.
-¿Y la herida de la cabeza, la herida mortal de necesidad? -le preguntamos-. ¿La herida de la cabeza?
Ráscase el narrador la suya, pero no acierta a sacar con la uña la continuación de tan burdo argumento. Por fin... la cosa es clara... el pérfido huye... ¿Pero a qué seguir? Ya puedes figurarte el desarrollo de estos adefesios de la inventiva ramplona.
No quiero entretenerte más con vueltas alrededor del asunto, y vámonos al centro, al corazón de él. ¡Pensar que este jeroglífico no lo es para una sola persona, y que tal persona, si quisiera, podría disipar con cuatro palabras la confusión de mi mente! ¡Pensar que Augusta sabe la solución y que yo no puedo leérsela en la cara; que detrás de aquel entrecejo está la representación exacta del hecho y que yo no puedo verla! Mi curiosidad se ha excitado tanto, que no sé qué daría, amigo Equis, creo que daría años de mi vida, porque esa mujer tuviera un momento de franqueza conmigo y me revelara su secreto. Vamos, que le perdono el mal que hizo, falta, error o delito, si me cuenta lo que pasó en aquella noche aciaga.
Pues no creas, lo he de intentar; he de emprender con ella una campaña de astucia, de constancia, un asedio en que emplee todas las armas, desde las que infunden miedo a las que inspiran afecto y confianza. No me muero yo con esta incertidumbre, y ella misma me ha de librar del fiero suplicio. Seis días estuve sin parecer por la casa de Orozco, y al quinto el propio Tomás me envió recado quejándose de mi desvío. Hoy he almorzado con ellos. Ya te contaré lo que hablamos. Tengo prisa, y además estoy en expectativa de una conferencia que espero celebrar con Augusta, quien a instancia mía, me prometió que hablaríamos un rato a solas. Convenimos en que ella señalará día y hora, y aquí tienes establecida ya una comunicación reservada entre los dos. Te lo contaré todo; pero no me apures, que hay tiempo, y aplazo mis informes con la esperanza de adquirir conocimiento más claro de alguno de los hechos. Hasta otro día.
19 de Febrero.
No me lo vas a creer; pero te lo diré cien veces si es preciso. El santo está como si ignorara lo que pasa y lo que se dice, y es casi seguro que no lo ignora. Tal serenidad que por nada se altera, ¿es grandeza de alma o todo lo contrario? Para afirmar lo primero sería preciso ver en este hombre un temple de carácter tan superior que rayara en lo sobrenatural. Porque habías de ver su cara, en la cual no notas ni el más ligero signo de disgusto o contrariedad; habías de oír su acento, siempre firme y reposado. A su mujer la trata con la cariñosa deferencia de siempre, y ella a él con mayores consideraciones, si cabe, que antes. Te lo digo con franqueza: el arcano que en la intimidad de este matrimonio se esconde sin duda, me inquieta ya más que el otro de la muerte de nuestro amigo, y daría no sé qué, años de vida también, única moneda con que se avaloran tales satisfacciones , por poder ocultarme en la alcoba conyugal, y oír lo que hablan... ¿Pero qué hablarán, Dios mío? ¿Qué dirán? ¿O es que no dicen nada, y se han puesto de acuerdo para ignorarse y desconocerse el uno al otro?...
Este Orozco, ¿qué clase de hombre es? Explícamelo tú, entusiasta apologista de sus virtudes. Francamente, cuando estas se me presentan en grado tal de perfección, éntranme ganas de dudar de ellas, o de tenerlas por papel bien estudiado y aprendido para embaucar al mundo. Imposible que un hombre de carne y hueso conserve tal presencia de ánimo en medio de la atmósfera que se ha formado en torno suyo; y si realmente la conserva, es que no es de hueso y carne como nosotros. No niego que pueda existir en nuestros tiempos la santidad; pero me resisto a admitirla en las altas clases. Existirá en las órdenes religiosas, o en los desiertos habitados por una sola persona; pero en el mundo activo, en la sociedad, en el matrimonio, en medio de los chismes, de las envidias, de la soberbia, del lujo... Vamos, Equisillo, que se te quite eso de la cabeza. A tu sagaz olfato no ha llegado nunca el olor de esa santidad... perfumada.
Vamos a otra cosa. La conferencia con Augusta, a solas, se verificó ayer. Fue interesante, aunque estéril para mis fines inquisitivos. Recibiome en su tocador, por la tarde, y no había nadie presente, pues no llamo persona a la chiquilla de Calderón, que iba y venía por la estancia tirando de una muñeca amarrada por el pescuezo, imagen exacta de mi situación espiritual, pues a ratos, en estos tristes días, me parece que un demonio me echa una soga al cuello y se divierte tirando de mí y apretándome sin ahogarme.
Mi prima no puede ocultar que ha tenido insomnios, malísimos días y peores noches, y que su ánimo está profundamente perturbado. Sin duda no posee la santidad en grado tan alto como su marido, ni sabe sobreponerse a las miserias humanas. Está mustia la pobrecita, ojerosa; la mirada se le extravía, se le pierde. Cierto que traba de disimular, echando un nudo a los suspiros que del pecho se le quieren salir, pero no puede lograrlo. Si te digo que está más guapa que nunca, no lo creerás seguramente, aunque supondrás que esto es efecto del amor que me inspira. Veo que te ríes. ¿No habíamos quedado, dirás tú, en que todo aquel amor se trocó en aborrecimiento de lo más fino? Bueno; pues te contesto que estas cosas se dicen muy pronto, pero rara vez son la expresión de la verdad. Nada nos engaña tanto como el desarrollo de nuestros propios afectos en los casos graves de la vida. Suele suceder que nos equivoquemos, como chiquillos que empiezan a vivir, y que amemos más cuando creamos odiar, o viceversa. Ello es que la encontré aquel día guapísima y sentí que las energías de mi carácter se debilitaban lastimosamente ante ella. Pero me callo, por ahora, todo lo que al buen Cupido se refiere.
