OTRAS NOTICIAS

Por ahora todo lo que se refiera a la vida de Pablo Gómez quedará reducido en Cinematógrafo a esta especie de nota postuma: «Pablo Gómez no fué otra cosa que un vulgar prestidigitador.»

Pablo Gómez ya no existe. Es decir, existe en Madrid el regalo hecho a nuestro hombre por un dictador sudamericano. Un bastón jorobado por tres grandes nudos. Un bastón muy extraño, casi amarillo.

El duerme ahora en la fosa común, y su bastón, adornado por un grueso anillo de oro, está guardado en el escaparate de una casa de compraventa. En un ángulo del escaparate se tuerce el bastón al lado de dos acordeones, varios mantones de Manila y multitud de relojes parados.

El artista ejecutaba sus «juegos» con una discutible destreza. Por otra parte, sus trucos eran demasiado conocidos para sorprender a un público de gran ciudad. Por eso Pablo Gómez buscaba siempre sus espectadores en los pueblos pequeños, donde la gente es muy sencilla. En estos sitios gozaba el triunfo de su mediocre repertorio.

Una de sus «habilidades» consistía en hacer bailar a unas gallinas encima de una plataforma de acero. Este baile provocaba siempre un gran efecto. Las gallinas, a una orden de Pablo Gómez, comenzaban a agitarse para bailar durante unos minutos. Solamente Pablo Gómez tenía conocimiento de que las gallinas danzaban encima de una plataforma calentada por la electricidad.

En la vida vulgar de Gómez no abundan los sucesos extraordinarios. Sin embargo, he aquí un hecho que le ocurrió en su viaje por la región manchega. En Almagro hizo una visita al Ayuntamiento; lo recibió el alcalde exhibiendo las mangas de la chaqueta en un estado lastimoso. «La industria del encaje —casi lloriqueó— ya está muerta, y la filoxera ha destruido nuestros viñedos.»

El artista se encontró sin público. El drama fué desarrollándose en un período de días. Un drama silencioso y falto de belleza. Pablo Gómez empezó por la gallina más vieja: una gallina que ya no podía danzar sobre la plancha caliente. Los demás animales fueron devorados más tarde, hasta no quedar una sola gallina en posición de actuar sobre el infierno de la plataforma.

La noticia sobre Pablo Gómez se extiende; pero esto es muy a pesar mío. Lo hago por pura necesidad de completar estas notas. Creo conveniente agregar que en Madrid alguien recomendó al prestidigitador una casa de huéspedes. Esta pensión estaba habitada por artistas de cine. Pablo Gómez creyó que en la cinematografía iba a encontrar un nuevo filón para su vida agotada y decidió quedarse en Madrid.

En un café se reunían los artistas. Pablo Gómez asistió a la tertulia, y una noche, cuando nadie esperaba cosas de ese estilo, Pablo Gómez descubrió, influido por el más grave interés: «¡Están ustedes dormidos! ¿Qué esperan ahí sentados? ¿Creen que se puede tomar en serio esto de las películas?»

Y cuando la gente empezaba a recobrar su estado natural, él continuó con esta afirmación: «Esta tertulia es una jaula de locos. Con la boca abierta ustedes esperan y esperan; pero ¿qué es lo que aguardan? ¿Acaso les van a traer aquí la solución? Porque en España, sépanlo ustedes bien, el hombre desgraciado no tiene más que un solo destino: ¡perecer!»

Ellos, los soñadores de un arte nuevo —un arte que nacía en España con un aire mediocre—, no dieron demasiada importancia a aquellas palabras de Pablo Gómez. Se comía poco, pero se soñaba con la niebla blanca que se aplasta sobre las pantallas del mundo. Al fin y al cabo, lo único agradable de la vida es lo que pasa por nuestro lado como un sueño. Y esto ya era bastante para aquellos hombres que aguardaban a poder viajar en primera clase, a vivir en buenos hoteles y a celebrar interviús con los redactores de las publicaciones cinematográficas.

Como todo marcha muy de prisa, algunas cosas ya han desaparecido. Pero en la misma calle donde estuvo viviendo Pablo Gómez, en esa calle estrecha donde no da el sol, todavía subsiste, subsistirá hasta muy pronto —¿no oís cómo todo se tambalea?—, la casa de empeño. En el escaparate continúa el bastón de Pablo Gómez. Nadie se para a contemplar ese bastón. Sin embargo, una noche un poeta marxista le ha dicho a una de las mujeres que circulan por esa calle: «Ese palo retorcido es como el dolor tuyo y el dolor mío. Es todo el dolor del mundo.»

En cuanto al manuscrito de Alvaro Giménez, prefiero que aparezca en este libro sin notas aclaratorias. A propósito de este manuscrito se podría escribir ahora sobre los hombres de menos de treinta años que van de un lado para otro sin organizar. Se podría escribir de estos hombres; pero esto nos llevaría a enturbiar las primeras páginas de esta historia. Es conveniente no desanimar a ustedes. Más que conveniente, es comercial. ¿Quién ha dicho que todo se tuerce, que todo empieza a pudrirse y que todo amenaza ruina? ¿Ustedes no saben quién es esa gente que propala esta clase de afirmaciones? Escuchen: esa gente es gente enemiga y está pagada con oro extranjero. Como ustedes saben, el oro es un importante metal. De ahí su fuerza para el soborno y la compra de espíritus manejables. Luchemos contra ese enemigo —anarquistas, hambrientos, comunistas, vagabundos, socialistas, desharrapados sin cédula personal y jóvenes descontentos—y la victoria no se hará esperar. ¿Ignoran ustedes que ya existen los gases asfixiantes?

Me permito afirmar que Alvaro Giménez ha escrito en alguna parte: «Si yo tuviera alguna personalidad declararía en un fuerte elogio: ¡Viva la carne congelada! ¡Vivan los sabios que van a conseguir que 2 y 2 sean 5!»

«Sobra café. Sobra trigo. Sobra carbón. Hay exceso de carne, de automóviles, de electricidad y hasta de mujeres hermosas. Los millonarios han reducido su servidumbre sexual. Los millonarios han reducido gastos. Pero la culpa no es de ellos; la culpa es de la guerra. Los pobres millonarios encuentran la vida demasiado cara. Sin embargo, yo no creo justificado ese lloriqueo. La guerra no es una reunión familiar, pero tampoco entra dentro de lo que podríamos llamar «una gran desgracia». Un total de 14 millones de hombres caídos no es para alarmarse de esa manera.»

«Dije antes que sobra carbón, que sobran automóviles, trigo, carne... Sobra de todo..., y la gente se muere de hambre. ¡Superávit! ¡Viva vuestra civilización! ¡Vivan las ruedas dentadas! ¡Viva papá Ford!»

«Ahora bien; si mañana yo no «encuentro» quince pesetas —es lo que pago por semana—, dormiré en la calle. ¡Una verdadera desdicha! Por otra parte, yo ya no tengo veinte años. No tengo nada. Si acaso, me queda la esperanza de ver que todo «esto» ha de reventar definitivamente.»

«No tengo nada.

»Cuando un hombre llega a hacer esta afirmación, es conveniente que aviséis a la policía. En cuanto a mi literatura...

»Hay «señores» que se me acercan para aconsejarme en un tono de hueca protección: «Trabaje, joven, trabaje. Usted es un hombre que hará coBas.»

»Pues bien: el otro día entré en un bar, escribí toda la tarde y parte de la noche. Al día siguiente llevé las cuartillas a una revista.

»Meses después, cuando fui a la redacción, extrañado de que no me hubieran publicado mi trabajo, el director me lo devolvió con estas palabras: «Haga usted cosas más alegres. No olvide que la gente quiere divertirse.»

Para no hacerme el insoportable, he aquí el original rechazado. Con esto creo que mi situación quedará bastante aclarada.»

LOS PEQUEÑOS ACONTECIMIENTOS:

1

No tengo amigos.

He fracasado como estudiante, como empleado y como comparsa. Me canso pronto de hacer un mismo trabajo. Ahora soy comisionista de cintas para máquinas de escribir. Estas cintas me las proporciona Martínez, un hombre que ya ha cumplido los cuarenta años. Sin embargo, Martínez asegura que no ha llegado a loe treinta y cinco.

Se casará pronto. Un día me ha confesado: «Es lo mejor que puedo hacer.»

Cuando Martínez reúne calderilla, la cambia en monedas de plata de a peseta. Más tarde las pesetas las invierte en piezas de a duro. Por último, los duros los deposita en un Banco.

Estos pequeños cambios ocupan lo más importante en la vida de Martínez. Al principio de tratarlo, Martínez era para mí un hombre desagradable. Ahora lo soporto con una fría estimación.

Martínez vive en una calle vulgar y paga el alquiler de la casa a medias con una señorita que está empleada en Teléfonos. Esta señorita se llama Juliana. A mí me trata con una confianza sospechosa. Los días que aguardo a que llegue Martínez observo que ella quiere mostrárseme fácil. Una tarde se ha dado un baño de pies en un agua perfumada para provocar en mí una inútil excitación. Entonces me di cuenta que en el pie derecho tiene una deformación especial. Una deformación que viene a ser como su rostro: un objeto frío e inexpresivo.

Recuerdo que una vez me ha dicho: «Usted puede llamarme Juliana o Julianita...»

2

Si tuviera algún amigo le confesaría estas pequeneces. ¡Ah! Si tuviera un amigo se tendría que reír con mis cosas. En mi vida suceden hechos... Hace tiempo fui a casa de un conocido. Después de discutir sobre muchas tonterías, cogí un lapicero que uno de sus niños llevaba en una mano. Se trataba de un lapicero apenas estrenado, y se me ocurrió que debía esperar una ocasión para guardármelo. Trató de dibujar el rostro de un niño. En ese momento el padre se fué de la habitación. Yo volví a recordar que carecía de lapicero para apuntar los pedidos de cintas. No lo dudé más y me guardé el que me servía para dibujar. Cuando apareció el padre, yo mostré el dibujo. «No está del todo mal», afirmó sin ningún entusiasmo.

Pasado un rato, y después de hacer unos comentarios sobre lo difícil que es situarse en «sociedad», el padre pidió a su hijito el lapicero. El niño hizo señas de que yo me lo había guardado. Como es natural, negué el que yo lo hubiera cogido. Para disimular mi inoportuna turbación, empecé a buscar el lapicero por el suelo, por entre las sillas y bajo la mesa. Al ponerme erguido, el padre me contempló lleno de un molesto recelo. Desde ese instante ya no pensé en otra cosa que no fuera en abandonar aquella casa. Pero ocurrió que algo extraño a mí mismo me sujetaba al suelo. El padre se fué a su despacho —estábamos en el comedor—, dejándome al irse una sonrisa de desprecio. Yo marché tras él para buscar una salida a mi estúpida situación. Al entrar en el despacho le dije: «El dibujo no está muy acertado..., creo que otra vez lo haré mejor.»

No me contestó. En cambio, me empujó hasta la puerta. Hallándome en el rellano de la escalera me explicó con una fría cordialidad: «Será conveniente que no vuelva usted por esta casa. Sucede —qué «sucede» más convencional— que yo salgo de Madrid uno de estos días.» Y me sonrió como lo había hecho anteriormente, con lástima.

Ya en la calle apreté el paso cuanto pude. Quería encontrarme lejos de donde vivía mi conocido. Cuando hube cruzado varias calles, saqué el dichoso lapicero y miré en torno mío. Nadie circulaba en aquel momento cerca de mi lado. Entonces me dije: «Ahora es la ocasión.» Y arrojé el lapicero contra el arroyo. La situación ya estaba solucionada.

3

Anoche tuve que mentir a la patrona. A pesar de no tener ningún encargo, la dije, recalcando mucho mis palabras: «Mañana tiene usted que despertarme a las siete en punto; necesito entregar varios pedidos.»

La patrona puso una cara feliz. En estos casos siempre me sonríe y me suele decir: «No se apure. Todo se arreglará.»

Y sin embargo, esto es lo que me acobarda. Es grotesco lo que voy a confesar, pero quiero decir la verdad. He aquí el hecho: La patrona se ha enamorado de mí. Hace unos días me he dado cuenta de una manera que no ofrece dudas. Ella se hallaba con su marido en el comedor. Yo estaba vistiéndome cuando oí que el patrón se quejaba de mis llegadas al amanecer, de mi costumbre de levantarme con las primeras luces del anochecer. Se notaba que el patrón no se atrevía a confesar sus sospechas. Tasado un rato, y después de un corto silencio, era la patrona la que hablaba alto. Por último, vi al marido marchar por el pasillo. Cruzó con la cabeza inclinada y mascullando palabras.

La patrona es gallega, tiene la cara ancha, la boca muy grande, y cuando anda por la casa parece un soldado. Su marido me mira cada día con más recelo. Sin duda cree que yo voy a terminar por seducir a su mujer. Hace unos díaB me saludó con una alegría pueril. Me golpeó en la espalda y me confesó: «Usted es la persona más honrada que conozco.»

4

Ahora, en la calle, me aparto de estos recuerdos. Me distraen las mujeres que regatean sus compras. Lo único que me molesta es tener que aguardar varias horas hasta ver a Martínez. De pronto siento una enorme alegría. Resulta que tengo alguna calderilla para poder entrar en un bar. Además me queda tabaco del que compré anoche.

5

Estoy cenando con prisa. En la casa de comidas estamos comiendo un mozo de cuerda y yo. El hombre se halla frente a mí. Cena sin mirarme, con el rostro casi metido en el plato de porcelana. En estos comedores parece que nos odiamos. Comemos nuestra escasa alimentación con molestia, sin fijarnos en los demás. Durante el tiempo que empleo en cenar la hija del dueño no se aparta de la puerta que conduce a la cocina. Todas las noches hace lo mismo; en los momentos libres se arrima a la puerta y no me quita el ojo.

La muchacha es gorda, de cutis grasiento y muy blanco. Al pagar, ella me mira con descaro, esperando, sin duda, que yo la diga algo agradable.

La entrego el dinero como todas las noches: casi con desgana.

6

Ahora estoy sentado, con una bebida sobre la mesa, y escucho música de pianola.

Los que vais a los grandes cafés no podéis comprender esta felicidad mía de entrar aquí a tomar un modesto cafó con leche. Para eso es necesario andar diez o quince kilómetros por las calles de Madrid, para después sentarse en este bar y dejar que transcurra una hora, dos horas.

Una noche «un amigo rico» estuvo conmigo en este mismo bar. Después de oír lo que salía de la pianola, me confesó, seguro de que hacía gracia: «Esto es una máquina de moler música.»

Desde hace un rato llueve sobre la calle. El asfalto mojado copia las formas de los tranvías. Yo me esfuerzo en pensar que esta calle que contemplo desde la ventana termina en un puerto de mar.

¡El mar!

Se ha sentado cerca de mí un nuevo cliente. El hombre lleva encima un impermeable negro. Lo del impermeable me hace mirar hacia la calle.

«Otra vez lo del mar.»

Recuerdo que mi madre ha muerto sin haberlo visto. Yo tampoco lo he visto. Es decir, conozco ese mar que resbala por las pantallas de los cines. Desde las localidades de general ese mar produce demasiada emoción.

El hombre del impermeable paga su café y abandona el local. Yo le pierdo de vista cuando pasa bajo el anuncio luminoso de un estanco: un óvalo encendido de rojo «que parece una luz marítima».

Estoy solo. El camarero habla con un compañero del mostrador. Sabe muy bien que no saldré del bar hasta que empiece a colocar las sillas sobre las mesas de mármol...

Incluso soy un hombre sin recuerdos. En fin, ahora quiero descansar hasta que me echen de este rincón. No deseo otra cosa que no pensar en nada. Lo que venga llegará como una sorpresa.

PRIMERAS ESCENAS

Peter Lynne debe su jama de ador cinematográfico a su manera de fumar en pipa. Gracias a esta cualidad fué visto en un café por mister Barry y contratado en el acto para trabajar en la película Marineros alegres.

Después de este film, Peter Lynne no ha conocido más que éxito tras éxito.

I: TONY EN LUGAR DE ANTONIO:

1

Ahora fué doña Luisa la que recibió el dinero. Con sumo cuidado lo introdujo en su portamonedas y salió sin prestar atención a las mujeres que todavía tenían que esperar. Al llegar al ancho portalón que daba a la calle de Atocha, cruzó ante la guardia. Los uniformes de los carabineros le trajeron el recuerdo de su marido. Esto le ocurría todos los primeros de mes, cuando, con sus treinta duros en el bolso, salía del viejo edificio de la Deuda Pública. Pero este recuerdo traía poca felicidad a su vida y lo ahogó inmediatamente. Después de pensar que iba a cumplirse el sexto aniversario de la muerte de su marido, doña Luisa empezó a andar camino de la plaza de Santa Cruz.

Tenía todo tan calculado, que se dirigió inmediatamente a una zapatería de la calle de Preciados. El modelo de los zapatos estaba elegido desde hacía dos semanas. La cosa tenía su importancia, puesto que los zapatos, por efecto de un inesperado saldo, iban a costarle a doña Luisa cinco pesetas con noventa y cinco céntimos.

El dependiente midió un zapato con un trozo de cinta que le había entregado doña Luisa. Cuando le dieron la caja de los zapatos, doña Luisa pudo salir satisfecha de su compra. «Ahora Antonio podría salir a la calle con zapatos nuevos.» Viéndola marchar, nadie pensaría que ya había cumplido cuarenta y siete años. Lástima que su traje osbcuro estuviera tan usado y que los malos días hubieran puesto en su rostro cierto desencanto. Además, el estado de sus zapatos era tan agudo, que ella se afirmó seriamente que tenía que enviarlos a componer.

También le hacían falta unas inedias. Con los dos pares que tenía en casa ya no era posible hacer más milagros.

Ei regreso lo hizo cruzando la Plaza Mayor para descender por la calle de Toledo. Entró en un portal y subió hasta el último piso. Allí golpeó sobre una puerta.

Entró en el interior de la buhardilla, teniendo que tirar del cuerpo del pequeño Antonio, que se había colgado a ella como un peso muerto.

La buhardilla era demasiado pequeña, pero bastaba para ellos dos. Desde el fogón seguía un corto pasillo, que terminaba en la única habitación donde comían y descansaban por la noche, separados por una cortina. Media habitación llegaba a una altura normal; pero la otra mitad se inclinaba hasta cerca del suelo. En el balconcillo que daba al tejado doña Luisa tenía unos tiestos, a los que prestaba mucha atención. Era un tesoro inútil, puesto que nadie, a excepción de ella y Antonio, se daba cuenta de aquella belleza que crecía sobre el tejado. Cuando doña Luisa o Antonio se inclinaban sobre los tiestos, veían las esculturas de piedra que coronaban la Puerta de Toledo. Mucho más a distancia podían contemplar las casas agrupadas a lo largo de la carretera de Extremadura, y algunos claros, donde en verano caía el sol con toda su fuerza. Era verdad que aquello era muy reducido; que para hacer uso del retrete había que salir a un rellano de la escalera, donde estaba la fuente junto a la letrina. Sin embargo, doña Luisa estaba satisfecha de su buhardilla, ya que por cuatro duros tenía solucionado lo del piso. Con las ciento treinta pesetas que le quedaban después de pagar el alquiler, doña Luisa hacia grandes economías para vestir y comer. Estaba tan segura de que algún día las cosas iban a cambiar, que a veces llegaba a emocionarse con este pensamiento. Entonces, en medio de un agradable silencio, acunaba la rubia cabeza de su ahijado.

2

Doña Luisa preparó agua caliente para que Antonio se hiciera un gran lavado. Después utilizó el fogón para poner una comida extraordinaria. Los primeros de mes, en la buhardilla se preparaba un menú a base de «alimentos caros». Pero como doña Luisa solía hacerlo todo con un gran sentido, estos «alimentos caros» no le costaban mucho dinero. Cuando el despertador que había sobre la cómoda marcó la una, la comida fué puesta en la pequeña mesa de caoba —esta mesa pertenecía a cierta época de bienestar—. A las dos de la tarde doña Luisa se sentó en una silla para decir a Antonio:

—Espero que te acuerdes de todo. Primero empiezas con la cómoda, luego con la mesa y después conmigo.

Antonio fué al extremo del pasillo, y, desde la puerta, inició unos pasos hasta llegar adonde estaba doña Luisa. Entonces se inclinó ligeramente ante la cómoda y pronunció: «Buenas tardes, señor X. ¿Cómo está usted, señor X?»

En la cara de Antonio brilló una sonrisa al notar que era contemplado con tanta curiosidad. Se volvió a la mesa y repitió: «Buenas tardes, señor X. ¿Cómo está usted, señor X?»

Se dobló del lado de doña Luisa y aquí volcó todas sus lecciones: «Buenas tardes —y sacando una sonrisa perfectamente educada, agregó—: «¿Cómo está usted, señora?»

—¡Muy bien! —contestó doña Luisa, complacida—. ¿Y usted?

—Muy bien, muchas gracias.

—No lo tomes a juego —se quejó doña Luisa—. Marcha al pasillo y empieza con lo del niño desgraciado, pero acuérdate del final.

Antonio quedó pensativo un instante, dirigiéndose más tarde al sitio que le habían indicado. Cuando regresó, a una orden de doña Luisa, su rostro estaba completamente cambiado y sus ojos reflejaban una súbita pena. Llegó despacio, giró los ojos en una mirada llena de desgracia —doña Luisa lo miraba significativamente— y simuló el esperado «final». Con el ánimo cansado abrió un cajón de la cómoda, sacó un poco de ropa y, haciendo un envoltorio, dió a entender que abandonaba aquella casa.

—Si lo haces así —afirmó doña Luisa con entusiasmo—, todo saldrá muy bien. Acuérdate siempre del final. ¿Me oyes bien? Sobre todo el final.

3

En «Academia-Film» se proporcionaban artistas convenientemente adiestrados. Ningún director de películas había solicitado personal de esta Academia, lo que no era un obstáculo para que allí abundaran los alumnos. En una cartulina, claramente visible, se hacía saber al visitante que los pagos se hacían por adelantado. Aunque el piso donde estaba la Academia era bastante espacioso, los alumnos solamente podían utilizar dos habitaciones. En el resto de la casa vivían los dos hermanos Sancho. A veces llegaba de donde debía de estar la cocina un olor sospechoso de cosa frita. En esos momentos no estaba entre los alumnos José Sancho, el hermano mayor. Cuando José regresaba de las clases, era su hermano Jacinto el que desaparecía por el pasillo para meterse en la cocina. Ellos mismos se hacían las camas, y con ayuda del botones, los suelos de la casa estaban limpios a las tres de la tarde. Las lecciones comenzaban a las cuatro. A esa hora los alumnos tomaban asiento en unos bancos de madera, y entre las lecciones a desarrollar se destacaban estas dos: «En una habitación está cosiendo Rosa. Sin que ella se dé cuenta, alguien abre la puerta y entra en la habitación el seductor Alberto. Rosa continúa dando puntadas, hasta que una mano, que se apoya traidoramente en su cabeza, la hace volver los ojos. Alberto la habla pasionalmente. Rosa retrocede hacia la pared, mientras con un gesto, claramente significativo, explica que ella pertenece a otro hombre. Alberto no toma en consideración esta protesta y, avanzando resuelto a todo, llega hasta Rosa para rodearla con sus brazos. En ese instante es cuando tiene que aparecer el esposo de Rosa. Se entabla una breve lucha y el seductor Alberto abandona la habitación completamente vencido. Con el pelo en desorden llega hasta la puerta y desde allí lanza una mirada de odio al esposo de Rosa. Luego desaparece.»

La escena tiene aún que seguir su curso. Con el rostro lleno de sospecha, el marido recrimina a su mujer el que lo engañe con tanto descaro. Rosa grita su inocencia, explicando que Alberto la ha sorprendido en la habitación. Sin embargo, el marido no cree nada de lo que dice Rosa, y huye de la alcoba para no volver más. Rosa queda llena de espanto; completamente enloquecida. Con la más triste desesperación se acerca a una ventana para mirar un cielo invisible. Entonces uno de los hermanos Sancho, grita una palabra inglesa: ¡Stop!

Es que la escena ya ha terminado.

4

La otra importante prueba a la que eran sometidos los alumnos de «Academia-Film» se desarrollaba en estos términos: «El joven duque arriesga fríamente su fortuna en una sala de juego. (Este texto y el anterior pertenecen a los guiones escritos por los hermanos Sancho.) Frente a él, y al otro lado de la mesa, se halla la seductora artista de ópera, Vera Bellini, mujer de belleza misteriosa y causante de tres suicidios. Vera Bellini ama al joven duque, pero prefiere mortificarlo con su indiferencia. Observa cómo el duque desciende a una ruina cierta. (Mientras esto sucede, los demás artistas pasearán como si fueran invitados a la fiesta.) Sin ninguna compasión, Vera mira al duque despectivamente. Entonces el aristócrata se juega su finca de Montecarlo. Vera Bellini se da cuenta del gesto y pide una copa de champán; bebe dos sorbos, y comienza a reír nerviosamente. El duque mira con algún disimulado temor el girar de la bolita; pero cuando contempla que otra vez le falla la suerte, observa a Vera Bellini y marcha al jardín. Vera lo ve salir. Su gesto de burla se transforma en gesto de tristeza. Vacila un instante, pero al fin marcha en busca del duque para ofrecerle bus joyas y su amor.— Stop.»

5

Como elementos técnicos, los hermanos Sancho tenían un viejo aparato tomavistas. Cuando en «Academia-Film» se presentaba un alumno con aspecto de tener dinero, Jacinto, como operador, y José, como director, lo citaban para que acudiera a la Casa de Campo. Allí le hacían ir de un lado para otro. El alumno tenía que «reír fríamente, con sarcasmo y con ironía». También era necesario que «pusiera cara de tristeza», y si llegaba a llorar, entonces José Sancho le tocaba en el hombro para elogiarle aquellas insospechadas facultades para el arte de la pantalla. José, en su papel de director, le hacía saber al alumno que acababan de «rodarle» unos metros de película, que las escenas habían salido muy naturales y que no tardaría mucho tiempo en que fuera contratado ventajosamente. El alumno pagaba de cien a doscientas pesetas, aparte de lo que abonaba por las lecciones de la academia. Ya hecha la despedida, Jacinto cogía el trípode y José la máquina tomavistas. Aunque los dos hermanos aseguraban que en su interior se hallaba el celuloide impresionado, la verdad era que dentro del aparato no había absolutamente nada.

6

Doña Luisa pasó con Antonio a una de las habitaciones de «Academia-Film». Allí había una mesa, un diván y cuatro sillas. Doña Luisa observó multitud de «fotos» donde sonreían o miraban seriamente artistas de fama mundial.

Jacinto Sancho no tardó en aparecer.

—He leído el anuncio de ustedes —empezó doña Luisa—, y quisiera saber el precio de las lecciones.

—¿Es usted la artista?

—¡No, señor! —exclamó toda intimidada—. Las lecciones son para mi ahijado.

—¡Ah, muy bien! —y Jacinto Sancho hizo unas caricias a Antonio—. La cuota mensual es de veinticinco pesetas. No es mucho dinero —agregó, creyendo que doña Luisa pensaba en el excesivo precio de las lecciones—. Ahí tiene usted a Charlot. Se le calcula una fortuna superior a cien millones de francos. ¿Quién le dice a usted que su ahijado no es capaz de llegar a ganar otro tanto? Todo es cuestión de que sea aplicado y haga caso al director. ¿Cómo se llama el pequeño?

Doña Luisa dijo el nombre muy satisfecha de aquel interés.

—Antonio... Antonio —repitió Jacinto con la mirada extendida por las fotografías de las paredes—. ¿Sabe usted cómo debe llamarse este futuro artista? Se llamará Tony. Simplemente Tony.

Doña Luisa hizo un gesto de sorpresa, como si el nuevo modo de nombrar a su ahijado fuera en lo sucesivo de gran trascendencia.

—Ya verá usted—comentó Jacinto—como Tony ha de llegar muy pronto a ser rico.

Tony escuchó el elogio arrimándose a doña Luisa. Quiso sonreír, pero no se atrevió a hacerlo delante de aquel caballero que hablaIm oon tanta seguridad.

—En fin, si quiere usted abonar ahora la cuota mensual, esta misma tardo puede Tony empetar las lecciones,

Doña Luisa manoseó su bolso, terminando por sacar de él un billete de cinco duros. Jacinto apuntó el nombre y apellido del nuevo alumno. Debajo puso las señas. Cuando guardaba el billete escuchó que le decía doña Luisa:

—Quisiera que el director hiciese una prueba con mi ahijado.

—No creo que eso sea necesario. Tony es un gran artista —aseguró Jacinto.

Doña Luisa quedó rezagada, como si no quisiera acercarse a la puerta, en donde ya aguardaba Jacinto Sancho.

—Dentro de dos horas comenzarán las clases —explicó a doña Luisa—. Ahora, si es que usted tiene mucho interés, puedo buscar al director. Aguarde un momento y haremos la prueba. Creo que el director estará trabajando en el laboratorio.

Salió Jacinto Sancho para marchar a una habitación donde estaba José adormilado encima de una cama. Lo zarandeó para decirle rápidamente que había ingresado un nuevo alumno.

—¿Ha pagado ya?

—Sí. Ha venido también su madre. Ella quiere que se le haga al niño una prueba.

José se levantó con poco entusiasmo, se puso la americana y se arregló la cabellera.

—Yo creo —opinó Jacinto— que debiéramos irnos a comer y dejar la prueba para luego.

José pareció no escuchar el consejo de su hermano puesto que salió de la habitación sin decir nada. En el despacho encontró a doña Luisa y a su ahijado. Los saludó, y colocándose en un ángulo de la habitación pidió con una fría cordialidad:

—Bien, ya puede empezar la escena.

Tony marchó al pasillo y regresó a una palmada del director. Entró en el despacho con menos arte que en la escena hecha en la buhardilla, pero supo resistir las miradas que le dirigían los hermanos Sancho. Parándose delante del director, anunció respetuoso:

—Buenos días, señor X —se volvió a Jacinto Sancho y repitió—: Buenos días, señor X.

Los hermanos Sancho cambiaron una mirada. Creyeron que la demostración había ya terminado: pero doña Luisa se apresuró a pedir a Tony que volviera al pasillo para hacer la escena «del niño desgraciado». Tony desapareció para entrar con la cara llena de tristeza. Como en la habitación no había una cómoda con ropa, se acercó a la mesa-despacho y simuló que hacía un envoltorio, metiendo en su pañuelo unos papeles. "Después miró en derredor y empezó una huida lenta y vacilante.

Doña Luisa lo vió salir llena de ansiedad. En las caras de los hermanos Sancho parecía que se reflejaba una absoluta aprobación. Doña Luisa vió todo esto y estuvo a punto de cometer una debilidad. Pero dominó su entusiasmo y llamó a Tony.

Los hermanos Sancho felicitaron al artista para aligerar la despedida. Doña Luisa se cogió de la mano de Tony y, ya unidos, bajaron la escalera. De pronto, ella hizo una parada. Una penosa alegría le cerraba la garganta. Los dos se miraron sin saber qué era aquello que los impedía hablar. En la escalera no se oía ningún riddo; ni siquiera se escuchaba el que debían producir los inquilinos de la casa. Ni Tony ni doña Luisa supieron decirse nada. Se volvieron a coger de la mano, y, casi con prisa, descendieron los últimos escalones.

II: COSAS DE «ACADEMIA-FILM»

1

De los veinticuatro alumnos que estaban inscriptos en «Academia Film», el más mimado por los hermanos Sancho era un muchacho de diecinueve años. Este alumno se llamaba Ramón Díaz, y era un tipo pequeño, de anchas espaldas y rostro inocentón. Jacinto Sancho le había sugerido que poseía grandes cualidades para interpretar papeles de hombre feroz. Ramón Díaz estaba empleado como pinche de cocina en un palacio madrileño. Esto, que parecía no tener ninguna importancia, motivó un interrogatorio entre Ramón Díaz y los hermanos Sancho. El resultado de esta conversación fué que todas las tardes Ramón Díaz entrara directamente a la cocina perteneciente a «Academia-Film». Allí dejaba su paquete y después marchaba a la habitación para comenzar las lecciones con los demás alumnos. El envoltorio dejado en la cocina contenía restos de lo que se cocinaba en el palacio. Una tarde Ramón Díaz dejó en la cocina algo poco vulgar. Se trataba de unos huevos cuyo cascarón estaba pintado de morado, de azul y de amarillo. Como los hermanos Sancho pidieran una explicación sobre la pintura que adornaba los huevos, Ramón Díaz confesó que siempre que el obispo iba a comer al palacio era costumbre servirle los huevos pintados de varios colores.

Desde aquella tarde los hermanos Sancho no dudaron que los obispos eran unos seres privilegiados.

2

Para no gastar dinero mientras aguardaban a que comenzaran las clases, doña Luisa y Tony dieron un paseo, y terminaron sentándose en un banco de la glorieta de San Bernardo.

Doña Luisa entregó a Tony diez céntimos para que comprara pipas de girasol. Después pasaron cerca de hora y media viendo cruzar tranvías y automóviles. A pesar de que un sol agradable hacía olvidar que se estaba a merced de los días helados de febrero, doña Luisa anunció a Tony de que muy pronto tendría que llover, ya que a ella le dolían las articulaciones de los pies. Después de decir ésto, sacó un pequeño peine y corrigió a Tony el pelo. Regresaron a «Academia-Film» antes de las cuatro. Fueron los primeros en sentarse en los bancos que encuadraban la sala de clases, y doña Luisa vió poco más tarde que los alumnos eran todos muy jóvenes. En días sucesivos pudo observar que los jóvenes que gastaban un fino bigote eran solicitados por el director para interpretar el papel del «seductor Alberto». En cambio, los otros alumnos que no usaban bigote hacían todas las tardes de «esposos de Rosa». Estas observaciones causaban en doña Luisa un efecto maravilloso, aunque a veces la llenaban de confusión.

También observó que de las tres señoritas que había en «Academia-Film» solamente la más delgada y menos simpática, una señorita de rostro extrañamente bello, era la que tenía que ensayar el papel de la «cantante Vera Bellini». Las otras alumnas, que a doña Luisa le eran extraordinariamente simpáticas, no salían del centro de la sala más que cuando había que hacer el papel de Rosa cosiendo de espaldas a la puerta por donde tenía que entrar el «seductor Alberto», y más tarde, el «esposo sorprendido».

3

En aquella primera tarde en que Tony debía de empezar sus lecciones, las clases no se dieron hasta las cuatro y media. De este retraso fué culpable el alumno Ramón Díaz. Este había entrado en la cocina con un paquete. Al regresar a la habitación donde aguardaban los alumnos, José Sancho notó en doña Luisa como mi gesto de franca impaciencia. Entonces se fué directamente a ella.

—Les voy a presentar a ustedes—dijo para todo el mundo— al pequeño Tony. Esta academia necesitaba un gran artista infantil.

Sin prestar demasiada atención al cambio de saludos, José Sancho se puso a liar un cigarro. Mientras tanto, doña Luisa dijo algo al oído de Tony. Este empezó por el alumno que tenía más cerca, hasta dar la vuelta al pequeño salón. Más de diez veces se le oyó repetir esta única pregunta: «¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted?...»

Con el cigarro encendido, José Sancho mandó a su hermano que buscara el «guión» número cuatro. En cuanto tuvo en sus manos el cuaderno, levantó la voz y comenzó a dar consejos, hasta que consiguió hilar este pequeño discurso:

—Es conveniente que ustedes no olviden nunca que el cine es un arte de sombras —esto último pertenecía a una revista profesional—. Un arte...; en fin, ustedes me entienden perfectamente. Creo que en Norteamérica andan tras de inventar la película parlante. Dudo que esto llegue a ser una realidad. El cine es y debe de ser un «arte de sombras». Por tanto, acostúmbrense ustedes a no exagerar los movimientos y a no hacer los gestos demasiado expresivos. Si el cine es «un arte de sombras...»

Se dió cuenta que su hermano le hacía una señal desde la puerta que comunicaba con el despacho y dejó de hablar.

Jacinto no dijo nada hasta que su hermano se acercó a la puerta. En ese sitio explicó:

—Ahí aguarda un caballero que quiere hablar con el «director». Me ha dicho «que le trae algo muy importante».

José Sancho no quiso averiguar más detalles y pasó a su despacho. De pie aguardaba un hombre de unos cincuenta años. Como el visitante estaba en una zona de sombra, José Sancho no observó un traje bastante usado y unas botas incapaces de resistir más tiempo. El caballero gastaba una barba encanecida y su rostro mostraba un cutis enfermo, como de hombre a quien no da nunca el sol. Unos ojos azules, muy brillantes, miraron a José Sancho con ansiedad.

—Caballero... —dijo finamente José Sancho.

—Nada de caballero —respondió el visitante—. Me llamo Francisco del Pozo. Ahora quiero hablarle de algunos asuntos. Creo que podríamos hacer por lo menos dos buenas películas. Por lo pronto yo ya tengo los argumentos.

—¿Es usted escritor? —preguntó José Sancho desilusionado de que aquel hombre no fuera un capitalista.

—No, señor; pero he sufrido mucho. No he traído mis libros, pero en casa guardo los argumentos. —Y sin dejar el tono casi severo con que se expresaba, añadió—: Conozco mucho la vida; he estado en la cárcel y en el hospital. Si usted quiere, puedo traerle mis argumentos. Además, nos podemos ahorrar algún dinero. Yo puedo interpretar un papel. Toco un poco el piano y todavía conservo mi voz.

José Sancho hizo un movimiento de nerviosidad. Buscando una manera rápida de acabar la entrevista, propuso:

—Quedamos en que usted ha de traerme esos argumentos. Aunque lo que aquí nos hace falta es dinero para hacer películas —confesó al final casi en pleno disgusto.

—Uno de mis argumentos —explicó el otro— es muy apropiado para hacer un buen film. Solamente que la vida es muy dura con uno... Hoy, por ejemplo, yo no he comido. ¡Todo está tan mal!

José Sancho meneó la cabeza como si le molestara el estado del visitante. Como no había tiempo que perder, dejó al argumentista en medio del pasillo y marchó a la cocina para meter en un trozo de pan dos filetes empanados. Envolvió todo en un periódico y regresó.

—Aquí tiene usted un poco de comida. Esto lo va a dejar como nuevo.

El visitante no llegó a coger el regalo. Miró despreciativamente y confesó en un tono agrio:

—Yo no soy un mendigo. Por lo visto usted se ha equivocado.

El hombre echó a andar con sus botas sin tacones y todo su dolor se exteriorizó al cerrar la puerta. El golpe fué seco y significativo.

En el centro del pasillo José Sancho manoseó el envoltorio de los filetes, hasta que, dando media vuelta, hizo un viaje a la cocina y dejó en el fogón lo que había rechazado el hombre de los argumentos. Para alejar de su cabeza la inquietud que le había provocado el visitante con su inesperada despedida, tomó un bocado y bebió un vaso de vino. Cuando apareció entre los alumnos se estaba ensayando la escena de «Rosa y el seductor Alberto».

4

José Sancho llegó adonde estaba su hermano y, suspendiendo la escena, dijo para todos:

—Muy pronto van ustedes a trabajar en una película. Acaba de estar conmigo un señor para pedirme que le haga un presupuesto de un film que no cueste mucho dinero.

En la gente hubo un murmullo feliz. Jacinto Sancho miró a su hermano detenidamente.

—Es necesario —agregó el director— que ustedes se corrijan de algunos defectos. El cine no es el teatro —también esto pertenecía a una revista profesional—. En el teatro hay que exagerar los ademanes para que el público de general coja los gestos de los actores. En el cine ocurre todo lo contrario; los gestos tienen que ser suaves y lentos.

En un rincón doña Luisa y Tony escuchaban como si lo que decía el director fuera a resolver grandes cosas.

—Ahora, continuemos con los ensayos —aconsejó todavía—. Hay que estar preparados. Empezaremos mucho antes de lo que ustedes se figuran.

Dió orden de proseguir, y hasta las seis de la tarde en «Academia-Film» no se dejó de trabajar. Los alumnos obedecieron al director como pocas veces lo habían hecho. Hasta doña Luisa, en las escenas de la sala de juego, fingió que era una dama que acompañaba a la célebre cantante Vera Bellini. La idea partió no del director, sino de ella misma, que, subyugada por aquel movimiento, se acercó a José Sancho y pidió un modesto «papel». El director necesitó inventar un personaje para que doña Luisa pudiera ir de un lado para otro. En cambio, Tony no llegó a tomar parte en ninguna escena.

El regreso a la calle de Toledo se hizo muy despacio. En la plaza de la Cebada Tony esperó a que doña Luisa comprara un kilo de fruta. Las manzanas estaban un poco averiadas, pero en cambio sólo costaron quince céntimos. También se compró carbón y pan. Antes de llegar al portal de la casa apresuraron sus pasos. Había que evitar las burlas de los chicos que jugaban junto a la puerta. Estas burlas se referían siempre al pelo excesivamente largo de Tony. Doña Luisa saludó a la portera y marchó tras cíe Tony, que ya montaba ligero los viejos peldaños de la escalera.

Una vez que doña Luisa cerró la puerta de la buhardilla, dejó los paquetes encima del fogón para sentarse y descansar del esfuerzo hecho en la escalera.

Cenaron sobre las ocho de la noche. Con las manzanas doña Luisa había hecho un dulce muy del gusto de Tony. Una especie de mermelada en la que daba gusto mojar trozos de pan. Esta fué la cena. Tony llegó a acabar su parte y doña Luisa le cedió de su plato un poco de dulce. Observó cómo

Tony masticaba este último resto de comida y preguntó muy interesada:

—¿Cuánto dijo que tenía Charlot? ¿Cien millones?

Tony no supo contestar. Apenas recordaba la explicación que había dado el director en el despacho de «Academia-Film». Tony pensaba en otras cosas. Una de aquellas cosas la llevó a cabo inmediatamente, acercándose a la ventana de la buhardilla. Miró lejos y contempló muchas luces brillando más allá de la Puerta de Toledo. De abajo, de la calle, llegaban timbrazos de tranvías. Escuchó los gritos de los vendedores de periódicos y no se atrevió a solicitar diez céntimos para comprar un diario de la noche sabiendo que «doña Luisa le habría explicado que aquello era tirar el dinero». También pensó Tony que abajo estaban jugando unos chicos. Llegó a escuchar sus voces y esto le produjo malestar. Cuando se quitó de la ventana observó a doña Luisa removiendo su pequeño colchón. Tony creyó que se fatigaba de aquel trabajo y corrió a ayudarla. Luego se acostaron. Primero Tony, y, mi poco más tarde, lo hizo doña Luisa. Antes tuvo necesidad de fregar los cacharros que habían sido utilizados en la cena. Divididos por la cortina, esperaron que el sueño los venciera en aquel silencio obscuro que danzaba del dormitorio ai fogón y del fogón al dormitorio. Tony no tardó en cerrar los ojos. Cuando doña Luisa le preguntó qué le habían parecido las lecciones de «Academia-Film», del otro lado de la cortina no llegó más que una suave respiración.

A las tres de la mañana doña Luisa estaba con Charlot en «Academia-Film». Cosa extraña era que Charlie Chaplín se parecía enormemente al director José Sancho. Ella se hallaba sentada con Tony cuando Charlot la hizo proposiciones para que tomara parte al lado de la cantante Vera Bellini. A cambio de esta actuación, un hombre desconocido para doña Luisa, le entregó cien millones de pesetas. Doña Luisa empezó a coger billetes durante horas y horas... Todo el mundo se fué marchando de «Academia Film». Hasta Charlot... Hasta el mismo Tony...; pero ella continuó guardando billete tras billete en un trabajo sin fin y sin reposo.

III: MANUSCRITO DE ÁLVARO GIMÉNEZ

1

Mañana por la mañana empezaré a desenvolverme en mi nueva situación. Una situación poco agradable. Sin embargo, en cualquier momento podría justificar el haber dado este paso, que ha escandalizado a mis compañeros de redacción, y que, desde luego, ha sacado de quicio a mi antiguo director. Ya que hablo de justificar, quiero decir algo de lo que me ha obligado a abandonar mi profesión de periodista. La gente no sabe bien lo que es un periodista. No me refiero a los periodistas que firman sus artículos, que comen con los ministros y que, a veces, son nombrados gobernadores civiles. Hablo de esos periodistas obscuros que van de un lado para otro con sus zapatos decentemente viejos. Esos periodistas... En fin, lo cierto es que mañana yo debo madrugar. Tengo todo preparado. Se trata de un pantalón y una americana de mangas destrozadas. He aquí mi nuevo uniforme. Vestido con este traje no tendré que preguntar todas las mañanas por la salud de la esposa del director, ni como están los niños del redactor-jefe. Declaro que estoy envilecido. En dos años no he cesado de llamar ilustres o insignes a unos cuantos cretinos que hacen teatro o arte para facilitar la vulgar digestión de los públicos «distinguidos». Durante dos años me he puesto de rodillas ante la robusta tontería nacional. Todo esto es cierto. Mas ahora es como si fuera hacerme de nuevo. A partir de mañana voy a ser otro hombre. Un hombre que va a ganar su comida sin necesidad de preguntar al señor ministro de Agricultura qué opina sobre «la cuestión del trigo».

Por último, he aquí la noticia. Desde mañana empiezo a trabajar como peón de albañil.

2

Yo estaba harto del periódico mucho antes de buscarme este nuevo trabajo. Ya no podía aguantar aquel salón donde nos movíamos los redactores. Mis compañeros eran unos terribles iconoclastas dispuestos a negar el excelente «orden» capitalista. Sin embargo, en los dos años que he estado en el periódico he visto desfilar por la redacción a mucha gente nueva. Los «otros» han logrado colocarse en diarios bendecidos por Su Santidad.

El único que no abandonó aquella redacción fui yo. Esta fidelidad al periódico no pasó desapercibida para el director. El hombre quiso protegerme, y lo realizó a su manera. En adelante todos los domingos estaba invitado a comer con el jefe. Lo grave era lo que venía después de la comida. De tres a siete de la tarde yo tenía que jugar a las cartas con la mujer del director. Una vieja pintada y gruñona, a la que no era conveniente ganar en ninguna clase de juego. Mientras se sucedían las partidas, el director marchaba a otra habitación a tocar óperas italianas.

La vieja me hacía trampas. Puedo asegurar que de haber seguido visitando la casa del director es posible que hubiera acabado de mala manera. Pero no quiero continuar este embuste. Es preferible contar la verdad aunque mi papel quede un poco lamentable. La última tarde que visité la casa del director no pude sujetar mis nervios y ocurrió el incidente. Detallaré el suceso todo lo posible por si consigo hacer «razonable» mi grosería. Desde luego, hubo agresión, pero no una agresión grave. En la casa estábamos el director, su mujer y yo. La criada había salido de paseo, no teniendo que regresar hasta la hora de la cena. El director fué en busca de sus óperas italianas, quedando yo con la dama. Nota importante es que yo jugaba dinero, y este dinero me lo daba el director «generosamente». Mi jefe conocía muy bien el aspecto moral de su esposa, por lo que sabía que aquellas cinco o seis pesetas que me regalaba no iban a tardar en pasar a poder de su mujer.

Jamás logré llevarme en el bolsillo ni una sola peseta. La dama jugaba hasta que yo no tenía un céntimo. En ese momento ella alegaba que le dolía la cabeza o bien salía al jardín para «regar sus tiestos».

Aquella tarde empezó el juego sobre las tres y media. A las cinco yo había perdido seis pesetas regaladas por el director. Aparte de esta cantidad, yo tenía en un bolsillo dos pesetas con cincuenta céntimos para pagar mi cena de aquella noche. A pesar de saber lo de las trampas, y de tener la absoluta certeza de que la mujer del director no iba a consentir el que las cartas se inclinaran de mi parte, arriesgué mi poco dinero. Ella pareció que adivinaba que aquella exigua cantidad me era imprescindible, porque empezó a jugar con gran entusiasmo. Una vez dadas las cartas, reflexioné que solamente un milagro podía ayudarme a ganar. Estuve a punto de retirarme, y no lo hice. En la primer partida la dama cayó en un renuncio descarado. Quise atacarle las cuarenta en copas y ella simuló que no las tenía. Le descubrí la trampa, y aquí empezó la discusión de la tarde. A los gritos de la señora acudió el director, consiguiendo aplacar el escándalo. Luego, regresó a su pianola. Continuada la partida, la dama me ganó el juego utilizando sus vergonzantes cuarenta en copas. Mis dos cincuenta quedaron reducidas a setenta y cinco céntimos. Dispuesto a rescatar el dinero de la cena, puse un gran cuidado en las jugadas. Cuando ya tenía la partida a mi favor, ella se levantó con el pretexto de ir al «W. C.». Dejó sus cartas sobre la mesa y yo esperó con las mías a que volviera. Cuando apareció, me observó recelosamente, y con una cínica naturalidad dejó caer estas palabras: «¿Por qué me ha mirado las cartas?»

He aquí su gran argumento para no acabar el juego e inutilizar los tantos que yo tenía a mi favor. Aquello era demasiado y protesté enérgicamente, alegando que tenía más del doble de tantos que los que ella había hecho. Razoné cuanto pude, pero la esposa del director me contemplaba impasible, como dispuesta a no ceder. Viendo que era inútil mi explicación, levanté la voz y dije: «Sabe usted muy bien que la razón está de mi parte. Usted ha salido de aquí para venir con su «truco» de que yo he mirado sus cartas.»

La esposa del director se agitó sorprendida, pero lo hizo como una mediana actriz. Esto me excitó más de lo que estaba y proseguí, incluso utilizando palabras inferiores: «Estoy harto de ser su víctima —la mujer abrió los ojos y yo continué—:

Es inútil que ponga esa cara de susto. Es usted una tramposa dispuesta a todo. Hasta a ganarme el dinero de la cena de esta noche.

La mujer fingió que no podía resistir mis últimas palabras, y debatiéndose en un grito histérico, se desmayó, pero buscando con la mirada un sitio blando donde caer.

Entonces apareció el jefe. Contempló el cuadro, y sin decir nada, se arrodilló ante su mujer. Yo tenía idea de que los desmayos femeninos solían durar unos minutos y de que había que emplear sales o agua de azahar. Sin embargo, la dama abrió los ojos, y en un tono impropio de una mujer debilitada por un desmayo, pidió agrandes gritos: «¡Echa de aquí a ese salvaje! ¡Me ha insultado! ¿Lo oyes bien? ¡Qué vergüenza! ¡Dios mío! ¡Si mamá hubiera visto esta escena!» —dijo al final, lloriqueando con unos ojos secos.

El director explicó que yo no era un caballero; me habló de la moral y de otras cosas que no entendí bien debido a mi estado de confusión. Y satisfecho de sus palabras, terminó echándome de su casa.

Al día siguiente fui al periódico, me dieron unas pesetas, y por encargo del director me comunicaron que no volviera más por la redacción.

3

Como era de esperar, el dinero me duró poco tiempo. En cuanto no pude pagar a la patrona decidí buscar trabajo. Desde luego, nada de redacciones. El periódico pudre de una manera lenta. Y cuando un periodista llega a ser llamado «maestro del periodismo», entonces ese hombre es como la gran bestia estúpida.

Lástima que mi situación haga pensar que opino bajo una presión de envidia. Es verdad que yo no he demostrado aptitudes brillantes en el periodismo; pero esta mala suerte es debida principalmente a mi «modo» de reaccionar ante las cosas.

No quiero ocultar que mi ex director trató alguna vez de encauzarme para que yo pudiera llegar a ser un gran periodista. Sus consejos venían todos a terminar en que era necesario que comprendiera que no se deben atacar «ciertas cosas», puesto que «todo son intereses creados».

4

He encontrado este trabajo gracias a un pariente de mi madre. Se trata de un modesto contratista de obras, a quien mi petición de ser admitido como peón de albañil no ha dejado de causarle algún estupor.

A las siete y media de mañana tengo que estar en su casa para recoger algunas herramientas. Después marcharé a la obra. Mi pariente es un hombre endurecido por el trabajo. Aunque sus aspiraciones son las de llegaY a construir grandes edificios, por ahora tiene que conformarse con levantar casas de uno o dos pisos. Cuando le hice la visita me aconsejó que buscara trabajo en los periódicos —seguramente tenía la idea de que yo era un hombre «listo»—, y hasta se me ofreció para hablar a un amigo con el fin de meterme en una oficina. Al comprender que lo único que yo deseaba era trabajar como obrero, dejó de hablarme de los periódicos y de su amigo. Entonces se puso a hablar de mi madre. Empezó recordando que él había jugado con ella cuando los dos eran niños. Como notara que esta explicación me hacía su efecto, redondeó su recuerdo hasta confesar que fué novio de mi madre mucho antes de que la conociera mi padre. Después se habló de lo referente al trabajo, explicándome mi pariente que el ramo de la construcción iba cada vez peor debido a las exigencias de los obreros y a la carestía de los materiales.

«No sé dónde vamos a parar», terminó diciendo poco antes de que yo saliera de su casa.

5

La obra se halla al otro lado del Puente de la Princesa, en un barrio llamado de Usera. Cuando llegamos, seis hombres están descargando de un carro cubos, palas y picos. Ya han dejado en el suelo dos carretillas y algunos tablones para formar los andamios. Mi pariente se dirige al encargado, y entre los dos toman unas medidas sobre la tierra, en la que verdean algunos brotes de hierba. A nuestro alrededor no hay ninguna casa edificada. A unos cien metros de nosotros tres vacas pacen bajo la vigilancia de un muchacho. La mañana va a transcurrir en medio de este limpio silencio que hace que las voces de mi pariente y el encargado tengan una sonoridad especial.

Estoy vestido con mi traje viejo y aguardo el que me manden empezar. El momento llega en seguida. El encargado nos reparte el trabajo, y yo empiezo a maniobrar con un pico sobre la tierra húmeda. Mi pariente se marcha en cuanto deja todo ordenado. Aparte de las zanjas para los cimientos, tenemos que hacer un vaciado de cuatro metros, donde ha de quedar construido el sótano. Sin dejar de picar, me voy enterando de estas cosas. También me entero que, cerca de aquí, hay una taberna donde puede comerse por un precio muy arreglado.

