Pilato y Cristo

«[...] Mas los judíos gritaban diciendo: "Si sueltas a ése, no eres amigo de César"».

(S. Juan, XIX, 12)

Una esclava de Alabanda -memorable solar de los mimos y bayaderas-, con túnica verde y cerquillo de cobre en la greña indomable, postrose bajo los robustos hinojos de Pilato y le calzó la solea, pasándole entre los dedos las bridas de color de jacinto. Volviose Claudia, y apareció el contorno magnífico de su cuerpo de una íntima palidez de fruta, y sus piernas desbordaron graciosamente del tálamo de limonero y de marfil. Subió los brazos y trenzó las manos en la delicia de su nuca; y prosiguió diciéndole su sueño.

Los dos copos de luz aromosa de la lámpara avivaban una circulación de sangre de resplandores en la imagen de Júpiter Óptimo Máximo, y en las telas de Pérgamo, que vislumbran y crujen frías, apretadas como un musgo.

-...¡Dejan sus ojos un pesar que va resbalando con la blandura de un ungüento precioso, y queda nuestra vida tan delgada que parece que vuele encima de sí misma, como un ave cerniéndose sobre su nido! Yo sentí una congoja y un bien, que no trae el dolor ni la salud. Y si me dijesen: «Besa de amor a ese judío», y yo le besara, no besaría en él lo que de él me cautiva, que si a ti, Poncio, te beso, beso a Amor y a lo amado; mas, si por besar la música beso la cítara, no besaré la música, que ya está en mi carne y permanece fuera de mi cuerpo y de la cítara. ¡No recuerdas a ese hombre, oh Poncio!

Poncio sonrió, y alzose envuelto en su amfimallum de paños dóciles, blancos y felpudos.

Abrió la esclava los tapices. Por un vidrio de Siria penetró el día azul, y al pasar el romano a su terma se produjo un relámpago de vestiduras.

Oyose la inquietud del agua, rasgada por las piernas de Poncio.

Claudia se expandía desnuda dentro del sol, «el esposo rubio y fuerte», recién ungido de los campos, que llegaba a reposar en el tálamo de la hermosa. Ella se complacía mirándose; pero la memoria de su sueño le apagaba la delectación de sí misma; y entornaba los ojos, y hablaba muy despacio, como si fuese escogiendo y tomando cada palabra de la imagen aparecida en su interior para formarla fuera corporalmente.

-...Tiene su barba dos puntas de rizos, que semejan los brotes del acanto... Su boca, siempre dolorida, se entreabre de cansada. Trae el turbante muy subido, y se le descubre toda la almena de sol de su frente; los cabellos le bajan apretados por su tez de color de trigo. Cuando ese hombre mira, todo lo que está delante de sus ojos parece que palpite desnudo. Su túnica es ancha, de un tejido moreno de hebras rojas, y del manto azul le caen los cordones que le señalan por maestro de gentes. Camina un poco encorvado, parándose, volviéndose a todo lugar. Tiende sus manos, y se le ve el dibujo perfecto de sus dedos. ¡De qué son esas manos, sus manos cinceladas!

Crujió la faz del agua herida por las palmas de Poncio, que dijo con zumba:

-¡Oh, Prócula, y cuán ahincadamente le miraste!

-¡Toda la noche estuvo a nuestro lado! Dormida, comencé a verle; y desperté, y seguí mirándole sin engaños de sueños, porque yo oía el pregón de las vigilias. Las luces del bilychnis doraban su cabeza, quedando en una sombra morada sus pómulos y sus órbitas, y esa obscuridad me miraba, me miraba sin pupilas. Era el hombre que, por vernos, no reparó siquiera en el paso de Ismael-ben-Fabí, el acatado por el esplendor de sus galas y de su mesa...

La bóveda del baño palpitó de risas de Poncio.

-¡Yo tampoco, amiga mía, yo tampoco me vuelvo cuando pasa ese vientre de podre, que despreciaría Edusa! Nada más me enoja que sea su cocina más grande que la nuestra. Afirman que mide ciento cuarenta y ocho pies de longura. ¡He de derribársela; se lo juro a la graciosa deidad del Triclinio!

Claudia prosiguió:

-...Ismael y su cortejo y cuantos hallábamos se doblaban ante nuestra litera, torvos y duros; sólo ese Rábbi levantó su frente para mirarnos. ¡Parecía que contemplara en nosotros toda Roma!

De nuevo rodó la risa de Poncio; pero llegaba desleída en la mañana ancha y libre, porque las siervas habían abierto la azotea para la insolatio. Desnudo y tendido sobre pieles, untado de aceites y bálsamos de flores, que el sol iba exprimiendo sin apoderarse de los aromas, Poncio murmuraba, trémulo por la fricción de las sabias manos de los adobistas.

-¡Por Jove, nunca, nunca... escuché una lisonja de tanta elegancia! El cantor de mi linaje... -Y se detuvo para recoger toda la caricia que le esponjaba la espalda-... ¡El cantor de mi linaje mordería de celos su estilo!... ¡Contemplar en nosotros toda Roma! ¡Oh, fervorosísima, que no sospeche ese elogio Aelius Lammia, porque aun reside más Roma en él que en Poncio Pilato!

Todavía dijo ella:

-...Antes de perdérseme la forma de ese hombre se me acercó mirándome con agonía... ¡He sentido su cuerpo; se agarraban sus dedos a mis hombros; le colgaba la cabellera mojando mi carne de sudor de moribundo!

En las torres vibraron plenas, clarísimas, las trompas de las atalayas, y el sonido frío, luminoso, parecía abrir el azul y alejarse como una bandada de aves.

Por la crujía de los aposentos del Procurador comenzaron a oírse unos pasos macizos, que troquelaban el silencio de las losas.

Llamó la voz del tribuno.

Poncio enviole un siervo; y supo que una multitud, guiada por sanhedritas, pedía el consentimiento de una sentencia de muerte.

Desperezose, volcándose por la blanda solana, y con su grito acerado mandó que se contuviera al pueblo hasta la hora tertia, en que siempre principiaba la de la Justicia.

Las pisadas volvieron a hundirse en los pasadizos; después, las piedras se cerraban en su reposo mural.

Pero, bajo, rompió contra la ciudadela un oleaje tronador de muchedumbre. Era un estallido de la Jerusalén peligrosa, desbordada y fanática.

Resonó descarnadamente el Lithóstrotos por la carrera de la caballería pretoriana.

Irguiose Poncio. Claudia le llamaba. Las siervas se asomaron pálidas y medrosas.

Venían entonces de los adarves los huéspedes del procurador, y hablaban con sosiego. No había tumulto, sino impaciencia popular. Y acercándose a la cámara vestuaria de Pilato, le pedían, remedando los gestos y voces de Israel, que bajase al Pretorio.

Poncio sonreía, y decidiose. Trocó la levísima suela por el calceus patricio, múleo de cuero escarlata y bridas negras que se cruzan y abrochan en el tobillo con una media luna de marfil; se vistió la túnica íntima y corta de hilo de Egipto; encima, la laticlavia, y colgose sobre los hombros, dejando libre el brazo diestro, la toga pretexta, blanca, franjada de púrpura, de gordos pliegues y cauda ampulosa; enjoyó sus muñecas, tomó su insignia, y bajo el dintel de sicomoro esculpido, recibió el salve de sus invitados.

Junto a una pilastra esperaba el tribuno de la fortaleza.

El Procurador retrajo las salutaciones para mandar que se abriese el Pretorio; y salió con reposado continente a la cumbre de la gradería.

Sus amigos corrieron por los techos de los pórticos y se asomaron a la ciudad desde los arcos.

Poncio se paró en el primer peldaño.

La plaza centelleaba de yelmos, de escudos, de picas y brazales, de la cohorte de Cesárea, perteneciente a la legión «fulminata», legio duodecima gemina. Rodeando el púlpito subían los medallones de los manípulos y los cuatro mástiles del velario.

Fuera se encrespaban las voces y los relinchos. Volvió el prefecto de la torre. La cabeza de Poncio se ladeaba escuchándole. Y sonrió desdeñoso.

El pueblo se negaba a pisar las piedras de la casa del gentil para no contaminarse en la vigilia de la Pascua.

Poncio recogiose la vestidura, y ceñudo y rápido comenzó a bajar la escala de mármoles. En el último tramo le aguardaba el séquito de Justicia. Le precedieron los lictores, de uno en uno, con toga delgada, cerquillo de laurel de oro en las sienes y, encima del hombro izquierdo, el haz de abedules, atado con la roja correa, donde reluce la lengua de la segur. Después iban los tabularios, con sus garnachas lisas, llevando junto al seno las dos láminas enceradas, tabula dealbata, para la absolución o la condena; los pregoneros, de piernas desnudas y el sayal cruzado por la banda del cuerno de cobre; el trujamán, con turbante rebultado de telas amarillas y verdes y plumas y abalorios, la dalmática morada y recias bragas medas; los cuatro mílites de las ejecuciones, con su apex de bronce, el pectoral de unas cobrizas, y cayéndoles del costado el sagum o clámide, tenido de púrpura de coccus.

Cruzó Poncio el inmenso patio. Un aire tibio le abría un ala blanca de su toga. Su jabalina de marfil señaló hacia la gran arcada; y ocho númidas hercúleos, de piel callosa de elefante, pasaron los horcones por las argollas del púlpito, arrastrándolo a los portales. Avanzó el centurión con una escuadra de caballería. Gritó la muchedumbre.

Y apareció Pilato sobre la viga forrada del umbral, frente a Jerusalén de cúpulas gozosas, tiernas de sol, y ceñida por el vaho de las callejas sórdidas de Acra.

El silencio fue ondulando hasta cerrarse en toda la planicie.

Se adelantaron los sanhedritas y sacerdotes, y al deshacerse su grupo en fila reverente quedó solo Rábbi Jesús, jadeando entre el aliento de humo de los caballos.

La mirada de Poncio le rozó distraída al hundirse con dureza en el pueblo. Y sin subir a su cátedra levantó la insignia, permitiendo que le hablasen.

Un escriba salmodió el proceso, y el intérprete trasladaba al latín las acusaciones: blasfemias, embaucamientos, adaptación de las profecías, con daño de Israel...

Goteaba la voz en el claustro solitario del Pretorio, con un eco roto y frío.

Poncio se cansaba de aquel relato de culpas, donde no había para él ninguna realidad humana. Y volviose a su séquito.

Sonaron las trompas. El sanhedrita enmudeció, plegándose. Y Pilato exclamó:

-¡Juzgadle vosotros mismos, según vuestras leyes!

Traducidas las bruscas palabras, las enviaban los corros próximos a los apartados, tejiendo un rumor sañudo.

Poncio, que ya pasaba los claustros, retrocedió impulsivo y siniestro.

-¿Qué quieren? -Y quedó inmóvil, mirando la multitud.

Sobre un fondo de voces surgía el grito metálico de un viejo curial.

-¡Rábbi Jeschoua es digno de muerte; mas a nosotros ya no nos es dado el poder de esa sentencia! ¡Rábbi Jes...!

-¿Y qué hizo? -le cortó impaciente y adusto el romano.

Simón-ben-Kamithos, menudo y pálido, le repuso:

-¡No te lo traeríamos si no fuese culpable!

El viejo prosiguió:

-Rábbi Jeschoua se ha rebelado contra el Señor Dios nuestro, contra nosotros y contra ti mismo. ¡Se llama rey!

-¿Rey?

Y la mueca altiva de Poncio acabó en un pliegue de recelo. Se fijó en Jesús y miró al centurión, que arrojose de su potro, dejando las bridas a un esclavo de las cuadras.

Poncio dijo:

-Súbelo.

Y él adelantose.

Detrás le aullaban las turbas. Y no se volvió. Comenzaron a llegarle los pasos del soldado. En el sol del mosaico veía caminar la afilada sombra del reo, y la sombra cojeaba.

Pilato se detuvo para mirarle. Rábbi Jesús tenía un pie descalzo, y le sangraban las uñas; el otro llevaba sandalia, una sandalia reventada de subírsele y aplastarle otros pies, gorda de fango y estiércol.

Los palomos de los torreones volaban rodeando el Pretorio, y la proyección de su vuelo se rompía rauda y graciosa en el sol de las murallas.

Pilato apoyó su diestra en el breve pilar que partía la aguda ventana. Era un aposento hondo, vestido de paños, donde millares de siervas labraron figuras de monstruos y vegetales de Egipto y de Libia. Colgaban de los artesones cuencos de pedernal para las estopas de las luces, racimos de aljabas y de clavas, adargas de pieles polícromas, que envió el Gran Herodes de sus guerras con los parthos. Los lechos de ciprés y cornerina formaban un estalo bajo los tapices. En medio de la estancia reposaba una gigantesca loba de bronce sobre un cubo de mármol negro, por el que se trenzaba, reproducida en esmalte, la viña de oro de 500 talentos, «encanto de los ojos», según los judíos, que Aristóbulo regaló a Pompeyo. Y frente al animal sagrado, en una mesa délfica, brillaba una ampolla de vidrio con peces de Aretusa.

Pilato contempló la gloria del día de primavera, los campos tiernos, los montes esculpidos por el cincel de la luz; y junto a su palacio, las manadas de hombres greñudos y foscos, amontonándose tercamente en la planicie. Les odió tanto, que sintió el latido atropellado de toda su sangre.

Asomose el centurión; luego, Jesús, el trujamán, el asesor.

No lo advertía Poncio. Recordaba las pasadas matanzas, las letras de Tiberio... ¡y se maldijo porque las antiguas crueldades le impedían ahora machacar esa muchedumbre...! ¡Nunca, nunca se le había deparado una costra de humanidad tan densa de israelismo como entonces!

Venían las risas de los caballeros romanos.

Tornose Poncio, y llamó al tribuno.

-¿Qué nuevas tienes tú del Rábbi?

Y el tribuno, recio y pecoso, sonrió como un chico mazorral... Había visto al Rábbi en el Templo». Bajó él con una escuadra, porque Jesús acometía a los mercaderes de los atrios... Fue después del día de su triunfo en las calles...

-¿Su triunfo?... ¿Cuántos le aclamaban?

Y el custodio de la fortaleza quedose cavilando. Se veía en su frente ruda el ahínco de torpe y de escrupuloso para el recuerdo. Parpadeó mucho, resolló y dijo:

-Eran todos pobres y forasteros. Menos que los que él sanaba; gentes galileas y algunas del arrabal de Bethania, de Bethfage y de Ofel.

-¿Es éste el mago a quien Addaï, rey de Edesa, llamó a su casa?... ¡Empújalo aquí!

Y Poncio sentose en un dorado bisellium, de espaldas a la claridad. Sus pupilas de cobre se contraían acechando a Jesús. Y de improviso le gritó:

-¡Cuéntame lo de tu reino!

Aun llegaba el Señor, y su frente, sus pómulos, el hueso de su nariz, su barba, iban recibiendo la luz de la estrecha ventana.

El trujamán, pesado, rollizo, repitió en siriaco lo que dijo Poncio, y reparaba soezmente en las basuras de la sandalia del Rábbi.

Pilato apartó al plebeyo, Hincándole en la pierna la punta agudísima de su calceus.

Jesús les miró; pasose la lengua por sus labios terrosos, y contestó en habla greciana:

-¡Mi Reino no es de este mundo!...

El judío dice: «Tres idiomas hay: el hebreo, para la plegaria; el latín, para la conquista; el griego, para la elocuencia y la plática».

El Rábbi valiose del griego en sus jornadas por Skythópolis, Gerasa, Hippos, Pella y todas las ciudades helenizadas de la Judea oriental; en algunas de Galilea y de Samaria; en sus disputas con helenistas. Y Poncio, como caballero y magistrado romano, hablaba el idioma oficial de la sabiduría de su tiempo.

Ya no era menester que la boca mercenaria obscureciese el coloquio.

Y sin darse cuenta, Pilato arrastró su asiento y Cristo se le acercó más.

Los invitados del procurador comentaban gratamente la pronunciación del Rábbi. Fosidio tomó de la cintura a Celio. ¡Oh, prefería este visionario a la hez israelita que le acusaba! Después no pudo reprimirse y suspiró:

-¡Qué no diera yo por haber escuchado a Cleopatra, sabidora de todas las lenguas! ¡Su garganta se acomodaba a los acentos, como la del ruiseñor a los trinos!

Insistió Jesús:

-¡Mi Reino no es de este mundo, porque si de aquí fuese, mis gentes me librarían victoriosas de vosotros!

Irónico y rápido, le dijo Poncio:

-¿De nosotros, o de esa chusma que te agarró?

Y quedose mirando las manos de Cristo. Los cordeles las hendían, subiéndole los bordes de la tumefacción amoratada. No eran manos cortas y rudas de artesano, ni untuosas, cadavéricas, rapaces, de mercader semita... Y se las indicaba a sus amigos. El senador juró por la «Aurora de rosados dedos», que los dedos del Rábbi eran de una pureza verdaderamente latina.

Pilato se acariciaba sus pulidas uñas.

-...¿Luego te crees rey?

Jesús contestó:

-¡Tú dices que lo soy!

-¿Yo? ¡No, por tus dioses y los míos! ¡Yo no! ¡Lo dicen los que te traen y tú mismo lo dices!

Se alzaron las risas de los caballeros, y el centurión, el tribuno, los curiales se daban de codos y también reían.

Jesús prosiguió con una firmeza amarga:

-...Yo para ser Rey nací y para testimonio de la Verdad. ¡Todo aquel que ama la Verdad escucha mi voz!

Poncio, con las piernas tendidas y cruzadas, movía los pies, recreándole el brinco del sol en las lúnulas de su calzado.

Los patricios repetían en su torno las palabras del reo.

Se incorporó Poncio, y en tanto que se subía la toga dijo bostezando:

-¡La Verdad..., la Verdad! ¿Y qué es la Verdad?

Agrupados los amigos, olvidándose de Jesús, se cambiaban los conceptos aprendidos de los sofistas y de sus lecturas.

Pilato los desdeñaba todos; en cada pueblo y en cada nombre había visto florecer una verdad. Hacía tiempo que su esposa triunfaba del anagnostes... Y cansado de vanas sutilezas de adomenos, apotegmas y definiciones, soltose de Fosidio y de Celio, de más atildaduras y remilgos de erudición que los otros, y bajó al Pretorio.

Rugieron las trompas. Y en el silencio que dejaron se oían los toquecillos que daba Poncio con su jabalina sobre el oro de sus brazaletes.

Onduló la muchedumbre. Y el romano la miraba distraído, impenetrable.

Venía Jesús muy despacio. Y Poncio, señalándole, gritó:

-Yo no hallé culpa en ese hombre. La justicia del Imperio no puede confirmar vuestra sentencia.

Se elevaron los brazos de los sanhedritas. Y el pueblo, que aun no entendiera al Procurador, también alzó sus manos y agitó sus cayadas.

Salió del todo Jesús.

Fue tan estridente el vocerío, que hería el aire y los muros con sensación de piedras que rebotasen.

Bajaron afanosos los invitados de Pilato. Todas las galerías se coronaron de cubicularios y siervas.

A un signo de Poncio cabalgó el centurión, y se removieron estruendosos los corceles.

Los sacerdotes iban a las turbas para aquietarlas, y volvían junto al Procurador. Allí, en un ruedo, se consultaban, con ademanes resbaladizos, con sonrisas incisivas; se estregaban sus manos enjutas; aparentaban sumirse en una consternación sigilosa y ritual. De sus frentes pendían las cajuelas de boj y badana, donde llevan las palabras del Éxodo y del Deuteronomio, que deben acompañar todos sus pensamientos. Y compungidos repetían a Poncio los delitos de Jesús, instándose, enmendándose, dándose aletazos con los codos: y cuando alzaban sus miradas, Pilato las pisaba con la suya... «Muchas veces buscaron a Jeschoua Nazarieth para apartarle de sus maquinaciones con la mansedumbre del consejo, con la aspereza de la amenaza, con el aviso del enojo de Antipas y de Roma. Y el Rábbi les menospreció. Toda sumisión peligraba por su doctrina. Revuelto estaba su país de la Galilea, y ahora traía el mal a Jerusalén...».

Poncio contuvo al intérprete. Denotaba una vivacidad propicia.

-¿Por ventura es galileo ese Rábbi?

Y como ellos se lo confirmasen, cerró la causa:

-No tengo poder sobre él. Su foro es el de origen. En su palacio de Sión está ahora el Tetrarca; que Herodes os lo juzgue, y yo consentiré que se cumpla su fallo en la Judea.

Luego dictó a los tabularios:

-Forum originis vel domicilii!

Tendió su insignia, resonaron los cuernos y desapareció, seguido de los atributos y oficiales de la jurisdictio. Detrás, los enormes esclavos le llevaban el púlpito.

La caballería abrió un vado en la riada de muchedumbre. Y Rábbi Jesús se fue alejando por la puente de Tyropeon, entre picas, yelmos, tiaras y turbantes.

Poncio y sus amigos buscaron la umbría de los claustros, haciendo un grupo de claridad y elegancia bajo las rudas bóvedas.

Bílbilo apartó los comentarios del juicio, renovando el propósito de recorrer la Galilea.

Pero Cebo pidió ir a Jericó, donde se hunden las rodillas en las mieles de los dátiles y en el suco delicioso del mirabolano.

Mario gritaba:

-¡A Cafarnaum y Tiberiades! ¡Un centurión me ha prometido hebreas que tienen todo el recato de la virgen de Oriente y la oculta y sabia liviandad de la mujer de todos los países! ¡Ellas componen para sus cuerpos un aroma, cuyo secreto no descifraron todavía nuestros perfumistas! ¡Tiberiades!

-¡Tiberiades reciente, pulcra y perversa! -dijo casi cantando el senador- ¡Tiberiades, la concubina de un príncipe que le ha dado por baño un mar diminuto! ¡Tiberiades, sagrada por su nombre imperial!

Stertinius confesó que le agradaría más quedarse en Jerusalén.

Celio puso sus pálidos dedos, cuajados de anillos, en la boca del héroe.

-¡Por el dulce ceñidor de Venus, que no atienda nuestro huésped tu antojo de soldado!

Y Poncio imitaba los fervores de Mario Antisticio:

-¡Tiberiades, Tiberiades, casa placentera del Tetrarca, en cuyos jardines se ofrece Herodías tan poderosa para la tentación, que hasta los cisnes la miran amándola como si cada uno escondiese un Júpiter!

-«¡Qué palabras se escaparon del cerca de tus dientes!» -recitó Fosidio.

Y Mario, encendido, rugía:

-¡Magistrado cruel que estimulas nuestra hambre de delicias y nos dejas entre gentes ensayaladas! ¡Oh, Bílbilo, cómprate un reino con tus riquezas y arráncanos de Poncio y de Stertinius!

Poncio sonreía.

-¡Acaso realicé hoy, valiéndome del pobre Rábbi Jeschoua, una obra política que abrirá las puertas de Tiberiades para vuestro gusto!

Le acometieron todos preguntándole.

Y él contó:

-Rompiose mi amistad con Antipas por las matanzas que hice de sus súbditos amotinados en el Templo; la sangre de los galileos se juntó con la de los bueyes y ovejas de los holocaustos. En Cesárea tuve también que acuchillar a los judíos. Intercedió Herodes, y no pude oírle. Hoy el Procurador del Imperio le cede un reo en presencia de Jerusalén. ¡Basta una lisonja para trocar en amigo al adversario vano!

Mario le abrazó diciéndole:

-¡Dos tórtolas de las palmeras de Magdala he de ofrecerle a Lubentina para que César te nombre su Legado en Siria!

-¡No, por todo el Olimpo, no pidas mercedes a las divinidades, no fuera que se asemejasen a los hombres que cuando remedian se comportan con el protegido de modo que evitan la gratitud!...

Pasaban por el ergástulo. Celio se estremeció y tuvo que buscar el sostén de su hermano,

Entre dos sillares del zócalo se erizaba una reja, y dentro fosforecía una mirada.

El tribuno les dijo que allí estaban los reos guardados para las ejecuciones de la Pascua. Los suplicios se habían retrasado esperando al Procurador. Ya sólo podrían cumplirse en aquel día, «antes de que apareciesen dos estrellas en el cielo», según comprueba el israelita el tránsito de la tarde a la noche, o después de la santidad de los Ázimos.

Quiso verlos Stertenius; y dos esclavos desempotraron los travesaños, sumiéndose en lo profundo con sus linternas cilíndricas de cuerno y las virgas de acebo enfundadas de cuero de toro. Sonaron los varazos abriendo la piel, rebotando en los cráneos. Acercose un ruido de prisiones y losas, y salió arrastrándose un hombre velludo y fornido que traía en las nalgas la paja y la inmundicia de la yacija. Luego asomó un costal humano, una masa rezumante con dos cabezas: dos reos atados juntos; el lodo y la mugre se les agrietaba en la boca, en los párpados, en las orejas, en el vientre.

Mandó Pilato que desgajasen el montón; y los custodios lo fueron desliando, volcándolo brutalmente bajo el sol del Pretorio.

El tribuno leía en una rodaja de pino colgada del cepo del carcañal los nombres de los sentenciados. Para mostrarlos apoyaba su pie en las frentes; y subía un hervor de moscardas verdosas.

-«Genas, incendiario y ladrón. Gestas, ladrón y homicida».

-¿Y aquél? -preguntó Stertinius señalando al hombre peludo.

El soldado doblose y el reo le miró como las ratas cuando las ahogan, y le dio sus lomos.

-«Jeschoua-bar-abbas, ladrón, dos veces asesino y sedicioso».

Les interrumpió el estrépito de las trompas de los vigías previniendo de proximidad o sospechas de disturbios.

Y subieron precipitadamente a las terrazas, Poncio se asomó al pasadizo. Al verle, los pretorianos que guardaban el Lithóstrotos se apercibieron para acometer. Conocían el ceño de sangre de su amo.

Retornaban las turbas, conmoviendo la mañana de rumores, nublándola con humo de carne y de tierra. Desde lejos adivinó el centurión el afán de Poncio; su caballo botó, y se produjo una llama de hierro, de oro, de púrpura. Pronto estuvo bajo el recio arimez; y en tanto que refería todos los lances del fracasado juicio en la cámara herodiana, fue enjambrándose la muchedumbre al pie de los muros.

Rábbi Jesús traía una ropa blanca, inflada de viento, llena de sol, como la vela de un navío.

Y esa vestidura cándida podría simbolizar tan sólo el oprobio de una quimera; pero Pilato recordaba su significación jurídica en los procesos de Israel. Porque allí el acusado presentábase a los jueces con sayal negro; y reconocida su inocencia, se le ataviaba con vestiduras blancas.

Abrió sus brazos sobre el azul y exclamó:

-Yo no descubrí delito en ese hombre. Su Tetrarca tampoco puede condenarle...

Apenas vertidos sus conceptos saltó unánime el aullar de la plebe, como si viniese ensayada y decidida a la revuelta.

Pilato se sintió acechado de odios. Y brilló en sus ojos un destello de crueldad. Pero, dentro de sí mismo, Roma le observaba.

El grupo de jueces era ya más copioso, y lo presidía el Pontífice, asistido del Hâkân.

Y fue el Sumo Sacerdote el que arredró la multitud, subiendo su báculo de curva enjoyada.

Destacose pesadamente, y dijo en lengua latina:

-¡Pido justicia a Poncio Pilato! ¡Y la justicia traerá júbilo a la ciudad del Señor y paz al gobierno de Roma!

Poncio sonreía heladamente.

Kaifás esforzó su voz de cortesano.

-Los tres anatemas de la Synagoga han caldo sobre Jeschoua Nazarieth. Y el Sanhedrín, en mi aula y en su cámara, le ha condenado a que muera. Porque ha escarnecido la Ley Santa y quebrantó todos sus preceptos; y se llamó el Ungido, el Mesías, que descenderá de David y será tanto como el rey glorioso que redujo a los sirianos y domeñó a los ammonitas. Mas todo impostor que se alce por mesías, «¡muera de muerte!».

Y rugió el pueblo:

-¡Muera de muerte!

-Roma -acabó el Pontífice- no puede oponerse a nuestra sentencia. Jerusalén acusa al falsario que puso asechanzas contra su Templo, y yo soy el testimonio de la ciudad, yo el Sumo Sacerdote desde los primeros tiempos de Valerius Gratus, sin que éste ni tú hallaseis engaño en mí. El Tetrarca no le condena porque aquí aun tiene menos poder que nosotros. El derecho a la muerte, el jus gladii, sólo es del Imperio.

Y volviose Kaifás, y todas las tiaras se humillaron acatándole.

Los amigos de Poncio se asomaban y escondían. Se les juntó el Procurador, y los cinco le acogieron imitando con el índice y el pulgar de entrambas manos el pico de la cigüeña, ademán de burla en Roma.

Mario gritaba:

-¡Se nos revienta la esponja de la risa, la «pulpa lienis», según diría nuestro Senador, mirando al hierofante de Jehová!

-Yo he visto -dijo Stertinius-, yo he visto en Germania bestias como ese Pontífice: su misma barba, sus orejas, sus ojos, sus ancas, sus pies.

-Tú la tienes, carísimo, en tu atrio -prorrumpió Bílbilo.

Y le recordó la pintura de un bisonte lamiéndose.

Celio gimió:

-¡Oh Poncio, que desuellen y asen todo ese sacerdote de grasa, o que le den eléboro!

Y Fosidio olvidose de sí mismo para recitar el adagio.

-Ventris obesitas non gignit ingenium!

No participaba Pilato del regocijo. Se le había endurecido la mirada; se oía el temblor del eburno dije de su calceus que golpeaba nerviosamente los balaustres.

¡Un pueblo y un sacerdocio con el Pontífice Máximo acusando a un curandero!

Y se inclinó para mirarle.

Kaifás, que seguía todos sus impulsos, le dijo:

-Ahora está encogido y medroso. ¡Desconfía de él! Examínale más por ti mismo, si quieres, siendo cauto con el astuto.

Moviose la mano del Procurador. Y el centurión empujó a Jesús dentro del Pretorio.

Corrían los viejos del Sanhedrín, buscándose, espesándose. Descollaban Kaifás y un escriba lívido, caroñoso, cuya osamenta se le señalaba espantosamente bajo su túnica rajada de verde y ocre.

La multitud llamaba a los vendedores de agua de miel, de bergamotas y ponciles, de pasta de higos; y la disputa y el bocado les hinchaba la faz pringosa.

Un viento cálido esparcía sobre el Lithóstrotos los humos de los sacrificios.

En la hondonada cruda de sol se desarrollaban largas sierpes de rebaños conducidos por pastores árabes, con sus albornoces rígidos como pieles de tiendas.

Poncio y Jesús se encontraron donde principia el pasadizo de los arcos.

El Rábbi se pisaba el lienzo y la soga de la befa de Herodes.

-¡Quitádselo! -rugió el romano.

Y Jesús le miró.

De una colgada azotea salió un grito de mujer. Pasaron perezosamente los patricios, y antes de entrar en la cámara de la loba, llamaban a Poncio.

-¡Prevén a Herodes de nuestro viaje!

-¡Oh, ya basta, dilectísimo!

-¡Aconseja al pobre mago que se humille al bisonte!

-¡Que dispongan la comida viaticia! Poncio sorprendiose de la mirada firme y austera del nazareno. Pero en seguida los ojos del Rábbi quedaron en una quietud soñadora, como si contemplaran un abierto confín.

La liberta de Claudia vino, presentando al esposo una tablilla que decía:

«¡Nada hagas tú contra ese justo! ¡Es el que se paró a mirarnos; es el de mi visión!».

Los trazos del estilo rasgaban, retorciéndose, la faz de la cera.