Lo que mi prima quería de mí, bien lo calé desde que empezó a hablarme. Ya puedes figurártelo: que me dejara de averiguaciones, pues lo que resultaba de ellas era espesar más la atmósfera de dicharachos y mentiras. Para decírmelo, empleó mil circunloquios hábiles, reconociendo la bondad de mi intento, mi amor a la familia, etc., etc... Por mi parte, le hice ver que yo no perseguía la verdad para hacerla pública; que si lograba adquirirla, la guardaría en mí como el secreto más delicado de mi vida. Bien podía ella, pues, revelármela, que yo la oiría como un confesor y la encerraría en mí como en un sepulcro. A estas insinuaciones que expresé con calor y casi con elocuencia, contestome la taimada negándolo todo en redondo. No tenía absolutamente participación ni responsabilidad en aquel asunto. Ni Federico fue su amante, ni ella faltó a sus deberes con aquel ni con nadie. Todo calumnia, novela mal pensada y peor escrita, obra de los desocupados, de los que envidiaban la dicha de su hogar, de los que, por vivir depravadamente, no perdonan la honradez de los demás. Era, pues, completamente ajena a las causas de la muerte de aquel buen amigo de la casa, y no sabía si se mató o le mataron, ni quería meterse en indagaciones.
Díjele que no pusiera a prueba mi respeto a su persona; que podía ser inocente de la muerte de Viera; pero inocente de amarle y de tener con él trato secreto... eso, que se lo contara a otro, pues yo tenía datos bastantes para formar mi opinión sobre el particular. No se dio a partido, y negaba, negaba con una insistencia que me volvía loco.
Después examinó, riendo con forzado humorismo, las distintas versiones. La de su amiga, la marquesa de San Salomó, fue tratada con sarcástica frase. «¿Y es posible que tú seas de los que han creído que yo le maté, yo...?, ¿que mis manos...? Vamos, esto sería la mayor de las indignidades, si no fuera grotesco». Pero las interpretaciones que más la irritaban eran aquellas en que se incluía al buen Orozco en la trama, dándole el papel de matador, bien directamente, bien valiéndose de un asesino mercenario. ¡Qué estúpida monstruosidad!».
Viendo que de nada me valía la argumentación seca, apelé al sentimiento, traté de halagar su amor propio, diciéndole poco más o menos lo que escribo a continuación:
«No sé por qué vacilas en confiarme tu falta. ¿Crees que desmerecerás a mis ojos, que perderás mi estimación? No, porque falta y aun crimen de amor, de verdadero amor, no merecen más castigo que el amor mismo, el cual es bastante penitencia. Si un sentimiento vivo se ha sobrepuesto a tu voluntad y a tus deberes legales, ¿qué remedio hay más que perdonártelo? ¿Y cómo no había de perdonártelo yo, que peco de amor por ti, yo que también he faltado a la ley, aunque sólo con la intención? Si yo me absolví de mi falta intencional, ¿cómo no absolverte de la tuya, aunque haya sido menos inocente? Yo tengo cierto derecho a saber tus penas para consolarlas; deseo ardientemente que arrojes sobre mí las cargas que abruman tu conciencia, porque te quiero con locura, y no vacilaría en perder por ti, si preciso fuera, no sólo la paz del alma, sino el honor y cuanto me liga a la sociedad. Si alguien hay a quien debes confiarte, soy yo, porque te amo; y para que no achaques a egoísmo lo que te pido, declaro amarte sin esperanza, y estoy convencido ¡esto sí que es triste!, de que no me correspondes ni me corresponderás nunca. Me inspiraste una pasión loca y te la declaré, ignorando que amases a otro, o dudándolo al menos. Ahora, sabedor de que amaste al pobre Fritz, no se me oculta que la pasión aquella no puede repetirse ni heredarse. Pero ya que no puedo pretender llenar en tu corazón el hueco que ha dejado quien ya no existe, aspiro a ser tu mejor amigo, tu consejero y a poseer tu confianza. Yo te consolaré; yo sabré, como nadie, respetar tu soledad, tu pena inmensa, que por mucho tiempo ha de resistir a todas las tentativas de consuelo».
¿Qué te parece la perorata, que no sé si he copiado con exactitud? Fastidiosa, ¿verdad?, y hasta un poquillo cursi. Pues así y todo, le hizo un efecto atroz. La vi conmovida; sus ojos se humedecieron, y no pudo contener algunas lágrimas. Yo callé, creyendo que el llanto sería precursor de la espontaneidad que deseaba.
Observé que hacía esfuerzos por tranquilizarse y ser dueña de sí. Se enjugaba los ojos, comprimía su emoción para no dejarse vender por ella, y me dijo esto, que me impresionó vivamente:
«Soy muy desgraciada... no lo sabes tú bien. Tenme mucha lástima, porque de veras la merezco».
Le acaricié una mano, sin que tratara de impedirlo. Lejos de hacerlo, me abandonó la otra, como persona en quien la necesidad de consuelos se sobrepone a toda consideración. Le repetí mis deseos de ser su amigo, de consagrarle mi vida y una atención moral incesante, y no se escandalizó, ni mucho menos. Al contrario, mostrose agradecida, hondamente afectada.
Pero de súbito noté en su fisonomía y en su entrecejo no sé qué severidad, algo que provenía de un sentimiento de orgullo, el cual se posesionaba de su alma tras un momento de flaqueza; y poniéndose en pie y apartándome de sí con cierta sequedad ceremoniosa, me dijo:
«Seremos amigos; pero a condición de que no me preguntes nada, de que no indagues absolutamente nada, ni de los demás ni de mí».