Mientras descanso, el que está detrás de mí aparta con la pala la tierra picada. En estos dos o tres minutos respiro mi fatiga y veo a lo lejos la silueta de Madrid. Por la parte de la derecha brota de entre los edificios el cuadrado rojo de la iglesia de Santa Cruz.

Mi compañero termina su trabajo y yo vuelvo a picar. Empiezo a sentir dolor de cabeza y un gran cansancio. Una hora después en las manos se me revientan unas ampollas hechas por el astil del pico. Sin embargo, sigo mi trabajo hasta que noto que tengo sangre. Ahora hago un supremo esfuerzo para continuar. Por otra parte, el dolor de cabeza va en aumento. Un dolor que casi me produce ganas de llorar y que sólo desaparece cuando estoy erguido. Hay un instante en que creo que voy a abandonar el trabajo. Sin tener bastante tierra picada me aparto a un lado. Mi compañero se da cuenta de mi situación y me dice:

—¿Es la primera vez que hace esto?

Respondo con la cabeza y, casi tambaleándome, trato de alzar el pico para clavarlo en la tierra. Quiero impedir que el encargado cuente a mi pariente mi debilidad, y aprieto el astil con mis manos llagadas. Hundo el pico docenas de veces pensando que por fin llegará mediodía; un mediodía falto de sol, donde yo podré descansar una hora.

6

Por la noche no he tenido fuerzas para levantarme a cenar. Estoy deshecho, a pesar de las fricciones de alcohol que me he dado por todo el cuerpo. Cuando he cogido el sueño, ya no despierto hasta la mañana siguiente. A las seis y media me incorporo en la cama y me pregunto si no debo buscar otra clase de trabajo. Me acuerdo de los dolores de cabeza. En cuanto a mis manos, no necesito mirármelas para asegurarme que están hechas una lástima. Al lavarme, el agua enjabonada me escuece en las heridas. Termino de vestirme sin una segura noción de lo que voy a hacer, y salgo del piso.

Camino del Puente de la Princesa pienso en muchas cosas. Puede que todo el pequeño sistema filosófico de mi vida se halla modificado en esta mañana en que no he querido utilizar el tranvía para de esta manera poder manejar convenientemente mis ideas. En esta mañana he tenido bastante tiempo para asegurarme que lo importante por ahora es resistir.

Me produce contento el que anoche mi patrona no ocultara su alegría al saber que yo ya había encontrado trabajo. Para no alarmarla no la he dicho la verdad sobre mi nueva profesión. En el fondo ella es lo mismo que mis ex compañeros del periódico y piensa exactamente igual que mi antiguo director.

Cuando la sirena de la fábrica del gas anuncia que son cerca de las ocho, estoy a unos pasos de la obra. Soy de los primeros en llegar. Mi pariente está hablando con el encargado y me saluda levantando un brazo. Le devuelvo el saludo, pensando que este hombre ha sido novio de mi madre, y que mi madre murió hace nueve años. Un pequeño acontecimiento, desde luego.

IV: UN COMPAÑERO DE CLÍNICA

1

Después de trabajar en las construcciones de mi pariente durante ocho meses, hoy he tenido que dejar la faena por haberme lesionado en un pie. La herida no es grave. Sin embargo, un compañero me lleva a una Casa de Socorro. Después de la cura mi acompañante se marcha a la obra, y yo tomo un tranvía para regresar al centro de Madrid y recoger en la clínica que depende de la Sociedad de Seguros mi baja como accidentado.

Cuando salgo de la consulta son las cuatro de la tarde. Lo primero que hago es comprarme unas alpargatas. Me coloco una en el pie herido, y con mi pequeña cojera me dirijo a casa a descansar.

Siempre he tenido cierto asco al tópico; pero ahora no puedo negar lo de «A pequeñas causas, grandes acontecimientos». Mi accidente del pie va a cambiar totalmente mi forma de vida. Quiero adelantar que va a su cederme algo imprevisto, y, sobre todo, que ya he terminado como peón de albañil. Un nuevo modo de existencia viene a suceder al que acabo de dejar. Todo esto ha sido originado por uno de los que van a curarse a la clínica. Se llama simplemente Felipe. Se trata de un hombre de unos cuarenta y cuatro años. Un hombre gordo, casi redondo, aunque parte de esta gordura sea artificial. Felipe tiene siempre la barriga envuelta en vendajes. Nunca me aclara cuál es su enfermedad. Posiblemente se reduce todo a una hernia mal curada. Ordenando nuestras conversaciones, he sacado en consecuencia que Felipe explota desde hace tiempo un gran truco que le permite cobrar como accidentado en una Compañía de Seguros. Felipe desarrolla sus actividades de esta manera: Suele buscar un empleo cualquiera, y a los pocos días de ser admitido procura que lo del vientre se le ponga en malas condiciones. En cuanto obtiene la baja, busca un nuevo empleo y repite lo del accidente. A veces cobra dos seguros, y esto le basta para vivir sin grandes preocupaciones. El ha sido mi cómplice en el asunto de la «mosca de Milán». Pero no adelantemos los acontecimientos.

Hay algo raro en Felipe, y es que nunca me habla de su vida. No sé si está casado o si tiene hijos. Tampoco he podido averiguar dónde vive, y lo más característico en Felipe es su forma de reír. Una risa rota, en la que se contemplan sus escasos dientes, faltos de higiene. Cuando ríe, Felipe descubre que sólo engaña a las poderosas Compañías de Seguros. A su modo, Felipe es un anarquista. Su fuerza disolvente reside en su barriga, o, mejor dicho, en esa tripa misteriosa que casi sale al exterior en cuanto los negocios se le ponen feos.

Me parece bien el que Felipe no quiera confesarme nada de su pasado. En cuanto a lo de la «mosca de Milán», reconozco que la demostración ha sido magnífica. El acierto corresponde enteramente a Felipe. El procedimiento ha sido puesto en práctica con un resultado eficaz, y confirma que el hombre humilde tiene también su recurso para atacar la gran edificación del capitalismo.

Felipe usa de sus «habilidades», porque sabe muy bien que cincuenta años de fidelidad al amo o al patrón vienen a tener como premio unas trescientas sesenta y cinco pesetas anuales.

2

Hoy se me ha hecho la última cura. El médico afirma que dentro de cuatro o cinco días podré empezar mi trabajo. Quedo en volver a la clínica para recoger el alta. Al salir encuentro a Felipe en el gabinete de visitas. El ya ha sido revisado, y ahora me pregunta cómo marcha lo mío.

No le digo nada hasta que estamos en plena calle. Cuando le explico que a fines de semana me van a dar el alta, Felipe frunce el ceño como si mi curación fuera una mala cosa.

—¿Tienes mucho interés en empezar el trabajo? —me pregunta, mirándome el pie derecho.

—Es la única manera de poder comer.

—Con eso —y rae señala el pie— todavía puedes aguantar un mes.

—¡Pero si estoy curado! —afirmo, con la seguridad de que ya piso sin sentir ninguna molestia en la parte de la herida.

Felipe suelta una palabra, sin que yo entienda lo que ha querido decir.

—Bueno, has lo que te parezca —rae dice más tarde—. En tu caso yo haría otra cosa.

En una taberna de la calle de la Cruz Felipe me invita a comer calamares. Pasamos a un pequeño salón donde hay bastante público comiendo pescado frito y bebiendo vino. A Felipe le sienta bien este ambiente. Mientras mastica calamares mira por todos lados con su cara redonda y esboza una brillante sonrisa. De vez en cuando aparece en el salón un vendedor de cacahuetes, de torraos y de bacalao crudo. También nos ofrece lotería un hombre contrahecho.

—Te advierto —empieza Felipe, en un descanso de su masticación— que nadie puede descubrirte el truco. Basta con que te lo pongas un día antes de ir a la clínica.

Le dejo que añada toda clase de pormenores a lo de prolongar la curación de mi herida, y puedo observar que Felipe encuentra un gran placer en fomentar estas falsificaciones que tan poca gracia han de hacer a las Compañías de Seguros.

—Por lo menos tendrás para un mes —afirma lleno de competencia—. Un mes en que puedes tomar el sol y pasear.

Se da cuenta que lo de tomar el sol y pasear me ha hecho su efecto, y termina:

—Ahora, al salir, compraré el parche. Eso se llama una «mosca de Milán».

Intenta pedir más vino, pero yo le aconsejo que salgamos de la taberna. Siento verdadera curiosidad en conocer qué es eso de la «mosca de Milán». Por otra parte, acaba de entrar en la taberna un periodista conocido. Mientras paga Felipe, observo que el periodista busca la manera de que yo rae dé cuenta de su presencia. Con mi falsa distracción le impido el hacerme reproches sobre mi conducta.

Marchando hacia la puerta, el periodista trata de ponerse delante de nosotros. Entonces lo miro fijamente, y cuando él espera con una sonrisa el que le pregunte sobre sus «actividades literarias», yo rae dirijo a Felipe para decirle cualquier cosa acerca de «la mosca de Milán»,

3

Anoche fué Felipe el que me colocó el parche. Ahora, al levantarme, me observo la parte del talón donde tengo puesta una cantárida del tamaño de una moneda de dos pesetas. Según las órdenes de Felipe, no he de quitarme el parche hasta una hora antes de ir al médico. Cuando llega este momento, me lo desprendo con cuidado y entonces descubro que sobre el sitio donde tuve la herida se ha formado una ampolla de un color amarillento.

Otro consejo de Felipe es que me quite con alcohol las huellas o residuos que haya dejado el parche. Realizado todo, me voy a comer, y sobre las cuatro me dirijo a la clínica.

Cuando me quito el calcetín, el médico y los practicantes miran extrañados el proceso que ha tenido la herida en cuatro días. Sobre todo, el médico me contempla preocupado.

—¿Cómo tiene usted así la herida? —pregunta lleno de desconfianza.

Hago un movimiento de hombros para dar a entender que no tengo idea de nada.

El médico suelta un gruñido, pide unas tijeras y unas pinzas, y, sin ningún miramiento, corta alrededor de la ampolla, para después aplicarme una pomada blanca.

—Le advierto —aconseja el médico de mala gana— que no estoy dispuesto a que se me gasten bromas de esta clase.

A punto de abandonar la clínica, un practicante le dice a un compañero de manera que yo coja bien sus palabras:

—Estos sinvergüenzas debían estar en la cárcel.

Escucho el comentario y hasta miro al practicante con una fría admiración. En una silla está mi gorra; la cojo y salgo del gabinete aumentando la comedia de mi pie herido.

En una esquina de la calle de Leganitos me aguarda Felipe. Mientras me acerco al sitio de la cita, pienso en el comentario del practicante. Para este hombre yo soy un tipo inmoral. Sin embargo, cuando estoy a unos pasos de Felipe, éste me sonríe de muy buena gana. Bajo su larga chaqueta reposa su vientre fecundo en falsificaciones.

—¿Te ha ocurrido algo? —pregunta Felipe.

Le relato lo sucedido y hasta lo dicho por el practicante. Felipe no da la menor importancia y me agarra de un brazo para echar a andar.

—Te voy a dar una noticia —empieza con gran contento—. Ayer estaba yo en el café cuando se me acercó un señor y me propuso si quería tomar parte en una película. Me ha citado para mañana por la tarde. Si me acompañas te presentaré a ese señor. Creo que necesitará comparsas. A mí —confiesa casi con vanidad— me van a dar un papel importante.

Acepto su ofrecimiento, y quedamos de acuerdo para ir juntoa a visitar a ese señor. Felipe se despide satisfecho y se aleja.

Yo estoy parado en medio de la acera. No tengo nada que hacer y no sé dónde meterme en esta última hora de la tarde. Me dirijo hacia la plaza de Oriente. Después de cruzar la calle de Bailén, entro en el gran patio de Palacio, donde los soldados celebran por las mañanas el relevo de la guardia. Me acerco a los balcones que dan a la parte del Campo del Moro. Agrandado por el crepúsculo, el sol empieza a ocultarse al final de la Casa de Campo. Va faltando la luz y la línea de la Sierra del Guadarrama tiene ya un color morado. Por la parte de la estación del Norte el humo de las locomotoras asciende sin prisa a un cielo teñido por colores débiles.

«Estos sinvergüenzas debían estar en la cárcel.»

Un viento flojo me trae olores de vegetación, y las formas de las cosas se van dulcificando en la obscuridad. A mis espaldas alguien pasea de una forma regular. De un momento a otro el centinela va a comunicarme que ya no es hora para el público.

En la estación del Norte tomo un tranvía. Un cuarto de hora después desciendo en la ronda de Atocha. En la acera de la derecha hay un edificio adonde el alumbrado público llega con poca fuerza. Cruzo una verja y paso al interior. El templo está casi a obscuras y apenas puedo orientarme por la luz que viene del altar mayor. Cerca del púlpito hay dos viejas hincadas de rodillas.

No soy creyente. Sin embargo, esta visita no es una novedad para mí. Suelo estar cerca de una hora. He olvidado decir que esta iglesia es muy pequeña y que sus visitantes no dejan a la puerta chófer, lacayo y automóvil.

Confesé antes que no soy creyente. Todo lo más, soy un poeta fracasado.

V: «FILMS ROCAMORA»

1

Hasta aquella tarde en que Felipe fué abordado en un café, la razón social «Films Rocamora» había producido tres películas. Este material cinematográfico dejaba una gran ganancia, puesto que los gastos quedaban reducidos a pocas pesetas, gracias a las habilidades del señor Rocamora. Para comprender con claridad por qué estos filvis producían aquellas ganancias, es necesario explicar cómo el señor Rocamora había organizado su sistema de trabajo. Primeramente revelemos que el señor Rocamora tenía como operador tomavistas a un hombre de pocas aspiraciones. El «cameramen» había recibido unas cuantas lecciones sobre fotografía en los días en que el señor Rocamora lo tenía como contable para sus negocios teatrales. Rodríguez —el contable, secretario y operador del señor Roca-mora, era llamado simplemente Rodríguez— caía muy útil en aquella casa.

Rodríguez cobraba por sus innumerables aptitudes un sueldo de doscientas cincuenta pesetas mensuales. A cambio de este dinero, Rodríguez tenía que buscar artistas, maquillarlos y después fotografiar las escenas.

Entre las gratificaciones que recibía el operador estaban los trajes usados del señor Rocamora y las palabras referentes a un aumento de sueldo. A Rodríguez nunca se le oía una protesta, pero tampoco fué posible ver en su cara un gran contento. Cuando hablaba, nunca el tono de su voz se elevaba demasiado. Todo lo hacía silencioso y procurando no meter escándalo. Rodríguez era eso que llaman un hombre sin carácter.

En cambio, el señor Rocamora gritaba cuando era necesario; pero su palabra se hacía muy dulce en el momento de escamotear algún dinero a los artistas que desfilaban por sus películas. De técnica cinematográfica el señor Rocamora sabía bien poca cosa. Todo lo hacía por lo que leía en las revistas de cine. Y ahora descubramos el sistema de producción del señor Rocamora.

2

En primer lugar, el señor Rocamora buscaba un argumento de público. En este argumento tenía que haber un torero. Si en la película anterior circulaba este personaje, entonces se incluía en el nuevo film a un bandido andaluz. Si el torero y el bandido andaluz ya habían sido utilizados, el señor Rocamora se decidía por un argumento donde nuevamente actuara mi torero. Quince días antes de empezar la película el señor Rocamora enviaba a Rodríguez a un periódico para que insertara este anuncio: «Jóvenes de ambos sexos. Vuestro porvenir está asegurado si os dedicáis al cine. En... (aquí venía el domicilio de «Films Rocamora») se os hará una prueba gratuitamente. Más de cien artistas contratados en menos de un año.»

La casa «Films Rocamora» se veía invadida por hombres y mujeres. Rodríguez los iba pasando al despacho del jefe, después de una escrupulosa selección. El señor Rocamora elegía lo que le era necesario, y al día siguiente efectuaba las pruebas. Estas pruebas se desarrollaban en distintos lugares; en una calle madrileña, en una taberna, en los alrededores de la ciudad o en algún pueblo cercano. Después de las pruebas, el futuro artista recibía amplios elogios del señor Rocamora. El celuloide impresionado en los ensayos era llevado a revelar, se sacaba una copia del negativo y el señor Rocamora, ayudado por Rodríguez, hacía el montaje de las escenas y de los títulos. La gran sorpresa era para los artistas que, veinte o treinta días después de haber hecho las pruebas, veían una película en la que ellos habían tomado parte. Lo admirable del señor Rocamora era aquella habilidad suya para calmar a los que acudían a protestar del engaño recibido en las pruebas. Tenía una voz tan persuasiva, que los principiantes se alejaban de la oficina con la ilusión de trabajar en la próxima película a cambio de excelentes honorarios.

En la «próxima película» el señor Rocamora repetía lo del anuncio, y por segunda vez realizaba su film sin haber gastado mucho dinero.

La fama de hombre de negocios que el señor Rocamora empezó a adquirir dió motivo a que un caballero de Valencia le ofreciera algún dinero a cambio de hacer una película cuyo asunto proporcionaba el nuevo socio de «Films Rocamora». El argumento tenía situaciones tan importantes como éstas: «Alberto Cabeza de Toro es un joven aristócrata de apuesta figura y vida licenciosa. Está enamorado de la linda hija de los marqueses de Peña Rubia, la señorita Carlota. Cabeza de Toro no puede pagar una deuda de juego, y cuando se dispone a pegarse un tiro aparece Carlota y se desarrolla la escena que es de suponer. Cabeza de Toro abandona su vida de antes y marcha a Marruecos para ingresar en la Legión extranjera. Después de brillantes hechos de armas, regresa Heno de cruces y, por fin, se casa con Carlota...»

3

—Aquí hay algunas dificultades —señaló el señor Roca-mora a su nuevo socio—. Tenemos que hacer las escenas de Marruecos, y esto costará más de lo que usted aporta para la producción de la película.

El socio hizo un gesto como si aquello le preocupara demasiado. En realidad, esta preocupación duró en él muy poco tiempo. El señor Rocamora salió en su ayuda con esta imprevista solución:

—Se me ha ocurrido una idea, y es que lo de Marruecos lo podemos hacer en la finca de un amigo mío. Esta finca se halla cerca de Leganés.

El socio vió que lo más difícil ya estaba solucionado. Entonces indicó, con ganas de que se le tomara la cosa en consideración:

—He pensado que una conocida mía podía hacer de Carlota.

Sacó su cartera y extrajo una fotografía. El señor Roca-mora miró sorprendido el retrato de una mujer de más de treinta años. La recomendada por su nuevo socio tenía un aspecto significativo de mujer muy madura, por lo que el señor Rocamora opuso algunas razones.

—Yo creo que esta señorita estaría mejor en el papel de la madre de Carlota. Observe usted que está demasiado gruesa, y, por otra parte, nadie va a creer que tiene veinte años.

—Perdone usted —alegó el socio con cierta firmeza—. Se trata de una gran amiga, y yo la he dado mi palabra de que sería la Carlota. Ella misma ha sido quien ha escrito el argumento. En cuanto usted la conozca podrá observar que se trata de una mujer excepcional.

—Yo no dudo de que sea muy inteligente —y el señor Ro-camora no dejó de percibir que su socio recibía de mala gana sus palabras—. Pero, en fin, podemos utilizar a esta señorita. Me parece que ha acertado usted al elegirla para el papel de Carlota.

El socio cabeceó sonriente y el señor Rocamora habló de otra modificación.

—En este argumento falta el personaje cómico. Al público le gusta reír y divertirse.

El socio quedó conforme en que se agregara a la película ««Ua sargento gordo», el cual tendría que hacer una serie de escenas regocijantes.

4

Doña Luisa, con el periódico en una mano, entró en la oficina de «Films Rocamora» acompañada por Tony. Rodríguez intentó cerrarles el paso, pero ella fué avanzando, hasta encontrarse frente al director.

—¿Qué le trae por aquí? —preguntó el señor Rocamora, creyendo que la mujer y el niño ya habían estado en aquella casa.

Doña Luisa hizo alusión al anuncio, pero el señor Rocamora explicó que ya estaba tomado todo el personal.

—¿Quiere usted que mi ahijado haga un ensayo? —pidió doña Luisa, esperando que la demostración fuera un motivo para que el director diera trabajo a Tony.

—No, ya es bastante con que me deje sus señas.

Doña Luisa hizo un gesto a Tony y después se dirigió al señor Rocamora.

—Ahora verá usted —Tony ya había empezado una de sus demostraciones—. Esto sería muy bonito en su película.

El señor Rocamora se dió cuenta de la escena y miró con acritud. En cuanto Tony hizo lo de coger un objeto de la mesa-despacho, doña Luisa propuso otra demostración. El señor Rocamora se acercó a doña Luisa y a su ahijado y los llevó hasta la puerta.

Salieron de la casa, siendo doña Luisa la primera en comentar lo sucedido.

Tony no dijo nada. Estaba totalmente abrumado. Como si de aquel fracaso solamente él tuviera la culpa. Dejaron el portal, y después continuaron juntos camino de la calle de Toledo.

5
(Manuscrito de Alvaro Giménez)

Felipe me ha hecho un calado en un zapato, y sin la nota deprimente de la alpargata, ahora nos dirigimos a la casa cinematográfica. A última hora he tratado de no acompañarle, pero Felipe ha sabido quitarme de la cabeza esta idea. Todos sus pensamientos convergen en que el cine es el gran negocio del porvenir.

—La prueba de que las películas dan mucho dinero la tienes en que todos los cines siempre están llenos.

Le dejo que continúe elogiándome el cine para yo poder pensar en mis asuntos.

Ayer he recibido una carta proponiéndome el ingreso en un periódico. Ya tenía que haber enviado la contestación. Sin embargo, todavía no he hecho nada. Estoy seguro de que si Felipe tuviera conocimiento de esta proposición me aconsejaría ahora mismo aceptar lo del periódico.

—Aquí debe de ser —y Felipe se para en un portal.

Subimos a un primer piso, y en cuanto Felipe es descubierto por un empleado, todo son facilidades para nuestra visita. El empleado se lleva a Felipe al despacho del director y yo espero hasta unos diez minutos. Poco más tarde veo de nuevo al empleado. Ahora soy yo el que marcha adonde está Felipe. Con él se halla un señor de aire desenvuelto. Se trata del director; Felipe se ha debido ooupar de mí, ya que el director me dice inmediatamente:

—Todos los primeros papeles están ya repartidos. No obstante, creo que habrá algo para usted. ¿Ha trabajado en alguna película?

Respondo que no. Entonces el director continúa explicándome:

—Es preferible que debute como comparsa para que se acostumbre a moverse ante la máquina.

Mientras el director se dirige a mí, Felipe sonríe complacido, queriendo demostrar la importancia de su papel.

—Tenga la bondad —me pide el director—. Vamos a esa habitación y le haré una prueba.

Felipe queda en el despacho en compañía del empleado. Ahora estamos en un gabinete. El director me coloca cara a la pared para darme esta explicación:

—Cuando yo le avise, usted se vuelve hacia mí. Figura que usted entra en su casa y entonces descubre que han matado a sus padres. ¿Sabe usted cómo es el gesto de dolor?

—No —suelto con la cara casi pegada a la pared.

—El gesto de dolor — revela desde su sitio el director— es juntar las cejas todo lo posible. ¿Ha visto fotografías de Cristo clavado en la Cruz?

—No recuerdo. Es decir, sí. Pero hace ya mucho tiempo...

—Bien; sepa usted que es necesario juntar las cejas. Primeramente se vuelve muy despacio. Debe usted abrir los ojos...; después los pone tristes..., y, por último, hace lo de las cejas.

El director da la señal. Yo rae vuelvo hacia él. Se trata de quedar lo mejor posible y empiezo el ensayo. El director sigue complacido el drama. Para que todo salga aceptable, me indica que arrugue el entrecejo. Yo no tengo más que espiar su gesto.

—Basta —casi grita el director—. Para ser la primera vez no está del todo mal.

Cuando aparecemos en el despacho, Felipe tiene la cara preocupada. Por lo visto temía por la prueba. En cuanto escucha los elogios que hacen de mí, Felipe se anima extraordinariamente. En estos momentos aparece el empleado seguido por unos jóvenes. El director los coloca en semicírculo y, sentado al otro lado de la mesa, dice para todos:

—El lunes tienen que estar en la Plaza Mayor a las siete en punto de la mañana. Necesitamos empezar por las escenas de Marruecos. Ustedes harán do moros. No olviden llevarse la comida —los jóvenes hacen un gesto de desagrado—; la casa no puede hacer muchos gastos —alega el director con una voz de conformidad.

Felipe, como actor distinguido, está discretamente apartado del grupo.

—¿Les han dicho algo sobre lo que van a cobrar? —pregunta el director mientras señala al empleado.

Todos dan muestras de que no saben nada. Entonces el director nos explica con la voz como recogida:

—Esto del cine está todavía muy verde. Todos tenemos que ayudar a la industria cinematográfica y ustedes son los primeros que tienen que cumplir ese deber. —En el grupo se hace un ligero movimiento, y el director termina con estas palabras—: Recibirán ustedes cuatro pesetas a condición de que pongan la comida. El tranvía hasta Carabanchel, y el regreso a Madrid, corre de nuestra cuenta.

Como era de esperar, todo el mundo acepta las condiciones. En el rostro de cada cual hay un deseo de hacer grandes cosas frente a la máquina tomavistas. Esto debe saberlo el director y el empleado. Los dos miran a la gente llenos de confianza.

Todavía se nos hace una última recomendación. Resulta que en la película hay unas escenas entre soldados españoles y enemigos moros. Nosotros somos los moros. El director nos pide que llevemos toallas. Nos aclara la cosa diciendo que basta con pintamos la cara y con que nos liemos a la cabeza una toalla para que se nos tome por rifeños. En cuanto a los trajes morunos no necesitamos nada, puesto que el director trata de ahorrar «gastos inútiles». Nos explica que los moros estaremos colocados detrás de una loma, y que únicamente asomaremos la cabeza.

Terminadas las instrucciones, los artistas inician el desfile. Ahora estamos Felipe, el director, un empleado y yo. A Felipe le dan una dirección para que vaya a probarse un uniforme de sargento. Después abandonamos el despacho. Felipe bambolea su vientre casi con satisfacción. Desde hace un rato ardo en deseos de preguntarle una cosa. Sospecho que su vientre va a jugar en la película un «papel» importante y desconocido para el director que lo ha contratado.

—¿Piensas accidentarte en la película? —le digo, seguro de que su respuesta va a ser afirmativa.

Felipe me responde en una larga explicación. Me habla de sus posibilidades como actor de cine, y termina:

—Me parece que ya he encontrado mi porvenir. Comprenderás que sería una tontería el accidentarme en un trabajo donde puedo llegar a ganar mucho dinero. Lástima que sea un poco viejo. Si yo tuviera tu juventud — y me mira de arriba abajo— llegaría muy lejos. Tú tienes por delante toda una vida, y yo ya estoy acabando. Esto mismo del vientre un día me va a dar un disgusto—y Felipe manotea sobre su abdomen.

Ahora recuerdo que no he contestado la carta donde me hacen proposiciones para ingresar en un periódico. Cualquier persona sensata me aconsejaría liquidar la herida del pie.

—Cuando yo tenía tus años —me confiesa Felipe con alguna pesadumbre— era sargento del ejército mejicano y pesaba cuarenta kilos menos que ahora. Sin embargo, aquí me tienes dispuesto a todo.

6

La película se ha realizado con el título Todo lo puede el amor.

Lo único interesante de este film ha sido el suceso del que ha participado Felipe. Ayer se celebró la primera exhibición de Tolo lo puede el amor en una prueba a la que solamente han sido invitados los artistas que han tomado parte en la película y algunos periodistas.

El pequeño escándalo ha estallado al salir en la pantalla las escenas del joven Cabeza de Toro cuando arriesga su dinero en una casa de juego. Alrededor de la mesa están algunos militares; pero antes explicaré lo que ha dado origen a que algunos espectadores hayan exteriorizado su alegría viendo hacer a Felipe «cierta maniobra» que no estaba escrita en el argumento de la película. El hecho es el siguiente: Hace un mes se filmaron estas escenas de la sala de juego. Yo actué de comparsa y fui colocado con otros artistas alrededor de una larga mesa. Cerca de mí estaban el protagonista y Felipe. Como no había fichas para simular las jugadas, el director mandó que nos entregaran a cada uno una pieza de cinco pesetas. Con el duro sobre el tapete verde cada cual fingía su postura, y al acabar las escenas se dió la orden de entregar el dinero. En aquel momento se originó algún escándalo, pues faltaron cuatro duros. No hubo manera de recuperarlos, ni de averiguar quiénes se habían guardado estas pesetas. Este acontecimiento ha estado mucho tiempo sin que nadie lo volviera a recordar, hasta ayer que el director mostró la película a artistas y críti-eos. La carcajada ha sido general en las escenas de la sala de juego, cuando todo el mundo ha visto cómo Felipe se guardaba, con un inútil disimulo, la pieza de cinco pesetas que tenía que haber entregado una vez acabada la escena.

Felipe no ha resistido la parte de «la sala de juego», y cuando encienden las luces algunos espectadores se dan cuenta de su desaparición. Procuro salir del cine antes que invadan los pasillos los que están comentando el suceso.

Una vez en la calle miro en varias direcciones. En un portal sobresale la curva de Felipe. Se nota que está vigilando mi salida. En cuanto me descubre deja el portal y viene a mi encuentro.

—La cosa no deja de ser una tontería—empieza en seguida, aludiendo a lo del duro—. Créeme que lo hice sin pensar...

Es inútil que Felipe ponga una cara triste y resignada. Sus ojos están burlándose de sus palabras.

—En fin de cuentas —todavía simula el justificarse—, yo hice lo mismo que los demás. ¿Quién se guardó los otros tres duros que faltan?

Hago un gesto de duda y Felipe pregunta de nuevo:

—¿Tú sospechas de alguien?

Y me contempla con unos ojos que expresan claramente: «Llevarse un duro no tiene esa importancia que le estáis dando. Un duro no es mucho dinero.»

VI: UNA TERTULIA

1

El café forma ángulo con las calles de Alcalá y Peligros. Al fondo del establecimiento hay un rincón donde acuden los artistas cinematográficos. Llegan a ocupar hasta cinco mesas, lo que supone la entrada de unos veinte clientes. De estos veinte clientes, unos cuantos toman café o consumen cualquier clase de bebida. Los otros no piden nada y suelen aparecer en la reunión con un retraso prudente. Estos últimos buscan su asiento sin el barullo del caballero que tiene para pagar su consumición. No se quitan el sombrero, y cuando acude el camarero (éste sabe lo que va a suceder), el que acaba de sentarse explica sonriente: «No me traiga nada. Me voy en seguida».

Si el camarero se decide a preguntar a otro de los que llegan retrasados, tiene que escuchar algo parecido a esto: «Muchas gracias. Acabo de tomar café en otro sitio.»

De los clientes que consumen, algunos pagan antes de abandonar el café. Sin embargo, siempre existe alguien a quien el camarero le cuesta trabajo cobrar.

Burlar a un camarero una vez tiene mucha importancia, pero engañarle una semana, un mes y hasta dos meses, representa una habilidad nada común y hace resaltar la personalidad de algunos asistentes a esta tertulia.

El caso más original se refiere al artista desaparecido Pablo Gómez. En la reunión se habla de él como de algo extraordinario y difícil de imitar. Llegó a deber ochenta y tres cafés, sin contar quince pesetas que le fueron prestadas por el camarero.

Esta tertulia se halla bajo la cordial autoridad de un director recientemente llegado de los Estados Unidos. Las noticias sobre este hombre son muy escasas y únicamente proporcionan esta ficha: «Este director se llama Norberto G. Robledal. Ha permanecido en América durante veinte años y ahora su edad frisa en los cincuenta. Ha trabajado en múltiples oficios. En cuanto a sus actividades cinematográficas —este director asegura haber dirigido importantes films—, se sospecha que todos sus trabajos sólo se reducen a haber actuado como comparsa en los estudios de Hollywood.»

Norberto G. Robledal gasta un pelo muy largo, de un color cenizoso. También fuma un tabaco que saca de un paquete impreso con letreros ingleses. El humo que brota de su pipa tiene un ligero matiz azul verdoso y da a su rostro, de falso compositor, un aire mundano.

2

En este café aparecen y desaparecen hombres cuyas historias no se conocerán nunca. Algunos aguantan unos días; otros, resisten hasta semanas; pero al fin abandonan el café para no volver más.

En la tertulia entró una noche un hombre de unos cincuenta y cinco años. Se trataba de un viejo cantante que llegaba con el propósito de dedicarse al cine. Este artista debía de vivir muy mal porque toda su ropa estaba en ese estado en que los trajes no dan más de sí. El viejo fué presentado a Norberto G. Robledal, escuchando inmediatamente que él poseía un gran tipo para interpretar mayordomos, viejos aristócratas y generales retirados. El señor Robledal exageró el asunto, pues llegó a contratar «moralmente» al viejo artista para trabajar en una película de bandidos andaluces. Se le ordenó que se dejara patillas de boca de hacha, «ya que el trabajo tendría que empezarze lo más pronto posible».

Crecieron las patillas y el artista no consiguió firmar el contrato, lo que hubiera significado una cantidad de pesetas.

Por las noches la gente acudía sobre las diez. A las nueve y media ya estaba en su sitio el viejo cantante. Pedía al camarero un vaso de leche y una servilleta de papel. Azucaraba la leche muy despacio y mojaba dos bollitos que había comprado piomentoB antes en una pastelería. Después de esta cena sacaba de un estuche sus lentes y los limpiaba con el papel de la servilleta. Por último, se disponía a leer la prensa de la noche.

Cuando acudían los otros, el viejo cantante procuraba no intervenir en las discusiones. Si acaso miraba de reojo al grupo, y en su mirada había una maligna curiosidad. Se conoce que ya empezaba a desconfiar de la película y del valor material de sus patillas.

La última noche que asistió al cafó se colocó en su Bitio habitual. Tomó la leche y los bollitos; sacó los lentes, los limpió con la servilleta de papel y después empezó con la lectura. Cuando entró Norberto G. Robledal se inclinó discretamente. Hasta las once todo fué normal. A esa hora se estaba hablando de la película de bandidos andaluces. El viejo cantante contempló el aspecto de la tertulia. Observó a todos, hasta impedir que el mismo señor Robledal continuase en la palabra. En aquel momento el viejo artista pagó su leche, se levantó y, desde un sitio visible para todos, cantó con cierta burla: «¡Huevos con tomate... Huevos sin tomate...!»

Y, con una risita repugnante, abandonó el cafó sin que su canción cilla dejara aclarada su imprevista salida.

3

Hasta que una noche el señor Robledal comunicó «la gran noticia».

—Antes de un mes —declaró lleno de seguridad— empezaremos a trabajar. La película llevará por título El estudiante enamorado. Ayer me han leído el argumento. ¡Algo maravilloso! Ya verán ustedes...

4
(Manuscrito de Alvaro Giménez)

Aquella noche cada cual marchó a su domicilio. Alguno tuvo que acostarse sin cenar. Esto no es un hecho extraordinario; pero cuando un hombre busca la cama con el estómago vacío, la misma alegría de lo que está al llegar tiene un sabor agridulce. Entonces este hombre se agita en la cama, cambia de postura varias veces y, en el silencio de su modesta habitación, siente una inmensa generosidad hacia todo lo que le rodea.

5

Es que todavía no sabe lo que va a Ruceder.

SEGUNDAS ESCENAS

Nació en Dakota del Sur (EE. UU.) un 14 de mayo. Estatura: Cinco pies y cuatro pulgadas y media. Pasatiempos favoritos: el tenis y la natación.

I: LAS PRIMERAS ROSAS

1

Para los trabajos preliminares se alquiló una habitación, donde se montó una especie de oficina. En la habitación se colocaron unas sillas, una mesa de escritorio, y, sobre las paredes, se clavaron bastantes fotografías, que representaban escenas de películas americanas. Detrás de la mesa estaba Nor-berto G. Robledal trabajando en el guión de El estudiante enamora ¡o. A su lado se veía cómo un señor observaba cuidadosamente todo lo que ocurría en la habitación. La oficina estaba abierta de diez a una de la mañana y de cuatro a seis de la tarde. Como se trataba de elegir personal artístico, jóvenes y viejos salían de aquella habitación después de ser observados por Norberto G. Robledal. Ya estaba hecho el presupusto de la película y la cantidad ascendía a cuarenta y cinco mil pesetas. Para gastos extraordinarios se habían destinado mil quinientas; pero este dinero no debía emplearse sino en último término y después de agotar todos los medios posibles para no gastarlo.

De las visitas a la oficina se destacaron las de Felipe. Alvaro Giménez, doña Luisa y Tony. El señor Robledal sólo se fijó en Alvaro Giménez para proponerle como uno de los amigos de El estudiante enamorado. Alvaro recibiría como sueldo total seiscientas pesetas. Felipe, a pesar de exponer que ya había tomado parte en una película, no causó gran impresión en el señor Robledal. En cambio, el capitalista del film creyó ver en Felipe el único artista que podía representar el papel de padre de El estudiante.

—Desde luego —insinuó Felipe—, yo no pido mucho dinero. Ahora sólo trato de darme a conocer.

El socio del señor Robledal leyó en un cuadernillo: «Don Enrique, veinte días de trabajo, cuatrocientas cincuenta pesetas.»

—Nosotros —dijo para Felipe— solamente podríamos pagarle cincuenta duros por quince días de trabajo.

Felipe tardaba en dar su conformidad, cuando el capitalista cruzó la mirada con el señor Robledal. Debieron ponerse de acuerdo porque expuso, con el gesto del que ya no ofrecería ni un céntimo más:

—Le daremos trescientas pesetas. Este es nuestro último precio. Además irá usted ocho días a El Escorial, siendo los viajes en primera clase y con estancia en un buen hotel.

A Felipe le agradó lo del viaje. Sonrió complaciente, y en cuanto le extendieron el contrato, firmó dos hojas escritas a máquina.

Cuando salió a la calle volvió a manosear el contrato y dijo a Alvaro Giménez:

—Ahora han sido trescientas. Muy pronto serán cinco mil.

2

Tony había realizado varias demostraciones. La última fué la del niño abandonado. A pesar de haberla hecho con absoluta perfección, no pudo romper la actitud negativa del señor Robledal y de su socio. Doña Luisa se dió cuenta de que no iban a conseguir absolutamente nada. Le parecía imposible que después de ver cómo Tony fingía que dejaba la habitación, no aceptaran sus deseos de trabajar en la película. Como un recurso inútil dejó las señas de casa y, cogiendo a Tony de la mano, marchó de la habitación.

Mediado el mes de abril el cielo se extendía en un azul limpio y transparente. Llegaron a la Puerta del Sol, descendieron por la calle de Arenal y se encaminaron al Paseo de Rosales. Aquel recorrido terminó en uno de los bancos que había a lo largo de los paseos que dividían los jardines. Tony quiso sentarse en el suelo, en tanto que doña Luisa desliaba un paquete en donde había carne frita y una tortilla. Cerca de las tres de la tarde doña Luisa quedó adormilada sobre el banco. En lo último que había pensado era que Tony estaba muy flaco y que era necesario comprar un específico. El frasco costaba cerca de cuatro pesetas. Esto del precio preocupó grandemente a doña Luisa. Pero fué por poco tiempo, porque en seguida volvió a dormirse. Tony escribió en la arena algunos nombres. Cuando levantaba la cabeza veía unos campos en donde él no estuvo nunca. Un tren, que momentos antes había salido de la estación del Norte, se alejaba ahora hacia la Sierra. Doña Luisa abrió los ojos, trató de decir algo, pero volvió a dar un par de cabezadas, mientras en un débil resto de conciencia oprimió en sus manos el viejo bolso que guardaba el dinero para vivir lo que quedaba del mes.

3

El señor Poch, capitalista de la película El estudiante enamorado, había llegado a su domicilio sobre la una y media. A las dos menos cuarto la criada le entregó una tarjeta de visita en la que se leía:

JOSE SANCHO Director de «Academia-Film»

Dejó la tarjeta sobre una mesa y aguardó a que apareciera el visitante. El director de «Academia-Film» entró bastante efusivo, como queriendo demostrar que, aunque él y el señor Poch no se conocían, esto no era un obstáculo para que desde aquel momento circulara entre los dos la más grande cordialidad.

Se habló de cine en tonos generales, hasta que José Sancho fué concretando sus preguntas. Desde luego, él ya estaba perfectamente informado de todo lo que se refería a El estudiante.

—Me parece magnífica su idea de poner dinero para hacer películas —y José Sancho acompañó a sus palabras con grandes movimientos de cabeza—. El cine ha de llegar a ser nuestra primera industria. ¿Qué capital va usted a invertir en El estudiante'i

—Cuarenta y cinco mil pesetas —declaró el señor Poch de buen grado ante aquel entusiasmo de su visitante.

—Creo que esa cantidad es excesiva —José Sancho empezaba a dirigir sus tiros al sitio vulnerable—. ¿Qué tiempo ha calculado usted para filmar la película?

—Unos cuarenta días.

José Sancho no dió su parecer, y cuando el señor Poch creyó que se disponía a hacerle alguna declaración, observó que el visitante escribía números y números en mi pedazo de papel.

—Sigo opinando que cuarenta y cinco mil pesetas es demasiado dinero.

El señor Poch acusó las últimas palabras del director de «Academia-Film». Ahora pensaba si no había sido una imprudencia por parte suya el no informarse convenientemente de si El estudiante enamorado podía ser realizado con menos dinero.

—En cuanto al director que usted va a utilizar...

—¿No es un buen director? —preguntó el señor Poch al notar que José Sancho no quería terminar la frase.

—Nada de eso. Lo que yo deseo es que ustedes hagan una gran película. Sin embargo, usted debía utilizar un director conocido.

—Mi director ha trabajado en los estudios norteamericanos —argumentó ya con poca fuerza el señor Poch.

—¿Quiere usted decirme qué películas ha dirigido ese director? Me basta con que me diga los títulos de las obras.

El señor Poch no quiso ocultar que empezaba a llenarse de confusiones. Preocupado y casi con un disgusto en su interior, pensó que la criada se hallaba en la cocina esperando la orden de servir la comida.

—Para terminar —y José Sancho dió a su voz una suave rigidez—, yo puedo hacer su película con la mitad de lo que usted intenta pagar por la realización de El estudiante enamorado.

Y antes de que el señor Poch se repusiera de la declaración, José Sancho se acercó a la mesa y extendió en ella unos papeles.

—Aquí tiene usted la lista de los alumnos que asisten a mis clases. Todos ellos trabajarán gratis si soy yo quien los dirige. Por lo pronto ya nos ahorramos el dinero de los artistas. En cuanto al operador, mi hermano Jacinto puede hacer la fotografía a condición de cobrar una vez que se haya estrenado la película. Es decir, que antes de empezar a trabajar hemos ahorrado más de diez mil pesetas. Ahora, ponga usted el sueldo del director. Yo no quiero nada hasta terminar la película, y, si le parece, puedo rescatar mi sueldo de los beneficios que dé El estudiante enamorado. ¿Qué pensaba cobrar ese señor que usted ha llamado para dirigir su película?

—Cuatro mil pesetas —descubrió el señor Poch, francamente interesado con las ideas de José Sancho.

—Pues bien, yo me conformo con dos mil quinientas durante la filmación de la película, y mil cuando usted se haya resarcido de todos los gastos.

—Lástima que ya estén contratados algunos artistas —indicó el señor Poch pesaroso de no poder llegar a un arreglo.

—¿Ha adelantado usted mucho dinero?

—Como adelantar no he adelantado nada. En los contratos está claramente especificado que yo no he de entregar ninguna cantidad hasta que el artista haya empezado a trabajar.

José Sancho no pudo reprimir un gesto de franco triunfo. Con lo dicho por el señor Poch ahora cambiaba todo de aspecto.

—En ese caso basta con que no se haga El estudiante enamorado para que usted está libre de abonar a los artistas el dinero de los contratos.

—Pero esto podría ocasionarme algún lío. Además, yo necesito hacer El estudiante enamorado por razones que ahora me callo.

—Entonces no veo una buena solución. Es decir —José Sancho tuvo una idea que aún podría salvarle—, ¿qué número de artistas han firmado ya su contrato?

—Vamos a ver —y el señor Poch hizo uso de su cuadernillo—; hasta ahora han firmado seis artistas.

—Bien; y de la cuestión dinero, ¿a cuánto ascienden los contratos de esos seis artistas?

Otra vez volvió al cuadernillo. Hizo una suma y descubrió a José Sancho:

—Aquí hay un total de mil novecientas pesetas. Todavía no han firmado las primeras figuras.

—Muy bien —exclamó José Sancho—. En mi academia tenemos primeras figuras para cuatro películas. Mi opinión es que debiéramos empezar a trabajar inmediatamente.

El señor Poch sonrió de buena gana, pero aún se lamentó:

—Estoy pensando en el director. Aunque no ha firmado conmigo ningún contrato, no sé cómo acabar con él. Ahora recuerdo que se negó a firmar cualquier documento alegando que le bastaba con mi palabra de caballero.

—Comprendo su sentimiento —en la cara de José Sancho había una posible tristeza—. Pero yo creo que los negocios son los negocios. Se trata de que usted haga su película en veinte mil pesetas en lugar de las cuarenta y cinco mil que hubiera tenido que gastar al no llevar las cosas por este camino.

El señor Poch no podía negar que José Sancho tenía razón. Una razón expuesta fríamente y a la que no era posible oponerse. Aunque le hubiera gustado continuar con aquella conversación, no tuvo más remedio que consultar su reloj. Entonces hizo su invitación para que José Sancho le acompañara a la mesa. Terminada la comida, el señor Poch pidió a José Sancho que le siguiera al despacho, donde ya había puesto la criada dos tazas de café. Unos minutos después el señor Poch señaló a los restos de café que había en el fondo de las tazas y dijo:

—¿Qué tal el café?

Escuchó un elogio y continuó:

—Es de mis propiedades del Ecuador. Hace quince años salí de Barcelona con lo justo para el pasaje. Usted no puede imaginarse lo que yo he tenido que luchar hasta hoy.

—Debe de ser muy difícil hacer dinero en el Ecuador —soltó José Sancho disimulando discretamente que lo del Ecuador le interesaba bien poca cosa.

—¿Dice usted difícil? —interrogó el señor Poch con importancia. Y cambiando el tono, empezó a explicar—: Cuando yo desembarqué en aquella República me di cuenta que lo importante por el momento era no pasar desapercibido. En el Ecuador es necesario hacerse notar. Pero allí sólo existen dos maneras de llamar la atención. O se hace usted masón o necesita montar en bicicleta. En fin, para qué voy a contarle lo demás... Lo importante por ahora es nuestra película.

El señor Poch buscó la hora en el reloj que había sobre la mesa y se levantó.

—Yo me voy a solucionar lo del director —dijo, aludiendo a Norberto G. Robledal—. Dígame dónde puedo ver a usted sobre las ocho de la noche.

José Sancho iba a darle cita en un café, pero creyó que esto era poco comercial y ofreció su domicilio con el fin de preparar una sorpresa al señor Poch.

Dejaron el piso, y, una vez en la acera de la calle, el señor Poch sacó de un bolsillo un montoncito de hojas amarillas impresas por una sola cara.

—Como supongo que usted ha de tener muchos amigos —y el señor Poch le metía las hojas en un bolsillo de la americano—, se las doy para que las reparta convenientemente. Ahora, hasta las ocho.

El señor Poch echó a andar, mientras José Sancho, parado en medio de la acera, se decidió a sacar del bolsillo una de las hojas amarillas. Lo impreso trataba de lo siguiente:

«Un buen cafó no necesita de la propaganda.

Los cafés «Ecuador» se propagan por la fuerza de su calidad. ¡Intelectuales, obreros, hombres de negocios! Vuestros nervios necesitan una taza de cafó «Ecuador». Probadlo y os convenceréis.»

4

Por vez primera José Sancho encontró que los transeúntes no hacían otra cosa que entorpecer su camino. Llegó al portal de su casa, y, sin apenas responder al saludo del portero, trepó por la escalera y abrió la puerta que conducía a «Academia-Film». Descubrió a su hermano Jacinto sentado en la cocina y comiendo un bocadillo. Explicó su visita al señor Poch, y los dos hermanos marcharon a la habitación que era utilizada como despacho. Allí se continuó discutiendo sobre las medidas que habría que tomar para que la visita del señor Poch tuviera una acogida eficaz.

A las tres y media apareció el «botones». Jacinto Sancho le obligó a que dejara todo en orden. Como siempre, doña Luisa y Tony fueron los primeros en llegar. Tomaron asiento en uno de los bancos y esperaron a los otros alumnos. De vez en cuando surgía uno de los hermanos, miraba a las paredes, observaba las «fotos» y, después de contemplar a Tony y a doña Luisa, desaparecía sin decir absolutamente nada.

A las cuatro y veinte minutos el pequeño salón se hallaba con todos los alumnos. Entonces se abrió la puerta del despacho. Ahora, fueron los dos hermanos los que contemplaban al grupo. Se comunicaron entre sí algo que no se llegó a escuchar, y, cerrando la puerta, dejaron en la habitación una sensación de extrañeza. Poco más tarde ocurrió otra cosa que aumentó la sorpresa entre los alumnos. El «botones» entró en la habitación para fijar en las paredes unas hojas amarillas. Al lado de las hojas que anunciaban el café del señor Poch estaban las fotografías de los artistas extranjeros. Un alumno preguntó al «botones» qué significaba aquello. El muchacho no sabía nada y nada pudo aclarar. En este estado se continuó hasta las cinco y media. Entonces José Sancho apareció precedido por su hermano Jacinto, y lo ocurrido tuvo una natural explicación. Resultaba que todos iban a tomar parte en una película que llevaría por título El estudiante enamorado. Aunque en esta película no era posible pagar sueldos, Jacinto Sancho aseguró de manera formal que en la próxima cinta habría dinero suficiente para que sus alumnos cobraran una cantidad honorable.

En el instante que el director acarició la cabeza de Tony, doña Luisa esperó con ansiedad unas palabras. Cuando José Sancho confirmó que habría unas escenas para Tony, doña Luisa se levantó para expresar su sincero agradecimiento.

Una hora antes de la señalada por el señor Poch para hacer su visita a «Academia-Film», José Sancho habló de este señor y de la conveniencia de que todos cumplieran su cometido. A las ocho menos diez minutos José Sancho ordenó que cada cual ocupara su puesto. Jacinto colocó en un ángulo de la habitación la máquina tomavistas y, cuando el director dió la orden de empezar, el alumno que tenía que hacer de «joven duque» fingió que entraba en la sala de juego. Enfrente de él, la «seductora Vera Bellini» comenzó a desarrollar su «papel».

El señor Poch entró en la habitación cuando Vera Bellini marcha al jardín para confesar al duque su gran pasión y entregarle sus joyas, con el fin de que el aristócrata pueda pagar sus deudas.

José Sancho saludó al señor Poch con la cabeza y gritó para todos:

—¡Stop!

Los alumnos tomaron asiento en los bancos y José Sancho invitó al señor Poch y a cuatro artistas que le acompañaban a que entraran a su despacho. Hechas las presentaciones, el señor Poch indicó a los artistas que José Sancho era el nuevo director de El estudiante enamorado. Entre los artistas que escucharon la presentación se hallaban Felipe y Alvaro Giménez.

Para final se representó ante el señor Poch las escenas de «Rosa y el seductor Alberto». Como el señor Poch se fijara en el pequeño Tony, el director mandó que hiciera alguna cosa. Tony sintió que doña Luisa lo empujaba al centro de la habitación. Se encontró con los ojos de todos fijos en su figura y llegó a dar unos pasos casi con miedo.

El señor Poch contempló cómo Tony miraba a un lado y a otro. En su rostro había mucha pesadumbre. Se le vió volverse al grupo de alumnos y, en un gesto final, levantar los brazos a un cielo invisible. Por último, Tony se dirigió a la puerta que comunicaba con el vestíbulo. Entonces su cuerpo avanzó ya sin esperanza y en un encogimiento de renunciación.

5

La casualidad hizo que Felipe y Alvaro Giménez siguieran el mismo camino que doña Luisa y Tony. A los diez minutos de marcha, Felipe caminaba hablando con doña Luisa, y detrás de ellos dos, Tony iba junto a Alvaro. Felipe, como es natural, había cedido la acera a doña Luisa, y esto hacía que él andara con algunas precauciones, pues tenía que guardar el equilibrio constantemente. Al final de la calle de Postas, y antes de entrar en los soportales de la Plaza Mayor, doña Luisa provocó la despedida. Por aquellos sitios tenía que hacer sus pequeñas compras, y para esto necesitaba estar libre de gente que la conociera. Antes de separarse, Alvaro aconsejó que debían de cortar a Tony el pelo. Doña Luisa recibió alarmada el consejo y expücó que aquella media melena hacía muy bien a Tony. A pesar de los reparos de doña Luisa, Alvaro volvió a aconsejar «que Tony debía llevar una cabeza normal». Hasta hizo alusión al cutis amarillo del pequeño artista e indicó que Tony necesitaba tomar baños de sol.

—Podría dolerle la cabeza —argumentó Felipe, al notar que la proposición no había hecho feliz a doña Luisa.

Alvaro tuvo que añadir que los baños de sol regeneraban la sangre y daban a la cara un color más saludable que aquel que se extendía por el rostro de Tony.

—A este pequeño lo que le hace falta es comer buenos filetes —dijo Felipo, sin darse cuenta del efecto deplorable que producía con su inesperada salida.

—Tony come todo lo que quiere —afirmó doña Luisa, casi desolada de que sospecharan su escasez de dinero.

Se hizo un áspero silencio y Alvaro buscó la despedida.

Cuando doña Luisa vió que los otros ya habían desaparecido de su vista, sintió que de nuevo llegaba a ella una alegre tranquilidad. Por fin, Tony iba a trabajar en una película. Ya habían sido enterados de que no cogerían ningún dinero; pero todo era cuestión de empezar. Estaba segura de que Tony poseía cualidades excepcionales, y, por añadidura, su ahijado era el único artista infantil que había en Madrid.