Poncio sentía en su frente el ahínco de Claudia, asomada entre dos leves pilares.

Leyó otra vez su aviso; se fijó en Jesús. Y tuvo una sacudida de protesta, porque le cansaba y le violentaba un hombre que era un reo, y un reo de Israel, como los que se revolcaban en su miseria, avivada por el sol del patio.

Y, de improviso, mirando a los ruines, se suavizó su gesto; dio un breve mandato al centurión, y salió sobre las arcadas.

Su voz comenzó a caer recortadamente:

-Est autem consuetudo vobis ut unum dimittam vobis in Pascha.

Kaifás y los sanhedritas que sabían el habla latina, se sobresaltaron, barruntando que el anuncio del jus aggratiandi fuese entonces una destreza de magistrado para librar a Jesús.

Este indulto sancionado por el pueblo, derivado de la fiesta romana del Lectistemium y de la griega de las Thesmophorias, lo traía Roma a sus provincias para dejar en sus sometidos una ilusión de poder; y los hebreos se incorporaron la gracia a su cerrada vida, tomándola como memoria del término de la servidumbre de Egipto.

-Costumbre tenéis vosotros que os suelte uno en la Pascua -tradujo el dragomán al arameo.

Esperó Poncio.

Se le acercaba un hollar de pies descalzos, un resuello convulso, un rumor de argollas.

Y apareció Barrabas; y a su lado, Jesús, frágil, exprimido entre la corpulencia bravía del preso y la blancura estatuaria del romano, cuya palabra revibró:

-Quem vultis vobis de duobus dimiti: Barabbam an Jesum, qui dicitur Christus?

-¿A cuál de los dos queréis que os suelte? -voceaba el mercenario- ¿A Barrabas o Jesús, que se dice el Cristo?

Los codos de Barrabas retemblaron; crujieron sus quijadas y se le desgarró la boca en un mugido de buey. Dos lictores le contenían estrangulándole los cordeles de los riñones con el astil de su destral. Súbitamente los ojos del homicida, de una esclerótica de coágulo, quedaron fijos a la mirada de Jesús.

-¡Barrabas! -pronunció el Pontífice. Y lo repitió el sacerdocio, y lo aclamó la plebe.

Pilato estrujaba la orilla de púrpura de su toga. En su frente hendida, en la palpitación de sus labios se fraguaba un arranque de ferocidad. Pero abatió su cráneo y retirose del pretil. Se le estremecían las mandíbulas y las sienes como si estuviera mordiéndose las ataduras de su sangre.

Y en todo el hondo seguía resonando:

-¡Barrabas, Barrabas, Barrabas!

Los ejecutores abrieron la carlanca y los hierros del facineroso, que al sentirse aflojado hinchó su tórax, se trenzaron sus músculos, saltaron rotas las cuerdas y escapó enloquecido, arrastrando de un talón un trozo de cadena que chacoloteó en todas las gradas y rebotó contra los eslabones de los reos del patio.

Todo el Pretorio llenose del relincho y del trueno de su huida.

El romano y Jesús se miraron. Y pareciole a Poncio que resalían en el Rábbi los rasgos firmes, angulosos, de terquedad y sigilo de la raza odiada.

Y murmuró con lástima dura y zumbona:

-¿Y tus partidarios, Cristo? ¡No ha venido nadie de los que te quieren! ¡No, no es de este mundo tu reino! ¡Mas, por las sombras del Báratro, en este mundo es donde matan los hombres a los hombres!

El Rábbi contempló desoladamente los montones de humanidad seca, enemiga: judíos que le aborrecían; gentiles gozosos de tumulto; galileos humildes que se recataban de los altivos jerosolimitanos, o celebraban sus insultos confesándose engañados por el mal Profeta; mujeres, lisiados, viejos y hasta criaturas chiquitas, los niños que él descansaba con lástima en su pecho y se le incorporaba la palpitación de su vida. ¡No tenía a nadie!

Una tristeza de hombre, de hombre desamparado, comenzó a reducirle y angustiarle; se le plegaba la piel a sus huesos agudos de un temblor frío y trágico. Un extranjero le recordaba su soledad. Y sintiose extranjero en la tierra judía, agria, quebrada, obscura. ¡Oh Padre, si él hubiese vivido siempre entre estos hombres de Judea! Lejos, sobre un remolino de koufiehs y turbantes, osciló la espalda sudada y hercúlea de Barrabas. Poncio gritó:

-El daño que Rábbi Jeschoua os hizo lo expiará con la flagelación.

Y ordenó el suplicio que aplacase a Israel y sirviese de tortura, quaestio per tormenta, para arrancar revelaciones al obstinado galileo.

Los lictores bajaron a Jesús a la rinconada de los Pórticos, donde estaba la columna flagelatoria, un pedestal mutilado, cortezoso de sangres viejas, de sudores y mugres.

Rápidos, expertos, calzaron con cepos los pies del Señor; le descolgaron las ropas hasta los hinojos; le enfundaron la cabeza con la máscara de paño rígido y amargo de pringue, de salivas, de espumas y lágrimas; el capuz que ciega a la víctima y ahoga un poco sus bramidos. La espalda del Señor crujió al doblarse; y quedó inmóvil y curvo, con las muñecas y la garganta atadas en manojo a una argolla.

El lictor Proximus conversaba con un viejo rapado y bisojo, de piernas cortas y el vientre desbordante del cíngulo de esparto, mientras los demás deshacían los rollos de varas. El viejo arrastró un tajo de higuera, subiose, y fue tentando con su pulgar, todo córneo, los flacos ijares, la quilla de vértebras, los huesos de las axilas de Jesús.

Un tabulario llamó al centurión.

Poncio no quería que golpeasen al Rábbi con las virgas; quebraban ocultamente el hueso; y él prefería que se rasgara la carne para saciar la multitud.

Bílbilo propuso el flagrum, correas retorcidas que acaban con mendrugos de osecicos, de plomo y de vidrio.

También lo rechazó Poncio. El flagrum dejaba llagas asquerosas y, a veces, una semilla de infortunio y aun de muerte ya inútiles; muchos azotados con el flagrum quedaban idiotas, y otros, después de cerrárseles las heridas, pasado tiempo, morían enrollándose como virutas.

Celio confesó que nunca había visto tan curiosa agonía en ninguno de sus esclavos, y prometiose verla.

El procurador se desciñó la toga, y se alejaba y volvía por el hondo aposento. Se paró frente al tribuno y le dijo:

-¿Y Melio?

Trasudó el tribuno. No comprendía, no recordaba.

-¿Y Melio?

Y el grito de Pilato le hizo apretar los ojos.

El centurión intervino: Melio pertenecía a la cohorte de Cesárea, y en el Pretorio de Jerusalén nada más se sabía el apodo del lorarius de la otra residencia: «Sísifo».

Ya descansó el custodio de la Antonia.

Sísifo. Sísifo se hallaba entonces con los lictores.

Y Poncio decidiose por el flagellum, haz de trallas hendidas y sutiles que desgajan la carne en hebras, y, si no es hábil el lorario, pueden sumirse y enroscarse a los nervios y a las entrañas.

-¡Que lo flagele Melio! -Y dirigiéndose a sus amigos, añadió-: «Sísifo» desuella los cuerpos con más goce y sapiencia que los asirios a sus prisioneros; ¡los descorteza de modo que se les ve la vida desnuda, y no mata!

Aun aguardaba el centurión.

Le miró Poncio, y el soldado preguntó fríamente:

-¿Cuántos?

-¡Es verdad, cuántos...! Si hablase, un cuarenta menos uno, según dicen en este país Hórrido y falaz hasta para el suplicio. Y si no hablase, si no hablase, acordad vosotros el número. ¡Yo no quiero que ese hombre muera!

Y comenzó la flagelación de Jesús. Los patricios, recostados en los pilares de la escalinata, presenciaban el tormento y gritaban sus comentarios al Procurador, que seguía cruzando la profunda sala.

Stertinius exclamó:

-¡Puño de oro! ¡Cuán perfecta la red de surcos que teje en un espinazo seco!

Pero Celio pidioles que callasen, y dijo dulcemente:

-¡Exquisito dolor, que nunca agota la sensibilidad ni la resistencia! ¡No cambia el golpe ni el gemido! ¡Atended como yo!

Y todos escucharon.

Rechinaba la argolla de la columna, y bajo la tela retesada que cegaba el rostro de Jesús, se producía siempre el mismo quejido, y siempre exacto con el movimiento de la tralla; una queja íntima, aspirada y rota contra el paladar.

Fosidio copio su tono y recitó la frase de la tercera sátira de Horacio:

Ne scutica dignun horribili sectere flagello!

Ya cansados, buscaron a Poncio, y se tendieron en los almohadones que se estremecían como espaldas deliciosas.

Mario inició una plática de aventuras de matronas ilustres.

Y Poncio, reclinado sobre la mesa deifica, sumergió sus dedos en el fanal de peces de Aretusa; fue doblándose su mano, y recogió en su hueco un latido frío que le produjo una risa violenta.

-¡Cómo rebulle el pobre pez! ¡Mirad que no me es dado abrirle la cárcel ni cerrársela más! Esta palpitación helada...

Calló. Subía un cántico entonado a la manera de un coro litúrgico:

Salve, salve
Rex Judaeorum!
Saaalve!

-...Esta palpitación helada me recuerda el temblor caliente de una golondrina que aplasté con mis manos. Fue la tarde que me quitaron la toga cándida y la bula de oro de la puericia para vestirme la libera. ¡Aun siento aquella agonía en mi piel!

-¡Tú apretarás ahora, oh Poncio!

-¡Yo lo estrujaría si lo tuviese mucho tiempo; y no por maldad, sino por hastío!

Y soltó al pez, que retorciose inflando las agallas en el agua de luz.

Del Pretorio a la planicie se volcaba el croar de la chusma romana y judía.

En medio de los claustros, los lictores guardaban un hombre postrado. «Sísifo», con una rodilla en tierra, le abría la clámide andrajosa.

Llegaban los mílites; y apareándose frente al grupo, hacían media genuflexión y elevaban las espadas diciendo:

-Ave, Caesar!

Y se tornaban, subían un calcañar, sacaban las corvas.

Precipitose Poncio entre las columnas, y su voz de imperio rechocó terrible en todos los muros.

Se esparció la soldadesca. Y quedó Jesús doblado al tajo de higuera. No podía incorporarse.

Una vara de bambú marino le retorcía las sogas de los talones, subiéndole rectamente a la gafa del sagum.

Mandó Poncio que lo alzaran; y viose entonces el cráneo de Cristo enjaulado de ramaje.

El centurión contó todo el improperio. Dieron cetro, manto y corona al Rábbi; y por trono, el escabel del lorarius. Y como no podía tenerse, se revolcaba sellando el piso con la llaga de su espalda. La hechura de la diadema antojósele a «Sísifo». Pero las caídas y los golpes del cetro de bambú fueron hundiéndosela, y ya le rasgaba las orejas.

Trajeron a Jesús. La congestión le había roto los vasos de las encías, de los oídos, de la nariz. Estaba tejida su corona con un aro recio de juncos, y del borde salían combándose, en forma de alcartaz o mitra de los reyes caldeos, las zarzas de zizifus y cambroneras, erizadas de espolones de púas. Un tallo verde, al desplegarse, le arrancó un trozo de párpado, que le colgaba de una espina, delante del mismo globo del ojo desnudo.

Celio iba rodeando al Rábbi, y profirió admirado:

-¡Qué suprema púrpura!

Hizo el tribuno que el reo se volviese. Y tuvieron que separarse los cortesanos, porque todo el cuerpo de Jesús desgranó sangre. Poncio removía dulcemente su insignia para quitarle una moscarda.

Estuvieron mirándole la espalda, abierta en un latido de granas con descarnaduras de costillas y músculos descuajados como filamentos de raíces, que daban orientes de perla. En cada gota de sangre renacía otra, sorprendida en su origen, con un punto convexo de sol, y ya espesada, caía apagándose, brillando, escondiéndose.

Fosidio murmuró:

-¡Oh Poncio, bien dijiste: esto es la vida por dentro, y tan maravillosa que parece que no deba sufrir!

Poncio se fijó en un codo del Señor: la lora o tralla abrió la piel, dejándola como una felpa que se deshila; y en el arrastramiento del rodillo, el mosaico, menudo y áspero, fue aserrando la carne hasta mondar todo el gozne del olécranon.

Convulsionaba sinuosamente Jesús como si respondiese a torceduras del hueso, y muy hondo crepitaba su quejido. Rendía la cabeza con un crujir de leña, y le salían las moscas, y en seguida le bajaban a los mismos grumos que estaban chupando.

Se hallaba el sol casi en medio del cielo. Y hervía el Lithóstrotos como una tierra agusanada.

Los sacerdotes se deslizaron entre los grupos, suscitándoles la saña contra el impostor que había acatado al extranjero en sus predicaciones. «¡El ungido verdaderamente por Dios exaltará a Jerusalén en trono del reino mesiánico; todos los pueblos traerán sus ofrendas; se alimentará el judío de pan y de bienes de los gentiles! ¡La casa de Israel será señora de los que la hicieran su cautiva! ¡Y Rábbi Jeschoua mintió a los humildes y quiso malograr las promesas de la plenitud y «ahuyentar la gloria del Señor como un ave»!

Estalló el enojo de la multitud en un clamor de injurias, injurias rebañadas de los muladares de la lengua, con el goce de lo hediondo que siempre habita en las entrañas de la plebe y engendra el aborrecimiento, sin ajarse en el aborrecido, y se desea ciegamente el mal.

Presentose Pilato sobre el pasadizo.

Y se agitó una masa de pupilas voraces, de dentaduras frías, de carnes bazas, de risas ruines, de brazos peludos, de sudarios pegados a las frentes aceitosas.

Relumbraron los crestones y lorigas de los mílites y apareció la cabeza ensarmentada de Cristo.

El estruendo del escarnio sacó otra vez de la querencia a los palomos.

Escasa es la risa de Israel. Sus libros sapienciales la reputan por error y descubren el llanto en los extremos del gozo. Sobre la frente de cada judío se proyecta el agobio de la patria. Y en esa mañana de Nisán, la evocación que trae la Pascua de una jornada venturosa, el júbilo cosmopolita de las ferias, de los lupanares, de las caravanas, de los paradores; el vano de vinos, de ropas, de frutas, de primavera; el apretamiento de toda la sensualidad de Oriente amontonada en Jerusalén, exaltaba al hombre judío que se fundía en multitud, y el fervor y el odio y el grito se rompían en risada.

Los jueces daban chillidos y silbos de corneja, esforzándose por reprimir la algazara que trocaba la justicia en un lance chocarrero de hampa de lonja.

Y Poncio lo advirtió y quiso valerse de la burla. Asomose; tendió su mano; y en el súbito reposo se oía el rico y grueso desdoblar de su ropaje. Y dijo sarcásticamente:

-Ecce Homo!

Lo repitió el intérprete mirándose el caño de su boca grotesca de gárgola.

El escriba huesudo se precipitó hacia el portal, estirando los brazos, que semejaron colgarse de dos garfios, y rugió al pie de la muralla:

-¡Poncio: la cruz para ése!

Brincó la muchedumbre, y se fijaron todos los puños en el cielo:

-¡Poncio: la cruz!

Y la planicie trepidó bajo la danza ominosa de la canalla, que venía delirante, con los brazos tendidos, como una espesura de buitres de alas podridas.

Poncio apartose de aquel abrazo hediondo, y le dijo al Señor:

-¡Qué hiciste que así te odian!

Recudían más gentes de las puertas del Templo, de la plaza de Xystus, del arrabal de los obradores, y todas llegaban imprecando:

-¡La cruz, la cruz!

Stertinius torció con repugnancia la boca.

-¡Nuestro pueblo brama y acomete como una fiera colosal y horrible; mas este pueblo hebreo es una manada de chacales flacos!

Poncio gritó a los lictores:

-¡Retirad al Rábbi, que no lo vean esas hordas!

Agrandose tanto el vocerío, que semejó hincharse el Lithóstrotos, y que el pueblo fuese a trepar por las cornisas.

Salió Poncio. Y porfió Kaifás:

-Nosotros tenemos nuestros mandamientos de justicia, y, según ellos, debe morir Jeschoua Nazarieth. ¡Escrito está por Moisés en el Levítico!

Y Pilato comentaba: «¡Mísero de Moisés atravesando el horno de los arenales en la corcova de su camello, acosado perpetuamente por una raza de heces de tribus, sin una prenda de ciudadanía!».

Clamó el Pontífice:

-¡El ruin se dice Hijo de Dios, y se obstina en su blasfemia!

-¡Hijo de Dios! -murmuró Poncio volviéndose a sus invitados-. ¡Un dios humano les asusta, y en las florestas de Roma habitan más dioses que hombres!

Pero luego se nubló su frente. Y miró al Rábbi:

-¿Quién eres?

Kaifás y sus familiares se alejaron hacia la residencia de Annás para pedirle consejo, temerosos que el Procurador retardase la causa y viniese el crepúsculo y con él la santidad de los Ázimos, que impide todo suplicio.

-¡Quién eres! -insistía Pilato.

El Rábbi se quejó.

-¡No me respondes a mí, que tengo poder para protegerte de tus enemigos o para empalarte en la cruz!

Y oyó a Celio Antisticio:

-¡Todo debió acabar con el flagrum! ¡No queda ya reo!

Entre las zarzas y la sangre cuajada se produjo una sonrisa, y gimió Cristo:

-¡No es tuvo ese poder, sino que lo recibes de lo alto!

Se le arrojó Poncio, y los ojos del Señor le esperaban.

En aquel instante llegó aturdidamente una sierva de Claudia, y huyendo de Jesús, le dijo:

-¡La dómina llora!

Fue Pilato a la cámara, y su esposa se le abrazó sollozando:

-¡No matarás al justo! ¡Yo sentí su agonía en mi visión! ¡Poncio, no lo mates!

Y le dejaba el perfume de su boca y de sus cabellos, y de las magnolias de sus manos y la amargura de sus lágrimas.

Llamaba el tribuno. Y Poncio se arrancó de las caricias de Claudia.

Habían venido los hijos de Annás, el que fue pontífice y engrandeció su casa, y mantenía amistad con el Legado de Siria.

Y cuando apareció el procurador, embraveciose el tumulto y gritó Eleazar, el primogénito del «hombre venturoso».

-Esto dice mi padre: ofendes a Tiberio amparando al que se levantó por rey de los judíos.

Los sacerdotes murmuraban:

-¿Te recordaremos nosotros al César?

Y seguía Eleazar:

-¡Título tienes de Amigo del César, y Rábbi Jeschoua se rebeló contra Roma!

-¡La cruz! -bramó la muchedumbre.

Pilato sonreía cansadamente.

-¿Crucificaré yo a vuestro rey? -y pronunciándolo, volviose a sus amigos, que recibieron con frialdad su chanza.

Se había invocado a Tiberio, y los patricios se apartaban cautelosos de la contienda.

Los sanhedritas, escandalizados, se golpeaban la faz.

El Sumo Sacerdote levantó su báculo.

-¡Todavía no tenemos más rey que Tiberio!

Y muchos voceaban:

-¡El «amigo de César», el «amigo de César»!

Sobrecogiose Poncio. Jerusalén se le ceñía para derribarle. Se enjugó las sienes y pensó: «Sudo como el Rábbi». Y apartose de él. En el grito de amigo de César resbalaba el ludibrio y una amenaza de delación. Buscó la compañía de los caballeros romanos, y con tono de zumba, tan forzado que desconoció su misma voz, les dijo:

-¡Le acusan de rey, y no tiene a nadie!

No le respondieron.

Poncio lo repitió:

-¡No tiene a nadie el rey desollado!

Y cuando se afanaba por sonreír, le hincó Bílbilo sus ojos de gavilán.

-¿Nadie? ¡Y tiene toda Jerusalén que le acusa!

Enrojeció Poncio, porque el logrero mejor semejaba advertirle: ¡Tienes toda Jerusalén que te acusa!

Y vio la patria romana: se hundía en las nieblas de los más apartados confines del mundo; pero la conciencia de la soberanía de Tiberio se prolongaba como una raigambre viva, sustentándose de la tierra de las colonias más remotas y sintiendo todos sus latidos.

Poncio se sorprendió mirando rencorosamente a Jesús. Cebo dijo verdad: ¡No quedaba ya reo! Y seguía llegándole la mirada de padecimiento y de firmeza del acusado. Se odió y lo odió todo: Jerusalén, César, la figura de Jesús, sus amigos, su insignia, su sudor, el cielo magnífico de la mañana, el llanto de Prócula...

Tropezó consigo mismo, obscuro, murado, inepto.

Y todo pesaba sobre su vida. Reducido, atado a los otros, y todos sometidos a su voluntad.

Avanzó, y le seguían sus gentes; se retrajo, y se apartaban. ¡Era él; era amo! Y abrió su puño y retronó su voz:

-¡Bajadlo al Pretorio!

Y él corría delirante, con la toga desplegada; y su cortejo saltaba ágilmente los blancos peldaños. Abriose la cohorte para recibirle, centelleando de sol. Sol, bronce, clámides, retumbos y alaridos de trompetas y multitud; el púlpito arrastrado como un carro triunfal por sus gigantes de acero; las insignias moviéndose gloriosamente en el azul. Y Poncio se deslizaba dentro de lo magnífico, de lo gallardo y fácil de su pomposa jerarquía.

Se halló sobre su estrado de la Justicia. La ley romana quiere que la sentencia se pronuncie desde un lugar eminente, y él lo había subido.

Un anhelo precipitado le calentaba su diestra, apoyada en el recodadero de la tribuna.

Junto al sitial se doblaba Jesús crujiéndole su aro de púas.

Poncio se dijo: «¡Así debió derribarse en los hombros de Claudia!».

Para no verle, sentose en la cátedra; la cauda de su vestidura desbordó espumosa por la gradilla. Y aun asomaba el erizo de ramas.

Y mandó que le quitasen al Rábbi la corona.

Lanzas, broqueles, cascos, báculos, tiaras, quedaron esplendiendo quietamente. Jerusalén calló.

Le esperaban. Y hundió la mejilla en su puno nervioso, dilatose su nariz, se le hundieron los ojos y parecía mirar con la crispación de sus cejas.

Después, ladeose. Un legionario recogió su rápida palabra. Y le presentaron un escudo por el lado cóncavo y un jarro de oro de cuello alongado y fino como un cisne de luz.

El tribuno le desnudó los brazos, y fue vertiéndole el agua, que asperjaba sus pulseras y se rompía entre sus dedos, y saltaba fresca y sonora en el broquel. La emoción sagrada del símbolo en las viejas edades segaba como una hoz todos los rumores.

Concepto de pureza inspiró siempre el agua. El sabio de Mileto la puso sobre todos los orígenes de las cosas; y el cantor tebano la ensalzó como gracia primera de la vida. Y surgió el rito y el remedio lustral. Había lustraciones para expresar la inocencia; la proclamaban antes que el discurso; porque aun no se penetraba en toda la íntima fuerza de la palabra, y un acto simbólico comprendía más cabalmente lo que yacía dormido en la mudez. La voz del nombre fue dando forma dócil y perenne a los pensamientos; pero siguió practicándose el símbolo, porque con él los jueces avisaban el peligro de una injusticia y se eximían de su pesadumbre con más pudor y eficacia. El vocerío de la multitud, que apagaba la palabra del prudente, no vencía el silencio mímico de la ceremonia.

Poncio Pilato se descansó en el símbolo. Y Jerusalén temió. Un gentil evocaba la voz del salmista: «Lavaré mis manos entre los inocentes»; y la solemne severidad del Deuteronomio: «Cuando fuere hallado un hombre muerto, y no se supiere quién le mató, saldrán los ancianos de la Judicatura y medirán la tierra desde el sitio del cadáver hasta las ciudades del contorno; y los jueces del lugar más inmediato tomarán una ternera añoja que no haya traído yugo ni roto el campo con la reja; y llevándola a un valle árido, le quebrarán la cerviz. Y los ancianos lavarán sus manos sobre la res, diciendo: «Nuestras manos no derramaron la sangre de ese hombre ni nuestros ojos lo vieron. ¡Sé propicio, Señor, a tu pueblo, a quien rescataste, y no le imputes la sangre inocente!». Y será apartado de los jueces el reato y peso del homicidio».

Y la Glosa de Sôtah resume y cifra el texto mosaico: «Tan puras y limpias como nuestras manos lustradas, están nuestras conciencias de toda sangre».

Poncio tendió sus brazos, y el agua goteó en la cabeza lacia de Cristo. Y dijo el romano:

-¡Inocente soy de su sangre!

Se adelantaron los sacerdotes, los escribas, los ancianos de Israel, formando un círculo en torno de la cátedra. Y el Príncipe del Sinedrio y el Hâkân subieron sus frentes, y no pronunciaron la fórmula pavorosa de descargo: «Caiga la sangre de ese hombre sobre él», sino que dijeron dándose en prenda de su verdad:

-¡Caiga la sangre del Rábbi sobre nosotros y sobre nuestros hijos!

Lo repitió el cortejo volviéndose a la multitud; y ya todos rugían la maldición con un ahínco que les rasgaba las bocas y les inflaba las fauces como gañiles de perro.

Poncio quedó inmóvil, supremo, duro sobre el oleaje de sayales, de sudarios, de cayadas, de gestos y aullidos de plebe; plebe de astrosos, de lisiados y vagabundos; plebe de artesanos, labradores y camelleros; de rábbis, juristas, mercaderes y devotos; de gentes honradas y poderosas, sin un ímpetu de rebeldía, todo desconfianza, odio y obediencia; plebe que pastura el camino estercolado por todos los rebaños humanos.

Y Poncio la miraba con una frialdad señoril, complaciéndose en sentirse él, y él solo, blanco, prócer, togado, esculpido en la excelsitud de su jerarquía y de su raza.

La muchedumbre llegó a los pretales de los caballos, enloquecida por el cansancio; y daba ya hedor de entrañas agotadas, de lenguas secas.

Moviose Poncio. Había sentido en sus hombros los dedos de los romanos remedando el crepitar del pico de la cigüeña. Y no estaban. No estaban, pero recibía sus miradas; y ya no eran sus ojos los ojos agradados del poder del amigo. Le miraban los decuriones, el centurión, el tribuno, y ya no le miraban pendientes de su ceño o de su insignia. Y detrás de todas las miradas se abrían los párpados blandos de Tiberio, que le observaba con una fijeza glacial, sin ira ni lástima; los ojos de Tiberio parándose sobre un delatado de lesa majestad, acusación que aparta el amor del hermano, del hijo, de la esposa.

Levantose con indolencia. Acaso hiciera un ademán muy sabido de sus tabularios, porque acudieron apercibiendo sus láminas. Ya estaba todo: el pueblo, que pedía un fallo en nombre del Emperador; el reo, desfallecido, desangrándose; los curiales, los ejecutores... Y la fórmula jurídica externa, enjuta de piedad, se deslizó en los labios del magistrado.

Después prosiguió dictando el fundamento de la acusación:

-...Jesum Nazarenum, subversorem gentis, contemptorem Caesaris...

Y acabada la sentencia alzose, señaló a Jesús y sin mirarle dijo:

-Ibis ad crucem!

Rápidamente recogiose la cauda, descendió del púlpito por la gradilla frontera a la del Rábbi y mandó al lictor Proximus:

-I lictor: expedi crucem!

Poncio subió lentamente. Las piedras de los muros y torreones humeaban de calina. De las cúpulas, de los umbráculos bajaba un convite de silencio y reposo de siesta.

En el azul de dos almenas se recortaba la blanca figura de Claudia.

Y Pilato sumergiose en la penumbra de la sala del Pretorio.

Los patricios dormitaban en los grandes lechos.

Y él desabrochose la vestidura pretexta y la arrojó entre las patas de la loba de bronce.

Despertó Celio, y sonriéndole dijo:

-¡Procurador implacable que te mustia una cruz! ¡Blando es tu ánimo!

Poncio arrebatose.

-¡Blando soy porque no alcé esa cruz en cada azotea!

Se había incorporado el fastuoso mercader.

-¿En cada azotea? ¡Carísimo: toma mis bosques de Sicilia!

Mario rodó por las almohadas, mordiendo las estofas de carmesí.

-¡Cafarnaum, Tiberiades! Los brazos de Herodías, más dulces que las manzanas de Tíbur... ¡Yo quiero exprimirlos!...

En la paz del Pretorio tronaron las bocinas, pregonando la hora sexta.

Simón de Cyrene

«Y obligaron a uno que pasaba, Simón de Cyrene, padre de Alejandro y de Rufo, que venía de una granja, a que cargase con la cruz de Jesús».

(S. Marcos, XV, 21)

Vistiose Simón su sayal de la muda de fiesta, que era recio y azafranado, y las mangas de las que se rasgan por el codo. Fue doblándose a los riñones la ropa ancha, que le servía de talega y cíngulo, y entonces se le descubrieron más sus piernas, vibrantes de músculo, con vello como el esparto, domado por las ataduras de las ferradas sandalias, de piel de hiena. Tomó el sudario, que se ciñe a la barba, y salió a bañarse en la pila. Y se llenó de luna. Parecía forjado de metales y mármoles bruñidos; y su cabeza, pequeña y rizada, tenía los dulces rasgos de la raza libia.

Rufo, ya subía el agua; y la herrada tronaba fresca y ruda, desbordándose dentro del aljibe. La volcó desde el brocal; y el agua caía como una trenzada barra de luz. La luna, grande, redonda, lo penetraba todo, como si fuese un ascua que derretía el sahumerio de claridad esparcido dulcemente en todo; hasta los insecticos que hilan entre los árboles eran gotas y hebras de plata.

Alejandro abrió la cancilla del aprisco; y fue apareciendo el rebaño, que brincaba ganoso de salir, porque recogía los olores de la hierba nueva y mojada del relente.

El padre escogió un cordero blanco, de patas todavía sonrosadas de desnudas; y Rufo, que siempre se quedaba en la heredad, moliendo el grano y cuidando la casa desde que la madre muriera, agarró a la res de los tiernos ijares y la volvió al establo, caliente del vaho de toda la noche, guardándola para celebración de la Pascua.

Lavose Simón; tomó su cayada y apartose con su hijo Alejandro delante del rebujal, que hacía un áspero raído de pezuñas, de topadas y retozos, y un balar alegre de la holgura y de la promesa del collado y del hondo de aguas vivas. Sonoreaban las esquilas, desgranándose en la paz del alba, llenándola de la inocencia y gracia de aquellas auroras de bendición en que Moisés mostrara a su pueblo, desde el monte de los Pasajes, el monte Abarim, el principio de la tierra prometida, «cuyas rocas destilan la miel, el aceite y la sangre purísima de las uvas».

Simón cantaba y miraba sus bancales mullidos. Y había de volverse para llamar una oveja que se quedaba roncera y se paraba balando.

Desde el casal venía un quejido roto de la cría encerrada.

Alejandro le pidió a su padre:

-¡Cuéntame de Cyrene, que yo nunca vi!

Y dijo Simón:

-¡Cyrene, Cyrene! Sus muros, su tierra, sus casas tenían un color de mies y de manzanas maduras; sus montes, como panales. ¡A una moza rubia la comparábamos! Más que el Jordán era de grande el camino que venía del puerto de Apollonia, siempre apretado de mercaderes; y bajo los velarios, en presencia del Rey, se pesaba y vendía el silfion, caña codiciada de los griegos que le extraen su jugo para especias y drogas. Fuera del recinto, camino de las huertas que crían la cidra y el azafrán, manaba una fuente de tres canos, al pie de un cabrahígo, en cuya sombra podía sestear un buen rebaño. Y cuando abrevaban las camellas se nos aparecía un viejo giboso y desnudo, gritando como si ladrase y moviendo su tirso de pieles de víboras. Escapábamos los pastores; y entonces él, escondido bajo los vientres de las camellas, les chupaba las ubres, y después se iba, volcándose, beodo del hartazgo. Amenazonos el amo con la tortura; cobramos ímpetu, y una tarde caímos sobre el viejo, arrojándole piedras y escombros. Un canto le quebró los hinojos. Los alaridos del lisiado sacaron de la muralla a la gente. Y todos se holgaban apedreándole, y decían:

«¡Es vampiro, vampiro de la enjundia de las hembras!».