Quise contestarle; pero me impuso silencio. Imposible desobedecerla; de tal modo imperaban su gesto y su voz sobre mí. Y aún hubo más. Dio por terminada la conferencia, mandándome que me retirara... Otro día hablaríamos más; así lo dio a entender. ¿Qué había de hacer yo más que someterme ciegamente a su caprichosa voluntad?
Pasé malísima noche, sin poder apartar de mí la imagen y las palabras de esta endiablada mujer, que, si no me engaño, va a volver loco a tu amigo, si es que no lo está ya de remate. Y mira tú qué cosa tan rara; piensa en el enlace misterioso de las palabras con los afectos en esta arrastrada vida humana, tan fecunda que cuantas más cosas peregrinas ve uno en ella, más le quedan por ver. Pues empecé a dirigirle aquellas frases amorosas que te he copiado, como quien emplea un argumento capcioso; se las dije, persuadido de que no decía la verdad, y al concluir, sorprendime de ver que mi corazón respondía a todas aquellas retóricas con un sentimiento afirmativo. Nada, Equisillo, que toda la noche y al día siguiente estuve en brega con mis potencias cerebrales, dudando de lo que sentía, y concluyendo por declararme que esa mujer me tiene embrujado; que mientras más me esconde su secreto, más impelido me siento hacia ella, y que, si me convenciera de que fue realmente matadora más la querría, no vacilando en someterme a la prueba de ser muerto por su mano, con tal que ante... No sigo, porque te alarmarás, creyendo que ya no tengo remedio. Abur, tonto.
20 de Febrero.
Emociones, más emociones. Ante todo, puedes llegarte a Zaragoza o venirte a Leganés, y mandar que me vayan preparando una jaula con los barrotes bien fuertes, porque estoy... ya lo irás viendo.
La entrevista segunda se verificó ayer en casa de la tía Serafina, que sigue muy mal. Augusta va todos los días a acompañarla. Yo fui también, sin citación previa, seguro de encontrármela allí y de que podríamos hablar sin testigos. Nos encerramos en un gabinete próximo al cuarto de la enferma, en ocasión en que no había allí médicos, ni enfermeras, ni visitas. ¡Qué bien! Forjeme la ilusión, al verme solo con ella y observar su actitud expectante, no exenta de recelo, que aquello era cita amorosa, en discreto lugar ignorado de todo el mundo. Lo primero que se me ocurrió fue cogerle la mano derecha y examinarle la muñeca, diciéndole: «¿Se te ha curado ya la quemadura?». Turbada retiró la mano, no sin que yo viese la señal de la heridilla no bien cicatrizada, y me dijo: «Hemos convenido en que has de ser discreto, y no hacer ni decir tonterías... ¿Qué significa, grandísimo simple, esa estúpida sospecha? ¿Acaso te ha cabido en la cabeza que yo me magullé la mano en una lucha...? Claro, como que soy asesina, y he tenido que sujetar a la víctima para...».
-No es eso, no es eso -apresureme a contestarle-. Yo no he creído nunca que fueras asesina; pero sí he creído y creo que presenciaste la muerte de un hombre, ocasionada de una manera que ignoro.
-Vamos, niño; la primera condición para que yo te admita en mi confianza, es que seas conmigo delicado, y me consideres, y me creas cuando te digo algo que directamente me atañe. De otra manera no puede existir esa amistad que deseo y casi casi necesito... Y no la desvirtúes; no aspires a otro sentimiento más vivo, porque si te empeñaras en ello, no obtendrías ese sentimiento, y adiós amistad.
Comprendiendo que en estos casos debe uno contentarse con lo que le otorgan, y fiar al tiempo la ampliación de la dádiva, díjele que aunque estoy perdidamente enamorado, conténtome con el sentimiento apacible y honesto que me concede, y reconozco no merecer más.
«Si hemos de ser amigos -me dijo-, ya que tú te permites intervenir en mis asuntos, y echártelas de padre maestro, y aun de padre espiritual, con tus pretensioncitas de huronear faltas que no existen, voy yo también a llamarte a capítulo, pidiéndote cuenta de ciertos deslices, y excitándote a la corrección. ¿Pues qué se creía usted, señor moralista?».
Quedeme perplejo sin acertar a calarle la intención. ¿Quería aturdirme, desorientarme, o qué demonios se proponía la muy ladina, en quien no pude manos de reconocer la sagacidad castellana de su padre el zorro de Cisneros? No tardé en suponer a dónde apuntaba; caí en la cuenta de que su objeto era tomar la ofensiva, como papel más airoso para ella en la lucha que entablado habíamos.
«Sin duda te han traído el cuento -le dije sin turbarme- de que hay algo... y aun algos con la Peri. Bueno; no te lo negaré. Pero ya debes suponer que esto es accidental y sin importancia alguna en la vida. No llames a eso relaciones. Es una veleidad de ella y una condescendencia mía, que se pueden dar por terminadas en cualquier momento».
Quedose pensativa, y a poco reanudó la conversación, diciendo tales cosas de la Peri, con tanto énfasis y saña tan viva, que no pude menos de fijar en ello la atención. «Has tenido muy mal gusto -me dijo-. Esa mujer es una desvergonzada, una trapisondista, y además, no tiene nada de particular como hermosura, pero nada. No comprendo cómo os ilusionáis con un tipo semejante. ¡Lástima grande que en estos tiempos de vulgaridad democrática no haya las justiciadas de otra época! ¡Lástima que a estas bribonas no las emplumen y las azoten por las calles, para lección de los mentecatos que se pierden por ellas, o de los que...!».
No siguió. Se exaltaba más de la cuenta, olvidándose del papel que quería representar; se clareó demasiado, y dejome ver la punta de un odio inmenso que en su alma latía. Le temblaron los labios y perdieron su encendido color. Pronto noté que intentaba rehacerse y enmendar el descuidillo de sinceridad que acababa de tener. Para esto, compuso su rostro diciendo: «¿Pero a mí qué me importa? Lo he dicho porque... me repugna verte en esa degradación».