—Cuando nos llamen para la segunda película —explicó seriamente a Tony— debemos pedir mucho dinero. Entonces te haré dos trajes. Necesitas ir muy bien vestido. ¿Por qué habrá dicho ese hombre lo de los filetes? —preguntó al final, en una rara mezcla de ideas.

Tony estaba pensando en los trajes y no pudo coger la pregunta.

—Si supiera ese señor los milagros que hay que hacer para salir adelante —y doña Luisa apretó el viejo bolso contra la cintura.

Pasaron frente a una farmacia; entonces fué cuando doña Luisa sintió deseos de comprar el específico que tan bien había de sentar a Tony. Sin embargo, reflexionó que sus zapatos estaban en muy mal estado y que alguien de «Academia-Film» se había fijado en ellos.

Una vez en casa, doña Luisa se encontró a salvo de las preocupaciones del específico y del arreglo de sus zapatos. Se puso a preparar la cena mientras Tony abría la ventana que daba al tejado. Una viva sorpresa le hizo regresar al fogón y comunicar la noticia. Doña Luisa fué a la ventana y contempló lo que había descubierto Tony. En los dos tiestos grandes se veían unos capullos a medio abrir. Doña Luisa mandó a Tony a buscar un poco de agua y después regaron los rosales cuidadosamente. En los tiestos pequeños había plantas de un verde obscuro. Tony apretó uno de los tallos, y cuando se llevó la mano a la nariz un fuerte olor a hierbabuena le obligó a respirar profundamente.

Doña Luisa regresó al fogón. Al cabo de un rato extrañó que Tony continuara asomado a la ventana. Preguntó desde la cocina por qué seguía junto a los tiestos, y Tony no dijo I nada. No quiso confesar que desde allí oía los ruidos de la calle y los timbrazos de los tranvías. Tony pensaba que no tenía amigos. El se hubiera conformado con poder hablar con cualquier pequeño de los que taponaban el portal de aquella casa. En aquellos momentos su más grande deseo era correr detrás o delante de algún amigo. A pesar de que volvieron a preguntarle por qué no se apartaba de la ventana, Tony guardó su secreto y se alejó de los tiestos. Cuando ee dingió al fogón, donde estaba doña Luisa cocinando, Tony parecía que simulaba la escena del «niño abandonado».

II: ALGUNOS PREPARATIVOS

1

Cuando el señor Rocamora se encontró frente al señor Poch fué explicando en una cálida intervención que él había realizado cinco películas, que los beneficios habían sido excelentes y que su larga práctica en los negocios cinematográficos le obligaba en aquel instante a exponer varias de las razones que aconsejaban el no apresurarse a llevar a la pantalla El estudiante enamorado.

El señor Poch no demostró gran curiosidad por las noticias que le traía aquel caballero. El había hecho sus cálculos, y tenía por seguro que El estudiante enamorado no era un fracaso económico. Miró sonriendo a su visitante, y esta sonrisa fué lo que hizo que el señor Rocamora aludiera a los hermanos Sancho.

—En fin, si usted está seguro de que va a realizar un gran negocio no tiene por qué preocuparse de mis consejos. Yo dudo de su optimismo por la simple razón de que esos hermanos Sancho no son más que unos hábiles embaucadores de los jóvenes que asisten a hacer tonterías a su academia. Mi opinión es que los negocios deben hacerlos los hombres experimentados. Observe usted esta lista —el señor Rocamora mostró una hoja de papel—. Mi última película, La tragedia del torero, ha dado, solamente en la región de Cataluña, más de lo que ha costado. Ahora hay que añadir los ingresos de la región Centro, Norte y Baleares. Claro que todo se debe a que yo cuido mucho de elegir los argumentos. El triunfo o el fracaso de una película depende únicamente de su argumento. Tengo entendido que el asunto de El estudiante enamorado se refiere a un muchacho que no tiene suerte en los exámenes, y que como está perdidamente enamorado de una distinguida señorita, decide emigrar a América, y allí llega a ser un gran cosechero en café.

—Efectivamente, ése es el argumento —aclaró el señor Poch sorprendido—. ¿Quién se lo ha explicado?

El señor Rocamora eludió la respuesta, proponiendo con todo interés:

—A usted le interesaría entrar conmigo en un negocio a base de hacer dos películas. Le propongo que el capital lo pongamos a medias. El presupuesto total de las dos películas no pasará de veinte mil duros.

El señor Poch movió la cabeza negativamente y explicó, espaciando las palabras:

—Yo sólo quiero hacer El estudiante enamorado para después marcharme al Ecuador. Además, esta película no ha de costarme más de veinte mil pesetas.

—¿Nada más que veinte mil pesetas?

—Sí, señor; nada más que veinte mil.

—Perdone usted si no doy un gran crédito a esa seguridad que tiene en que la película no ha de pasar de las veinte mil pesetas. En una película, donde la dirección está a cargo de un principiante, no puede haber demasiada confianza.

Al llegar a aquella parte, el señor Poch no ocultó que empezaba a encontrar desagradable la visita.

—Bien, yo tengo que trabajar —y el señor Poch cambió de sitio unos papeles que había sobre la mesa.

—Entonces, le dejo —soltó débilmente el señor Rocamora—. Ahora bien, yo he venido a salvarle de un mal negocio que usted está dispuesto a llevar a cabo. De todas maneras, ahí tiene mis señas. Estoy y estaré siempre a su disposición.

Las últimas palabras fueron dichas casi con cordialidad. El señor Poch quiso dejar bien hecha la despedida y, después de ofrecerse para los negocios futuros, sacó de un cajón treinta o cuarenta hojas amarillas anunciadoras de su café.

—Repártalas usted entre sus amigos. Espero que me haga propaganda. Los productos comerciales sólo se salvan a fuerza de publicidad.

Y no abandonó al señor Rocamora hasta que éste empezó a perderse en un recodo de la escalera.

Para dar facilidades al señor Pocli los hermanos Sancho cedieron su piso de «Academia-Film». En una de las habitaciones se instaló el almacén de las cajas que contenían el negativo que había de ser impresionado días después. Al lado de las cajas de películas estaba el aparato tomavistas y una máquina fotográfica. En un rincón brillaban unas pantallas como si estuvieran forradas con el papel plateado de los chocolates. El señor Poch había preguntado para qué servían aquellas pantallas, y José Sancho sintió un gran halago en responder que aquellas hojas plateadas servían para recoger la luz del sol y proyectarla sobre la cara de los artistas. Ya se había comprado el maquillaje y otras pequeñas cosas. Todo estaba perfectamente distribuido en la habitación destinada para almacén. Solicitando permiso de los hermanos Sancho, los artistas podían admirar aquellos útiles que debían ser empleados en la filmación de El estudiante enamorado.

Tony entró en el almacén acompañado por doña Luisa. Como hubo un instante en que estuvieron solos, Tony se acercó a la cámara tomavistas y manoseó la caja metálica; después oprimió los pies del trípode. Doña Luisa curioseó en las demás cosas pensando que todo aquella tenía que haber costado mucho dinero.

Jacinto Sancho llegó de nuevo al almacén, y cuando salieron Tony y doña Luisa cerró la puerta. Todos los alumnos habían recibido la promesa formal de que harían algo en El estudiante enamorado. De ahí el revuelo que existía en el salón de ensayos. Para no perder contacto con la máquina tomavistas, Jacinto Sancho movía a la gente durante una hora, obligando a los alumnos a hacer los más variados gestos, en tanto que su hermano José, acompañado por el señor Poch, hacía el «guión» general del film. A cada momento el señor Poch recibía una sorpresa. Era que José Sancho leía en voz alta: «La máquina tomavistas gira en panorámica hasta encuadrar la casa del marqués. Vista general de la casa. Se acerca la máquina hasta llegar al primer plano de la puerta. Fundido con la escalera de la casa y primer plano del marqués. En su rostro se nota mucho contento.»

Como el señor Poch mirase satisfecho, José Sancho descubrió gravemente:

—Todo esto es la técnica, y sin técnica no se puede hacer una buena película.

El señor Poch empezaba a comprender que José Sancho era un hombre inteligente y hábil. «Un hombre capaz de hacer célebres sus cafés marca «Ecuador».

—Se me ha ocurrido una idea —propuso el señor Poch, alentado por el anterior pensamiento—. Podemos hacer que «el estudiante» pasee con su novia por delante de una valla donde se lea un anuncio que diga: «Tomad cafés Ecuador».

—No hay ningún inconveniente en que salga lo de la valla. ¿Se le ocurre alguna idea más? —preguntó José Sancho con el ánimo dispuesto a aumentar la cuestión de los anuncios.

—Creo que también debemos intentar el-que nos salga casi gratis lo del hotel en El Escorial. Hay que decirle al dueño que sacaremos en la película el anuncio de su casa a cambio de una rebaja de un sesenta por ciento en la cuenta del hospedaje.

José Sancho tomó nota de los deseos del señor Poch, indicando que lo del hotel se podía proponer una vez que llegaran a El Escorial. Y con grandes ganas de que se le escuchara, continuó: «Vista general de una calle madrileña. Por la calle avanza un cartero. Llega a un portal. Primer plano del cartero y la portera. Dice el cartero: «¿Vive aquí don Carlos?»

—Ese don Carlos —interrumpió el señor Poch—, ¿es un personaje nuevo?

—Es el padre de «el estudiante» —aclaró José Sancho—. Le he cambiado el nombre de don Manuel por el de don Carlos. Este nombre no es tan vulgar como el otro.

—Bien —asintió el señor Poch—. Ya se nota que usted domina estas cosas.

2

Para redactar los títulos de El estudiante enamorado se había solicitado la ayuda de un periodista. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años. Un hombre más bien bajo, con una nariz de gancho y unos ojos de pájaro que miraban llenos de una ágil curiosidad, tras unos lentes de miope.

José Sancho lo presentó al señor Poch con el nombre de Joaquín Ñuño. Cuando ya estaban de acuerdo en lo que se refería a lo que el señor Ñuño iba a cobrar por escribir los títulos, el señor Poch preguntó:

—¿En qué periódicos escribe usted?

—Ahora escribo poco —aclaró Ñuño—. El escribir es una de tantas cosas inútiles que no dan dinero.

—Entonces ¿de qué vive usted? —y el señor Poch parecía no darse cuenta de que preguntaba cosas que no debían preguntarse.

—¡Bah! Vivo de lo que viven en España los hombres inteligentes. Tengo dos empleos en oficinas del Estado. Desde luego, yo no voy a ninguna de esas oficinas nada más que para cobrar. Además, aquí me tiene usted —y mostró un carnet donde estaba su retrato—. Puedo viajar gratis por todas las líneas de ferrocarriles de España. También tengo pase de libre circulación en los tranvías y en el Metro.

—Sin embargo —argüyó el señor Poch—, a mí me agradaría escribir novelas.

—Eso es perder el tiempo, amigo mío. Si yo quisiera podría escribir novelas tan buenas como cualquiera.

—Y sabiendo escribir novelas buenas, ¿no las escribe usted? —interrogó José Sancho, a quien la literatura no dejaba de maravillarle.

—¿Acaso duda usted de que yo sepa escribir? —preguntó el periodista, casi molesto—. ¿Quiere usted una prueba?

Y, antes de que se le contestara, Joaquín Ñuño sacó unas cuartillas y estuvo trazando líneas de palabras en medio de un absoluto silencio. Cuando llenó una cuartilla, dijo para José Sancho y el señor Poch:

—Aquí tienen ustedes: esto es una muestra de que si yo no escribo novelas es porque no quiero. Escuche: «Rafael entró en su cuarto con el alma entristecida por el suceso en el que involuntariamente había tomado parte. ¿Hasta cuándo iba a resistir aquella indiferencia de Margarita? Rafael creía de buena fe que todo lo que le pasaba era debido a su falta de fervor religioso. Y dispuesto a corregirse de aquel enorme defecto, marchó a confesar su tragedia a un pariente cura que decía misa en San Ginés.

»Ahora su espíritu brincaba de optimismo y de alegría. ¿Cómo no había dado antes con esta solución? ¿Por qué los hombres tardan tanto en hallar la verdadera ruta de su vida? Sencillamente, amigos míos, porque la vida es una cosa llena de misterio, y detrás de ese misterio está Dios. Solamente Dios.»

Joaquín Ñuño terminó de leer y el señor Poch'elogió vivamente:

—El final es muy bonito. Ya se nota que usted puede hacer buenos libros.

—Esto que acabo de escribir es para novela seria. Ahora voy a hacer una muestra de novela «rosa».

En otra cuartilla empezó a escribir hasta la mitad del papel. Mientras cumplía su trabajo, el señor Poch se acercó al oído de José Sancho y preguntó en una voz bajísima:

—¿Qué es novela «rosa»?

—Novela «rosa» —descubrió José Sancho en el mismo tono de voz— es una novela para mujeres que todavía no han tenido relaciones íntimas con un hombre.

—Escuchen esto —pidió Joaquín Ñuño con el papel en alto—: «La habitación, tapizada por una tela de damasco rojo, recibía los últimos rayos del sol crepuscular. Adelaida, echada en una chaisselongue estilo Luis XVI, recibió al viejo servidor de los Monteros. El criado Pepe anunció la visita del célebre pintor Antonio del Real. Por un momento Adelaida pensó si no debía negarse a que se le hiciera el tan esperado retrato.

»—¡Pepe!

»—Mande usted, señorita —dijo el viejo criado, con el mismo tono servicial de siempre.

—Diga al señor del Real que en seguida estaré en el salón amarillo. Sírvale licores y cigarrillos.

»Y Adelaida vió cómo el viejo Pepe desaparecía con paso lento y silencioso para cumplir con su deber.»

—Si yo tuviera sus condiciones —y José Sancho se tocó en la frente—, desde luego escribiría toda clase de libros.

El señor Ñuño hizo un gesto de comprensión y se quitó los lentes. Ahora sus ojos dieron la sorpresa de ser extremadamente pequeños.

—Entonces, ¿cuándo tendrá usted hechos los títulos? —demandó el señor Poch, preocupado ya de su película.

El señor Ñuño dió una fecha y se levantó.

—¿Se va usted ya? —indicó el señor Poch.

El periodista respondió afirmativamente, y cuando ya estaba junto a la puerta, escuchó este encargo del señor Poch:

— Hombre, ahí le entrego unas hojas para que las reparta entre sus amigos. Anuncio mis cafés, ya que aquí en España son poco conocidos.

Joaquín Ñuño cogió las hojitas como si le hubieran propuesto algo anormal. Después, y sin decir ya nada, marchó acompañado hasta la puerta de la escalera.

4
(Manuscrito de Alvaro Giménez)

Como anticipo por mi trabajo en El estudiante enamorado, hoy he recibido doscientas cincuenta pesetas. Felipe ha recibido mucho menos. Solamente ha tomado veinte duros. Además, mi contrato tiene la ventaja de que, según una de las cláusulas, yo he de ir a El Escorial por un tiempo no inferior a cinco días. Esto del viaje ha causado en Felipe cierto desencanto. Ahora resulta que, por razones de economía, a Felipe le han suprimido su viaje a El Escorial. Aunque yo le explico que su situación es mucho más cómoda, puesto que no tiene que moverse de Madrid, Felipe acoge mis palabras moviendo la cabeza con aire desilusionado.

Como el dinero nos ha sido entregado esta tarde, Felipe me invita a merendar en un cafó de la Puerta de Atocha, donde a las seis tiene una cita con un pariente. Al salir de «Academia-Film» la invitación a merendar la hace extensiva a una señora que suele acompañar a la academia a un niño medio enfermo. Este niño se llama Antonio, pero ahora le han hecho creer que es preferible que se deje llamar Tony. La señora y el niño acuden a las clases con una curiosa puntualidad y siempre son de los últimos en dejar la academia. Ayer me dijo la señora que su ahijado es muy listo, y que aunque ella tiene que pagar cinco duros por las lecciones, está dispuesta a hacer lo imposible porque Tony llegue a ser una «estrella» cinematográfica.

He pensado aclarar a doña Luisa—Felipe la nombra de esta manera— que todo lo de esta academia no es más que una gran mentira; pero he creído que lo mejor es dejar que las cosas sigan como doña Luisa piensa que deben seguir.

Todo el recelo y la desconfianza que doña Luisa mostró el otro día ante el acompañamiento de Felipe, hoy parece disipado. Amí no deja de extrañarme el que de todo el mundo que acude a la academia sea precisamente doña Luisa la invitada por Felipe. Ya veremos en qué termina esto.

Tony habla poco. Su alegría o descontento suele reflejarse en sus ojos. Tony mira las cosas con irnos ojos claros, casi femeninos, y en ellos, como en una agua tranquila, se copia todo lo que llega del exterior.

Tony necesita sol, necesita correr. Si yo le dijera a doña Luisa que Tony debe circular por la calle libremente y que, de vez en cuando, una reyerta con otros chicos le volvería saludable, doña Luisa creería que yo no estaba en mi juicio.

Al descender por la boca del Metro, Tony se anima y baja las escaleras con prisa. En cuanto llega el tren, se mete en el primer coche y se coloca junto al cristal, de forma que pueda contemplar el túnel por donde han de pasar los trenes descendentes. Doña Luisa está detrás de Tony, y Felipe, con la cara muy alegre, habla con ella de El estudiante enamorado.

—Ese pariente que me espera en el café —me explica Felipe cuando estamos subiendo las escaleras— es un sobrino mío. Ha estado muy perseguido, porque es sindicalista.

Y, como si Felipe creyera que no me agrada el encuentro, me suelta esta aclaración:

—Si no te gusta conocerlo, puedes esperarme en otro sitio.

En el café está el sobrino de Felipe. El muchacho se pone de pie al notar que Felipe no llega solo. Nos presentamos mutuamente y cada cual pide algo de beber. Entonces Felipe interrumpe al camarero y manda que traigan bocadillos de jamón.

—Usted preferirá un chocolate —dice por doña Luisa.

Y, antes de que se le conteste, pide el chocolate.

El sobrino de Felipe parece un hombre tímido. Todavía no ha dicho nada, y, apoyado en su asiento, tiene las manos metidas entre las piernas. Se inicia una conversación entre él y Felipe, mientras doña Luisa y Tony consumen la merienda. Por el ventanal del café se ven pasar automóviles, tranvías, carros de muías y una pequeña muchedumbre de obreros que acaban de abandonar el trabajo. Con los obreros se mezclan grupos de soldados y algunos paletos que no hacen más que dar vueltas alrededor de este trozo de la Puerta de Atocha. El sol empieza a alejarse de la ciudad y sus últimos rayos bañan de un oro amarillo las copas de los árboles del Botánico.

—Hace diez días —cuenta a Felipe su sobrino— nos reunimos para pedir aumento de jornal. La reunión estaba autorizada, pero los ricos hicieron que nos detuvieran a los que formábamos el comité. La Guardia civil nos encerró en una habitación, y uno por uno fuimos apaleados.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —pregunta Felipe a su sobrino.

—Volveré al pueblo —responde tranquilamente—. Mis compañeros me necesitan.

—Entonces estarás expuesto a que la Guardia civil te detenga—explica Felipe, extrañado de los deseos de su sobrino.

El muchacho mira al suelo, luego contempla el movimiento de la calle y, finalmente, dice en un tono de queja:

—Regresaré esta noche. Hay que seguir luchando... Usted no puede comprender esto.

Doña Luisa ha terminado con el chocolate y una dulce quietud baña ahora su rostro. Se complace en observar a Tony. También nos mira a los demás; pero entonces su mirada cambia de sentimiento.

Por entre las mesas avanza un hombre cubierto con una gorra. Viste como un obrero en día de fiesta, pero no lleva corbata. El sobrino de Felipe se levanta, habla con él dos palabras y después lo hace sentarse con nosotros. Este hombre explica que ha venido a Madrid a comprar una camioneta. Creyendo que esto es interesante para nosotros, añade nuevos detalles. Habla de marcas de automóviles, del gasto de aceite, gasolina y de piezas de recambio. Con la explicación muestra una dentadura completamente amarilla. En el labio inferior tiene una huella que señala el sitio donde él a veces debe olvidar el cigarrillo.

Por la Puerta de Atocha se extiende el anochecer. Ahora los árboles del Botánico no tienen reflejos de sol, sino que semejan una enorme mancha sombría. Doña Luisa oculta que para ella ya es demasiado tarde. Felipe coge esta impaciencia y llama al camarero. Una vez en la calle, la despedida se hace muy larga a causa del hombre de la camioneta. Todavía agrega multitud de detalles. Felipe escucha todo. Después, da una mano al de la camioneta y lo despide. Más tarde, es su sobrino el que se aleja. Por fin me toca a mí. Cuando he dado unos pasos me vuelvo para ver marchar a doña Luisa, a Tony y a Felipe. Este camina junto a doña Luisa y hace que la silueta infantil de Tony parezca, junto a su gran volumen, una cosa sin proporción.

III: EL OBSTÁCULO DE LA LLUVIA

1

Para evitar que los alumnos notaran demasiado la ausencia de los hermanos Sancho, no se cerró el local de «Academia-Film». Todo quedó al cargo del «botones». De esta manera los artistas podían acudir por las tardes. A falta de director, cada cual ensayaba lo que le parecía; pero los ensayos resultaban demasiado pobres. Por orden de José Sancho el «botones» compró varias revistas de cine y las colocó en el centro del salón, distribuyéndolas sobre una mesita. Los alumnos acudieron a «Academia-Film». Sin embargo, en cuanto leyeron las revistas, el hastío y el aburrimiento los alejó por unos días. Quedaron solos doña Luisa y Tony. Ellos habían leído también las revistas; pero cada vez que contemplaban una fotografía o releían algún texto de propaganda, sentían la sensación de que lo estaban haciendo por primera vez. Para no gastar luz eléctrica —el piso de ((Academia-Film» daba al interior—, doña Luisa aconsejó al «botones» que no encendiera las luces. En aquella semiobscuridad ella solía adormecerse sobre el banco de madera mientras Tony recorría con los ojos las fotografías de las paredes. Al lado de las ((fotos» estaban las hojas amarillas donde se anunciaban los cafés del señor Poch. Tony no comprendía del todo el significado de las hojas, o, por lo menos, cual era el motivo de que junto a los retratos de Charlot figurase un anuncio de café.

2

En la tarde del sexto día estaba el «botones» recortando una estampa de una revista atrasada. Al otro lado de la mesa se hallaba Tony. José Sancho había ordenado que hasta su regreso no entrara nadie en aquella habitación; pero el «botones» tuvo necesidad de unas tijeras y no halló otra solución que abrir la puerta prohibida. Tony miraba curiosamente lo que hacía el «botones» con las tijeras. Una vez que la estampa estuvo a punto, fué colocada sobre una cartulina. En aquellos momentos sonó el timbre. El «botones» recogió rápidamente su trabajo y empujó a Tony hacia la salida. Al dar luz en la sala de los ensayos doña Luisa abrió los ojos sobresaltada. Cuando el «botones» tiró de la puerta vió a un hombre de unos treinta años. Estaba descubierto y tenía la cabeza completamente rapada. Una pipa sin humo le salía de la boca, y los ojos, fijos en el «botones», miraban de un modo extraño.

—¿Está el director? —preguntó de forma que su voz pareciese misteriosa.

—No, señor —respondió el «botones» con ganas de que aquel hombre se alejara en seguida.

—Bien, entonces me voy —y dando media vuelta se dirigió a la escalera.

El «botones» cerró rápidamente y regresó adonde se hallaban Tony y doña Luisa. A los cinco minutos se escuchó de nuevo el timbre de la puerta. El «botones», antes de abrir, observó por la mirilla. Vió una cabeza cubierta por una boina. Creyó que los ojos que le miraban le eran conocidos; pero al ver el gran bigote del que aguardaba, se tranquilizó. En cuanto abrió la puerta, dijo el otro:

—¿Está el director?

El «botones» reconoció que había oído aquella voz hacía unos minutos. Miró los grandes bigotes del de la boina y suspiró intranquilo.

—¿No está el director? —se apresuró a preguntar el hombre, como si gozara de la perplejidad del muchacho.

Por simple curiosidad doña Luisa acudió acompañada por Tony. Ahora los tres contemplaron al señor de los bigotes extrañamente grandes. El «botones» adivinó de pronto quién era el visitante. Fué al mirar aquellos ojos alucinados cuando descubrió el engaño.

—¿Qué desea usted? —indicó doña Luisa.

—El... di...rec...tor...—cantó el otro—. Quiero ver al director. Yo soy artista. ¿Comprende usted lo que le digo? —y ante la sorpresa de doña Luisa, de Tony y del «botones», el desconocido se despegó el bigote y se quitó la boina.

Doña Luisa se fijó, maravillada, en la cara donde ya no había aquel gran bigote. Sin saber cómo, el desconocido pasó al interior seguido por los de la casa. En la habitación donde se daban las clases el desconocido se colocó en el centro y miró en derredor hasta saciarse de ver fotografías. Al leer los anuncios de los cafés del señor Poch, el hombre frunció el ceño y, sin que nadie le dirigiera la palabra, se volvió de espaldas, maniobró con los brazos, y al dar la cara, ya estaba cubierto con la boina, tenía puesto el bigote y unas gafas negras le tapaban los ojos.

Tony abrió la boca embobado, el «botones» hizo algo parecido y doña Luisa necesitó tomar asiento en uno de los bancos. Entonces preguntó:

—¿Cuántas películas ha hecho usted?

—Muchas —soltó el desconocido.

Se guardó las gafas, la boina y el bigote. En ese momento miró a doña Luisa entornando los ojos.

—Yo la conozco a usted.

Doña Luisa hizo un gesto de natural curiosidad.

—¿Usted ha estado en San Sebastián? —preguntó el hombre, más bien con el aire del que está seguro de acertar.

Al negar doña Luisa que ella hubiera estado en San Sebastián, el desconocido continuó con otra pregunta.

—Entonces la conozco de Barcelona. ¿Ha estado usted en Barcelona?

—Tampoco he estado en Barcelona —aseguró doña Luisa.

—¿Y en Bilbao? ¿La conozco de Bilbao?

Doña Luisa negó también que hubiera estado en Bilbao. El desconocido olvidó en seguida este aspecto de la conversación. Se puso de espaldas a todos, y en menos de diez segundos se cubrió la cabeza con la boina, se puso el bigote, y en cuanto se tapó los ojos con las gafas, giró hacia doña Luisa y mostró su rápido cambio en medio de un frío silencio.

Como nadie dijera nada —Tony, el «botones» y doña Luisa no encontraban la manera de hablar—, el desconocido dió un paso hacia atrás, se quitó las gafas y demandó con la voz velada por un extraño temor:

—Quiero ver al director. ¿Por qué no viene el director?

—Caballero —intervino doña Luisa—, el director está en El Escorial haciendo una película.

—¿Está haciendo el qué...? —y el desconocido simuló que no había oído bien.

—Una película—repitió doña Luisa—. Se titula El eslu-diante enamorado. Nosotros —y señaló a Tony— trabajamos también en esa película.

El desconocido, con motivo de las últimas palabras de doña Luisa, contempló a Tony detenidamente.

—¿Quiere usted ver lo que hace Tony? —propuso doña Luisa, recogiendo el entusiasmo del desconocido.

Este hizo un gesto que no revelaba nada importante, lo que no impidió que doña Luisa aconsejara a Tony por dónde debía empezar. El desconocido cometió entonces una descortesía. En lugar de observar el trabajo de Tony —éste ya había comenzado a caminar lentamente, llevando el rostro bañado de angustia— se puso la boina, se colocó el bigote y al final se tapó los ojos con las gafas negras.

—¿Por qué no espera usted a que termine Tony? —se quejó doña Luisa—. Después hará usted sus cosas.

Completamente transformado, el desconocido se arrimó a la pared, accediendo al ruego que le habían hecho. Tony giró alrededor de la habitación y, a una señal de doña Luisa, se acercó a la mesita donde estaban las revistas. Cogió una cualquiera, se la escondió bajo la ropa y marchó definitivamente hacia la puerta que daba al pasillo. Como sonara el timbre, Tony regresó a la habitación y el «botones» corrió a abrir.

—¿Quién anda por aquí? —indicó Felipe como saludo.

Avanzó hasta la habitación de las clases, sonriendo al descubrir a doña Luisa.

Tony estaba en un rincón con la revista todavía bajo el brazo. En otro ángulo de la sala se hallaba el desconocido todo estirado sobre los tacones. Felipe extrañó que aquel señor gastara un bigote de tan grandes dimensiones. Por otra parte, las gafas no dejaban conocer sus ojos.

—¿Ha estado usted en Barcelona? —se adelantó a preguntar el desconocido.

—No, señor —respondió Felipe, poco contento del aire de aquel hombre.

—Yo le conozco a usted —afirmó ahora el de las gafas—. ¿Ha estado usted en San Sebastián?

—No.

—¿Y en Valencia?

—¿En Valencia...? —y Felipe, que, efectivamente había estado en ese sitio, pensó si no debía contestar negando. Por fin, declaró—: Pues sí; he estado en Valencia. Pero yo no sé quién es usted.

El desconocido no se preocupó mucho de lo que acababa de decir Felipe. Se quitó las gafas y el bigote, y, conservando la boina sobre la cabeza, echó a andar en busca de la salida.

Abrió la puerta, la cerró y bajó por la escalera en pequeños saltos. Al pasar frente a la portería, el desconocido encontró a un hombre sentado en una silla baja. Lo miró hasta que el portero creyó que le iban a preguntar por cualquier inquilino. Entonces interrogó de esta manera:

—¿Ha estado usted en Barcelona? Yo le conozco a usted...

El portero negó lo de Barcelona, y afirmó, por último, que él no le conocía de ningún sitio. Cuando el de la boina salió de la casa, el portero quedó pensando en que algunos hombres discuten a veces cosas inseguras.

3

—¡Qué hombre mas chiflado! —soltó Felipe—. ¿A qué viene el ponerse esos bigotes?

—¿No es un artista? —y doña Luisa no ocultaba su temor de que todo lo que había hecho aquel hombre fuera producto de una pobre cabeza en desorden.

—¡Por Dios, doña Luisa! —con qué placer pronunciaba lo de «doña Luisa»—. ¿Cree usted que un artista puede decir esas tonterías? Ahora de lo que se trata es de saber qué va hacer usted —y Felipe señaló también al pequeño Tony.

Doña Luisa explicó que ella y Tony tenían que regresar a casa. No estaba necesitada de prisa. Sin embargo, no recibió con agrado la pregunta de Felipe. ¿De dónde le venía aquel sentimiento de animadversión? Era inútil que doña Luisa tratara de explicárselo. Pensó si la causa de ello sería el vientre abultado de Felipe. Pero este pensamiento no tenía ninguna fuerza y doña Luisa quedó molesta de no adivinar lo que hacía imposible que ella tuviera por Felipe un poco de simpatía. También era verdad que a veces Felipe resultaba agradable.

—Le advierto —empezó Felipe en un tono de misterio— que he recibido noticias de El Escorial.

El efecto ya estaba conseguido. Doña Luisa aceptó entrar en un café y con este propósito echaron a andar.

—Verdaderamente, usted y Tony deben aburrirse mucho —inició Felipe camino del cafó.

Doña Luisa negó lo del aburrimiento, en tanto que Felipe miraba con gesto incrédulo.

—Usted, doña Luisa, necesita que alguien esté a su lado.

Doña Luisa, sin mirar a Felipe de frente, confesó algo confundida:

—No crea usted que me aburro. Con Tony lo paso muy bien.

—Sin embargo... —y Felipe guardó un silencio significativo.

Doña Luisa sonrió ante la objeción de Felipe y ordenó a Tony que acortara el paso.

Entraron en un bar de la calle de Preciados. A doña Luisa le gustaba la música de las pianolas y ella misma acordó que fuera en aquel sitio donde se hiciera la parada.

Para Tony Felipe pidió un bocadillo. En vez de chocolate, doña Luisa eligió café con dos tostadas. Como mirara con frecuencia a la pianola, Felipe preguntó si deseaba escuchar alguna pieza que fuera de su gusto.

—Mire usted si tienen La verbena de la Paloma —solicitó doña Luisa.

Felipe se levantó con verdadera prisa. El pasillo que había entre las filas de las mesas era muy estrecho. Sin embargo, no tropezó con nadie y pudo llegar hasta la caja de los rollos de música. Efectivamente, allí estaba La vtrbena de la Paloma. Felipe sacó el rollo, lo puso sobre la pianola y, dando a un camarero diez céntimos, pidió que lo colocaran en seguida.

—Eso ya está pedido —contó Felipe al llegar a la mesa.

-—Entonces, ¿tenían La vtrbena de la Paloma? —preguntó doña Luisa.

—Naturalmente que la tenían. ¿Qué pensaba usted? —y Felipe cogió su vaso de cerveza para beber un largo trago. Cuando de nuevo acercaba el vaso a la mesa contempló a doña Luisa, pero lo hizo hábilmente y sin que ella pudiera percibir todo el sentido que había en su mirada.

La pianola dejó de tocar y doña Luisa observó cómo el camarero se disponía a poner ahora el rollo de La verbena. También Tony miró hacia el fondo del bar, y como consecuencia de todo esto, Felipe se aseguró que doña Luisa era muy sensible a la música. En cuanto a Tony, hizo esta referencia:

—Es una lástima que el pequeño no haya aprendido a tocar el violín. Tony tiene cara de gran artista.

Doña Luisa iba a decir algo, pero llevó sus sentidos al fondo del bar. Ahora sonaba la pianola las primeras notas de La verbena de la Paloma.

—A mí también me gusta la música —declaró Felipe al notar aquel recogimiento de doña Luisa—. Si tuviera tiempo aprendería a tocar el acordeón.

Doña Luisa hizo como si fingiera una sonrisa y Felipe se preguntó si no había dicho una tontería. Entonces sacó la carta en que Alvaro Giménez explicaba su llegada a El Escorial y, cómo a causa de la lluvia, ya hacía varios días que no empezaban el trabajo.

—¿Y por qué la lluvia impide que se trabaje?

—Cuando llueve —empezó Felipe muy seguro de sí— la fotografía sale obscura. Es como si fuera de noche. Para hacer una buena fotografía se necesita que luzca el sol. Como ahora llueve en El Escorial tienen que esperar a que el cielo esté claro. En la última película en que yo tomé parte —Felipe se refería a la única película en que había trabajado a las órdenes del señor Rocamora— las escenas más importantes ocurrían en el campo. Cuando una nube nos tapaba el sol, el director ordenaba esperar hasta que la nube dejaba de estorbar.

Como Felipe no agregara más detalles, doña Luisa prestó atención a la pianola.

—Por eso —empezó otra vez Felipe, como si la inspiración le hubiera llegado de repente— las películas hay que hacerlas en primavera o verano. Mayo, junio, julio y agosto, y hasta septiembre, son meses muy buenos para trabajar. Además, el sol hay que aprovecharlo cuando empieza la mañana...

Doña Luisa llegó entonces a expresar verdadera curiosidad, y Felipe agregó fácilmente:

—El sol está bien hasta las doce de la mañana. Por las tardes también se puede trabajar, pero hay que aguardar a que el sol empiece a descender. Una buena hora son las cinco de la tarde. Yo trabajé un día hasta el anochecer. El director tenía prisa, pero no adelantó nada, porque algunas escenas salieron muy obscuras y no pudieron ser utilizadas.

Esto último sólo pudo escucharlo doña Luisa. Tony había dejado la mesa para acariciar a un perro que tenían unos clientes que estaban bebiendo cerveza apoyados en el mostrador.

—Observe usted lo desobediente que se está volviendo esta criatura —dijo doña Luisa por Tony.

—Yo creo —y Felipe puso una cara grave— que Tony necesita que alguien lo grite como es debido. Usted es una mujer, y las mujeres no valen para hacerse obedecer por un niño.

Tony se acercaba hacia la mesa.

—¿Le parece que ponga otra vez La verbena de la Paloma? —preguntó ahora Felipe en un tono alto.

Doña Luisa aconsejó salir del bar. Inmediatamente pagó Felipe la merienda y los tres llegaron hasta la Puerta del Sol.

—Si usted me lo permite —empezó Felipe al notar que se trataba de dejarlo solo— les acompaño hasta casa. No tengo nada que hacer —agregó como recurso.

Doña Luisa no se atrevió a impedir este deseo de Felipe y se dejó escoltar. Una vez en la calle de Toledo, comentó Felipe:

—Este barrio es muy alegre. Estoy seguro de que me agradaría vivir por estos sitios.

Al llegar a casa, doña Luisa observó que dos vecinas hablaban cerca del portal. Sintió como un sonrojo de que la vieran acompañada y, despidiéndose de Felipe, desapareció con Tony en busca de la buhardilla.

4
(Parte principal de la carta de Alvaro Giménez)

«Al segundo día de nuestra llegada nos han despertado a las seis de la mañana. Nos han reunido en el comedor del hotel y hemos sido maquillados por el mismo hombre que pega los bigotes y que pone en marcha el gramófono, que el director trae para que entremos en situación en los momentos difíciles.

Como no ha dejado de llover desde que llegamos a El Escorial, estamos todo el día con la cara pintada de amarillo, viendo cómo el señor Poch no cesa de asomarse al patio del hotel para mirar un cielo nublado. A uno de los artistas le colocan cada mañana un bigote y dos trozos de patillas. El director le ha dicho que procure no reír o hacer gestos exagerados, ya que esto podría ocasionar el que se le desprendan los postizos. Este artista no hace más que recorrer el salón de punta a punta. Sin hablar apenas con nosotros, se pasa desde las siete de la mañana hasta la hora de la comida.

La madre de la primera actriz es la que da menos importancia a esto de la lluvia. Es una vieja acartonada que se entretiene fumando cigarros ordinarios. Por el comedor del hotel todos andamos de un lado para otro. La vieja nos mira como a bichos raros y arroja bocanadas de humo. Yo creo que si no acaba de llover, esto va a terminar de mala manera. El señor Poch nos habla ya con el gesto avinagrado. Ayer ha tenido una grave discusión con el director porque uno de los artistas ha hecho que en la comida le cambien un plato de guisado por una ración de jamón. A grandes voces el señor Poch nos ha descubierto que «él ha tenido que comer mucho guisado, muchas judías y hasta pan duro».

El artista del bigote postizo y las patillas ha protestado de que se le tenga pintado y cubierto de pelos desde las siete de la mañana hasta las Beis de la tarde. Este hombre, a pesar de que su protesta es muy razonable, no ha conseguido nada. El director le ha gritado «que un artista de cine no es un hombre cualquiera..., que el cine debe tomarse como un sacerdocio y que Charlot ha ganado mas de cien millones de francos poniéndose un poco de estopa sobre el labio superior».

Al dueño del hotel esto de la lluvia le produce cierta satisfacción, ya que la cuenta del hospedaje va a subir mucho más de lo que él esperaba. Por otra parte, todos nosotros estamos sirviendo como atracción para los turistas que vienen a El Escorial a ver el Monasterio y la «Silla de Felipe II». A la caída de la tarde acuden los extranjeros al comedor del hotel y contemplan nuestras caras pintadas de amarillo.

El otro día he visitado el Monasterio. Conmigo estaban algunos extranjeros. Uno de los turistas, un señor seco, con unos gemelos de campaña constantemente en las manos, me preguntó qué era lo que sentíamos los españoles delante de obras como el Monasterio. Yo le contesté «que aquel célebre edificio era una cosa antipática y fría, que el mobiliario de Felipe II producía asco y que el mismo emperador debía de tener una mentalidad limitada, mentalidad muy corriente entre frailes y curas españoles». «¿Pero es posible que un español piense estas cosas?» —exclamó el de los gemelos.

«Naturalmente que es posible —le respondí—. Le aseguro a usted que este Monasterio no es más que el sueño de un viejo podrido. Mucho más interesante sería conocer la vida de aquellos trabajadores que levantaron este monumento...»

El turista me miró con asombro, habló en alemán con los que le acompañaban y me dejaron solo.

Por la noche he reflexionado sobre esta discusión. Según yo, la razón está de mi parte. Si alguna vez me encuentro frente a las pirámides de Egipto, lo primero que haré será recordar que aquello «no es más que el producto de un enorme dolor social que miles de hombres han acumulado para satisfacer la vanidad de un criminal cubierto de oro o de ropajes frailunos...»

En estos días he pensado también en tu sobrino. Ese sindicalista es muy superior a ti, a mí y a Felipe II.»

5

Después de dejar a doña Luisa, Felipe marchó a su casa y se arregló los vendajes. Como había echado el pestillo de la puerta, se desnudó y se colocó una venda limpia. La sucia fué metida en una palangana llena de agua, y una vez que estuvo vestido, jabonó la tira de hilo, la aclaró y la tendió sobre la percha donde estaba su viejo gabán. A las siete marchó a cenar. En la taberna había poca gente. Hasta las ocho no empezaba a llenarse el saloncillo cubierto de azulejos. Visiblemente preocupado, Felipe comió sin ninguna gana. Por primeras vez, desde hacía muchos años, pensaba que su manera de vivir necesitaba un cambio total. Este cambio podía facilitárselo muy bien su ingreso en el cine, ya que su cuerpo no podría resistir mucho tiempo aquellos improvisados «accidentes» que él utilizaba para salir adelante económicamente. En concreto, Felipe buscaba «un modo de existencia confesable a los ojos de doña Luisa». Aunque ella todavía no hacía fáciles sus deseos, Felipe pensaba que era demasiado urgente el variar de situación.

A las siete y media había terminado de cenar. Fué entonces cuando en lugar de abonar la comida para marcharse pidió un vaso de vino. Su cabeza trabajaba simultáneamente en dos cosas. Primero, recordaba a doña Luisa, y este recuerdo le ayudaba a salir de aquel callejón sin salida que era su vida, sus «accidentes» y la duda de que en el cinematógrafo él no llegara a triunfar.

Ya que había machacado sobre todo esto, sacó la carta de Alvaro Giménez y la leyó una, dos y hasta más veces. Y la verdad era que la carta no le produjo ninguna tranquilidad.

A las nueve menos cuarto continuaba sentado sobre el taburete. Ahora sentía que en su cabeza se mezclaba todo. Los recuerdos de doña Luisa, la delgadez de Tony y la carta de Alvaro Giménez. No tenía el poder suficiente para pensar en una sola cosa. Lo demás, acudía de pronto y le inundaba el cerebro de imágenes. Por último, cayó en la cuenta de que la culpa de toda aquella confusión era debida al vino consumido. Entonces llegó a reír, y un cliente que estaba en otra mesa hizo una mueca sospechosa. El hombre tenía tipo de oficinista. Felipe temió que le tomaran por loco. Continuó riendo y se levantó. Ni siquiera se presentó, sino que sacó la carta de Alvaro Giménez.

—Me reía de esto —y movía la carta, frente a la indiferencia del oficinista—. Puede usted leerla. Precisamente quisiera que alguien me diera una opinión.

El oficinista terminó de mondar un plátano, lo comió en dos bocados, y en cuanto se limpió los dedos en una servilleta manchada de vino, cogió la carta. La leyó rápidamente. Como es natural. Felipe esperaba que se le devolviera el papel; sin embargo, el oficinista volvió a la lectura, y entonces lo hizo muy despacio, como si rumiara las palabras que había escrito Alvaro Giménez.

—Este señor —pronunció el oficinista con una voz endeble— dice cosas muy extrañas. Este señor es un anarquista.

Por efecto del descubrimiento. Felipe quedó como cortado. Recogió la carta, pagó la cuenta de su cena y salió de la taberna. Por si acaso le seguían, caminó mirando de reojo hacia la parte por donde podría estar el oficinista. En diez minutos se plantó en su casa. La patrona se hallaba en el comedor jugando a las «siete y media» con tres huéspedes. Felipe dió las buenas noches y se metió en su cuarto. Ahora empezaba a respirar tranquilo. Dispuesto a descansar, cayó en la cama vestido y con todo el vendaje fuera de su sitio. Minutos más tarde Felipe era una masa insensible a los ruidos de la calle, a los ruidos de la casa y a todo el bagaje de recuerdos que habían hecho que en aquellos instantes fuera su cabeza como una pobre máquina averiada.

IV: JOSÉ SANCHO PIERDE AUTORIDAD

1

A los siete días de haber llegado a El Escorial cesó de caer agua y el cielo se aclaró totalmente. Se dispuso que el trabajo comenzara a la otra mañana. La orden fué dada personalmente por el señor Poch, a pesar de que José Sancho había expuesto con cierta dureza que en la dirección de una película no debía de mandar más que una sola persona. El señor Poch no hizo ningún caso de la advertencia y repartió cuantas órdenes quiso. Por temor a que la cosa pasara a mayores, José Sancho no agravó la cuestión con nuevas razones. De todas formas plantearía el asunto en un momento más oportuno.

No era aquella la primera rozadura entre él y el señor Poch. El día anterior, sobre las once de la mañana, el señor Poch bajó al comedor con un paquete de hojas impresas. Todos los artistas estaban maquillados y dispuestos a empezar el trabajo. José Sancho aseguró al señor Poch que al otro día podría comenzarse la película. El señor Poch quedó conforme con la explicación, pero entonces llamó al maquillador.

—El trabajo no ha de empezar hasta mañana —fué diciendo, mientras desataba el paquete—. Guarde usted los bigotes de esa gente —y señaló a los artistas que tenían postizos—, y después se da una vuelta por los hoteles y bares de este pueblo. Puede dejar diez o quince hojas de estas en cada establecimiento.

El maquillador tomó una actitud grave, pero no se atrevió a exponer lo que le parecía el encargo.

—Creo que no está bien el enviar a este señor a repartir hojas por los hoteles —dijo José Sancho, convencido de que el raaquillador no haría nunca lo pedido por el señor Poch.

—¿Y por qué no está bien? —y el señor Poch llegó a ponerse colorado.

—Este señor es un artista —afirmó José Sancho.

—Le advierto —intervino el maquillador— que estoy diplomado como peluquero artístico.

—¡Tonterías! —exclamó el señor Poch—. Yo no sé qué tendrá que ver el que usted esté premiado como peluquero artístico para que no quiera repartir estas hojas. Sepa usted que en ellas se anuncian mis cafés «Ecuador».

—Le he querido decir —expuso José Sancho de buen tono— que el repartir anuncios no es lo razonable en un artista.

—¿Y por qué no ha de ser razonable? En la vida todo es razonable —el señor Poch parecía que iba a reventar de indignación—. ¿Me oyen bien? Lo que no es razonable es morirse de hambre.

El pequeño escándalo atrajo a los demás artistas. Fueron tomando asiento cerca del señor Poch, de José Sancho y del maquillador. En aquel mismo instante la discusión había quedado diluida en un silencio violento. De un segundo a otro se adivinaba que uno de los tres iba a romper aquella forzada quietud. El señor Poch tenía en una mano el paquete amarillo y en su cara, todavía alterada por el suceso, se presentía una rabia contenida.

—Bien —inició el señor Poch—. Si usted no quiere repartir estas hojas, no las reparta. Las repartiré yo mismo —agregó al final y ya de pie sobre el entarimado del comedor.

José Sancho estuvo a punto de arrebatarle el paquete para correr a regalar las hojas. La decisión del señor Poch no había dejado de sorprenderle y creyó que este gesto suyo allanaría la violencia que existía entre los tres. Pero ni él ni el maquillador hicieron nada por hallar una solución honorable.

—Pues sí, voy a hacer yo mismo ese reparto; pero quiero que ustedes dos me acompañen —y el señor Poch hizo un primer movimiento de marcha.

Como el maquillador continuaba callado, José Sancho se permitió proponer:

—Creo que las hojas podría repartirlas el «botones» del hotel. No me parece necesario el que usted haga ese trabajo.

—¿Pero ustedes me quieren acompañar o no me quieren acompañar? —preguntó el señor Poch, dispuesto a salir con el paquete.

El maquillador asintió con la cabeza y José Sancho ya no tuvo más remedio que imitar este gesto.

Salieron en fila. Primero el señor Poch; luego el maquillador, y por último, José Sancho. Los artistas se levantaron para desperdirlos. Alguno llegó hasta la puerta de la calle para ver alejarse, con paso rápido, al señor Poch y a sus dos acompañantes. Detrás de él ya no marchaba el maquillador. El segundo puesto lo había solicitado José Sancho con una simple orden dada al salir del hotel. Las calles de El Escorial, todavía húmedas de las recientes lluvias, fueron recorridas con verdadera prisa. El señor Poch no solamente entró en los hoteles, sino que también repartió las hojas en algunas tabernas. Los dueños o empleados de los establecimientos recogían los prospectos extrañados de que en el pueblo se hiciera aquella clase de propaganda. Primeramente, el señor Poch pedía permiso para hacer su reparto. En cuanto se lo concedían, hacía una señal a José Sancho y al maquillador, obligándoles a que presenciaran como testigos el desarrollo de su trabajo. Cuando dejaban el local, los dueños salían a contemplarlos desde la puerta. Ninguno de los tres volvía la cabeza. Dando pequeños saltos sobre el horrible adoquinado del pueblo, caminaban y caminaban. El señor Poch no quiso dirigirles la palabra hasta que terminó el reparto de las hojas. Al entrar en el hotel los artistas hicieron un movimiento de gente que ha estado aguardando un grave final. El hermano de José Sancho no se atrevió a presenciar la escena y marchó del comedor. El señor Poch se llenó un vaso de agua y bebió hasta la mitad. Después se dejó caer sobre una silla y, en lugar de gritar, o de decir simplemente algo que aplacara la curiosidad de todos, se puso a rebuscar en los bolsillos de su americana. Del lado derecho sacó un papel. Era un único prospecto de los que anunciaban sus «cafés». El señor Poch hizo con él una pelotilla apretando el papel con unos dedos llenos de convulsiones nerviosas. Miró a todos y se levantó. Según caminaba hacia la salida fué apretando la bolita que había fabricado momentos antes. A un metro de la puerta arrojó la reducida pelotilla. El movimiento fué de una intensidad casi agrevisa.

2

Las seis de la mañana cogieron despierto al señor Poch. Su primer ademán lo llevó al balcón; después comenzó a vestirse. Ya se había levantado el maquillador y estaba terminando su arreglo personal. Aparte de colocar postizos y maquillar, este hombre se había compremetido a servir como ayudante del director. Por tanto, fué el primero en bajar al comedor del hotel. A las seis y media ya había desayunado y tenía abiertas las cajas donde estaban las barras de pintura, los lapiceros de sombrear los ojos y los polvos de distintas tonalidades.

Los hermanos Sancho aparecieron minutos antes que el señor Poch. Jacinto colocó la máquina tomavistas y el trípode cerca de la puerta. Los artistas fueron los últimos en bajar. Por orden de personalidad, el maquillador empezó su trabajo. Primero la actriz; después el galán, y más tarde Alvaro Giménez. Aunque la mañana brillaba bajo un espléndido sol, en algunas caras existía una antipática seriedad. El señor Poch estaba en ese grupo de gente agria; pero su estado, indudablemente, era un residuo de lo que había ocurrido el día anterior con motivo del reparto de las hojas.

Sobre las ocho salieron todos del comedor. En la puerta del hotel había un auto grande con el motor ya en marcha. Algunos curiosos estaban aguardando a que apareciesen los artistas. Junto al chófer tomó asiento José Sancho. En una mano llevaba un cuaderno escrito a máquina. El auto arrancó del hotel, y con grandes dificultades cruzó algunas calles, en las que también había curiosos que contemplaban el paso de los artistas.

—¿Qué querrá esa gente? —preguntó el señor Poch a los que iban dentro del automóvil.

Nadie le contestó. A excepción del operador, los demás procuraban no contraer el maquillaje y esperaban a que parase el auto, con una cara extremadamente seria. El maquillador miraba alguna vez al señor Poch, demostrando un leve rencor por lo de las hojas amarillas. El chófer frenó en una plazoleta y maniobró de manera que el auto quedó a la sombra de unos árboles. La gente que había en la plaza formó un grupo numeroso que muy pronto iba a originar el que tuviera que intervenir el señor Poch.

José Sancho bajó del coche y se acercó a la portezuela por donde trataban de salir los artistas. Después de descender el operador, el señor Poch y el maquillador, José Sancho se acercó autoritario.

—No baje nadie sin permiso mío —dijo con una voz dura—. Primero hay que colocar la máquina. Ya se avisará a quien tenga que trabajar.

Señaló a su hermano dónde debía fijar la máquina y, después de consultar el cuaderno del «guión», ordenó al maquilla-dor que llamara a la actriz y al galán.

Los curiosos, en número no inferior a cincuenta, iban de un lado para otro como sugestionados por el brillo metálico del aparato tomavistas. También influía en ellos los rostros amarillos de los artistas que acababan de salir del automóvil.

José Sancho mandó a la actriz que le acompañara hasta una esquina de la plaza. Sin dejar de andar, le fué detallando:

—Usted ha salido de su casa. Ahora marcha a ver a una amiga. Al llegar aquí —y José Sancho hizo con el pie una señal sobre el suelo— se encuentra con su novio. Se saludan y hablan hasta que yo toque el pito. Ahora vamos a hacer un ensayo.

La actriz quedó en la esquina y José Sancho marchó a explicarle al galán dónde tenía que colocarse.

Entre los curiosos hubo una desbandada general. Varios se fueron por el sitio donde esperaba la actriz a que sonara el pito del director. Otros empezaron a ponerse delante de la máquina, impidiendo al operador el poder tomar la fotografía. Era tal el desorden que el señor Poch empezaba a perder la serenidad.

—¡Hagan el favor de retirarse! —pidió José Sancho agitando los papeles del «guión».

Los curiosos retrocedieron cerca de un metro, y en seguida, disimuladamente, avanzaron el doble de lo que habían retrocedido.

—¿Quieren hacerme el favor de quitarse de aquí? —dijo ahora José Sancho con la voz alterada.

La gente volvió a hacer lo mismo que antes, pero el movimiento de avance lo llevaron a efecto cuando el director tocó el pito. La actriz inició la marcha y el galán fué a su encuentro. Algunos mirones irrumpieron en el campo que pertenecía al objetivo del aparato tomavistas. El desorden fué completo y el señor Poch se acercó a José Sancho.

—Usted no tiene idea de cómo hay que dirigirse a esta gente —dijo por el público.

—Supongo que usted no va a enseñarme —y José Sancho dió un largo pitido, con lo cual el ensayo quedó cortado.