Y el viejo bramó: ¡La sed os seque las entrañas y os pesen más que estos guijarros, porque matáis al dios de vuestra agua!».

Muchos se asustaron; pero el rabadán de nosotros gritó:

«¡Rematadle, que ya se hiende y sangra por todo el cuerpo! Rematadle aunque sea dios, que alguna vez habíamos de poder nosotros».

¡Y sus palabras y el olor de la sangre embravecieron las manos, que arrancaban las losas de la misma fuente, y aplastaron al dios como un alacrán!...

A poco vino sequía; menguaban los caños. Y toda la ciudad nos culpó. Se buscaron y recogieron todos los pedrales de la maldición, y con ellos labrose un ara bajo el árbol para hacer de nosotros un sacrificio de desagravio al viejo giboso.

Pudimos huir. Pasamos muchos pueblos de deleites y magias feroces, donde se trasmudan las personas en bestias; y así, había damas principales que agasajaban mulos y carneros en estrados floridos. Pues los brujos se apoderan, desde muy lejos, de la voluntad de los hombres; clavan agujones invisibles, encendidos de antojos, en el corazón de las mujeres, haciéndoles aborrecer lo galano y amar lo inmundo. Con un trozo de la ropa de una enamorada, embebido del olor y de alguna sangre de su cuerpo, fraguan encantos que nadie resiste. También componen de cera unas imágenes de la hechura de quien se quiere gozar o se odia, y todo lo que en ellas se comete lo siente la persona representada. Llaman Thot a la divinidad de la magia, y es cruel y propicia, porque a Thot se le pide el daño de los hechizos, y a Thot se le invoca para los remedios y los sortilegios. Hay, además, unos seres que dicen demonios. Tienen macho poder. Algunos aparecen como sabandijas con alas; se ciernen en el viento, se juntan con el polvo, se cuajan en el vapor de las marismas, buscan los lagares cuando hierve el vino, se sumen en la humedad de las praderas. Son los genios de la fiebre y de la locura; son los trasgos y los duendes, que traen la desgracia de las esposas y de las hijas; son las gulias, de mirada pegajosa y voraz, que, hartas de la podredumbre de los sepulcros, se pegan a la piel de los caminantes y les chupan la substancia de las venas y del hueso, dejándoles desjugados, y se les ve arremolinarse en las polvaredas de las encrucijadas como hojas secas...

Llegamos a un país que adora a una deidad desnuda, que se coge los pechos. Sus sacerdotes no pueden conocer mujeres, y las sacerdotisas mueren hartas de amor. Transpusimos más fitas de naciones, y nos acomodamos en las majadas del Líbano. Desde allí se veía toda la anchura del mar como un prado azul, y el reposo de la tierra, y sus ciudades dóciles y menudas como un hato de recentales. Yo cantaba la tonada de la muerte de Adonis, que aprendí de mi madre; nunca la acabé, recordando el tormento del viejo de Cyrene; y les preguntaba a los otros: «¿Sería un dios?». Ellos se reían de mi espanto y de mi lástima; ¡y a ti te digo que yo deseaba que fuese alguna divinidad, porque me daba más compasión el sufrir que tuvo como hombre!...

...Cuando llegaban a los majanos y muladares de Bezetha, asomó el sol como una rodela ensangrentada. Se inflamaron las cúpulas, los hizanes, las eminencias y torres de Jerusalén. Pasaban las palomas que anidan en los techos y capiteles de los palacios, y al recibir la llamarada del cielo, semejaban heridas. Los vellones del lomo de las reses se tiñeron de una púrpura siniestra, y sus sombras y las de Simón y Alejandro se tendían oblicuas y lívidas por los recuestos.

Desde un adarve de la ciudadela, un pretoriano disparó su arco contra dos buitres que se remontaban y luego volvían a la querencia del Cedrón. El Cedrón rugía hinchado de las aguas gordas y de las sangres de los vertederos del Templo.

Se entraron por el camino de Damasco, que allí se recoge entre cercas desbordantes de frescura de los huertos patricios. Los granados y laureles sueltan sus frutillas, se doblan bajo el abrazo de la madreselva y del jazmín; y la calzada queda íntima y umbrosa, con un rumor de norias, de arcaduces desbordantes. De cuando en cuando surgen los adelfos, los magnolios y las oleadas de rosales del huerto de Josef de Arimathea. De una acacia en flor siempre salía la trova de los ruiseñores; y hasta las ovejas miraban el árbol apasionado», que era como un salterio tañido por la brisa primaveral. Después acababa el deleitoso cercado, y la tierra parecía crepitar de sol. Camino entre cactos y eriales; camino de Jaffa, que rodea un cerro polvoroso, con cardos que se quiebran de sed y semejan vaciados en cal. Una cisterna abandonada abría sus fauces rotas; la peña, en lo alto, huesuda, lisa, gorda, se va oprimiendo como una sien y después se levanta, abovedándose como la frente de un cráneo enorme. Es el Gólgotha, hórrido y viejo, entre la feracidad y juventud de las quintas señoriales de placentería; su vereda ardiente roe la ladera y baja a lo llano del Efraim o Puerta de los Jardines.

...Simón y su hijo descansaron a la sombra de los muros. La grey pacía las matas menudas de los fosos. En los yermos, bajo los olivos, se hacinaban los aduares de las caravanas.

Y mientras venían los mercaderes de ganados, Simón, tendido hacia el azul, recordaba de su vida.

En estos mismos parajes descansó otras mañanas de Pascua para vender rebaños de su amo. Entonces ya se le deshacía la memoria de los dioses cartagineses, y mezclaba en sus imploraciones a Allah y Elohim, coincidiendo su ánima intonsa con las sutilezas de los etimógrafos.

Revolviose; se acodó en la tierra, y dijo:

-...Fue tu madre la que me pasó del todo a Israel. Aquí nos vimos un día de Parasceve. La seguí por toda la ciudad para mirarla. Subió al Templo, y yo también subí. Se apoyó en un pilar de los pórticos, y yo toqué esa piedra como se acaricia una cordera recién parida. Se marchó a su granja, que ahora es nuestra casa, y yo caminé detrás, y siempre la miraba...

Pero yo era pobre; yo no tenía todos los dineros del Mohar que me pidió su padre. Y entré al servicio de sus campos, hasta pagar en sudor el precio de la boda. ¡Ensalzada sea la mujer que me hizo venturoso y me dio hijos fuertes! ¡Ella me bendijo, sonriéndome en su agonía; y su mano se fue enfriando dentro de mi pelo! ¡Y yo entonces, entonces vi el pilar del pórtico donde ella se recostó siendo moza! ¡Y la besé llorando, y besándola, besándola, se derribó en mi hombro, muerta! ¡Vosotros jugabais con un cabritillo que estaba mamando de su madre!

...Llegaron los mercaderes de rebaños, cuyas túnicas olían como la piel del macho cabrío.

Sacaron discos de pan de maíz, habas tostadas y un tarro de vino fermentado de Media. De todo les dieron a Simón y su hijo; y les desmenuzaban el cuento de sus pérdidas y malogros.

Simón y Alejandro les atendían con desconfianza. Y los otros, muy falagueros, les llamaban hermanos y amigos de bien. Y uno, seco de años y avaricia, de rostro sumido y húmedo como una rata de albañal, guiñaba de ojos, murmurando:

-¡No hay mujer extranjera ni creyente que pase sin miraros! Apostura hermosa y buen sino hallarán todas en vosotros. ¡Amigos: no necesitáis de la prenda que yo traigo!

Y descubriéndose el seno peludo, sacó un amuleto fétido de mandrágora.

Alejandro lo miraba, ávido de saber su razón.

Y el vejezuelo le dijo con risa de vicio:

-Esta planta da el ardor y la fuerza que tiene el morueco. ¡Bien apeteció Raquel su fruta! Y para que aproveche, ha de arrancarla un perro en la luna nueva, y se oye el llanto del hombrecillo que vive en lo profundo, y le deja su figura humana. ¿No sabéis que los elefantes se alimentan de mandrágoras en el Paraíso?

Y cuando ya sintió que el mozo y su padre se desfruncían de recelos, profirió el precio de las reses.

Simón quitose el alimento mordido de la boca y sacudió los relieves y migajas del enfaldo de su sayal, agraviado de la codicia de aquellos hombres de ojillos insaciables.

Los mercaderes engullían sin alzar la frente. Y murmuraban gangosos:

-¿Acaso piensas doblar la ganancia en las ferias del Templo de Dios?

-El profeta Jeschoua vino otra vez como una tempestad del desierto y trastornó los bancos de los cambistas y derribó los puestos de los vendedores.

Porfiaba el cyreneo en entrar su ganado. Y los negociantes se reían heladamente, advirtiéndole:

-El profeta golpeó nuestras espaldas con una jáquima que recogió del muro, toda pinchosa de ortigas, y gritaba: «¡Mi casa es casa de oración y no madriguera de ladrones!».

Y el viejo rijoso alzó sus manos de raíces podridas, exclamando:

-¡Pero maldito ha sido su improperio, maldita su audacia! «¡El Señor hace misericordia a todos los que sufren agravios! ¡El Señor es mi auxilio, y no temeré lo que el hombre me haga!». Preso está ya ese Rábbi. Cuando salíamos lo subían atado al Pretorio. Yo le vi una mañana, resistiendo, con injurias y burlas, las palabras de los sacerdotes.

Simón y Alejandro se acercaron más al mercader.

-...Oraba yo en el Templo. Y vino Rábbi Jesús con sus discípulos, y aprovechándose de la soledad, llegaron al vestíbulo. Yo les miraba espantado y aun les llamé. Y Jesús no quiso oírme y se adelantó con altanería a las gradas santísimas. Pero Jehová les envió un sacerdote. Terrible como el unicornio me pareció su ministro. Y resonó su voz en todo el santuario: «¡Cómo osasteis llegar hasta aquí! ¡Cómo pisasteis ni una de estas losas sin bañar siquiera vuestro cuerpo, cuando nosotros no pasamos sin lustrarnos y sin trocar las vestiduras!». Y el Rábbi no temió. El Rábbi, enfurecido, le dijo: «¿Acaso tú estás puro?». Y el sacerdote gritó: «¡Lo estoy. Yo me he bañado en la piscina de David, y descendí a las aguas por unos escalones, y subí por otros para no recoger las inmundicias que al bajar dejaran mis sandalias. ¡Mira mis pies y mis manos; mira mi túnica inmaculada!». Entonces Jesús movió su cabeza con menosprecio y dijo: «¡Desventurados los que tienen ojos y no ven! ¡Tú te has bañado en agua que corre por cauces donde pueden arrojar perros y cerdos muertos! Tú te has limpiado la piel, te has lavado por fuera, como las cortesanas y tañedoras se limpian y ungen para despertar los deseos de los hombres; mas, por dentro estáis avivados de escorpiones y de todo mal. ¡No así yo ni los míos, que nos purificarnos en aguas de vida eterna!».

Calló el ganadero y quedose señalando hacia la ciudad.

Llegaba una alarida pavorosa esparciéndose por el paisaje.

Los mercaderes prorrumpieron en maldiciones; se herían la frente con sus puños crispados, se retorcían las barbas y las vestiduras, se agobiaban hasta el polvo, y después elevaban sus brazos implorando al Señor.

-¡Ya no hay término en nuestros males! ¡Jerusalén gime en la revuelta por la obra ruin de Jesús!

Y Simón, temeroso de que el tumulto malparase el mercado del día, consintió en el precio que antes desdeñara.

El hijo llevó las ovejas madres a la verde blandura de una bobada.

En tanto, Simón se acercaba a Jerusalén, contando su ganancia. Corta había sido; pero ya se sentía descuidado, y con ella podía aguardar hasta que vendiese sus cebadas y avenas. Ahora compraría los panes y frutas de la Pascua; después de los Ázimos remendaría los muros de la heredad, que se iban desgarrando, y de noche entraban las sierpes, que buscan los rescoldos del Kiraim y la tibieza de los pesebres.

Le distrajo el habla bárbara de dos esclavos negros que subían la vereda del Gólgotha, escoltados por un pretoriano.

El cyreneo quedose mirándoles.

A poco, aparecieron en la cima. Brillaba como un basalto esculpido la carne atezada y desnuda de los siervos; sus brazos se levantaban y caían pesadamente, abriendo la roca. Sobre el crudo azul se perfilaba la silueta perezosa del soldado, reclinándose en su lanza.

Pasó Simón bajo el arco de la Puerta de los Jardines.

La cuesta y las calles bajas de Acra temblaban de turbantes, de palios, de lienzos. Los cantones, escombros y peldaños de algunas calles traveseras hervían de andrajos de mendigos y rapaces, que se revolcaban en basuras, entre patas de jumentos atados, inmóviles, sobre los que se aupaban sus amos, de pie, para mirar.

A trechos, la rampa se hacía angosta; avanzaba la muralla ruda, húmeda; se tendía una bóveda apagando la mañana, apretando los hedores. Retumbaban delirantes los gritos. Después cegaba la cal y el azul. Se desplomaba el sol anaranjado, recto; parecía que resquebrajase el aire. La hora sexta. El mediodía del arrabal hondo de Jerusalén. Los terrados y cenáculos eran hormas humanas; desaparecía la piedra bajo la gente. Y de celosía a celosía saltaban los surtidores de risas y coloquios de las esposas, de las hijas, de las esclavas. Alguna vez no podían soportar su ansia; y asomaba una cabeza velada, caía una palabra, y entonces sabían los ojos y fisgas de la multitud. Pasaban mancebos egipcios, pintados y lascivos, con las cejas y cabellos de añil, ofreciendo en sus cestillas de mimbres limones dulces, almendras verdes, meollo de palma, quesos de Bythinia. Un árabe hercúleo, de muslos de oso, con una camisa azul y una hoz rota atada a su frente como un asta, vendía en una cántara bermeja vino de misericordia, el mesek, vino con granos de mirra, que aturde a los reos. Por un óbolo, la gente regocijada podía catar el último sabor que queda en la lengua del crucificado.

Le llamó una moza, vestida de un oleaje de colores; y desde un portal le avisaban:

-¡Engaño, engaño, porque la libra de mirra vale más de veinte denarios!

Y el árabe rugió:

-¡No beberíais lo que cabe en el hueco de las dos manos sin desfallecer!

Le cayó entre los ojos una plasta de estiércol.

-¡Raka! ¡Pones amargo tu vino con aguas de asno!

Bramó, ya cerca, la retorcida bocina del pregonero. Redoblaron los clamores. Tronó el suelo por el brío y fortaleza de Roma. De todos los callejones que vienen precipitándose a la ruta grande se descolgaban racimos de plebe, que ya viera el paso de los condenados, y se adelantaba para presenciarlo de nuevo. Chillaban enardecidas las viejas malagoreras que se refocilan en la visión de la muerte; las que pasan arrastrándose bajo la muchedumbre, y les crujen los huesos pisados, y se revuelven entre perros, que les desgarran el capuz, y llegan junto a los sentenciados; les siguen, les toman el aliento de su angustia; oyen el pregón de su crimen, se muestran horrorizadas para agradar a los ejecutores. La soldadesca las incrusta brutalmente en la costra del público; y ellas refieren que las miró un reo, que tocaron su piel, y esa piel estaba erizada y se movía como la de los mulos cuando se les paran los tábanos en las mataduras.

Simón bajaba, ahogándose, por la cuesta. Quiso volverse; buscar a su hijo; correr al apartamiento de su granja, y no pudo; le atropellaron, le injuriaron, resollándole encima de su boca. Le hincaban los codos en las ijadas. Surgió el caballo del centurión. Un heraldo levantaba en el astil de una pica los títulos que habían de colgar de las cruces. Comenzó Simón a leerlos, y apartole el golpe de una rodela que ardía de sol.

Entre los legionarios descollaba un reo rollizo, de cráneo chato, trasquilado; un anillo verdoso le taladraba su nariz, en cuyas fosas se le había cuajado la sangre. Los dos tablones de su cruz, atados por una punta, le cabalgaban sobre el cuello como un yugo.

Una correa le atraillaba con el collar de otro reo lívido, mugriento, flaco, de barba de pelusa de panizo. Traía sus maderas como una horca, aplastándole un hombro. Las moscas les buscaban la humedad de las llagas de la flagelación, que iba acartonándoles los harapos.

Seguían los esclavos sirianos de la cohorte y sanhedritas sentados en sus mulas, cubiertas de paramentos de plata. Asomaban las trozas cercenadas de la cruz del Rábbi, y súbitamente oscilaron, derribándose. Se ovó un gemido.

Una vieja hedionda voceaba:

-¡Lo chafa el peso, porque ya está el Mesías como un gato canijo!

Acudió el centurión, grande, blanco, cruzado por la banda de oro de su balteus, de cuyo broche de púrpura pendía la centella de su espada. Brincó su bestia sobre un torbellino de carne, y el jinete quebró la punta de su vara jerárquica de vid, golpeando frentes.

Salía entonces del cerco de Jesús un legionario, y reparó en Simón.

-¡Eres como un árbol de fuerte! ¡Ven, y probaremos tu rejo!

Y lo empujaba hacia el caudillo.

Estuvieron hablando. Su amo, para oírle, se inclinaba encima de las crines rizadas de su potro.

Luego irguiose gritando:

-Cargádsela a él.

Y el soldado agarró del sayal al cyreneo. Intentó rechazarle el campesino. Vibraron las risas. Y una voz dura, extranjera, le increpó:

-¡Anda, llévale la carga a ése, o te clavamos en la muralla como un murciélago!

Simón llegose temblando junto al Rábbi. Le alzó su cruz.

Y caminaron.

El hombre de Cyrene se sentía traspasado por la mirada del reo. Ladeose para verle. Tenía un párpado rasgado; las sienes, hondas; y al quitarse la sangre dura de las órbitas, su mano herida se dejó sangre fresca en su boca, estirada por el asma. Y esa boca le sonreía...

...Rufo y Alejandro lavaban y buscaban en el cuello de su padre.

Y decía el hijo pastor:

-¡Debe de ser una pincha como una jara, según te quejas; y no se te ve de tan menuda!

Mucho tiempo pasaron para arrancársela. Era como la arista de un cascabillo de cebada. Y se la dieron. Simón lloraba mirándola...

Mujeres de Jerusalén

«Y le seguía una multitud, y entre ella un grupo de mujeres que le lloraban».

(S. Lucas, XXIII, 27)

«Salió para aquel lugar que se llama Calvario, y en hebreo Gólgotha. Y allí le crucificaron, y con él a otros dos, a un costado y a otro, y Jesús en medio».

(S. Juan, XIX, 17, 18)

Hacendera de bienes y virtudes es el hogar de la mujer prudente. Las hijas labran túnicas y ceñidores; las siervas mozas bullen al sol del patio, blanqueando el tejido con la planta jabonera; algunas hilan y devanan; otras muelen, hiñen la masa, hurgan el rescoldo. Las esclavas de oreja horadada, porque renunciaron a la libertad del año sabático, venden labores al cananeo, vigilan el escriño donde se guardan las joyas: las armillas, el thorim de hebras de aljófares, el añazme, los zarcillos, las cadenicas con gálbulos y almendras y lirios de orificia y ámbar, que resuenan en los pies. La madre previene la costura, renueva el perfume de los pomos de alabastro que traen las hijas en el pecho y las redomas del stibium y sus agujas de marfil, que agrandan y perfilan los párpados y cejas; toma el huso, mide el lienzo», alimenta la lámpara «que arderá toda la noche», aconseja los preceptos del Señor, «porque abrió su boca a la sabiduría», y cuida de las arcas del vestuario del esposo y de los hijos, acomodando las mudas, que trascienden de limpias: los mantos, las túnicas, el cíngulo externo y fuerte y el cíngulo íntimo y dulce que se ciñe a la carne; los sudarios de los hombros, los paños para las abluciones, las codas y las calzas, el sadin, el turbante, el kouneh y el bonete de fieltro... Repasa las vestiduras de las mujeres: túnicas blancas, túnicas con bordados y velludos, cendales, velos, tocas, los mantos que pueden envolver seis medidas de trigo... Ella se viste de fortaleza y decoro. Atiende y conoce las veredas de su casa; abre su mano al desvalido, y es ensalzada en las puertas de la ciudad, las puertas de la ciudad que, en Oriente, son el husmo y el obrador de la infamia, el asiento de la fisga, de la pendencia y de la injuria, que no tiene entredicho en Israel; el arbollón de las lavazas y podres de todos los hogares y arroyos. Allí trae el esclavo la intimidad del lecho de la señora, desmenuza el cliente la sordidez del patrono, cuenta el parásito los festines y el rabino escurre su memoria para sellar el lance que se refiere con la marca de su escuela; allí se pregona el fraude, el adulterio, las lágrimas de la estéril; recude el soldado, el batanero, el forjador, el azacán, el levita andrajoso, que no participa de diezmos y ofrendas; el hijo desgarrado de casa ilustre, la manceba y el jornalero, que aguarda dormitando que le arriende un mayordomo. Al abrigo de las bóvedas pone el fenicio sus bazares y el lisiado clama su laceria, y el portitor o aduanero acecha desde su tarima, despreciado de todos; hasta el inmundo, que lleva roto el sayal para prevenir de sus úlceras, rechaza su limosna, y el caminante que pide posada urde el embuste contra él, y se celebra su engaño si pasa al siervo por hijo, y jura que lo de su fardel no ha de tributar, porque viene destinado al santuario, aunque luego lo granjee y lo consuma con rameras. Puertas de ciudad, plaza, carava, cata y embalse de todas las vidas; y concurso y harzón de ancianos doctos, de vecinos principales, que vienen en las horas de sol del invierno y al oreo de las tardes de estío; y también roen y desnudan la desgracia y el vicio, y exaltan la gentileza de la casada que fue sorprendida sin velo; y se dividen sus pareceres comentando un repudio, porque los partidarios de la doctrina de Schammaï sólo lo aprueban si la mujer cometió adulterio y consienten el divorcio para que el varón busque prole en esposa fecunda; mas, los que siguen la escuela de Hillel lo tienen por justo, siquiera se funde en servir al esposo un manjar desaborido. Y el que oye alabanzas para la madre de sus hijos repite con el sabio que «la pérdida de ella fuera más amarga que la ruina de Jerusalén».

Un día llegó en que estos hombres, los tolerantes, los rencilleros, los mozos, los ancianos, se alborotaron contra un Rábbi que perdonó a una adúltera.

El perdón les escandalizaba más que el mismo pecado.

Los escribas, los sacerdotes, los fariseos «que prolongan la oración al lado de las viudas para devorar sus bienes», maldijeron al que pretendía derrocar los mandamientos del pueblo escogido.

Y las mujeres descuidaban sus haciendas escuchando; y en el baño y en la plegaria se preguntaban por el Maestro, cuya palabra de amor tenía un filo de espada y de luz que iba penetrando en muchas voluntades. Porque su secta, que principió con doce discípulos en el país de Genezareth, se había derramado por la Decápolis y Samaria, y entraba en el recinto de Judea, murado y desdeñoso aun para las relajaciones de las mismas comarcas israelitas. Sesenta eran sus emisarios, como el número de las familias de Israel; y surgían adictos en la ciudad del Señor y en las granjas del contorno.

El nombre de Jeschoua Nazarieth fue execrado por las Synagogas, pero ya se pronunciaba en todos los hogares; y las siervas, apostadas en los canceles, traían el aviso del paso de ese hombre. Venía por los callejones ahumados de las fraguas; atravesaba la plazuela tronadora de los batanes; salía por el arrabal de los tahoneros, oloroso de harinas y de leña; se alejaba hacia Sión.

Y las mujeres, a hurto del padre o del esposo, se asomaban a las celosías para ver al Profeta, enjuto y triste, de mirada vigilante y ancha; algunas veces tendía sus manos sobre las sienes de un niño, sobre las angarillas de un paralítico que llevaban a esperar el hervor de la Piscina. Y sonaba la voz de Jesús, cálida y conmovida, que daba la gracia.

Tornaban las mujeres a su recogimiento, con un dulce sobresalto, un ansia nueva, dolorida y gustosa.

Cada palabra del Rábbi era como un regazo que adormecía el corazón herido. Frente a los hombres, ásperos, desjugados, duros de egoísmo, otro hombre, que se llamaba Mijo de Dios, se adolecía de la mujer y había perdonado a la más abyecta. Rábbi Jesús condenaba hasta el pensamiento del pecado, pero menospreciaba la injusticia de los acusadores concupiscentes «que no podían arrojar la primera piedra». Entre la mujer y Dios estaba siempre el esposo, el padre, el dueño, la sombra del Doctor de la Ley «que oprime a los otros con un peso que no pueden soportar, y él no toca ni con una mano esa carga». Y el Rábbi Jesús no las arrancaba de sus deberes, y ponía la mujer al lado del hombre para que a entrambos les llegase la claridad y el amparo del Padre que está en los Cielos.

Junto a la oración farisaica, de labios enjutos y rencorosos, de piedad artera y ufana, Jesús renovaba la plegaria de los tiempos patriarcales, enseñando el coloquio íntimo y tierno de la criatura con el Criador, del hijo necesitado que pide pan a un Padre que perdona.

Y cuando la judía confiaba en la promesa de su palabra, la voz adusta de los hombres la hundió en sequedades recelosas: Rábbi Jesús hollaba la Ley, omitía sus ritos, trastornaba la verdad, participaba de la mesa de aventureros y gentiles.

Pero se dijo que Nicodemus-ben-Gorion, maestro de Israel, fariseo justo y puro, había buscado al Profeta pidiéndole enseñanza; y que Josef de Arimathea, sanhedrita sabio y rigoroso, le agasajaba y escuchaba devotamente.

Y vaciló el alma de las mujeres temiendo y esperando.

Y vino una mañana de primavera, tan jubilosa que parecía que se hubiesen alzado las bóvedas y las puertas de la ciudad. Jerusalén era un campo rebrotado, un monte verde, lleno de sol.

-¡Hosanna, hosanna al Hijo de David! -gritaba un grupo campesino, dejando olor de ramaje fresco de palmera y de olivo. ¡La alegría de Nisán penetraba en los cerrados hogares! ¡El Rábbi de Galilea triunfaba de la ciudad enemiga! ¡Y contemplándola y escuchando las bendiciones de las gentes, lloraba el Maestro de pena de amor!

Los cánticos se iban deshaciendo como una niebla encima de los muros del Templo; y los que habían glorificado al Rábbi regresaban esparcidos por las calles lóbregas, cansados, silenciosos, arrastrando por las vilezas de la tierra las ramas de olivo y de palma que resplandecieron sobre la frente de Jesús.

Jesús volviose a Bethania, andando, con los doce discípulos.

Y se nubló la felicidad de las mujeres.

Siguió otro día, otro día de exaltación. De los pórticos del santuario bajaban las aclamaciones al Rábbi. Prorrumpían los hosannas de lenguas de gracia y de pureza, de los coros de niños consagrados al Señor. Pero los cánticos infantiles, que subían como un humo de perfume, se tornaban en bramara, como una hoguera roja y aciaga. Escapaban las gentes dejando un estrépito de mesas y vasijas volcadas, de jaulones rotos, de aves huidas, de monedas y balanzas, de brincos y balar de reses. Y el grito de Jesús cruzaba como una centella por todos los claustros.

La mujer judía pronunciaba confiadamente el nombre del denodado nazareno; y la mirada del esposo o del padre conturbó y apagó su fe. El nazareno se vanaglorió de una austeridad que arruinaba a los mercaderes humildes; y en su ímpetu había proferido una blasfemia abominable contra el Templo del Señor.

Ni sus mismos discípulos osarían encubrirle.

...Después siguió el afán de la fiesta de la Pascua, el estruendo de sus multitudes y caravanas, el fausto de la corte de Antipas, la elegancia y majestad del Procurador de Roma.

Todas las familias aderezaban galas y convites, apercibían los aposentos para dar albergue a los peregrinos. Lo aconsejan las Escrituras: «El Señor Dios vuestro ama al caminante. Amad y acoged al extranjero, porque vosotros lo fuisteis en Egipto».

Se iba secando la huella de la emoción de Jesús. Algunos comentaban rápidamente sus apariciones y disputas en los atrios. Su triunfo veíase ya muy remoto, como un episodio rústico y obscuro.

Y una noche se supo su prendimiento. Fue en una almazara. Todos sus partidarios lo desampararon. Y al amanecer, el profeta, que hizo aletear el corazón atado de la judía, pasaba más encogido y andrajoso que los que antes se le postraban buscando su misericordia.

Las damas enviaron sus siervas a los alrededores del Pretorio. La tardanza del proceso las inquietó. Se equivocaban en sus menesteres, las irritaba el hablar de un esclavo, las espantaba el batir de una puerta. Se sobrecogían oyendo las trompas y rugidos del Lithóstrotos... Y el fallo de muerte las acongojó; pero fue pacificándolas. No podían resistir más las torceduras de sus quimeras. Acababa ya el ansia escondida en sus entrañas, el sobresalto de sus pensamientos. Ahora el dolor remansado, la resignación de sus vidas sin remedio y el afligirse por la desgracia del pobre Rábbi: una caridad de lágrimas muy dulces. Les acudió el recuerdo de la madre de Jesús, anhelando saber dónde se hallaba, si era hermosa, si asistiría al suplicio; y se imaginaban a sí mismas en su trance, y besaban sollozando a sus hijos, y habían de apresurar los cuidados de su casa, casa de limpia estirpe, de abundancia venturosa. Y bendecían al Señor Dios de Israel.

Menos podían recogerse en su tristeza las que residían a lo largo de la ruta de la ejecución. Tres calles: una honda y larga, con trechos abovedados por pasadizos y estribos en arco de las fachadas, con toldos de figones y tiendas; otra, que se sume hacia el Tyropeon, y en los dinteles, junto a la mesusa que guarda los mandamientos, cuelgan tarros de óleos y drogas, y atadijos de plantas de los herbolarios y perfumistas, viejos descoloridos y halagadores, de manos femeninas, de oculto caudal; y la calle que sube encalada y abrupta a la puerta de los Jardines, con amplitudes de tapias de casales agrícolas. Por los muros bajan desde la azotea las escalas de yeso, de troncos de palmera y trozas de pino. En el portal, en las bardas, en los cenáculos, se agitan los forasteros y amigos que vienen a ver los sentenciados. Y dentro, las mujeres encerradas, ansiosas en la penumbra y sofocación de los aposentillos que huelen fuertemente a ropas almizcladas, a humos de braseros, a hierbas de virtud, a cedro del tálamo y de los arcaces, a miel de cofines de frutas... La voz, la risa del arroyo las empuja a la herida de luz de las rejas avaras. Imaginan peligros; suspiran, se besan, se oprimen, disputan, resplandecen las almendras de sus ojos, vibran sus cuerpos enjoyados. Y cuando la audacia de una frente o de una mano abre la estera de juncos de la celosía, estalla el susto y el enojo de todas, mezclados con el regocijo de mirar; entonces se comenta el lujo y los afeites de las cortesanas que pueden solazarse por todo el tránsito, la desenvoltura de los mancebos de las colonias griegas, el ingenio de los nombres ágiles de Fenicia que vocean mercancías de todos los países, desde los monos de piel verdosa de lo profundo de Asia hasta el ámbar amarillo del Báltico y las telas recamadas de la Jonia; la timidez de los pastores libios, grandes, blancos, tatuados de azul, hermosos y tristes, con sus cabellos partidos en dos colas trenzadas sobre las orejas y cortados en la cerviz y las plumas de avestruz en las sienes...