Más atento a observar su cara que a calcular lo que debía decirle, contesté de este modo:
«Basta que a ti no te agrade eso para que al instante se concluya».
-No, si yo no te pido que sacrifiques por mí tus gustos.
-¿Pues no dijiste que para afianzar nuestra amistad, te hacías mi directora espiritual, y correctora de mis malas costumbres?
-Sí lo dije; pero luego se me ocurre que no debo hacerlo.
Pareciome desorientada, sin saber qué camino tomar. Por fin se decidió por uno, tras breve meditación.
«Mira, Manolo, te lo diré con franqueza: Yo no quiero que rompas tus amistades con esa mujerzuela».
Juzga cómo me quedaría con esta no esperada declaración. «No te pasmes, no abras esos ojazos -me dijo-. Es un poco raro mi deseo, y necesito explicarlo. Te hago el favor de creer que es muy fácil para ti dar un puntapié a ese trasto de mujer. Y creo más... a ver si te adivino... creo que tu enredo lleva un fin policiaco, el fin de averiguar qué clase de relaciones, qué clase de tratos tenía el pobre Federico con ella, porque, como te has metido a juez instructor, naturalmente habías de buscar datos... del propio cosechero... ¿He adivinado?».
-Sí... tal ha sido mi intención.
-Bueno, bueno -manifestó perdiendo el miedo al asunto-; pues si has descubierto algo, dímelo, y si no, sigue cultivando esa confianza, en la cual encontrarás la luz que buscas y que los demás también deseamos ver.
¡Ay!, querido Equis, de aquel anhelo de indagar las relaciones de Federico con la Peri, resulta una nueva complicación. Hay algo que Augusta ignora, sabiendo, según mi cálculo, lo principal. Así se lo manifesté, y ella insistió en que sólo era curiosidad. Díjele que podía negármelo todo pero no su pasión por el pobre amigo muerto y su presencia en el acto que determinó la muerte de él. Perdí los estribos; me descompuse; creo que se me escaparon frases violentas, seguidas de otras tiernas y apasionadas. Me puse de rodillas ante ella, y besándole con ardor las manos, le supliqué me revelara la verdad de aquella tragedia, de la cual ella había sido por lo menos testigo, y ni un tímido asentimiento pude obtener. Encerrose en torvo silencio que era mi desesperación; denegaba con la cabeza a cada frase mía, y terminó asegurando otra vez que no sabía nada, que no había visto nada. Únicamente al interrogarla sobre sus amores con Viera, observé que su denegación era débil, casi, casi afirmativa, por la manera cómo la hizo, entre suspiros que le salían del fondo del alma.
Por fin, serenándose y tratando de calmarme a mí, se explicó en estos términos: «Para obtener la confianza de una persona, lo primero es hacerse digno de tal confianza. Lo que mucho vale, mucho cuesta, amigo Infante. Tráeme lo que te he pedido, y hablaremos. ¿No te has hecho amigo de la Peri para indagar por tu cuenta?».
-Sí, y ahora quieres que indague por la tuya.
-Cierto, esa es la verdad.
-¡Y quieres que yo sea tu polizonte, y que te sirva, sin obtener de ti ni una sola confianza! Revélame lo que sabes, y si es incompleto, yo te ayudaré a completarlo.
Me abrumó la infame, diciéndome con aplomo cruel: «¿Cómo he de expresarme para que me entiendas? Precisamente por no saber nada, quiero que me averigües lo que te he propuesto averiguar... Y no prolonguemos más esta conversación, porque siento gente en la alcoba; estás muy excitado, hablas en voz alta, y van a creer que estamos aquí tirándonos los trastos a la cabeza. Hazme el favor de marcharte, y hasta mañana o pasado...».
Salí de allí con la cabeza como un borracho, desesperado y aturdido, y estuve paseándome un rato por las calles, para que se me refrescaran las ideas. Y tan pronto sentía un loco impulso de todas las fuerzas de mi vida hacia aquella mujer, más fascinadora por los misterios que la rodeaban, como un velo liado con suprema coquetería; tan pronto me inclinaba a huir de ella, como de un abismo insondable por cuyo borde se me resbalaban ya los pies. Pasada una hora de inquieto vagar por las calles, me dirigí a casa de Leonor, que me aguardaba, y de buenas a primeras, sin preparación alguna, la interpelé en esta forma:
«Me vas a contestar ahora mismo a lo que varias veces te he preguntado sin lograr una respuesta... Mira, Leonor, que la cosa es grave: me lo vas a decir, y así me probarás que me quieres y eres mi amiga. Nada, que me lo dices, ¿verdad? Deseo saber qué clase de relaciones tenías tú con Federico. No vale negar. Porque él entraba aquí muy a menudo. Esto lo sabemos todos, y hay quien cree que no venía por contemplar tu cara bonita. Conque me lo dices, ¿sí o no? Leonor, Leonor, te lo pido por lo que más ames. Hazme el favor de no mirarte tanto las uñas, y habla claro. ¿Verdad que me lo vas a decir... a mí, pichona, monina, a mí que te quiero mucho...?».
Empezó tomándolo a broma. «Como la trucha al trucho. Chalaíto por mí... ¡Ay!, ¡qué resalao es mi peine, y qué bonitos ojos tiene!».
Estas tonterías me exaltaban más. «Leonor, Leonor, no bromees; hablo muy serio, pero muy serio. Yo necesito saber eso, o acabaré como el pobre Federico».
«¡Tú, tú...! ¡Jesús de mi vida! -exclamó, echándose a reír-. Tú no tienes alma para eso, ni estás en sus circunstancias. No eres ni tan caballero como él, ni tan perdido como él, ni tan... ¿Pero qué mosca te ha picado hoy, peinecito de mi vida...? A ti te pasa algo. Voy, voy a echar las cartas para saberlo».