En lugar de responder al director, el señor Poch levantó los brazos y empezó a gritar:

—¿Por qué son ustedes tan idiotas? —Los curiosos pusieron una cara do sorpresa—. ¿Es que pretenden no dejamos trabajar? ¿Por qué no se van a dar una vuelta por el Monasterio? —aconsejó ahora el señor Poch con una sonrisa que era una franca tomadura de pelo.

José Sancho vió cómo la mayoría se dispersaba discretamente. Los que no se decidían a marchar se apartaron, dejando libre todo el terreno por donde tenían que circular los artistas.

—Ahora ya sabe usted cómo hay que hablar a esos imbéciles —dijo a José Sancho el señor Poch—. Se nota que usted no ha nacido para mandar hombres.

El director agachó ligeramente la cabeza y sopló en el pito. El ensayo se volvió a repetir, haciéndose después la escena real. Desde la plaza marcharon a otro sitio donde estaba el portal por el que tenía que hacer varias entradas y salidas la primera actriz y el hombre del bigote postizo. A la una y media todo el mundo regresó al hotel. Los artistas iban cansados y sudorosos, como si hubieran andado docenas de kilómetros.

3

En el instante en que el señor Poch se dirigía al comedor, un camarero le comunicó que subiera a la habitación de José Sancho. El señor Poch se llegó al primer piso, llamó sobre una puerta y pasó a presencia del director.

José Sancho estaba de pie. A su derecha había una mesita y encima del mueble se veían las hojas a máquina del «guión» de El estudiarte enamorado. Sin decirse nada como saludo, José Sancho empezó de esta manera:

—Usted no tiene ningún derecho a gritarme delante de los artistas. No olvide que yo soy el director y que si necesita darme alguna queja puede aguardar a que nadie esté con nosotros.

Como notara que sus palabras hacían efecto, José Sancho agregó con energía:

—Espero que lo de hoy no se repita. De otro modo presentaría a usted mi dimisión.

—¡Vamos! ¡Vamos! —intervino el señor Poch con bastante cordialidad—. Supongo que usted no va a tomar en serio lo de esta mañana. Le quise advertir que a la gente hay que tratarla a puntapiés. Si usted hubiera mandado negros, ahora mismo me daría la razón.

—Pero los españoles no son negros —explicó José Sancho como justificación de lo ocurrido por la mañana.

—El pueblo es lo mismo aquí que en América. Hay que hablar fuerte para que lo respeten a uno. Yo me río de los socialistas cuando afirman que todos los hombres tienen que ser iguales. ¿Acaso el listo necesita juntarse con los tontos?

El señor Poch se acercó a José Sancho para echarle un brazo por cima del hombro.

—Ahora vamos a comer —aconsejó familiarmente—. No podemos quejarnos por quejarnos. ¿Es que va usted a ahogarse en un vaso de agua?

Y, empujando a su director con unos golpecitos singulares, salieron del cuarto para dirigirse al salón comedor.

4

Las escenas de la tarde correspondieron a la primera actriz y al galán. Según lo escrito en el «guión», la pareja había decidido darse cita en la Silla de Felipe II. Para llegar al alto promontorio necesitaron utilizar un auto pequeño. El autobús de la mañana no hubiera podido ascender por el estrecho camino.

José Sancho, molesto de aquella manera de meterse en todo que tenía el señor Poch, aconsejó a éste que podía quedarse en el hotel. El señor Poch no aceptó la proposición y se metió en el automóvil. Por el camino encontraron bastantes frailes. Los religiosos apenas si se fijaban en los artistas. Sentados bajo los árboles, tenían una mirada tranquila y perezosa.

—Esto es lo que hace que España no prospere —declaró el señor Poch refiriéndose a los frailes—. Son como la polilla...

José Sancho no dió su parecer. Iba preocupado con la técnica que debía emplear en las escenas que pronto tendría que dirigir. Además, el calor era de tal manera sofocante, que todos los que estaban dentro del auto parecían animales aletargados.

En cuanto llegaron, Jacinto Sancho montó la máquina y esperó la orden de dar a la manivela. El señor Poch se dejó caer sobre el duro asiento de la Silla de Felipe II. Enfrente de él el pueblo de El Escorial se agrupaba junto al Monasterio. A la espalda de las casas, unos cerros de un color verde obscuro se alzaban hasta tocar un cielo clarificado. Soplaba un aire ligero que movía las ramas de los árboles y penetraba por entre las hojas para producir un pequeño ruido de cosa agitada.

Mientras José Sancho explicaba a los artistas la primera escena que se iba a filmar, el maquillador colocó en lugar a propósito la caja del gramófono. Todo esto lo hacía por orden superior. Introdujo un disco y esperó la señal de ponerlo en marcha. El señor Poch se dió cuenta de lo del gramófono, reconociendo que José Sancho sabía hacerse cargo de las cosas útiles. La escena era completamente amorosa. «El estudiante había llegado a El Escorial a pasar las vacaciones, había conocido a aquella señorita, y los dos, de común acuerdo, se dieron cita en la Silla de Felipe II.» Se hizo el ensayo; éste resultó aceptable, y entonces José Sancho hizo la señal convenida. Todo el mundo quedó inmóvil y silencioso. Sólo pudo escucharse los ruidos de las hojas y los pasos del chófer que había ido a ocultarse detrás de una pequeña loma. En medio de aquella soledad sonó una música ligera y los dos artistas empezaron a hacer su trabajo. Bajo la vigilancia del maquillador, el disco del gramófono continuó dando vueltas y más vueltas. De pronto se oyó cantar:

«Adiós, muchachos,
compañeros do mi vida,
farra querida
de aquellos tiempos...»

El señor Poch estaba sentado sobre un pedrusco y miraba a la pareja de artistas. Acababa de regresar el chófer, y al pretender avanzar, José Sancho se lo impidió hasta que hubo dado fin a la escena.

—¡Stop! —gritó entonces para todos.

La orden de José Sancho permitió el que los artistas buscaran en la sombra un poco de aire fresco en tanto que el operador cambiaba de sitio la máquina tomavistas. El descanso sólo duró unos minutos. Una vez emplazada la escena, volvió José Sancho a dar órdenes, a corregir la posición de la máquina y a inspeccionar el maquillaje de los artistas.

—¡Preparen la música! —pidió al maquillador—. Solamente tenemos dos horas de sol.

Y, sin que fuera necesario, José Sancho gritó a los artistas, al maquillador y a su hermano Jacinto. Indudablemente trataba de ganar el terreno perdido por la mañana delante del señor Poch.

Dispuesto todo, el maquillador dió marcha al gramófono. Ahora se escuchaba un vals lento y provisto de dulces notas de violín. Cuando la escena llegaba al final, la actriz y el galán acercaron sus caras y se besaron en el instante que José Sancho bajó el brazo derecho. Esta era la señal convenida.

—¿Cree usted que esto no será muy fuerte? —preguntó el señor Poch al acabar la escena.

—De ningún modo —explicó José Sancho—. En todas las películas hay besos.

—Bien, bien; cuando usted lo dice... —y el señor Poch se puso a jugar con los guijarros que tenía cerca de la punta de sus zapatos.

5

Regresaron a la caída de la tarde. Como el camino era en descenso, se podía ver El Escorial bajo un fanal de vaho que cubría todo el pueblo. El sol empezaba a meterse al otro lado de las montañas, pero aun brillaba en las torres del Monasterio. El auto de los artistas pasó frente al antiguo edificio. Por allí andaba Alvaro Giménez. No llegaron a verle y continuaron hasta el hotel.

Alvaro se sentó sobre la tierra que encuadraba el estanque. El agua copiaba las partes altas del Monasterio. En algunos sitios capas de verdín flotaban inmóviles. Alvaro miró por la parte que debía estar Madrid. Sin ninguna necesidad de pensar en ello, recordó las trampas de la mujer de su antiguo director. Recordó otras cosas. Todas eran de escaso valor. El mismo, bajo aquel cielo agrisado y transparente, era también una cosa insegura y expuesta a multitud de contratiempos.

Felipe cruzó los soportales de la Plaza Mayor. Preguntó a un guardia municipal por unas señas y el agente le indicó un ancho portal. Felipe subió al primer piso, recorrió un pasillo y apareció en un salón donde había cerca de cuarenta lectores inclinados sobre unos pupitres de pino barnizado. Le entregaron una hoja de papel y una chapa. En la hoja apuntó lo que deseaba leer, escribió su nombre y apellidos y esperó a que se le sirviera lo solicitado. Quiso recordar cuándo había estado en otra biblioteca, pero su memoria no le trajo nada disculpable. Cuando se estaba reprochando su falta de asistencia a los centros de cultura, un empleado le entregó un grueso volumen. Felipe recorrió el salón hasta encontrar un asiento desocupado. Como era la primera vez que tenía en sus manos un diccionario, tardó unos minutos en hallar esta breve definición:

«Anarquista, com. Persona que profesa el anarquismo, o desea o promueve la anarquía.»

No entendiendo nada de lo que había leído, se puso a pasar hojas y a ver dibujos en color de animales y cosas. Como esto tenía para él un interés secundario, abandonó los dibujos y volvió a lo que había hecho que visitara una biblioteca. Detrás de la palabra anarquista venían las tres letras «Com». Estas letras no especificaban nada, sino que hacían menos inteligible lo de «Persona que profesa el anarquismo o desea o promueve la anarquía».

Completamente desilusionado, levantó la cabeza para observar a los otros lectores. Uno del público leía con gafas. Felipe creyó que aquel señor poseía la clave de lo que él no llegaba a comprender, y, lleno de una súbita confianza, cogió el diccionario y apartó el sillón que le impedía marchar. A un metro de donde se hallaba el lector de las gafas, Felipe respiró profundamente y dió el último paso.

—Perdone usted —empezó con respeto—. ¿Quiere usted explicarme qué dice aquí? —y le señaló lo que estaba impreso en el diccionario.

—¿No sabe usted leer? —dijo el otro con poca amabilidad.

—Sí, señor; pero no entiendo bien. Yo deseaba saber qué es un anarquista.

El señor de las gafas apartó a un lado del pupitre un número del A B C y contempló a Felipe con unos ojos que anticipaban lo que iba a decir inmediatamente.

—¿Me pregunta usted lo que significa un anarquista? Un anarquista es un asesino. Ya lo sabe usted.

Felipe entornó la vista, masculló dos palabras y marchó a su pupitre. Desde allí atisbo por el lado del de las gafas. Sólo cogía de él un poco de los hombros y el círculo amarillo que redondeaba la calva de su cabeza. Tenía que estar leyendo el A B C, porque no salía de aquella postura.

Una ola de indignación recorrió entonces el rostro de Felipe. Sin embargo, adivinó que en la respuesta del de las gafas había mar de fondo, y esto sujetó sus deseos de armar escándalo. Probablemente aquel hombre estaba resentido de algo que él no llegaba a comprender. «Cada cual tiene sus preocupaciones, y no era cosa de rebuscar en la vida de los demás.»

Casi conforme con esta teoría, abrió el diccionario para buscar pequeñas litografías de animales exóticos. Y parando los ojos en una pequeña estampa empezó a leer:

«Chinchilla. Mamífero roedor, propio de la América meridional, poco mayor que la ardilla y parecido a ésta, pero de pelaje gris, más claro por el vientre que por el lomo y de una finura y suavidad extraordinarias. Vive este animal en madrigueras subterráneas, y su piel es muy estimada para forros y guarniciones de vestidos de abrigo.»

TERCERAS ESCENAS

En cuanto a las corbatas de Lewis Rudolph, es ya del dominio público que son las más famosas y las más apreciadas por los elegantes. Solamente en la película Días de gran lujo, Lewis Rudolph exhibe cerca de dos docenas.

Digamos también que el gris es el color favorito de Lewis Rudolph.

I: LA PRUEBA

1

En la primera quincena de julio recibieron los críticos cinematográficos unas invitaciones para que asistieran a la primera proyección de El estudiante enamo ado. Los empresarios recibieron igualmente dichas invitaciones, y en cuanto a los artistas que habían trabajado en la película, ya hacía más de una semana que esperaban contemplarse en la pantalla.

Debido a unas ligeras modificaciones que José Sancho había introducido en el argumento, todos los alumnos de «Academia-Film» desfilaron ante la cámara fotográfica.

A ruegos de José Sancho, el señor Poch no vió proyectado ningún trozo de la película. «Era preferible que aguardara a que el film estuviera completamente en orden y en disposición de ser presentado a la crítica y a los empresarios.»

En aquellos días las páginas que los periódicos dedicaban al cine habían publicado «fotos» donde se veían escenas de la película. En algunas, estaba en primer término la máquina tomavistas. Jacinto Sancho sonreía detrás con la gorra colocada al revés. Junto al operador se mezclaban los artistas, pero dejando en un sitio muy visible al director José Sancho, y al señor Poch. Sin duda alguna, la «foto» más importante fué la publicada por una revista de Barcelona. En ella, Tony, con un montón de periódicos bajo el brazo, voceaba las últimas noticias. Doña Luisa compró tres ejemplares. Uno lo dejó disimuladamente entre los periódicos de «Academia-Film»; otro lo envió a unos parientes, y el tercero lo retuvo en la buhardilla. El pié que habían puesto al retrato no era muy extenso, pero llegaba a decir: «El gran artista Tony en la película española «El estudiante enamorado».

2

Artistas, empresarios, críticos y demás invitados cubrieron medio patio de butacas. A las once de la mañana sonaron en la sala los compases movidos de un pasodoble. En la fila cuarta estaba el grupo de Tony, doña Luisa, Felipe y Alvaro Giménez. Se colocaron tan cerca de la pantalla porque doña Luisa no veía lo suficiente desde las otras filas de butacas.

El señor Poch se hallaba en un palco, rodeado por los hermanos Sancho y acompañado también por el autor de los títulos, el periodista señor Ñuño. A medida que avanzaba el pasodoble, entre los artistas había cierta nerviosidad.

En el instante de terminar la música las luces de la sala se extinguieron en tres suaves sacudidas. De la cabina de proyección brotó una manga de fulgor blanco y sobre la pantalla apareció el título del film, los nombres de los artistas y de los elementos técnicos. Doña Luisa leyó muchos nombres, pero fué inútil que esperara encontrar el de Tony. Nadie le había asegurado esta propaganda; sin embargo, ella creía que el trabajo de Tony era merecedor de figurar en la lista de intérpretes. A su lado estaba Felipe. Doña Luisa no preguntó sobre el caso, aunque apetecía una clara explicación.

Lo primero que sorprendió a los críticos fué que, con cualquier motivo y en momentos en que necesariamente tenía que hacerse sospechoso, aparecían anuncios en una valla, en el tope de un tranvía o en una cartelera de espectáculos, donde se propagaban unos cafés marca «Ecuador».

Doña Luisa no reparó en los anuncios. Ni siquiera cogía el hilo del argumento de El estudian'e enanruorado. Ya había transcurrido la mitad de la película y Tony no acababa de aparecer en la pantalla. Recordaba perfectamente la escena. «Tony tenía que aparecer voceando periódicos en una esquina cualquiera. Después de gritar repetidamente la noticia de un crimen, un caballero, elegantemente vestido, se acercaba a Tony y le compraba uno de los diarios. Tony tenía que recoger la moneda para después continuar voceando el misterioso crimen que había sucedido la noche anterior.»

Ya se había visto el trabajo de Alvaro Giménez y Felipe. Alvaro había hecho sus escenas un poco nervioso. Le faltaba naturalidad. En cambio, Felipe, en su papel de hombre cínico y aficionado a la bebida, cumplía notablemente su actuación.

En uno de sus momentos —Felipe tenía que huir ante la acometida de una portera— el público hizo un murmullo de aprobación.

—Está usted muy bien —dijo doña Luisa.

Felipe recogió el elogio. Iba a decir algo, pero doña Luisa se lo impidió.

—Es extraño que no haya salido Tony —y con la voz tomada por una honda preocupación, añadió—: El director me ha dicho que Tony ha hecho muy bien la escena del vendedor.

Alguien que estaba colocado en la fila de detrás se molestó del diálogo y protestó. Doña Luisa guardó silencio. Ahora se estaba en las últimas escenas: «El estudiante, ya casado con la muchacha que ha conocido en El Escorial, sale de la iglesia en compañía de su esposa.»

La película dió fin al dirigirse la pareja a la estación del Norte para tomar el tren.

Al hacerse la luz, doña Luisa tardó en levantarse de la butaca. El ruido de la gente que comentaba el film le producía dolor y una rara vergüenza.

—Por lo visto ha ocurrido algo —declaró Felipe para tranquilizar a doña Luisa—. Hay que preguntar al director por qué Tony no ha salido en la película.

—No haga usted eso —pidió doña Luisa, sentada todavía en la butaca.

Alvaro se encontraba en medio del pasillo esperando que Felipe, doña Luisa y Tony rompieran la marcha. En esos instantes el «botones» de «Academia-Film» repartía hojas con el anuncio de los cafés del señor Poch. Esta vez las hojas no eran amarillas, sino de color rojo.

En el palco ocupado por el señor Poch bullían los críticos y algunos artistas. El señor Poch, ayudado por José Sancho, atendía a las preguntas que le hacían constantemente. Más de una vez buscó con la mirada al «botones». El muchacho seguía repartiendo prospectos a los que iban desalojando la sala.

En la fila cuarta habían quedado aislados doña Luisa y los demás. Ella comprendió que de continuar allí acabaría llamando la curiosidad de los que se hallaban en el palco del señor Poch.

—¡Vámonos! —y empujó a Tony hacia el pasillo.

Al pasar bajo el palco, doña Luisa escuchó unas risas. Aunque el pequeño escándalo no tenía nada que ver con ella, aligeró cuanto pudo hasta encontrarse en la acera de la calle.

—¿Quiere usted tornar un refresco? —invitó Felipe, adelantándose a doña Luisa—. Cuestión de cinco minutos —añadió, al ver el gesto de duda con que se acogía su petición.

—No, muchas gracias —empezó doña Luisa con desaliento—. Tenemos que estar en casa en seguida.

Tony escuchó el diálogo mostrando una cara de resignación. Parado junto al traje obscuro de doña Luisa, miraba alternativamente a Felipe y a Alvaro Giménez. Unos portales más allá había un café-bar. Felipe señaló el hallazgo y pudo convencer a doña Luisa de entrar un instante.

En el bar, Felipe pareció otro hombre. Hizo a Tony unas cuantas caricias y se volvió a doña Luisa.

—Estoy seguro de que algo ha ocurrido para que supriman lo de Tony. ¿No lo crees tú así? —terminó, dirigiéndose a Alvaro.

—Naturalmente. Usted —dijo a doña Luisa— debe preguntar al director por qué ha pasado esto —y sin tener mucha fe en sus palabras, indicó con absoluta firmeza—: Esta misma tarde debe usted pedir una explicación.

Doña Luisa hacía pequeños movimientos de cabeza y atendía al café con leche que acababan de servirle. Tony había pedido también esto mismo, aunque acompañado de un pastel.

Enfrente de ellos tomó asiento un viejo que entró en el bar arrastrando los pies. El camarero se acercó con un vaso y una botella de leche. Sin duda, el parroquiano tomaba siempre lo mismo. El camarero le llenó el vaso y preguntó con un tono banal:

—¿Cómo está su sobrino?

—Bien, bien...

Y el viejo acercó al vaso una mano sarmentosa donde lucían cinco sortijas de brillantes.

El camarero contempló las sortijas y terminó marchándose hacia el mostrador. El viejo bebió la leche. Más tarde, y para que nadie se diera cuenta de lo que iba a hacer, escondió la mano ensortijada bajo la mesa y estuvo mirándose las sortijas con una codicia tranquila. Después sacó una lupa de un bolsillo del chaleco y la fijó sobre las sortijas para mirar a través del cristal las calidades de las piedras.

—A mí —declaró Felipe de buena gana— me gustaría estar siempre sentado en un café como este.

Doña Luisa se fijó en Felipe, hizo un esfuerzo para sonreír y después se entregó a suspirar.

El camarero volvió a la mesa del viejo. Se notaba que tenía necesidad de ver nuevamente las sortijas.

—¿Es muy joven su sobrino? —preguntó, mientras admiraba los brillantes.

El viejo había dejado la mano sobre la mesa. La tenía inmóvil, sabiendo el espectáculo que estaba produciendo en el camarero.

—No tan joven —confesó con una voz obscura.

—¿Cuántos años?

—Treinta y siete.

Era indudable que esta misma conversación se había producido días antes, porque los dos hablaban como si recitaran su «papel».

Un nuevo cliente hizo que el camarero se alejara de la mesa. El viejo utilizó de nuevo la lupa, hasta que se cansó de contemplar las sortijas.

Felipe creyó que doña Luisa estaba a punto de abandonar el café y preguntó:

—¿Qué le ha parecido a usted la película?

Doña Luisa hizo intención de contestar, pero miró a Tony y no dijo nada.

El viejo se había levantado para cruzar por el café. Pasó arrastrando unos pies metidos en unas botas abrochadas con botones. Unas botas negras en las que no había ningún brillo.

—Nosotros nos vamos ya —y doña Luisa mandó levantar a Tony.

Esta vez Felipe no acompañó a doña Luisa nada más que hasta la puerta del café. Suponía que ella necesitaba hacer las compras de la comida y prefirió no molestar.

3

Alvaro fué llevado a la taberna de los azulejos. Felipe había elegido esta taberna con un obscuro propósito.

—Necesito hablar contigo —empezó cerca de la taberna—. Quiero que me des un consejo.

Alvaro hizo un movimiento para que el otro continuara. Desde luego, no sospechaba la clase de confesión que se disponía a hacer Felipe.

—Puede que te cause extrañeza lo que voy a decirte. —Hizo una pausa y continuó—: Estoy enamorado de doña Luisa.

—¿Se lo has comunicado a ella? —interrogó Alvaro, sin demostrar ninguna sorpresa.

—Todavía no. Pero estoy dispuesto a hacerlo. Me cansa esta vida que he llevado hasta ahora.

Pasaban frente a la taberna y Felipe cambió de conversación.

—Hace unas semanas me encontré aquí con un tipo...

Felipe condujo a Alvaro al saloncillo de los azulejos. Entre los que comían no se hallaba el oficinista.

Un dependiente les arregló la mesa y en seguida empezaron a comer. Una hora más tarde Felipe salió a comprar un puro de treinta céntimos. Tardó más de lo debido porque en el trayecto leyó detenidamente la carta que Alvaro le había mandado desde El Escorial. También revisó el papelito donde estaba anotada la definición de lo que significaba «anarquista».

Sentado otra vez, encendió el puro y empezó a fumar con el ánimo preocupado, hasta que, harto de arrojar humo, indicó de pronto:

—¿Quieres explicarme qué es un anarquista?

Y se dispuso a escuchar con extraordinaria curiosidad.

Alvaro quedó sorprendido de la pregunta. Como Felipe aguardaba una aclaración, se dispuso a contestar.

—Los anarquistas son los que no creen en ninguna clase de autoridad —guardó silencio hasta encontrar un final interesante, y agregó—: Un anarquista es un destructor de todo lo viejo.

Felipe hizo un gesto de hombre que no ha sacado nada en limpio. Después de darle tantas vueltas al asunto, de visitar bibliotecas e interrogar a la gente, ahora llegaba a dudar de ciertos indicios que había acumulado trabajosamente. Para no dejar en el vacío la gran cuestión hizo una serie de preguntas.

—¿En qué Dios creen los anarquistas?

—En ninguno —respondió Alvaro con rapidez.

—Entonces, ¿no creen en Dios?

—Ni en Dios, ni en los generales, ni en los obispos, ni en nada que signifique autoridad.

Felipe apretó el puro con un «tic» nervioso. Notaba que le faltaban recursos para proseguir.

—Pero creerán en algo... No se puede vivir sin una fe.

—Sí; creen en los árboles, en el sistema planetario y en el valor disolvente de las bombas.

Felipe hubiera dado cualquier cosa por entender aquel lenguaje. No llegaba a formarse una idea aproximada de su problema, porque no le era posible encontrar la verdad en aquellos términos en que se expresaba Alvaro Giménez.

—¡No sé qué tendrán que ver Iob árboles con las bombas! —exclamó, como una disculpa a su falta de compresión.

Y dentro de aquel círculo, cada vez más cerrado, explicó:

—Yo creo que la gente no sabe lo que dice. Un señor que viene a esta taberna conoce la carta que me enviaste desde El Escorial. Después de leerla me dijo que tu carta estaba escrita por un anarquista.

—¿Te dijo eso?

—Sí, eso me dijo.

Se buscó en los bolsillos hasta sacar un papel, y continuó:

—En un diccionario he encontrado esto. Resulta que «anarquista» es «una persona que profesa el anarquismo o desea o promueve la anarquía».

—Realmente eso es un anarquista —declaró Alvaro, inquieto por lo que estaba planteando Felipe.

—Sin embargo, —y Felipe utilizaba ahora su recurso más importante—, un señor me ha dicho: «Un anarquista es un asesino.»

—Cuestión de apreciaciones —comentó Alvaro—. Un hombre tira una bomba y causa la muerte de treinta aristócratas. Para unos, ese hombre será un asesino; para otros, un héroe.

Felipe no pareció comprender del todo. Bastante preocupado mordió el puro nerviosamente y bebió una cortina de vino que todavía quedaba en su vaso. No quería continuar; pero no pudo resistir esta última pregunta:

—¿Te has fijado en que cada día hay más gente que anda por la calle hablando sola? Hace poco fui detrás de un tipo. El hombre no dejaba de decirse: «No, señor; no faltaba más.» Yo creo que ha de llegar un día en que todos estemos locos —terminó, con el semblante visiblemente contrariado.

Ya no se habló más. Pagaron la comida y salieron. Alvaro Giménez no pudo acompañar a Felipe. Necesitaba buscar algún dinero. Desde luego, poca cantidad.

Felipe tenía que asistir a la clínica para ser observado por un médico. Después estaba sobrante de tiempo para ir a «Academia-Film». El pensamiento de que allí iba a encontrar a doña Luisa, le hizo ver las cosas de la calle con alguna satisfacción.

Hacía un calor tremendo; pero solucionó esta molestia respirando con la boca abierta.

4

No se oía más ruido que el que llegaba del fogón. Doña Luisa estaba haciendo la limpieza de los platos utilizados en la comida. Tony se había sentado junto a la ventana. Con gran habilidad recortaba fotografías de artistas cinematográficos —esto se lo había visto hacer al«botones»de «Academia-Fibn»— para después aumentar la colección que guardaba en su estuche de colegial. El no haber salido en la película le había preocupado mientras duró la prueba, y después, cuando estuvo en el bar. Ahora, otras cosas danzaban por su imaginación.

Dejó sin acabar el recorte de una «foto» para asomarse a la ventana. Tony miró cuanto podían abarcar sus ojos y decidió marchar en busca de doña Luisa. Llevaba la intención de preguntar «cuándo iban a pasear por aquellos campos que se veían desde la ventana».

Observó a su madrina maniobrando en un barreño con agua. Entonces no dijo nada de lo de marchar al campo. Se apoyó en el fogón y dejó que doña Luisa le preguntara si le había agradado la comida. Tony movió la cabeza como decepcionado. Regresó a la ventana y contempló la parte alta de la Puerta de Toledo. Más allá, y sobre una colina, se veía el cementerio de San Isidro. Tony tenía la costumbre de mirar detenidamente hacia aquella colina. Se le había dicho que era allí donde se enterraban a los muertos, y él pensaba que aquella parte de Madrid pertenecía a una tierra misteriosa.

Cansado de mirar, se le ocurrió regar los tiestos. Se dirigió a la cocina para hacerse con un cacharro, pero no pudo evitar el que doña Luisa se enterara de sus intenciones. Se le prohibió lo del riego cuando ya tenía una jarra llena de agua. Doña Luisa explicó «que las plantas debían regarse por la mañana, o bien a última hora de la tarde, pero nunca cuando acaban de recibir todo el fuego del sol».

Tony abandonó la jarra, recorrió los tres metros de pasillo y otra vez se asomó a la ventana. Por el cielo que cubría la parte de los Carabancheles cruzaba ahora un avión. Tony descubrió el aeroplano y lo siguió con la vista hasta que el aparato se ocultó en dirección a Cuatro Vientos.

Doña Luisa llegó de la cocina con un capacho y una fueute. Él sabía de antemano que debía dejar la ventana. Doña Luisa le preparó las cosas y regresó al fogón. Ahora Tony metió una mano en el cesto y sacó un puñado de judías verdes. Su trabajo consistía en cortar las puntas a las legumbres para después quitarles unas fibras que tenían a los lados.

Este trabajo fué hecho sin ningún interés. Tony no podía evitar que su cabeza pensara en multitud de cosas. Pensó en la colina donde estaban los cementerios, en el aeroplano que había visto momentos antes y, por último, recordó la prohibición que se le había hecho de regar los tiestos.

Cuando empezaba a anochecer Tony quedó dormido sobre la silla que había utilizado para limpiar las judías.

5
(Manuscrito de Alvaro Giménez)

El estudiante enamorado es una película fácil. El señor Poch ha hecho muy bien en unirse a los hermanos Sancho y al periodista que ha redactado los títulos del film. Todos juntos han fabricado más de hora y media de inofensivo entretenimiento. Desde luego, yo no creo que el argumento haya sido escrito por el señor Poch, aunque él figura como autor; sospecho que toda la trama de esta película es debida al portero de un aristócrata, o al gusto clarificado de una señorita católica. En El estudiante enamorado, hay pocos conflictos —la sociedad española que gobierna Alfonso XIII siente un gran horror a la polémica—. La única complicación que muestra la película —si se casará o no se casará el rico con la pobre— se soluciona gracias a un rezo que hace la madre de la muchacha, de rodillas, ante una estampa religiosa. Después de lo del rezo, el joven rico empieza a ordenar su vida, abandona a sus amigos viciosos y, obligado por una misteriosa fuerza, entrega su corazón a la humilde muchacha que ha conocido en el pueblo.

Hasta la miseria que muestra una parte de este film —escenas entre la madre y la hija en momentos de penuria económica— es una miseria sin escándalo. El autor o autora del argumento de El estudiante enamorado sabe muy bien que el distinguido público de butacas no estima en nada ese realismo tan puesto en moda por los desvergonzados escritores rusos.

En el mundo normal lo aceptable sería que el joven poderoso se uniera a la muchacha humilde por el solo impulso de su conciencia. Sin embargo, en la película del señor Poch no ocurre nada de esto.

Es posible que el señor Poch y compañía hagan un buen negocio con su primera producción cinematográfica. En cuanto supriman media docena de anuncios de los cafés «Ecuador», que se pueden leer a lo largo de la película, ésta quedará en disposición de ser proyectada a toda la ilustre beocia nacional.

La crítiga burguesa dirá que El estudiante enamorado pertenece a un género artístico muy apreciado por las familias honorables. Sin embargo, yo espero que llegue una época en que se prohíba fabricar esta clase de pornografía.

II: SEGUNDA PRODUCCIÓN DEL SEÑOR POCH

1

Fué inútil que Felipe acudiera todas las tardes al salon-cillo de «Academia-Film». Ni doña Luisa ni Tony hicieron acto de presencia desde el día de la prueba de El estudiante enamorado. Felipe se aburría enormemente porque no le agradaban nada aquellos ensayos que ahora se hacían bajo la dirección de Jacinto Sancho. José ya no se ocupaba de los alumnos. Sólo, o acompañado por el señor Poch, visitaba empresarios de cines, hablaba con alquiladores de películas o se encerraba en su despacho a preparar su segundo film.

Felipe trató de arrastrar a aquella casa a Alvaro Giménez. Este estuvo dos tardes y ya no volvió más. Por otra parte, los jóvenes que acudían a la academia no hacían por entenderse con él. Felipe percibía claramente que allí no iba a encontrar ningún amigo que fuera capaz de escucharle unos minutos.

Transcurrieron varios días. Felipe se arriesgó a merodear por la calle de Toledo. Creyendo que doña Luisa bajaría a hacer alguna compra, se apostaba en el trozo de la Fuentecilla a la Puerta de Toledo. Sobre las diez de la mañana Felipe empezaba a hacer ese recorrido. A mediodía abandonaba su vigilancia y se iba a la taberna de los azulejos. Durante la comida pensaba en Alvaro Giménez. Alvaro hablaba cosas un poco fuera de lo corriente, pero Felipe prefería estar con él sentado en cualquier café.

En presencia de Alvaro, Felipe sentía que el mundo que le había rodeado hasta entonces era un mundo sin importancia. Al lado de Alvaro Giménez todo empezaba a hacerse obscuro, pero lleno de extrañas teorías. Algunas noches, y antes de acostarse, Felipe manoseaba unos papeles que guardaba entre las hojas de un cuaderno. Allí estaba la carta que había recibido desde El Escorial y los apuntes que tomó en la biblioteca sobre la palabra anarquista. En su estrecha habitación estas cosas tomaban grandes proporciones. Además, todo terminaba envuelto por el recuerdo de doña Luisa. Cuando Felipe se colocaba un vendaje, o fregoteaba en la jofaina para lavarse un pañuelo o un cuello de la camisa, éste recuerdo era algo que ocupaba toda la habitación. Llegaba un instante en que ya no le era posible desenvolverse en su cuarto; entonces abría una ventana, tragaba un poco de aire y se volvía para sentarse en un borde del colchón.

2

Aunque la idea había partido de José Sancho, fué el periodista Joaquín Ñuño el encargado de dar forma al asunto. La primera reunión se celebró un miércoles por la noche. El sábado de aquella misma semana el señor Poch, José Sancho y el periodista Ñuño volvieron a entrevistarse en el despacho de «Academia-Film». En la casa no se oía ningún ruido; a las diez de la mañana aquello era muy distinto de lo que sería después cuando llegaran los alumnos a hacer sus ensayos. El señor Poch ofreció cigarrillos, pero absteniéndose él de fumar. Su único deseo era ver lo que había escrito el periodista Ñuño acerca de sus cafés «Ecuador». Joaquín Ñuño sacó dos cuartillas escritas a máquina y se dispuso a leer.

—Supongo que el argumento será muy corto —insinuó José Sancho—. La película no debe durar más de diez minutos.

—Esto es lo que he escrito —empezó Joaquín Ñuño, después de haber asentido al consejo de José Sancho—. La película puede titularse El que no corre, vuela. En cuanto al argumento, escuchen ustedes: «Por distintas calles de Madrid se ven grupos de transeúntes que van corriendo en varias direcciones. Entre los que corren hay niños, viejos, mujeres, soldados, etc. Un chófer abandona su taxi y se une a los que pasan. El cliente que está dentro del coche se da cuenta del escándalo, y cuando pregunta a uno de los que corren a qué se debe tal movimiento, el hombre comprende el motivo y sale disparado hacia donde todos han de reunirse.»

—Yo creo -—interrumpió José Sancho— que tendremos que suprimir lo de los soldados. Con la cuestión militar hay que tener cuidado. Además, habría que alquilar uniformes.

—Deje que termine —aconsejó el señor Poch—. Después se acordará lo que haya de suprimir. Ahora continúe usted —pidió al periodista.

«—Un ciego que está pidiendo limosna abandona al perro que le sirve de lazarillo, abre los ojos, demostrando que su ceguera es completamente fingida, y se coge del brazo del primero que pasa. Detrás del ciego marcha el perro dando saltos de alegría»...

—Conozco un amigo que tiene un perro amaestrado —declaró José Sancho.

«—A la puerta de una iglesia —continuó el periodista, sin prestar atención a las interrupciones— está un cojo. También se da cuenta de lo que pasa. Tira la muleta y desaparece tras los que corren. Ahora vemos un grupo formado por todos los que han desfilado al principio. Como obedeciendo a una señal, se paran frente a un café. En una de las mesas que hay sobre la terraza se halla un caballero gordo y optimista. Cuando la gente se coloca alrededor de la mesa, el caballero coge una taza y se la lleva a los labios con intención de beber. Al estar la taza en alto se acercará la máquina tomavistas hasta que se lea perfectamente: ¡Tomad cafés «Ecuador»! Todo el público mirará con envidia al caballero gordo. Este, lleno de satisfacción, sorberá el cafó despacio dando a entender que está bebiendo un licor exquisito.»

Terminada la lectura, el periodista Ñuño dejó las cuartillas sobre la mesa.

—Me gusta eso —declaró el señor Poch francamente interesado.

José Sancho demostró menos entusiasmo. Incluso expuso fríamente:

—Está bien, pero es necesario hacer algunos arreglos. Ahora hay que escribir el «guión» y buscar una buena técnica. Esta película debe ser muy movida. Por lo menos, los primeros planos no tienen que durar demasiado. En las vistas generales es donde se pueden alargar las escenas...

José Sancho trataba de rellenar el momento con una serie de consideraciones sobre el cine y la técnica, pero el señor

Poch cortó la explicación mostrando una pitillera. Sobre una de las tapas había una inscripción en letras doradas.

—Lea usted —dijo a José Sancho—. Aquí dice: «Cafés Ecuador», aunque mi primera idea fué que dijera: ¿Queréis vivir cien años? ¡Tomad cafés «Ecuador»!

Pasó la pitillera a manos de Joaquín Ñuño y el señor Poch fué añadiendo:

—He encargado mil. De esta manera cada pitillera no ha de costarme más que ochenta céntimos. En América me hubieran salido por más del doble.

Se discutió sobre la pitillera hasta que Joaquín Ñuño llevó la conversación hacia su argumento. Primeramente se habló de quinientas pesetas. El señor Poch creyó que la cantidad era excesiva y rebajó hasta cincuenta duros. El periodista no hizo la más leve protesta y se gxiardó los billetes.

El que no corre, vuela tenía que estar en disposición de poder proyectarse en los cines en un plazo no superior a catorce días. Todo empresario que tomara en alquiler El estudiante enamorado recibiría gratuitamente la película de los cafés «Ecuador». De esta manera el señor Poch hacía una eficaz propaganda de su negocio, evitándose por otro lado el reparto de las hojitas.

3

Nada más llegar, Felipe recibió recado de pasar al despacho de los hermanos Sancho. Había sido seleccionado para interpretar el caballero que tenía que demostrar el apreciable sabor del café del señor Poch. Qomo era el personaje de más responsabilidad, José Sancho le comunicó que cobraría veinte pesetas por una única sesión. Se le aclaró que se trataba de un film pequeño para propagar unos cafés.

—Usted es el único actor que aparece en la película. Los demás son comparsas.

Felipe agradeció la deferencia, y cuando ya se disponía a salir del despacho, se volvió para preguntar algo que le interesaba enormemente.

—¿Entonces, necesitará usted mucha gente?

—Sí, pero con los alumnos de la casa habrá bastante.

Felipe preguntó si habían avisado a doña Luisa.

—Esa señora no ha vuelto por la academia. Supongo que estará enfadada porque Tony no salió en El estudiante.

—Voy a pedirle a usted un favor—solicitó Felipe, con ganas de que se le hiciera caso—. ¿Quiere usted que sea yo mismo el que lleve el recado de que doña Luisa y Tony tienen que trabajar?

—Bien, puede usted avisarla. Explique que se trata de una cosa sin importancia. No se pagará más que cinco pesetas por comparsa. Si acepta, tiene que estar aquí mañana por la tarde.

Felipe salió de la habitación, cruzó la sala de ensayos y ya en la calle tomó rumbo al domicilio de doña Luisa. No sabía el número, pero recordaba el portal. Cerca de la plaza de la Cebada se vió obligado a aflojar la marcha. Un vivo dolor empezó a hacerle efecto desde la cintura para abajo. Al llegar a la casa no encontró a nadie. Cruzó el portal y apareció en un patio obscuro que olía a cosa avinagrada. Felipe no esperó a que surgiera algún vecino, sino que gritó llamando a la portera. De un pasillo, que empezaba en el patio y terminaba en una parte donde no había más que obscuridad, salió una mujer con un pequeño en brazos. Como no sabía el apellido de doña Luisa, explicó que se trataba de una señora que vivía con un niño que tenía el pelo muy largo.

La mujer le indicó el piso. Aunque había que montar muchos escalones, Felipe se dirigió rápidamente hacia la escalera.

4

Fué tal la sorpresa que se apoderó de doña Luisa, que Felipe se arrepintió de no haber utilizado otro medio de avisarla. Después de un instante de violenta vacilación, doña Luisa preguntó el motivo de aquella visita. En el cuarto todo estaba en orden. Hasta Tony mostró una cabeza recién peinada.

—Me envía el director de «Academia-Film» —Felipe sabía que era imprescindible empezar por esta parte—. Usted y Tony tienen que trabajar en una película. Están citados para mañana por la tarde.

Doña Luisa se animó de pronto, pero disimuló el alegre efecto de aquella inesperada noticia. Tony se había sentado como aparte. En cuanto escuchó lo dicho por Felipe, empezó a impacientarse, hasta que terminó levantándose.

—También me ha pedido el director que le explique que no hubo más remedio que suprimir lo de Tony —pensó como continuar su mentira y agregó—: Creo que se estropeó esa parte. A veces sale tan obscura la fotografía, que es imposible ver nada.

En doña Luisa ya había cierta satisfacción. Puso una silla en orden y dijo como excusándose:

—Necesito buscar un piso más decente. Usted encontrará esto muy pequeño.

—¡Bah! —soltó Felipe—. La cuestión es no tener enfermedades.

—Por las mañanas tenemos sol hasta cerca de la una —declaró doña Luisa—. Puede usted asomarse a la ventana. Desde aquí se vé la Puerta de Toledo.

Felipe se levantó encantado de lo que le decía doña Luisa. Atrajo a Tony, obligándole a que le acompañara a la ventana. Contempló la Puerta de Toledo y antes de quitarse de allí husmeó en los rosales de los tiestos.

—¡Qué bien huele esto! —exclamó, exagerando la voz—. No comprendo de qué se queja usted.

Doña Luisa se echó a reír. Recordando lo del cine, preguntó:

—¿Cuándo se empieza esa película?

—Dentro de unos días. Es una cosa muy corta. Trabajará usted y Tony. Aunque sólo se trata de un día conviene aceptar... Creo que el director está preparando una película a base de mucho dinero. Usted ha hecho muy mal en no volver por la academia... Conviene que vean siempre a Tony —y hubiera continuado diciendo palabras de no sentirse fatigado.

Doña Luisa comprendió que Felipe tenía toda la razón. Indudablemente había sido un error por su parte el faltar a los ensayos.

—¿Te gusta mucho el cine? —preguntó Felipe a Tony obligado por aquella tranquilidad que sentía junto a doña Luisa.

Tony respondió afirmativamente, y entonces Felipe, apoyándose en el marco de la ventana, dijo en un tono seguro:

—El cine es la industria del porvenir... Lástima que usted y yo seamos un poco viejos. En cambio, Tony llegará a millonario.

—¿Es verdad que Charlot ha ganado cien millones de pesetas? —preguntó doña Luisa.

—Claro que los habrá ganado...

Impulsado por un alegre deseo, Felipe se asomó a la ventana y olió las rosas de los tiestos. Después lanzó la mirada lejos hasta abarcar una zona pequeña de campo. Respiró como si estuviera cansado y se volvió a doña Luisa.

—¿Le parece bien que vayamos a dar un paseo?

Y en previsión de que doña Luisa se negara a sus deseos, Felipe agregó gravemente:

—Hace usted muy mal en no sacar a Tony a pasear. Tony tiene que respirar aire puro.

Doña Luisa no pudo aceptar la invitación. Dió a entender que las vecinas harían comentarios al verla salir acompañada por un hombre.

—Usted no debe preocuparse de la gente —declaró Felipe con firmeza—. Cada uno es dueño de hacer lo que quiera.

A pesar de este último razonamiento, doña Luisa continuó resuelta a no pasear.

—Bien, entonces me voy —y ahora habló con un gran sentimiento—. Ya nos veremos mañana en la academia.

Se llegó hasta la puerta acompañado por doña Luisa, y, antes de salir, se decidió a hacer algo insospechado. Se acercó a Tony y solicitó sonriendo:

—Vamos, ¿me das un beso?

—Tony no cumplió lo que se le pedía. Felipe disimuló su fracaso dando a Tony una moneda de diez céntimos. Cuando empezaba a bajar escalones se volvió para hacer una última reverencia, pero doña Luisa ya había cerrado la puerta.

5

A unos cien pasos de donde vivía doña Luisa, Felipe se paró un instante. Se quedó mirando por donde estaba el portal del que había salido y, sujeto a una resolución que acababa de tomar, emprendió el camino que conducía al domicilio del señor Rocamora. Un cuarto de hora después Felipe se encontraba en presencia de su antiguo director.

—Casualmente pasaba por aquí —inició Felipe como un subordinado— y me he dicho: «Voy a subir a saludar al señor Rocamora.»

El director sonrió de un modo superficial y no dijo nada. Pareció que estaba esperando a que Felipe terminara de una vez.

—Supongo que habrá visto usted El estudiante enamorado —argüyó Felipe con propósito de buscar un elogio a su actuación.

—Sí, he visto esa porquería —declaró de repente el señor Rocamora.

Felipe quedó estupefacto. No atreviéndose a importunar con una nueva pregunta, contempló cómo su antiguo director jugaba con unos trozos de película que había esparcidos encima de la mesa.

—Mi trabajo ha gustado mucho —indicó Felipe, sintiendo que un sudor repentino iba a invadir su rostro—. Precisamente he sido contratado para hacer otra película... Soy el protagonista —reveló en un último esfuerzo.

—¿Sabe usted quién pone el dinero para que se haga esa película? —preguntó entonces el señor Rocamora, sin demostrar el más mínimo interés por lo referente al trabajo artístico de Felipe.

—Creo que el señor Poch, pero no estoy muy seguro.

Declaró igualmente que la película se haría bajo la dirección de José Sancho. Después de añadir todos los detalles solicitados por el señor Rocamora, Felipe llevó sus preguntas por otro lado.

—¿Va a hacer usted una película?... No puede usted imaginarse las ganas que tengo de trabajar otra vez bajo sus órdenes.

Como apareciera Rodríguez, el señor Rocamora se puso a hablar con su empleado. Alguien aguardaba en el pasillo, porque el director se volvió a Felipe.

—Tiene usted que dejarme.

—¿Le parece bien que vuelva por aquí dentro de unos días? —interrogó Felipe cerca de la puerta.

El señor Rocamora se puso de espaldas, y en esa postura dijo algo que no llegó claramente a oídos de Felipe. En aquel momento entraba en el despacho el ayudante Rodríguez seguido de un caballero. Felipe se colocó a un lado para no estorbar, pero viendo que se prescindía totalmente de él, terminó marchando hacia la puerta sin que nadie prestara atención a su despedida .

6

José Sancho tuvo el tiempo justo de poner dos continentales, que llegaron a los domicilios del señor Poch y del periodista Joaquín Ñuño poco antes de que éstos empezaran a cenar. Las dos cartas decían exactamente esto: «Mi querido amigo: Una modificación en el argumento de El que no corre, vuela me hace citarle a usted con toda urgencia en mi propio domicilio. Espero acuda esta noche, y procure hacerlo antes de las once. A esta hora cierran los portales. Suyo afectísimo, José Sancho

El primero en acudir a la cita fué el señor Poch. Entró en el despacho de «Academia-Film» con una ligera preocupación que le hizo quedar de pie.

—No he esperado a mañana —indicó inmediatamente el director—, porque nos falta tiempo para todo. Es necesario empezar inmediatamente. En esto del cine conviene no dormirse.

El señor Poch agachó la cabeza para demostrar que estaba conforme con lo dicho, y ahora fué cuando hizo uso de una silla.

Era indudable que José Sancho aguardaba la llegada del periodista Ñuño, pues se notaba demasiado que hasta entonces no quería hablar de lo más importante.

—Mi hermano está en la cocina haciendo un poco de café —José Sancho se llevó los dedos a la boca como si fuera a chupárselos y comentó en un sabroso gesto—. Sabe hacerlo muy bien. Se lo enseñó un amigo suyo del Brasil.

El señor Poch escuchó la explicación sin decir nada; pero momentos después sugirió seriamente, aunque él trataba que su director lo tomara a broma

—Me hará usted un favor. Si el líquido sale como usted afuma que ha de salir, dígale a ese periodista que su hermano ha utilizado mis cafés. ¿Estamos?

Observó cómo José Sancho acogía la petición, y agregó, del modo más risueño:

—Los negocios son los negocios. ¿No le parece a usted?

—¡Naturalmente! Yo en su caso haría lo mismo. Muchas veces he recordado lo de El Escorial. Ahora comprendo cuánta razón tenía usted en lo del reparto de las hojas. Pero, ¡claro!, uno ve las cosas demasiado tarde.

Sonó el timbre del pasillo, y José Sancho marchó para regresar acompañado de Joaquín Ñuño. El periodista no parecía mostrar que la cita fuera muy de su agrado.

José Sancho fué a la cocina para traer cuatro tazas. Su hermano Jacinto llegó detrás con una cafetera. Lo del café consiguió modificar el rostro del periodista. Al aparecer José Sancho por segunda vez trayendo una botella de coñac, Joaquín Ñuño se apoyó en el respaldo del asiento con un ademán perezoso.

—¿Qué tal el cafó? —preguntó el señor Poch, cuando ya había hecho un gesto a José Sancho.

—¡Excelente! —declaró Ñuño.

—Puede usted darle las gracias al señor Poch —intervino entonces José Sancho—. Sus cafés «Ecuador» son de una calidad inmejorable.

Se puso a inspeccionar en los papeles que había sobre la mesa, recogiendo unas cuartillas pobladas de tachaduras.

—En primer lugar —empezó José Sancho, dando a sus palabras una gran entonación—, yo creo que el título de El que no corre, vuela es un poco vago. ¿No les parece a ustedes que estaría mucho mejor este otro de Todos a una?.

El señor Poch no contestó, sino que se fijó en el periodista. Joaquín Ñuño se había quedado con una ligera preocupación, que le hizo beber dos sorbos de coñac. Como el director estaba esperando alguna indicación, el periodista dejó caer a modo de protesta:

—No veo una gran diferencia entre un título y otro.

—Pues la hay; ¡ya lo creo que la hay! —y después de mirar al señor Poch, al periodista Joaquín Ñuño y a los papeles que tenía en la mano, José Sancho continuó—: El que no corre, Vitelaes un título propio para una película de aviación. En cambio, Todos a unaya dice de antemano lo que ha de verse en la película de los cafés.

El periodista bebió más coñac. Esta vez se echó todo lo que contenía la copa. Un débil brillo apareció en sus ojos y los dedos de su mano derecha empezaron a trabajar nerviosamente en una parte de la silla donde estaba sentado. Por fin logró expresar:

—Lo importante no es el título, sino el asunto o argumento. Este es el que debe tener interés. Claro que un buen título ayuda mucho a una obra.

Jacinto Sancho había regresado de la cocina para sentarse aparte. Encendió un cigarrillo y fumó, colocado en su rincón. No dejó de observar cómo el periodista maniobraba con la botella del coñac. Joaquín Ñuño iba ahora por la cuarta convidada, mientras el señor Poch y José Sancho tenían mediadas sus primeras copas.

—Mi opinión —y ahora José Sancho hablaba con cierta firmeza— es que una mala obra puede venderse muy bien con un buen título. En cambio, una buena película puede ir al fracaso con un título malo.

—No sé..., no sé —rezongó Joaquín Ñuño con aire de endeble duda.

El señor Poch se ausentó por un par de minutos. En este corto tiempo el periodista repitió lo de llenar su copa, y cuando apareció de nuevo el dueño de los cafés «Ecuador», ya estaba la copa completamente vacía.

—Usted afirma que un título lo es todo —inició ahora Ñuño con un brío insospechado—. ¡Pues bien, yo creo que un título no es nada!

—¿Que no es nada? —interrogó el señor Poch.

—Entonces, ¿un título no tiene para usted ningún valor?

El periodista agachó un poco la cabeza para quedar fijo sobre la botella del coñac.

—Hum... —gruñó, zumbón—; vuelvo a repetir a usted que un título no es nada. Un ejemplo... ¿Quieren ustedes un ejemplo? Hay un libro que tiene un título que se ha hecho famoso. ¿Saben ustedes qué obra es ésa? ¡Esa obra es la Biblia! ¿Y quieren decirme qué significa eso de Biblia? Biblia..., la Biblia... Haga usted una prueba —pidió entonces al señor Poch—. Diga usted muchas veces Biblia..., Biblia..., Biblia... A la sexta vez ya no encontrará en esa palabra nada claro.

—Sí, eso es verdad —respondió el señor Poch después de contar mentalmente hasta ocho veces.

—¿Eh?... ¿Confiesa que tengo razón? Naturalmente que tengo razón.

—Yo pondría los dos títulos -—dijo inesperadamente Jacinto Sancho desde su sitio apartado.

Todos miraron extrañados al fondo de la habitación. Se hizo un gran silencio. Un silencio de tal relieve, que ninguno modificó su postura, esperando, inmóviles, el final. Jacinto estaba aislado del foco de luz que se arqueaba encima de la mesa. En la zona obscura continuaba el hermano de José Sancho con la espalda recostada en la pared y los pies metidos en el bastidor de la silla. Confesó a manera de resumen

—De los dos títulos yo formaría uno solo: Todos a una, o El que no corre, vuela.

El primero en reaccionar fué el periodista. Llenó rápidamente su copa y se levantó. Al echar a andar vertió algo del coñac. Su estado era francamente deplorable.

—¡Hágame el favor! —solicitó de Jacinto con una voz lloroña—. ¿Cómo es que su hermano no me ha hablado nunca de usted? ¡Beba, hágame ese favor!

Al regresar al sitio de partida, Joaquín Ñuño tropezó con la mesa. Iba a sentarse, cuando de repente recogió su sombrero y dijo para todos:

—Me van a perdonar... No me encuentro bien...

Jacinto buscó la llave del portal y se dispuso a acompañar al periodista.

—Haga usted los cambios que quiera —aconsejó todavía Joaquín Ñuño desde la puerta que daba a la habitación de los alumnos—. ¡Yo estoy conforme en todo! Lo que no llego a comprender es cómo usted no me ha hablado nunca de su hermano.