Los pasos terribles del esposo precipitan el agobio de la obscuridad, y todas se sumergen en los divanes. Se oye más cerca el alarido de la bocina. Y vuelve a presentárseles la imagen del reo. Hablan de él compungidas, sonrojadas del aturdimiento que les traen sus memorias; se avisan para no gritar. Se repiten el abandono en que le dejaron sus discípulos. Entonces piensan en las que han de ofrecerle el «vino de mirra».

Siempre lo llevaban a los sentenciados las damas esclarecidas de Jerusalén, y luego consolaban el hogar roto por la pobreza y por la infamia, remediando a la viuda, a los hijos, a los padres, para que pudiesen salir de la tierra que vio la desnudez y la agonía del ajusticiado.

Vino de caridad que se menciona en los Proverbios; vinum languidum, que permite el Gran Sanhedrín, vino de solera rancia con un grumo de la goma del balsamódendron myrrha que enturbia y adormece los sentidos; el «sopor», de gusto de hiel que apaga el entendimiento del que muere lentamente en la cruz.

Mas, si el delito fuere de una repugnancia ominosa, no asiste al culpable la mujer hebrea; y los mismos ejecutores le dan el vino amargo.

No quisieron acudir al suplicio de Jeschoua Nazarieth las esposas del principado del sacerdocio. Ninguno de los sanhedritas aventurose a negar este socorro ni a ofrecerlo de sus hogares. Y Elisama, varón prudente, padre de Elifeleth, de aquel mancebo que amó al Profeta y huyó de su mirada y de los peligros de Gethsemaní, sólo Elisama fue esforzado y piadoso consintiendo que su mujer se presentase en las ejecuciones de la Pascua. Se lo dijeron llorando los esposos. Y, escondiéndose del hijo, dejó ella su quinta del Monte del Olivar, y en Jerusalén buscó la compañía de algunas mujeres de menestrales y hacendados.

Caminaron por las traveseras retraídas, sintiendo el latido de sus pechos y de sus pulsos en la soledad. No hablaban porque se oía muy fuerte su voz en la angostura de los callejones; pisaban despacio.

Delante de un portal, un camello viejo volviose roznando, y ellas huyeron medrosas. Se agoniaban por salir; y en seguida tenían que reprocharse su paso menudo, no ciñendo sus tobillos las ajorcas que encogen el andar. Ni adorno ni joyel en sus ropas, perdiéndose sus figuras bajo los paños morados o de color de ceniza, gordos, lisos, que ciegan la gracia del talle. La toca les suprimía la frente, y desde los pómulos les bajaba rígido y tupido el velo.

La esposa de Elisama, por su patricio apartamiento, y las demás mujeres, por su humildad, nunca practicaron esta ceremonia lúgubre. Se hallarían entre la soldadesca; habían de recoger en sus ojos la mirada de los condenados, sentir el temblor de sus cuerpos que aun pisan la tierra junto al mástil ya hincado que les aguarda.

Y se apretaban en torno de la madre de Elifeleth, cuyos dedos crujían convulsos sobre la copa de hierro que había de poner en los labios del hombre que rasgó la juventud de su hijo.

Desde una azotea, donde se curaban pieles de chacal, les sonrió un esclavo. Y el grupo se precipitó como un hato de ovejas por un pasadizo de escalones. Salieron a una calle roja de sol y de muros viejos con alcaparrales, cuya semilla ácida adoba y come el judío.

Una ráfaga de gritos ya próximos les disipó el miedo de la soledad para traerles la angustia de la multitud y del principio de su obra.

Menguó un instante el vocerío, y se sobrecogieron escuchando unos pasos horrendos. Les alcanzó un mendigo agarrado al dogal de una rapaza descalza, greñuda, enfangada y seca como una perra hambrienta. Aplastaban todas las inmundicias. Se sintió el empuje de los puños seniles en los hombros canijos de la moza que iba cogiendo y rosigando pezones y cortezas de frutas, y, de súbito, se precipitó sobre una algarroba ya mordida. Rugió el viejo escupiéndole en la nuca pelada; le hundía en el oído la nariz de guadaña.

Era un hombre agigantado y corvo, con turbante duro como una soga amarilla, la faz de cazcarrias y mechones; la túnica, recia, cruda, atada por un cincho de pleita; las zancas, de res, y las sandalias, enormes, de pellejos y fibra de palmera.

Se les apartaron las mujeres, y al pasar les dejó el anciano el horror de sus ojos vacíos, mutilados por el punzón candente de una justicia bárbara.

Les vieron hender los montones humanos; oían el gañido del ciego, y su turbante avanzaba y cejaba con un cabeceo pesado, terco, furioso.

Desapareció. Llegaban también ellas a la calle clamorosa.

Ondulaban; creían perderse en hervideros de un río podrido. La esposa del patricio levantó el vaso del Mesek. Las reconocieron. Se hallaron entre siervos del Pretorio. Abriose un portal; sonó un grito; apareció una anciana de mirada aguda y azul; sus manos de marfiles desplegaron un sudario y enjugaron el rostro de un reo.

Revolviose la plebe, aullando y mofándose de su compasión.

-¡Es de la secta del Rábbi! -chillaba un mercader.

Todos querían mirarla.

Y el centurión, el exactor mortis, arremetió protegiéndola. Se supo su nombre: Berenice; una extranjera que vino a Jerusalén para ver a su hijo, mercenario de la guardia del Tetrarca...

El grupo de mujeres llegó a la umbría fonda, retronante, de las Puertas, entre un jadear de hombres atados. Se abrazaban cerrando los ojos, palpando los sillares resbaladizos. Gimieron asfixiándose. Y la cuna humana las arrojó a las afueras...

Campos de sol, el azul inmenso, toldos, ropas tendidas, humos y camellos de los aduares. Oleadas de la muchedumbre del cortejo que hacían regolfar a los que salían por caminos y atajos. Botes de cabalgaduras, resplandor de armas, cayadas en alto protegiendo rebaños. Esquilas, balidos, flautas de encantadores, gritos injuriándose, llamándose.

Las calzadas de Jaffa y Damasco se congestionaban de viajeros contenidos, trémulos, cerrados por una escuadra de la cohorte. Las bardas de las huertas bullían de fellaths y mujeres labradoras.

Se alzó un rumor de júbilo. Cedían los caballos hacia las escarpas del Gólgotha, que miran al Norte. Las otras laderas que bajan en mansos dobleces arcillosos se iban avivando de chusma que braceaba, riendo, apedreándose, quebrando cardenchas y escombros, removiendo andrajos y basuras de aquel vertedero y letrina de todas las miserias del barrio de Acra, de todos los vagabundos y caminantes que se acogen en los fosos; y, por la noche, suben los perros, animal salvaje en Israel, y se despiojan y rebuscan en los despojos de ciudad acumulados dentro de las dos cisternas del cerro. Cerro descarnado como una carroña, que humea de vaho y de moscas de sepultura.

Muchas gentes no quisieron hollar sus repugnancias, y se quedaban esperando por los alrededores. Escasa es su altitud, y termina en una peña lisa y calva. Todo el surco de la vereda palpitaba de resplandor de legionarios, de tiaras y ropas solemnes. El centurión hacía brincar su potro sobre cardos y muladares. Se ocultaba en una revuelta, surgía encendido, flameándole la clámide, su codo cincelado en el azul, su puño, descansando gentilmente en la cintura, y el arrial de su espada como una antorcha. Y luego, semejando las antenas del gusano hediondo de sayales, de túnicas de albornoces, iban moviéndose las aspas de las cruces...

Se detuvo todo hinchadamente.

Las mujeres que traían el «vino de misericordia», subiendo por otro sendero, se presentaron en lo último de la cuesta. Pero la varilla del centurión señaló a la cumbre. Ellas se apartaron, y comenzó a envolverlas la mirada, el estrépito, las risas de la cohorte. Pasó un reo viscoso, cayéndose, empujado por los esclavos; su cruz les dejó la sombra horrible en la frente; y en seguida, otro sentenciado, de lomos blandos de acémila cansada.

Y apareció el pastor de Cyrene, roblizo, bravo en su servidumbre, con un crujir de maderos, de músculos, de sandalias ferradas y peña raída.

Acababa la vereda abriéndose en una rampa pedregosa hasta lo alto.

Los sanhedritas aguijaron sus mulas. Acababa de surgir un grupo encubierto, guiado por un hombre pálido, de barbilla de vello tierno y el labio desnudo; sus dedos retorcían el turbante, y su cabellera cobriza aleteaba como un águila joven.

El potro del romano le escupió la espuma de su freno, y él avanzó y asomose por el tropel, sollozando:

-¡Rábbi, Rábbi!...

Ofreciose todo su grupo. Los mantos abiertos, desceñidos, mostraban la carne en una torsión pavorosa; los ojos, dilatados; las bocas, con una mueca infausta y sublime, y sus manos alzadas al azul, que seguía amparando los huertos jugosos, las sierras joviales, los caminos de la tierra de Promisión...

La muchedumbre se paró mirando a la madre del Rábbi, lívida, muda, inmóvil.

Y la madre de Elifeleth rindiose agotada entre sus amigas. Pasaba Jesús; los cabellos le caían por toda la faz, costrosos, goteantes, como pelo de un ahogado; alargaba el cuello con ansia; le subían los hombros por la violencia de los brazos atados brutalmente a la espalda... Y estalló el plañir de las mujeres de Jerusalén, voz de congoja contemplando el infortunio del nombre glorificado y temido por el pensamiento de la judía; clamor de lástima ante las desventuras de otra madre.

Acudieron los rabinos, avisándoles que el Gran Sanhedrín vedaba el llanto por los reos. Y ellas les rechazaban, les odiaban, les huían siguiendo a Jesús, exaltadas y poderosas en su pena. Toda su vida, siempre cerrada, se abría ya en lágrimas. El ímpetu de los sollozos les golpeaba fieramente su pobre carne. El contenido terror, el cansancio y angustia del camino por las calles y la cuesta del Gólgotha se recruzaban con recuerdos de su juventud, de humillaciones, de agobios, de ternuras de maternidad; y saltaba ahora todo de sus entrañas, todo hecho de lágrimas. Sentían acometidas de dolor en su costado, de dolor recóndito y duro, y un goce expansivo de llorar y de llorar por él, como una venganza contra los otros hombres...

Y la mujer de Elisama, que le había temido y le había odiado por su hijo, y había confiado en él por sus hijas, lloraba como las otras mujeres, como todas las madres llenas de amargura...

Jesús las miró. No vieron ellas sus ojos, pero les penetraban en la llaga viva del corazón. Y la mirada del Rábbi tendiose por la ladera, y su boca amoratada gimió con desconsuelo de niño. Veíase subiendo otro monte, «tierno de ciclamas, rojo de anemonas que teñían de frescos zumos los pies de la muchedumbre»... «Dos hormigas le subían por la sandalia; y él las tomó blandamente y las puso dentro de una flor». «Bajaban cantando las alondras a la abundancia de las mieses». Y él se había quitado el koufieh para recibir en toda su frente la gloria de la mañana de sol y de miel de frutales, y entonces, oh Padre, extenuado de súplicas, les dijo: «¡Bienaventurados los pobres, pobres como vosotros, porque de ellos es el Reino de los Cielos!...». Ahora le lloraban de compasión las mujeres de la ciudad que se ensañó afrentándole.

Y Jesús revolviose, sacudió su cabeza para apartar los cabellos que le cegaban, y se torcieron sus labios en un alarido ronco:

-¡Ya no lloréis por mí! ¡Llorad por vosotras mismas!

Y ellas clamaron delirantemente.

La voz se arrastraba:

-¡Llorad por vuestros hijos! Porque vendrán días en que diréis: ¡Dichosos los vientres estériles!

Y la voz del Rábbi, rota de estertor y de sed, iba alejándose por la rampa. Aun hizo un esfuerzo, y rugió las palabras de Oseas:

-Y pediréis a los montes: ¡venid sobre nosotras! Y a los collados: ¡aplastadnos!

Llegaba a la cumbre, recortándose su busto huesudo en el cielo. Detrás caminaban los esclavos sirianos, la soldadesca, los sacerdotes, con un ruido bronco de pies y de correas y una dureza de testuz en sus frentes sudadas.

Arriba, entre los legionarios, que ya guardaban la roca de la ejecución, surgió tercamente el turbante amarillo del ciego.

De súbito, esparciose la multitud trepando por lo abrupto. Habían aparecido dos mástiles; estuvieron vacilando, y quedaron fijos, pesados y rudos. Brincó la canalla, y el centurión movía su bestia regodeándose en derribar a los astrosos, rasgándoles con el hierro de sus carcañales. Salía, se paraba al borde del cráneo del peñascal. Los cascos de su caballo astillaban la losa, y el jinete se arqueaba bizarramente mirando el fondo rumoroso; se alzaba de pie sobre los estribos, crasos de espuma; contemplaba los horizontes, se volvía hacia la ciudad.

Llegósele un siervo, mostrándole la esportilla de los garfios que cosen la boca de los crucificados para ahogar sus blasfemias contra la justicia del Emperador.

Movió el romano con desdén sus hombros modelados por la malla.

-¡No injuriarán a Roma! ¡Que se maldigan ellos!

Y al ladearse, reparó en las mujeres del narcótico. Les gritó que viniesen, y él mismo las guió al ruedo del suplicio.

Todavía los esclavos cavaban para hincar la cruz del Rábbi. El ciego aullaba lamiendo, tentando con las cuencas de sus ojos la frente sumida de Genas, el sentenciado enjuto. Un hipo de agonía golpeaba la laringe del reo; la rapaza se entretenía mirándola; después le buscó las manos hinchadas, trémulas, abiertas y los pies chafados, que humedecían la roca.

Genas torciose en una queja caliente y convulsa. Un soldado le arrancaba el sayal, renovándole las llagas de la flagelación. Todo desnudo, semejó más débil, estrecho, de un argadijo roído. Cruzaba sus brazos angulosos, rayéndose la miseria y las mataduras; pateaba, rodaba; el ciego seguía hablándole y ya no estaba él; y se reía la moza de la mano que palpaba ávida en el sol.

Cuando las mujeres llegaron junto a Jesús, estaban desciñéndole la túnica; él mismo sacó su pie de la sandalia que le quedaba. Después tomó el sabor amargo de la copa, y la apartó mirando dentro de los ojos de la patricia.

Una lágrima de ella hundiose en el vino como otra gota de mirra. Y ofreció el vaso al hombre enjuto, que se le abalanzó tragando con un ansia de bestia, mordiendo los bordes, que resonaban contra sus quijales verdes. Tosió, se dobló de náuseas y se lo vomitó todo en las ingles.

El otro ya tenía atados los pulsos al travesaño para que las sacudidas del dolor no entorpeciesen el taladro de las palmas; y con el anillo verdoso de la nariz se volcó el cáliz en su seno de odre.

«¡Le sobraban hígados para cantar en la cruz mientras las hijas de Jerusalén se refocilaran encendidas de vino de la Pascua!». Y les arrojó su risotada de aliento fétido. Aproximose un ejecutor, y sonriente y ágil le abrió la diestra y sonó un golpe blando.

Al segundo martillazo oyose penetrar el clavo en el madero. Crujían los riñones del ejecutado, le salían las pupilas, gordas, vidriadas, y bramaba con la mueca que le dejó la chanza.

El viejo huyó, revolcándose; se arrancaba la zalea roñosa de sus barbas; se hería su frontal de muerto, se cerraba los oídos con los puños.

Y el ciego seguía derrumbándose, agarrado a los cardizales, a los escombros, a las plastas de podredumbre, llorando por las fístulas de sus órbitas, y se le hinchaban las pieles de su cuello como las agallas de un pez moribundo.

Los mílites, desde sus escalas, elevaban con correas el leño, en cuyos remates se estremecían las manos clavadas de Gestas. Después le alzaron los muslos, cabalgándolos en la «sedila», el escabel que surge a la mitad del árbol y soporta la pesadumbre del cuerpo para que no se desgarren las heridas; le doblaron las piernas hasta que la planta del pie se adhirió al tronco de la cruz; y entre los golpes de martillo se oía el rascar de las uñas, la crispación de los dedos por los que se deshilachaba la sangre de los colgajos.

Dos siervos izaron rápidamente el harapo de Genas. Quedó en una quietud de síncope. Las piltrafas de sus labios se prolongaban en una sonrisa, se arqueaban en un sollozo, se fruncían balbuciendo como la boca de una criatura que exprime el pecho de la madre. La gente le rodeó, esperando que despertase, comentando sus alucinaciones infantiles. Y tuvo que huir, porque el reo comenzó a estercolar la cruz.

Apareció Barrabas, que quiso ver en los otros su ejecución. Faltaba la del Rábbi: la suya.

Levantaron a Jesús, ya clavado; una sierpe de soga se anillaba por todo su cuerpo.

Las tres cruces hacia la ruta del sol de la tarde. Mas alta y en medio, la cruz del Señor.

Un aire cálido, oloroso de jardines, movía dulcemente las cabelleras y el vello de los reos, desvanecidos por el dolor y la hemorragia

Pero los mismos clavos fueron oprimiendo las venas rotas. Se oyó un quejido. Se les inflaban los costados con un espantoso crepitar de costillas. Y los desataron. Venía la conciencia del suplicio y de su inmovilidad.

Pasaban nubes blancas, rizadas, magníficas, y se apagaba fríamente la carne de los ejecutados. Después, el sol volvía a desnudarles.

Algunas de las mujeres piadosas regresaron a Jerusalén. Habían de preparar el cenáculo, acomodar a sus forasteros.

En torno de las murallas, en el júbilo de las ferias, encontraban a sus esposos, a sus padres, a sus hermanos, dándose un saludo recatado y breve, porque todos acechan a la judía y murmuran de la que se para a platicar con los hombres.

María Cleofás

«Y estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena».

(S. Juan, XIX, 25)

María hilaba a la sombra de la vid.

Cleofás, sentado en el peldaño, colgándole por las rodillas sus puños de labrador, miraba a sus hijos Simón y Josef, que miraban la tierra cansada; y los cuerpos doblados a la mancera de olivo, y los hueves, tardos, rojos, peludos, pasaban y volvían sobre el fondo azul y encendido de sol de las aguas del Genezareth.

María era menuda y graciosa. Llevaba una túnica ondulante y rubia como el trigo maduro, y sandalias de piel de oveja, cosidas por Cleofás, que ya llegaba a la senectud, y su carne de sarmientos resaltaba entre el lino de su sayal, que le tejió la esposa, y de sus barbas de patriarca.

Callada o conversando, trajinera o embelesada, María siempre estaba sonriendo. Su boca, húmeda y casta, semejaba en todo instante que hubiese acabado de exprimir la miel de sus uvas o de beber del agua de su aljibe, blanco como un cordero; y en sus ojos, del negror aterciopelado de sus trenzas, siempre moraba una luz de lejanía.

Y el esposo suspiraba mirándolos.

Bajaban los palomos de la azotea y venían de la besana recién mullida, y picaban blandamente en los dedos de los pies de su ama.

Ella tomó en su regazo una hembra gordezuela, inmaculada y suave como el copo de su huso, y le acarició el pico de flor de almendro, y después se la dio a Cleofás.

Cleofás murmuraba besándola:

-¡Su olor campesino, como el olor de tu cabellera; sus plumas, como tus sienes!

Y abrió su mano de callo para que volase.

Se alzaron todas las palomas con un gozoso estrépito, y el parral se glorificó de alas y de arrullos.

-¡Bien quisieras subir y volar para caer en medio de tus pichones! Pero Jesús, el hijo de mi hermano, ha dicho: «Aquel que dejare padre y madre, mujer, hijos y hacienda por seguirme, recibirá ciento por uno y poseerá la vida que nunca perece».

María recataba su pesar apresurando la rueca.

Y siguió él:

-Nuestro Judas es andariego y resiste con júbilo las jornadas. No así Santiago, que se consume como la antorcha; y sus hinojos, tiernos como tus lirios, envejecen en la oración y crían cortezas de patas de camello.

La mujer pronunció recogidamente:

-¡El Señor los ha elegido para su obra!

Y levantose; besó como una hija la frente enjuta del esposo, y subió la escala de la azotea.

Simón y Josef la saludaron desde la labranza; los bueyes también se volvieron a mirarla, y su cuerna rota se recortaba sobre el horizonte glorioso del mar, mar amado de Jesús, con vuelos de pájaros de heredad y de aves bravas y solitarias, con peñascos abruptos y alcores de pastura, y pueblos que salen a verse en las orillas; Corozaim, la hacendada rica de pan. Bethsaïda, «mansión de pesca», con temblor de velas y mástiles, ruido de tornos de alfarería que modelan las orzas de la salmuera; redes secándose en los muros de adobes, remos descansando en las tapias agobiadas de frutales. Cafarnaum, grande, tostado, con su vieja synagoga entre saúcos floridos. Magdala, tejedora de túnicas y cíngulos, arrullada por las tórtolas de su castellar y por las aguas que limpiaron la lepra de la hermana de Moisés; sus mujeres miran y andan indolentes y dulces y arden de ansia de delicias. Tiberiades, de un blancor de diosa desnuda entre cipreses y mirtos... Lejos, Gamala, como un dromedario echado junto a la cisterna de un oasis; y el roquedal de los Gerasenos, del que se despeñó la piara poseída por la «legión inmunda»...

...Y los ojos de María buscaron por lo más escondido del paisaje.

De tiempo en tiempo se espesaba el humo de polvo de una caravana. Y detrás se iba desamparando el camino.

Surcaba un pájaro el azul. Y después era más honda la soledad.

Entre la calina de los campos se tendía, se doblaba un sendero.

María lo caminó contemplándolo... Fue su ruta de recién desposada, en el mes de Ab, cuando las doncellas, con túnicas blancas flotadoras, salen al goren o ejido y al alborozo de la viña, y pasan delante de los hijos de los hebreos cantando:

¡No te cautive tan sólo la gracia y la hermosura,
que suelen engañar!

¡Habían rodado veinticinco años!... Josef, el padre de Jesús, se presentó con su hermano Cleofás en la granja donde ella estaba recogida, porque era huérfana.

Regaba su hortalillo de rosales. Asomose el matrimonio que la crió, y le dijo: «Mira que ha llegado un hombre que te quiere de esposa. Nosotros consentimos. ¿No vendrás tú a verle?».

Y entró María, y como ya supiese quién era Josef, porque le halló muchas tardes en la plegaria, reparó más en el otro. Y recordando que a Rebeca la pidió para Isaac un viejo mayordomo de Abraham, pensó María: «Este hombre es el que viene para llevarme al esposo». Pero Josef la tomó de las manos y la besó entre los ojos, diciendo: «¡Bendito el Señor Dios Nuestro que nos ha conducido a tu presencia para alegría y posteridad de la casa de mi hermano! Recibe de él amor de esposo y ternura y vigilancia de padre». Y la huérfana les sonreía llorando... Danzaban las vírgenes de Israel sobre un triunfo de pámpanos. Los hijos de los hebreos las miraban galanamente... Los cabellos de Cleofás, todavía más blancos con la guirnalda florida de desposado... Josef, el paraninfo de bodas, repartía entre los rapaces los confites de nueces y los granos de cebada, símbolo de la fecundidad... La madre de Jesús puso a la novia el zarcillo que cuelga de la frente, le recogió las trenzas, le pasó el velo por la faz, y así se veían sus ojos más dulces y mociles... Y las diez vírgenes, con sus lámparas atadas al tirso de álamo, cantaban el elogio de la esposa:

¡No ha tenido sus párpados de azul,
no ha tenido sus mejillas de rojo,
no atormentó con artificios sus cabellos,
y está llena de gracia!

...Se iba cerrando la tarde.

Y bajó María; despertó la brasa del hogar, y volviéndose a sus dos hijos labradores, suspiró resignadamente:

-¡Hoy tampoco veremos al Señor ni a vuestros hermanos!

...Y como Cleofás era viejo y no podía llegar al terrado de la granja, su mujer y sus hijos pusieron los turbantes a lo último de sus bordones, agitándolos para que el anciano les viese. Y cuando se perdieron entre los últimos cactos de las lindes, postrose Cleofás en su portal, y sus puños huesudos se balanceaban sobre sus doblados hinojos.

Salía del establo un ancho mugido de los bueyes.

Y él les hablaba:

-...¡Todos, todos se partieron para ver al Señor y a los otros hijos, que pasarán por Bethsaïda! ¿No os acordáis de Santiago y de Judas? ¡Pues bien que les topabais si no os daban del pan de su merienda!

Venían las palomas, y se entraban por el aposento, y se subían a la rueca parada, aleteando junto a Cleofás y mirándole como si le pidiesen al ama.

Y él tomó en sus rodillas la hembra más blanca del averío, y la besó suspirando.

Después avisaba a las otras:

-¡Dejad, dejad quieta la lana, que ya la esponjo María! ¡Aun no os salgáis; se han ido ellos, y en tanto que retornan habéis de hacerme compaña todos vosotros!

Por la tarde pacían sueltos los bueyes en el henar de la ribera, y levantaban el hocico, verde de jugo, para sorber el olor de lo remoto. Y volvían mordiendo las matas, abrevaban en los dornajos del aljibe, se tendían al refugio de la vid, y en sus pupilas gordas, quietas y dulces, también se copiaba la soledad del anciano.

Sobre el azul sublime del horizonte del Genezareth seguía inmóvil el viejo timón del arado.

...Y una mañana volaron los palomos por el camino de Bethsaïda.

Levantose Cleofás agarrándose a los pilares de la parra. Su flaqueza le doblaba la espalda y le empañaba los ojos; pero sintió que sus campos, su horno, su era, sus muros, todo se regocijaba y olía a heredad suya. Y tomando su báculo, adelantose por la senda, y halló a su mujer y a su lado un mendigo. Se abrazaron y dieron gracias al Señor; y como mirase Cleofás buscando a los hijos, María gimió:

-El Rábbi ha enviado setenta discípulos para que siembren su palabra, porque es muy grande la viña y pocos los jornaleros. ¡Y no vuelven Simón y Josef!... Ahora, yo y este hombre labraremos tus tierras.

Y tornó a besarla el esposo, dio paz al caminante y bendijo el nombre del Señor.

Y aquella noche, mientras el anciano dormía, la esposa lloró calladamente recordando su jornada... Vio a Jesús pálido, extenuado de imploraciones, de quejas, de rugidos de una humanidad delirante; y desfallecía la voz del Señor, y le sudaban las sienes, y se le veía en su boca, en sus ojos, en sus pómulos febriles el ansia del esfuerzo para fijarse en todos los infortunios.

La Magdalena redimida, Susana la que se desposó en Kaná; Juana, la mujer de Chouza, y entre todas Salomé, la madre de Juan y de Santiago el Mayor, se transfiguraban oyendo y mirando al Rábbi. Se sentían particioneras de la sabiduría y mediadoras de la gracia del Ungido; pero tan suyo le querían, que a veces semejaban aborrecer a los mismos glorificadores del amado. A ella la acogieron con desconfianza. Y Jesús advirtió su cortedad y las sequedades de las otras mujeres, y la llamó amparándola en su pecho. Y entonces ella, fortalecida, pudo balbucir: «¡Señor, Señor, tú dijiste: "Cualquiera que dejare hermanos, padres, hijos, mujer, esposo y bienes por mi nombre, ése poseerá la vida eterna!". ¡Señor: dos de mis hijos te acompañan, y los otros dos que me quedan te traigo! Y yo, yo te sigo desde mi casa; colgada llevas mi vida a la tuya; pero yo no puedo abandonar a Cleofás, tan viejo, tan cansado, tan solo. ¡Mira bien en mi ánima, Señor!...».

Y el Rábbi tomó a Simón y Josef como emisarios de su Reino, y a ella le sonrió; y cuando iba a responderle para alentarla en el sacrificio, vino Salomé, amarillenta, trémula, y adorándole le porfiaba: «¡No olvides, Señor, lo que ya me tienes prometido: que mis dos hijos se sienten el uno a tu diestra y el otro a tu siniestra!».

Y fueron saliendo de Bethsaïda. Y María se volvió a la humilde quietud de su retiro.

...Se quejaba en sueños el esposo. Su sombra de patriarca solitario se tendía por el muro de cal.

La lámpara crujía...

...Un labrador de Corozaim les vendió su camello. Y Cleofás, María y su hijo Simón, que vino en busca de los padres, se juntaron con la última caravana galilea de la Pascua.

Les llamaba la madre del Señor.

Se había obstinado Jesús en sembrar los pedregales de Jerusalén. Realizaba prodigios y decía palabras victoriosas que afirmaban el advenimiento de su Reino... Y después se postraba su alma, y se le iba demacrando la faz, y se ocultaba de todos. Ella le había seguido y le sorprendió llorando, mientras sus gentes disputaban de los bienes triunfales. Todos se descansaban en su hijo. Ni silencios de amargura ni presentimientos ni exaltaciones les hacían temer por el Rábbi. El Hijo de Dios, el Hijo de Dios no podía recibir daño de los hombres. Y pensándolo quedaban libres de tristezas, olvidándose que siendo Hijo de Dios era hijo de entrañas de mujer, hijo también todo de dolor suyo, y en el dolor le amaba, y sufriendo amándole sentía miedo de todo. Estaba sola. Le rodeaban, le cuidaban muchos; pero sólo ella podía recelar y guardarle, porque era la única en temer por el hijo... Y su miedo habla de recatarlo de los demás, y singularmente de Jesús. Por eso pedía que viniesen los que podían temer por su hijo sin dejar de creerle.

Se lo confió a Simón una tarde que esperaban a Jesús en lo alto del camino de Bethania.

En la fragua del ocaso, Jerusalén resaltaba amenazadora, magna y negra, con un contorno de fuego.

Y ella gimió horrorizada: «¡Trae pronto a tus padres; diles muchas veces que tengo miedo: miedo de la alegría de los que le aman, de la faz roja y seca de Judas el de Kerioth, de todos los pasos que se oyen!... ¡Mira la ciudad que no le cree, qué fuerte es aún! ¡Mira sus sombras, que suben como chacales por los olivos!... ¡Y nuestra Galilea cuán lejos de aquí, cada noche más lejos, como si ya no pudiésemos llegar en nuestra vida!...».

...No sosegó María en toda la ruta de la caravana. Entonaban los romeros la plegaria y los salmos de las peregrinaciones, y ella le pedía a su hijo que le contase más de sus hermanos y del Señor.

Todas las heredades removían en el esposo la aflicción por el abandono de la suya. Y recordaba su vid, ahora retoñada; un dornajo roído, donde siempre venían a bañarse las palomas; la quejumbre de vejez bondadosa de su puerta... Y Cleofás suspiraba con Job:

-¡Mis días son cortos, y voy andando un camino por el que no volveré!

Su mujer, tendiendo las manos hacia el horizonte calcinado y áspero de Judea, le decía sonríéndole:

-¡Nos acercamos al Rábbi y a nuestros hijos!

Y se doblaba sobre el aparejo del camello, y le preguntaba a Simón:

-¿Cuánto nos queda de caminar?

...Apareció Bethania; y María sintiose traspasada de ternuras y angustias. No pudo contener su anhelo; dejó toda la pobre stramenta al anciano, y ella tomó del ronzal a la bestia y se apartaron de la caravana.