Levantose y trajo los naipes, y en el mismo sofá en que yo estaba empezó su juego, poniendo los cinco montoncitos: lo que esperas, lo que no esperas, lo que te ha de venir, tu suerte, lo que se cubre. Hallábame tan excitado, que de un manotazo fue toda la baraja al suelo, y le dije: «Pareces una bruja... Déjate de disparates, y contesta a lo que te pregunto».
Leonor se amoscó. Cuadrándose y meneando la cabeza, me dijo: «Mira Infantito, que ya me voy cargando; mira Infantito que yo tengo malas pulgas; mira Infantito que si te pones pesado, voy y traigo la palmeta, ¿sabes?, la zapatilla con que despedí al otro peine... Es la que me sirve para dar pasaporte a los pesados, chinchosos y reventativos... Recordarás que te dije: 'de aquello no me preguntes nada'. Con esa condición te admití».
-Pues me vuelvo atrás -contesté ciego de ira, echándole la zarpa a los hombros y sacudiéndola con brutalidad-. ¡Tienes que decírmelo, o te mato, te mato, te ahogo!
Aquello iba a concluir mal. Yo estaba como demente y no era dueño de mis acciones. Leonor se puso a dar chillidos, y entró la criada... No creas que hubo golpes o arañazos. Fue sólo un estrujón, acompañado de palabras descompuestas. Por fin, volviendo en mí, la solté sobre el sofá. La pobre muchacha, llorando de pena por mi ultraje y mi brutalidad, se mostró más bien ofendida que airada, y opuso a mi tenacidad loca una tenacidad mayor: «Ni tú eres caballero -me dijo secándose las lágrimas-, ni siquiera persona decente... Eres un tío, y no sé, francamente, no sé cómo me gustaste... ¿Sabes lo que te digo ahora?, que aunque me hagas picadillo, aunque me cortes en pedacitos de este tamaño, no has de arrancarme una palabra. Fastídiate. ¿Crees que porque soy una mujer pública no tengo tesón? Pues te equivocas, porque también soy mujer particular, cuando me da la gana, y sé serlo lo mismo que otra cualquiera. Mira, ahí tienes la puerta abierta de par en par. Me gustaste, y me gustas todavía. Yo soy muy franca y no oculto lo que siento. Puedes volver, si me pides perdón por esta bronca. Pero si me vienes con preguntas, te doy la patadita para atrás, así, como los burros cuando cocean, y te planto en la calle, para que te hagas cargo de que cuando una quiere ser particular, y decente, y callada, lo es».
Aunque su lenguaje no era tan violento como de mi violencia debía esperar, me sentí profundamente lastimado. Aquella discreción a toda prueba era una especie de virtud, que yo no esperaba encontrar allí. Me ofendía, y te lo diré claro, me empequeñecía. Salí de aquella casa haciendo voto de no volver más, aunque Leonor no me repugnaba, ni mucho menos; al contrario, me era grata su imagen transparentándose en mi memoria. Pero la otra me atraía más, muchísimo más; la otra, Equis de mis pecados, me volvía loco, me producía un vértigo de pasión, de curiosidad... A sus atracciones naturales unía la pérfida el indefinible resplandor del drama desconocido o a medio conocer. ¡Qué noche pasé, qué noche! Imposible darte idea de mi suplicio, ni de las vueltas dolorosas que mi espíritu daba, ya queriendo poner el afán de conocimiento sobre la ilusión de amor, ya esta sobre aquel.
Y tú no me dices nada; tú ni me aconsejas ni me das siquiera una opinión. Parece que te has vuelto tonto, o que miras con indiferencia lo que me atañe. Pues para eso, maldita la falta que me hace tu amistad ni ese saber omnímodo que dicen que tienes. Me has olvidado. Eres un egoísta... sí, un egoistón. Ya lo he comprendido. No quería decirlo; pero al fin dicho está, y no me vuelvo atrás.
21 de Febrero.
Si mal no recuerdo, ayer terminé mi carta tratándote con cierta dureza. Haz la vista gorda, hombre, y considera el estado de mi ánimo, propenso a la violencia y a la injusticia. Yo necesito desahogar con alguien esta efervescencia, esta turbación honda de mi alma. Déjame que te llame perro judío, y así me calmaré un poco: parece que se me quita un peso de encima. Disimula, pues, toda barbaridad que leas aquí. He tenido momentos de verdadera epilepsia, y aún no se me han sosegado los malditos nervios; la mano me tiembla, y... ya ves qué letra y qué sintaxis gasto... ¡Hasta endecasílabos, chico!
Hoy ha sido para mí un día de prueba; mejor será que diga ayer, porque son las dos de la noche. ¡Qué día! Por la tarde, después de delirar como un calenturiento, se me ocurrió coger el tren y volar a tu lado, para llorar contigo... es decir, tú no llorarías... Después lo pensé mejor. Imposible salir de aquí, imposible apartarme de lo que me enloquece. Pero aún no sé, no sé, si me será forzoso adoptar una resolución que me ponga a salvo de mi propia ansiedad. ¿Qué crees tú?