Al aparecer Jacinto, después de abrir el portal al periodista, el señor Poch se enteró de las modificaciones que José Sancho había hecho en el argumento de Joaquín Ñuño. Eran muy ligeras y no cambiaban en nada el fondo del asunto original. En el nuevo «guión» aparecía el hombre gordo sentado en la terraza de un café. Ahora bien —aquí estaban las modificaciones de José Sancho—, al lado del señor gordo tendría que verse a una pareja de enamorados. Como es de suponer, estos jóvenes tenían que estar tomando una taza de café marca «Ecuador».

Otra escena añadida por José Sancho era que el ciego no recobraría la vista hasta después de oler el café que contenía la taza del cliente gordo. Conforme en todo, el señor Poch se despidió hasta el día siguiente, siendo acompañado por Jacinto hasta una corta distancia del portal.

José Sancho, inclinado sobre las cuartillas del «guión», se puso inmediatamente a trabajar. Tachó el título anterior y escribió ahora en letras exageradamente llamativas: Todos a una. o El que no corre, vuela.

III: CUATRO HORAS DE LA VIDA DE TONY

1

La película de los cafés no se pudo hacer en veinticuatro horas, sino que hubo que emplear mucho más tiempo. En la tarde del cuarto día fué cuando José Sancho regresó a «Academia-Film», después de haber terminado de impresionar las últimas escenas.

Doña Luisa cobró cuarenta pesetas. Cuatro duros que le correspondieron a ella y otros cuatro que ganó Tony con su trabajo. El cobro se realizó en casa de José Sancho. En cuanto doña Luisa tuvo el dinero en su poder, burló la vigilancia de Felipe, que estaba en la habitación de los ensayos. Ya en la calle estuvo a punto de entrar en una farmacia a comprar el específico que habían recomendado a Tony. No hizo nada de esto, y, en cambio, se puso a recorrer los escaparates de una pañería de la- Plaza Mayor. Tony seguía detrás ignorando la adquisición que de un momento a otro iba a realizar su madrina. A punto de cerrar el comercio, doña Luisa se decidió a hacer la compra. Un dependiente extendió sobre el mostrador una pieza de terciopelo negro. Doña Luisa manoseó el paño hasta que pidió precio, después de calcular lo que haría falta para hacer un traje a Tony. El dependiente habló de cincuenta pesetas, cantidad superior a los gastos que podía hacer doña Luisa.

Estaban bajando los cierres metálicos, y doña Luisa no hacía otra cosa que continuar tocando la fina superficie del terciopelo. Aunque hubiera querido llevarse el corte de aquel paño le habría sido imposible, pues en su bolsillo solamente tenía los ocho duros que le entregó José Sancho.

—Si le parece caro —explicó el dependiente con pocas ganas de continuar—, lleve usted un corte de pana lisa. Es más resistente que el terciopelo y cuesta mucho menos.

Mostraron a doña Luisa la pieza de pana negra. Naturalmente, el paño no era tan fino, pero el precio se acercaba a lo que ella podía gastar.

Algunos dependientes ya habían abandonado el almacén, cuando doña Luisa abrió su bolso para pagar. Al salir entregó a Tony el paquete, pero unos pasos más allá se lo pidió con el pretexto de que podría perderlo.

Desde hacía mucho tiempo soñaba con hacerle a Tony un traje de terciopelo negro. Doña Luisa había visto en una revista el retrato de un famoso niño que a los nueve años tocaba el piano prodigiosamente. Estaba vestido con unos pantalones cortos y una chaquetilla de solapas redondas. Una ola de encaje le sobresalía por el cuello de la diminuta americana, dándole a su rostro de pequeño pianista una delicada suavidad. Aunque lo del terciopelo no había podido ser, doña Luisa se tranquilizó pensando que aquella pana negra que llevaba bajo el brazo era muy parecida al género que había quedado en el comercio.

Una vez en casa pudo enterarse Tony del inesperado regalo. Doña Luisa tomó unas medidas sobre su cuerpo, colocándole un metro de hule. Al día siguiente, nada más comer, Tony esperaría en la buhardilla mientras doña Luisa llevaba el paño a casa de una amiga, donde quedaría cortado el traje y en disposición de empezar la costura. Como es natural, doña Luisa no podía adivinar todo lo que iba a ocurrir a Tony en la tarde del día siguiente.

2

Se celebró la comida sobre las doce. A la una de la tarde doña Luisa cogió el paquete del paño y se dirigió a la puerta. La abrió, y después de cerrarla pidió desde el otro lado de donde estaba Tony que éste diera dos vueltas a la llave. Tony obedeció la orden. En seguida escuchó los pasos de doña Luisa. Primero sonaron muy fuertes, hasta que se oyeron lejanos. Tony tenía el oído pegado a la puerta y pudo notar cómo llegó un momento en que de abajo ya no subía ninguna clase de ruido.

Cuando se apartó de donde estaba escuchando, dió unoB cuantos pasos por la casa. Sin tener realmente hambre, cogió un pedazo de pan para dar unos bocados. Terminó abandonando el trozo de pan y se acercó a la ventana. Entonces cometió su primera torpeza. En uno de los tiestos —el tiesto más mimado por doña Luisa— habían abierto tres rosas. Tony cortó la que le vino en gana y se puso a olería mientras miraba a lo lejos la línea de casas que se prolongaban hasta Cara-banchel. Más acá, y a la derecha del puente de Toledo, Tony vió la colina donde se asentaban los cementerios. No apartó los ojos de aquel sitio sino al cabo de un gran rato. «Sabía que doña Luisa volvería a casa al anochecer.»

Este pensamiento se cruzaba en sus miradas a los cementerios y a aquel campo misterioso donde parecía que habían plantado unas casas muy pequeñas. «Unas casas iguales a esas que los niños recortan de una cartulina para pegarla por los sitios señalados por líneas de puntos negros.»

Desde la calle llegó un ruido de «claxon». Tony pensó en los autos, en los tranvías y en los carros que subían por la calle de Toledo para meterse en las posadas. Una desazón, que él no lograba dominar, le hizo cometer muchas cosas que en nada podían interesarle. Nuevamente volvió al fogón. Todo estaba en orden. Los pucheros, las dos cacerolas y los platos se mostraban en una simpática limpieza. En un clavo estaba colgado el colador del café. Tony lo descolgó para tocar el pequeño capuchón. En lugar de colocarlo en su sitio, lo dejó tirado de cualquier manera.

Cuando regresó a la ventana, un pájaro daba pequeños saltos en el tejado de enfrente. Tony le hizo señas; mas el pájaro no pareció darse cuenta de las llamadas. Sucedió que el pájaro se aburrió del tejado y acabó levantando el vuelo en dirección desconocida.

Con la marcha del pájaro, Tony quedó desorientado. Intentó echarse en su cama —doña Luisa le había preparado el colchón por si acaso él llegaba a tener sueño—, pero no estuvo ni cinco minutos descansando. Otra vez de pie, se acercó a la puerta. La llave seguía en la cerradura. Tony sabía perfectamente que dando dos vueltas a la izquierda la puerta quedaba en disposición de ser abierta. Tocó la llave ligeramente hasta que la oprimió con energía. Ya no le quedaba sino dirigir su esfuerzo hacia uno de los lados. Por fin dió a la izquierda y la llave giró la primera vuelta. Tony sintió que su corazón palpitaba violentamente. Antes de repetir la maniobra escuchó si alguien subía por la escalera. Todo estaba en calma, menos el corazón de Tony. Hasta en la boca sentía sequedad y algo así como un dulce hormigueo. Un tardío arrepentimiento lo hizo retroceder en el justo instante en que se disponía a rematar sus deseos. Miró la hora que señalaba el reloj despertador. Eran las dos menos seis minutos. Tony hizo cálculos del tiempo que podía emplear en caso de abandonar la buhardilla. Probablemente doña Luisa no regresaría hasta las seis o las siete. El detalle de haber dejado hecha su cama era un claro indicio de que hasta el anochecer no iba a subir nadie al piso.

Como si el tiempo pasara demasiado de prisa, Tony se apresuró a tomar una resolución. No tenía más que acercarse a la puerta y dar a la llave la segunda vuelta. Sin embargo, ¡cuánto trabajo significaba para él realizar aquella pequeña maniobra! Para disimular su turbación se pegó a la puerta. Ni el más leve rumor subía de la escalera. Una angustia física se le había localizado en el vientre. Tony sentía ahora la misma sensación que se siente horas después de injerir un purgante. En aquellos momentos todo era en su vida extraordinario. Hasta aquel miedo que le entraba por las yemas de los dedos cuando apretaba la llave con la intención de abrir la puerta. Una extraña sed le obligó a beber agua del botijo. El reloj despertador marcaba ahora poco más de las dos de la tarde. Tony se dió cuenta de la hora. Todavía tenía tiempo para todo, y ya no quiso dudar más. Cogió un poco de pan, lo guardó en un bolsillo y bebió de nuevo agua. «Tony creía que iba a serle difícil encontrar una fuente.»

Por fin, giró la llave por segunda vez. Tiró de la puerta y contempló frente a él los primeros tramos de la escalera. Desde ese instante todo fué realizado rápidamente. Cerró por fuera y se guardó la llave, después de haberla envuelto en su pañuelo. Inició el descenso con prisa para desaparecer cuanto antes de la escalera. En el portal estaban hablando dos vecinas. Tony realizó lo más hábil de la tarde. Esperó a que las mujeres se pusieran de espaldas, y sólo entonces llevó a efecto su fuga.

3

Hasta la puerta de Toledo marchó temeroso de ser descubierto. Cruzó el arco central y bajó en dirección a la glorieta de las Pirámides. Como era la primera vez que pasaba por aquellos sitios, hacía una parada a cada instante. Al llegar al túnel del ferrocarril se empinó sobre las traviesas y esperó el paso de un tren. Abajo se alargaban las vías hasta meterse por la boca de otro túnel. Aunque el sol apretaba de firme, Tony siguió en su sitio. Al cabo de diez minutos sintió que la tierra trepidaba bajo sus pies. Se apretó contra las traviesas, y antes de que tuviera tiempo de retirarse, una nube de vapor y de humo rebasó el borde del túnel y lo envolvió completamente. Al disiparse el humo, vió alejarse una máquina que arrastraba una fila de vagones. Tony extrañó que los transeúntes no sintieran curiosidad por aquel espectáculo. La gente subía y bajaba por la acera sin preocuparse por aquella fila de vagones que se deslizaban por la vía bajo la fuerza de una vieja locomotora.

Dejó aquel sitio y continuó descendiendo la calle de Toledo. Por ahora, sus pensamientos estaban muy lejos de doña Luisa y de la buhardilla. Su única preocupación era no perder la llave del piso. De vez en cuando apretaba el bolsillo hasta sentir que todavía la llevaba envuelta en el pañuelo. Al llegar a la glorieta de las Pirámides se encontró con que tenía varios caminos a seguir. Se acercó donde empezaba el puente de Toledo, y al descubrir los cementerios de San Isidro decidió conocer aquellos lugares que ahora se mostraban de forma tan distinta a cuando él los miraba desde la ventana de la buhardilla.

Cruzó el puente entre un bullicio de personas, de tranvías y de autos. Tony se asomó para ver el río. Una agua sucia, color de tierra, cruzaba sin fuerza bajo los arcos de piedra. Quedó muy defraudado al descubrir aquella escasa corriente de agua. A doscientos metros del puente unos chicos corrían desnudos para arrojarse en el río. Pensó en acercarse a aquella parte; pero antes necesitaba conocer de cerca los cementerios. Aligeró el paso hasta llegar al camino alto de San Isidro. A su derecha estaba el vacío de la Pradera, y mucho más lejos surgía Madrid en un amontonamiento de casas. Tony imaginó que entre aquellos tejados se hallaba su buhardilla.

Pero dejó de pensar en esto por miedo al recuerdo de doña Luisa.

Un coche tirado por cuatro caballos se acercaba rápidamente hacia donde estaba Tony. Detrás del coche venían muchos automóviles. Tony se puso frente al cortejo y vió que dentro del coche había una caja de muerto. Comprendió en seguida de qué se trataba y miró los cipreses que sobresalían por encima de las tapias del cementerio.

Los caballos dejaron de trotar hasta marchar muy despacio. Se rompió la fila de automóviles y en seguida algunos señores cruzaron por donde estaba Tony.

Detenido el coche fúnebre, unos hombres cubiertos con blusas negras tiraron del ataúd, mientras los caballeros que estaban bajando de los autos se agrupaban en silencio. Tony notó este silencio y quedó preocupado.

Los caballeros entraron en el cementerio a continuación de los hombres que llevaban el ataúd. No atreviéndose a hacer lo mismo, Tony curioseó asomado a la puerta. Contempló lápidas y cruces de piedra. En la mayoría de las tumbas se veían ramos de flores.

«Entonces recordó que había hecho muy mal en cortar una rosa de uno de los tiestos de doña Luisa.»

Como se hallaba cansado, se sentó en el suelo y observó a los conductores de los autos que había colocados a lo largo de las paredes del cementerio. Entonces sacó el trozo de pan que guardaba en un bolsillo y lo comió lentamente. Madrid continuaba a lo lejos mezclado a unas cuantas iglesias, cuyas cúpulas sobresalían por entre los tejados de las casas. Cuando ya había terminado con el pan, escuchó ruido de gente que circulaba por los patios del cementerio. Tony se puso de pie y vió salir a los caballeros que habían entrado detrás del ataúd.

Ahora hablaban con cierto desahogo y la mayoría sacaban cigarrillos. Tony reparó en que algunos contaban cosas alegres, ya que los que escuchaban no hacían sino reír. Al revés de lo que habían hecho momentos antes, ahora andaban bromeando y tomaban los autos apresuradamente.

No tardó en encontrarse solo. Ya se alejaba el último automóvil, cuando por la puerta del cementerio apareció un guardia municipal. El agente miró hacia donde estaba él. En la mirada no había nada de interesante; pero Tony creyó oportuno alejarse de aquel lugar.

Descendió hasta la pradera de San Isidro, dirigiéndose hacia el río por la parte del puente de hierro que terminaba en el paseo de los Pontones. Saltó la barrera de piedra y llegó a la orilla misma del agua.

Estaba totalmente sorprendido de todo lo que iba contemplando. Escondido debajo del puente, un hombre se había quitado la camisa, la había lavado y ahora la tenía puesta al sol. Tony se acercó hasta una distancia prudente y vió que aquel hombre no usaba ningún calzado. Mostraba en su rostro tal malestar, que Tony recibió una penosa sensación. El hombre, sentado encima de unos hierbajos, tenía la barbilla descansando sobre las rodillas y miraba hacia donde se encontraba tendida su camisa.

Tony no había visto nunca mirar como lo hacía aquel hombre. Creyó que importunaba con su presencia y se alejó sin hacer ningún ruido.

Subió río arriba hasta encontrar a unos chicos que retozaban dentro del agua. Temiendo que su media melena fuera la causa de que los muchachos se rieran de él, contuvo sus deseos de detenerse y pasó de largo.

Una misteriosa atracción hacía que no se apartara de la orilla del río. El agua bajaba con poca corriente y mostraba una gran suciedad. Tony se sintió cansado. En su rostro pálido tenía ahora unas rosetas de fiebre. El sol y el paseo le habían excitado de tal modo, que buscó un poco de sombra y se estiró sobre una hierba rapada y amarilla. Ahora sólo veía un cielo enorme que se combaba encima de sus ojos en un azul muy claro. En medio de aquel silencio que le rodeaba, escuchó el ruido de su respiración. Aunque el aire venía a él como calentado, lo tragaba en fuertes aspiraciones que le inflaban el pecho. Por simple curiosidad llevó una mano al lado izquierdo y sintió los latidos de su corazón. Tony percibió perfectamente tan... tan... tan... Y su emoción subió de punto.

«Cuando en lo sucesivo se asomara a la ventana de la buhardilla ya no sería un secreto para él aquello que se veía desde el tejado. Ahora tenía una idea aproximada de lo que era el campo. En cuanto a los cementerios, Tony recordaba la llegada de los caballeros para acompañar al ataúd, y aquella salida que hacían después del enterramiento para hablar ruidosamente y fumar muchos cigarrillos. En adelante ya no podría contemplar desde la ventana la colina de los cementerios sin pensar a un mismo tiempo en los hombres que fumaban y se decían cosas que producían risa.»

4

Durmió una media hora y se despertó en el instante en que doña Luisa llamaba desde el otro lado de la puerta. Tony se incorporó y vió a sus pies cómo el agua del río continuaba en su viaje hacia el puente de Toledo. Al darse cuenta de que había soñado, suspiró profundamente.

No sabiendo qué hora sería en aquel momento, hizo cálculos con la posición del sol y se aseguró de que todavía no habían dado las cinco, cuando ya eran más de las seis.

Sacudió de su traje el polvo cogido en la siesta y empezó a hacer el regreso a la calle de Toledo. Yendo por la orilla del río descubrió un sitio donde el agua apenas cubría el fondo de arena. El calor y la sed tuvieron la culpa de que se descalzara y se quitara los calcetines. Entró en el río por donde cubría rnengs y pudo llegar a la otra orilla sin haberse mojado nada más que hasta la mitad de las piernas. No salió del agua sino después de permanecer en ella unos minutos. Ya no sentía tanta sed y el calor parecía alejado de su cuerpo.

Secó sus pies al sol, se puso los calcetines y después se calzó los zapatos.

Subiendo por el paseo de los Pontones el camino resultaba más corto; pero él se dirigió al puente de Toledo ante el temor de perderse si elegía otra dirección.

Cuando cruzaba el puente ya el sol empezaba a desaparecer. Tony vió los cristales de algunas casas bañados de un color rojo.

Un gran miedo de que llegara la noche antes de que él se encontrara en casa le obligó a caminar de prisa. Dejó detrás la glorieta de las Pirámides, y hasta la puerta de Toledo su paso fué extremadamente rápido.

La primera obscuridad del anochecer cubría una parte del cielo. Tony miró con temor la lejana amenaza y todavía se esforzó en que su marcha fuese más ligera.

Entró en el portal absolutamente arrepentido de todo lo que había hecho. Subiendo la escalera se encontró con una vecina. Sólo entonces pudo enterarse de la gravedad de su escapada. La mujer dijo excitada que doña Luisa estaba buscándole por todos los sitios desde hacía más de una hora.

Tony ascendió a la buhardilla medio lloroso. Dejó la puerta entornada y se sentó en la cama. No se atrevió a encender la luz. A las tinieblas que rodeaban las cosas esparcidas por la habitación llegaba por la ventana una vaga claridad. Poco a poco pudo entender el sonido del reloj despertador y los otros ruidos que entraban por la ventana en una mezcla amenazadora. Sabía muy bien que doña Luisa estaba próxima a llegar entre aquellos ruidos de la calle.

Un frío intenso se apoderó de su cuerpo. Sin embargo, Tony se tocó una frente excitada por la fiebre. Le temblaron las piernas, y el miedo de que alguien entrara por el tejado a matarlo, le hizo levantarse y cerrar la ventana. No consiguió permanecer en pie más que unos minutos y se dejó caer en la cama en un temblor general que le hacía sentir frío y calor a un mismo tiempo.

Fué entrando en un semisueño que lo dejó como atontado. Ya no oía el golpe del reloj despertador ni los ruidos de la calle. «Unicamente recordó la llegada al cementerio y vió a unos caballeros que bajaban de unos automóviles. Unos hombres que vestían blusas negras transportaban un ataúd, mientras los caballeros marchaban detrás en silencio. También veía un río con el agua color de tierra. Después eran los mismos caballeros del cementerio los que venían a su imaginación. Ahora estaban repartiendo cigarrillos y contaban cuentos que provocaban una risa general.»

Esto fué lo último que circuló por el cerebro de Tony. Lo que llegó detrás ya no tenía para él ninguna claridad.

Doña Luisa regresó sobre las nueve de la noche. Después de haber buscado inútilmente a Tony por todas las calles del barrio, ahora lo encontraba echado en la cama y preso de la fiebre. Nuevamente necesitó salir.

El médico de la Casa de Socorro apareció en la buhardilla con una cara en la que se veía el aburrimiento. Los pisos que había tenido que subir en compañía de doña Luisa se reflejaban ahora en él de manera desagradable. Tomó el pulso al enfermo, preguntó sobre lo que había podido hacer Tony en aquella tarde y terminó recetando unos sellos y una medicina, a injerir cada dos horas. «Si el enfermo no reaccionaba convenientemente, entonces habría necesidad de hacer otra visita.»

En los primeros tramos de la escalera el médico observó que doña Luisa quedaba llorando de pie sobre la puerta.

—Estos chicos son el mismo demonio —confesó sin ninguna fuerza—. Seguramente su hijo se ha mojado y ahí tiene usted los resultados.

No dijo más, y aunque deseaba poner un pie en el próximo escalón, no llegó a moverse del sitio.

Se trataba de un hombre excesivamente aviejado. Un hombre cargado de desilusión y malestar. Cuando estuvo examinando a Tony olía a vino y enseñaba unos dedos comidos por la nicotina.

—¿Entonces usted cree que no será nada? —interrogó doña Luisa, aguantando las ganas de llorar.

El médico hizo un leve movimiento que anunciaba que iba a comenzar por decir algo convencional. Sin embargo, cortó su primera intención y, después de mirar hacia la puerta, declaró de repente

—¡Yo no creo nada! ¿Piensa usted acaso que los médicos lo sabemos todo? Nosotros recetamos creyendo que ya tenemos la solución. Sin embargo, es la naturaleza del enfermo la que ha de decir la última palabra. Si la naturaleza reacciona, entonces el enfermo se salva. Si ocurre todo lo contrario, entonces el enfermo se muere y nosotros ya no hacemos sino certificar su defunción.

Los ojos de doña Luisa se cargaron de lágrimas. El médico notó perfectamente el suceso, y en un tono de angustia contenida terminó por afirmar:

—Fuera de la tintura de yodo y de la aspirina, todo lo demás es andar a ciegas. —Respiró como si lo que había dicho le hubiera fatigado, y añadió—: Además, todo el mundo tiene hambre. Nadie come lo suficiente. ¡Es decir, comen los que tienen dinero! ¡Los otros padecen anemia general! —Otro descanso, para continuar más exaltado—: Yo le aconsejaría que llevara a su pequeño al campo; pero usted me diría inmediatamente que eso es imposible. Que usted no tiene dinero y que...

5

Doña Luisa sufrió un hipo doloroso y el médico guardó un corto silencio para agachar unos hombros en los que parecía que había un peso invisible.

—Su hijo curará —afirmó sin ninguna alegría—. No creo que la cosa vaya a peor. De todas maneras volveré mañana.

En el rostro de doña Luisa se extendió una dulce tranquilidad. Entonces el médico pronunció sus últimas palabras:

—No olvide usted que uno no puede ser indiferente a todo esto...

Dió las buenas noches y descendió rápidamente. Sus pasos resonaron en el hueco de la escalera como un golpeteo amenazador.

Doña Luisa se llevó un pañuelo a la cara, se secó los ojos y se volvió para cerrar la puerta. Tony estaba allí cerca consumido por la fiebre. Cuando vió llegar a su madrina se estremeció en una débil alegría.

IV: Notas de Alvaro Giménez

1

Hasta hoy he podido salir adelante gracias a que en la taberna donde voy a comer me han fiado por espacio de veinte días. En cuanto a lo que pago por dormir, esto es más fácil de solucionar, puesto que las quince pesetas que tengo que abonar cada sábado quedan reducidas a un duro o dos que entrego de vez en cuando, a condición de liquidar la cuenta total en el momento que encuentre colocación.

Previendo algo desagradable, esta noche me dirijo a la taberna. Me acomodo en una mesa y en seguida noto que el dependiente no hace por venir hacia donde yo estoy. De esta manera llego a permanecer cerca de un cuarto de hora. Observo que el dueño me mira de vez en cuando y que, por fin, echa a andar en mi busca. Desde luego, sus propósitos los he oído de forma que los demás clientes no han podido enterarse de nada. El dueño me ha expuesto demasiadas razones que me impiden volver por la taberna mientras no abone todo lo atrasado.

Mi posición es tan violenta, que no acierto a salir. El dueño está circulando entre las mesas ocupadas y ya no espera sino que 3^0 me largue de una vez. Una idea mediocre me hace salir airoso del comedor. Llamo al chico que sirve a las mesas y le pido un vaso de vino. Bebo con una estúpida naturalidad, le doy diez céntimos y me levanto en busca de la calle.

2

Cuando el estómago se halla vacío las ideas se afinan y se recortan. A propósito de ideas, mañana estoy citado con el director de una revista de gran circulación. Confieso, sin ninguna vanidad, que yo tengo cierto prestigio entre la gente de «pluma» y que este prestigio me ha ayudado bastante en arreglar la cita de mañana.

El director a quien he de ver es un hombre de unos treinta y siete años. He sido informado de que este señor es un admirador de Marcel Proust, del profesor Freud y de las películas de René Clair. El amigo que me ha dado estos informes está seguro de que yo he de entenderme perfectamente con un hombre de esta tipología. Ya veremos si mañana sucede todo de esta manera.

En el momento de la entrevista yo debo señalarle al director los títulos y asuntos que pienso escribir para su revista. Es verdad que todavía no he hecho nada, pero, de aquí hasta mañana, tengo tiempo para pensar en tres o cuatro trabajos de interés.

Estoy marchando por la ronda de Atocha. Los árboles conservan su verdor, pero el otoño se presiente en este aire frío que agita las ramas. Precisamente en estos días voy a cumplir treinta años. Esto mismo puede sucederle a uno de los hijos de S. M., pero entonces la cosa varía de aspecto.

A unos pasos tengo la pequeña iglesia donde he entrado más de una vez. La puerta está abierta y paso al interior. Con el sombrero en una mano me encamino a uno de los bancos de madera.

En todo hombre hajr un fondo religioso. No niego que este fondo es en el hombre como una debilidad, pero en todo caso es una noble debilidad.

Antes de entrar en esta iglesia he presenciado un pequeño suceso. En la esquina que forma la puerta de Atocha con el paseo de Santa María de la Cabeza estaba una mujer repartiendo trozos de pan. A su alrededor comían tres niños y una pequeña.

Todos estaban cubiertos con ropas destrozadas, y el más pequeño había sido vestido con una chaqueta de hombre.

Yo me había parado detrás de un kiosco de periódicos y estuve viendo toda la escena. En cuanto terminaron con lo que les había correspondido de pan, la madre recogió del suelo un capacho y echó a andar seguida de los pequeños. Tiraron por el paseo de las Delicias y yo quedé entre los árboles de la calle. La madre tenía que hacer frecuentes paradas para que se uniera a ella el niño que iba vestido con la chaqueta de hombre. Confieso que aquel pequeño me pareció entonces algo tremendamente doloroso. Pero no se alarmen ustedes. Desde luego, no voy a continuar relatando este mediocre espectáculo.

Ahora me voy a dormir. Quiero que mi visita de mañana me coja descansado. Sobre todo, no debo olvidar que el director de esa revista lee al profesor Freud, ama las películas de René Clair y es un admirador de Marcel Proust.

3

Estoy acostado, y al ladearme para apagar la luz, descubro el periódico que hace unos minutos he comprado en la calle. Ponerme a leer ahora va a ocasionar a mi patrona un pequeño disgusto. En cuanto note que la luz continúa encendida, moverá las sillas del comedor, gritará a la criada y conseguirá sus propósitos de que yo corte la corriente eléctrica.

A pesar de todo, recojo el periódico y echo una ojeada a lo que pueda tener un interés. Ahora se acusa notablemente en mi estómago la falta de comida. Un deseo especial me hace levantarme de la cama para mirarme en el espejo del lavabo. En mi rostro hay una melancolía de perro hambriento.

Otra vez en la cama, empiezo a leer el periódico y recuerdo mis tiempos de redactor y las trampas que me hacía la señora de mi antiguo jefe. Es curioso que cuando el hombre se halla sin dinero y expuesto al hambre, busca el recurso de los recuerdos. Es un alimento deficiente que no debían de ignorar los prestamistas. Había que ver la cara que puso el otro día el dueño de la casa de préstamos cuando le entregué mi pluma estilográfica y pedí por ella quince pesetas. El hombre sonrió con esa frialdad de los dueños de las casas de «Compraventa» y dejó caer estas palabras: «No puedo dar más que cinco pesetas».

En este momento ha hecho mi patrona su entrada en el comedor. Noto perfectamente que atisba el rayo de luz que sale por debajo de la puerta de mi habitación. Ya se ha dado cuenta de que, efectivamente, tengo la luz encendida. Mi patrona empieza a meter ruido cambiando las sillas de sitio. Pero yo tardo en ceder. Voy repasando el periódico hasta que llego a la columna donde están las caricaturas extranjeras. Mientras continúan los ruidos del comedor leo el texto de un dibujo. En la caricatura siguiente se ve en primer término a un hombre bajito y destartalado. Este pobre caballero se halla de espaldas y está cubierto con un sombrero hongo y un gabán mediocre. Ya es de noche, y cuando él llega al pequeño jardín que rodea su domicilio hace un notable descubrimiento: Una de las ventanas está iluminada, y a través de los visillos se recortan dos siluetas. Una, pertenece a su mujer, pero la otra, es la de un hombre en una postura apasionada. La pareja se halla muy unida.

El marido sigue de pie sobre la entrada de su casa. La noche es húmeda y silenciosa. Sin saber qué partido tomar, el marido continúa contemplando la unión de las dos siluetas. Ahora regresa de trabajar ocho interminables horas. Está cansado, y en el incómodo viaje que ha hecho en el «Metro» ha pensado en su casa y en su mujer. Ha pensado que no está mal la idea de llevarse a casa trabajo suplementario y de esta manera poder ganar algún dinero. «Elsie necesita otro sombrero, necesita otro vestido, necesita muchas cosas más... Ahora Elsie...»

Mi patrona acaba de producir un ruido tremendo. Detrás del ruido se escucha su voz áspera y desagradable. No tengo más remedio que apagar la luz, pero antes leo el texto de la caricatura. El pobre marido, de espaldas al lector y frente a la ventana iluminada, balbucea en un tono melancólico y cansado: «¡Qué le vamos a hacer! Yo entro. ¡No me voy a quedar sin cenar!»

«Dondequiera que estés, pobre marido, piensa que en una casa de huéspedes de la calle Mesón de Paredes existe un hombre que va a cumplir treinta años. Existe un hombre que no puede hacer uso de la luz eléctrica si no quiere ocasionar un serio disgusto. Este hombre conoce tu historia.»

«Sin embargo, esto tendrá que variar; ¿me oyes bien, pobre marido? Tu dolor y el dolor de los demás no ha de perderse en el vacío. Esta corteza de angustia que rodea el mundo ha de reventar alguna vez.»

«Ahora entra en tu casa, cree lo que quiera contarte tu mujer y cena. Después te irás a la cama. El sueño es muy necesario. Los médicos aseguran que el dormir alimenta tanto como la comida.»

«Por último, deseo explicarte que esta noche he visto cómo una mujer repartía medio pan entre sus pequeños. Yo estaba espiando dotrás de un puesto de periódicos, y en uno de esos periódicos te hallabas tú dibujado de espaldas.»

«Yo sé que tú eres un poco sentimental y estoy seguro que la marcha de la madre y los hijos te hubiera emocionado en gran manera. Sobre todo, aquel pequeño metido en una chaqueta de hombre..., aquel niño que no podía apenas andar, que no tenía libertad para mover sus brazos...»

«Nada más, pobre hombre. Ahora, adiós. Yo estoy en Madrid, en una casa de la calle Mesón de Paredes y en una habitación llena de tinieblas. Creo que ya he explicado «lo de la luz eléctrica». ¡Ah! También estuve esta noche en una iglesia. Es una iglesia como tu gabán y como tu sombrero hongo. Una iglesia sencilla y vulgar. A la luz temblona de las velas he visto a un hombre clavado en una cruz. Es un hombre mal alimentado, vacío de sangre y falto ya de vida...»

«He aquí todo lo que deseaba confesarte. Ahora, otra vez adiós. Y que cenes, te acuestes y duermas. ¡Gran cosa esa de dormir!»

4

En una librería de viejo acabo de vender tres libros en seis reales. Un vaso de café con leche aclarará mis ideas y calentará mi estómago. Son las diez y media y la cita ha sido fijada para las doce de la mañana. Cerca de este bar está el edificio de la revista. Ahora necesito pensar en tres o cuatro reportajes. Un asunto importante puede ser una descripción que muestre cómo viven las familias que no tienen ni domicilio. Este reportaje me lo ha sugerido la madre que vi anoche repartiendo pan a sus pequeños.

A los diez minutos de darle vuelta a este tema encuentro un título que espero interese al director. Sobre la cuartilla que tengo sobre la mesa escribo en letras grandes: «Cómo viven los que no pueden vivir».

Como en esa revista se da mucha importancia a las fotografías, espero llevar al fotógrafo por las afueras de Madrid. Tengo idea de que bajo los puentes del río Manzanares duermen familias de trabajadores parados.

Resuelto el primer reportaje, ahora hay que buscar el segundo. Después de aceptar y desechar asuntos, selecciono un nuevo título: «Madrid y sus minas de carbón».

En este segundo reportaje liaré un relato de los vertederos de escoria. A la izquierda del paseo de las Acacias, y bajando hacia el puente de Toledo, hay una zona donde el suelo está cubierto por capas de tierra negra. En algunos sitios van amontonando descargas de escoria. Cuando llega un camión, unas mujeres harapientas, acompañadas de sus criaturas, empiezan a escarbar en la escoria hasta que encuentran algún trozo de carbón que todavía puede ser utilizado. Esta rebusca las tizna los rostros para darles una expresión trágica. Las mujeres hunden las manos hasta enterrarlas en la negra ceniza. Las criaturas, por falta de fuerza física o por antipatía al trabajo, son las más inexpertas en la rebusca. El final de la jornada significa llevarse a casa un cubo mediado de carbón.

En el reloj del bar son las doce menos diez minutos. No he podido buscar otros motivos que me ayuden a llevar al director los cuatro reportajes que pensaba mostrarle. De todas maneras, estos dos que están apuntados en la cuartilla son suficientes para empezar a trabajar.

No dándome tiempo para encontrar otros asuntos entro en el portal y paso al ascensor.

5

Después de discutir sobre Freud, sobre los films de René Clair y sobre las novelas de Marcel Proust, el director me dirige esta pregunta:

—¿Tiene usted ahí los asuntos de los reportajes?

Saco la cuartilla, le muestro los dos títulos y le explico todo el interés que pueden encontrar los lectores en esos dos trabajos y en las fotografías que habrá de tomar el fotógrafo bajo mi dirección.

El director está sentado frente a mí en un ancho butacón forrado de una pana lisa de color aceitunado. Tiene una pierna montada sobre la otra y acaba de encender un cigarrillo.

—Sobre todo, el reportaje «Cómo viven los que no pueden vivir» mostrará al público una humanidad sin domicilio y sin alimento. ¿Cómo se desenvuelve esa gente? Eso es lo que yo llevaré a las cuartillas: —afirmo medio exaltado.

El director me contempla con sus ojos escondidos tras unas gafas de concha. Sigue fumando en una quietud casi molesta. Sin duda está esperando que yo explane todo el desarrollo de mis ideas. Cuando voy a continuar, aparece una mecanógrafa para decir el nombre de un señor que se halla esperando en el saloncillo de las visitas. El director ha hecho una excepción conmigo trayéndome a su propio despacho. Recelo, sin embargo, que él trata de impresionarme con este lujo que me rodea por todas partes. El director sabe muy bien que yo no ignoro el magnífico sueldo de que goza.

—Diga a ese caballero que aguarde: —la mecanógrafa se vuelve para dar el recado, pero el director aconseja rápido—: No diga nada de eso. Comunique a ese señor que hoy no puedo recibirle... Que venga mañana o pasado mañana... Espere, pasado mañana salgo para París... Dígale que la semana próxima...

La señorita nos deja solos. Un breve silencio y el director me hace una nueva pregunta.

—Y ese otro reportaje... —el director alude a «Madrid y sus minas de carbón».

Como un hombre que confía todo a la rapidez, explico que el relato de los rebuscadores de carbón «tendrá un tono duro de aguafuerte».

—Por ahora, el título es provisional —aclaro, con ánimo de convencer que el próximo encabezamiento mostrará mucha más sencillez—. Si quiere usted dejamos lo de «Madrid y sus minas de carbón».

El director, sin hacer ninguna referencia a lo mío, se levanta para hablar con alguien a través del teléfono que está encima de su elegante mesa de despacho.

—Perdone un momento —me suelta, ya sentado en la silla giratoria—. Me he olvidado de llamar a la Agencia Cook.

Y continúa hablando, pero ahora se dirige a quien le escucha lejos de este despacho. Cuando cuelga el brazo del teléfono no viene junto a mí, sino que desde donde está me dice con una pura cortesía comercial.

—Eso que usted escribe es todo literatura.

Me levanto y echo a andar hacia la ancha mesa. El director continúa:

—Preferiría que usted me trajera cosas más naturales..., más sencillas.

— ¿Y qué es lo que yo le traigo? —interrogo con una violenta desgana.

—Entiéndame, por favor. Indudablemente sus dos reportajes demostrarían una serie de escenas realistas de mucho interés, pero ese interés sería un interés desagradable—esta última palabra ha sido pronunciada con gran intención. Después agrega—: No hay duda alguna que usted es un excelente escritor, pero es una lástima que se oriente por esos caminos. Nuestra revista hace una tirada de cien mil ejemplares. Nuestros lectores son sacerdotes, burgueses, militares, porteras y guardias civiles. ¿Qué puede interesar a esta gente el que haya familias que no comen o que no tienen domicilio? En cuanto a ese segundo reportaje de las mujeres que van a los vertederos a buscar residuos de carbón...

El director cesa de hablar y busca en una carpeta. Yo estoy de pie a este otro lado de la mesa.

—Poco antes de venir usted —empieza el director, cuando ya ha apartado lo que buscaba— ha estado aquí un joven a proponerme unos reportajes. De seis le he aceptado tres. Escuche usted los títulos:

«Hablando con el hombre más gordo de Cuenca».

«Cómo se crían las uvas moscatel».

«Un limpiabotas que hace comedias».

—Esos tres reportajes son tres aciertos —elogia el director cuando yo le entrego el papel—. El periodismo moderno consiste en ofrecer al lector un fiel reflejo de la vida.

Después de darme esta última explicación, el director sale del hueco que forma la mesa con la pared. Me toca en un hombro para darme unos golpecitos. Se trata de que me largue, y yo empiezo a andar hacia la puerta. Todavía me aconseja:

—Si se le ocurre algo importante venga a ofrecérmelo. Ahora voy a hacer un corto viaje por Europa. Necesito dar a la revista un pequeño cambio. De todas maneras me encontraré en Madrid hacia el 20 de este mes.

Digo algo para despedirme y para agradecer «todo el interés» que el director demuestra por mí. Después marcho solo hacia la puerta de la escalera.

Ya es la una de la tarde. En uno de mis bolsillos tengo hasta setenta céntimos. No podré comer. Si acaso, este dinero me será útil para meterme en un café. Todo esto: mi vida, los buscadores de carbón y las familias que habitan bajo los puentes del río Manzanares es... literatura.

«Sacerdotes, burgueses, militares, porteras y guardias civiles». He aquí el numeroso público para quien el director trabaja en su flamante despacho. Para complacer a este grueso conjunto, el director tiene en su mesa muchos timbres, y en una habitación contigua al despacho teclean constantemente las mecanógrafas. Toda esta actividad queda condensada los sábados en nuevos ejemplares de la revista que pasan a saciar las inquietudes sentimentales de «sacerdotes, burgueses, militares, porteras y guardias civiles».

Dentro de breves días este excelente público conocerá, gracias al director de la revista, cómo «su enviado especial» ha conseguido hablar con «el hombre más gordo de Cuenca». En números sucesivos se enterará también ese público «cómo se crían las uvas moscatel», y sabrá de la vida de «un limpiabotas que hace comedias».

El director cobra un gran sueldo, obtiene su tanto por ciento de las ganancias que deja la revista y, de vez en cuando, habla por teléfono con la Agencia Cook.

Este director es el proveedor espiritual de «sacerdotes, burgueses, militares, porteras y guardias civiles». Es muy posible que este lector de las novelas de Marcel Proust crea que estos sacerdotes, burgueses, etc., que compran su revista son algo más que un detritus de esta civilización. Es muy posible que crea que este público «es una humanidad».

6

Para entrar en un café es demasiado pronto. Todavía no son las dos de la tarde. A estas horas lo más razonable es sentarse en un banco de la plaza de España. Antes de sentarme compro un panecillo. En la panadería despacha una mujer joven. Siento vergüenza de mi compra y marcho rápidamente a los jardinillos. Por uno de los senderos no circula nadie. A pesar de mi hambre, no puedo acabar con el pan. Tiro al suelo lo que me sobra y me acomodo en uno de los bancos que rodean una plazoleta llena de sol. Ya se han ido las criadas, y guarecido en una zona de sombra está comiendo un fotógrafo. A un lado tiene el trípode y el cajón que contiene el objetivo. El fotógrafo está sentado a caballo sobre el banco de madera y come de lo que saca de una tartera de aluminio. En los otros bancos no hay nadie sentado. Un silencio pesado, como cargado de calor, entorpece los sentidos. A unos metros de mi sitio está tirado sobre la arena del paseo la mitad del panecillo. Siento ganas de cerrar los ojos, dormir hasta que me levante para ir a un café. Pero no duermo. Aunque me he echado el sombrero hacia adelante, observo perfectamente lo que pasa a mi alrededor. Veo avanzar a dos hombres. Detrás del primero camina el otro a una distancia de tres o cuatro metros. El que marcha a retaguardia hace un ruido especial con la garganta con intención de escupir. Entonces el que va delante se vuelve de repente, como si temiera que el otro fuera a hacerlo sobre él. Descubre que la cosa ha ido a parar a otro sitio y se tranquiliza.

Enfrente de mí el fotógrafo sigue dándole a las mandíbulas. En los Jados de su modesto aparato de retratar hay muchas fotografías. Estas postales son la garantía de que allí se trabaja como es debido. El es un pobre retratista que no tiene nada que ver con esos capitanes de industria que poseen a la puerta de su casa una serie de premios y medallas. Esos genios de la industria que dictan a su mecanógrafa al mismo tiempo que hablan por teléfono con su agente de París o de Francfort. Cualquiera de estos ilustres fabricantes es dueño de medallas y de una linda mujer. Muchos días, cuando dan las cuatro de la tarde, la esposa entra en el cuarto de baño. Luego viene el colocarse una ropa interior de gran precio. Cuando la mujer sale de la casa, el marido sonríe con cierta vanidad. Ahora podrá trabajar con nuevos bríos. El posee un gran estilo comercial. Sabe ganar medallas, sabe reventar una huelga para después rebajar los jornales, pero ignora quién es Luisito. ¡Ah! Esto es lo que él no sabe, lo que él no conocerá nunca...

El fotógrafo ha terminado de comer. Guarda la tartera en una bolsa de tela que cuelga del trípode y se dispone a liar un pitillo. Cuando empieza a echar humo, su cara transpira comodidad. Supongo que ya deben de estar muy cerca las tres de la tarde. De un momento a otro voy a levantarme para dejar estos jardinillos. Por ahora estoy muy lejos de adivinar que mañana he de salir de viaje. Un viaje insospechado que va a tener un final alarmante.

V: CON EL HOMBRE DE LA CAMIONETA

1

Desde la cama oigo a mi patrona hablar sobre mí. Está indicando que yo suelo levantarme cerca de mediodía y que, aunque ya son más de las diez de la mañana, es muy seguro que aun esté durmiendo. Intervienen en la conversación dos hombres. Uno de ellos tiene una voz que no me es desconocida. En seguida adivino que se trata de Felipe y salto de la cama. Me meto los pantalones para acercarme hasta la puerta.

—Pasen a mi habitación —digo asomando la cabeza.

Entra Felipe y el que le acompaña; detrás aparece mi patrona trayendo una silla. Yo he vuelto a meterme en la cama, pero antes he dejado entreabierto el balcón.

—¿Es que vas a comer a otra taberna? —pregunta Felipe.

Como es natural, yo oculto mi estado económico.

—Mi amigo y yo hemos estado anoche en la taberna de los azulejos, pero no te vimos por ninguna parte. Supongo que te acordarás de mi amigo —incluye de pronto, haciendo que yo mire al que le acompaña.

—No recuerdo bien...

—¡Pero hombre! —exclama Felipe—. Este señor estuvo con doña Luisa y nosotros en un café de la puerta de Atocha. Es aquel que vino a Madrid para comprar una camioneta. ¿Recuerdas ahora? También estuvo con nosotros mi sobrino.

—Pues es verdad —declaro sin entusiasmo—. Usted fué el que nos explicó en el café que quería comprar una camioneta.

—Sí, señor —dice el otro desde su sitio—. Ahora hago viajes y traigo a Madrid cargamento de vino y frutas.

—¿Por qué no te levantas? —demanda Felipe, que ya se ha puesto de pie, como si le aburriera la permanencia en mi habitación—. Sabrás que he hecho otra película... Sí, una película corta...; pero me han pagado bien. No he querido avisarte, porque sólo había trabajo para comparsas. El único papel de importancia me lo dieron a mí.

—Hiciste muy mal en no avisarme. Me hubiera ganado unas pesetas.

—¿Pero ibas a hacer de comparsa? —y Felipe no oculta su estupor.

—Naturalmente. A mí me trae sin cuidado si el papel es de primera figura o es de simple comparsa.

—A mí me gusta más el teatro —tercia el amigo de Felipe—. En el cine no se puede oír nada. Mucho mejor es una función de teatro. En Daimiel tenemos un buen teatro...

—Nosotros queríamos que te levantaras y nos acompañaras a comer —interrumpe Felipe con su gran sentido de las cosas—. Precisamente he sido yo el que he hablado de esto a Juanito —y por primera vez descubre el nombre de su amigo.

Juanito mueve la cabeza en señal de asentimiento a lo dicho por Felipe. Yo estoy dispuesto a levantarme; pero, de pronto, y en un inesperado a destiempo, lanzo para los dos:

—No siento ganas de dejar la cama. Ya había dicho que no me despertaran hasta la una.

Felipe queda como paralizado. No dice nada hasta que observa que yo no añado más.

—¿Es que no quieres comer con nosotros? —pregunta con voz contrariada y hasta dolorida—. Juanito es de toda confianza —agrega, como si todo dependiera de esta última revelación.

Empiezo a sentir un brusco arrepentimiento que me hace mirar el aspecto de mi habitación. La toalla ha resbalado del palanganero y está tendida cerca de mis zapatos. Con el rostro todavía preocupado, Felipe coge mi mirada y rápidamente levanta la toalla y la pone en su sitio. Como el movimiento ha sido realizado con rapidez, Felipe respira con la boca abierta. Mezclado con su cansancio, enseña una media sonrisa que muestra la viva admiración que Felipe siente por mí. Juanito calla. Es seguro que desea decir su opinión, pero desconfía de encontrar la palabra eficaz. Noto perfectamente que yo soy para ellos algo fuera de lo normal. En estos diez segundos de silencio me miran dispuestos a obedecer y aceptarlo todo. Una extraña admiración me llega de estos dos hombres insignificantes. Estoy seguro de que Felipe ha contado a Juanito cosas que se refieren a mí, pero embrollando la verdad y exagerándola. De todas formas, Felipe es el primer hombre que se cruza en mi vida de una manera leal. Un súbito afán de producir contento me hace sentarme en la cama.

—¡Bueno! —empiezo, seguro del efecto que voy a causar—. Voy con vosotros a comer. ¡Ahora mismo voy a levantarme! —y salto de la cama con una alegre nerviosidad.

Felipe y el de la camioneta acusan mi brusca decisión de manera notable.

—Voy a cerrar el balcón —y Felipe entorna la hoja que estaba abierta—. Los catarros que se pillan en verano no se curan nunca.

Con el lavado se me despierta el apetito. Ahora me muevo en medio de una alegre actividad. Felipe abre la boca, sonríe y mira al de la camioneta. Juanito exagera la mirada y, animado por mi prisa, declara:

—En Daimiel no tenemos periódico. Leemos la prensa de Madrid.

—¿Y cómo es eso? —pregunto, simulando el suceso que para ese pueblo significa el carecer de un periódico local.

—¡Qué sé yo! —exclama Juanito—. Tampoco tenemos alcantarillado. En cada casa se hace un agujero, y allí va todo a parar. Cuando alguien propone el construir el alcantarillado, nos dicen que no puede ser, porque el pueblo está más bajo que el río.

—¿Y qué tendrá que ver que el pueblo esté más bajo que el río? —interroga Felipe lealmente intrigado.

Juanito reconcentra su pensamiento para satisfacer la curiosidad de Felipe. Pero no logra sus deseos, porque se excusa de cualquier modo.

—Yo siempre he oído decir que el pueblo está más bajo, que el río...

—¿A qué crees tú que se deberá esto del río? —y Felipe rae pone una cara en la que la preocupación va en aumento.

—Es muy sencillo —explico para los doB—. Como el pueblo está a un nivel mucho más bajo, las aguas sucias ¡quedan estancadas y no descienden hacia el río.

Felipe da con el codo a Juanito y, aunque no dice nada, hace un gesto que viene a significar: «¿Qué te parece?»

Ya he terminado de vestirme. Dejo todo en orden, abro el balcón y salimos del cuarto. Mi patrona me despide con menos frialdad que de costumbre. La causa de este cambio podré explicármela ahora cuando salga del portal de la casa.

2

Cerca de la puerta hay un auto de transporte. Es una camioneta pintada de rojo. Antes de que Juanito me explique lo que está deseando decirme, observo que el auto tiene matrícula de Ciudad Real. Mi patrona ha debido ver la camioneta y alguien le ha dicho quién es el dueño. Para ella esto supone que yo voy a empezar algún trabajo. Supone que todo lo que le adeudo quedará saldado en estos días.

—¿Qué le parece? —pregunta Juanito señalando el brillante aspecto de su camioneta.

Tal vez me sienta influido por la mañana, donde un sol que apenas molesta penetra en mi ropa y le quita ese olor húmedo que hay cobijado en las habitaciones de la casa de mi patrona. Lo cierto es que empiezo a elogiar el auto. No recuerdo quién fué el que un día me dijo que el rey, siempre que le presentaban un automóvil, daba una patada en una de las ruedas delanteras.

—¡Estupenda camioneta! —suelto, al mismo tiempo que golpeo con un pie en un neumático.

—En este último viaje he traído más de mil kilos de carga —incluye Juanito en mis elogios. Después toma asiento en el baquet, dejando los brazos apoyados en la rueda del volante. Mira a Felipe, y hasta juraría que acaba de hacer una seña.

—Nosotros iremos andando —me dice Felipe—. El ya sabe dónde está la taberna.

—¿Es que no quiere llevarnos en el baquet?

—¡Ya lo creo! —exclama Felipe en una alegría singular—. ¡Sube, sube ahora mismo!

Me acomodo en el centro y Juanito pone el motor en marcha. Partimos.

—No le dije lo de subir —indica Juanito— porque creí que usted no iba a querer montar en una camioneta.

—¡Qué gran tontería! ¿Qué más da esta camioneta que un coche de lujo?

Nueva mirada de inteligencia entre Felipe y el dueño de la camioneta. Hemos salido del paseo del Prado y a mí se me ocurre preguntar:

—¿Por qué no damos una vuelta por la Castellana?

Se acepta mi proposición, y Juanito pisa el acelerador. Ninguno de los tres nos damos cuenta de que acabamos de contravenir las Ordenanzas municipales. Cruzamos la estatua de Colón y enfilamos el ancho paseo asfaltado. Los que van dentro de los autos que se cruzan con nuestra camioneta nos miran con cara de sorpresa. ¿Por qué esta curiosidad hacia nosotros? Juanito da la vuelta, y cuando regresamos Castellana abajo un guardia municipal se nos coloca delante de la camioneta.

—¿Es que no tienen ojos en la cara? —nos chilla la autoridad.

Los tres quedamos sin saber qué decir. El guardia repite sus gritos y algunos transeúntes se acercan desde las aceras.

—¿Es que no saben ustedes que está prohibido circular por el centro? —y el guardia alarga su brazo derecho en dirección de la parte asfaltada.

—¿Y por dónde vamos a ir? —interviene Felipe imprudentemente.

—¿Que por dónde van a ir? —el agente habla enfurecido—. ¿Para qué tienen la parte adoquinada? Esa lata de sardinas debe circular por aquel sitio —y después de menospreciar la camioneta nos señala por donde están las verjas de los palacios.

Todo el mundo nos contempla medio en burla. Ya han aumentado los curiosos y los autos parados empiezan a formar un embotellamiento. Sólo el obrar con rapidez puede salvarnos.

—Escuche —digo al guardia—. Somos forasteros. Precisamente hemos llegado de Ciudad Real y no conocemos Madrid. Si hubiéramos sabido esto no estaríamos aquí sirviendo de risa a esos papanatas —termino para los mirones.

Yo creo que al guardia le ha hecho gracia mi intervención, porque inmediatamente nos ordena partir hacia la parte adoquinada.

—¡Ha estado usted acertado! —elogia Juanito—. Muy bien dicho eso de los papanatas.

Y poco después, cuando ya estamos cerca de donde vamos a comer, el hombre de la camioneta me da este inesperado consejo:

—¿Por qué no se dedica usted a la política?

—Tiene razón, Juanito —ayuda Felipe—. Tú debieras meterte en la política. Podrías llegar a ministro.

No contesto, pero sonrío de nn modo que viene a significar: «Ya veremos. Todo se andará.» Y dejo que Juanito y Felipe se comuniquen su guiño de inteligencia.

3

Estamos terminando de comer cuando Juanito me sorprende con esta pregunta:

—¿Por qué no se viene conmigo? Antes de una semana tengo que volver a Madrid. Si usted quiere, me acompaña a Daimiel. No tiene que preocuparse de nada, porque vivirá en mi casa.

Como hago algunos reparos, Felipe interviene inmediatamente:

—Yo creo que siete días viviendo en un pueblo te sentarán muy bien...