El hijo les llevó a la casa de Lázaro. Estaba cerrada.

Simón y su madre subieron la gradilla. En el cenáculo colgaba una túnica como un muerto; un candelero caído goteaba de aceite una losa. Todo quedó en un trastorno de huida; y aun flotaba un olor remansado de gente, del último sueño de la familia apostólica.

Desde la acitara se asomaron a la huerta. Salía un piar de nido de los follajes nuevos; zumbaban abejas, y en una herida del muro les acechaba un lagarto.

Gritó María, y perdiose su voz en el desamparo.

Silencio en toda la aldea. Bethania dormía, blanca, plácida y graciosa bajo sus árboles. A trechos cortaba el azul el filo ardiente de un bardal con sol.

Solos, inmóviles, Cleofás y el camello aguardaban oyendo los cánticos de la caravana remota.

Acongojose la madre. El hijo le recordó que mediaba el día de la Preparación de la Pascua, y Lázaro y los suyos y muchos aldeanos habrían ido a las ferias de Jerusalén.

Cuando bajaban repararon en un hombre tullido que les estaba mirando desde la estera de su portal. Acudieron a él.

Y él les dijo:

-Vino el de la almazara de Gethsemaní, y contó que anoche prendieron a Rábbi Jeschoua... Todos se marcharon.

Simón acogiose a su madre, mirándola con ojos atónitos.

Cleofás agobió la frente entre sus puños, y su plañido atravesó la aldea como la voz del viento. María, trágica, sin lágrimas, levantó los brazos diciéndole al cielo:

-¡Nada harán contra el Señor!

Y ciñéndose las vestiduras, le gritó a su hijo que les guiara a Gethsemaní. Y ella corría delante, buscando los atajos más rectos de la cumbre.

Apareció Jerusalén en la llama de la siesta, cegadora y triunfal.

Y la odió.

El camino bajaba solitario entre tapias, tojos y olivares.

María envidió todos los pies que ya lo habían hollado, y buscaba un caminante que supiese de Jesús; y le prometía al esposo:

-¡Nada harán contra el Señor!

Y le decía ahogándose a su hijo:

-¿Y Gethsemaní; se ve ya Gethsemaní?

Simón señalaba a lo hondo de la ladera.

-...¡Tiene un vallado viejo; salen muy altos los cipreses de la noria!

De los casales subían los humos; se asomaban niños de piel de adobe, con brazados de hierba; volvía una junta por un rastrojo...

Y la cuesta se desdoblaba solitaria.

-¡Gethsemaní!- y Simón mostró con su cayado las paredes de la almazara, de blancor intenso entre una fronda vetusta.

María contempló la granja, aspirándola como un aroma. Y corrió sonriéndole tranquila y dulce. Gethsemaní era bueno. Gethsemaní permanecía en su reposo sencillo, familiar.

Y precipitose a las tapias, y golpeó su cierre.

Se alzó un hombre entre los árboles. Llevaba las mejillas fajadas con un lienzo cortezoso de miel y de aceite.

Sonaban recias y cansadas las pezuñas del camello, y el ropaje del anciano volaba hinchado por la brisa del monte.

María le imploró al campesino:

-¡Dinos dónde está Rábbi Jesús!

Y él apartose la venda descubriendo la llaga de su rostro.

-Me abrasó una antorcha de los que vinieron con el de Kerioth. Rábbi Jesús se paraba donde tú pisas. Y desde ahí decía: «¡Amigo: paz en tu casa!». ¡Y se descansaba a la sombra de las oliveras, y se sentaba sobre mi celemín, y disponía que Judas, el mayordomo, me socorriese!... ¡Y yo pienso que bien pudo hurtar de mi limosna el que ha vendido a su Maestro!

María porfiaba:

-¡Dinos del Señor! Nos ha llamado su madre...

-¡Yo no sé de tus hijos! -le respondió el de la faz quemada.

Y después, cuando supo que eran discípulos de Jesús, murmuró:

-Yo fui a Bethania y conté la prisión del Rábbi. Todos los que se albergan en la casa de Lázaro bajaron a la ciudad... Juan se nos apareció en el torrente, y postrose delante de María diciéndole: «¡Ya no me esconderé; no me apartaré de la madre de mi Maestro!». Entonces Salomé gritó con arrogancia: «¡Mirad el que merece la recompensa prometida!». Y se revolvía buscando al otro hijo suyo. Pero yo le dije: «¡Todos huyeron anoche de Gethsemaní, sin padecer ningún daño por amor al Rábbi; y mi carne la devoró una antorcha de los enemigos!».

-¿Y el Señor, y el Señor?

-Al Señor se lo llevaron a la presencia del Pontífice... Poncio Pilato lo ha condenado al suplicio de la cruz. Ahora lo subían al Gólgotha. Pero yo te digo...

María temblaba pálida y sublime. Aun sonrió, esforzando al esposo. Se lo encomendó al hijo.

Y alejose por el barranco de Betfage.

Cleofás sollozaba mirándola.

Y el labriego de Gethsemaní voceó tercamente:

-¡Lo sacaban al Gólgotha! ¡Pero yo te digo que no se mueve la hoja del árbol sin la voluntad del Padre que está en los Cielos!...

...Subió enloquecida, atravesando la ladera, agarrándose al pedrizal.

La requebraron desde el corro de ejecutores, que se lavaban con una esponja rojiza la sangre seca de los brazos y de los hinojos.

El centurión, que había pedido la jarra de la posca, el agua con vino agrio, que alivia el ardor de las jornadas militares, dejó de beber para mirarla.

Un legionario levantó el yelmo donde resonaban los dados.

Bajaba un bramar cavernoso de las cruces.

Juan, de pie, rígido, cayéndole el manto, iba siguiendo la agonía del Rábbi, que se retorció en el «cuerno», haciendo crujir las cuñas del hoyo.

Acercose un custodio; le tocó las rodillas, y se volvió enjugándose los dedos en su cráneo.

-¡Es el frío de la fiebre!

María derribose bajo una mano del Señor. Y sintió en su nuca un golpe de humedad caliente. Se estremeció adorando... Y una gota de sangre anegó un gusano que salía a la luz de la peña.

Y María quiso ser como el gusano; y llegose más, y de tiempo en tiempo, la sangre goteaba en sus mejillas, en sus ojos, en sus sienes, en su boca...

Sonaba rudo, leñoso, el resuello de Jesús. Se oía su lengua revolviéndose contra el paladar, exprimiendo las encías; y con las mandíbulas apretadas exhaló:

-¡Qué sed tengo!

De una granja venía el balar de una oveja parida y el fresco ruido de una balsa llena...

Sanhedritas amigos de Jesús

«Y he aquí un varón llamado Josef, que era sanhedrita, varón bueno y justo. Éste llegó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús».

(S. Lucas, XXIII, 50-52)

«Y Nicodemus, el que había ido de noche a Jesús, trajo como unas cien libras de mirra y áloe».

(S. Juan, XIX, 39)

Pasaba Josef por sus maizales recién regados, que oprimían la senda. Todo verdor tierno, movido mansamente sobre el azul. Después, el muro de frescura se abría en planteles de centeno, de sésamo y de cártamo en alcacer. Relumbraba el alboroto de las acequias, y salía el agua en láminas de sol derretido, anegando los fríjoles, que se suben a sus horquillas; ciñendo los troncos desnudos de las escalonas y coles que crecen libres, recias y fecundas para madres de las almácigas.

Luego venían los frutales, prendidos juvenilmente de flores, como brisa cuajada; duraznos, bergamotes, ciruelos, cerezos y toda la variedad de los manzanos de Samaria, desde los que llevan el fruto harinoso y ácido, hasta los que dan las pomas de carne translúcida como un alabastro de mieles.

Arriba del otero de la huerta, en un solejar abrigado de los vientos, estaban las colmenas, que estrellaban de oro el azul de su retiro, y se sentía el vaho de sus panales y el rumor de su obra.

Josef sonrió del afán de las abejas, afán sin angustias, afán que participaba del corpezuelo de estas criaturas como sus alas, sus palpos, su vello sudoroso... ¡Cómo debieron vibrar los dedos del Criador cuando hiciesen el germen de la abeja!... Y la mano divina, después que tocó en los orígenes de las cosas los sufrimientos de la creación, hizo al hombre... En todos los seres era posible lo que apetecieran para su bien. Y el más grande bien de los hombres: vivir, vivir sin dolor, no se hallaba en su voluntad... Y sonrió Josef, contemplando sus manos enflaquecidas.

Llegó a las norias; las rodaban las camellas viejas. Los collares de arcaduces iban soltando en las balsas sus canos encendidos de sol, con un estruendo donde ya hervía una idea de feracidad. También sonrió con tristeza el anciano, y se dijo: «¡Todo puesto al servicio del hombre para que tema más en su abundancia!». Y se volvía contemplando la mañana maravillosa, regocijada, infantil. Rebrotaban las tierras y los árboles como en su primer principio; y los montes remotos eran de una tonalidad dulce, de carne húmeda, recién modelada. Y dentro de esta vida palpitante, briosa, sentía Josef su caducidad. ¡Ya se pensaba cansadamente en la vejez de los tiempos; se había llegado a la plenitud de las profecías, y todo empezaba siempre en torno del hombre!...

Josef transpuso sus tierras campesinas, y entró en las de jardines, tierras recogidas, umbrosas. Allí la luz llegaba trabajada, envejecida, pálida, como si la tamizara la frente de la humanidad. Allí recibió más la de Josef los toques y heridas del miedo del dolor. Había una quietud grave que desnudaba la vida; las sendas de los adelfos, de los mirtos, de los cipreses, de los sauces y acacias ofrecían un silencio suyo, que miraba, que escuchaba, que esperaba. Los olores tenían una intimidad y tristeza de lugar antiguo y murado; y en las cantigas de los ruiseñores y mirlos temblaba una queja de ave que ama en el árbol predilecto, y que presiente su partida y conoce su fragilidad, rodeada de lo magnífico y fuerte de todo lo que no es ella. Y había un magnolio grande, frondoso; y estaba mudo. El viejo sanhedrita estuvo mucho tiempo mirándolo. Por las tardes, el magnolio vibraba de pájaros, que ahora picoteaban en el sol de Jerusalén. Sólo se recogían para dormir. Y sonrió el anciano. De la opulencia de un macizo de follaje prorrumpía la frialdad de su sepulcro. La losa, como una muela harinera, le aguardaba reclinada en el quicio, sobre su carril de bronce. Josef se asomó al vestíbulo angosto, crudo; en medio, el banco de jaspe para su mittah, el féretro donde él, ceñido de vendas redundadas de aromas, recibiría el beso ceremonioso, el beso último de los que nunca le habrían besado, las postreras lágrimas alquiladas, el tañir de flautas, el pulido elogio de un anciano. Avanzó Josef. En las tinieblas de la segunda cámara negreaba la tumba cavada para su cuerpo; y palpó las paredes; y su reciedumbre le comunicó una sensación de perpetuidad. Pavorosa es para el semita la idea de su aniquilamiento; la sepultura precaria, el abandono y la cremación del cadáver le angustian de desesperanza.

Al salir, tocó Josef el disco de piedra. ¡Qué mano lo rodaría sobre su sueño! Y se fijaba en las manos de sus esclavos agrícolas, los fellaths hercúleos, descalzos, con su ropa bermeja que cubre sus ingles, y un nezem enorme, el anillo que traspasa el cartílago nasal y les cuelga en el revuelto labio. ¡Cuán semejantes todos en su carne y en su vida! ¡Cualquiera de ellos, que sería lo mismo que los otros, contemplaría su rigidez; pero nadie de su sangre, de su conciencia, de la substantividad suya!

Apareció su casería, de una serenidad clásica, nítida, entre el verdor de los naranjos y laureles.

La túnica amaranto del viejo patricio prendiose en un sarmiento de rosal de flores pálidas; al lado se abrían las rosas carnales, las rosas flavas, las jaspeadas, las de un rojo de púrpura...

El cráneo fino y desnudo de Josef inclinose, aspirándolas. Eran las rosas de una mujer que había pecado, y un hombre elegido la perdonó.

De las manos del Rábbi la tomó Josef, protegiéndola hasta dejarla en su quinta de la Perea. Desde allí había enviado ella los rosales diciéndole: «Son los más regalados de mi huerto; los busqué de trece castas y trece aromas distintos como trece son los perfumes del brasero sacrosanto». Que florezcan en tus tierras, y su fragancia os traiga al Rábbi y a ti el recuerdo de las rosas humildes de mi gratitud».

Volviose Josef. Crujían aplastadas las guijas del vial. Y asomó una figura larga, seca, impetuosa, con el manto esparcido y la faz oculta por una capellina parda.

Todavía lejos gritó exaltadamente:

-¡He oído la perdición de Jesús! Recelan de nosotros, y vinieron siguiéndome. Eran escuchas de Kaifás. Yo les arrojé los mendrugos de unos siclos, y me dejaron. ¡El gran pontífice se hubiera también revolcado en el camino para recoger mi oro! Movía sus manos grifadas sobre el cielo purísimo; le temblaba la barba rizosa, negra, ungida, picuda, por la violencia de su palabra ronca.

El anciano le dijo:

-Kaifás acaso se doblase para disputar tus riquezas a los siervos que te espiaban. Mas no es del príncipe de quien puede temer el Rábbi, sino de Annás, que gobierna desde su casa nuestro pobre pueblo.

Y se descansó en el hombro de su amigo y le llevó a su aposento de estudio; y él mismo puso las almohadas para el coloquio y trajo los vasos de hidromiel y las fazalejas para enjugarse.

Nicodemus, o Bonai-ben-Gorion, era recio, huesudo, inflamado. En su palabra, en su mirada, en sus ademanes ponía todo el fuego, toda la verdad y toda la inocencia de su alma recta, vehemente y cándida. Sus sienes se enrojecían como dos ágatas sutiles penetradas de sol. Poseía caudales tan inmensos, que no menguaban ni por sus larguezas ni por sus ostentaciones y arrebatos. Dos siervos le precedían en la synagoga para tender tapices en el sitio de su oración, y después los cedía a los devotos pobres. Se rodeaba de lujos envidiados de los más poderosos saduceos, y mentaba sus bienes con una vanidad candorosa.

Josef le aconsejaba, reprimiendo sus nobles audacias, y defendía su fragilidad de las rudezas de las gentes.

Le pidió que descansara, y Nicodemus no admitió el cojín, ni paño, ni refrigerio. Cruzaba atropellado la estancia, removía las alfombras, ahogaba de resinas los pebeteros, se asomaba al camino. Rendido, se detuvo; quitose el manto, lo pisó, se estrujó las manos, hizo un visaje de rabia, de designios de violencia, y dijo:

-¡Lo matarán! ¡Lo vende uno de los suyos; yo le he visto, escuché su oferta, y no he rasgado la boca del ruin!

Josef levantó sus párpados, marchitos por las vigilias.

Y murmuró fríamente:

-Irán a prevenirle en mi nombre. Yo puedo ocultarle en mi Arimathea, blanca, tranquila como un rebaño.

Nicodemus golpeose el costado y bramó:

-¡Yo puedo comprar treinta cohortes que le aclamen; yo puedo comprar toda la Galilea y dársela para que allí viva, según su palabra; yo puedo llevarle a la casa de mis abuelos, mi casa de Jericó, para que la habite pomposamente, y en la sala Bethgadia, donde Hillel tuvo su escuela, vierta el Rábbi sus enseñanzas, y Jerusalén vaya a escucharle y en el esplendor se le rinda...! ¡Yo lo puedo todo, todo menos comprenderle! ¡Le amo y le creo sin entenderle, como el hijo chiquito ama y cree al padre!

Nicodemus se asomó a los campos, y sus dedos se arrancaron dos lágrimas, como si se quitasen dos pinchas de los ojos.

Josef reclinó la mejilla en su mano de mármol.

-¡Quién contuvo los aires entre sus brazos, quién recogió las aguas como un vestido!

Nicodemus rugió, blandiendo su puño sobre la ciudad:

-Yo podré arrebatártelo, porque si el de Kerioth puede entregarle, yo puedo más, más que todos tus viles patricios: yo puedo comprarte, ¡Jerusalén!

Palpitaron sensualmente las delgadas alillas de su nariz. Le subía una onda cálida de perfumes de rosal.

Y volviose a Josef.

-¡Por qué le aborrecen si hasta las rosas de tu huerto nos presentan la piedad y la gallardía de su alma! ¡Por qué odian al Rábbi Jeschoua!

El anciano le sonrió con tristeza.

-¡Le odian, porque pudo perdonar! ¡Hacer el bien presentando el alma limpia es acercar demasiado la lámpara a las vilezas de los otros!

Exaltose Nicodemus; y enrojecido, vibrándole las brasas de sus sienes, tomó su manto, y rugió:

-¡A tus palabras sólo se acomodarían las de Gamaliel, que siempre dice del Rábbi!: «¡Lástima de hombre!». Mas yo soy fuerte para salvar al que os inspira compasión, y lo salvo.

El anciano le siguió con su mirada fría.

Nicodemus alejose hacia la Puerta de Efraim. Una vena lívida le cruzaba la frente, y sus ojos ardían magníficos y feroces. Se imaginaba guiando escuadras de caballeros, de sacerdotes, de esclavos; se veía volcando sus tesoros en el aula de Kaifás, y sus riquezas desbordaban por las calles de Jerusalén; se miraba a sí mismo rodeado de un pueblo que despedía con cánticos al Rábbi, subido en un navío resplandeciente que le llevaba a una patria comprada con el producto de todas las Haciendas de los Bonai-ben-Gorion; y cada arranque de visión lo corroboraba en sí mismo repitiendo: ¡Le salvo, le salvo! Y fue acercándose a la ciudad. Menestrales, vendedores, Hacendados, dignatarios, escribas, todos se le Humillaban saludándole; y le rodeaban, le bendecían, le sonreían, le consultaban. Machos viajeros dejaban sus cabalgaduras para besar las insignias de su manto. Los guardias del Sanhedrín se curvaban ante él; los ministriles del Templo le abrían paso entre la muchedumbre, voceando su dignidad de clavario de las aguas sagradas. Desde los palacios salían los mayordomos gritando su nombre hacia los canceles. Y era dulce, fragante y azul la mañana de Nisán...

Y Nicodemus había de pararse, y sonreír, y platicar, y moderar su prisa; y de tiempo en tiempo pensaba: ¡Yo le salvaré!

...Josef, apoyado en su báculo de cedro, escuchaba a un hombre robusto, de barbas viejas torrenciales.

Lentamente subieron entre la frescura viciosa del maíz.

Un grito de ave magna y herida bajó del camino de las norias inmóviles.

Y vieron a Nicodemus que avanzaba espantoso, aleteándole el manto en la paz azul.

Llegó junto a Josef; le besó llorando, y se maldijo y se destrozó el ceñidor de pedrería, que semejaba recamado de luciérnagas.

-¡Yo he sido más ruin que todos, más que el de Kerioth, más que el Pontífice! ¡El Rábbi cuelga de una cruz! ¡Josef, Josef!

El anciano, frío y dulce, murmuró:

-¡Este es el Padre de Familias, en cuyo aposento comió Jesús anoche la Pascua! Ahora nos llevará para ver donde él estuvo... ¡Me trajo la copa donde él bebió!

Nicodemus gemía:

-¡Yo no he escupido en la frente del Pontífice; no he ahogado entre mis manos al discípulo que le vendió! ¡Yo puedo comprar toda Jerusalén..., y el Rábbi, el Rábbi cuelga de una cruz!

Y esperó convulso y avergonzado que Josef hablase.

En la alegría de la mañana campesina, el cráneo del varón de Arimathea brillaba con una blancura glacial. Su cuerpo, seco, menudo, doblado; su rostro, exangüe; su boca, lisa, apenas señalada en la palidez; sus ojos, de mirada lenta y enjuta; pero de esta postración se exhalaba como una luz misteriosa en su transparencia, firme en su sutilidad.

Desde el Gólgotha llegó el clamor de la plebe.

Nicodemus y el Padre de Familias retrocedieron, semejando huir de sí mismos.

Josef, inmóvil, recogió todas las voces que la brisa le traía, y les dijo:

-¡No iremos al cenáculo donde él estuvo, sino a ese cerro donde él está aún!

-¡Verle morir yo! -balbució Nicodemus, retorciendo sus manos, que crujían como leños rotos.

-Tú y yo. Antes le pediré a Pilato el cuerpo del Rábbi; quiero guardarlo muerto, ya que no supe guardarlo vivo. Y tú, Nicodemus, que puedes, y quisiste comprar toda Jerusalén, compra los aromas para su cadáver. No perfumes de tu casa ni de la mía, perfumes de nuestros ocios, perfumes de nuestra abundancia, sino aromas que tú busques, que cuesten siquiera un ahínco, un momento de voluntad, y que sean de los que compran los otros hombres con sacrificio.

Y como al salir intentara Nicodemus rodear por el hondo camino de Damasco para no ver aun el Gólgotha, Josef le contuvo con su voz helada como el hierro de su voluntad.

-Lleguemos a Jerusalén por donde él ha pasado. Veámosle de lejos, tomando esta contemplación como promesa a sabiendas de la compañía que hemos de hacerle.

Nicodemus besó su mano descarnada, y fueron acercándose al peñascal amarillo, mirando las tres cruces, cada vez más grandes, y más preciso el contorno de los reos.

Rugía Nicodemus entre la muchedumbre, y Josef la apartaba subiendo su báculo.

Pasada la Puerta de Efraim, el viejo sanhedrita alejose con el Padre de Familias por la rampa del Pretorio, y su amigo atravesó por las callejas del valle de Tyropeon. Sus vestiduras patricias barrían los suelos inmundos y se rasgaban en los quiciales y paredes. Hundiose en la soledad hórrida del barrio de los perfumistas. Todas las tiendas tenían las esteras corridas, porque llegaba el principio de los Ázimos. Nicodemus buscó la correa de un portal cegado con un cancel de juncos. Lo golpeó. Derribó la celosía. Abriose un postigo, y asomó la espantada cabeza de un hombre escuálido, de piel untosa con una vedija rubia, húmeda, rala, que le nacía en el hueso corvo del mentón. Sus pupilas de sierpe se revolvieron rápidas, acechadoras; y cruzó sus manos devotamente, y se agobió murmurando:

-La humildad de Elcana se regocija ante la magnificencia de Bonai-ben-Gorion. ¡Ensalzado sea el Señor Dios nuestro!

Le rechazó Nicodemus y arrojose en la foscura.

Trajo el mercader un fanal de asta, y fue despertando la tiendecita, abriendo sus ojos de brillos de urnas, de potes, de alabastros. Era una bóveda como el seno de un aljibe vetusto, toda de vasares y nichos.

Elcana, reverente y juncioso, suspiró:

-Excelso eres entre los maestros del Gran Sanhedrín y los ministros del santuario. Un día el sacerdocio exaltó al droguero Abtinas y dio su nombre a una de las salas santas...

Nicodemus le gritó:

-Dame mirra y xilaloé.

-Todo es tuyo, corona de la sangre de Israel. Acaso hallarás en mi miseria lo que no hubo en casa de Abtinas.

Y alzaba la luz, mostrando los tarros de gálbano, de cinamomo, de zumo de casia, de algalia, de astrágalo o alquitira, de azafrán, de goma de cisto, de resinas de Xilaloé, el Aquilaria Agallocha del Arabia Feliz, de lágrimas y panes de estoraque...

Leve, súbito, felino, llevó la lámpara a una leja de piedra; y alumbraba las anforillas de los ungüentos del junco de Nabathel, de megallium, de malobathrum de Sidón, de opobalsamum de Jericó, de telinum de Telos, de nardum de Persia, de bálsamo encarnado, de bálsamo dulce; y los vidrios de rubios orobias, de incienso cándido, de caracolas del Mar Rojo...

-¡Todo de mi señor, que hoy me levanta sobre Abtinas!

-¡Quiero los aromas para el Rábbi Jeschoua!- repitió Nicodemus, y se senda adormecido de intensos y delgados olores, que le apretaban sus sienes candentes y le empañaban los ojos de un lagrimeo agridulce.

-Ávido fue Abtinas para esconder los secretos de sus mixturas; mas, yo he escudriñado las raíces y los tejidos de las plantas; yo he meditado en las palabras de los nombres de muchos pueblos; he recorrido tentando nuestra tierra; yo compuse substancias ignoradas de los descendientes de Abtinas, y yo también conozco la hierba del Jordán, que hace subir inmaculado y seguido el humo del perfume agradable a Dios, y sé acendrar el aroma del ónix de las impurezas de su origen. ¡Todo de mi señor, cumbre de casas de Israel!...

El murmullo de Elcana, el ambiente blando y cálido, la lámpara sumida en un vaho tembloroso, la quietud, el piar de los pájaros de azoteas y tapias, todo enmollecía los sentidos del patricio.

Y de súbito, el mercader se espantó de su voz y de su gesto.

Josef esperaba en el portal.

Y Nicodemus rugió:

-¡Véndeme los perfumes para el Rábbi! ¡Véndelos antes que me desprecie!

Elcana dijo doblándose:

-¡Yo, como vosotros, reverencio al justo sin ventura!

Y descolgó su balanza.

Nicodemus le ordenó, señalándole un arca de mirra y una urna de resinas y maderas de áloes:

-Llévalas al jardín de Josef de Arimatnea.

Y respondió Elcana:

-Mira, señor, que habrá más de cien libras...

Y el mercader dijo:

-¡Consiénteme que yo añada mi ofrenda!

Y acercose el fanal, y estuvo pesando una libra de aromas; y cuando Josef y Nicodemus se apartaban, los dedos afilados del vendedor pellizcaron dos gromos del platillo y los volvieron al tarro de alabastro...

Un rabino de la Escuela de Jamnia, con los dos escribas relatores de la causa de Jesús, pasaban lentamente entre las cruces. Siempre se detenían en la del Señor, irguiéndose para verle la mirada y oír en su quejumbre. La crispación de un nuevo dolor les acuciaba su acecho. Después, una rápida analgesia dulcificaba la faz del Rábbi; y ellos se iban a la otra cruz... Gestas les escupía una baba de sangre que le iba cayendo por la quijada de lobo, y el ímpetu de salivar ennegrecía su lividez. Echó su cabeza hacia la nuca, buscando el madero. Era su cruz commisa, sin cabezal, como una T. Le asomó la lengua costrosa, y arrastrándola por sus labios de espuma llamó:

-¡Ráabbi... Ráabbi! -Y se paraba, resollando- Ráabbi... ¡Ya que no viene tu Padre a librarte, cháfate el cráneo!

La chusma le aclamó.

Josef y Nicodemus hablaban con los del grupo de la secta.

Incorporose Lázaro, de una demacración que sobrecogía a sus hermanas, y le dijo a Josef:

-Mi casa era su escudo y él la abandonó por recogerse en Gethsemaní. ¡Vanos fueron mis ruegos y tus avisos!...

Calló, porque les había llegado la voz suya.

La madre quiso ir; y la rodearon, conteniéndola.

Un custodio buscó la esponja con que se lavaron los ejecutores; la empapó de posca, la traspasó con un hisopo seco, que aun tenía los hilos rojizos que lustraron lepra, y la aplastó en los labios del Rábbi.

Alzose junto a la cruz la figura de María Cleofás.

Salomé murmuró:

-Nosotros tuvimos que apartarnos. El Señor nos lo pedía con la mirada... -Y volviéndose a Nicodemus, añadió:- Aquél es Juan, mi hijo. No quiso dejarle, y está solo entre las ofensas de las gentes.

María de Magdala balbució en la espalda del sanhedrita:

-¡El Señor resistirá menos que los otros; se le hincha un costado!... Al principio hablaba más... Encomendó su madre al discípulo; después tuvo angustia y gimió: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?».

Y María lloraba, mirando al cielo cerrado, duro para el Señor.

Siguió Salomé:

-...No quiso el vino de misericordia que le trajo la mujer de Elisama...

Entonces reparó Nicodemus en la patricia, y se abatió en su presencia.

-¡Tú fuiste más valerosa que nosotros! ¡Loados sean tus hijos!

Salomé le interrumpió:

-¡El mío, el mío veló la desnudez del Maestro con un trozo de manto que se rasgó la pobre madre!...

La madre del Señor, postrada en la roca, miraba densamente hacia la cruz. Y semejaba que sus ojos se mirasen a sí misma.

Enmudeció Salomé. Venían los escribas y el jurista de Jamnia; y, al pasar, saludaron sonriendo a Nicodemus y al varón de Arimathea.

Impetuoso y aciago los atropelló Nicodemus, y corrió, gritando:

-¡Rábbi Jeschoua, Rábbi: yo no te abandono, Rábbi!

Su palabra, sus fervores, sus vehemencias generosas decaían, se apagaban bajo el espanto y la lástima de la ferocidad del suplicio... ¡Ya no era el Rábbi Jeschouat! Su cuerpo semejaba de una arcilla pegajosa, con placas azules de los trastornos circulatorios, con coágulos desprendidos de la espalda flagelada, roída por la antena. Le resbalaba un sudor craso por las axilas, por los riñones, por los muslos; palpitaba horriblemente su cuello abotagado, corto, confundiéndosele con las mejillas infladas, blandas, lívidas; las sienes se le hundían, y sus oquedades se juntaban con las cuencas de los ojos; resaltaba la frente roja, el filo húmedo de la nariz anhelante, pulverulenta de una harinosidad amarilla. Los labios, flácidos, amoratados, con arborizaciones venosas, se torcían sobre la escara de los dientes; y entre sus párpados cárdenos se perdía su mirada turbia, cuajada en una lágrima... Agonía del Señor. Agonía del crucificado, que padece las angustias de todas las muertes. Dolor de peso de podredumbre de las meninges, del corazón, de la aorta, de los pulmones, que se estancan, se macizan de sangre parada. Las arterias, que llevan la dulzura de la vida, se vuelven dogales. La fiebre traumática le hunde sus uñas de sed y todo el cuerpo parece una lengua para sentirla. Todos los dolores en el crucificado: dolor de latido foscor, vibrante, de la garra ardiente de la cefalalgia; dolor de punza, de mordisco, de desgarro de todas las vísceras; dolor de peso, de apretamiento de embolias, de dislocación de vértebras, de músculos distendidos, de nervios desgajados... Y el reo se contempla entregado a la exaltación de la sensibilidad, inmóvil, fijo en la sedila, el cuerno, que le gangrena las nalgas; quietud de muerto que asistiese a su devoración. Y de todas las entrañas, engañadas por la inmovilidad, va saliendo la muerte. ¡Y él la ve!

...Juan llamó a la madre del Señor. Y se postró, se amontonó todo el grupo bajo la cruz. La madre quedose alzada, rígida, suprema, mirando a su hijo. Al lado, Josef.

Jesús agonizaba. Balanceó el cráneo, ahogándose. Se veía el ansia del resuello desde el vientre a las fauces. Crepitaban sus pulmones cartonosos; temblaba la blanda hinchazón de su pleura; se rompía su silbo ronco en un colapso; y entonces resaltaba el zumbido de las moscas en sus ojos, en su nariz, en sus orejas, en las llagas de los clavos.

Y tornaba el jadear, el cabeceo de la asfixia. Su cabellera se doblaba, caía, le cegaba, se alzaba; su aliento fue haciéndose ancho, prolongado. Se quejó, y precipitose su ahogo. Sus pupilas vidriosas imploraron al azul; se volvieron a la tierra...

Jesús estaba solo. El Padre lo ha desamparado. Jesús ha de pasar las soledades humanas de la muerte. En la tierra no puede ni el amor vencer la agonía del amado. El que muere está solo. De Dios a criatura era un tránsito de resignaciones, de sencillez, de piedad. De hombre a Dios, había de subir la jornada yerma, cegada, sin tierra y sin cielo; Jesús, solo.