Pues ayer tarde la vi otra vez. Acababa ella de entrar de la calle, y estábamos solos. No había soltado el entucás, ni quitádose la capota. Me parece que la tengo aún delante de mí, con su abrigo de pieles desabrochado, ¡hacía un calor en aquel gabinete!... aún creo ver la mirada compasiva que me dirigió, y oír su acento fraternal. Porque desde que me vi ante ella, me desbordé en palabras enamoradas que me salían del fondo del alma. Fascinación mayor no he sentido nunca ni creo que la vuelva a sentir. El enigma terrible que la rodea, lejos de desilusionarme, me trastorna más. La quiero por honrada si lo es, y la quiero por criminal, si en efecto lo ha sido. Y creo que lo fue; criminal en un grado que no acierto a precisar, y que sin duda no llega a la perpetración del hecho. No puedo recordar bien lo que le dije; que estoy loco por ella; que no importa, para quererla, que tenga en sus manos una mancha de sangre como la de lady Macbeth. «No la tienes -añadí con desvarío, besándole las manos enguantadas-, no la tienes; pero si la tuvieras, Augusta, yo te la borraría con mis besos. Tu corazón se purificará con sólo corresponder a la efusión del mío. He pasado por mil alternativas. El despecho me ha sugerido ideas malas; he creído que eras perversa; tan obcecado estuve, que llegué a creer que te odiaba... mira qué absurdo... Y en el mismo momento de creerlo, habría sido capaz de darte mi vida. Perdóname mis impertinentes investigaciones, que podrían resultar ofensivas para ti. Las hice fingiéndome el pretexto de descubrir tu falta; pero el verdadero móvil era conocer tu pasión. Nada enciende nuestra curiosidad como el secreto, el quid ilícito de la persona que amamos, eso que en nuestro egoísmo creemos infidelidad. Yo buscaba en ti a la infiel, y por infiel te tengo, y por infiel te quiero más».
Suplicome con acento grave y cariñoso que no insistiera, pues no podía quererme en la forma que yo pretendía. Seríamos amigos sin traspasar los límites de la amistad respetuosa. «No creas -me dijo después con acento conmovido- que me atribuyo cualidades que no tengo; ni pienses que me quiero hacer pasar por impecable. Mi conciencia no está tranquila; pero sí hay en ella el deseo y el propósito de tranquilizarse, y esto es algo».
Como yo la instara otra vez dulcemente a que me confesase su falta, quiso hacerme callar con estas palabras: «Ignoro todavía quién podrá ser la persona digna de oírme en confesión, como no sea un sacerdote, y de esto no se trata ahora. Para confesarme a un amigo, necesito que este me dé pruebas de verdadera amistad, prudencia y abnegación».
Aquí de mi argumento:
«Tú me has exigido que te preste un servicio que ha resultado superior a mi voluntad. La Peri no quiere darme las noticias que me pediste. ¿Qué puedo hacer yo? Ni con ruegos ni con amenazas he podido obtener de ella una palabra».
-Lo cual prueba -replicó- que las mujeres, aun siendo malas, como esa, sabemos guardar un secreto mejor que vosotros... ¿Sabes que he variado de parecer respecto al encargo que te hice? Aplaudo la reserva de esa mujer. Ya no quiero saber nada. Mi curiosidad era cosa inconveniente y de mal gusto, y vale más no satisfacerla. Lo que ignoro, ignorado se quede mientras viva. Lo concluido, concluido. Tú y yo nos contentamos con lo poquísimo que sabemos, ¿verdad?
Esto me encendió más. Su tesón de castellana la engrandecía a mis ojos, y conforme ella se iba ennobleciendo, iba yo curándome también de la insana curiosidad que me había devorado. «Quiéreme -le dije tratando de estrecharla en mis brazos-, quiéreme, y ocúltame tu falta, tu crimen o lo que sea. No te haré más preguntas; no deseo informarme de nada. Pensé adorarte sincera, y callada te adoro más. Pero no me mates con esa amistad fría: estoy loco por ti, y me muero si no me amas. Rota la ley, Augusta, rota la ley, condénate conmigo, que ya no tengo salvación... No se me oculta que tu corazón está lastimado, que está muy fresca la herida para que puedas quererme; pero dame esperanzas, dámelas, o yo no viviré...».
Se desprendió de mí con vigorosos esfuerzos, apartando el rostro. No decía más que esto: «No puede ser, no puede ser».
-Considera que renuncio a hacer más diligencias, y que de mis labios no saldrá una sola pregunta. La curiosidad ha sido ahogada por la pasión.
-Esto no puede prolongarse. Manolo, serénate. Te diré una palabra sola, la última, y ajusta a ella tu proceder.
-Venga esa palabra; venga pronto.
Retirose de mí, y puesta la derecha mano en la cortina de la puerta que conducía a la habitación próxima, me dijo en voz baja y con la mayor seriedad y aplomo del mundo:
«La última palabra, y quizás la confesión más sincera: No he sido honrada; pero estoy decidida a serlo ahora, y lo seré hasta el fin de mis días».
Vi moverse la cortina, y desapareció aquella mujer, dejándome en la mayor de las soledades, la soledad del no poseer y del ignorar. Sentí impulsos de coger una silla y hacerla pedazos. Mira qué puerilidad. Me marché porque me asaltó la idea de que, si me encontraba con Orozco, me sería imposible disimular ante él mi agitación insana.
Querido Equis, yo estoy enfermo, yo no sé lo que me pasa. Esa mujer me ha desquiciado. ¿Qué debo hacer? ¿Debo insistir o dejarla? Si no puedo, si soy un chiquillo, si esta noche, decidido a faltar a su tertulia para coquetear con mi ausencia, me he pasado las primeras horas de la noche paseándole la calle, como un cadete, por el gusto de ver los balcones de su casa y contarlos desde fuera, diciendo: «allí tiene su tocador, allí duerme...». Mira si estaré trastornado...
No he vuelto a casa de la Peri ni pienso volver. Todos me enfadan. Orozco, el ejemplar, el santo, el incomprensible, me es odioso, y todos mis amigos se me han hecho tan antipáticos como Malibrán.
Estoy fuera de mí... Hasta tú me cargas. Te pegaría, creo que te pegaría. Pero en fin, me resigno a no perder tu preciosa amistad. Te perdono la vida. La desesperación y el despecho me inspiran cosas que presumo han de ser enormes disparates. ¡Vaya, que no quererme! ¡Esa honradez de última hora...! El diablo harto de carne... Es una bribona: no, que es un ángel... La adoro por criminal: ¡tremenda antítesis! Si me probara su inocencia, ¿acaso me gustaría menos? Tal vez... Equis, Equisillo, ven por Dios en mi ayuda.