—¿Y por qué no nos acompañas tú? —digo yo, sospechando que esto del viaje ha sido acordado entre ellos dos mucho antes de entrar en la taberna.

—Yo no puedo... —se queja Felipe—. Marcha muy mal lo de mi seguro.

—Saldremos esta noche —asegura ya Juanito—. Espero que estemos en Daimiel hacia el amanecer. A las diez recogeré unos muebles y antes de las doce habremos salido de Madrid.

Ahora, ya todo acordado, no puedo hacer otra cosa que aceptar. Confieso que el viaje me llena de una grata turbación.

—¿Dice usted que llegaremos al amanecer? —pregunto al de la camioneta.

—Seguro. Tenemos unos doscientos kilómetros. No podemos correr para no estropear el barnizado de los muebles. Pero al regreso vendremos más de prisa.

—Bien..., bien... —me conformo lleno de impaciencia. Sin embargo, pienso en las horas que faltan hasta la noche y se me ocurre preguntar—: ¿Qué vamos a hacer hasta que salgamos?

—Yo tengo que hacer a las cinco —indica Felipe—. Es a esa hora cuando visitaré a un pariente.

—Ahora podríamos jugar un tute —pide Juanito mirando la hora que marca su grueso reloj.

Nos traen una baraja y unas copas de aguardiente. Las cartas están mugrientas y corren muy mal. Yo soy el prime ro en beber y lo hago de un solo sorbo. Felipe lo hace de otra manera. Antes de beber se moja los labios de aguardiente y luego traga una cantidad pequeña. El de la camioneta no ha bebido todavía, como si le interesara más el juego. En nuestra mesa todo es bienestar y comodidad. Como la comida ha sido copiosa, un calor agradable nos envuelve y nos marea. Felipe, mucho más grueso que nosotros, resopla de vez en cuando y entonces sonríe. Cuando le toca a él hacer su jugada, levanta un poco el brazo para descargarlo sobre la mesa con una gran violencia. Felipe es el que apunta los juegos ganados. No le acompaña la fortuna, pues hasta ahora sólo Juanito y yo somos los ganadores. Sin embargo, Felipe pone en el juego un entusiasmo superior al nuestro. Si la trampa no fuera para mí una maniobra deleznable, ahora mismo inclinaría el juego a favor de Felipe.

Nuevas copas de aguardiente y otra partida a empezar. Salimos después de las cuatro y media. En la calle nos espera la camioneta. Juanito tiene que hacer y quedamos de acuerdo en encontramos en la Plaza Mayor, en la parada del tranvía. Se aleja con el auto, permaneciendo Felipe junto a mí.

—¿Sabes adonde va? —me pregunta con un gesto equívoco.

Es natural que lo ignore y hago un movimiento de duda.

—Tiene una amiga..., ¿comprendes? Una muchacha que lo trata muy bien. La verdad —se lamenta ahora Felipe— es que un hombre no es nadie si no le acompaña la mujer.

—Estás pensando en doña Luisa, ¿no es eso?

—¡Sí! —exclama Felipe—. ¿Cómo lo has adivinado? Precisamente ahora voy a irme para su casa.

No teniendo nada que hacer, acompaño a Felipe. Este paseo nos conviene a los dos para aligerar los efectos de la digestión.

—He pensado apuntarme en una academia —dice Felipe con aire importante—. Estudiaré por las noches. Además, no me cuesta nada la matrícula.

—¿Y qué piensas aprender?

—Primeramente necesito escribir con ortografía. Me han dicho que también corrigen la letra. Si esto del cine no resulta, puedo colocarme en una oficina.

Felipe ha creído que yo he hecho algún gesto de duda y baja la vista para contemplar la desproporción de su vientre. No se entristece y continúa como aceptándolo todo:

—Por lo menos podría colocarme de ordenanza... ¿Y de portero?... Eso no estaría mal... Hay casas donde el portero sale por más de seiscientas pesetas al mes. Tú sabes que hay inquilinas que reciben señores. Un amigo me ha enterado de todo esto. Por eso quiero ir a una academia. Siempre que escribo una carta no sé cuando se pone b grande o 6 pequeña. Leyendo también se aprende mucho, ¿no?

—Sí, también se aprende...

—Verdaderamente, no sabe uno nada de nada —y Felipe espera a continuar. Ya dispuesto, une a lo anterior—: ¿Tú entiendes de política? Porque en política hay muchos partidos, ¿verdad? Hay el partido liberal. ¿Y qué es el partido liberal? Dime, ¿qué es el partido liberal?

—Pues un partido parecido a los demás —contesto con lo primero que me viene a la mano.

—También hay el partido conservador —indica Felipe, demostrando que no le he sacado de apuros—. ¿Quieres decirme qué significa partido conservador?

—Ese es un partido contrario al partido liberal. Cuando el partido liberal deja el Poder, entonces lo toma el partido conservador.

—¿Y el partido reformista? ¿No hay también un partido reformista?

—¡Claro que existe un partido reformista! Pero este partido no ha estado todavía en el Poder.

Felipe me mira como distraído. Sin embargo, no tarda en preguntar:

—¿Y no crees tú que un solo partido podría gobernar a gusto de todos?

—Sí, seguramente.

Y continuamos la marcha. Al terminar las rondas nos encontramos en la glorieta que forma la puerta de Toledo. Arrimadas a la fachada de una casa, unas mujeres cosen ropa familiar. También hay unos niños jugando al fútbol. Recostado en una mecedora, un viejo descansa sumido en una absoluta indiferencia. A pesar de la agradable temperatura, el hombre está cubierto con un gabán. Un sol alimonado, que muy pronto ha de ser barrido por la obscuridad, se abandona en todas las cosas que están bajo su luz. Los tranvías suben a la Plaza Mayor o descienden hacia Carabanchel. En los cristales de las ventanillas se rompe este sol en reflejos de un oro rojizo. Las mujeres continúan con la costura. Algunas hablan, cantan en voz baja o ríen, después de referir algo que no llega a oírse por nuestro sitio. Felipe está mirando al viejo que descansa colado en la mecedora; mira a las mujeres, a los niños y a un gato que goza de la tarde sentado en el quicio de un portal.

—Yo no entiendo de nada —confiesa, como justificación a todo lo que le rodea—; pero creo que el mundo bien podría marchar así...

4

En un pequeño envoltorio llevo una camisa, unos calzoncillos, cuatro pañuelos y dos cuellos postizos. Y en un paquete aparte he guardado los útiles de afeitar, un peine y lo de limpiar la dentadura. En un bolsillo de mi americana he guardado un libro de versos escrito por Antonio Machado.

Son las nueve de la noche. Juanito llegará a las once al sitio convenido. Para gastar tiempo me dirijo hacia la calle de Segovia. En la Cava Baja un grupo de gente se arremolina alrededor de un auto de línea. En el testero del carruaje leo el nombre del pueblo en donde el autobús ha de rendir su viaje. Me meto entre los viajeros y escucho cosas muy distintas. La gente se mueve precipitada y entrega sus bultos a un hombre que maniobra subido en el techo del auto.

Cruzo a la acera de enfrente y desde este sitio no me muevo hasta que el conductor del autobús cierra las puertas y da marcha al motor. El auto arranca con dificultad debido al poco espacio que ofrece la calle. Lleva las luces encendidas y los viajeros miran a los que quedamos en tierra con una mirada que a mí me parece de lástima.

Dejo la Cava Baja, cruzo Puerta Cerrada y desciendo por la calle de Segovia. Cuando estoy a unos pasos del Viaducto observo la masa obscura de hierro. Arriba lucen los faroles de gas y algunas sombras cruzan el puente. Por una calle que monta en rampa marcho al barrio de la Morería. Termino desembocando otra vez en el Viaducto. Ahora veo desde arriba la parte donde hace unos minutos estaba parado. Cruzo al otro lado para contemplar a vista de pájaro el caserón de la antigua Casa de la Moneda. Creo que en este edificio vivió Fígaro. Desde mi sitio descubro unos corredores. Pienso que por aquí debió circular José María de Larra. Pienso en el suicidio de ese escritor; sin embargo, yo continúo entusiasmado con la partida de esta noche. No puedo olvidar aquello «de que llegaremos al amanecer»...

5

Poco después de las once llega Juanito guiando su camioneta. Sin dejar el volante y con el motor en marcha, me grita suba al baquet. En cuanto me acomodo junto a él, damos la vuelta a la Plaza Mayor y bajamos por la calle de Toledo.

—¿Quiere usted que tomemos una copa? —invita Juanito, señalándome las tabernas que se suceden a lo largo de la calle.

Como lo pide con ganas, acepto su petición, pero no dejo de advertirle:

—Siento decirle que estoy sin dinero. Mis cosas andan bastante mal.

—¡Vamos, hombre! —grita Juanito medio conmovido—. ¿A qué viene esa explicación? Usted no tiene por qué preocuparse. Si algún día a mí me hace falta un duro y usted puede dármelo, ¿me lo va a negar?

Voy a responder, cuando me ataja con esta continuación:

—Sé muy bien quién es usted. Felipe me ha hablado el otro día... Bueno, espero que usted no me descubra... Felipe me pidió que yo no dijera nada... Ya me entiende usted. Los hombres hablamos... ¿Le parece que entremos aquí?

Juanito frena y para frente a una taberna. En la acera hay algunos hombres taponando la entrada. Al pasar descubrimos a un solo cliente. Es un tipo pelado al rape y está vestido con una blusa, pantalones de pana y alpargatas. Se halla expücando al dependiente que acaba de encerrar su carro en la posada.

—¿Por qué no nos sentamos un minuto? —digo a Juanito, sujeto a una extraña emoción.

—Lo que usted quiera —y Juanito elige inmediatamente una banqueta.

El carrero sigue con su relato. Ahora habla de la ínula de varas. Observa nuestra presencia y descubre que esa muía le costó «cinco mil reales».

En la mano izquierda el carrero tiene un pedazo de pan y un trozo de tocino. Con la mano derecha oprime su navaja. Come con lentitud, demostrando que le interesa mucho más el hablar de su muía de varas.

En la calle hay barullo y se oyen voces mezcladas. Acaba de pasar un tranvía y el ruido del timbre entra en la taberna escandalosamente. Ya hemos bebido y Juanito acaba de pagar.

—¡Bien, vámonos! —pido en una voz que hasta a mí no deja de sorprenderme.

Juanito obedece, y una vez en la acera saltamos al baquet. Cruzamos la puerta de Toledo, cruzamos el puente y doblamos a la izquierda para enfilar la carretera de Andalucía. Me aprovecho del ruido del motor para gritar:

—¡Estoy muy contento! ¿Me comprende usted, Juanito? En Madrid el hombre es una mala bestia. ¡Una bestia hambrienta que a veces no puede ni mudarse de camisa!

Juanito sonríe, mueve la cabeza y vuelve a sonreír.

—Felipe me dijo... —y Juanito cierra la boca para no continuar.

—¿Qué le dijo Felipe?

—Me dijo que usted era... ¡Pero no me haga caso!

Me resisto a continuar para distraerme mirando el trozo de carretera que alumbran los faros. Juanito me confiesa, sin quitar la vista de la ruta:

—Siento haberlo molestado... No le dirá nada a Felipe, ¿verdad?

—Desde luego. Pero yo no veo que esto tenga ninguna importancia.

—Es verdad que no tiene importancia —y Juanito habla ahora más aliviado—. De todas maneras no diga nada a Felipe. Hágame ese favor.

A lo lejos surge un haz de luz que poco a poco va tomando consistencia. Juanito corta la fuerza de los faros para volverlos a encender segundos después. Esta maniobra se repite en el auto que viene a nuestro encuentro. No tarda en cruzarse con nuestra camioneta. Se trata de un automóvil particular.

—¿Podría usted parar? —pido a Juanito poco más tarde—. Quisiera hacer una necesidad.

Cuando salto del baquet me alejo unos metros por la espalda de la camioneta. Quedo en el centro de la carretera. En medio del silencio que me rodea estoy como esperando algún rumor de pasos. Pero no se acerca nadie. Si Juanito pudiera enterarse de que yo he querido bajar solamente para verme rodeado de silencio, es muy posible que algún día contara el suceso a Felipe. Después vendrían las complicaciones.

—¡Ya estoy aquí! —suelto al llegar a mi sitio.

Reanudamos la marcha para cruzar en seguida las calles solitarias de un pueblo. Todo está en una calma que alumbran unas bombillas amarillas. Juanito no dice nada, y yo tengo bastante con desear que llegue el amanecer. El pueblo queda detrás de nosotros como una ciudad pobre y miserable. Los puntos brillantes de las luces eléctricas están clavados en la obscuridad que se extiende a lo largo de la noche.

—¿Sabe usted que en Daimiel tenemos banda de música? —descubre Juanito al cabo de un silencio prolongado.

—No sabía nada de eso.

—Pues, sí, señor; tenemos banda; pero en cambio veo difícil que nos construyan el alcantarillado. Claro que la culpa de todo está en la mala administración del Ayuntamiento.

Como yo no hago ningún comentario, Juanito expone con alegría:

—Menos mal que el vino es bueno. Ya beberá usted hasta que se harte.

—¿Y a qué se debe eso del Ayuntamiento? —pregunto yo en lugar de referirme a la calidad del vino.

—¿A qué se va a deber? ¡Todo el mundo quiere dinero!

—¿Y ustedes no protestan?

—¡Protestar! Ya protestamos, pero en seguida nos dicen eso de que «el pueblo está más bajo que el río...»

Otra vez a no comunicarnos nada para seguir vigilando el trozo de carretera que alumbran los faros. Muchos pueblos van quedando detrás de nosotros. Juanito me da a beber aguardiente; después me ofrece tabaco. Con un cigarrillo en la boca, él no cesa de fumar.

Cuando menos lo espero, noto que una franja azulada empieza a surgir del fondo del horizonte. Desde ese instante no aparto los ojos del parabrisas. La claridad se va extendiendo hasta formar un enorme lienzo agrisado. Por el lado contrario el cielo sigue sombrío y con estrellas.

Juanito me ofrece la botella del aguardiente. No quiero beber. En cambio, él echa en su garganta un largo trago. No quiero beber porque ahora estoy recordando mi vida de Madrid, mi habitación de la calle Mesón de Paredes y los incidentes que tengo con mi patrona a causa de mi afición a leer con la luz encendida...

En la claridad del cielo comienzan a señalarse franjas verdosas que rasgan una débil nubosidad. El campo está tomando color y a los lados de la carretera se prolongan los viñedos en un verde obscuro.

—¿Ve usted ese viñedo? —y Juanito me señala una porción de terreno cuajado de cepas—. Pues ese viñedo está podrido por la filoxera. ¡Es una lástima!

Agrega otras cosas sobre los viñedos. Explica los perjuicios que ocasiona la falta de agua y las cosechas que se pierden todos los años a causa de la sequía. Metido en esos pormenores, exclama de pronto:

—¡Allí está Daimiel! —y me señala un punto donde yo no veo otra cosa que un terreno brumoso.

Como una demostración de mucha importancia, me revela más adelante:

—Antes de una hora entraremos en el pueblo...; le advierto que ya somos más de quince mil habitantes.

VI: LA HUIDA

1

En lugar de entregar los muebles, Juanito me conduce a su casa. Primero pasamos a un patio cubierto por una parra llena de racimos maduros. En un rincón del patio sobresale el brocal de un pozo. Juanito me presenta una vieja vestida de luto. Es su madre. La mujer no parece descontenta de mi visita. «¿Se habrá extendido hasta ella las conversaciones que sobre mí han tenido Juanito y Felipe?»

Se me lleva al interior de la casa. Por donde paso huelo a limpieza y a orden. Juanito me señala la habitación donde he de dormir las noches que permanezca en Daimiel. En el cuarto hay una cama, una cómoda, un palanganero y dos sillas de asiento de paja. En el testero de la cama está colgada una litografía que representa Jesús. En un momento en que la madre de Juanito se halla fuera de la alcoba, éste me explica:

—Si usted quiere quitamos esa estampa —y me seíiala el cuadro de Jesús.

¿A qué viene eso? —respondo rápido—. A mí no me puede molestar nada de lo que usted tenga en casa.

Juanito agradece mis palabras. Ahora volvemos al patio y del patio pasamos a un corral. Nuestra presencia hace huir a conejos y gallinas. Me fijo en una especie de garita que han adosado junto a la pared.

—Ahí tiene usted el retrete —y Juanito corre una cortina que sirve de puerta para mostrarme uno de los miles de agujeros que hay en Daimiel.

Realizada la visita a toda la casa, explico a Juanito que deseo hacerme un lavado. Juanito me acompaña a mi habitación, donde tengo una jofaina con agua, una toalla y jabón. Ante el asombro de Juanito y de su madre, yo cojo estas tres cosas y marcho al patio. Cuando empiezo a jabonarme me aconseja Juanito:

—¿Por qué no se lava en la habitación? Estaría usted más cómodo.

A pesar de la advertencia, noto que él y su madre gozan del espectáculo. Una vez que termino de arreglarme, Juanito viene a despedirse de mí para marchar con la camioneta a descargar los muebles. En ese tiempo la madre ha de prepararnos el almuerzo.

—Yo voy con usted—declaro a Juanito—. Quiero ayudarle a descargar.

—No. Eso no puede ser —contesta Juanito alarmado.

—¡Por Dios! ¡No haga usted eso! —se lamenta la madre.

—Pero señora, si a mí me agrada ayudar a su hijo.

En la cara de Juanito hay un claro temor. No comprende que cualquier actividad ha de sentarme bien en esta mañana de fines de verano.

—Yo me marcho con usted, le ayudo y así volvemos antes —insisto de nuevo.

—Eso no puede ser... —y Juanito habla ahora con una grande preocupación.

La madre piensa lo mismo que su hijo, pero no se atreve a querellarse.

—Bien; no voy. Me quedo aquí con su madre.

El efecto ha sido notable. Ya tranquilizado, Juanito se dirige a la camioneta.

—Después de almorzar —me dice antes de poner el motor en marcha— daremos una vuelta por el pueblo. Tiene usted que conocer a mis amigos. Ellos van al Casino. En Daimiel hay dos Casinos —aclara convenientemente—. El Casino de los ricos y el Casino de los obreros.

2

Desde la casa de Juanito a la plaza del pueblo, sitio donde se halla el Casino de los ricos, hay una distancia de unos seiscientos metros. Esta distancia ha sido recorrida por nosotros en hora y media. A cada momento Juanito detiene la marcha para entrar en una casa y presentarme a uno de sus amigos o a toda una familia. En cuanto cruzamos las primeras palabras, alguien de la casa saca una jarra con vino y bebemos todos para elogiar después el sabor del liquido. Yo tengo que hacer verdaderos esfuerzos para continuar bebiendo. El vino me sabe ya a vinagre. Sin embargo, al entrar en la cuarta casa, repito lo de coger la jarra y trago un poco de vino. En cuanto suelto mi elogio sobre el contenido de la jarra, no sé ya qué añadir y me quedo mirando a Juanito. La conversación viene a ser la misma de las visitas anteriores. Todos se quejan del campo, de la falta de agua y de la filoxera. Después de las lamentaciones, la jarra de vino va de mano en mano. Cada cual se limpia la boca con lo que tiene a propósito y luego bebe sin ningún entusiasmo.

Al salir a la calle una luz violenta hiere los ojos. Las casas, encaladas, reflejan los rayos del sol en una blancura que contrasta fuertemente con el azul del cielo. Las aceras, empedradas del mismo modo que la calle, destrozan los pies con sus cantos de punta. Siento las molestias del vino, y aunque Juanito y yo marchamos por la sombra, el calor se echa encima de manera cargante. Todo el suelo está lleno de briznas de paja, de tierra abrasada por el sol y de estas piedras del adoquinado, que parecen que han sido arrojadas al azar con el propósito de molestar a los transeúntes. Estoy fatigado y medio borracho. A1 desembocar en la plaza del pueblo Juanito me señala el edificio del Casino. A los lados de la plaza hay soportales. Nadie pasea por ellos, pero un guardia municipal que está apoyado en una de las columnas, saluda a Juanito.

—Espere usted —dice Juanito—. Voy a presentarle a este amigo.

Me lleva hasta el guardia, y en los tres minutos de conversación me entero de que Juanito y el agente municipal han ido juntos a la escuela. Cuando reanudamos la marcha hacia el Casino, indica Juanito:

—Luego le llevaré adonde está la escuela. Todavía enseña el mismo maestro.

Entramos en el Casino, y al cruzar ante la primera mesa ocupada, Juanito dice inmediatamente «que yo soy un gran periodista, un gran actor de cine, y que he venido a Daimiel a conocer el pueblo».

Dejamos esta mesa, y cuando espero que ya vamos a sentarnos, Juanito repite las presentaciones en otras dos mesas.

—Toda esa gente que le he presentado son los más ricos del pueblo —explica Juanito después, cuando hemos tomado asiento en un rincón.

—¿Por qué ha dicho usted que yo soy un gran periodista y un gran actor de cine?

—Entonces ¿he metido la pata? —se lamenta Juanito.

—Usted debe decir simplemente que yo soy un amigo suyo de Madrid. Un conocido... -—noto que Juanito recibe con molestia mi reprimenda y cambio de tono—. Puede presentarme como periodista, pero no diga nada del cine.

He pedido un café para dominar el mal estado de mi estómago. Hasta hace un momento temí que el vino bebido en las casas fuera a producirme un final deplorable. Juanito no es capaz de resistir esta tranquilidad que rodea nuestra mesa. Se levanta y marcha a saludar a un suboficial de la Guardia civil y a un tipo regordete que muestra una cabeza como una bola de billar. Los tres vienen hacia mi sitio. Nuevas presentaciones. El calvo es un sacristán y parece hombre de buen humor. En cambio, el suboficial de la Guardia civil sonríe en algún momento, pero sonríe de una manera fría y como haciendo un favor. Nos traen una baraja y empezamos el juego. El sacristán pide una gaseosa y Juanito y el suboficial beben coñac. Yo no quiero sino acabar esta partida de naipes. El primero y segundo juego lo gana la pareja formada por el sacristán y el suboficial. El tercero lo ganamos nosotros, pero el cuarto y quinto es también de los contrarios. El sacristán está contento de la marcha del juego. El suboficial no demuestra más que un claro desdén por Juanito, por mí y hasta por el sacristán. Probablemente espera que yo diga algo halagador para él. Si alguien se acerca a la mesa, el suboficial observa perfectamente que el primer saludo es para él; sin embargo, el suboficial apenas si levanta la cabeza. A veces responde al que le saluda con un movimiento de hombros. Al terminar, coge su tricornio y se va, después de entregarme una mano velluda y caliente. El sacristán se despide también, pero lo hace ofreciéndose para cualquier cosa en que pueda ser útil. Ahora estamos solos.

—Quiero que usted me enseñe dónde está la Casa del Pueblo —solicito, en tanto que Juanito no oculta su sorpresa—. ¿Es que no hay en Daimiel Casa del Pueblo? —pregunto después para salir de dudas.

—-Sí que hay Casa del Pueblo...; pero allí no podrá usted tomar nada. Si quiere, podemos ir al Casino de los obreros. ¿Vamos ahora? —propone Juanito tal vez para alejar de mí la idea de visitar la Casa del Pueblo.

—Bien, vamos para allá —respondo, sin que esto signifique que yo voy a abandonar lo anterior.

Dirigiéndonos al Casino de los obreros, Juanito se fija en un hombre que viene a nuestro encuentro. Es un tipo de unos treinta años, con una ropa hecha jirones. Juanito hace un rápido movimiento y se coloca de espaldas al que se aproxima.

—¿Por qué hace usted eso? —digo a Juanito en cuanto el hombre cruza por nuestro lado.

—Ahora lo verá usted —y me señala por dónde va el otro—. Fíjese en esos que están parados en la acera.

El espectáculo es el siguiente: según avanza el hombre de la ropa destrozada, la gente le vuelve la espalda hasta que se halla a unos metros de distancia. Se nota que es descubierto desde lejos, pues todo el mundo se prepara de antemano para llevar a efecto lo de darle la espalda. He visto cómo una mujer ha hecho a su paso la señal de la cruz y cómo un chico se ha metido a escape en un portal.

—¿Qué significa esto? —demando de Juanito.

—A mí me importa bien poco lo que haya hecho ese hombre —empieza Juanito, para demostrarme que no está conforme con lo de volver la espalda—. Pero en este pueblo tiene usted que hacer lo que hagan los demás.

—Bien; ¿pero qué es lo que ha hecho ese hombre?

—Pues sacarse de la boca la sagrada forma. Un día entró en la iglesia a tomar la comunión. Cuando ya tenía la hostia dentro de la boca, se la sacó y la tiró al suelo. Desde entonces nadie le da trabajo. Ahora duerme en una cueva que se ha hecho en las afueras del pueblo.

Y más adelante agrega Juanito a su relato:

—Ya ve usted, yo creo que no tienen razón. Ese hombre ha pedido al cura que le perdone, ha llorado ante la gente; pero nadie quiere escucharlo. Antes estaba mejor, pero ahora parece un loco. Dicen que le han visto comer hierba —descubre al final agitando una mano en dirección por donde ha pasado el fugitivo.

Al principio creía yo que iba a dar mi opinión sobre el suceso. Sin embargo, continuo callado y marcho al Casino de los obreros. Dentro de raí todo empieza a trastornarse.

—Por eso me parece muy mal que usted vaya a visitar la

Casa del Pueblo —declara Juanito inesperadamente—. Créame, déjese de esa visita.

—Escúcheme, —y le sujeto de los hombros—: Este pueblo no es un pueblo de quince mil habitantes; es un pueblo de quince mil agujeros; ¿comprende usted, Juanito? Quince mil agujeros...

—Señor Giménez —Juanito me nombra de esta manera por primera vez—: Si usted quiere iremos a la Casa del Pueblo. Yo no soy como ésos, pero vivo en el pueblo, y si no hago como los demás, estoy pei'dido. Iremos a la Casa del Pueblo..., pero más tarde..., cuando empiece a anochecer. A mí no me asustan los socialistas; no me asusta nadie...

Al doblar una esquina, Juanito me obliga a detenerme. Recomendándome prudencia, me dice:

—Allí está la Casa del Pueblo. Ahora mire usted quién hay en la acera de enfrente.

Juanito me señala a tres hombres. Uno de ellos es un sacerdote. Los tres están sentados a la sombra.

—El que está en el centro —continúa Juanito— es el hombre más rico de Daimiel. Tiene bodegas y muchos pares de muías. Esa tienda —efectivamente, los tres se hallan sentados al lado de un comercio— es suya. Es dueño de todas las huertas que rodean Daimiel. Tiene trenes enteros para mandar sus vinos a toda España. El otro es un boticario. También es rico. Es el que ha dado dinero para regalar una bandera a la Guardia civil. El cura no tiene dinero, pero recibe regalos de todos los ricos del pueblo. ¿Y sabe usted qué hacen ahí sentados? Pues están vigilando a ver quién entra en la Casa del Pueblo. Por eso le digo que no vayamos... Bueno, podemos subir al anochecer..., o más tarde...

Juanito parece un pobre hombre vencido por sus propias palabras. Unido a mí —los dos estamos como escondidos en el saliente de la esquina— espera mi respuesta, una respuesta favorable.

—Vendremos luego, cuando sea de noche, o vendré yo solo. ¡Sí, eso es lo mejor; vendré yo solo! —termino con calor.

—¿Y por qué quiere usted ir solo? ¿No le he dicho que iré yo también? Ahora entraremos en el Casino de los obreros. Está muy cerca de aquí.

3

No hay una gran diferencia entre este salón del Casino de los obreros y el otro salón del Casino de los ricos. La diferencia está en los clientes. Observo menos barrigas y menos americanas. La mayoría de los que juegan o circulan por el salón visten blusas negras o grises. También se grita más que en el Casino de los ricos, y en cuanto a la autoridad, aquí se halla representada por un simple cabo de la Guardia civil. Juanito me ha descubierto que, aunque esto se llama Casino de los obreros, los ricos entran a veces a tomar un café para demostrar que ellos no odian a los trabajadores. Este círculo está bien visto por los curas y por los ricos de Daimiel. Lo que los ricos no pueden comprender es que muchos obreros no entren en este círculo y en cambio vayan a la Casa del Pueblo. Una de las muchas razones con que tratan de «convencer» a los trabajadores para que no visiten la Casa del Pueblo es la de explicarles que en el Casino tienen fichas para jugar al dominó, tienen billar y barajas. Pueden tomar café, otras bebidas, o, si les parece bien, no necesitan tomar nada. Pueden ahorrarse el dinero de la consumición. En cambio, en la Casa del Pueblo no tienen nada de esto. Incluso el local es pequeño y hay pocos asientos. En el Casino todo el mundo fraterniza: obreros y Guardia civil. Claro que después llega una huelga y la Guardia civil «se ve obligada a repeler la agresión».

Es verdad que en la Casa del Pueblo hay una habitación bastante espaciosa; pero en ella todo está ocupado por la biblioteca y por una mesa alargada, donde los trabajadores pueden leer. A pesar de lo de la biblioteca, los ricos siguen argumentando: «¿Pero queréis explicarnos qué es lo que os produce la lectura? ¿Acaso los libros os van a dar de comer? Además, vuestros jefes socialistas son unos sinvergüenzas. ¿Es que no sabéis que cuando van de viaje lo hacen bien acomodados en primera clase, y que cuando están cerca de donde tienen que apearse se cambian a un vagón de tercera?»

4

No mucho antes de abandonar el Casino de los obreros Juanito se levanta y se pone a mariposear por entre las mesas. Por un simple juego de recuerdos sospecho todo el alcance de las maniobras de este hombre. Está atardeciendo y a estas horas es precisamente cuando está acordada nuestra visita a la Casa del Pueblo. El resultado de los trabajos de Juanito no se hace esperar. Ya viene a mi mesa con un amigo, a quien soy presentado «como un periodista de Madrid)). Empleamos unos minutos en hablar del pueblo. Otra vez se me explica el grave problema de la filoxera.

Juanito abona mi consumición y salimos para encaminamos al domicilio del amigo recién presentado. Este señor tiene una bodega, y en cuanto empezamos a beber miro fijamente a Juanito, pero prefiero no decirle por qué me ha traído a este lugar. De una tinaja vamos a otra tinaja. Es imposible no aceptar las invitaciones que nos hace el dueño de la bodega. Conforme vacío vasos, el rostro de Juanito adquiere cierta satisfacción. Las ventanas de la bodega caen al nivel del suelo de la calle y ya no proyectan sobre nosotros más que una débil claridad. El dueño enciende la luz eléctrica.

—Yo creo que debemos marchar —solicito de Juanito al tiempo que rechazo un vaso mediado de vino blanco.

—¿Tiene usted prisa? —pregunta el dueño de la bodega.

Juanito debe comprender que yo estoy dispuesto a la partida porque se apresura a decir:

—Vámonos. Otro día vendremos más despacio.

Se nos acompaña hasta la calle, quedando el dueño de la bodega parado en la acera y con las piernas espatarradas.

Todavía no han encendido el alumbrado. Detrás de nosotros suenan unos cencerros, y, cuando me vuelvo, veo venir im rebaño de ovejas en una masa obscura de carne caliente. Juanito me habla de lo «razonable» que sería ahora marchar a casa para refrescarse el pecho y la cara. Dice que el agua sale helada del pozo. El agua de su pozo es superior a la de los pozos de los otros vecinos. Me pregunta a qué se debe esto de que el agua de su casa sea mejor que la que brota en los pozos de los demás vecinos.

—¿Será a causa de la tierra? —indica al ver que yo prefiero no decir nada.

—Eso debe de ser —y cambiando el giro de la conversación, pregunto a Juanito—: ¿Vamos bien por aquí a la Casa del Pueblo?

—¿A la Casa del Pueblo? ¿Entonces no hacemos lo de refrescarnos?

—Eso lo haremos después.

—Yo no sé si ahora habrá allí gente —y Juanito demuestra que es un mal embustero—. ¿Y el ir mañana? Mañana estaremos más descansados.

Lo razonable sería acceder a lo que pide Juanito. ¿Qué gano yo con intranquilizar a este buen hombre? El me ha traído desde Madrid, me ha alojado en su casa y su único deseo es que todo me sea aquí agradable. Ahora mismo voy a decirle que abandono lo de visitar la Casa del Pueblo; pero cuando me dispongo a hablar, descubro en la obscuridad la presencia del fugitivo a quien todo el mundo vuelve la espalda. Juanito lo ve también y, disimuladamente, se coloca del lado contrario. El hombre nos mira, pero no se detiene.

—¡Hágame el favor de orientarme! —pido con una fría firmeza—. Enséñeme la calle donde está la Casa del Pueblo y después se marcha.

Esta vez Juanito no pone obstáculos, no dice nada. Entramos en otra calle, doblamos a la derecha y de pronto reconozco que nos acercamos a la esquina desde donde hace unas horas descubrimos al cura, al boticario y al hombre más rico de Daimiel. Ahora no solamente están ellos tres sentados a la puerta del comercio, sino que veo a más gente de pie alrededor del cura, del boticario y del ricachón. El alumbrado del pueblo es a base de unas bombillas colocadas a unos cincuenta pasos unas de otras. La luz es tan escasa, que no puedo observar el rostro de Juanito. Sin embargo, presiento todo lo que se agita en mi acompañante. Aunque ya caminamos de cara al grupo que está frente a la Casa del Pueblo, todavía es tiempo de retroceder. El paso de Juanito no pierde naturalidad, pero su silencio demuestra que aún espera que yo no consuma mis propósitos. A punto de ser descubiertos, me coloco delante de Juanito.

—Vuélvase a su casa. Subiré yo solo. Usted no tiene por qué comprometerse acompañándome a la Casa del Pueblo.

Juanito me escucha con un gesto de duda. Parado frente a mí, y con los brazos caídos, demuestra que se halla resignado a todo.

—Déjeme que suba con usted —pide en una voz nublada, pero segura—. Varaos ya; ¿no ve usted que nos están mirando?

Los del grupo se han disgregado y, efectivamente, observan hacia nuestro sitio.

—¡Hágame el favor de marchar a su casa! —exijo de Juanito—. ¿Por qué se obstina en seguirme? —y, levantando el tono, continúo—: ¡Váyase ahora mismo! ¿Me escucha? ¡Ahora mismo!

—Le están oyendo a usted —avisa Juanito alarmado—. Esos ya se han dado cuenta de lo que queremos.

—¡Bien, vamos para allá!

Echo a andar seguido de Juanito. Los del grupo se colocan descaradamente en un semicírculo.

—No tenga miedo —digo a Juanito al tiempo que le sujeto de un brazo—. ¿Acaso no es usted un hombre libre?

—¡Sí..., ya lo creo!—y hace el esfuerzo de enderezar su cuerpo en un movimiento de falsa energía.

Entramos en un portal para subir al piso donde están las secretarías. Un asociado que se acerca a nuestro encuentro nos saluda y nos acompaña. Está extrañado de que Juanito haya aparecido en el Centro obrero; Juanito se deshace en excusas afirmando que «él siempre ha estado con los trabajadores».

—¿Es que yo no soy también un trabajador? —dice al final para unos cuantos asociados que están a nuestro alrededor.

Al pasar a la habitación donde se celebran las asambleas noto que hay abierto un balcón. Sujeta a los hierros hay un asta sin bandera. Arrastro a todos hacia el balcón, colocándome yo en primer término. Abajo nos están observando el boticario, el cura y los demás. Juanito no se atreve a hacerse visible y está escondido entre los que no caben en el saliente del balcón. Para que los de abajo noten bien mi presencia, saco un brazo y lo oriento para un lado; después lo muevo en sentido contrario. Sin reparar en que mis palabras pueden producir sorpresa y escasa utilidad política, muestro a los obreros el grupo que hay parado en la tienda. Los señores de abajo no pierden de vista mis movimientos.

—Por culpa de esa gente ustedes no tienen alcantarillado, no tienen escuelas...

Todos asienten y Juanito empieza a salir de su apartamiento. Continuo:

—Ellos son los causantes de que en Daimiel haya un hombre acorralado. Este hombre se volverá loco, mientras esos «señores» continuarán sentados a la puerta de esa tienda. Cuando no se tiene una conciencia, lo mejor entonces es comprarse una silla para que descanse el trasero.

Miro por última vez al grupo, que me contempla desde la acera de enfrente, hago unos cuantos gestos y abandono el balcón. En tanto que hablo con el secretario, me doy cuenta cómo Juanito explica que, al referirme yo al «hombre acorralado», he sacado a relucir al fugitivo que duerme en una cueva de las afueras del pueblo. Los asociados comentan favorablemente mi intervención tal vez porque todos han quedado un poco sorprendidos del desarrollo de mi visita.

Al dejar la Casa del Pueblo los trabajadores nos acompañan hasta la puerta que da a la calle. Ahora los de la tienda nos vuelven la espalda. Por lo visto es ésta la señal de que la guerra nos ha sido ya declarada.

—Sentiría mucho que por mi culpa le ocurra algo desagradable —indico a Juanito camino de su casa.

—No se preocupe por mí... Tenía que suceder.

Continuamos en silencio hasta que vamos a cruzar ante la puerta de un taller de guarnicionero. Juanito se para a hablar unas palabras con un hombre vestido con una blusa negra y un mandil de cuero. Por primera vez Juanito no me presenta sino que, en cuanto lo cree oportuno, se despide para continuar la marcha. Cerca ya de su casa me pide que no diga nada a su madre de la visita que hemos hecho a la Casa del Pueblo. En cambio, conviene que yo hable del Casino de los ricos, de las visitas a las familias donde nos han obsequiado con vino y del agasajo que nos ha hecho el dueño de la bodega. Del fugitivo y de la Casa del Pueblo, ni una palabra. Juanito lo demanda encarecidamente con los hombros cargados de pesadumbre.

5

A nuestra llegada encontramos la mesa puesta. La madre de Juanito me llena un plato de carne guisada. Según transcurre la cena observo que la madre no quiere comer y que apenas habla con su lujo. En su rostro parece que existe un grave malestar. Juanito trata de disimular la situación y me cuenta unos chismes que han sucedido en el pueblo. Entonces la madre se levanta de la mesa como si no pudiera tolerar la broma. Juanito también me deja, pasando a una habitación, donde ahora se halla su madre. Primero escucho que hablan en voz baja, pero en seguida levantan el tono y la madre grita a su hijo censurándole que haya entrado en la Casa del Pueblo. Se refiere a los asociados y los llama bandoleros. Juanito trata inútilmente de calmar a su madre. Sin duda, está pensando en mi situación. Al preguntar quién le ha traído la noticia de nuestra visita a la Casa del Pueblo, la madre dice que ha sido una vecina, pero no confiesa el nombre de esa mujer. Otra vez se exalta para colmar de insultos a la Casa del Pueblo y a los trabajadores. Explica que en esa casa vive el demonio, que esos obreros quieren robar el dinero que los ricos han ganado con su trabajo y repite por segunda vez la palabra bandoleros. Juanito calla. Se ve que no quiere descubrirme; que prefiere que su madre crea que él ha sido el causante de la visita a la Casa del Pueblo. Yo no puedo continuar en la mesa. Han debido de escuchar el ruido que he producido con la silla, porque aparecen madre e hijo.

—Su hijo no tiene ninguna culpa —explico a la madre—. He sido únicamente yo el que tuvo la ocurrencia de conocer la Casa del Pueblo.

No adelanto nada con mis palabras. La madre calla, pero sigue preocupada. Juanito está apoyado en la pared y mira, o parece mirar, los ladrillos del suelo. Sobre la mesa hay tres platos. El mío está a medio consumir. Los otros dos casi no han sido vaciados. Doy unos pasos y entro en la habitación donde tengo mi camisa, los cuellos, la máquina de afeitar y lo demás. En menos de un minuto queda todo envuelto. Entonces regreso al comedor. Cuanto Juanito descubre el paquete, se me coloca delante como si tratara de cerrarme el paso.

—Ahora mismo me voy. Necesito estar en Madrid inmediatamente.

—¡Pero si no tiene usted tren hasta mañana por la tarde! —indica Juanito todo confuso.

—Es igual. Salgo ahora mismo —y dirigiéndome a su madre—: Señora, su hijo no ha hecho más que seguirme. He sido yo el que pidió subir a la Casa del Pueblo.

Dejo el comedor, y cuando estoy cruzando el patio, Juanito se me echa encima.

—¿Qué va hacer usted? Ahora no salen trenes para Madrid.

—No se preocupe usted por eso —y consigo ganar la calle.

Doy los primeros pasos al azar. Mi intención es desembocar en la carretera.

—¡Por favor! —exclama Juanito—. ¡Aguarde hasta mañana! ¿Qué sabe mi madre de la política? No haga usted caso y véngase a casa. Mi madre...

—¡Es inútil, Juanito! Ahora enséñeme la salida a la carretera y no me pregunte más. ¿Me oye bien? ¡No me pregunte más! —termino en un tono del que me arrepiento inmediatamente al ver cómo Juanito baja la cabeza.

A los diez minutos llegamos al extremo de una calle. Enfrente de nosotros no hay más que obscuridad y silencio. A la izquierda está la carretera que se une en el pueblo de Manzanares con la de Madrid.

—Deme usted su mano —y estrecho unos dedos llenos de fiebre—. Cuando vaya a Madrid no deje de buscarme.

Juanito se halla en un estado en que no puede ni hablar. Sin embargo, llega a lanzarme esta queja:

—¿Es que tengo yo la culpa de todo esto?

Suelto su mano para dar los primeros pasos. A unos veinte metros me vuelvo. Juanito está parado en medio de la carretera. A causa de la obscuridad yo no puedo ver su rostro; solamente percibo su silueta abandonada. Quiero gritarle: «¡Usted no tiene la culpa de todo esto! ¡Usted es un excelente hombre!»

Pero no digo nada. Contemplo un instante su figura y doy media vuelta. Ya es tarde para todo, hasta para despedirse por última vez.

CUARTAS ESCENAS

Guardias de a pie, guardias de a caballo y agentes de policía secreta vigilaban todo el trayecto por donde tenía que pasar la fúnebre comitiva.

Los hombres se descubrían respetosamente mientras las mujeres, con los ojos cargados de lágrimas, arrojaban ramos de flores que habían besado momentos antes.

El artista único, el hombre que había fascinado a las jóvenes de las cinco partes del mundo, dormía el úUimo sueño ante la angustia de millones de almas. Un caballero de los que formaban en aquélla inmensa barrera humana, exclamó gravemente:«El cine está de luto! ¡El ídolo ha muerto»

Nadie conocerá nunca quién fué aquel caballero; sin embargo, aquel caballero dijo al paso del entierro la más grande verdad. «El cine está de luto! ¡El ídolo ha muerto»

I: UN GRAN PROYECTO

1

Norberto G. Robledal pasó a presencia del señor Poch. Esta era la segunda vez que aquel director de películas visitaba el domicilio particular del propietario de los cafés «Ecuador». Desde el día en que fué suspendido de la dirección de El estudiante enamorado. Norberto G. Robledal no había dado señales de vida. El señor Poch estaba aguardándole detrás de su mesa-despacho. En su interior el señor Poch sufría una molesta sensación de desconfianza. Norberto G. Robledal vestía un temo gris, y sobre sus zapatos de charol se destacaban notablemente unos botines blancos. Con una inesperada cordialidad, el director ofreció su mano derecha, mientras en la izquierda tenía unos guantes amarillos. Recién afeitado, y con la cabeza peinada cuidadosamente el señor Robledal sonrió y dijo las primeras palabras:

—No he querido saludarle en su despacho oficial. Aquí, en su misma casa, liemos de llegar mejor a un acuerdo—y tomó asiento al tiempo que lo hacía el señor Poch.

Antes de continuar, sacó su pitillera y ofreció cigarrillos ingleses. El señor Poch prefirió que fumara solamente el director. Viéndole jugar con el cigarrillo, el señor Poch comparaba el aspecto elegante y dominador de Norberto G. Robledal con la figura achatada y ordinaria de José Sancho. El director Robledal, con su traje gris, con su calzado de charol, sus botines blancos, su tabaco inglés y aquella cabellera cenicienta peinada hacia atrás en un elegante desdén, producía en el señor Poch un dominio seductor y al mismo tiempo una ligera contrariedad.

—Espero que usted no me guarde rencor por lo de El estudiante enamorado —respondió el señor Poch al saludo del director.

—¿Rencor? Usted es un hombre de negocios y es natural que entonces obrara de aquella manera. Precisamente por ser usted un hombre de negocios vengo yo ahora a hablarle de un asunto de gran importancia. Créame: usted me hizo un gran favor impidiéndome el que dirigiera aquella película. En ese tiempo he viajado, he conocido gente y me he convencido de que usted y los demás señores que en España producen películas están perdiendo una gran ocasión para ganar mucho dinero.

Con qué peligrosa naturalidad decía todo el director Robledal. El señor Poch sentíase atraído y dispuesto a conocer el final de aquella explicación.

—¿Y cuál es su proposición? —y el señor Poch trató con esta pregunta el llegar rápidamente a lo esencial.

—Yo tengo un capital de setenta mil pesetas —Norber-to G. Robledal disimuló que veía el gesto de curiosidad que se extendía en el rostro del señor Poch—. Con este dinero usted haría una nueva película..., haría otro Estudiante enamorado —resumió con cierto desdén—. Usted haría una producción pobre de decorados, con artistas mal vestidos, con exteriores de Madrid o de cualquier pueblo de los alrededores de la capital. Cuando hay poco dinero no se puede ir a San Sebastián ni a Barcelona. Esta película, de antemano expuesta al fracaso, se proyectaría en los cines de España unas cuantas veces. Total: unas pesetas de ganancia, que nunca han de compensar lo que usted arriesga al empezar un film.

Ahora el señor Poch no hubiera podido resignarse a no conocer la continuación de lo que hasta entonces había escuchado. Se movió ligeramente en su asiento y miró al director, animándole a proseguir.

—Concretando, «pues me están esperando en otro sitio», mi proyecto se basa en estos detalles: En la Argentina hay miles fie gallegos. Vamos a suponer que allí vivan dos millones, aunque la estadística ha do arrojar una cifra más elevada. Dos millones de gallegos, a peso por localidad, son tina cantidad muy respetable do pesos. Después hay que contar oon los demás gallogos que hay en las otras repúblicas. En Cuba, por ejemplo, existe una colonia muy respetable.

—Entonces su proyecto... —deslizó el señor Poch picado por la curiosidad.

—Contando por lo bajo —continuó el director, como si no tomara en cuenta la pregunta que se le hacía—, en la América del Sur tenemos dos millones de gallegos. Si nosotros hacemos una película, cuyo argumento se desarrolle en Galicia, puede usted estar seguro de que esos dos millones de personas llenarán las salas de los cines americanos. Pero si a usted le parece demasiado, rebaje la cifra hasta una cuarta parte. Tengamos como ingreso lo que aporten doscientos cincuenta mil espectadores. Descontando el tanto por ciento que se lleven los empresarios, siempre quedarán a nuestro favor unas quinientas mil pesetas. Ahora bien, en la América del Sur se proyectan películas norteamericanas. Este material es bueno, lo que quiere decir que si nosotros pensamos competir con los Estados Unidos no será con un film como estos que están haciendo en España. Para que en una película haya decorados amplios, para que en un fihn trabajen artistas de prestigio, para hacer las cosas como Dios manda, hace falta dinero. Yo creo que lo mínimo que se necesita para producir una película que pueda exhibirse en América son unas trescientas mil pesetas. Con sesenta mil duros puede conseguirse un ingreso de cerca de un millón de pesetas.

—¿Y usted ya tiene setenta mil pesetas? —preguntó el señor Poch a manera de respuesta.

—Sí, señor; tengo catorce mil duros. Este capital lo aporta un distribuidor de Cataluña. Mi propósito es formar un grupo de cuatro o cinco socios. En esta semana saldré para Andalucía y después marcharé a Bilbao. Si usted entra en esta empresa, puede quedarse con la región Centro, aparte de las ganancias que obtengamos en común con la venta para América. Ahora quiero pedirle un favor —y Norberto G. Robledal dió a sus palabras bastante gravedad—. Se asocie usted o no se asocie a esta empresa, espero no descubra a nadie mis propósitos.

—Desde luego —afirmó el señor Poch maquinalmente. Y se puso a hacer cálculos, a pensar en los dos millones de gallegos y a maniobrar con las setenta mil pesetas que el director Robledal ofrecía de antemano a la soctedad.

El director sacó otro cigarrillo, pero no llegó a encenderlo hasta después de ampliar au explicación.

—Todo esto se formalizará en contratos dobles. Si el negocio fuera entro usted y yo —el director parecía olvidar el despido sufrido cuando lo de El estudiante enamorado—, sería bastante un contrato verbal; pero en este caso me parece que toda precaución ha de sernos necesaria.

Ahora quemó la punta de su cigarrillo y pudo ver que el rostro del señor Poch brillaba bajo la influencia del sudor.

—Este proyecto —inició de nuevo el director— hace tiempo que danzaba en mi cabeza. El gran error de ustedes es no haber sabido explotar el mercado de la América del Sur. Creen ustedes que haciendo películas a cuarenta mil pesetas pueden obtener buenas ganancias. Yo voy a demostrar cómo gastando sesenta mil duros es posible recoger un millón de pesetas.

Un silencio, que no duró ni cuatro segundos, fué bastante para que los dos hombres se contemplaran como si acabaran de conocerse.

—Como dije al principio —y el director demostraba no hallarse cansado—, el argumento tiene que desarrollarse en Galicia. Este será nuestro mejor reclamo para los gallegos de América. Por la trama de la película deben desfilar las iglesias, los caseríos, el campo gallego. Esa gente son unos sentimentales —resumió Norberto G. Robledal.

—Y una vez hecha la película, ¿cuál ha de ser su forma de venta? ¿Tiene usted alguna idea sobre esto? —preguntó el señor Poch indicando lo que más podía interesarle.

—Tengo varias ideas —deslizó de manera lenta el director—. Si yo pudiera disponer de capital suficiente para hacer la película, mi plan de distribución sería el siguiente: Una vez liquidada la película en España, embarcaría para América llevándome el negativo y diez o doce copias. Tomaría un buen local, dándole al empresario un tanto por ciento de la entrada. Piense usted que en Buenos Aires hay más de doscientos mil gallegos. En mes y medio esos doscientos mil espectadores habrían desfilado por la taquilla. Descuente usted propaganda, descuente el tanto por ciento que le daría el empresario y siempre quedarán a mi favor más de ochenta mil duros. Esto, poniéndome por lo bajo; lo probable es que hubiera una ganancia superior. Pero como la película habrá que hacerla entre varios socios, de ahí que su distribución haya que realizarla de distinto modo. Por ejemplo, se podría nombrar un viajante para la Argentina, otro para Cuba y Méjico y un tercero que recorriera Chile, Perú, etc. Pero, quitando Cuba, Argentina y Méjico, las demás repúblicas ofrecen un mercado inseguro.

El señor Poch levantó la vista hasta coger una parte del techo. Por su cara pensativa cruzó como el relámpago de una decisión. Miró al director y dijo con un tonillo de queja:

—Por ahora me es imposible asociarme a usted. Mis negocios de café no marchan bien. Es una lástima, porque todo eso que me ha explicado es muy interesante.

Norberto G. Robledal acusó la negativa en un leve temblor que mostraba la mano que manejaba su cigarrillo. Tal vez se había asegurado la victoria antes de la entrevista y ahora el fracaso le llegaba a producir un doble efecto. Si el señor Poch continuaba en su posición de rechazar la oferta, a él se le venía abajo la única posibilidad de realizar el negocio. Como es natural, lo de las setenta mil pesetas que un distribuidor de Cataluña había puesto a su disposición era una simple argucia para conseguir otras setenta mil del señor Poch. Conseguidas las setenta mil del señor Poch, Norberto G. Robledal hubiera tomado el tren y es entonces cuando habría solicitado del distribuidor catalán su ingreso en la empresa. Después vendría lo de buscar a los otros capitalistas.

—Créame que lo siento mucho —lamentó de nuevo el señor Poch, observando que Norberto G. Robledal no salía de aquel silencio originado por su negativa.

—En ese caso, me retiro. Me parece que tendré que dejar España —confesó con un seco enfado—. Este país es un país perdido para los grandes negocios. En cualquier parte del mundo tener ideas es tener la mitad del dinero que uno necesita para realizar una empresa comercial. En España tener ideas es exponerse a morir de hambre.

Norberto G. Robledal se levantó, ordenó sus guantes amarillos y, recogiendo su sombrero de fieltro gris, echó a andar sin prisa, mientras se despedía en los tres primeros pasos. No había llegado a la puerta que habría de dejarlo en la escalera, cuando ya el señor Poch pensó en que le era necesario entrevistarse inmediatamente con José Sancho.

—Vuelvo a repetirle que lo siento —canturreó asomado a la puerta, viendo cómo Norberto G. Robledal se alejaba escalera abajo.

2

Con unas tablas, con dos juegos de ruedas y con dos varillas de acero, Felipe había construido el pequeño vehículo. Dos de las ruedas, las que tenían que rodar en el juego delantero, no pasaban del tamaño de una moneda de cinco pesetas. Las del juego trasero eran algo más grandes y de un grosor más fino. Al costado derecho del carrito, un listón, que podía ser accionado por el conductor, servía de freno al tropezar el listón con el suelo. No es que Felipe hubiera construido materialmente aquel diminuto carruaje. Sin embargo, había dirigido toda sü realización; en primer lugar, comprando las ruedas y los ejes en un puesto del Rastro. El carpintero solamente puso el trabajo y la madera. Como detalle importante, el carrito estaba provisto de un botellín de lubrificante a base de aceite común, y dentro del botellín había una pluma de ave que podía ser utilizada a manera de pincel con que engrasar las ruedas. En cuanto a la dirección, ésta había sido simplificada extraordinariamente. Del juego delantero partían dos cueidas de gran resistencia. ¿Que el conductor quería girar hacia la derecha? Entonces bastaba con tirar en este sentido de la cuerda, o en sentido contrario si se trataba de marchar hacia la izquierda. A excepción de Felipe y del carpintero, nadie había sido enterado de la construcción. Por último, el peso total del carrito podía calcularse en unos cuatro kilos.