Todo el Calvario estaba lleno de su angustia. Sobre los rumores de la multitud y el aullar de Genas y Gestas, resaltaba el afán del Señor. Y sonó su grito de desgarraduras de toda su vida; y sintiose su silencio, el silencio del pecho inmóvil, desencajado, alto, duro, metálico; la cabeza quedó colgando hacia la roca; y la cruz tembló del peso del cadáver, que se había salido del escabel, y semejaba desclavarse. La madre aun esperó otra palpitación del costado del hijo.

Un custodio le fue enroscando una soga, atándolo al mástil.

Y Josef llegose al centurión para mostrarle la tablilla del mandamiento de Poncio cediéndole el cuerpo de Jeschoua Nazarieth.

Bramaron los otros crucificados bajo los golpes de mazas, que iban quebrándoles las piernas, las ancas, las costillas, los codos...; era el suplicio del crurifragium que infama y apresura la muerte.

...Caía una lluvia olorosa de primavera. Resonaban los follajes de los jardines, removidos por un vendaval de arenas.

La muchedumbre se dispersó hastiada...

...Josef y Nicodemus contemplaban la noche desde la azotea.

Había una profunda bienaventuranza.

El cerro de la ejecución dormía pálido, gracioso, recostándose en las murallas. Y la ciudad se alzaba clara, inocente, como un jardín de lirios, coronada de las dulces lumbres de los techos del santuario y de las torres. En cada cúpula se congelaba una gota de luna.

El huerto de Josef exprimía el olor de sus naranjos y cidros. Cantaban los ruiseñores, y sus arpegios parecía que resbalasen en la peña del sepulcro.

El viejo sanhedrita se acongojó, vencido de ternuras desconsoladoras, de emoción de eternidad. Y quiso ir a su cámara.

Les recibió una mujer vestida de lino y de un cendal de luna, como exhalado de la pureza de su amor y de su carne.

-¡Yo prometí besar la sandalia del Señor cuando retoñaran mis rosales! ¡Mira las rosas en mi regazo; y ya no puedo dárselas!

Josef abrió su cofre de ámbar y olivo, y tomó el cáliz de la cena de Jesús. Sintió que le temblaba la vida, que toda le acudía devotamente a sus dedos.

La mujer se prosternó sollozando, y se esparcieron sus rosas en los tapices.

El varón de Arimathea alzó el cáliz de ágata como una flor encendida.

Asomose un hombre desmedrado, con túnica blanca y un manto leve y rubio.

Nicodemus se le abrazó gimiendo:

-¡Gamaliel, Gamaliel!

Gamaliel reclinose en el estrado, frente a la abierta ventana. Miró un lucero azul palpitante, que subía sobre las agujas de dos cipreses del sepulcro, y suspiró:

-¡Lástima de hombre!

La samaritana

«Vino una mujer de Samaria a sacar agua, Jesús le dijo: "Dame de beber"».

(S. Juan, IV, 7)

Los que venían de las labores, los que estaban en su obrador de artesano, los que holgaban a la sombra del corral de caravanas, el karwânserâi que huele calientemente a bestiajes y pueblos, todos la miraban sonriéndole cuando ella salía con su ánfora, recortándose rítmica, fresca y graciosa en el cielo del camino.

El camino, después de los muros de los pesebres de tránsito, rodeaba el ejido, y volcándose, retrocediendo, brincando, se hundía en la anchura del valle de Sickem.

Campos arados, campos en reposo; sernas de gleba recién desnuda; verdor jovial de manzanos, de morales y zamboas, que se bañan en las fuentes del Garizim; umbrías de terebintos; hazas viejas, calma de olivar, senderos y rediles, humos dormidos... Es la tierra que compró Abraham para tener las tumbas de su casa; la que mercó Jacob por cien corderos, y la retuvo con su espada y su arco y se la dio a Josef como porción de mejora de heredamiento. Allí se levanta la «Encina de la Estela», ancha, solemne, inmóvil y negra sobre el azul; al amparo de su ramaje de forja consagró Josué la piedra del testimonio de la alianza de su pueblo con Dios, y los sichemitas ungieron a Abimeleck, y Zebul mintió a Gaal... Allí está el sepulcro de Josef, que todas las tardes tiende la sombra de su bóveda junto a las palmeras que se curvan dulces y cansadas sobre el pozo que cavó Jacob... Tierra grande, extática en la emoción del paso y de la muerte de los patriarcas. Un aullido, un aleteo, un cántico, todo tiembla en la claridad del silencio.

...Y cuando subía la mujer con su ánfora, que resudaba palpitante de frescura, la llamaban los hombres desde los albergues. Los de Samaria habían ya contado la renovación placentera del tálamo de la hermosa. Y los ricos mercaderes extranjeros, reluciéndoles las pupilas, le mostraban el fausto de sus equipajes y las delicias de los vinos y sabores exóticos de su festín en aquel alto de la ruta.

Pero ella decía:

-¡La plegaria será mi alimento y mi salud!

Y murmuraban las gentes de Sickem:

-Ya no es Fotima ella misma; porque siempre escuchó los deseos de los hombres con una sonrisa de promesa y se le alzaba el pecho glorioso de amor; y ahora sonríe como adoleciéndose de nosotros, y parece que diga las palabras de Noemi, en el libro de Ruth: ¡No me llaméis hermosa, sino amarga! Y no puede llorar muerte de esposo, pues cinco trocó por gusto y hastío de su cuerpo; ni perdió hijo, porque es infecunda; ni se malogró su hacienda, que nunca codició, y que le es dado juntarla a su antojo con el poder de sus gracias...

Sola, desamorada, cruzaba las calles de Samaria dejando un casto aroma de paz. Ya no le ardían los ojos, y daban una lumbre quieta de remanso con luna.

Y cuando un samaritano volvía de caminar, ella le buscaba preguntándole:

-¿Viste al Señor que lee los más escondidos pensamientos, aquel que siendo judío comió pan de Samaria?

Pero los andariegos de su país no hablaban sino con gentiles, y no trataban con los moradores de Israel sino de empresas de logro.

El Deuteronomio dice: «No prestarás por usura al hermano».

Samaria no es tierra hermana de la tierra judía. Samaria se ha prostituido con ídolos bárbaros. Levantó en su monte Garizim un templo de liturgia semejante al culto de Jehová, y le pidió a Antíoco: «Conságralo a Zeus Hellenios, porque nosotros somos sidonianos y nada tenemos con Israel ni en raza ni en usos...».

El creyente desdeña los testigos, la boda, el beneficio, la mantenencia, el descanso y el agua de la tierra que apostató. El creyente sólo admite al samaritano para lucros de tráfico y de réditos de una dureza implacable. Mas, de tiempo en tiempo desborda el rencor de Samaria vengándose de Israel. Israel proclamaba con hogueras en todas sus cumbres la neomenia de la Pascua, o principio de la luna de Nisán; y Samaria alumbró engañosamente todos sus altos, y pasó el aviso de llamas de cima a cima, y acudieron a Jerusalén los devotos que residen en Siria y Babilonia, imaginándose convocados para la fiesta de los panes cenceños. Entonces el Gran Sanhedrín trocó las señales luminosas por los emisarios. Y en otra Pascua de inmenso concurso, porque fue año de llenura, penetraron escondidamente los hombres de Samaria en el Templo de Dios y esparcieron inmundicias y osamentas para impedir las ceremonias; y el alborozo se tornó en plañido.

...Ninguno de los que corrían comarcas extrañas trajo nunca noticia del Señor. Y los de Sickem se pasmaban del afán de la hermosa. Y ella decía:

-¡Aquí le visteis y escuchasteis! ¡Cómo pudo deshacerse su recuerdo! Pasó como el Esposo de los Cánticos por los oteros y vergeles. No disteis posada a sus discípulos, y agraviados ellos le pidieron al Señor: «¿Quieres que digamos que descienda fuego y los acabe?». Mas, él les repuso: «No vine a perderlos, sino a salvarlos».

Todas las tardes bajaba la mujer a la sombra de las palmeras del pozo patriarcal, y se sumergía su alma en el silencio para sentir el latido más hondo de la lejanía... Y esperaba al Señor donde había gozado su presencia; le esperaba devanando sus memorias... Fue en una siesta del mes de Sivan. Estaba el valle rubio, maduro y oloroso del aliento del verano. Todo resonaba de elictras ardientes; y entre el hervor gemía una rueda de alfarero.

Junto al ejido halló la mujer doce caminantes; sus mantos viejos, sus sandalias roídas, soltaban la tierra de muchas jornadas. Siendo pobres, había uno que semejaba siervo de los otros, y hollaba pesadamente como un buey flaco cuando labra el erial; tenía el pelo rojo y los labios de ferocidad.

La samaritana les gritó: «¡Llegaos sin recelo, y si nadie os socorre, tomad de lo que hubiere en mi casa; abierta la hallaréis; es la más blanca de todas; suben los jazmines por el muro!...».

Y se alejó envuelta del gozoso donaire de su juventud. Y ya casi en la vera del pozo, se detuvo asustada con los rubores dulcísimos que siente la mujer exquisita, aun siendo pecadora.

Un hombre extranjero, recostado en el brocal, aspiraba la pureza y frescura del agua, y dentro del cielo reflejado se veía su imagen con un nimbo de sol.

El hombre alzó los ojos; la miró como un hermano que estuviese esperándola, y le dijo:

-¡Paz en ti!

Otra vez asomose al espejo azul de las aguas, y confiadamente le pidió:

-¡Dame de beber!

Ella le contemplaba enternecida de su abandono de niño cansado.

Siempre le hablaron los hombres con ufanía de cortejadores y con rendimiento carnal, viendo sólo en ella las gracias de hembra. Y el extranjero la había mirado como enlazándola con la emoción de la tarde, y la había escogido para recibir de sus manos la inocencia del agua. ¡La había mirado; había visto que era hermosa, y le pidió agua! Y la mujer sintió entonces el encanto íntimo del agua, del cual parecía que participase su vida, y creyó oír el primer elogio de su belleza, renaciéndole un estado de virginidad.

Y le sonrió dulce y tímida, pronunciando:

-¡Cómo siendo judío me pides de beber a mí, que soy samaritana!

En los ojos del caminante pasó un ímpetu de gloria; y alzose transfigurándose de niño sediento en padre magno y fuerte, en señor que visita su heredad, y le dijo:

-Si supieses quién es el que te dice: ¡Dame de beber!, tú acudirías a él pidiéndole: ¡Yo no a ti, sino tú a mí dame el agua de la sed mía!

Salieron en la mujer resabios de malicias de rapaza, y se inclinó graciosamente exclamando:

-¡El pozo es hondo! ¿Cómo podrías tú sacar agua sin mí?

Y le mostraba el cántaro limpio y fresco de juncia y la delgada cuerda ceñida a su talle.

Llegósele el hombre dolorido de compasión. Y la samaritana recogiose en sí misma escuchándole:

-¡Todo el que bebiere de esta agua que tú tomas de la tierra, vuelve a sentir la sed; mas el que bebiere de la que yo alumbro, nunca estará sediento, porque el agua que yo doy se vuelve en el pecho una fuente que salta hasta la vida eterna!...

La mujer se le iba postrando, sin cuidarse de su figura, ni de los pliegues de su túnica, ni de sus trenzas que se le sumían entre el herbazal; y tendida, humilde y casta, toda hecha de corazón bajo los ojos y la palabra del extranjero, le imploró con un quejido venturoso:

-¡Dame, Señor, dame de esa agua viva, que yo no quiero tener más sed!...

...Agua de amor de caridad emitida por la gracia del amado manaba ya siempre del pecho de la mujer. Sosegada y limpia se sentía de inquietud de pecadora; pero la hondura de su alma se llagaba de sequedades. Saciada quedó la sed de antaño, y bajaba sedienta al pozo de Jacob, buscando en todo el valle... El llano, los alcores, la arboleda y el cielo, todo estaba henchido de la presencia de aquel hombre. ¡Y no estaba él!

Y una tarde que contemplaba su palidez de penitente en el espejo del agua que tuvo la imagen del Señor, sonaron voces y sandalias en el camino de la tierra judía.

Pasaban dos extranjeros sin alforja ni arma. Se apoyaban en un báculo rudo, y traían el manto subido y plegado a los riñones para holgura del pie.

La samaritana corrió llamándoles. Ellos se volvieron, y no sabiendo quién fuese, seguían su camino.

Pero la mujer les alcanzó y les dijo:

-No sois los que vinisteis con mi Señor, y hay en vosotros una semejanza con el porte de su gente. Mas, siendo suyos, ¡cómo pudisteis pasar sin llegaros al agua que el Señor bebió de mi mano, dándome en trueque delicioso el agua viva de su gracia!

-¡Paz en ti, mujer! -le respondieron los dos hombres.

Y ella se derribó sollozando de felicidad:

-¡Le habéis recordado también en su decir! ¡Sois emisarios suyos! Toda mi alma os bendice: ¡dadme ya su nueva, porque estoy pura!

Y el más viejo de los caminantes, abrasado y enjuto, de tosco frontal, murmuró:

-¡Discípulos y sembradores somos de la palabra del Rábbi, el Cristo Señor Nuestro!

-¡Dadme la nueva que me traéis! ¡Decidme dónde se esconde el Señor, porque yo le busco teniéndole siempre en mí, y no le encuentro! ¡Yo le aguardo y le llamo, y nunca acude! ¿Dónde está el Rábbi Jesús?

-¡Paz en ti, mujer, en nombre del Señor! -repitió austeramente el anciano, y quiso apartarla de ellos.

Y la samaritana se agarró a sus vestiduras, clamando:

¡No tan sólo su nombre, sino su voz y sus ojos, su presencia para la paz de mi vida! ¡Llevadme a él para que yo le sirva y le unja!

El otro discípulo le sonrió afligidamente:

-¡Rábbi Jesús se halla en ti como habitará ya siempre entre nosotros!

No le entendía la mujer, y se incorporó afanosa.

Entonces la hirió en todas sus entrañas la palabra inflamada y tronadora del apóstol viejo:

-¡Jerusalén ha matado al Señor! Alzó su cruz delante de sus muros... ¡Dile a Samaria que las almenas de la ciudad homicida serán holladas por pezuñas inmundas!

La mujer miraba con horror la boca que vertió la desdicha. Y les fue siguiendo, dejando sus sollozos como si se deshojase su alma en el silencio de la senda.

De súbito, precipitose llamándoles enronquecida y brava.

-¡Iré con vosotros! ¡Aunque quisierais ahuyentarme como a los perros, yo os seguiría! Iré con vosotros hasta que me hayáis dejado en la tierra que guarda el cuerpo del Señor... Quiero tocar y besar su sepulcro, y besándolo penetrará mi vida como las raíces llegan al agua traspasando la roca...

El viejo la miró fríamente.

-¡Mujer: el Rábbi no tiene sepulcro! ¡Anunciado estaba que el Señor resucitaría! Y el Señor ha resucitado...

-¡Si vive el Señor, llevadme, que yo le cure las heridas! ¡Si tiene mujer, yo seré su sierva!...

-¡El Rábbi ha resucitado, y subió al cielo, a la diestra de su Padre; y desde allí envió a los suyos la potestad de su Espíritu Santo!

Los discípulos se alejaban reposados y firmes, parándose, subiéndose el turbante para mirar, ladeando un poco la cabeza, como hacía el Rábbi Jesús.

La samaritana se fue quedando sola en el camino. Sobre sus hombros se tendía la obscuridad de la tumba de Josef. Sintió frío y miedo de niña desamparada, y buscó el refugio del pozo de Jacob, y besaba su piedra y gemía:

-¡Rábbi, Rábbi! ¡Por qué has resucitado para subirte al cielo!...

Appendix A

Appendix A.1 Aquí terminan las figuras de la Pasión del Señor

Appendix A.2 Apéndices

Appendix A.2.1 I. Figuras de Bethlem: (Fragmentos)

Appendix A.2.1.1 Bethlem

«Y tú, Bethlem, tierra de Judá, tú no serás el más humilde de los lugares, porque de ti ha de salir el que disponga de mi pueblo».

(Micheas, V, 2.- San Mateo, II, 6)

Bethleem sube por dos alcores de laderas plantadas. Tiene una claridad fresca, nítida, salina; una blancura de vallados, de cenáculos, de cisternas, de sepulcros y hornos. Sus viviendas se cuajan de sol como las celdillas de las mazorcas y de los panales. El cielo de su lado recibe un vaho de cal de las rampas y casas. Parece que exhale una pulverización de molino harinero.

Tierno, juvenil, luminoso, está desvalido en las torvas soledades de los montes de Judá.

Bethleem se ha quedado solo en su alegría y su gracia aldeana. Le rodea una tierra huesuda y convulsa. Sobre sus terrados y vergeles, respira la boca amarga y llameante del desierto; pasa el aletazo caliente del siroeco, el gâdim de la Biblia.

De las bóvedas de los muros, de los portales del «Karvan» -parador y corral de caravanas y ganados-, del júbilo del ejido y de los huertos, salen las sendas impetuosas y joviales; pero, se van desollando y hundiendo, trocándose en torrentes areniscos, en «wadis» y ramblas; desaparecen en las quebradas y losas. Los montes se rasgan en una hoz; el silencio cría su ámbito; es como una destilación de tiempo inmóvil. Y las sendas de Betnleem, aunque se rompan y se cieguen, no dejan su jornada: renacen más lejos, brincando desnudas. Semejan esperar al caminante; y le miran y le sonríen convidándole a seguir. Tornan a su retozo, y se tuercen como si se volviesen para saber si el nombre se fía de su promesa. Su promesa será llevarle a una porción agrícola: la viña y las higueras que se agarran a una cuesta calcárea, recogida y tibia; los escalones de bancales de cebada y avena: con márgenes de pedernal para que el terrazgo no se derrumbe; un valle tierno entre lo abrupto; una meseta labrada; un redil en el frescor del pasto; un cañaveral, unas palmas y un pozo que, al removerle la piedra que lo cubre, se queda resonando de onda en onda y abre su mirada trémula y azul...

Donde haya un rodal hospitalario para el cultivo, allí cavará obstinadamente el azadón israelita; la uña de la reja penetrará hasta que toque la roca; la besana se plegará en la ladera dejándole su esfuerzo y su paz.

De sus mismos enemigos recoge el israelita las enseñanzas de labrador. Mientras cuece ladrillos para los faraones en la tierra empapada de Gessén, aprende el cuidado primoroso de los huertos: trae a su casa los métodos rurales de Canaan; y las familias que queden del cautiverio de Babilonia y vuelvan al «país», proseguirán el trabajo mejorando la heredad abandonada. Porque Jehová es el Señor Dios que legisla todo lo de su pueblo escogido, desde la santidad del rito a la salud de su criatura y el producto de su labranza. Es el dueño de la tierra suya sobre todas las que ha criado; ama sus frutos; quiere la primicia de la cosecha. Por eso las fiestas de su altar vienen aparejadas con la plenitud de los bancales, en los días que huelen a madurez, a trojes en colmo, el olor suave y honrado que le llega a Isaac cuando bendice a Jacob: «He aquí el olor de mi hijo como el olor de un campo lleno al que ha bendecido el Señor».

En la «Schema» o «escucha» de la plegaria matinal, el judío invoca a Jehová como Dios agrícola que «cuenta las nubes y cuelga las urnas de las aguas», que «tiene Él solo la llave de las lluvias y no las cede ni a los ángeles», «que extiende el cielo como una piel; riega los montes; sacia la tierra de sus obras; da al hombre el pan que le alimenta, el vino que corrobora su corazón, el aceite que hace relucir su rostro, y el heno que pasturan las bestias»...

«Casa de pan», lugar de abundancia, era Bethleem.

Se apeldañan los huertos, de un cultivo denso y primoroso, como paños bordados en realce.

En su rodal de tierra junta el bethlemita toda la variedad de legumbres y frutales. Cría planteles de cebollas, fríjoles, berzas, endibias, lechugas, chalotes, badeas, escalonas, guisantes, habas y cohombros. Brotan en lo umbrío los hongos y el jenable. Las sandías se revuelcan en suelos apacibles. Por los ribazos y bardas, se cuelgan las calabaceras, las de la cidracayote y las de calabazón angosto y encarnado que resuena como un odre. Crecen los membrillos espalderos, los granados, los bergamotes, los almendros. Las vides tejen con la higuera el toldo que acoge las amistades. Los márgenes y linderos se ahogan bajo la convulsión de las hordas de los chumbos. Se recortan las grises espadas de las pitas, de liseras carnosas. Suben al azul los girasoles doblando sus panes redondos de flor dorada. Cada hortal tiene su torre de piedra cruda para el guarda, y una horca de leños que, al combarlos, sumergen la herrada en el agua dormida y somera del pozo, y vierten el riego atirantándose con un zumbido de arco.

Después de los vergeles, las tierras llevan olivar, viña, mijo, centeno, cebadales... y en los campos segados y en la hierba de la senara, tocan las esquilas de los corderos de Bethleem.

Appendix A.2.1.2 Ruth

Vino el hambre al país del Señor, y hasta Bethlem, la aldea recostada en su abundancia, se descarnó de sufrir. Muchas gentes se alzaron de sus heredades, y entre ellas Elimeleck, siervo puro de Dios, y su mujer Noemí, la hermosa, y sus dos hijos.

Atravesaron la serranía, rodearon las aguas de sal de la mar muerta y se acogieron a la tierra extraña de Moab, que estaba rubia de cosechas.

Allí murió el padre, y se casaron los hijos con mujeres moabitas; la una se llamaba Orfa, y la otra Ruth. Y después de diez anos, ellos también murieron. Entonces Noemí, huérfana de todos los de su sangre, sintiose más extranjera.

Ya el Señor volvía los ojos sobre su pueblo. Las mieses, los viñedos, los frutales de Bethlem daban buen esquilmo.

Y Noemí quiso retornar a su aldea. Aun tenía esta mujer la suavidad y el aroma de una cansada hermosura. Las viudas de sus hijos la siguieron. Y cuando estaban lejos, ella, besándolas, las despidió:

-Marchaos al amor de vuestra madre, y que el Señor haga misericordia con vosotras según la tuvisteis con mis muertos y conmigo.

Orfa y Ruth, llorando, le pedían:

-Deja que contigo varamos a la tierra de nuestros esposos.

Y Noemí, palpándose su vientre seco, les dijo:

-¡Ya están agotadas las entrañas que os dieron marido! Volveos, hijas, porque levantose la mano del Señor contra mí; no alcance también a vuestra mocedad.

Todavía lloraba Orfa; y llorando besó a Noemí y volviose al refugio de su casa.

No así Ruth, que se agarró más fuertemente del manto de la judía.

-¡Vete con Orfa a tu pueblo y a tus dioses! ¡Déjame en mi camino!

Y Ruth le sonrió, diciéndole:

-Yo no me soltaré de ti. Tu pueblo será mi pueblo, tu Dios será mi Dios, y en la tierra que te recibiere cuando mueras, quiero yo también acostarme para siempre.

Noemí se paraba enjugándose su llanto gozoso, y entonces Ruth miraba hacia lo suyo: el humo tranquilo de su horno, los árboles viejos del remanso donde lavaba, un temblor de corderos que salían a pacer... Los recentales siempre venían a su portal, asomándose y rodeándola cuando ella amasaba; y una misma claridad azul daba en los vellones blancos y en sus trenzas negras y en sus dedos de harina...

Poco a poco se ahondaron las dos mujeres en un paisaje de peña. Tragaban una calma salobre del mar de Sodoma. A mediodía reposaron en los tojos y palmeras de los saladares. Ruth pidió agua en un hato de pastores, y pidió pan a las caravanas que traían uvas y bálsamos de Engaddi. Todo se lo llevaba a la madre del esposo muerto. Y ella la bendijo, recordando:

-En esta sombra descansé con Elimeleck y mis hijos; aquí me dieron de beber y de comer lo mismo que tú haces ahora. En ti amo a mis muertos, y en ti me valen y acompañan.

Cuando atardecía se les perdieron las huellas de otros caminantes.

Y la anciana clamó:

-Viniera yo sola y me moriría pudriéndome sin sepultura de cara al cielo, y acudirían al husmo de mi carroña las aves y las bestias.

...Se despertaron llenas de sol. Todo era sol grande y rojo. Se miraban sus enormes sombras moradas.

Arrugas de calveros, breña calcinada que cruje sin moverse, llagas de pedernal, desamparo, calentura de naturaleza, piedra de hierro, surco y arista. El pliegue, el filo, el ápice más sutil, más frágil, más lejano, destacan en el azul.

Asomaba en el aire un ave negra y ardiente, temblando entre sol, y en seguida desaparecía espantada del extravío de su rumbo.

Las dos mujeres escuchaban en su carne/ en su sudor, en sus pasos, en sus vestiduras, el tránsito de su vida dentro de toda la mañana de piedra.

Caminaban sin camino, sin contorno en la lejanía que las aguijase con una promesa de llegar. El horizonte siempre exacto. Les parecía que nunca avanzasen, pisándose sus mismas pisadas, como el siervo que empuja la viga de la tahona. Cansancio de pesadilla en que nos rendimos de huir sin andar. Se sentían ellas aumentadamente, exaltándoseles la sensación de su cuerpo en la inmovilidad de un paisaje de losas. Las oprimía lo inmenso como una zanja. Les retumbaba la precipitación de su sangre en la quietud de escombros socavados; cada gota de sangre golpeaba tirantemente en la piel, como una mano que llamara pidiendo que le abriesen. Las pavorosas alucinaciones de la vida única en las soledades mineralizadas. Los ojos ávidos y enjutos; las pestañas de cardencha. Rocaderos y sol. Desierto de Judá sin el espanto, sin el tumulto de olas de arena. Desierto viejo, duro, petrificado en relumbre.

...Y, de pronto, Ruth gritó, tendiendo los brazos. En el humo del confín se desnudaba el azul gracioso de una montaña. Iba saliendo una coloración húmeda, tierna, vegetal. Se desplegaban los campos labrados. Aire oloroso. Un vuelo de grullas. Polvo, rebaños, una caravana remota, una senda hollada, un herbazal, un pozo, la viña, el suelo grueso de sementeras, follajes regados...

Ruth y Noemí sollozaban de júbilo. Sus pies, sus frentes, sus ojos y hasta su túnica y su manto recogían una deliciosa circulación de la vida del mundo. Ya no eran sus vidas dilatadas en la soledad, sino ellas refiriéndose, comparándose a otras criaturas.

Ruth tocaba la hierba, sumía sus manos y su boca en el frescor. Y Noemí le sonreía; pero alguna vez asomaba en sus ojos la lumbre torva del espanto recordado. Ruth la besaba y se besaba a sí misma, hermosa en la hermosura de una naturaleza con tacto y olor de creación. Sentíase comunicada y hecha de zumos y carnes dulces de las ramas y frutas; las tocaba, las acariciaba, las mordía. Y, sin saciar nunca su ansia, se le recostaba el alma en el claro amor y conciencia de su goce.

(Tierras del valle de Etham, que habían de ser el huerto cerrado, el escogido retiro de la esposa de un descendiente de Ruth).

Y volvíase a mirar en su torno, ya no con el oculto dolor de la despedida de sus campos, sino con una suave gloria en sus entrañas, como si todo lo que contemplaba le perteneciera.

...Atajando por ramblas y veredas llegaron las dos mujeres al camino alto. Es el camino de las planicies. En la frente de las mesetas tiene Judá su refugio. La cumbre enciende la exaltación del salmo y de la profecía, y allí pone su pie y su casa el Señor. El camino alto recoge los senderos y salidas de los barrancales, de las laderías y marismas; toma el tránsito de los mercaderes que van a las ferias y lonjas; de los enfermos y llagados que buscan a los taumaturgos en cuyos dedos reside la gracia. Camino del Hebrón a Jerusalén que descansa en Bethlem. Camino que otea los horizontes y términos del «país del Señor»: las aguas grandes y azules del Mediterráneo y las tierras ajenas; tierras enemigas de la llanura de los filisteos, las de las gentes engañosas de Idumea, las del árabe feroz y duro que «no puede ser combatido sino con otro árabe, como el diamante no puede ser trabajado sino con diamante». Mar y comarcas que desecha el Señor. Y el judío es él por la posesión de lo suyo y por la conciencia desdeñosa de lo que no le pertenece. Toda la tierra prometida: sus montes y hoyadas, la roca indomable y el suelo fértil, la granja y la ciudad, el lagar, el horno, el aljibe, la piedra que maja la oliva, la muela harinera y el celemín, todo lo posee y lo siente el judío dentro de un recinto de familia y de tabernáculo, todo como carne suya y hueso suyo, de la carne y del hueso del padre Abraham.

Viejo camino con bordes de cactos y retamar, entre setos de cambroneras, de vides y girasoles que doblan sus panes de flor negra y amarilla. Los rábbis lo comparan al camino del Paraíso.

...Y apareció Bethlem, de una modelación blanca, precisa. Sus cuestas y senderos, entre tapias de huertos joviales; los palomos y golondrinas rodeando delirantemente la querencia de las balsas, del ejido, de las cúpulas de los terrados de cal.

Noemí besó el aire que le traía el viejo aroma de su aldea.

Las gentes se paraban, diciéndose:

-¿No es ésta Noemí la hermosa, la que fue de Elimeleck?

Y ella les pidió:

-¡No me llaméis hermosa, sino Mara, amarga, porque el Señor me ha colmado de amargura!

Y todas la compadecían, y después miraban a la moza extranjera.

Ruth pasaba inclinada y dulce.

La miraban las mujeres de Bethlem, de túnicas azules y velos blancos, tendidos; de andar rítmico y breve; altivas de su castidad, de su belleza y de su Dios. La miraban los hombres de Bethlem, de recias capuchas dobladas sobre el sayal; sus sandalias con trenzas de cuero enrejándoles la pierna briosa; una tira de piel o de lienzo apretándoles las sienes y las cabelleras; la barba lisa y saliente; adustos, inflamados, con señorío de casta aun en la mirada y en los ademanes de los más pobres. La miraban los niños, de una dorada desnudez entre el vuelo de una ropa encarnada desceñida, ostentando ya en su faz el sello de la perennidad y pureza de su raza.

Y Ruth se acongojó y se afrentó de verse sin hijos en el país del esposo. Sentía lo vano de su juventud y de la perfección de su cuerpo, sin confianza de bien.

Pero había de ser allí el amparo de la madre ajena, y le propuso:

-Ahora cortan las cebadas. Si tú quieres, yo iré al campo y recogeré las espigas que se les caigan a los segadores, y así comeremos.

Salió Ruth a una heredad de Booz, hombre rico, corpulento, de barba ya vieja, pero en sus ojos todavía le quedaba una llama negra magnífica.

Booz pertenecía a la misma sangre de Elimeleck. Tenía en la aldea casa con hortal. Paseaba con mucho reposo en medio de los principales ancianos. Iba a su granja de las afueras en un jumento gordo, de aparejo de frontil de mitra y silla de pieles de cabritos con faldas moradas. Reparó el dueño en la extranjera que cansada y humilde cogía la mies caída de las garbas. Y apiadándose le habló:

-Hija, no te apartes de mis gentes; bebe con ellas de mis cántaros y come de mi polenta, que nadie te agraviará.

Ruth lloró viéndose protegida, y estaba más hermosa, como una virgen que se conturba de haber hallado gracia en los ojos del hombre. Entonces Booz, sonriéndole, le dijo:

-Sé que dejaste tu casa por seguir a la madre de tu esposo muerto. Debajo de las alas de Israel te acogiste, y hallarás recompensa.