P. D. 22 de Febrero.- Creo que si sigo en Madrid no acabaré en bien. Hoy intenté verla, y se negó a recibirme. Le he escrito. Me devolvió la carta sin abrirla. He tenido un momento de exaltación, que felizmente va pasando. Determino poner tierra por medio. Me voy a Orbajosa. Un día no más necesito para arreglar ciertos asuntos, lo estrictamente indispensable. Saldré mañana en el tren correo, y a media noche estaré en tu compañía. Por Dios, Equis de mi vida, haz todo lo posible para que no salga la música del pueblo a recibirme.
23 de Febrero.
¿Qué es esto, Equis de mi vida? ¿Está escrito que yo he de volverme loco, y que seas tú quien me remate?
Vamos por partes. Hoy, cuando estaba disponiendo mis bártulos, cae sobre mí como un aerolito, mejor dicho, como si desde Orbajosa me arrojasen un canto rodado, el insigne hijo de esa localidad, D. Juan Tafetán, el cual, después de saludarme en tono lacrimoso, participándome que le han limpiado el comedero, y que viene a solicitar con mi ayuda ¡Dios nos asista!, su reposición, me entrega un encarguillo que le diste para mí.
El paquete... Pero no; he dicho que vayamos por partes, y por partes hemos de ir. Pues las quejas que del afligido pecho de Tafetán salieron, partirían una roca. Díjome que esa gente está furiosa contra mí por la indeferencia rayana, en menosprecio, con que, de algún tiempo acá, he mirado los asuntos del distrito. Los encumbrados Polentinos, así como los humildes Licurgos, hállanse acordes en ponerme de hoja de perejil, porque he permitido con mi incuria que los de la oposición se hayan montado sobre los nuestros. Estos, es decir, los que fueron míos, celebraron la semana pasada un patriótico meeting para convenir en la forma y manera de darme una silba si tengo la frescura de presentarme en la metrópoli del ajo. ¡Y yo que, en el colmo de la inocencia, creí o temí que saldría a recibirme la música del pueblo con sus desacordados trompetones! ¡Y ya me figuraba oír el restallido de los cohetes que a los aires lanzaría, en homenaje a mi persona, la diestra mano de Frasquito González!
Pero dime tú, ¿es cierto lo que me cuenta este pobre hombre, con el cual no sé qué hacer ni dónde ponerlo, ni cómo consolarle en su tribulación de cesante? ¿Es cierto, di, que en toda esta temporada de angustias, fiebre y diligencias policiacas, no he contestado ni una sola carta de los caciques y gente menuda del distrito? ¿Es cierto que en esto que llamaremos interregno se ha resuelto la cuestión del emplazamiento de la estación del ferrocarril, situándola en Valdegañanes, y dejando a nuestra Urbs Augusta a diecisiete kilómetros de la línea? ¡Bueno se va a poner El Impulsor, que decía no hace mucho que el ferrocarril llamaba a las puertas de Orbajosa con el alerta de las locomotoras, esos centinelas avanzados de la civilización! ¿Y es cierto (el cabello se me eriza al escribirlo) que los de Valdegañanes, esas lumbreras apagadas del obscurantismo, amenazan con arrancar de cuajo el juzgado y llevárselo a su término? ¿Es cierto que nuestros enemigos, envalentonados por mi abandono, han secado la fuente de los Chorrillos, llevándose el caudaloso real de agua al abrevadero de Penitentes de San Bartolomé de Abajo? ¿Es cierto que me birlaron el peatón de Fuente los Tojos, y el estanco del tío Majavacas, y que me han dejado cesante a este sin ventura Tafetán? Cierto debe de ser, pues se trae una cara tan compungida que ni la de la Magdalena se le iguala. Pues con estos golpes y la destitución en masa del Ayuntamiento de Villahorrenda, veo por tierra, o a punto de derrumbarse, eso que los representantes del país llamamos el altarito, o sea mi poder político en el pedazo de España que tuvo la honra de elegirme su esclavo y opresor. Ante tal cúmulo de desastres, querido Equis, resuelvo aplazar la visita a mis electores, con el doble objeto de ver si puedo poner algún puntal al consabido altarejo, y de librarme de la serenata que mis siervos y tiranos ¡ay dolor!, me tienen preparada.
Y vamos a lo otro, pues dije que iríamos por partes, y por partes ¡vive Dios!, iremos. Tafetán me entrega un grueso paquete, que me parece, al pasar de sus temblorosas manos a las mías, una caja de bizcochos borrachos. Y he aquí que me digo: «¡Por dónde se le ocurre a este tonto ahora mandarme bizcochos borrachos! ¡Ah! ¡Es que necesito medicina dulce y narcótica! ¡Qué talento tiene este Equis!...». Pues señor, abro el mamotreto y me encuentro que contiene papeles. ¡Ajajá! Cinco cuadernos manuscritos, de igual tamaño próximamente, y muy cosiditos con hilo encarnado. Los hojeo con febril curiosidad. Lo primero que me llama la atención es la letra. Yo conozco esta letra... Pero, señor, ¿de quién es esta condenada letra? De Equis no es, y sin embargo me es familiar, familiarísima... Y de una sorpresa grande pasamos a otra mayor. Figúrate cuál sería mi asombro al ver los nombres de Augusta, Orozco, Federico, Malibrán, corriendo en medio de las hojas, pasadas velozmente por mis dedos. Lo que más me maravilla es que la disposición de los nombres a la cabeza de trozos más o menos largos de texto, parece indicar que el contenido de los cuadernos está en diálogo dramático. Me fijo en el encabezamiento de uno de ellos, y veo que dice: Jornada tercera. La portada del primero es lo que remata mi estupor, y desconfío de mis ojos cuando leo: REALIDAD, novela en cinco jornadas. Abro tanta boca que el mismo Tafetán, haciendo un paréntesis en su consternación de cesante con nueve hijos, se ríe de mí.