Ahora que Felipe llevaba el regalo bajo el brazo pensaba en la sorpresa que estaba a punto de ocasionar. Era muy de mañana, y decidió esperar todavía. A él era a quien se le había ocurrido lo de que Tony diera todas las mañanas un gran paseo. Del enfriamiento había quedado muy débil. Felipe convenció a doña Luisa que Tony necesitaba aire fresco y sol. Y si no se refirió a la comida fué por no causar en doña Luisa alguna contrariedad.

A las nueve y minutos empezó a montar la escalera. Cuando llamó en la puerta ya tenía el carrito escondido a un lado. Sin duda, doña Luisa esperaba la visita, porque se mostró a los ojos de Felipe toda arreglada. La habitación había sido barrida y las dos camas ya estaban hechas. Tony enseñó su melena perfectamente peinada y recibió a Felipe sonriente y nervioso.

—¿Quiere usted café con leche? -—invitó doña Luisa al tiempo que servía a Tony el desayuno.

Felipe ya había desayunado. Hizo una seña a doña Luisa para que estuviera en el secreto y llamó a Tony.

—Anda a abrir la puerta. ¿No has oído que han llamado?

Tony se levantó, cayendo en el engaño. Abrió la puerta, no vió nada, y cuando iba a regresar escuchó de Felipe:

—Asómate. Estoy seguro que han llamado.

El efecto fué totalmente conseguido. Tony sacó la cabeza y descubrió junto a la pared el regalo de Felipe. Con el pulso alterado y con una sensación de angustia, levantó el carrito y entró dando voces, no callando hasta colocar el juguete en el suelo de la habitación. Entonces se calmó, guardó silencio y quedó como maravillado de una máquina tan perfecta. Inspeccionó la parte interior, se colocó en el asiento e hizo girar el juego delantero tirando de las dos cuerdas. Después se levantó para volcar el carrito. A una de las ruedas propinó un manotazo. La rueda, recién engrasada, se envolvió en multitud de revoluciones.

—¿Por qué ha hecho usted esto? —preguntó doña Luisa como quejándose del dinero empleado.

Felipe estaba contento. Hizo un gesto para quitar importancia a la exclamación y respondió:

—¡Bah! ¿Es que «vamos» a dejar que Tony se muera de aburrimiento? Este chico necesita distraerse —continuó gozando de la escena, y terminó—: Bien; ya es muy tarde. Vámonos. Regresaremos sobre las doce.

Fué a coger el carrito, pero Tony se opuso a ello. Por fin salieron, siendo acompañados hasta la escalera. Felipe vió cómo doña Luisa quedaba sobre la puerta. Quedaba sonriente y llena de confianza. «Mañana o pasado mañana se lo diré todo.» Esto mismo lo repitió Felipe cuando ya marchaba con Tony calle de Toledo abajo.

3

La prueba se llevó a efecto en la cuesta que va desde la puerta de Toledo hasta la glorieta de las Pirámides. Felipe mandó a Tony que se colocara en el asiento y le enseñó el manejo de las cuerdas, que en un momento de peligro podían modificar la dirección. Obligó a que Tony manejara el freno varias veces y, ya todo explicado, dió al carruaje un pequeño empujón. Tony, dentro del carrito, empezó a deslizarse por la pendiente. Cuando Felipe mandaba parar, Tony bajaba la palanca de madera. Ninguno de los dos había reparado que los transeúntes tenían que apartarse a la llegada del carricoche. Cortando y dando marcha llegaron al final de la acera. Ahora se encontraban en la glorieta. Felipe, antes de ordenar subir hacia la puerta de Toledo, pidió a Tony hacer un corto descanso. Tomaron asiento en un banco de piedra. Cuando Felipe trató de levantarse, no pudo hacerlo. Estaba realmente cansado. Toda la cuesta la había descendido a un paso rápido obligado por la velocidad del carrito. Se tocó en los vendajes y notó que los tenía movidos. Confiando en la seriedad de Tony permitió que éste subiera solo un trozo de cuesta para después lanzarse como lo había hecho momentos antes. Tony se apresuró a cumplir el encargo. Por el centro de la calle bajaban ahora los carros de los traperos. Como la basura colmaba los carros, los traperos tenían que ir montados sobre pequeñas montañas de inmundicia. Felipe se entusiasmaba con estos ligeros sucesos que ofrecía la calle.

Prestó atención al descenso de Tony. Este bajaba ya envuelto en el pequeño alboroto que producían las ruedas al rozar las losas de la acera. Bajaba con la cara sonriente y sin preocuparse de que sus débiles brazos no podían mantener la dirección del juego delantero. Al llegar al banco de piedra, Tony accionó sobre el listón del freno y paró casi inmediatamente.

—¡Bien, muy bien! —exaltó Felipe ante la habilidad.

Para que no quedase nada sin sufrir una prueba, Felipe cogió el botellín del aceite, empapó la pluma y untó de grasa los extremos de los ejes. Quedó como el hombre que ha dejado en el olvido una cosa importante y sugirió a Tony:

—Aquí, al lado del botellín, habrá que poner una pequeña bolsa donde tengamos un trapo para limpiarnos la grasa. No sé cómo se me ha olvidado —y Felipe dió al aire una manotada.

Sentado en el suelo, Tony escuchó lo que le decían. Realmente había enflaquecido mucho. Ahora tenía en los ojos un brillo dulce que atenuaba las finas ojeras que se extendían hasta cerca de sus pómulos en un tono morado. Más tarde marcharon los dos hacia la puerta de Toledo. Felipe pedía constantemente que Tony anduviera por la parte donde daba el sol. En el pequeño puente del ferrocarril se pararon para ver cómo una máquina que se dirigía a la estación del paseo Imperial arrastraba una fila de vagones de mercancías.

—¿Vamos a venir también mañana? —preguntó Tony empinado sobre las traviesas de madera que coronaban el túnel.

—¡Ya lo creo! Tú tienes que engordar, ¿comprendes? Necesitas que te dé el sol. Vendremos mañana y pasado mañana. Vendremos todos los días. Pero necesitas engordar; de lo contrario no podrás trabajar en el cine.

Tony mostró una ligera preocupación y, recordando lo de tomar sol, miró a lo alto y quedó cegado.

—¡No, hombre; eso no! —exclamó Felipe—. No hace falta que mires al sol. Nadie puede aguantar su luz. Es decir, ahora verás.

Seguido por Tony, Felipe se acercó a la parte de los vertederos y estuvo buscando hasta que encontró el trozo de una botella de cristal. Felipe puso el vidrio obscuro ante los ojos de Tony.

—Cierra un ojo, y con el otro abierto mira hacia el sol.

—Tony miró durante unos segundos. Veía un haz de luz temblorosa, de un color amarillento, siendo su asombro el que no sintiera ninguna molestia. Cuando se cansó de mirar a través del cristal, se lo dió a Felipe, pero observó que éste no hizo ningún uso del anteojo.

Volvieron a la acera central. Felipe buscó donde sentarse y Tony recibió un nuevo permiso para correr por la pendiente. Minutos antes de las doce se oyó el pito de una sirena. Felipe dió orden de hacer el regreso, y un cuarto de hora más tarde estaban los dos parados en un portal. Tony, cargado con el carrito, entró en busca de la escalera. Si Felipe no había subido hasta la buhardilla fué por un simple escrúpulo de no violentar a doña Luisa obligando a ésta a que lo invitara a comer.

Tomó un tranvía en la parada de la Fuentecilla. Se arrinconó en la plataforma y corrigió como pudo el bulto de las vendas. Cualquiera que no fuera él se habría quejado en aquel momento de multitud de cosas. Sin embargo, Felipe observó el griterío de las vendedoras de la plaza de la Cebada y cómo el conductor del tranvía golpeaba con insistencia el botón del timbre pidiendo vía libre.

—¡Vaya una gente! —exclamó para el conductor—. Se creerán que toda la calle es suya.

Y sujetando la maraña de los vendajes con la mano que tenía escondida en un bolsillo del pantalón pensó que era muy necesario en Tony un total restablecimiento. Esta era la única manera de que doña Luisa volviera a las clases de «Academia-Film». Recordó de pronto que el conductor se le había vuelto para sonreírle y entonces trató de corregir el olvido.

—¿Un cigarro? —y acercó al conductor su cajetilla.

El empleado colocó el cigarrillo cerca de la manivela del freno.

—Lo haré en la parada de la Plaza Mayor —explicó de espaldas a Felipe.

—Cuando usted quiera —indicó éste, moviéndose en busca del estribo—. Yo voy a bajarme.

Esperó a que el tranvía estuviera totalmente parado. Entonces, y tomando toda clase de precauciones, bajó al estribo y del estribo saltó al suelo. No se atrevió a sacar la mano que sujetaba los vendajes. Lo que hizo fué apresurar el paso para llegar cuanto antes a su casa.

4

Cuando en la mañana anterior salía el director Robledal del domicilio del señor Poch, éste pensó en entrevistarse inmediatamente con José Sancho. Si no llevó a efecto sus deseos fué porque la magnitud del negocio exigió que él dedicara todo el resto de aquel día a reflexionar si era o no era conveniente asociarse a José Sancho. Por fin decidió citar al director en su casa. Este apareció con una cara de extrañeza. En primer lugar, el señor Poch le llamaba a su domicilio particular. Y cuando apenas habían cambiado unos saludos, preguntó el señor Poch:

—¿Sabe usted cuántos gallegos hay en la Argentina?

José Sancho quedó cortado a causa de la pregunta.

—¿Sabe usted los que viven en Buenos Aires? —preguntó de nuevo el señor Poch, no ocultando su satisfacción.

—No, señor —dijo ya José Sancho—. Creo que viven muchos gallegos, aunque no sé cuántos habrá en Buenos Aires.

—Bien —empezó el señor Poch, casi contento de la ignorancia de su director—. Si usted no lo sabe, yo, en cambio, sí lo sé. Escuche. En la Argentina hay cerca de dos millones de gallegos. Solamente en Buenos Aires viven más de doscientos mil.

Después del descubrimiento, el señor Poch guardó silencio, en tanto que el director de El estudiante enamorado trataba de adivinar qué relación tendrían los gallegos de América con su visita de aquella mañana.

—Para terminar —inició de nuevo el señor Poch—, quiero decirle que tengo un gran proyecto. Este proyecto es hacer una película de ambiente gallego. En esta película saldrán las iglesias, los caseríos y algunas ciudades de Galicia. Ponga usted que solamente vean la película los doscientos mil gallegos de Buenos Aires, y tendremos más de sesenta mil duros de ganancia.

José Sancho empezó a mover sus zapatos. El señor Poch, que seguía perfectamente tranquilo, continuó:

—Una vez vendida en España esta película, embarcaremos los dos para la Argentina. Llevaremos seis o siete copias y el negativo.

—¿No le parece mejor que el negativo quede en España? —indicó José Sancho, ahora que empezaba a pisar terreno firme—. Digo esto porque en España el negativo no corre el riesgo del viaje.

—Bueno, dejaremos en España el negativo de la película. Lo importante es que no nos falten copias. Ahora, un consejo —y habló con toda seriedad—. Ni hoy, ni mañana, ni cuando estemos haciendo la película no debe saber nadie lo que nos traemos entre manos. Es preferible que usted no haga conmigo este negocio si no va a ser capaz de mantener el secreto.

—No sé por qué usted sospecha de mí —declamó José Sancho como ofendido.

Al señor Poch no le sentó mal aquella irritación. Al contrario, este detalle le hizo proseguir.

—Mi presupuesto es de ochenta mil pesetas. La película no debe pasar de este coste. En cuanto al argumento podríamos encargárselo al periodista Joaquín Ñuño. ¿Le parece bien que ese señor nos haga al argumento? Por lo menos ese periodista nos lo escribirá en seguida.

José Sancho quedó encargado de ir en busca del periodista y de ofrecer por el argumento quinientas pesetas. Cuando todo parecía ultimado, el director formuló una pregunta que llenó al señor Poch de inquietud.

—¿No estará lloviendo en Galicia?

—¿Lloviendo? Todavía no ha acabado el verano. —Y como un hombre que se ha repuesto de un instante de confusión, el señor Poch añadió a manera de orden—: Entérese usted cuándo empiezan las lluvias. Dejar esta película para el año que viene sería exponerse a perder este negocio. Vea hoy mismo a ese periodista. Necesitamos el argumento para esta semana. Y mucho cuidado con explicarle lo de los dos millones de gallegos que andan por la Argentina. Si ese señor se entera de nuestro proyecto acabará pidiéndonos más dinero. Usted puede decirle que... Nada. No tiene que decirle nada. Que nos haga el argumento, se le pagan sus quinientas pesetas y asunto terminado. Los negocios hay que hacerlos rápidamente, y éste es un negocio que pide rapidez. Esta tarde iré por su academia. Ya me dirá qué hay del argumento. No vaya a olvidarse lo referente a las lluvias. Tendría gracia que porque empezara a llover no pudiéramos nosotros trabajar.

Casi sin notarlo José Sancho Be encontró cerca de la puerta.

—Hasta esta tarde —dijo por último el capitalista—. Y no vaya a decirme luego que no ha tenido tiempo, que si esto y que si lo otro...

5

Entró en el portal cuando en el reloj de Gobernación eran la una y veinte minutos. Antes de dirigirse aquí había estado en el domicilio del periodista Joaquín Ñuño. Pero este señor se hallaba trabajando en un ministerio y no regresaría a su casa hasta después de las dos. Para hacer tiempo, José Sancho pensó en averiguar lo de las lluvias. Hasta decidirse a visitar el centro gallego estuvo dando vueltas a unas cuantas calles de Madrid. El no podía preguntar a cualquiera la fecha en que empezarían las lluvias en la región gallega. Confiando en la casualidad, continuó su marcha, subió a casa del periodista, se enteró de la hora en que podría verle y regresó a la calle dispuesto a proseguir sus pesquisas. En un bar se bebió un vermut, sintiendo entonces cómo su cerebro adquiría claridad. Acababa de acordarse de su sereno. Indudablemente su sereno debía de ser gallego; pero este hombre no estaría visible hasta las once de la noche, y mucho antes de esa hora José Sancho tenía que llevar su respuesta al señor Poch.

Algo desalentado continuó cruzando calles, hasta que, jugando con la imaginación, fué a caer en que los gallegos, los catalanes y los hombres de las demás regiones de España tenían en Madrid su domicilio Bocial. José Sancho vió el cielo abierto. Ahora sólo necesitaba buscar una guía de teléfonos. Descubierto en la guía el centro de los gallegos llegaba más tarde a este portal. Una vez arriba, empujó una puerta. En el vestíbulo no había nadie. Pasó a un salón y tampoco encontró a quién preguntar. Cuando se volvía, extrañado de aquella soledad, vió venir a un empleado.

—¿No hay nadie por aquí? —y José Sancho señalaba el vacío que remaba en la casa.

El empleado contestó que hasta después de la comida no empezarían a llegar los socios. José Sancho quedó defraudado. Todavía dió unos pasos por entre las mesas desocupadas.

—¿Quería usted hablar con algún socio? —indicó el empleado.

José Sancho no respondió inmediatamente, sino que con el mismo gesto pesimista retrocedió lo que había avanzado. Y de pronto preguntó:

—¿Es usted gallego?

—No, señor; soy de Santander —aclaró el empleado.

—Entonces no me sirve —e hizo como si fuera a marchar. Sin embargo, cuando estaba cerca del guardarropa explicó a lo que había venido.

—Yo quería saber cuándo empiezan en Galicia las lluvias.

—Pues no sé —respondió muy despacio el empleado—. Aunque no creo que en Galicia llueva hasta últimos de septiembre.

—¿Está usted en lo cierto? —interrogó José Sancho con ánimo de que no se le contestara en sentido contrario.

—¡Hombre, eso he oído yo!

—¿Pero dónde lo ha oído? ¿Ha sido aquí mismo?

—Sí, señor; ahora que no recuerdo cuándo lo he oído. De todas formas hasta noviembre no empezará a caer agua.

José Sancho respiró tranquilo. Contempló las perchas que se multiplicaban en el guardarropa y confirmó para el empleado:

—Eso creía yo. También en Madrid no suele llover hasta noviembre.

Y dando las gracias salió del Círculo gallego casi satisfecho. Solucionado lo de las lluvias, ya no tenía más que esperar a que fueran las dos de la tarde. Mucho tiempo lo consumió mirando escaparates. Cruzó la calle de Alcalá, pasó a la de Sevilla, y estando en la Carrera de San Jerónimo se encaminó al domicilio del periodista Ñuño. Llegó cuando solamente hacía unos minutos que el periodista se había sentado a la mesa. Aunque fué introducido en un gabinete, hasta allí mismo llegaba un fuerte olor a coles cocidas. Joaquín Ñuño apareció en seguida, trayendo la servilleta en una mano. Se le aconsejó que terminara de comer, pero el señor Ñuño no quiso regresar al comedor.

—He venido a verle en nombre del señor Poch— intervino José Sancho—. Necesitamos un argumento —Ñuño puso un gesto feliz—. Un argumento que pase en Galicia. Usted ya sabe lo que quiere el público.

El periodista movió la cabeza con seguridad y José Sancho llevó la cosa a su punto más esencial.

—Al señor Poch le agradaría que en la película se vieran las iglesias, los campos de Galicia y algunas ciudades.

—Eso es natural. El paisaje llega a cansar —afirmó el periodista—. Podemos hacer que aparezca en la película Santiago de Compostela, La Coruña, Vigo, etc. Aparecerá lo que quiera el señor Poch —terminó asegurando Joaquín Ñuño.

José Sancho recogió del suelo la servilleta que el periodista había tirado en la discusión.

—Muchas gracias. La verdad es que no sé para qué he traído la servilleta. *

—El señor Poch —inició de nuevo José Sancho— ha fijado un único precio para el argumento. Usted cobrará quinientas pesetas a condición de que nos entregue ese argumento en esta misma semana.

—¡No faltaba más! Trabajaré toda esta noche, todo el día de mañana y ustedes tendrán el argumento para dentro de tres días. Ahora, lo que no comprendo es cómo ustedes no eligen un asunto que pase en Andalucía. ¿A qué se debe el haber elegido un argumento gallego?

Estas son cosas del señor Poch —se excusó José Sancho—. ¿Es que. para usted ofrece más dificultades escribir sobre Galicia?

—-Nada de eso. Yo escribo de Galicia y de cualquier otra región de España.

Por segunda vez la servilleta fué a parar al suelo del gabinete; pero el periodista impidió el que se la recogieran. El pequeño suceso recordó a José Sancho que debía ausentarse.

—Lo dejo a usted. Ya diré al señor Poch que el viernes nos entregará el argumento.

Los dos empezaron a andar camino del recibimiento. Cuando el periodista abrió la puerta se vió unos tramos de la escalera.

—¿Hay que meter en el argumento alguna historia de amor? —preguntó Joaquín Ñuño.

—¡Naturalmente! —respondió José Sancho ya al otro lado de la puerta.

—Me parece bien eso del amor. También habrá que inventar un tipo de viejo usurero. Ya sabe usted que los gallegos son muy tacaños.

José Sancho hizo un gesto de pura conformidad. Mas de pronto, la cifra de los dos millones de gallegos circuló por su imaginación.

—No ponga usted nada contra los gallegos. No conviene meterse con esa gente.

—¿Por qué eso? —pronunció el periodista—. ¿Cómo van a resaltar las virtudes de los buenos si se suprime a ese tipo ruin del viejo usurero? Si he pensado en un viejo avaro es precisamente para dar más valor a los otros personajes.

—Escriba lo del viejo avaro —y José Sancho puso un pie en el primer escalón. Quedó pensativo, y tres segundos después, llegó a solicitar—: Ahora bien: haga que ese viejo no sea gallego. ¿No es posible hacer esto?

—Sí. Eso es fácil. Todo es fácil—y el periodista engoló su voz—. Basta con que el viejo sea castellano. Es decir, mejor es que sea catalán. ¿Pero por qué no puede ser gallego? Esto sería lo natural. En Galicia existen muchos tipos así.

Un huésped pidió salida y Joaquín Ñuño dejó de hablar y se apartó de la puerta. Otra vez en su sitio hizo esta nueva pregunta:

—¿Existe alguna causa de gran importancia que impida el que el viejo sea gallego?

—De ningún modo. Sin embargo, creo que al señor Poch le agradaría mucho más que el usurero no fuese gallego.

—Me parece que usted no ha entendido bien el sentido que encierra el que el viejo sea gallego.

Otro huésped se hizo paso a través de un pequeño claro que necesitó hacer el periodista. Este no dió importancia al obstáculo y prosiguió:

—Si de todos los personajes el viejo es el único malvado de la película quedará automáticamente demostrado que hay más gallegos buenas personas que tipos como el canalla del usurero. Se demostrará también que el amor puede más que las artimañas de ese viejo.

—Entonces escriba lo que quiera —respondió José Sancho verdaderamente fatigado—. Ya es muy tarde para mí. Hasta el viernes.

Y descendió rápidamente, como si temiera nuevas palabras del periodista. Por otra parte, la realidad de haber solucionado todo le hizo saltar los escalones alegremente y con una completa confianza.

6

En aquel mismo día Alvaro Giménez rendía viaje en el pueblo de Manzanares. El alba lo sorprendió en los alrededores de la pequeña ciudad. Se echó en la cuneta para quitarse los zapatos y descansar hasta que avanzara el día. Al desprenderse de los calcetines vió sus pies inflamados y con ampollas. Algunas se le habían reventado, lo que le producía un vivo escozor.

Un grupo de nubes, que Alvaro hubo observado cuando empezaba a amanecer, se alejaba ahora como si fueran barridas por el sol. Desde la cuneta veíanse las chimeneas de las destilerías de alcohol y las cúpulas de dos iglesias. Pero Alvaro se hallaba más atento al estado de sus pies. De vez en cuando pasaban por la carretera algunos campesinos. Subidos en carros de labranza, se dirigían a las huertas cercanas. Todos miraban a aquel hombre vestido con ropa de ciudad que tenía los pies desnudos.

Pensaba Alvaro que entrar en el pueblo a aquellas horas era exponerse a no encontrar una manera de continuar su viaje hasta Madrid. Por otra parte tenía sueño. Un sueño que allí mismo empezaba a adormecerlo. Se puso los calcetines y se metió los zapatos, aguantando el dolor que le producían las heridas de los pies. Ya levantado, se acercó hasta las primeras casas y se tumbó junto a una tapia. No tardó en dormirse. Hacia las once sintió calor. Abrió los ojos para buscar una zona de sombra y se cobijó en un sitio en que la tapia le servía de parapeto. Sin mirar lo que hacían sus manos volvió a descalzarse, puso los zapatos a modo de cabecera y, casi sin sentirlo, entró en un nuevo sueño. Por su cerebro, como por un camino obscuro, corría un hombre extraño y mal vestido. Alvaro marchaba detrás gritando al fugitivo que se detuviera.

«¡Todo inútil!» El hombre huía cada vez más aprisa, como si temiera a la gente que había parada a lo largo de la calle. Los hombres, las mujeres y los niños, en cuanto divisaban al fugitivo, se colocaban de cara a la pared. Alvaro veía todo esto. Y corría tras el hombre como un desesperado. Trataba de alcanzarlo para explicarle que él no le volvía la espalda, que él... Sin embargo, el hombre nunca se ponía a su alcance y Alvaro cayó al suelo rendido y maltrecho por aquella loca carrera. Ya no se veía la figura del fugitivo. No se veía su cuerpo torcido hacia el suelo. Alvaro se levantó; pero al empezar a andar notó que en la puerta de una tienda se había estacionado un grupo de hombres. Uno de ellos era un sacerdote; otro era un boticario; otro un suboficial de la Guardia civil; otro un millonario. Había más hombres, pero Alvaro no podía precisar quiénes eran. Posiblemente uno de los desconocidos era Juanito, porque cerca del grupo estaba la camioneta. Alvaro se fué acercando hasta hallarse a unos pasos del comercio. En la acera de enfrente estaban unos obreros asomados a un balcón y en ese balcón habían colocado una bandera. Los hombres parecían esperar a que Alvaro dirigiera la palabra al cura, al millonario, al suboficial de la Guardia civil y al boticario. Efectivamente, Alvaro empezó a gritar al grupo de la tienda. En sus palabras existía poca coordinación y escasa claridad. Los hombres del balcón y los hombres de la tienda oyeron que Alvaro hablaba de los quince mil agujeros que había en Daimiel. Mezclado con todo esto expuso lo del fugitivo que corría y corría mientras los hombres, las mujeres y los niños se volvían de cara a la pared.

Y cuando terminaba de hablar vió venir por el centro de la calle al fugitivo. Se acercaba como si alguien le amenazara por la espalda. En el instante en que cruzaba frente al sitio de Alvaro, éste observó dos cosas. Los hombres de la tienda se pusieron cara a la pared, mientras los obreros del balcón continuaban en la misma colocación anterior. Alvaro echó a correr, pero no pudo atrapar al que huía. El hombre no oía sus gritos. No los oía o no los quería oír. Y Alvaro necesitó descansar. Tirado en medio de la calle, respiraba trabajosamente en una extraña fatiga que parecía no tener final.

II: LECTURA DE VERSOS

1

Al no editarse en Manzanares ningún periódico, Alvaro tenía que orientarse por otro lado. Al doblar una esquina quedó frente a un edificio con grandes ventanales. En la acera que bordeaba aquella casa había sillas de mimbre ocupadas por gente de aspecto adinerado. Alvaro se acordó del Casino de los ricos que había visitado en Daimiel. Los que se hallaban en la acera miraron para su sitio y entonces Alvaro se dirigió hacia ellos. Entró en un ancho portal y a un camarero que venía hacia la calle le dijo que deseaba hablar con el presidente del Casino.

—Ahí lo tiene usted —respondió el camarero, señalando en dirección a la calle.

—Dígale que le quiere hablar un periodista de Madrid —y sentándose en una silla que había al principio del salón, terminó para el camarero—: Aquí mismo le esperaré.

El camarero marchó a dar el recado. Después entró en el salón un señor de unos cincuenta años. Vestía un traje obscuro, muy usado, y sobre una camisa blanca avanzaba un cuello almidonado que sujetaba una vieja corbata. En una solapa el presidente traía manchas de ceniza.

—¿Qué deseaba usted? —y el presidente sonrió como si la visita no le hubiera molestado lo más mínimo.

Alvaro declaró que el hecho de que en Manzanares no hubiera un periódico le había obligado a dirigirse al presidente del Casino. E inmediatamente contó su viaje a pie. Cuando creyó que había explicado lo más grave de su situación habló de las pesetas que le hacían falta para costearse el billete del ferrocarril.

—Siento decirle que el Casino no dispone de dinero para casos como éste. Y es una lástima, porque me hubiera alegrado solucionarle esas pesetas.

Alvaro no formuló la más leve protesta. Incluso no trató de insistir. Quedó callado y como dispuesto a abandonar el Casino.

—Ni yo mismo puedo darle esas quince pesetas. Yo soy un hombre pobre —declaró el presidente en una honrada sinceridad—. En cambio, ahí fuera están sentados muchos ricos de Manzanares.

—¿Y no podría usted hablarles de mi caso? —preguntó Alvaro utilizando la buena voluntad con que parecía ofrecerse el presidente.

—Sí que puedo hablarles, pero no han de soltar una peseta . Se ve que usted no conoce la vida de los pueblos.

Alvaro desistió de sus propósitos y se levantó. El presidente demostraba hallarse preocupado y como distraído. Cuando Alvaro fué a despedirse, el presidente hizo un gesto de malestar y se quitó los lentes. .

—Aquí no hay más que una solución —y se colocó los lentes-—. Claro que el Casino tampoco tiene dinero para estas cosas. Ahora, si usted da esta tarde una conferencia, podemos pedir después a los socios una pequeña cantidad.

Alvaro explicó que él no sabía hablar en público.

—Basta con que usted diga cuatro palabras.

Alvaro pensó en el libro que guardaba en un bolsillo de su americana y se le ocurrió mostrárselo al presidente.

—¿Y no sería igual el que yo leyera algunas poesías de este libro?

—Bien, lea esas poesías, pero indique que los versos están escritos por usted.

—Comprenda que eso es imposible —añadió para el presidente—. Pueden darse cuenta del engaño.

—Entonces no diga nada. Usted lee unas cuantas poesías sin decir quién es el autor. De esta manera creerán que los versos han sido escritos por usted.

Conformes en el orden de la lectura, el presidente mandó buscar al secretario del Casino. Se trataba de un jovencito nervioso y atildado. El presidente preguntó qué hora sería la más apropiada para dar la lectura.

—Tenga usted en cuenta —empezó el secretario— que hoy estará ocupado el salón. El baile comenzará a las seis.

—No importa —contestó el presidente, contrariando los deseos del secretario—. Durante el baile se hace un pequeño descanso y este señor sube adonde está la orquesta. ¿Qué tiempo empleará usted en leer los versos?

—El tiempo que ustedes quieran —indicó Alvaro—. Veinte minutos, o bien un cuarto de hora.

—No, mejor será que su lectura no dure más que unos diez minutos —aconsejó el presidente.

Lo de restringir la lectura agradó mucho al secretario. El jovencito no hacía más que mover las rodillas para chocarlas en golpes suaves.

—Lo mejor será que usted haga su actuación sobre las seis y media —aconsejó el presidente poniéndose de pie—. Yo me voy, pero antes de la lectura estaré de vuelta.

Y despidiéndose de Alvaro, salió acompañado por el secretario. Cuando éste regresó, Alvaro tenía la cabeza inclinada hacia el suelo. El secretario quedó defraudado del aspecto que ofrecía aquel hombre caído sobre la silla.

—El presidente —interrumpió en una voz poco agradable— me ha dicho que no hace falta que le anunciemos en la pizarra del Casino.

—Es igual —respondió Alvaro cansadamente.

—¿Es igual?

—Sí, señor; ¿qué gano yo con que me anuncien en esa pizarra?

—Bueno, yo también lo dejo —soltó el secretario precipitadamente—. Ya vendré más tarde.

Y salió del salón. Alvaro dejó la silla para sentarse en un sillón que había junto a un ventanal. Mirando el aspecto del salón se notaba en seguida que aquello estaba dispuesto para un baile. Las mesas habían sido quitadas y toda la sillería se prolongaba en una doble fila alineada junto a la pared. Al fondo había una pequeña plataforma donde estaba el piano y cuatro atriles de música. En aquella plataforma debía subir Alvaro para leer los versos, y la lectura no tenía que empezar antes de las seis y media de la tarde. Esto era lo convenido.

2

Antes de las seis y media se celebraba en Madrid la entrevista de Norberto G. Robledal con el productor de películas Rocamora. Robledal se explicó en términos parecidos a como lo había hecho en su visita al señor Poch. Repitió las cifras de los gallegos que residían en la América del Sur y los que vivían solamente en Buenos Aires. Cuando habló de las trescientas mil pesetas de ganancia líquida que podía obtenerse con sólo exhibir la película en la capital argentina, el señor Rocamora cruzó la mirada con su ayudante Rodríguez.

—Hasta ahora —descubrió Norberto G. Robledal— he reunido setenta mil pesetas. Esta cantidad ha sido aportada por un socio de Vizcaya. Basta con que ingresen en la empresa otros tres socios para que se puedan empezar los trabajos.

Una corta pausa y añadió:

—Pasado mañana saldré para Cataluña, pues ya tengo fijada una entrevista con un señor interesado en el negocio.

—Por ahora —empezó el productor Rocamora— prefiero hacer películas que no cuesten mucho dinero. Se gana menos; pero a mí me sobra con lo que da el mercado español.

—¿Y por qué no ganar con una sola película hecha para la América del Sur mucho más que haciendo cinco películas de éstas que ustedes producen en España?

Rocamora no dijo nada. Más que escuchar, lo que hacía era cruzar miradas con su ayudante Rodríguez. Norberto G. Robledal lo vió todo perdido. Por si aun quedaba en aquel productor un leve deseo de arreglo, indicó con la mejor voluntad:

—Desde luego, yo no pienso dirigir la película. Tengo de usted muy buenas referencias. No me parecería mal el que usted fuese el único director. Yo podría encargarme de preparar la distribución de la película en América.

El señor Rocamora movió su cabeza para confirmar su actitud.

—No sé si -más adelante llegaremos a una inteligencia —argumentó sin ningún calor—. Venga a verme dentro de unos meses.

Aquello de «venga a verme dentro de unos meses» sentó bastante mal en el rostro del director. Observó sin ninguna consideración al señor Rocamora y después repitió el gesto con el ayudante Rodríguez. Se levantó y masculló una especie de despedida. En una parte de la habitación había un cartel anunciador de una película. En unos colores llamativos, el afiche mostraba una escena de amor. La enamorada, vestida de andaluza, sobresalía asomada a una ventana florida para sonreír a un hombre vestido de caballista. A un lado de la ventana se veía, tirado en el suelo, un sombrero cordobés. Al lado de este sombrero Norberto G. Robledal leyó en letras rojas: «Dirección: Luis Rocamora».

—Excelente caca —dijo para Rocamora y su ayudante. Y metiéndose la mano derecha en uno de sus guantes amarillos, marchó pasillo adelante, abrió él mismo la puerta, y una vez al otro lado, cerró con un portazo que era como una franca repulsa.

3

Media hora antes de comenzar el baile el conserje encendió algunas luces. Entonces descubrió que un hombre se había quedado dormido en uno de los sillones. Al acercarse notó que el forastero no dormía, aunque esa fuera la postura.

Alvaro buscó un nuevo sitio, marchando a la parte donde estaba el piano. Puso una silla al otro lado de los atriles y se sentó. El conserje observó la mudanza y siguió manejando luces y corrigiendo la colocación de algunas sillas.

A las seis menos cuarto llegaron los músicos y a continuación entraron las primeras familias. Al dar las seis el salón estaba completo de gente. Alvaro descubrió al secretario del Casino. Cruzó la mirada con él, pero éste se puso a hablar con unas señoritas. Se oían notas sueltas de música, mientras por el centro del salón circulaban las parejas en espera de que el baile diese comienzo. Alvaro buscaba entre el público al presidente del Casino, temiendo que el secretario no se acordara o «no quisiera acordarse», de lo de la lectura.

El baile empezó con un pasodoble. Entonces el salón fué como un hervidero de personas. Antes de terminar el primer baile un calor agobiante y un fuerte olor a cuerpos sudados hacía desagradable la permanencia en el salón. Alvaro recogió su paquete de ropa y buscó una ventana. No logró su deseo porque las madres vigilaban a sus hijas sentadas en la doble fila de sillas que acordonaban las paredes. Regresó al sitio que había ocupado anteriormente, esperando que le indicaran subir a la plataforma donde estaban tocando los músicos.

Sin apenas dar descanso a la reducida orquesta, un baile sucedía a otro baile. Todos hablaban a voces, se reían estrepitosamente y la luz eléctrica se reflejaba en los rostros sudorosos de los que bailaban. El salón parecía el interior de un homo. Hasta las madres, a pesar de los abanicos, reventaban de calor. Alvaro sintió náuseas, pero lo achacó a su debilidad.

Un vago temor de que fuera a marearse le impulsó a ponerse en pie. Los gritos, la música y los colores de los trajes, que parecían llamear bajo la luz eléctrica, se mezclaban en una ola caliente que llegaba a nublar los ojos. Y Alvaro volvió a sentarse. Era necesario resistir media hora más..., tal vez menos..., acaso unos minutos.

—¡Caramba, qué escondido está usted! —exclamó el presidente apareciendo de improviso entre los que bailaban.

Alvaro se levantó. Detrás del presidente estaba el rostro banal del secretario.

—¿Está usted dispuesto? —interrogó el presidente—. Cuando termine este baile podrá leer esos versos. Antes de los versos diga unas palabras de presentación.

—Sería preferible que fuera usted el que hiciera mi presentación —aconsejó Alvaro como si temiera no agradar al público de la sala.

—¿Por qué eso? Usted sube a la plataforma, explica que va a leer unos versos, lee esos versos y todo terminado. Ya he dicho al conserje que pase la bandeja mientras esté usted leyendo.

Los músicos acababan de dejar de tocar. Los del público rompieron en aplausos buscando que la orquesta repitiera.

—Esperen —pidió a los músicos el presidente—. Y dirigiéndose a Alvaro le golpeó en un hombro—. Vamos, ahora le toca a usted.

Alvaro sacó del bolsillo el libro de Antonio Machado. Entonces notó que le temblaba la mano. Con ánimo de serenarse se volvió al presidente:

—¿Quiere usted que yo haga mi presentación?

—¡Hágala usted! Pero no pierda más tiempo. Diga cuatro palabras y después los versos. ¡Vamos! ¿Qué espera ya?

Los que aguardaban bailar pedían música de distinto modo. Unos aplaudían y otros daban patadas en el suelo. También las madres hacían fuertes comentarios a la inexplicable parada de la orquesta. Y todos miraban hacia la plataforma.

—Me presentaré yo —balbució Alvaro con la cara muy pálida.

—Eso es lo mejor —intervino con rapidez el presidente—. ¡Ea, suba a la plataforma!

Alvaro fué empujado. Lo primero que vieron sus ojos fué el rostro burlón del secretario. Descubrió igualmente una terrible expresión de curiosidad en todo el público de la sala.

Transcurrieron dos segundos..., cuatro segundos..., más segundos. El prasidente le hizo un gesto que quería decir: «¿Qué espera ahí callado?» Alguien gritó: «¡Queremos música!»

—Mi propósito —empezó diciendo Alvaro, evitando las miradas que le acribillaban desde todos los lugares— es el de leerles a ustedes unos versos —en la gente se escuchó un rumor de desagrado—. Ya que ustedes han venido a bailar, yo trataré de ser breve...

Creyó que ya no iba a poder continuar. El rumor iba subiendo de tono, hasta tomar proporciones de protesta.

—¡Vamos, continúe usted! —pidió el presidente desde abajo—. El conserje ha empezado a recoger dinero.

El presidente decía la verdad, Alvaro descubrió al fondo cómo el conserje se dirigía a los socios poniéndoles delante una bandeja. También descubrió al secretario. El jovencito bromeaba con unas señoritas. No era preciso discurrir mucho para adivinar a quién iban dirigidas aquellas risas.

—Señoras y señores —declamó lamentablemente Alvaro—. Ya he dicho cuál era mi propósito... Yo no quiero molestarles lo más mínimo... Terminaré en seguida... Solamente necesito que me concedan diez minutos. En diez minutos habré terminado...

Que nadie estaba interesado en la lectura lo demostraba aquel chismorreo que invadía todo el salón en un coro de desagrado general.

—Quiero leerles unos versos...

Volvió a enmudecer para empezar a pasar páginas y más páginas del libro de poemas. Hasta que, con una voz asustada y medio conmovida, fué diciendo estos versos:

He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas;
he navegado en cien mares,
y he atracado en cien riberas.
En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra,
y pendantones al paño
que miran, callan, y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.
Mala gente que camina
y va apestando la tierra...
Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.
Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan adonde llegan.
Cuando caminan, cabalgan
a lomos de mula vieja,
y no conocen la prisa
ni aun en los dias de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.

Alvaro hizo pausa, pero no escuchó ningún aplauso. En cambio, se oyó reír por donde estaba el secretario. Dándose cuenta de la escena, el presidente rompió a aplaudir. También aplaudieron los músicos, aunque estos contados aplausos no hacían sino destacar la risa, que se extendía en algunos corros. Alguien pidió que cesaran las burlas. Se escuchó una voz que decía: «¡Queremos bailar! ¿Por qué no toca la música?»

—¡Termine usted! No baga caso de aquéllos —y el presidente alargó un brazo en dirección adonde se sucedían las bromas.

Alvaro corrió unas páginas del libro de Antonio Machado. Buscaba una salida a su embarazosa situación, como si no se diera cuenta de que aquel manoseo del libro no hacía más que impacientar al auditorio.

—¡Por lo que más quiera usted, acabe de una vez! —gritó el presidente.

Alvaro observó cómo el conserje seguía avanzando. Ahora pudo ver cómo uno de los socios echaba en la bandeja un poco de calderilla. Sin embargo, la mayoría movían los hombros o la cabeza. Esto quería decir que no daban nada.

—¡Sí, voy a terminar!

Y corrió más páginas. Ya no sabía cómo continuar ni cómo bajar de la plataforma. Por fin, leyó otra cosa:

Crear fiestas de amores
en nuestro amor pensamos,
quemar nuevos aromas
en montes no pisados,
y guardar el secreto
de nuestros rostros pálidos,
porque en las bacanales de la vida
vacías nuestras copas conservamos,
mientras con eco de cristal y espuma
ríen los zumos de la vid dorados.
...........................................
Un pájaro escondido entre las ramas
del parque solitario, silba burlón...
Nosotros exprimimos
la penumbra de un sueño en nuestro vaso...
Y algo, que es tierra en nuestra carne, siente
la humedad del jardín como un halago.

Cerró el libro. Luego hizo una corta reverencia. Esta vez los aplausos fueron algo más nutridos. Además del presidente y de los músicos, se vió aplaudir al secretario y a unas señoritas. Desde luego, en aquellos aplausos había poca admiración. Alvaro descendió de la plataforma intensamente pálido. El presidente lo cogió de un brazo y de esta forma pasaron a través de todo el mundo. La música volvió a sonar de nuevo. Entonces fué cuando estalló la gran ovación.

—Ahora vamos a la secretaría del Casino —expuso el presidente—. Allí esperaremos a que llegue el conserje.

Salieron del salón. El presidente se daba cuenta del estado de su acompañante. Por eso no dió todas las luces una vez que entraron en la secretaría. Sólo encendió la lámpara que había sobre la mesa. Esta luz se transparentaba en un débil fulgor a través de una pantalla de cristal verdoso.

El conserje no tardó en aparecer. Puso encima de la mesa el pequeño montón de calderilla que contenía la bandeja. Entre la calderilla se veían algunas monedas de plata. Se contó el dinero, sacándose un total de treinta pesetas con cuarenta y cinco céntimos. Por una orden del presidente, el conserje fué a cambiar la calderilla por plata. Realizado el cambio, Alvaro recibió el dinero.

—Siento que no haya sido mayor la cantidad —dijo el presidente como lamentándose.

Alvaro dió las gracias y estrechó la mano que le tendía el presidente. Este acababa de echarse en la ropa un poco de ceniza. En lugar de sacudírsela con habilidad el presidente se la extendió a lo largo de una solapa.

Alvaro salió a la calle. Cuando iba a avanzar notó que no llevaba el paquete de la ropa y los útiles de aseo. Regresó al Casino y buscó al conserje, sin que tuviera que entrar en el salón. El empleado siguió las instrucciones de Alvaro y encontró el envoltorio debajo de una silla que había junto a la plataforma de la orquesta.

Al entregarle el envoltorio, Alvaro quiso darle al conserje una propina; pero ésta no fué aceptada por el empleado del Casino.

—¿Sabe usted de algún sitio donde se pueda cenar? —preguntó Alvaro, guardándose el dinero rechazado.

—Sí, señor; aquí cerca hay mía taberna. Los dueños son amigos míos. Yo mismo le acompañaré.

El conserje atravesó con Alvaro la calle del Casino. Sin haber andado mucho entraron en el portalón de una posada. A mano derecha había una pequeña puerta por donde se pasaba a la taberna. En cuanto el conserje pudo hablar con el dueño, recomendó el que Alvaro fuera tratado convenientemente.

—¿Quiere usted beber alguna cosa? —dijo Alvaro al conserje.

—Ahora, no. Si puedo, vendré dentro de un rato —y se despidió para regresar al Casino.

Alvaro comenzó a cenar poco después. Antes de que hubiera terminado apareció el conserje. Eligió una banqueta y pidió de beber.

—¿Se irá usted esta misma noche?

Alvaro respondió que prefería esperar al día siguiente. De esta forma podría descansar v hasta curarse las heridas de los pies.

El conserje llamó al dueño para decirle que prepararan una habitación. Para lo referente a los pies mandó que le calentaran agua.

—Hace usted muy bien en viajar de día —dijo para Alvaro—. La noche es para descansar.

Pidió un segundo vaso de vino y esperó a que Alvaro acabara con la cena. Llegado ese momento se dirigió al mostrador. Algo debió comunicar con el dueño.

—Bien, yo debo regresar al Casino —anunció al volver a la mesa—. Adiós y buen viaje.

Alvaro trató de acompañarlo hasta la puerta, pero el conserje se opuso terminantemente.

—¡Nada de eso! —dijo al otro lado de la puerta. Y desapareció.

Cuando Alvaro subió a la habitación tenía en el suelo una palangana con agua muy caliente. En el fondo del agua se deshacían unos terrones de sal. Se desnudó, tomó un baño de pies y después se acostó. La ventana de la habitación estaba abierta y debía dar al patio de la posada, porque varias veces se escuchó el ruido de un carro y el tintineo de las campanillas que las muías llevaban en los cabezales. Alvaro lo oía todo aliviado por el baño de agua salada en que había mantenido los pies. Cuando el carro había sido arrimado a la pared, se escuchaba el ruido de las herraduras. Entonces era que las muías marchaban a la cuadra. Y el patio quedaba recogido en silencio.

Saltó de la cama y, completamente desnudo, se apoyó en la ventana. La mitad del patio permanecía en la obscuridad, pero la otra mitad recibía un claror azulado. En la parte donde daba la luna estaban los carros. Eran cuatro, y habían sido colocados hábilmente. Alvaro pensó en la mano desconocida que había alineado aquellos carros, que había conducido las muías a la cuadra y que había llenado de pienso los pesebres. Allí, desnudo ante la ventana, pensó en que aquella mano desconocida no había de tardar en caer en el borde de un lecho vencida por el sueño. Porque la noche era eso: el descanso de una conciencia limpia.

Regresó a la cama y se acostó. Cuando al otro día bajó a la taberna se encontró con que el gasto de la cena y el alquiler de la habitación ya habían sido pagados. El dueño explicó que todo estaba abonado por el conserje del Casino. Añadió también el dueño que una hora antes el conserje había venido a la taberna. Lo último que dejó dicho es que le dieran de su parte muchos recuerdos. Que él no podía acompañarlo a la estación; pero que, de todas maneras, «muchos recuerdos».

4

En cuanto al argumento gallego, he aquí que Joaquín Ñuño trabajó de firme en la primera noche. En líneas generales, el escenario quedaría sujeto a esta breve historia: «En uno de tantos pueblos de la región gallega vive una honrada familia compuesta de un padre, una madre y una hija. Esta familia es muy trabajadora; mas todo el fruto de su trabajo se lo lleva un viejo usurero. El canalla tiene en su poder unos documentos en los cuales consta que de no abonarle cierta cantidad, él podrá apoderarse entonces de la casa y la huerta, que son el Tínico sustento de la familia. El viejo ofrece una repugnante solución. El no tiene inconveniente en anular esos documentos si la hija de los pobres viejos se casa con un sobrino suyo. Este sujeto es un tipo enclenque y medio calvo.

»Transcurre algún tiempo, y un día que la bella muchacha está paseando por la carretera descubre que cerca de ella hay parado un lujoso automóvil. Por bajo del coche sobresalen las piernas de un hombre. El que está escondido termina por salir de debajo del auto. Entonces, la muchacha ve que tiene delante a un joven apuesto y simpático. Por lo visto, la avería del coche es de bastante gravedad. El joven pregunta dónde hay un local para llevar su automóvil. La muchacha ofrece su misma casa. Después ocurre que el joven acepta el pernoctar en el hogar de los padres de la muchacha mientras llega de Vigo un experto mecánico. Naturalmente, la joven se enamora del elegante, aunque éste no demuestra el darse por enterado. En aquellos días hace el viejo una de sus odiosas visitas. Esta vez acaba de llegar con su enclenque sobrino. El viejo dice que ya no espera más tiempo. O se le paga todo lo que se le adeuda o se queda con la casa y la huerta. La famiba pide un nuevo plazo; pero el viejo parece insensible a todo lo que no sea cobrar. Ni las lágrimas de la bella muchacha llegan a conmoverlo. Ni aun viendo cómo los padres se le ponen de rodillas es capaz de acceder a Jo del plazo. Unicamente el viejo canalla ofrece cancelar la deuda si la hija se casa con su sobrino. En esta situación: los padres de rodillas, la muchacha llorando, el sobrino a la expectativa y el viejo con los documentos en lo alto de una mano, aparece el joven del automóvil. El viejo y el sobrino quedan perplejos; no así el joven, que, rápidamente, arrebata los papeles comprometedores para arrojarlos al fuego que arde en la chimenea. La muchacha mira deslumbrada y los padres lloran de emoción. El joven del automóvil levanta del suelo a los padres; después coge al viejo y a su sobrino de los cuellos de las americanas y de dos tremendos puntapiés los arroja a la calle.

»A1 volverse el joven declara al padre que está dispuesto a casarse con su hija. Los viejos, como es lo propio, brincan de júbilo y ella se acerca hasta reposar en el pecho de su prometido...

»E1 mecánico ha terminado de arreglar la avería del automóvil. Se celebra el matrimonio y, de común acuerdo, la pareja decide pasar la luna de miel recorriendo de cabo a rabo la hermosa región gallega.» (Pretexto para meter en la película las ciudades y los monumentos de Galicia.)

A todo esto faltaba darle forma en las cuartillas. Sin embargo, lo más importante estaba ya organizado. Joaquín Ñuño tiró la colilla del cuarto cigarrillo y se dispuso a apagar la luz; pero antes hizo dos cosas. Primero se dobló a un lado de la cama para ver si, efectivamente, la colilla estaba apagada del todo, y en segundo lugar pensó en las quinientas pesetas que habían de entregarle tres días después. Entonces fué cuando dió a la llave de la luz eléctrica.

En alguna habitación sonaba un gramófono. Joaquín Ñuño llevó el compás de la cancioncilla hasta que el disco terminó de dar vueltas. La actitud de Joaquín Ñuño era de franca admiración hacia la música.

III: DOS ARGUMENTOS PARA AMÉRICA DEL SUR

1

En «Academia-Filin» reinaba la animación natural. De nuevo hubo necesidad de suspender los ensayos para que el director José Sancho organizara todo lo conveniente a su tercera película. El argumento de Joaquín Ñuño sufrió la inevitable modificación que tanto se le había anunciado al periodista. Desde el primer momento el señor Poch se opuso a que el viejo usurero figurase en la película como nacido en Galicia. Para salvar aquella dificultad, Joaquín Ñuño hizo del personaje un avaro catalán. El señor Poch aceptó el cambio, sabiendo que su película pertenecía por entero a los dos millones de gallegos residentes en la América del Sur. En lo que no hubo discusión fué en lo tocante al título. Joaquín Ñuño fué felicitado al saber que la película sería producida con el título de Un amo: en Galicia.

Con relación a los personajes, el reparto no pasaba de seis artistas principales. Estos artistas tenían que interpretar los papeles de el viejo usurero, el joven del automóvil, el padre, la madre, la hija y el sobrino del usurero. Todo lo demás sería comparsería o papeles de una o dos sesiones. Determinada cada cosa, José Sancho marchó a Galicia para fijar los lugares en donde habría de hacerse la filmación. A su regreso se hizo la selección de los artistas, escogiéndolos entre los alumnos de la academia. Aunque Tony no estaba en condiciones de ser presentado a José Sancho, allí se hallaba con los demás alumnos. Felipe, doña Luisa y Tony estaban sentados cerca de la puerta que comunicaba con el despacho de la dirección. El haberse sentado en aquel sitio era idea de Felipe. Otra idea suya fué el avisar a doña Luisa para que se presentara con Tony en «Academia-Film».

El primero en ser requerido fué un alumno que acudía a las clases conduciendo un auto de su propiedad. El padre de este alumno tenía en Madrid un gran comercio. Unos minutos después salió el muchacho con una cara de triunfo que decía claramente que había sido contratado para hacer «el joven del automóvil». Cuando desfilaron por el despacho otros alumnos, Jacinto Sancho se asomó a la puerta para nombrar a doña Luisa.

—¡Es a usted! —confirmó Felipe—. ¡Tony vuelve a trabajar!

Pero la llamada era solamente para ella. Tony tuvo que regresar junto a Felipe. Al entrar en el despacho doña Luisa temblaba como un pájaro acorralado. Alrededor de una mesa estaban mirándola tres hombres. Uno era el señor Poch, y los otros eran los dos hermanos Sancho.

—Vamos a contratarla por veinte días —le anunció el director—. Vamos a contratarla si es que usted no rehúsa nuestra proposición —y José Sancho puso una cara grave—. Ya sabe usted... Tenemos poco dinero.« De todas formas, podríamos pagarla unos setenta duros.

—¡Muchas gracias! —y doña Luisa dejó que su respiración la fuera aliviando de una angustia que la oprimía la garganta.

—Seguro que usted tendrá trescientas pesetas —afirmó ahora José Sancho, rebajando diez duros.

—Nosotros pagaremos todos los gastos —añadió el señor Poch, satisfecho de la sagacidad de su director.

—Irá usted a Galicia —terció José Sancho—. Y en primera clase.

Doña Luisa escuchaba demasiadas palabras a un mismo tiempo. Pensó en Tony y preguntó todavía alterada:

—¿Vendrá Tony conmigo?

El señor Poch primero, y después José Sancho trataron de que comprendiera que esto de llevar a Tony no podía ser. Costear el billete y la estancia en Galicia era un gasto muy importante.

—Es decir —ofreció entonces el señor Poch—. Hay una forma de que Tony vaya a Galicia...

Doña Luisa llegó a sonreír de puro gozo. Trató de expresar su agradecimiento; pero se lo impidió el señor Poch.

—En fin. Nosotros no tendríamos ningún inconveniente en arreglar este viaje si usted permite que lo paguemos de sus trescientas pesetas.

—¡Buena idea! —exclamó José Sancho.

Doña Luisa estaba confundida por la proposición. Unicamente y como una pequeña cosa, solicitó medio avergonzada:

—¿No podrían ustedes pagarme algo? Con cien pesetas me compraría alguna ropa.

—¿Por qué eso de la ropa? —escandalizó bonachonamente el señor Poch—. Ya nos preocuparemos nosotros de sus vestidos.

Doña Luisa ya no hizo más peticiones. Conforme en todo, salió a comunicar a Tony la noticia del próximo viaje.