Y mandó a sus jornaleros que echasen de las mejores espigas que segaban, para que Ruth las alzara y pudiera aprovecharse sin sonrojo.

Vino la tarde, y la mujer moabita llevose un efí de cebada, del que coció pan durante diez días.

Alabó y bendijo Noemí al que tuvo compasión de su pobreza- Y miedosa de morir, dejándose a la hija sin amparo, le dio consejos de enamorar a Booz.

Cuando estuvo toda la cosecha amontonada en tresnales esperando el aire bueno de la trilla, Ruth se bañó, se ungió y se puso la túnica blanca que había hilado y tejido siendo doncella, y se fue sola a la heredad de Booz. La rodeaba la noche de cánticos de cristal y plata -agua, grillos y ruiseñores- como un cortejo de novia.

En las eras se cuajaba una nieve de claridad; las gavillas resplandecían de tisú de luna.

Dormía Booz entre costales de luz, en un estrado de parva, todo tendido, grande, blanco como un sacerdote rural. Ella le alzó la orla de la vestidura, y acostose aniñada y frágil al refugio suyo.

Estremeciose Booz, y se humilló recordando las apariciones de los ángeles, hermosos como mujeres. Y vio a Ruth modelada en carne de lirios que se le rendía toda casta en su promesa de amor. Bajo su túnica de resplandores de mármol, se desnudaba la perfección de su cuerpo, cuerpo de esposa, con un pudor infantil y delicioso de sentirse virgen ante sí misma, en el misterio del nuevo goce, virgen siempre en su belleza revelada cada vez que se la mira, como la luna siempre recién desnuda cada vez que su forma sale de la nube al azul.

Y Booz amó a Ruth, y, contemplándola, sintió su campo más bueno y más suyo; y pidió la bendición del Señor sobre ella porque fue generosa prefiriéndole a los hombres jóvenes. Pero esta gratitud le traía un dolor de vida compleja bajo el arco sereno de la vida patriarcal. Le pesaba su barba blanca, la jerarquía y el renombre de la prudencia de sus años. Entre su boca, que principiaba a helarse de virtud, y la boca jugosa y encendida de la mujer, pasaba como hecha de niebla, la figura de un mancebo, y este mancebo era él mismo, en su pasado, cuando Ruth no habría nacido.

Mas el israelita busca principalmente en el amor de la esposa hijos que honren y levanten su casa, que practiquen la Ley y sirvan al Dios de sus padres. Y acogido a este pensamiento se va confortando el corazón de Booz. Cortos serán los días de su placer, pero perpetua la gloria de su hogar.

Ruth fue de Booz y concibió y parió un hijo, y le llamaron Obed. Noemí se lo ponía en su regazo para dormirlo, y la rodeaban las mujeres bethlemitas, alabando su ventura:

-Mejor es para ti Ruth que siete hijos; por ella se consuela tu alma y te ha nacido el que te sustente en la ancianidad.

Booz llevó a Ruth por todos sus términos y haciendas; y después, teniéndola abrazada, le dijo:

-Tú eres aquí extranjera y no sabes los deberes de la esposa en Israel: aquí la mujer muele el trigo, amasa y cuece el pan, guisa, lava las ropas, da de mamar a los hijos, para el lecho, hila, teje y remienda las vestiduras; pero si trajere al marido una sierva ya no ha de moler ni amasar ni lavar. Si viniere con dos siervas, ni guisará ni criará. Y si la acompañaren tres siervas tampoco tiene que cuidar del lecho ni trabajar la lana. Y si fueren cuatro sus siervas, entonces la mujer puede quedarse siempre tendida y recreándose en almohadones bajo los árboles de su huerto. ¡Pues tú, Ruth, has venido a mi casa como en medio de un cortejo de esclavas tuyas, y todo te pertenece, y yo soy el que primero se complace en tu servicio!

Obed engendró a Jessé, y de Jessé fueron los mejores olivares y viñedos y las colmenas y majadas más henchidas de todo Judá. De sus ocho hijos, puso a David de pastor de sus ganados. Tenía el pelo como una mata de acanto de oro; la piel prieta del sol y del relente, y era muy gracioso para tañer y cantar. Le miraban las doncellas que acudían a llenar sus ánforas en el pozo dulce de la plaza de Bethlem, y él aguardaba junto a la pila hasta que bebiesen todos los corderos para llevarse en sus hombros la res más tierna y cansada. En sí mismo había de tener la imagen del Buen Pastor y toda la verdad de su salmo, «porque el Señor le gobierna y le trae por lugares de abundancia y de pastos, cerca de las aguas vivas; su vara le protege, su cayado le muestra los senderos de justicia, y su mano le unge con el óleo más pingüe».

David realiza la promesa de Dios en su alianza con Abraham: «Yo daré a tu raza toda esta tierra, desde el río de Egipto hasta las grandes aguas del Éufrates».

Como la grosura separada de la carne, así David de los hijos de Israel.

Saúl fue el vado del régimen patriarcal de los jueces a la realeza. David funda la monarquía de los hebreos, asentándola con la dura y exaltada magnificencia de un Imperio de Oriente. Vestido con el manto de rey y con la llama de profeta, pasa los hondos del pecado y sube a las cumbres de la santidad. Tiene su gloria alaridos de desgracia, y sólo consuela su corazón acostándolo en los callados días de su aldea, en las anchas noches olorosas de heno, trémulas de estrellas y de esquilas. En su majada de Bethlem aprendió a conocer los tonos de las aves y a complacerse en la obra de los cielos. Y ya nunca se quitará de su lengua el gusto de la miel del paisaje idílico, en cuyos horizontes refresca sus sienes para decirle al Señor: «...la hermosura de los campos conmigo viene siempre... Hinches la tierra de arroyos, multiplicas los frutos, se ciñen de regocijo los collados, bendices toda la corona del año, el valle abunda de pan y las gentes cantan himnos de alabanzas...».

Su heredero es el más amado de los hijos de los hombres. No se le envidia, no se quisiera ser él, sino pertenecerle. Mirándole y deseándole, piensan las mujeres en la que pueda glorificarse poseyéndole. Es el ansia de un prodigio nupcial. Nunca el mundo semita ha sentido en su sangre, en sus victorias, en su rito, en toda la tierra suya, la maravilla de júbilo como al ver a su príncipe desposado con la hija del Faraón. La boca y la mirada de las gentes tiembla y luce con un vino gozoso de bodas. Todos los corazones tienen una emoción de enamorados.

Ella es la esposa y la hermana; huerto y fuente, todo en ella; perfecta y única; es hermosa hasta en sus pasos, en el ritmo interior de su vida, en sus delicias y en su respiración de fragancia de fruta, que es ya la flor hecha sangre, carne y forma.

Tan del amado es ella, que se llamará siempre la «Sulamita», y le pedirá que la ponga como sello sobre su corazón. Jamás ha nacido mujer tan predestinada y exactamente bella para la belleza del amante. Al verse, desfallecen los dos en un grito llamándose hermosos; él es para ella un haz de mirra que se le derrite entre sus pechos de egipcia, penetrándola de su aroma; él la aspira toda como a un nardo recién abierto.

Pero algunas tardes la hija del Faraón se contiene en su felicidad recordando sus jardines de Egipto. En sus jardines había limoneros, mirtos y naranjos siempre nupciales; granados de flores de brasas, mimosas de oro; plátanos que le ofrecían sus racimos de mieles y amparaban su cuerpo desnudo y mojado cuando salía de las albercas azules, donde los anchos lotos abren sus cálices de medula de panal. Entre los follajes apretados subían las blancas apariciones de los ibis y las bandas encendidas de los flamencos. Siempre se oía un fresco ruido de norias, una vibración de insectos que deslumbraban como gemas, olorosos de resinas de frutal caliente. Por los brazos del Nilo, de aguas de tapiz, se deslizaban los esquifes de papiros. En las orillas encarnadas de los muelles pasaban hileras de camellos, de carneros foscos, grupos de pastores con ropones de franjas azules y amarillas, todo recortándose hasta la lejanía, miniado, luminoso como un friso cerámico. Bajo las finas palmeras inmóviles, las chozas de los fellaths, amasadas de arcilla del río, se iban torrando al sol como ánforas, y en el azul de los horizontes se empastaba el azul de los pilares y obeliscos y de los gigantescos triángulos de las piedras gloriosas... Todo lo recordaba la hija del Faraón. Y el rey le promete otro jardín de delicias y busca el lugar propicio para la recreación de la esposa.

Ha escogido el valle de Etham, las tierras fértiles que embelesaron a Ruth. He aquí el «hortus conclusus», el huerto cerrado por montes de peña desnuda. Lo planta de toda variedad de árboles. Las aguas de las lluvias y de un hontanar sellado con la sortija del rey se recogen en tres albueras escalonadas.

Allí vuelve a la «Sulamita» el gozo de su infancia; allí espera todas las mañanas al rey que la inunda de caricias como el sol que lo trae. Y Salomón pasa por Bethlem en su carro de luz, y la aldea queda magnificada bajo el vuelo de las vestiduras del descendiente de Ruth, la mujer que alzaba las espigas que se le caían a los jornaleros...

Appendix A.2.1.3 Llegan San José y Santa María

-¡Abrok!... ¡Abrok! -gritan los caravaneros levantando el dorbán, la vara de bambú de anillos de colores, y en la punta el rejón que aguija el portante de la recua.

-¡Abrok!... ¡Abrok! -Y los camellos se van arrodillando, con un ruido de aparejos, de odres, de cántaras; les tiemblan los corvejones, acortezados de callo; les crujen las ancas huesudas, hasta doblarse y postrarse del todo, muy despacio, para no volcar ni una vasija ni un atadijo de la carga. Dóciles y medrosos vuelven al amo sus ojos de niebla, y se les tuerce y eriza el enorme labio hendido como una llaga seca.

Les quitan los costales, y bajan de los «kar» las mujeres, rodeadas de hijos; los ancianos, las siervas. Sus túnicas, sus ropones, sus lienzos, tienen la rigidez del cuero; se han endurecido en los relentes y tolvaneras de los llanos de Samaria, en las hoyadas verdes de Galilea, en las humedades y aires de sal de las vertientes del Hebrón.

Van subiendo caravanas por todas las cuestas de Bethlem; entre los paredones blancos de los huertos, entre las tapias crudas de la viña; entre las bardas de cactos del camino, el camino de basalto, empedrado por los canteros de Salomón; y en el hondo, por las frescas lindes de los herbazales y de la sembradura, por las trochas del pedregal, se mueven las cordilleras de carne polvorienta y sudada de más caravanas...

Salen los bethlemitas; se sientan en ruedos al sol de las rotas murallas para ver el arribo de los caminantes, casi todos de la sangre suya, de la sangre de Bethlem, restos de la tribu de Judá, de familias esparcidas desde el último cautiverio.

Frente a la bóveda de las puertas queda la pila y el pozo con cúpula de cal como un sepulcro, el pozo de David, el rey que pasturó corderos de la aldea. Ahora, en el brocal de las aguas dulces resplandece la lanza-insignia de la Decuria de Roma que guarda a los aborrecidos escribas y alcabaleros de sienes rapadas. Delante de su cálamo se humillan los creyentes del Señor, que llegan desde todos los términos del país porque el César quiere saber el número de sus súbditos y heredamientos en la provincia de Siria.

Los esclavos del Pretorio, que han traído víveres de las casernas de Jerusalem para los curiales; los legionarios, de loriga de escamas que relumbran; los viajeros gentiles con túnicas cortas y amuletos de abominación, se acercan cantando y requebrando a las mujeres veladas y a las vírgenes, que llevan sus ánforas rojas sobre el cojín de sus trenzas recogidas. Y los ancianos de Bethlem ponen el filo de sus ojos amargos en los extranjeros, y se les mueven las quijadas mordiéndose su flaca sonrisa de rencor.

Más caravanas. Otro oleaje de vocerío, de júbilo, de idiomas, de relinchos, de productos remotos y miserias. La caravana de tránsito de las costas, con carga de aromas, de peces, de licores, de higos y dátiles. La caravana de la villa levítica del Hebrón, donde aún quedan descendientes oscuros del linaje de David. Las gozosas caravanas de Alejandría, de mercaderes calvos que tañen la flauta y el crótalo y ofrecen sartales de lagartos vaciados en oro y cabezas de gavilanes de marfil y el pan de medula zumosa de lirio del Nilo.

Ya no caben los viajeros en las casas aldeanas de sus parientes; y hasta en las abruptas callejas de escalones se acumulan sus acémilas con el ronzal tirante, atado a las argollas de los toldos.

Hombres y bestiajes se apartan a los eriales de las afueras en busca del karván, la posada de camino. Tiene portal techado de adobes y galerías de cobertizo donde recogerse los trajinantes; en medio se abre la plaza, muy ancha, de la corraliza, con abrevadero y aljibe; y detrás le sirve de muro un lado de monte, roto por las cuevas de los pesebres de invierno, las cuevas de entrada angosta, de «ojo de aguja», que los camellos pasan tercamente, desollándose despavoridos, las noches de tempestad. En las cercas y portalada se articula el pedernal nuevo con vértebras de vigas y escombros quemados, de los antiguos corrales de Chamaan, hijo de Berzelay, que acompañó fielmente a David y no quiso recompensa, y recibió estos campos, entonces plantados de árboles y mieses y gruesos de pastura, que fueron de Booz. Chamaan edificó un albergue de ganados y caravanas, fundación de caridad semita que resiste siglos, «porque en Oriente antes se derrumba y se pierde todo un pueblo que una caravanera».

A lo largo de las paredes cruje un aleteo de lonas de tendales, entre cardos, pitas, ortigas; encima de la grama vieja, ahumada de fuegos de nómadas, mordida por las reses que suben del saladar del desierto. Los corredores de la hospedería desbordan de familias que se tienden en las atochas, entre sus arcas y cuévanos de frutas y jaulones de aves y corderos de leche, trémulos y ensangrentados de recién paridos; y al raso de la anchurosa majada se aplastan las hileras de acémilas y cabalgaduras que van entrando; mulos foscos y bravíos, de cascos horrendos; bueyes de cuerna torcida, que llevan la tienda de pastor plegada en su lomo; asnos grises, de barriga velluda, con el esquilón y el fanal de guías de la caravana, y en la dulce lente de sus ojos grandes y húmedos se han copiado las soledades y los horizontes; camellos con la diminuta cabeza inclinada bajo el caracol deforme de su corpulencia de hueso, de costras, de correones y cinchas de palma, de laberintos de cuerdas vibrantes como un navío, de fardos y tablas de angarillas que les cuelgan por el costillaje descarnado; gigantescos dromedarios de carga, de piel raída blanquecina, que soportan el peso de una carreta en colmo y llegan al establo con la giba exhausta, arrugada como un lienzo podrido sobre el espinazo, que les sangra de mataduras; camellos de color de café, de doble corcova, de lanas de estiércol que les bajan arropándoles hasta la concha de las rodillas; camellos de marcha, con sus collarones de esquilas y lúnulas y el palanquín de flecos y borlas de felpa: los veloces monstruos que atraviesan cien leguas en un día, avanzando a la vez las dos patas del mismo costado...

Y suben balidos y lloros, retumbos de calderos y tonadas broncas y músicas de flautas egipcias que hacen danzar a los camellos, ya desnudos de sus equipajes, al bochorno de las hogueras y de los hachos de resinas.

-¡Kamalíkamalí! -les aúllan los mayorales; y entonces las bestias dan la mudanza del salto, sus pezuñas resuenan pesadamente y se revuelven en una cabriola mirando a todos, con mueca rencorosa de jorobados que ven su fealdad en las alegrías de los hombres.

Un último brinco saca sus espectros de enormes avestruces desplumados en la luna, que ya cae dentro del patio; y se desploman estruendosos, dejando su olor de pellejo embebido de aceites y pringues de mercaderías, olor de continentes y de muelles, y el olor suyo, el olor de sudores, de cría y de cabrón, el olor que enloqueció a los caballos de Creso.

Todavía se abre el portal, y aparece ondulando en el cielo el contorno de otra caravana.

-¡Abrok! ¡Abrok! ¡Abrok!... -No acaba ese grito. Salió de los valles del Nilo, y resonará siempre en los desiertos, en las marismas, en las cuestas, en los prados, en todas las ciudades, en todos los paradores, en todas las rutas de Oriente. Es el grito que voceaba el pregonero delante del carro de Josef. Porque el faraón le dijo: «Te he constituido sobre toda la tierra mía de Egipto». Y tomó el anillo de su mano poderosa y se lo puso a Josef, el escogido del Señor, para que sellara todas las voluntades con la suya. Le colgó un collar de orificia de peces sagrados, de aves de gemas, de flores de loto, con cerrojillo de filigrana. Le vistió una ropa de lino precioso; y le hizo subir en su segundo carro; y un rey de armas le precedía gritando a la multitud:

-¡Abrek! ¡Abrek! -Y todo el pueblo doblaba la rodilla.

...Los últimos caminantes llegan muy despacio en la noche callada. Es un matrimonio pobre. El marido es seco, de perfil afilado; le salen los mechones, negros y lisos, bajo el paño atado a la frente con una tira de algodón crudo. La mujer, muy pálida y frágil, va sumiéndose dentro del manto, recostada en el albardón de su jumenta, entre fardeles de víveres y atadijos de herramientas y ropas: todo el ajuar del artesano israelita.

Rodean Bethlem, dormido, blanco, todo cincelado. Se paran mirando las hogueras de los rediles. Y se deciden a llamar en el albergue de las caravanas. Al removerse, sus vestiduras sueltan humedad de luna; vienen llenos de luna, de luna solitaria y fría de los campos, de luna del camino...

...Eran San José y Santa María.

Appendix A.2.1.4 Los tres caminantes

Se les veía en los fríos azules de las bóvedas, en los escalones de sol de Sión y de Ofel, en las costanas arrabaleras, en el trajín de los paradores... Otros vinieron con mitras de pieles, con nutras de lumbres, con mitras de lino y, en medio, el globo de los Sassanidas; mitras armenias, frigias, medas, persas... Se apartaban por las rutas de Ptolemaida y de Ascalón; y, después, las ciudades de Idumea, de Fenicia, de Libia, de Italia se los llevaban para embeberse del poder de sus maleficios, del secreto de su estrellería. Dominaban el Mundo; y el Mundo los devoraba. Ellos no. Balthásar, Gaspar y Melchor no salían de Jerusalem, escudriñándolo todo; embelesándose y desconfiando de todo.

Y bajaron a Xystus, la plaza de claustros blancos, tan íntimos y frágiles entre las combas del puente de Tyropeon y el cubo cimero de la torre Antonia. Los soportales del Sanhedrín, las escarpas del Templo resudan el oro de sus piedras viejas. Encima, la tarde palpita coronada de palomas de los columbarios que fundó Herodes. Pasaban fariseos tenebrosos y oblicuos; saduceos avenidos con los extraños que menosprecian el país del Señor y quieren amistad con la corte judía; mercaderes y contratistas, centuriones de la Castra hiberna de Siria que reposan de sus jornadas financieras y militares; atenienses nómadas que siguen a los patricios en sus viajes, les redactan sus epístolas, les componen tonadas para sus Mimos, llegan a probar que Homero nació en una colina de Roma...- Y la bojiganga griega que representaba en la Parthia «Las Bacantes», arranca del tirso de Agavé el mascarón de Penteo, y clava en la pina la cabeza de Craso que ha traído el sátrapa vencedor de las águilas romanas.

Plaza honda de mármoles; remanso de ocios; brillos de literas, de cotas, de yelmos. Los felats de andrajos y mataduras, paran sus jumentos; abren los cofines de higos y dátiles, las seras de membrillos, de granadas, de melones y uvas de invierno. Y las manos y las ropas de los gentiles se llenan del olor de los campos de las Doce Tribus.

Gritos y diálogos en idiomas arcaicos y colonizadores: el arameo, el syrocaldaico, el griego, el latín, el nabateo... Se ve la pronunciación de cada lengua, de cada dialecto hasta en los ademanes, en la risa, en la vivacidad y atmósfera de los corros de gentes.

Se comentan las actas diurnas recién desenrocadas de las valijas de Italia, los versos de Cátulo, la prosa de Varron, el libro de Cayo Macio copiado para las provincias, el primer recetario de conservas, de guisos y condiduras.

Los magos se asomaban como si empujasen un postigo ajeno. Ahogadero de túnicas, de mallas, de paños duros, de lienzos esponjosos. La multitud se les curvó tocando las losas con los dedos juntos. Les aclamaba con el ¡Salve, Salve!, y, de pronto, hacía un rebote echándoles el conjuro asirio: ¡Hilka, Hilka: Bercha, Bercha!

Y según entraban Melchor, Balthásar y Gaspar, iban los romanos encogiéndose. El romano está siempre en Roma; y en Roma se niega la divinidad con Epicuro y se sacrifica en todos los altares.

Pero Melchor, Balthásar y Gaspar venían tan remendados que todos volvieron a la bulla. Cuando Gaspar dijo que caminaban desde un monte de Oriente en busca de la felicidad de los hombres, se aupó un mancebo gritando:

-¡Buscando la nuestra salimos nosotros de Occidente!

Afirmaron la aparición de la estrella profética; y un tribuno recitó a Horacio:

-...Micat inter omnes / Julium sidus, velut inter ignes / Luna minores.

Los saduceos remedaban una consternación ritual. «El Señor guió a Israel, de día con la columna de nube; de noche, con la columna de fuego». No se complacerían en las estrellas para no caer en el pecado de adorarlas. Podían decir con el justo: «No miré al sol ni a la luna llevándome la mano a mi boca». Y los fariseos les huroneaban desde el agobio de sus ropones.

Se precipitó un filósofo de Alejandría, de piel de difunto. Había mendigado la salud a los esenios que claman como los onagros en las peñas roídas del Mar de Sal, a los que traen la gracia en sus pomos y talismanes. Medianeros entre Dios y el nombre eran los astros. Los magos sirven su culto; que ellos le remediasen o le dijesen por qué si el hombre necesita su bien no lo tiene, y si no ha de tenerlo, ¡por qué lo desea!

Un escriba como un cabrón tiñoso le increpó que siguiera esperando. «El que ha de venir, vendrá».

Y el otro se torcía como los endemoniados.

-¡Quién la retarda, quién la retarda!

-No os fiéis, caminantes, de las gentes del Lacio. Allí, el cónsul, la matrona, el legionario, el esportillero se alimenta del prodigio de los sacerdotes de Asia que les llegan a lomo de las naves piratas, y les teme y les odia. No os fiéis de mí; pero tampoco de los que se atan los pulsos con las tiras de las Escrituras. En Jerusalem os desdeñarán, y se han tendido mostrando las nalgas bajo los dioses corpulentos del Éufrates. Sus frentes son cisternas de sabiduría. A uno del Sinedrio, que porfió en averiguar las ocultas palabras de Ezequiel, le dieron trescientos odres de aceite para su lámpara, y se le secó en vano la luz de sus vigilias...

La burla del retórico embistió las sectas y escuelas semitas. Se aullaban gesticulando, maldiciéndose con el furor de casta que regocija a los gentiles. Y entre roscas de paños les chilló un rabbi:

-¡Vuestros senadores se arrapan y se escupen como rameras! -Y volviose a los magos pidiéndoles noticias de los hebreos que viven bajo los sauces donde Tobías daba su pan al prójimo.

Nikolao declamó:

-Tobías su hijo tuvo a un ángel de maestro de la magia. Sacó del Tigris un barbo que medía tres codos. Quizá fuese el lucio de cabeza cuadrada. Con el humo del corazón y del hígado libró a una mujer del mal que le consumía los maridos, siete maridos, en la noche de bodas. Con la hiel ungió los ojos de su padre, Tobías el viejo, quitándole la nube que se los cegaba...

Se interpuso un patricio de subastas, recosido de cicatrices de gladiador:

-¿Tobías el viejo, Tobías el misericordioso? Socorrió con dineros a un pariente pobre, sin descuidarse de que le firmara la cédula de préstamo ni de cerrarla en su arquilla. ¡Porque no se olvidará Israel de lo suyo!

Se le arremolinaron los ensayalados:

-¡No se nos olvida! ¡No se nos olvida! ¡No se nos olvida! -Y quedose crispada una mano como la pata de un cuervo y se arrastró un gañido de bofes amargos:

-¡Visión de Daniel: cuatro bestias ruines; tres han pasado; la última nos escarba con sus pezuñas inmundas! ¡Pero si el leopardo puede mudar sus manetas y la sierpe su piel, nuestro pueblo soltará su oprobio!

Y gritó un centurión de gordas pulseras:

-¡Así lo suelten los judíos de Roma que viven de sus bancos y balanzas de mugre!

Surgió Rabbi Schammaï con sus escolares flacos, hirsutos como lobeznos:

-¿No estalló la revuelta de la Galia degollando a los banqueros romanos? País de logreros, de publicanos y exactores... Los procónsules llevan las «águilas» para devorar las carroñas de las ciudades hambrientas. ¡De hambre hicisteis morir a los magistrados de Salamina en sus sillas de mármol!

Soldados, funcionarios, negociantes se agrupaban con el entono coral de su raza, como si cada uno tuviese sus lictores y sacase los brazos entre la púrpura de su toga. Las voces parecían vibrar en el Foro: «El universo era provincia romana»... «Roma daba lo que no quiso quitar».

Y reventó la risa de Schammaï.

-¡Craso se arremangó llevándose hasta la sal y los panes de nuestro Templo! ¡Por eso el «héroe», con las manos llenas, no pudo vencer a los parthos! -Y escupió junto al centurión de los puños enjoyados diciéndole:- ¡Se te oyen los grilletes de tu abuelo!

La injuria se enroscó en la sangre latina. La dueña del Mundo reduela la humanidad a servidumbre, y con ella formaba sus cortejos y poblaba sus colonias. Circulación de collares de hombres: Roma los recibía esclavos y los devolvía ciudadanos romanos.

De cada rogle talar subía un clamor:

-¡La viña quedó sin seto ni choza que la guarden!

-¡Vienen pueblos con sus arcos tirantes, las uñas de sus potros como pedernal!

-¡Nuestros príncipes cantaradas de ladrones!

Y los extranjeros, libertos o hijos de libertos, gritaban:

-¡Si no podéis resistir, mataos! -les arrojaron nombres ilustres de suicidas:- Scappula se quemó vivo. Quintilius Varus se hunde la espada de su esclavo. Labeon se cava la fosa, se hiere y cae besando la tierra...

-¡Ninguno como nuestro Razías que se abrió el vientre, se rasgó más con los dedos, se arrancó entrañas y con sus manojos golpeaba las bocas de los gentiles!

-¡Asemejadle vosotros!

Y bramó Schammaï:

-¡Todos los días mueren creyentes en loa patios de Herodes! Los rompen a cincel, los tuercen como cuerdas, los aspan, los taladran...

Algunos saduceos decían:

-También el rey David se sirvió de la sierra, del hacha, del rastrillo, de los hornos de cal, de las ruedas de carro...

Los griegos sonreían junciosos y sutiles a los israelitas y, después, a sus amos. Sus amos soslayaban el tumulto; y los hebreos les seguían compactos, con la terquedad de su rencor y de su desventura.

Judea desbordaba de funcionarios de Italia, como Bithinia antes de ser totalmente romana. Judea tributaba al César; pero vivía Herodes. Llagado, podrido, revolcándose en su estiércol, vivía...

Y los extranjeros buscaron otra vez a los pobres magos.

No estaban. Su desaparición les enfoscó de recelos supersticiosos. Roma exprimía el Oriente, pero se le resbalaba su misterio. Más recóndito aún Israel, intacto siempre como su Dios.

Tampoco estaba Nikolao. Y los porches de Xystus fueron quedándose en una soledad sensitiva, mientras el cielo se incendiaba de luna llena.

Entonces, por los portales de Herodes se hundía un tropel de su guardia bárbara; los galos con máscaras de crestones cornudos rebanándoles la testa, y los hopos de crines cayéndoles de la nuca. Lentos, estruendosos empujaron a Gaspar, Balthásar y Melchor por tránsitos murales, por cámaras de techos translúcidos.

En el fondo de una alcoba, redonda, sin resaltos, sin hornacina ni mueble ni tela que sirviesen de escondederos, en su mullido, el rey comía a puñados con ansia que le pringaba todo, hambre voraz que le hinchaba y extinguía. Dignatarios, oficiales, enfermeros, pálidos por la clausura, apretaban sus fauces para no recoger todo el olor de enfermedad, olor adherido a su túnica, a sus unas, a su paladar, tragándolo hasta con el aire de los jardines que aspiraban escapándose, de noche, a las terrazas. Náusea, hedor y perfumes del rey que aborrecían sumisos.

-¿No buscabais a Basileos? -Y las palabras de Nikolao se oían como un susurro lejano y muelle.

Gaspar adelantose con el ímpetu de su juventud virgen:

-¡Ese no es el rey de la estrella de la profecía!

El lacerado estuvo mirando entre sus mechones desteñidos de adobos al hombre de Ur. De tanto acecharle le creció el ahogo de su calentura. ¡Una profecía! Su reino se originaba en su sangre. ¡Las voces de los agoreros cogidos al manto roto de los reyes de Judea, no llegaban a la Jerusalem suya! Se incorporó, y tuvieron que valerle. Estrujó sus vendas rascándose las ingles que soltaban unas simientes menudas, anilladas; y se le quedó una mirada de ferocidad lastimera, la mirada tan humana de las bestias que padecen sin remedio.

No le importaban los viejos profetas, y se desesperó preguntando el cómputo de la aparición del lucero. ¿Brillaba porque había ya nacido ese rey o porque había de nacer? Los caminantes decían que la estrella estaba prometida desde lo hondo de los tiempos; la estrella brotó una noche en el aire del Mundo, y ellos comenzaron a seguirla. ¿Dónde estaba el Señor?

Un viejo de párpados escaldados se postró ofreciéndole a Herodes:

-Yo podré repetirte las Escrituras.

Y el rey gritó enloquecido que le trajesen las fojas auténticas.

¡Demasiada inquietud por un astro en un cielo cuajado de luces, de constelaciones, de signos divinales! Y Nikolao sonreía suave y fisgón.

-¡Palpé las sienes de esta buena gente, y yo te digo que no sentí las sacudidas que daban las de Zoroastro! Mejor te divertirán refiriéndote de sus reyes antiguos que iban a una fiesta de caza como si saliesen a las guerras de Egipto. No como tú, Basileos, con la túnica y el perfume del triclinio. Tu potro, tu jabalina, tu valor rompían el breñal... ¡Acosabas, matabas por la delicia del peligro!

Herodes se recostó bajo las memorias de los días felices de su salud.

Delante del lecho, de espaldas a los tres magos, Nikolao bruñía las anécdotas, y todo el silencio se tendió dócilmente como un tapiz de su figura.

-...Las ciudades les despedían con plegarias y ofrendas. Sus reyes han de estrangular leones con sus dedos, han de traspasar tigres con su lanza, «la palabra de su mano», porque así confirman su linaje. Escuadras de ojeadores empujan a la fiera. El rey aguarda impasible en su carro de oro, dentro de un valladar. Y el león viene tambaleándose, con las garfas ya roídas, castrado de su furor por el brebaje que bebió en la poza de su querencia. El rey lo ahogará sin caérsele la tiara, sin perder un rizo de su barba, sin torcérsele una joya...

Resonaron las duras sandalias del escriba de los ojos enfermos.

Le arrebató el rey un brazado de pergaminos. Los descogía, los cotejaba mordiendo palabras, y soltaba unos textos y tomaba otros.

«Le veré, pero no ahora. Le miraré, pero no de cerca. Una estrella se alzará de Jacob...».