¿Pero qué es esto, Equis de todos los demonios? ¿Qué drama es este, o qué novela, y quién la ha escrito? ¿Has sido tú? ¿Es un bromazo que me das?... ¡Anda, anda! Leo la lista de personajes, escrita en la primera hoja, y me encuentro a toda mi gente. Equis, Equis, explícate, por tu vida, si no quieres que yo acabe de perder la razón. ¿Por qué no acompaña al paquete una carta tuya, informándome del por qué de este extrañísimo y misterioso escrito? ¡Pero si yo conozco la letra... la he visto mil veces, y no puedo en este momento, por el trastorno de mi cabeza, recordar a quién pertenece!... ¡Ah!, ya caigo en ello. La letra es tuya, tuya, desfigurada. No me lo niegues. Tú, que eres de la familia de los Merlines; tú, que posees un poder de adivinación no concedido a todos los mortales; tú, que sabes ver la cara interna de los hechos humanos cuando los demás no vemos más que la cara exterior, y penetrar en las vísceras de los caracteres, cuando los demás sólo vemos y tocamos la epidermis; tú, Equisillo diabólico, has sacado esta Realidad de los elementos indiciarios que yo te di, y ahora completas con la descripción interior del asunto la que yo te hice de la superficie del mismo. De modo que mis cartas no eran más que la mitad, o si quieres, el cuerpo, destinado a ser continente, pero aún vacío, de un ser para cuya creación me faltaban fuerzas. Mas vienes tú con la otra mitad, o sea con el alma; a la verdad aparente que a secas te referí, añades la verdad profunda, extraída del seno de las conciencias, y ya tenemos el ser completo y vivo. ¿Es esto así? Dime sí o no, y mientras me arrojo como un hambriento sobre tu Realidad, carguen contigo los demonios, y conmigo también.
De Equis a Infante
Orbajosa 24 de Febrero.
Gandul: recibo la tuya, y me apresuro a explicarte el por qué del manuscrito que te llevó el buen Tafetán. Pero ven acá, tonto, ¿es posible que no reconozcas tu letra? ¡Si es tuya, grandísimo idiota! ¿A tal punto has llegado en tu desvarío cerebral que ni conoces tu propia escritura? A esto me contestarás que tú no has compuesto tal drama ni cosa que lo valga, y temerás sin duda que mis explicaciones aumenten el barullo de tu infeliz cabeza. Verás como no; verás cómo te tranquilizas al saber de qué modo natural y sencillo se produjo esa REALIDAD que tanto te pasma, saliendo de tu letra sin que tú pusieras en ella la mano.
Pues verás, hijo mío, qué fenómeno tan fácilmente comprensible para un sabio perspicuo, como lo eres tú, formado en la escuela de la Peri y de otras filósofas peri... patéticas. Atiende bien. Guardaba yo tu correspondencia, perfectamente liada con balduque, en una arca donde suelo meter, para que no me los roben estos pillos, los ajos de la última cosecha. Guardo también cebollas, alguna calabaza, sartas de guindillas, simiente de anís y otros productos de este prolífico suelo. Ya ves que tus cartas estaban en buena compañía. Yo les había puesto un rotulito que decía La Incógnita.
Pues anteayer se me antojó releerlas. Abro mi arca, y... puf. Sin juramento me puedes creer que salía de allí un olor de mil demonios. Echo mano al paquete, y me lo encuentro transformado en el drama o novela dialogada, de tu puño y letra, que recibistes por el buen Tafetán. Comprendiendo que debes leerlo tú antes que nadie, refrené mi curiosidad y allá te fueron las cinco jornadas. Pero qué, ¿no crees en la metamorfosis? Para mí es tan común el fenómeno, y lo he presenciado tantas veces que no me causa sorpresa alguna. Sí, chico, no te quemes las cejas averiguando quién ha compuesto eso. La realidad no necesita que nadie la componga; se compone ella sola.
Qué, ¿lo dudas todavía, y persistes en que yo...? No, hijo, no tengo ese saber de adivinación que me atribuyes. El fenómeno que hoy admiras es tan natural como el más corriente que en la Naturaleza puedes advertir uno y otro día. Cuando quiero obtener la verdad del un caso, cojo los datos aparentes y públicos; los escribo en varias hojas de papel, los meto en el arca de los ajos, y a los tres días, hora más, hora menos, ya está hecho.
Aún dudas, ¿verdad? Pues si quieres que yo te crea tu pasión por Augusta, tienes que creerme la sobrenatural y ajosa metamorfosis de tus cartas en novela dramática.
Tu invariable
Equis X.
P. D. Se me olvidaba decirte que haces bien en no venir. Todas las referencias tafetánicas son ciertas. Si pareces por acá, te aguarda una silba en la cual tomaremos parte todos los habitantes de esta ciudad excelsa, lo mismo los brutos que los ilustrados, entre los cuales tengo la inmodestia de contarme. Se han vendido ya en el pueblo cuarenta docenas y media de silbatos. Iré de simple testigo, a presenciar la justa cólera de los ciudadanos, y tu vergüenza y humillación. No te chiflaré, pues ya sabes que yo no toco pito.
Appendix A
Fin de LA INCÓGNITA
Madrid. Noviembre de 1888.- Febrero de 1889.
- License
-
CC BY 4.0
Link to license
- Citation Suggestion for this Edition
- TextGrid Repository (2022). Benito Pérez Galdós. La incógnita. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). https://hdl.handle.net/21.11113/0000-000F-775D-4