-¡Oráculo de Balaam! -Y el viejo volvió a enrollar la voluta de membrana.

Herodes abrió los escritos de Isaías, de Jeremías, de Baruch, de Abdías, de Micheas...

«¡Por qué clamas! ¿No hay rey en ti?».

Y buscaba más.

«Ahora se han juntado y dicen: Sea devorada y profanada. Sacien nuestros ojos sus deseos en Sión... ¡Hija de bandas y cuadrillas: con vara golpean el rostro del que juzga a Israel... Mas, tú, Bethlem, Efrata, párvula entre millares de Judá, tú no serás siempre la humilde porque de ti ha de salir el que domine a mi pueblo!».

-¡Bethlem! ¡Bethlem! -Lo dijo muchas veces, preguntándoselo a sí mismo. Se le colgó ese nombre de su risa floja. De tanto repetirlo tuvo a la aldea bajo su parpadeo de estupor. Nunca había reparado en Bethlem. Y lo aborreció por eso. Lo aborrecía temiéndole porque nunca desconfió de su calma pastoral. En Samaria, en Galilea, en Judá, en la Dekápolis, al borde de los desiertos y del mar, en las quebradas abruptas, en la vera del Jordán había lugares facciosos, chafados siempre por sus cohortes, y siempre revueltos como sacres. Pero Bethlem dormido en las calladas claridades de su inocencia...- ¡Ahora, de esa inocencia se desprendía la culpa! -Bethlem tan frágil, tan dulce...- Así pudo disimular el secreto, un secreto tan envejecido que venían a contemplarlo desde un país remoto... Y odió a los tres caminantes. Les miraba en la boca, en el cuello, en el costado... Y sus validos y su guardia también les miraban en la boca, en el cuello, en el costado... y rápidamente se volvían al rey esperando su ademán feroz que precipitaba en la muerte...

Silencio con un temblor de ojos y de respiraciones. Y el silencio acercó los alaridos de las casernas. Melchor, Balthásar y Gaspar se acordaron de Schammaï: «Todos los días mueren creyentes en los patios de Herodes». No morían, como los romanos, por vanagloria, «porque se amaban a sí mismos más que a su propia vida», sino por la indomable pureza de su pueblo y de su cielo.

De pronto, apareció un árabe como un cobre verde, recremado. Y el rey se acogió a ese hombre, el curandero nuevo, auténtico o astuto que los herodianos cogían de todas las comarcas.

El ismaelita desnudó los fermentados ijares de Herodes. Estuvo catándole blandamente las postemas. Se inclinó a Nikolao, y le habló de las aguas de Callirrhoé que exprimen la podredumbre. «Haná, el hijo de Sebeón, pasturando los asnos y mulos de su casa, descubrió los hontanares milagrosos. Nacían hirviendo entre rocas de basalto; se derrumbaban por margas moradas donde crecen los orobanques de color de azufre, las crucíferas de las murallas y se petrifican los troncos de los palmitos que se van desmenuzando en arenas...».

-¡A Callirrhoé!

El árabe siguió sin reparar en el grito de Herodes. Conocía los diez ojos de las fuentes. Llevó a extranjeros que ya manaban el tuétano por los bubones, y volvían con el gozo de la salud...

-¿Romanos? ¡Romanos antes que yo, valiéndose de lo mío! ¡A Callirrhoé! ¡A Callirrhoé con ése atado a mi litera! -Y en seguida se olvidó de todo gritando de hambre, de hambre de perro que le roía las entrañas. Engullía vomitándose con la avidez y saciedad de su vientre abrasado, hinchado, podrido.

-¡Echadles que me miran como a un lobo, y ellos llevan el cielo estrellado en las palmas de sus manos!

Un siervo guió a Melchor, Balthásar y Gaspar por los pasadizos rojos de teas. A veces se contenían escuchando.

-Son los que derribaron hoy el águila de oro del dintel del Templo. Han de durar hasta la madrugada. Les quitan, un rato, los escudos candentes, pero les hurgan en las carnes derretidas y así no mueren y no paran de bramar; y el rey les oye...

Poco a poco se perdían los rugidos entre los pliegues y curvas de sillares empapados de un sudor de albañal.

Luna de enero que cincela con frío la tierra. Los cactos, los terebintos, las aradas, todo hilado de claridad; y el camino de Bethlem desnudo en el helor del aire inmóvil.

Pasó estrujando la quietud el galope de una cuadrilla del rey. Ráfagas de acero y crines, aletazos de mantos, humo de jadeo y polvo.

Después las tres figuras blancas más lentas y solas en la noche de luna.

Por las ciudades, por los yermos, por todas las vertientes del Mundo se precipitaban los afanes de los hombres. Camino de Bethlem les rodea la paz como un nimbo de lámpara. Y la estrella en medio de la creación para sus ojos. Únicamente para ellos se les apareció en la soledad celeste de la cumbre que les ha dejado en la soledad humana.

Resaltaron las piedras que amontonó Jacob sobre la sepultura de Raquel; y la sombra tan vieja se tendía concretando el desamparo. Temblaba el silencio como un corazón. Y cuando pasaron de allí, la blancura de los tres caminantes parecía más tierna, y sus palabras y las pezuñas de los camellos se oían exactas, bruñidas de rodar hasta los últimos hondos y rasos de la noche; la noche de una inocencia, de una respiración de felicidad como si ya no fuese menester el lucero divino.

¿No sentían ya una dicha que no es realidad gozosa sino su transparencia en un momento bueno, callado, intacto hasta de la estrella que les ha traído? Fortaleza de la misma fragilidad. Desincorporarse su deseo, hiriéndolo por afirmarlo. A la vista de Bethlem la estrella les palpitaba tan suya que nada más abriendo su mano la perderían...

Ellos solos, cerca del prodigio. Y se les plegó la frente mirándose. ¿Sería una estrella como todas las estrellas? Las estrellas eran idea y signo de Dios para los magos, mientras otros hombres tallaban imágenes de dioses y las coronaban de rosas, y Dios permanecía invisible para todos. ¿Sería una estrella que traspasó el firmamento y volvería a hundirse y volvería a lucir para otros ojos cuando los suyos estuviesen ya vacíos como los ojos de los profetas que la prometieron?

Blancos, solos en medio de la salina de luna. Parados. Y la estrella también. ¿Se han parado ellos antes o la estrella?

Calma de Bethlem cerrada entre paredones, terrados y bóvedas.

La pureza de su cima, la gloria de sus países, sus jornadas, todo lo iban recordando junto a la aldea dormida en la humilde blancura de la cal. ¡Y si se volviesen sin llegar del todo! No se lo dijeron; pero como si lo hubiesen oído pensaron entonces que los siglos de mirada humana a lo recóndito del cielo, la expectación de los corazones, el pasado suyo, todo era verdad por la verdad del lucero.

Ansiedad de los corazones... Tardes en la estepa del Éufrates; arribo a Tapsaco; noche de Tadmor, cuando se decían: ¡Qué lejos aún de la tierra deseada! Ya estaban: recibían su olor, su relente, su luna. Y se imaginaban en el comienzo del camino pronunciando: ¡Cuánto falta!

Lo recóndito del cielo... Miles de fojas de ladrillos contenían las enseñanzas astronómicas, arrancadas de generación en generación al firmamento para desceñir el misterio de las criaturas... Y ya no les quedaba sino un instante, un poblado rural, el filo del límite...

Tan sabios de astros y miraban el cielo como los demás hombres.

Les pareció que toda la noche se les echaba en brazos asustada por el viento del amanecer. Nubes redondas, translúcidas en las frentes de los montes. Plateaban escarchados los olivares; se estremecían las higueras y las vides cristalizadas de frío. Y pasó por la soledad un plañir de mujeres. Escapaban las voces de la aldea y volvían desde los ecos de las piedras de Raquel: «Voz fue oída en Ramá. Clamor y sollozo. Raquel lloraba sus hijos desde su sepulcro».

Aguijaron sus camellos. Crujían las correas y carcasas. Volaban las esclavinas de armiños remendados. Les retumbaron los pulsos. Y al entrar en Bethlem crecieron las imploraciones y encima botó un estrépito de caballos.

La noche se velaba y se desnudaba de nieblas, con una hermosura siempre virginal, sin tocarla el rencor ni la desgracia de los hombres.

Desde las azoteas, desde los setos y tapiales asomaban grupos de mujeres llevando a sus hijos pequeños crispados por la agonía, con las ingles abiertas, con las gargantas rasgadas como corderos de leche, y la sangre enfangaba la tierra de luna.

Gaspar, Balthásar y Melchor subían las manos, y las familias les maldijeron. Les veían demacrados y pobres, pero invocaban la misma estrella que la turba del rey señalaba cuando degolló a los hijos.

Lejos, en el albergue, se torcían los rojos corazones de las hogueras. Y en el portal se les cayeron las carroñas exhaustas de sus bestias. Llamaron los tres caminantes. Les recibió un husmo de castas, un tufo de hachones y fogariles, un olor agrio de frutas que se derretían, un aliento de intemperies cobijadas toda la noche». Ganados y recuas rodeando los posos. Judíos en oración, inmóviles, hacia Jerusalem. Soldados, mayorales, trajineros disputándose armas, aparejos, rameras. Despertaban las caravanas a punto de abrirse en una rosa de rutas y climas. Como en todos los paradores. Seguir; comenzar; volver en curvas de río por la misma planicie. Ahora estaría la cumbre de ellos ungida de las esencias de la madrugada, como en los tiempos de su quietud, antes de la aparición de la estrella. Como entonces y sin ellos; sin poder retornar a entonces. Se internaron por corredores cavados dentro de la colina que sostiene la obra de la caravanera. Salían hatos, acémilas, familias... Después todo se quedaba recogido, tierno de la flor del alba; y por una pared rota bajaba muy grande el lucero. En lo último del refugio había un rodal de gentes con gallaruzas de vellones, con capuces peludos de olor de majada. Ponían sus manos de cepas a la lumbre despertando el rescoldo no como los magos hacían con el fuego divino de sus losas, sino como fuego terrenal creado para el bien de los hombres. Conversaban mirando a una rinconada donde se guarecía un matrimonio de Nazareth: la mujer lisa, frágil de recién parida, aniñada por la maternidad; el marido tostado, maduro, con sayal foscor y el paño de su frente desatado, y se le juntaban la cabellera aceitosa y la barba que principiaba a encanecer.

Los pastores les daban agua y lienzos con que lavar y aviar el hijo, y después se lo pusieron al pecho de la madre. Todo lo iban reflejando los gordos ojos de la jumenta que les trajo de su país y los de un buey echado detrás del pesebre que volvía su cuerna moviendo despacio las quijadas con un crujido de grama, dejando el humo de su morro caliente; y cuando paraba de rumiar se sentía mamar a la criatura.

Marido, mujer, pastores y bestias se volvieron pasmados a los tres aparecidos.

¿Serían tres ángeles? Tres ángeles de blancuras ajadas, extenuados, envejecidos de tanto caminar. Vendrían de las orillas del cielo, donde el cielo y la tierra tienen un vado de montes azules.

Gaspar, Balthásar y Melchor se arrimaron poco a poco entre garbas de lena y atadijos y vasijas del ajuar de la familia de Nazareth, hasta postrarse en el pajuz.

El hijo soltose del pecho. Y Balthásar le dejó delante un terrón de oro; Gaspar, un alabastro de incienso; Melchor, un pomo de mirra. No dijeron nada. Callando era más clara la suavidad de su cansancio en el descanso. Así, con el silencio de su boca respondían al silencio interior de su vida. Ni se preguntaban si habían venido, si habían bajado de su cumbre lejana para eso. Si habían pasado desiertos, fragas, ríos, naciones para ver un matrimonio artesano con un hijo recién nacido. No se lo reprocharon. Nunca habían sentido esta emoción de humanidad. Buscaron la gloria prometida al mundo, y se encontraban a sí mismos en su alma trémula de ternuras. No se calcinaría el misterio ni el deseo. No se les vería regresar con la estrella apagada.

Siempre los tres magos camino de Bethlem, con el lucero llagándoles los ojos.

Appendix A.2.2 II. La conciencia mesiánica en Jesús

La revista España me había encomendado otro tema, que resumidamente era: «El monoteísmo y el culto de los santos locales en España». Leyéndolo, recordé las palabras de San Agustín: «Los ídolos expulsados de sus templos, se refugian muchas veces en el fondo de los corazones». Y después, lo que el Rdo. F. Cabrol ha escrito en «La Oración de la Iglesia»: «Se ha dicho que los dioses del paganismo han sido trocados en santos; o, también: que el vulgo sustituyó a sus ídolos por otros bautizados con distinto nombre. Es rigurosamente histórico que en ciertos lugares, el culto de un dios fue suplantado por el de un santo; mas esta transformación no debe sorprendemos. La Iglesia no ha venido a destruir el sentimiento religioso, sino a purificarlo y ennoblecerlo».

Quizá con esos textos, algunas fáciles citas místicas y hagiografías, y la añadidura de lo que yo he podido recoger por esos pueblos y parroquias de España, el artículo para este número se me daba ya casi modelado. Pero en estos días, cerca de la Semana Santa, me ha parecido de más cristiana actualidad remover y exprimir algunos estudios relativos a la vida del Señor. Sé que el título La Conciencia mesiánica en Jesús, es demasiado presuntuoso y viejo; y, sin embargo, no se me ofrece otro tan sencillo y ardiente.

Hace tiempo, yo le decía a un devoto: Nadie ha podido saciar el ansia de saber la vida de Jesús desde su niñez hasta el principio de su predicación. ¿Cómo vivió, qué pensó, qué hizo Jesús hasta los treinta años?- Y el devoto me contestó arrebatadamente: -¡Y a usted qué le importa!

Sí que les importa a muchos ortodoxos y heterodoxos; y les importa para bien de la sensibilidad religiosa.

Yo, aquí, escogeré cuatro autores de distinto acento de fervor: Stapfer, Chollet, Harnack y Le Camus. Y al renovar su lectura, con la de los Evangelios y la de algunas páginas de Josefo, iré condensando, elementalmente, tres apuntes con estos tres epígrafes: «Infancia de Jesús».- «La plenitud de los tiempos».- «Bautismos y tentaciones».

Appendix A.2.2.1 Infancia de Jesús

Aparte del nacimiento, de la epifanía y del episodio del Templo (San Lucas, II), en que después nos hemos de parar, los Sinópticos callan la vida de Jesús hasta que cumple treinta años. Como nada dicen de su infancia y cada día se comunica más la inquietud de saberla y amarla, los Apócrifos escriben sus relatos con toda la exaltación y complacencia de los orientales en lo ingenuamente maravilloso. Pero, en sus escritos, la niñez de Jesús resulta la de una criatura poseída, obra de brujería popular, un poco cansada. Ni siquiera tienen el calor humano y la gracia primitiva de la historia de María y de Josef, el Carpintero.

Se ha de reconstruir la infancia del Señor acogiéndose a la semejanza de su hogar con los otros hogares nazarenos, piadosos y pobres.

Nazareth resplandece de cal en la ladera de una colina desnuda. Casas cuadradas, con su escalera exterior del terrado y cámara alta para las noches calientes; campos de trigo y de viña; cercas de cactos; higueras y olivar. La Synagoga con sus follajes viejos. Pasada la última cuesta del camino, a la entrada del pueblo, la fuente donde acuden las mujeres y los hijos. María viene a llenar sus cántaros. Más tarde trae a Jesús. La madre, con el ánfora recta sobre su frente; el hijo, con el cantarillo que le va goteando hasta el portal. María le enseña la plegaria. Escucha -Schema-; los versículos mosaicos más precisos -el Dios único, la predilección de Dios por su pueblo. Todavía no hay verdaderas escuelas en Palestina-. La única Beth Hassepher -Casa del libro- está en Jerusalén. Del año 60 al 70, después de Jesucristo, principian las fundaciones escolares con carácter obligatorio. «Perezca el Santuario antes que los niños dejen de ir a lección», dice el Talmud.

Pero, en los tiempos de Jesús, el Hazzán o encargado de la Sinagoga rural, luego del servicio del Sábado, retiene a los hijos de los aldeanos; les cuenta las historias de los Patriarcas, las jornadas salvadoras de Moisés; les explica los preceptos más elementales de la Ley; les va glosando algunos salmos que ensanchan la oración aprendida de la madre. Y oyéndole, pasan delante de los ojos atónitos de Jesús, las hermosuras de la Creación, los primeros rencores, los primeros ímpetus y desfallecimientos de los hombres.

Cumplidos los doce años, Jesús queda obligado por la Thora al ayuno y peregrinación de la Pascua. José y María llevan al hijo a Jerusalén en la caravana nazarena. El camino es lento. Jesús ve de cerca las ciudades de los gentiles, algunas fundadas por Herodes; los términos de las tierras aborrecidas de Samaria; los valles gozosos y profundos del Jordán, todavía en silencio; los jardines de placer de Jericó.

Después, el camino se vuelve torvo y abrupto; sube el monte de los Olivos. Desde lo alto se asomará Jesús a Jerusalén. Tanto lo desean sus ojos que no reparan en Bethania, la aldea clara, menuda y tranquila, ni en Gethsemany, el olivar y tuerto, que serán sus refugios íntimos de amistad en los días de persecución y congoja.

Jerusalén. El Templo como una fortaleza de lumbre y de oro. Las torres de las grandes murallas. Palacios, graderías, toldos y bóvedas. Resuenan las trompetas de los sacerdotes, las bocinas de los legionarios de Roma. Levitas, guerreros, cortesanos, mercaderes... José, María y Jesús atraviesan todos los arrabales; salen por todas las puertas de la ciudad para que el hijo presencie el trajín de las rutas que vienen de todos los países: la del Hebrón que pasa por Bethlem, donde Jesús ha nacido; la de Damasco, que llega entre tapias de huertos señoriales. Para verlos, quizá se suban a un peñascal de vertederos y cardos que se llama el Gólgotha. Entre todo, maravilla el Templo a Jesús. Ferias, disputas, vocerío, lujo y hambre. La pompa del sumo sacerdote; los corros de los doctores de la Ley; la liturgia de las inmolaciones... Y acabadas las fiestas, los nazarenos se juntan, y su caravana vuelve a subir el monte de los Olivos, hacia su aldea. María y José buscan al hijo entre los hijos de sus amistades y parientes. No está Jesús; no sienten su risa ni su voz; no se les aparece el vuelo de su vestidura, que ha cosido María para su primer viaje ritual.

Y escribe San Lucas: «Y como no le hallasen, se volvieron a Jerusalén. Y tres días después, le vieron en el Templo, sentado en medio de los doctores; oyéndoles y preguntándoles. Y la madre le llamó: Hijo, ¿por qué te portaste así con nosotros? ¡Mira cómo tu padre y yo te buscábamos con aflicción! Pero Jesús les respondió: ¿Para qué me buscabais? ¿No sabíais que he de cuidar de los asuntos que son de mi Padre?».

No; no lo sabían María y José; o no le comprendían. Lo dice el evangelista: «Mas, ellos no entendieron la palabra que les habló».

Aquí, según San Lucas, Jesús habla del Padre. La «buena nueva» que ha de sembrar diez y ocho años después, se cifra en la proclamación del Padre. Dios ya no es Jeovah terrible, sino el Padre que está en los cielos y no se olvida ni de los lirios del valle ni de las avecitas, y da al hombre el pan de cada día. Pero sorprende que el Evangelio de San Juan, el Evangelio Teológico, no haya recogido esta jornada.

Después, añade San Lucas: «Y descendió con ellos -con José y María- y vino a Nazareth; y estaba sujeto a ellos. Guardaba su madre todas estas cosas en su corazón».- José muere pronto; ya no se le nombra, «y Jesús crecía en saber, en edad y gracia delante de Dios y de los hombres».

Appendix A.2.2.2 La plenitud de los tiempos

Con la plegaria y el concepto del Dios único, el judío recibe de los padres sus convicciones políticas exclusivistas. La Patria es el «país del Señor». La tierra, sus frutos y los hijos a Él le pertenecen. Jeovah es el Dios de los ejércitos, que aparta al extranjero, y el Dios agrícola, que tiene la Dave de las lluvias y ama y exige la primicia de las cosechas. Un pueblo, un Dios, un caudillo, un dueño, un altar. Cada vez que los hebreos cometen el pecado de la fornicación religiosa, volviéndose a divinidades gentílicas sanguinarias y muelles, Jeovah permite que las gentes extrañas los opriman o los deporten a países remotos y duros. Los hebreos claman. Entonces, surgen los liberadores. Cada juez que se levanta, significa ya el arrepentimiento de un contagio politeísta. Cada profeta es un medianero del Señor, que avisa el mal y el castigo; que promete el triunfo mesiánico. Con la Monarquía se ha perdido la inocencia patriarcal que aun quedaba en la época de la judicatura. Ocurre el cisma de las tribus. El tránsito de Alejandro deja un surco de paganismo. La Galilea se va poblando de gentiles. El habla Greciana se oye tanto como el arameo. Hay estatuas inmundas, convites y galas abominables; teatros, gimnasios, certámenes. Algunos hebreos participan de las luchas y carreras; y como han de presentarse desnudos, ocultan su circuncisión con un prepucio artificial. La ortodoxia tiene distinta palabra en cada una de las tres sectas: essenios, fariseos, saduceos. Finalmente, el trono de David pasa a un linaje advenedizo. Un idumeo, Antipater, se apodera de la voluntad apocada de Hyrcan, el príncipe y pontífice legítimo. El hijo de Antipater, Herodes, es proclamado rey por el imperio y fuerza de Roma, que ya no levanta su pie de la tierra elegida. Se enciende la revuelta contra los sacrilegios del rey y de la intervención romana. Un águila de oro, puesta por Herodes en los portales del Santuario, remueve la ira de los creyentes, que arrebatan el emblema y lo destrozan. Los héroes, cuarenta fariseos puros, son quemados vivos. Un decreto del Emperador, ordenando el censo de las familias y propiedades de Israel para regular los tributos, desata el motín, que acaudilla Judas el Gaulonita. El «país del Señor» no ha de tributar sino al Señor. Judas muere en el suplicio. Dos hijos suyos, herederos de su rebelión, son crucificados. Después de Herodes, Varus, el legado del César, cuelga de la cruz a dos mil judíos. El reino se reparte en tetrarquías. Es una provincia romana. Y el asesinato patriótico se comete en la ciudad, en la granja, en el camino. No puede resistir más el devoto. Y vuelve su mirada a los textos apocalípticos: Ha de venir el verdadero caudillo que consuele a Israel, que realice todas las promesas mesiánicas. Será de la sangre davídica; ante su aparición, se purificará la patria de injusticias y contaminaciones. El Ungido humillará todos los pueblos; se le arrodillarán todos los reyes; se volverá Jerusalén de oro, de púrpura y de cedro; y los hebreos, todos los hebreos, vivirán ya siempre en las delicias de un sábado abundante y eterno del Reino de Dios...

Los rabinos lo repiten inflamadamente. Llega el Mesías, porque había de venir en la hora de las más grandes desgracias, y éstas han ido cumpliéndose. He aquí la plenitud de los tiempos. La exaltación de las esperanzas es como una espada encendida de gozo, que traspasa desde la serranía del Hebrón, desde las nieves del Hermón, desde la cumbre redonda del Thabor a las aguas azules del Tiberiades. Todo aguarda el grito del mensaje divino. Y los ancianos y las mujeres y las criaturas que acuden al hortal y a la fuente callan y se vuelven esperando cuando pasa un caminante forastero o ven subir el polvo de una caravana.

Nazareth ha redoblado su plegaria y su ansiedad. Jesús se para entre los grupos lugareños; se recoge en la oración y en la lectura de los escritos proféticos; se aparta en la quietud de los campos, bajo la gloria y soledad de los cielos. Y parece que inclina su oído hacia su corazón y en él escuche el corazón del mundo.

Appendix A.2.2.3 Bautismo y tentaciones

Desde que Jesús cumplió doce años -la mayoría de edad religiosa- asiste a las grandes fiestas rituarias. En el trastorno de Jerusalén se le renueva el panorama del mundo. La patria, cerrada por los antepasados, se abre, estos días, a todas las proyecciones de Oriente y Occidente. Desborda de extranjeros y de hermanos judíos que llegan de Alejandría, de Grecia, de Italia, de lo profundo de Asiria... Y entre los placeres, el júbilo y el tumulto, Jesús descubre siempre un aturdimiento infantil en los hombres que se cansan y gozan sin ser felices. Pasión y tristeza; sequedad y olvido de todo valor humano. Y en el templo del Señor, ferias de ganados, de aves, de frutas, de amuletos, de ropas; mesas de cambistas; ruedos de tañedores. Humos apretados y olorosos del brasero de los perfumes y de las reses quemadas. La plegaria, los cánticos, las disputas, se juntan en grito sin emoción de palabra. Y, arriba, pasa el cielo desnudo, solitario y azul, separado del todo de la tierra...

Cuando Jesús se vuelve a Nazareth, tiene un desabor, una fatiga de la enorme ciudad; y los campos, el silencio, los horizontes suyos le acogen más íntimos. Gobierna el obrador de carpintero que le dejó su padre. Labra yugos, cribas, bieldos, arados, celemines, vigas, postigos. Acude a las casas y heredades para remendar las techumbres, las escalas de los terrados, las tarimas, los cofres, los aperos agrícolas. En sus marchas de artesano rural aprende las más escondidas veredas; se para mirando la faena de los jornaleros de la labranza, de la viña, de los huertos; el cuidado de los pastores, la labor de las mujeres hacendosas, el vuelo y las costumbres de las aves, la hermosura olvidada de algunas plantas: las anémonas, las ciclamas, los ranúnculos. Todo lo atiende, todo lo aspira, todo lo contempla; se le va quedando la imagen y la sensación exacta de la vida de los hombres y de las cosas en la calma de la naturaleza; y de todo ha de valerse cuando trace la visión del Reino de Dios.

No le basta el oficio del sábado en la Synagoga, y aprovecha las tardes del lunes y jueves, que también se abre la Casa de la Oración; y como entonces no es obligada la asistencia, hay menos devotos; es posible el diálogo, la lectura entretenida, la glosa espontánea con el buen hombre que guarda los Libros Santos; puede trasladar algunos textos en fajas de pergamino, y quizá un viejo escriba le ayude a copiar. Jesús ha leído los libros de Moisés, de Josué, de los Jueces, de los Reyes, de Samuel, de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Micheas, Nahum, Habacuc, Aggeo, Zacarías, Malakias, y el libro de Daniel y los Salmos.

Otras tardes sube Jesús a la colina de su aldea. Desde su altitud se alcanzan los montes de Samaria, el contorno del Carmelo, el confín azul del Mediterráneo; y en la contemplación de las lejanías, la tierra y sus criaturas se le aparecen dulces y necesitadas; el concepto del semejante, del prójimo, revierte más allá de los límites del «país prometido»; y el «no matarás» de las tablas sinaíticas adquiere en su conciencia un acento que cala hasta las escondidas intenciones y se caldea de generosidades, que le harán prorrumpir: «Oísteis que fue dicho a tos antiguos: No matarás, y quien matare será juzgado. Pues yo os digo que aun el que se arrebate en ira contra su prójimo, y el que le injurie, también será juzgado».

Y cada meditación le va dejando una claridad nueva. Es el tiempo en que se aguarda el Cristo, el Mesías victorioso, con manto de gloria. Pero este Enviado no remediará ningún dolor no habiéndolos sentido. No trae ímpetu humano para amar a los hombres y amarlos por ser como son. Seguirá el poderoso menospreciando al pobre, y el humo de los holocaustos sin abrir el cielo. La Religión y la Ética se solicitan en su pecho y se fundirán en su palabra cuando diga: «Si fueres a ofrecer tu ofrenda en el ara, y allí te acordares de que ofendiste a tu hermano, ve por su perdón y vuelve después al altar». De la emoción fraterna entre las criaturas va subiendo a la comprensión de un Criador padre. Ha escuchado en su vida un sollozo recóndito de felicidad. Y arranca de su Reino los signos de fausto, las esperanzas políticas; y las promesas del Cristo le palpitan en su sangre con palabras de Isaías: «Despreciado y el postrero de todos; se incorporará los trabajos y dolores; y en sus llagas se sanarán las heridas de los hombres».

Ninguno sino él admite de antemano los sufrimientos prometidos. Pero un grito sale de las orillas del Jordán. «Voz del que clama en el desierto». ¿No habrá surgido el esperado? El esperado cubre su desnudez con pieles de fieras, y como las fieras es fosco v corpulento. Las gentes se precipitan rodeándole, preguntándole; y el hombre acortezado, húmedo y feroz sumerge en el río a los devotos. Es el clamor, es el bramido de la soledad hacia las multitudes para que se bauticen, se arrepientan, se penitencien. Y Jesús se adelanta. Fue, entonces, desnudo y humilde, arrodillado en las aguas, bajo la mano y la mirada del Bautista, cuando ha oído la voz de los cielos que en él se complace y le alumbra la conciencia de su divinidad; y las gotas del Jordán que le rocían la frente, le caen como un óleo precioso.

Ahora, persuadido de su naturaleza mesiánica, encendido de amor por el Padre que se proyectará en todos los hombres, principian a conturbarle las tentaciones de que sin padecer sea el que es, precisamente por serlo. Y en la soledad de relumbres de peña, donde se hunde para verse y sentirse a la faz del Padre y hacer la penitencia que impone el Bautista, el hambre le roe las entrañas y le alucina los sentidos, y las piedras se le aparecen como panes rubios. Y alguien le dice: «Ya que eres quien eres, manda que esas piedras se truequen en pan tierno y dorado». Y el Mesías sufrido, la divinidad florecida en Jesús, vence a la carne hambrienta, y se recupera a sí misma exclamando: «Escrito está que no sólo de pan viva el hombre, mas de toda palabra de Dios».

Pero el espíritu de la tentación le hará que se asome desde una cumbre y que contemple la tierra dormida y hermosa, las ciudades blancas, los huertos deleitosos; le pondrá en el pináculo del templo desde donde puede precipitarse sin daño porque vendrían los ángeles a sostenerlo y lo dejarían gloriosamente en medio del mundo, y ante el prodigio los hombres le creerían. Y Jesús se ha proclamado con gritos supremos: «Sólo a Dios serviré; y no tentarás al Señor tu Dios».

Pero la tentación no le deja; vendrá del más abrasado de sus discípulos. En un instante de presentimientos de muerte, Pedro le aparta de todos diciéndole: «¡No sean contigo, Señor, estas angustias, siendo tú quien eres!». Y Jesús ha de rechazarle como a Satanás.

La tentación le sigue la última noche, en el Olivar de Gethsemany, lleno de luna. Llega la hora en que se cumpla el concepto del Mesías doliente. Pero, si quisiera aun podría librarse, quizá seguiría siendo el que es, sin morir. Toda su carne es un corazón estremecido; y le pide al Padre que aparte la amargura de su boca. Y Jesús se confortará, y se entregará al dolor.

Ya rasgado y clavado, todavía la tentación le habla desde cada llaga. ¿No habrá sido todo en vano? El Padre que tanto amó, calla oculto en el azul gozoso de primavera. Y con la lengua estrujada de sed, Jesús le dice: «¡Por qué me has desamparado!».

Pero, antes de morir, en su frente, que le quema con la calentura de la cruz, pasa el recuerdo de toda su vida; y su ultimo laudo de corazón de hombre, se rompe y gime en su soledad: «¡Todo está acabado!».

Creative Commons Attribution (CC BY 4.0)

Citation Suggestion for this Object
TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Figuras de la Pasión del Señor 2. Figuras de la Pasión del Señor 2. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-000F-773B-A