—¿Qué va usted a ganar? —preguntó Felipe inmediatamente.

Doña Luisa iba ya a decir la verdad. Sin embargo, prefirió contestar que cobraba quinientas pesetas y que, además, pagaban el viaje a Tony.

—No está mal —respondió Felipe—. A Tony le llega a tiempo este viaje.

Felipe escuchó su nombre y se separó de doña Luisa. Antes de hablarle, el señor Poch lo fué observando detenidamente.

—Yo creo que está un poco grueso —indicó al terminar la inspección.

Instintivamente Felipe trató de ocultar la parte abultada. El temor de no ser contratado —lo que equivalía a no marchar con doña Luisa— le hizo ponerse de modo que el señor Poch cogiera una parte menor de su exagerada cintura.

—Es una lástima —corroboró José Sancho—. Nos hubiera hecho un buen usurero.

—¿Qué más dará que un usurero sea gordo o delgado? —terció Felipe lleno de miedo.

Y apelando a un útil recurso quiso afianzar la queja anterior.

—Ustedes saben que yo haré muy bien ese papel de usurero... Además, no creo que vayamos a regañar por el dinero del contrato —expuso quemando su último cartucho.

—El caso es que el usurero es un catalán —adujo José Sancho iluminado por una mirada del señor Poch—. ¿Es que no hay catalanes gordos?

—Eso es verdad —confirmó el señor Poch.

—¿Por qué no estará usted un poco más delgado? —preguntó José Sancho entonces como si ya se hubiera arrepentido de sus buenos deseos.

De nuevo vió Felipe que su contrato empezaba a tambalearse. Una duda más y estaba todo ya perdido. Observó que encima de la mesa había unos millares de hojas que anunciaban los cafés «Ecuador» y dijo con una voz cargada de razón:

—Incluso yo le haría la propaganda de sus cafés. Además de trabajar en la película me comprometo a repartir todas esas hojas por los sitios donde vayamos. Haré todo lo que me manden...

Y observó que sus palabras no habían caído en el vacío. El señor Poch no respondió inmediatamente, sino que consultó primero con José Sancho.

—Vamos a contratarlo —se le anunció por fin—. Ahora, díganos si le convienen las cuatrocientas pesetas que hemos fijado al artista que haga de usurero.

Felipe aceptó aquella cantidad por miedo de perderlo todo. Firmó dos hojas y tomó veinticinco duros en concepto de anticipo.

Nada más pasar a la habitación de las clases se llevó aparte a doña Luisa y a Tony. Explicó todo lo ocurrido para terminar marchando a un café.

2

—Ya sabe usted —empezó Felipe a la vista de un café con leche— que saldremos pasado mañana.

Llena de gozo, doña Luisa partió un trozo de su bocadillo y se lo entregó a Tony. Felipe sorbió un poco de su vaso y se levantó.

—Vuelvo ahora mismo —y se alejó hacia el fondo del bar.

Ahora que no podía ser visto, habló con un camarero y después regresó a la mesa. Casi a continuación doña Luisa pudo escuchar La verbena de la Paloma. Felipe la miró de reojo. En la cara de doña Luisa había mucho placer, tanto, que él no dudó en decir:

—¿Le parece bien que esta noche vayamos a un cine?

Doña Luisa recibió la petición llena de sorpresa. Para negarse a los deseos de Felipe utilizó el delicado estado de Tony.

—Yo lo he dicho —agregó entonces Felipe— porque nosotros debemos ver cómo trabajan los artistas extranjeros.

Doña Luisa sonrió. Era su costumbre. Felipe no dejaba de notar que doña Luisa hablaba con él demasiado poco. En cambio, le sonreía por cualquier motivo. Felipe observaba también que doña Luisa tenía unos dientes muy blancos. Igualmente era muy blanco el rostro de doña Luisa. Felipe reconocía entonces que las mujeres estaban más hermosas cuando no se pintaban la cara. Un día estuvo a punto de hablarle a Alvaro Giménez sobre esta apreciación; pero se contuvo por temor a que Alvaro viera en esto demasiada frivolidad. Y lo más particular era que Felipe prefería estas sonrisas de la madrina de Tony. Porque la mayor felicidad de Felipe hubiera sido estar toda la vida sentado en el diván de un café, en ese instante en que doña Luisa le respondiera sonriendo, mientras en la pianola diera vueltas el rollo de La verbena de la Paloma.

—¿Sabe usted —expuso de pronto— que me agradaría ser dueño de un café?

—¿Para ganar mucho dinero? —contestó doña Lidsa de buena fe.

—No. Es decir..., para ganar dinero también. Pero, además, me gustaría para otras cosas...

Y se calló cuando podría haber confesado lo más esencial. Felipe sacaba de sus preocupaciones sentimentales un curioso experimento. «Que él no sería nunca capaz de decir a doña Luisa cómo había llegado a enamorarse de aquella manera de sonreír.»

—¿Se acuerda usted de Alvaro Giménez?

Doña Luisa recordó inmediatamente.

—No hay quien lo entienda del todo —continuó Felipe con un aire melancólico—. A veces le dice a usted cosas que no se comprenden bien ■—y con el mismo tono cansado, agregó—: Ahora está en un pueblo. Se fué con un amigo mío que tiene una camioneta.

Doña Luisa no demostró gran curiosidad por toda la explicación. Más bien parecía interesada en salir del bar.

—¿Quiere usted que toquen otra vez La verbena de la Paloma? —preguntó Felipe, reconociendo su falta de amenidad. Y recordó que esta misma pregunta la había repetido semanas antes en una situación parecida.

Doña Luisa ya no quiso nada. Todo abrumado, Felipe llamó al camarero.

—Estoy deseando que regrese del pueblo ese amigo mío —habló ya en la calle y por decir algo. Y como un reproche, cuya intención verdadera no podía comprender doña Luisa, enlazó a lo que había dicho antes—: Se aburre uno de estar solo. Por lo menos que se pueda hablar con alguien.

3

Por su parte, el director y productor Rocamora hizo un excelente empleo de su tiempo. El otoño estaba ya muy próximo y sólo a fuerza de rapidez podía realizarse la película destinada a los dos millones de gallegos de la América del Sur. El director Rocamora no tenía, como el señor Poch, un escritor de argumentos. No lo tenía por la razón sencilla de que no lo necesitaba. Él mismo trazaba los escenarios de sus películas. De esta forma el director Rocamora se ahorraba dos cosas: el dinero que hubiera tenido que pagar al escritor y las discusiones naturales al no estar conforme con lo que le presentaban.

A la redacción del argumento contribuyó no poco el ayudante Rodríguez no permitiendo que molestaran al director con visitas inútiles. Así, perfectamente aislado en su despacho, el director Rocamora dió fin al escenario en treinta y tantas horas. Tal vez había menos estilo que en el argumento escrito por el periodista a sueldo del señor Poch; más en lo tocante al sentido del cine, o por lo menos a lo que sería agradable a los dos millones de gallegos, el productor Rocamora no quedaba en inferioridad con referencia a lo escrito por Joaquín Ñuño.

Lo que no podía evitar el director Rocamora era cierta lástima sentida hacia Norberto G. Robledal. Porque lo que había hecho aquel señor era una gran tontería y una gran ligereza. Explicar la manera de hacer un negocio al primero que se presenta era un candor propio de gente que no conocía la forma de trabajar en España.

4

El productor y director Rocamora había hecho algunos versos allá en su juventud. Por eso en todos sus escenarios existía una gran temperatura lírica. En sus películas Un bandido andaluz, Maldición gitana, El amor de un torero, etc., circulaba esta corriente lírica. Y detalle de importancia es que esta tierna manera de ver las cosas no había hecho más que darle facilidades para desenvolverse por la vida. En primer lugar, enamorando a la hija de uno de los hombres más ricos de Soria. Para terminar, el director Rocamora tenía fe en los resultados de su lírica, y nada más empezar a trazar situaciones en el argumento para los gallegos, fué llevando las cosas de manera que en la película hubiera mucho amor. Un amor desgraciado al comienzo del film, pero que al final resultaba vencedor en la lucha entablada entre un honrado campesino gallego y un señorito de Madrid. Como era de presumir, el premio a esta lucha estaba encarnado en una hermosa joven nacida en Galicia.

Es lamentable que Rocamora careciera de un imprescindible orden literario. Muy a pesar suyo, sus argumentos tenían en las cuartillas un aspecto quebrado y nervioso. Pero Roca-mora, al igual de algunos hombres sin instrucción, tenía «su aritmética particular». Unicamente él era capaz de desentrañar la maraña que se extendía en sus escenarios. De su mismo argumento, escrito para los dos millones de gallegos, nadie, a excepción de él, hubiera sacado una obra normal y presentable. Con un fragmento de ese mismo escenario puede hacerse una demostración del estilo personal del director y productor Rocamora. Esto que voy a reproducir es una muestra cualquiera.

«José es un muchachote gallego. Los ancianos le quieren. Los jóvenes le temen. Nadie es capaz de vencerlo en levantamientos de pesos. ¿Llevarle el pulso?; ¡Ni hablar! En cambio, el señorito madrileño Fermín es un tipo idiota. Un vanidoso y un embustero. El cree que sus trajes y sus corbatas y su automóvil pueden enamorar a Rosiña. ¡Ya veremos cuando tenga que enfrentarse con José!»

Y de esta forma todo lo demás. Es necesario reconocer que el director Rocamora poseía el raro mérito de hacer sus películas a base de esos telegramas. Tampoco Charlie Chaplin era un hombre modelo en la fabricación de sus escenarios.

El director Rocamora había leído más de una vez que Char-lot tenía la costumbre de improvisar la dirección de sus mejores escenas en el mismo momento de hallarse ante la cámara tomavistas. No es que Rocamora tratara de compararse con Charlie Chaplin. Lo que el director y productor Rocamora deseaba honradamente es que por lo menos se le reconociera alguna habilidad dentro de la organización con que hay que contar para poder realizar un film.

En menos de cuarenta horas él había resuelto toda la trama de su argumento gallego. He aquí una prueba de su gran habilidad. El título no fué inventado hasta después de terminar el escenario. No lo encontró fácilmente, sino que tuvo necesidad de pasear por toda la casa, de leer un periódico y hablar con su ayudante Rodríguez. Pero esta tardanza quedó pronto en el olvido cuando en la cuartilla primera pudo escribir casi de un tirón: Alma gallega. Dirección: Luis Roe AM OKA.

Y se dejó caer en una cómoda butaca simulando un cansancio que no existía en su cuerpo ni en su cerebro.

5

Para contratar artistas se hizo uso del mismo método empleado anteriormente. El efecto de los anuncios fué fulminante. Los tipos más diversos entraron en el despacho de Rocamora, se dejaron contemplar un instante, y en la mayoría de los casos se marchaban a la calle sin haber logrado más que unas palabras de despedida. Esta vez tenía que fallarle a Rocamora su truco de hacer su película a base de unas cuantas pruebas hechas con espontáneos. No era lo mismo decir: «Mañana le haré a usted unos metros en la Casa de Campo», que «Tendrá usted que acompañarme a Galicia».

Tuvo que pagar, que anticipar algún dinero. Pero fué tan poco, que Rocamora calculó poder realizar Alma gallega con unas treinta y cinco mil pesetas. Hizo un segundo cálculo para el revelado y tiraje de las copias— unas nueve mil pesetas— y sacó en conclusión que con un gasto inferior a diez mil duros él llegaría a Buenos Aires provisto de abundante material cinematográfico.

Encima de la mesa Rocamora tenía multitud de cosas. Periódicos, trozos de película, el escenario de Alma gallega, el presupuesto de este film, y como es natural, tenía también un tintero doble, plumas y un frasco de goma, dos reglas, un calendario perpetuo, y esparcidos como hormigas, tenía igualmente alambres retorcidos, que podían servirle para sujetar hojas de papel. Tras de aquella cantidad de objetos, el director Rocamora pasaba revista a hombres, mujeres y niños. Su ayudante Rodríguez permanecía de pie vigilando a los que entraban y salían. Y en aquel ambiente apareció un joven que no aguardó a ser requerido, sino que se precipitó sobre la mesa, tras la que Rocamora estaba cómodamente sentado.

—Yo le conozco a usted —aseguró el joven inmediatamente.

—No recuerdo —contestó el director sin ningún interés.

Junto a la puerta se hallaba el ayudante Rodríguez. En otra parte de la habitación esperaban su turno una señora llena de arrugas y tres hombres. Uno de ellos de aspecto excepcional. Se trataba de un tipo de unos veinte años con una estatura cercana a los dos metros.

—¿Ha estado usted en Barcelona? —preguntó el joven que había hablado anteriormente.

—Sí, señor; ¿pero qué es lo que quiere usted? —demandó Rocamora todavía cortés.

—¿Y en Valencia? ¿Ha estado usted en Valencia?

—Sí, señor; he estado en Valencia; ¡pero acabe de una vez! —y Rocamora tiró sobre la mesa un lapicero que por un extremo era rojo y por otro azul.

El joven parecía insensible al tono subido del director. Con una cara perfectamente tranquila hizo unas cuantas cosas que medio asombraron a los que había en la habitación. No tardó ni dos segundos en estar cubierto con una boina y tapados los ojos con unas gafas negras.

—¡Basta de bromas! —gritó Rocamora—. Yo no me acuerdo de usted. No le conozco de nada. ¿Me oye bien? Ni le he visto en Barcelona, ni en Valencia. ¡No le conozco de ninguna parte!

El otro siguió sin alarmarse. Manteniendo la boina sobre la cabeza y sin quitarse las gafas, se volvió a Rodríguez.

—Yo le conozco a usted —repitió con naturalidad—. ¿Ha estado usted en Barcelona?

El ayudante Rodríguez puso una cara de enfado, pero no dijo nada.

—¿Qué espera ahí? —le gritó el director—. ¡Eche ahora mismo a ese estúpido!

Rodríguez dió un paso adelante y cogió de un brazo al inoportuno.

—¡Vamos! Venga por aquí.

Lo llevó hasta la puerta de la escalera y lo empujó de mal humor. Realizada la expulsión, regresó al despacho. Ahora la señora de las arrugas estaba relatando que necesitaba ganar algún dinero. «La vida está tan mal.» Esto lo dijo por dos veces.

—Hasta hace tres meses he estado como profesora de piano en casa de un coronel. Daba lecciones a su hija única; pero la pobre murió hace poco. ¡Si usted la hubiera conocido!

Entonces sonó el timbre de la puerta y el ayudante fué a ver quién llamaba. Al regresar dijo al director que se trataba del tipo de la boina.

—Ahora venía con bigote —descubrió Rodríguez.

La señora continuó contando que ella sabía francés, mientras una vieja dignidad corría por su rostro marchito. Roca-mora jugaba de nuevo con su lapicero bicolor.

—Comprenda usted —y Rocamora hablaba con toda cortesía— que yo no puedo contratarla por ahora. Tal vez más adelante...

Una sonrisa de gratitud salió de la cara de la señora. Casi sin dejar de sonreír se resignó a despedirse.

—Me hubiera conformado con lo que usted quisiera darme —indicó de pronto paralizando su intención de salir.

—Pero es que no hay nada para usted. ¿Me comprende? Yo no puedo...

—¿Y no conoce usted alguien que necesite una profesora de solfeo y piano? —interrumpió la señora—. O bien para ama de llaves. Le advierto que sé adaptarme a todo. Una ya no se hace ilusiones.

El director dejó caer el lapicero. Su paciencia empezaba también a tambalearse. Por otra parte, todavía tenía frente a él los tres hombres que aguardaban de pie.

—Lo que no sé es escribir a máquina; pero una amiga me ha asegurado que yo podría aprender mecanografía en cinco semanas.

—¿Quiere usted venir por aquí dentro de unos días? —pidió Rocamora, contando con que entonces él estaría en Galicia—. No es que le asegure nada, pero veremos si hay para usted alguna cosa.

—¿Como profesora de piano? —preguntó la señora muy intrigada.

—No lo sé. Ya veremos. Ahora déjeme usted.

La dama miró al director, notando cómo éste se había puesto muy serio. Miró también al ayudante Rodríguez cuando éste le decía con los ojos: «Váyase ahora mismo.»

—Que usted siga bien —y la señora hizo media reverencia—. Comprendo que a veces una se pone pesada. Muchas gracias por todo.

Empezó a andar hacia la puerta, y cuando ya caminaba por la mitad del pasillo se volvió al ayudante Rodríguez.

—¿Cree usted que ese señor me dará trabajo? —preguntó casi con angustia.

—¡Ah! Yo no sé nada. Eso es cuestión del director —resumió Rodríguez.

La dama notó que Rodríguez tenía prisa por cerrar la puerta y no insistió más. Rodríguez la vió bajar escalones. Cosa notable para el ayudante era que la dama pisaba sin producir el menor ruido, como si quisiera descender sin que nadie se diera cuenta de su paso.

—Ya tengo todo repartido —decía entonces el director a los tres hombres que todavía esperaban en el despacho—. Pueden retirarse. Comprendan que yo no sé hacer milagros.

Dos de los hombres se despidieron inmediatamente. Pero el tercero quedó clavado en el sitio. Se trataba del joven tremendamente alto. Su cuerpo era muy reducido y parecía a una caja colocada sobre un trípode. Tenía una cabeza de niño, con unos ojos redondos e infantiles. Desde su altura miró a Rocamora con un gesto de constante temor.

—¿Es que usted no quiere marcharse? —indicó Rocamora por segunda vez.

—Escúcheme, señor director —respondió el gigante con una voz alterada de niño asustado—. Yo quisiera hacer algo. ¡Yo quiero trabajar con usted! Hoy he venido andando desde Tetuán de las Victorias. Mi padre está enfermo —aquí sus ojos empezaron a humedecerse—. Yo quiero trabajar. ¡Vea usted! Sé hacerlo todo. ¿Quiere usted que ría? —comenzó a reír de un modo mecánico, como si su risa fuera producida por un aparato de relojería—. También sé llorar. ¡Míreme! Voy a llorar.

El muchacho clavó la mirada en una parte de la habitación y en seguida enseñó los ojos bañados en lágrimas.

El director Rocamora dejó el asiento y se acercó al gigante. Lo fué empujando hacia el pasillo, sonriéndole de abajo arriba.

—¡Mi padre está en cama! —balbució de nuevo—. Usted es un santo. Yo quiero llevar dinero a casa. ¡Yo le quiero a usted! ¡No me diga que no...! ¡Usted...!

El ayudante Rodríguez abrió la puerta y el director Roca-mora ya no tuvo más que empujar al muchacho. Este no se quejó de ser arrojado de la casa. Todavía quería repetir lo que le había llevado al despacho de Rocamora. Se volvió al director en el instante que le cerraban la puerta.

No se marchó inmediatamente. Parado frente a la puerta gimió algo que no pudo pronunciar. Aun quería soltar «que en casa todo andaba muy mal..., que su padre estaba en la cama... y que ahora él debía regresar a pie hasta Tetuán de las Victorias».

IV: PROPAGANDA POLÍTICA

1

Su patrona lo recibió a la llegada con vivas muestras de júbilo. Precisamente había estado por la mañana un caballero a preguntar por él, explicando que le llevaba un asunto de gran interés.

—Es un señor muy bien vestido —añadió la patrona—. Cuando le dije que no estaba usted en Madrid me dejó esta tarjeta para que usted fuera por su casa.

Alvaro leyó la cartulina, comprendiendo inmediatamente a quién tenía que visitar. Aquel caballero era un accionista del periódico en donde él había trabajado últimamente.

Se lavó, se cepilló la ropa y marchó al domicilio que marcaba la tarjeta. Pero las cosas empezaron a dársele mal. En la casa le dijeron que hasta el día siguiente no regresaría a Madrid el señor a quien buscaba. Cenó muy temprano y después se marchó a acostar. Su patrona se hallaba en el comedor, y nada más verle, preguntó si es que había encontrado colocación.

—Tengo que volver mañana —respondió Alvaro. Y abrió la puerta de su cuarto.

—¿Cree usted que le llaman para darle trabajo? —interrogó la patrona aprovechándose de que la puerta todavía estaba abierta.

—Eso creo yo. Ahora voy a acostarme. Buenas noches.

Cerró la puerta y empezó a desnudarse. Mientras se iba quitando ropa recordó que en una taquilla del Metro había visto cómo una mujer pequeñita llevaba un niño en un brazo, mientras con el otro sostenía un «andador» de mimbre.

Alvaro estaba detrás y observó que la mujer trataba de que la dejaran entrar con el «andador». Pedía, con una cara alterada, que la permitieran bajar a la estación; pero la empleada no quiso acceder al ruego de la mujer. «Lo que usted quiere no lo permite el reglamento.» La mujer escuchó lo del reglamento y se fué al exterior cargada con el niño y el «andador» de mimbre.

Alvaro ya estaba dentro de la cama. Para no molestar a su patrona en la primera noche de su llegada a Madrid, desistió de leer. Apagó la luz y poco más tarde escuchó los ruidos que hacían los huéspedes al llegar al comedor.

2

Por la mañana sufrió la primera contrariedad. Fué al meterse el pantalón. Una pernera cedió por la parte de la rodilla y se desgajó. Alvaro llamó a su patrona para explicarle el suceso. La mujer zurció el pantalón de modo que la obra no salió muy perfecta; pero Alvaro tenía prisa y marchó de la casa sin dar mucha importancia al zurcido.

Esta vez tuvo más suerte. Nada más anunciarse pasó a presencia del caballero de la tarjeta. El accionista era un tipo basto, con un brillante en el meñique de la mano izquierda y una cadena de oro que le cruzaba su abultado pecho.

—Seguro que no esperaba usted el que yo le llamara —habló el accionista.

Tomaron asiento. Alvaro vió que sobre la mesa había una botella de coñac y una caja de puros. El accionista llenó dos copas.

—Vamos, esto le sentará bien —invitó con un dejo autoritario.

Alvaro bebió su coñac. Entonces el accionista habló de corrido hasta dejar bien sentado que él se presentaría como candidato en las próximas elecciones de diputados a Cortes. El trabajo de Alvaro se reducía a acompañar al accionista para redactarle los discursos.

—Ya sabe usted que yo no soy un hombre de letras. Yo soy un hombre de negocios —y se echó a reír como si lo que había dicho tuviera lu fuerza de un notable descubrimiento.

Continuó detallando su plan político hasta que llegaron unos amigos suyos. Se acordó hacer la comida en un restaurante (le la calle de Alcalá. En la calle estaba parado el automóvil del accionista. Este se puso al volante, sentándose Alvaro a su lado.

—Mañana saldremos para Segovia —le dijo el accionista mientras cruzaban las calles de Madrid—. ¿Necesita usted ahora algún dinero?

Alvaro no pidió nada en aquel momento. Entonces añadió el accionista:

—Mañana arreglaremos esa cuestión. Después de comer regresaremos a mi casa y le diré lo que usted debe escribir. En Segovia me van a dar un banquete y yo quisiera leer algo que esté muy bien. Todo esto ha de serle muy sencillo. Precisamente el señor Ibáñez —se refería al redactor-jefe que Alvaro había tenido en el periódico— me habló muy bien de usted. Porque a usted —y el accionista se ladeó para sonreír— únicamente le hace falta un poco de decisión. Audacia y nada más que audacia.

Se hizo la parada frente al restaurante. Viendo más tarde al accionista pedir vinos caros y lo mejor de la cocina, se notaba inmediatamente que él trataba de sorprender con su generosidad a sus tres amigos. El final fué a base de café, licores y cigarros puros. Después marcharon a las afueras de Madrid. Esta vez Alvaro iba en la parte trasera. Los otros hablaban medio a gritos, discutían sobre política, para terminar haciendo un chiste en el que jugaba papel principal la vida privada de determinado ministro. Alvaro podía ver a su derecha la franja sombría del Guadarrama. También observaba la línea del ferrocarril, algunas casas y una enorme extensión de campo dorado por el sol.

Después de una hora de paseo se regresó a casa del accionista. Allí continuaron fumando puros, bebiendo coñac y discutiendo. Alvaro no escribió nada de lo que le había anunciado el accionista. Fué transcurriendo la tarde, y al anochecer hubo otro paseo de automóvil. Luego se tomaron aperitivos, se celebró la cena, se asistió a un teatro y a un cabaret, y por último se acordó efectuar la visita más importante.

3

El capitán habló del calor y se desprendió del correaje. Era un tipo delgado, de un pelo rubio que hacía más notable la frialdad do sus movimientos. Debió de agradarle el rostro triste de la mujer que estaba a su lado, porque la apartó de las otras.

—Marta se queda conmigo —soltó como confirmación a sus propósitos.

A la mujer le sorprendió que el capitán continuase en el salón mientras sus amigos habían desaparecido en busca de habitaciones.

—¿Tienes un alfiler? —preguntó el capitán.

Marta le entregó lo pedido, y el militar, con el alfiler entre los dedos, hizo señas para que ella prestase toda la atención posible. Entonces el capitán se acercó a la cara el alfiler y se atravesó un carrillo.

—Puedes hacerlo tú misma —propuso, agradándole la sorpresa que había en el rostro de Marta.

Ella trató de abandonar el diván; pero esto no le fué permitido. Incluso el capitán dijo lo siguiente:

—Todavía no he acabado. Quiero que veas otra cosa.

Se sacó el alfiler y lo tiró al suelo. Después, con un cigarrillo que acababa de encender, se quemó la mano izquierda manteniendo encima el cigarrillo por un tiempo de diez segundos.

—Comprenderás que no me hago ningún daño —y mostraba la llaga que le había producido el cigarrillo.

Marta sintió que una angustia física se apoderaba de su cuerpo. El capitán se llenó una copa y bebió con una lentitud exagerada. Al dejar la copa miró a Marta con unos ojos azules y fríos.

Se oyeron unas voces que precedieron a la entrada en el salón de los amigos del capitán.

—Me parece que ya es cuestión de marchar —expuso uno de ellos.

El capitán aceptó la idea sin ningún entusiasmo. Sin embargo, se levantó y se colocó el correaje.

Salieron todos menos Marta. En el salón había restos de cigarrillos y una pesada sensación a humo no disipado. Marta esperó a que nadie pudiera observarla y entonces se desplomó en un diván. Tenía la cabeza cargada de alcohol. Vió que entraba la dueña y en seguida escuchó en una voz enfadada:

—¿Qué haces ahí? Por lo menos apaga esas bombillas. Este mes tendré que pagar más de cuarenta duros de luz eléctrica.

Creyó la dueña que Marta respondería pero al ver que no hacía ninguna protesta, se aproximó a la llave de la luz y dejó a obscuras el salón.

—Quédate si quieres —propuso la dueña en la obscuridad—. Ahora, si llaman, procura arreglarte un poco.

Al encontrarse sola Marta sintió que aumentaba su mareo. Se levantó y subió a su alcoba. Abrió el balcón y miró un cielo negro en el que resaltaban las estrellas. La noche avanzaba silenciosamente hacia la madrugada. Marta recordaba las escenas con el militar, pero no podía precisar cómo era el rostro del capitán. Lo único que recordaba era la mejilla atravesada por el alfiler y la mano de la quemadura. Marta se echó vestida en la cama y trató de dormir.

4

En cuanto el caballero se despojó de su ropa se le desbordaron las grasas en un desahogo escandaloso. Marta observó todo esto, notando que aquel caballero olía a trasto viejo.

—Me gusta esta casa —explicó el caballero, rodeando a Marta con un brazo—, porque los muebles son caros.

Marta lo vió desde el sueño enmarañado que el alcohol creaba en su cabeza. Entonces temió un ataque de risa. Se salvó de esta amenaza apagando la luz del techo. Ahora solamente una bombilla verde mandaba, desde el cabecero de la cama, un débil rayo de luz.

—Una casa como ésta nos hace falta en Avila —fué diciendo el caballero—. Un hotel donde pudiéramos entrar los hombres de buen gusto.

Jugó un instante con sus dedos redondos, miró en torno suyo y exclamó:

—¡Yo soy de los que se fijan en los detalles!

Marta no pudo reprimir la risa.

—¿De qué te ríes? ¿Te ríes de mí? —preguntó el caballero recelosamente.

—¡Verás! —ensayó Marta, con ganas de tranquilizarlo—. Es que tienes mucha gracia.

—¡Ah! ¡Si me conocieras a fondo ibas a reírte más!

Pero Marta ya tenía deseos de reír. Se notaba sin fuerzas y con ganas de quejarse a alguien que no fuese aquel caballero que resoplaba a su lado. Llegó a estorbarle la luz verde que iluminaba ligeramente la cama y dió al interruptor. Ya en plena obscuridad se atrevió a terminar con el desconocido.

5

Cuando ella volvió al salón acababan de entrar Alvaro, el accionista y sus tres amigos. Llegaban hablando de lo que habían visto en un cabaret. Después de mirar su magnífico reloj de oro, el accionista empezó a dar órdenes.

—Tenemos hora y media hasta que volvamos al automóvil —observó a las mujeres que aguardaban en el centro del salón y se acercó a una de ellas—. Yo me voy con esta señorita; creo que vosotros debéis hacer lo mismo.

Y, antes de marchar, el accionista se dirigió a Marta en estos términos:

—Este joven que esta a su lado es un periodista que ha de dar mucho ruido. Entreténgale, que se lo merece... Por lo demás, yo pago todo.

Se hizo el desfile, demostrando que todos ellos habían bebido en abundancia. Marta marchó con Alvaro, y al entrar en la alcoba lo vió apoyarse en la cama falto de entusiasmo. Para alejarle de alguna posible preocupación, Marta abrió un armario y sacó dos botellas, un vaso y una copa.

—¿Quieres beber? —preguntó, colocándole la copa al lado de las botellas.

—¿Aun más? —dijo Alvaro con cansancio—. ¿No te has dado cuenta de que estoy borracho?

Y simulando un tono de comedia, dijo después:

—Desde luego, mi borrachera es una borrachera triste. Sin embargo, beberé coñac.

Alvaro cumplió sus deseos y después empezó a desnudarse. Cuando se echó en la cama sus ojos miraron las luces del techo. Preguntó:

—¿Cómo es tu nombre?

—Marta.

Alvaro miró hacia ella y encontró unos ojos cargados de tristeza.

—Es un bello nombre... ¿Quieres darme más coñac? Espera, no te levantes..., a mí no me cuesta ningún trabajo.

Saltó de la cama, quedando desnudo junto a la mesita donde estaban las botellas. Marta se acordó del hombre que había estado anteriormente en aquella alcoba.

—No sigas ahí —pidió ella—. Trae el coñac y déjalo en la mesilla de noche.

Alvaro no hizo caso. Continuó desnudo y con la copa en alto. Le dió por hablar desde el centro de la habitación.

—La noche ha sido muy graciosa —bebió un poco de coñac y agregó—: Ese caballero que ha dicho que lo paga todo es un político..., tiene mucho dinero. Ese señor hablará en los mítines. En un banquete necesita leer unas cuartillas. ¿Y sabes tú quién tendrá que escribirle esas cuartillas? —Alvaro no esperó a que Marta dijera su parecer—. Esas cuartillas se las escribiré yo... Eso es todo.

Apuró la copa, y cuando parecía que iba hacia la cama cortó esta intención.

—Ese imbécil te ha dicho que me entretengas...

Se tambaleó ligeramente, y como si esta vacilación de su cuerpo le hubiera hecho olvidar lo que estaba explicando, empezó a hablar de otra cosa.

—Esta mañana me ha ocurrido un percance. Cuando he tratado de meterme el pantalón lo he hecho estallar por la rodilla. Mi patrona me ha puesto por dentro un trocito de tela y me lo ha zurcido. ¡Pero qué zurcido!... Te lo voy a enseñar.

Se dirigió a una silla, cogió su pantalón y se lo mostró a Marta para que inspeccionara la obra de su patrona.

—¿Quieres que te lo zurza yo? —indicó Marta dominando sus deseos de besar a Alvaro.

—¡Nada de eso! —y volvió a dejar el pantalón sobre la silla.

De nuevo en la cama, explicó animadamente:

—Supongo que habrás leído que los artistas llevan siempre rotos los pantalones. También habrás leído que tienen los codos deshilacliados.

Trató de volver a las botellas, pero Marta le pidió que no bebiera más.

—Antes ha estado en esta habitación un señor gordo que me ha dicho que le gustaban estos muebles —relató con ánimo de entretenerlo.

—Sería un poeta —afirmó Alvaro—. En el fondo, los poetas se enamoran de los muebles caros y de las estatuas. Yo, por ejemplo, aspiro a obtener una banda. Lo malo es que tengo poco vientre para lucir esa condecoración.

Hizo una corta pausa y preguntó:

—¿Tú crees que llegaré a tener una gran barriga?

—¿Y para qué quieres tener una gran barriga? —interrogó Marta, cada vez más agradablemente inquieta,

—¿La barriga?... La barriga es necesaria para que la banda siente perfectamente.

Parecía que ya no deseaba continuar cuando se lamentó de pronto:

—Si yo no estuviera borracho habría pasado una noche feliz.

—Quédate hasta mañana —aconsejó Marta vivamente interesada.

—Eso no puede ser. Tengo que acompañar a ese político. Estoy obligado a escribirle los discursos. ¿Qué te pasa? ¿Estás llorando?

Alvaro encontró la cosa tan extraña, que no acertó a seguir hablando. No se le ocurrió sino besar los ojos húmedos de Marta, lo que provocó un efecto contrario. Marta aumentó sus sollozos. No decía nada, pero oírla llorar producía una angustiosa sensación. Alvaro trató de hablar; sin embargo, no supo cómo empezar. En medio de su embriaguez comprendía todo confusamente. Alguien golpeó en la puerta. Escuchó que voceaban discretamente su nombre y utilizó este llamamiento para salir de aquella situación. Se levantó para vestirse rápidamente.

—¡Quédate aquí! —pidió Marta todavía llorando.

—Eso es imposible. Se trata de algo muy importante para mí. Piensa que ese político no hace nada sin mi ayuda. Yo necesito su dinero para vivir —resumió razonablemente al final.

Marta vió a Alvaro completamente vestido. Incorporada en el lecho, llegó a solicitar:

—¡Por favor, quédate!

Alvaro avanzó hasta la puerta y salió de la habitación. Encontró en el vestíbulo al accionista y a sus amigos.

—¿Qué tal? —preguntó fuertemente el accionista.

Alvaro no dijo nada. Sonrió de cualquier modo y marchó con los demás. Por cima del hotel clareaba la mañana. Entraron en el automóvil, colocándose Alvaro en la parte delantera. El motor sonaba con una normalidad absoluta. El accionista, con las manos en el volante, miraba complacido las calles solitarias de Madrid. Todo estaba en ese intermedio silencioso que hay entre la noche y el día. Al fondo del coche medio dormitaban los tres señores, mientras el motor continuaba su ritmo sordo. Y de pronto se oyó hablar al accionista:

—Antes de hora y media estaremos en Segovia.

Nadie le contestó. Ninguno dijo nada por pereza o porque el ruido del motor producía sueño. Alvaro veía prolongarse al otro lado del parabrisas la franja de la carretera. Pensó en Marta. Pensó en el discurso que debía escribirle al accionista. Pensó también en el zurcido que le había hecho la portera en el pantalón. Y como un recurso pueril a lo que danzaba en su cabeza, cerró los ojos y se hundió en el asiento del auto. Sin embargo, hasta allí dentro, hasta lo último de su pensamiento, llegó el ruido del motor «como el murmullo de una conciencia que estuviera trabajando por su liberación».

6

El accionista poseía una memoria prodigiosa. Tal vez la misma falta de ideas originales le permitía almacenar en su cabeza un mundo de palabras ajenas.

Coaccionado por la falta de tiempo, Alvaro escribió en im cuarto del hotel hasta diez cuartillas. Una vez terminado todo lo que tenía que soltar el accionista al final del banquete, Alvaro leyó en voz alta lo escrito. El accionista sonreía satisfecho, mientras que Alvaro comprendía que aquello era detestable y simple. Acabada la lectura, el accionista cogió las cuartillas y estudió todo lo escrito con aquella asombrosa facilidad que le era peculiar. Una hora después se colocó frente a Alvaro y empezó a repetir lo que estaba escrito en las cuartillas. Alvaro sintió vergüenza de que le recordaran aquella serie de vulgaridades. El accionista vacilaba todavía en algunos sitios, y necesariamente hubo nuevos ensayos. Resuelta, por fin, la lectura, Alvaro recibió doscientas pesetas.

—Aquí tiene usted para sus primeros gastos —explicó el accionista.

El banquete se celebró en el mismo hotel donde habían tomado dos habitaciones. Alrededor de tres mesas se juntaron los afines al accionista. La mayoría eran propietarios y grandes comerciantes de Segovia. A la hora del café, y cuando los camareros iban de lado para otro con las botellas de los licores, se oyeron grandes rumores. Alvaro estaba colocado en un extremo y lo más lejos posible de la presidencia.

Un señor de la localidad, un tipo enlutado, con una barba invadida de nicotina, se levantó en primer lugar para hablar de la importancia política de aquel banquete. Alvaro comprendió en seguida que el orador era otro asalariado del accionista.

—Porque lo más interesante de este homenaje —ahora el orador iba por esta parte— es lo que tiene de simbólico para el resurgimiento político de Segovia. Porque no olvidemos, señores, que Segovia necesita de una sana política liberal. Y en lo sucesivo no olvidemos tampoco que esta sana política bañó las viejas e históricas construcciones de Segovia gracias a la voluntad y a la energía de un hombre, y que este hombre no es otro que don Julián de la Mora.

Los aplausos sonaron en el salón. Los comensales fueron levantándose de los asientos, obligando al accionista a recoger de pie aquella primera explosión de entusiasmo. El accionista miró a los asistentes con un gesto estirado e impresionante. También contempló lo que había esparcido en el mantel. Después levantó la mirada y de un modo solemne fué diciendo:

—Señores, correligionarios y amigos: Todos sabéis que yo soy un hombre de pocas palabras. Mi política será siempre una política de hechos y no de discursos. (Ovación.) Acordaos de aquel pálido y atormentado príncipe de Dinamarca. Os estoy hablando de Hamlet, el famoso personaje del no menos famoso Shakespeare. Hamlet abominaba del hueco lenguaje en aquel dramático soliloquio en que dijo en un tono tremendamente irónico: «Palabras... Palabras... Palabras...» (Nueva y prolongada ovación.) Como ha dicho anteriormente nuestro amigo el señor Martín Rosado —aquí el accionista se salió de lo estudiado en el cuarto del hotel—, Segovia necesita una sana política liberal. El amigo Martín Rosado ha visto perfectamente el grave problema de este hermoso pueblo...

Por aquel camino el accionista tenía que encontrar muchas dificultades. Le pareció mejor volver a lo que le había preparado Alvaro. Utilizó unos segundos en beber agua y después miró de reojo las cuartillas donde estaba escrito el discurso.

—Yo tengo que agradecer este inmerecido homenaje por dos motivos. El primero, porque este banquete es el comienzo de una nueva era en la política de Segovia, y el segundo motivo, porque por muy modesto que uno sea, no se puede evitar el que una grata emoción invada nuestro cuerpo para aconsejarnos fuertemente: ¡Adelante por Segovia! ¡Siempre adelante!

La ovación no permitió la continuación del discurso. La gente, puesta en pie, aclamó al accionista con toda vehemencia. Alvaro aprovechó este momento de sorpresa general para salir del comedor. Arrepentido de haber escrito lo que estaban aplaudiendo en el salón del hotel, buscó la calle con la idea de marchar a la estación.

Con las doscientas pesetas que llevaba en un bolsillo se notaba bien dispuesto para regresar a Madrid. En la estación se enteró que no había tren hasta dos horas más tarde. Entonces regresó al pueblo, entró en una taberna y escribió una carta que envió al accionista inmediatamente. Después volvió a la estación. No hacía calor y daba gusto marchar por aquellas calles torcidas con edificios pequeños. En un cine anunciaban una película de John Gilbert. Alvaro pensó en invitar a Felipe a una buena comida. Este proyecto de la comida en honor de Felipe era una vieja idea suya que ahora podría llevar a efecto.

Ya cerca de la estación vió un poco de humo blanco. Al disgregarse el vapor quedó detrás un cielo sin nubes. Alvaro dió unos cuantos pasos y entró en la sala de los billetes.

7

Al recibir la carta, el accionista buscó primeramente quién la firmaba. En aquellos momentos le rodeaba un grupo de correligionarios. Todos estaban en el poco espacio de la habitación del hotel; pero bastó un gesto del accionista para que lo dejaran solo. Entornó la puerta y se acercó al balcón, como si no se diera cuenta que podía leer la carta en cualquier lugar del cuarto. Muy sorprendido, empezó a leer a media voz: «No estoy conforme con usted ni con esos señores que le han aplaudido. De lo que usted ha dicho, yo me avergüenzo sinceramente. Usted no tiene que ver nada con el príncipe de Dinamarca. Tampoco sus amigos merecen mezclarse en la vida de Hamlet. Precisamente acabo ahora de dar un largo paseo por las calles de Segovia. ¿Por qué no hace usted lo mismo? Observará usted muchas cosas. Pero, por favor, dejen quieto a Hamlet. Hamlet era un soñador.

»Repito que estoy avergonzado de mi colaboración. Sin embargo, todo ha sido por culpa de «mi difícil situación económica». ¿Conoce usted el malestar que produce el no comer en cuarenta y ocho horas?

«Reconozco que usted ha sido muy espléndido conmigo. Estas doscientas pesetas que me ha entregado «por mis primeros trabajos» han de serme muy útiles. Primeramente pagaré a mi patrona. Ahora ya podré leer con la luz eléctrica, sin que mi patrona tire las sillas del comedor. También pagaré lo que debo en la taberna donde acostumbro a comer. Gracias a usted saldré adelante por unos días.

»Mi deseo es que usted triunfe plenamente. Lástima que después de su triunfo el pueblo continúe hambriento y sin ninguna instrucción. Comprendo que esto último tiene escasa importancia para usted y sus amigos. Yo mismo me pregunto por qué he sacado a relucir «esto del pueblo hambriento y sin ninguna instrucción».

«Aunque usted y yo pensemos de muy distinto modo, créame su sincero amigo...»

El accionista dejó de cantar la firma. Rompió el papel en trozos muy pequeños y marchó hacia la puerta. Antes de llamar a sus amigos masculló gravemente: «Este chico no tiene solución.» Y abriendo la puerta vió llegar en su busca al grupo de correligionarios. El accionista sonrió exageradamente. Sus amigos también venían sonriendo. Eran cerca de veinticinco, y al entrar en el cuarto produjeron un gran estrépito.

V: INTERMEDIO SENTIMENTAL

1

En una casa de compraventa de la calle de la Magdalena fué donde adquirió el pantalón. Uno de los dependientes le acompañó al interior, y en un cuarto rodeado de estanterías repletas de ropas Alvaro se quitó el pantalón viejo y se probó el que deseaba comprar.

—Basta con que se lo estrechen un poco —le explicó el dependiente tirando de la pretina—. Tienen que meterle unos dos centímetros.

Alvaro se volvió a enfundar el pantalón del zurcido y marchó a la tienda. Mientras le envolvían la compra observó que una mujer dejaba en el mostrador un paquete. Un dependiente deslió el envoltorio, extendiendo sin interés un par de camisas usadas.

—Seis reales —dijo el empleado mirando una de las camisas.

—Necesito tres pesetas —indicó la mujer con una impaciente naturalidad.

—Seis reales —y ahora el dependiente se disponía a liar las camisas en el periódico en que habían llegado envueltas.

Con un gesto cansado, la mujer aceptó los seis reales. Alvaro tuvo intenciones de dar a la mujer lo que le faltaba para completar las tres pesetas. Sin embargo, pagó el pantalón y salió a la calle. Había andado veinte pasos, cuando volvió para la casa de empeño. Entonces salía la mujer.

—Tenga usted cinco pesetas —dijo Alvaro de improviso—. No puedo darle más.

Se volvió para reanudar la marcha, pero antes exclamó la mujer:

—¡Con esto podremos comer dos días!

Alvaro sonrió, y no pudiendo aguantar la cara sorprendida de contento de la mujer, echó a andar con mucha prisa. La mujer decía algo a sus espaldas, pero Alvaro no se volvió. Ya en casa, la patrona notó que por primera vez Alvaro había entrado en el comedor silbando, y cosa más curiosa todavía fué que Alvaro se puso a discutir con uno de los huéspedes.

Mientras se le hacía la pequeña reforma del pantalón, Alvaro permaneció en el comedor hablando con el huésped. Un dulce egoísmo movía las manos de la patrona haciendo que le cundiera el trabajo. También ella estaba en el comedor. Sentada frente a la máquina de coser, observaba la extraña escena de Alvaro conversando con el huésped. Por otra parte, ella había cobrado toda la deuda que Alvaro le debía desde tiempo atrás. Pero aunque no hubiera ocurrido esto, aunque no fuera así, y Alvaro no hubiera pagado, el espectáculo le habría producido el mismo encanto y la misma satisfacción.

—¿Y qué es lo que usted tiene que hacer? —preguntaba entonces Alvaro.

El huésped, un muchacho delgado, de aire modesto y tranquilo, dijo como si revelara algo importante:

—Yo me coloco sobre una tarima. El artista siempre me dice cómo tengo que ponerme.

—¿Es verdad que tiene usted que desnudarse? —interrogó la patrona exagerando el interés de su pregunta.

—Yo soy modelo de desnudo —aclaró el huésped.

La patrona sonrió como escandalizada y salió del comedor para poner una plancha a calentar.

El huésped continuó dando detalles. Resultaba que los modelos ganaban mucho menos posando en la escuela de pintura de San Femando que sirviendo en estudios particulares.

—Usted podría trabajar como modelo —dijo al final de su expücación.

La patrona apareció en el comedor, hilvanó la parte que debía ser estrechada y entregó el pantalón para que Alvaro se lo probara en su habitación. El huésped aprovechó este momento y se despidió.

—Menos mal que hemos acertado —comentó la patrona después al observar el éxito de la prueba.

Veinte minutos más tarde Alvaro salió de la casa. Primeramente marchó a «Academia-Film». Arriba no había nadie. Se enteró por el portero de que el director y los artistas estaban en Galicia. Alvaro se conformó con esperar unos días a que regresara la compañía.

En una papelería compró un bloc de cuartillas. No tenía nada planeado; pero el atardecer, los ruidos de las calles y la tranquilidad que le aseguraban las noventa y tantas pesetas que le quedaban todavía, todo esto junto, le sugería un afán de trabajo inmediato.

Fué orientándose por las calles cercanas al Retiro basta quedar parado frente a una casa. Los balcones estaban cubiertos con persianas y una hiedra llena de polvo trepaba por la fachada del edificio. En el exterior de la casa todo era silencio y quietud. La puerta de la calle, de hierro algo despintado, estaba cerrada con llave; pero Alvaro vió en un lado el botón de un timbre. De una manera confusa (Alvaro había entrado en el hotel completamente ebrio) recordó su visita con el político y sus amigos. Recordó su estancia en la alcoba y toda su conversación que había tenido con Marta.

Podía tocar el timbre. Entonces le abrirían la puerta. Lo demás sería bien simple y natural. Contempló todavía los balcones cubiertos por las persianas, el polvo que se extendía por el ramaje de la hiedra y aquel silencio que rodeaba el hotel. Aun podía apretar el botón del timbre. ¿«Qué haría Marta cuando lo viera aparecer?»

Al otro lado de la calle jugaban unos niños. Sobre sus cabezas caía un sol dorado. Este sol cubría las copas de los árboles y pintaba sobre el verde de las hojas un cálido esplendor de cobre brillante. «No tengo más que llamar.» Y miró el botón del timbre. Se volvió de espaldas para ver de nuevo el juego de los niños. Entonces fué cuando empezó a andar.

Por la calle de Goya descendió hasta la plaza de Colón. Al pasar frente a la Biblioteca Nacional se sentó en uno de los bancos de piedra. En dirección a la Cibeles, y por cima del arbolado y de los edificios, se extendía un cielo agrisado. En algunos sitios aquel color gris se hacía casi transparente. Un aliento de niebla flotaba a cincuenta metros del suelo, mientras por la calzada de asfalto cruzaban los automóviles en un nervioso ir y venir.

Alvaro se levantó a los diez minutos de estar sentado. Antes de que llegara a las Cibeles encendieron el alumbrado. Ahora que en Madrid empezaba a hacerse de noche, allá a lo lejos, y por encima del Banco de España, todavía perduraba un débil claror.

Al comienzo de la calle de Alcalá Alvaro se cruzó con un escritor. Era un hombre de cuarenta y seis años, más bien alto, y gastaba gafas de concha. Detrás de los cristales miraban unos ojos negros, siempre humedecidos. Este escritor residía en el Extranjero dando lecciones de español.

—¿Quiere usted que entremos en un café? —invitó Alvaro después de saludarlo.

—Bien, vamos donde quiera. ¿Y usted? —preguntó de pronto—. ¿Qué es lo que hace? ¿Sigue en el periodismo?

—No, señor. Ahora no hago nada.

Entraron en un café de la Puerta del Sol, eligiendo una ventana. El escritor se quitó las gafas y limpió los cristales. Después que el camarero sirvió dos cervezas, Alvaro preguntó si es que él pensaba residir en Madrid.

—Entonces, ¿se va usted otra vez? —interrogó al observar que el escritor hacía un gesto negativo.

—A mi edad ya no se marcha a ninguna parte —explicó con un tono de indiferencia—. Uno ya no hace más que huir de todos los sitios.

Se colocó las gafas y bebió parte de su cerveza.

—En realidad —agregó, sin que le preguntaran nada sobre aquel problema—, el español vive demasiados años. ¿No cree usted que el español vive demasiados años?

Alvaro no se atrevió o no supo contestar. Entonces añadió el escritor:

—El español tiene dentro un héroe. He aquí una gran verdad. Pero a un héroe le basta con vivir dos años. Todo lo que pase de dos años, es repetirse, es pasar el tiempo y es no saber que hacer. Otra verdad es que el hombre no debe ser héroe nada más que una vez. ¿No cree usted eso? Ser héroe por segunda vez es ya la repetición, y un héroe no necesita repetirse. Si lo hace, cae en la monotonía y en la vulgaridad. Hay algo repugnante —enfocó ahora con pasión—, y es que el español llega a conseguir su gesto heroico; pero entonces, cuando debiera desaparecer, cuando debiera destruirse, para dar consistencia simbólica a su hazaña, entonces el español se pasa el resto de su vida utilizando su proeza. ¡Y esto, querido señor, es un pino chantaje!

Contempló los anuncios luminosos que se encendían repetidamente sobre los transeúntes que circulaban por la Puerta del Sol. Contempló todo esto y sonrió con ir onía.

—Me ha preguntado usted si es que pienso dejar España.

¿Qué voy a hacer aquí? El hombre necesita la aventura. También el mono necesitó de la aventura. Posiblemente el hombre dejó de ser mono por ese deseo de ver «que existe más allá de la selva». Un mono estaba con los demás animales de su especie. Este mono echó a andar obligado por el soplo de su débil inteligencia. Atrás fué quedando lo obscuro, lo animal, mientras el hábito dramático de la aventura tiraba de él haciéndolo marchar con un inmenso pensamiento dentro de su cabeza. Este mono se puso erguido. Entonces, al quedar de pie, este mono era ya un hombre que llevaba en sí el sentido vertical de las cosas. Después, millares y millares de años fueron llenando su cerebro de claridad.

El escritor hizo una pequeña pausa y descansó. Bebió de la cerveza y continuó:

—Es muy posible que todo nuestro proceso, que toda nuestra evolución sea simplemente un deseo de aventura.

De nuevo miró el movimiento de la Puerta del Sol, los anuncios que iluminaban el borde de los tejados, el ir y venir de los tranvías y el rápido cruzar de los automóviles.

—Ahí tiene usted —y señaló el jaleo de la Puerta del Sol—. La gente cree que la vida son esos tranvías, esos automóviles y esos transeúntes. Sin embargo, la vida tiene que ver muy poco con esos tranvías y con esos transeúntes. No tiene que ver nada con esos automóviles...

El escritor sacó un reloj de plata, consultó la hora y se levantó.

—Me veo obligado a dejarle —explicó como lamentándolo—. ¿Dónde se le puede encontrar a usted? Yo me iré pasado mañana. Embarcaré en Barcelona.

Ya estaban de pie. Alvaro pagó al camarero y después acompañó al escritor hasta la esquina que hacía la calle del Arenal con la Puerta del Sol.

—Entonces, hasta la vuelta -dijo Alvaro.

—Eso es; hasta la vuelta.

El escritor fué marchando calle abajo. Cerca del callejón de Eslava se adelantó a unos transeúntes y desapareció. Alvaro tardó en tomar una dirección. Cuando se dirigió a la Plaza Mayor iba tarareando las danzas del príncipe Igor. Recomo los soportales, siempre acompañado por aquella música, y después regresó a la taberna de los azulejos.

2

Ya cenado, buscó un café y allí intentó escribir un artículo para hacer frente a la situación en que se tenía que ver en cuanto se le terminara el dinero. En aquel trabajo Alvaro sacaría a la superficie la existencia de un pueblo que no tenía alcantarillado. Un pueblo con miles de agujeros, con un millonario, con un cura, con un boticario, con un suboficial de la Guardia civil y con un loco a quien todo el mundo volvía la espalda.

Alvaro pidió un tintero y una pluma. Un vasto panorama danzaba por su cabeza. Mojóla pluma, pero no supo empezar a escribir aquel conjunto de cosas que revivía su memoria. Por segunda vez, y sin haber escrito nada, hizo uso del tintero. Percibió que alguien se había sentado cerca de su mesa. Observó de reojo y vió a un señor con el rostro tapado por un periódico. Alvaro pensó en el director que le había rechazado los dos reportajes. Pensó también que ningún director iba a admitirle su artículo. Y abandonó la pluma.

El cliente apartó el periódico para mostrar una cara sin gracia. «He aquí un lector de esa revista escrita para sacerdotes, militares, porteras, burgueses y guardias civiles.»

Salió del café y dió una pequeña vuelta, hasta meterse en una estación del «Metro». Se apeó en los Cuatro Caminos, y desde la plaza subió paseando en dirección a Tetuán de las Victorias. Esta zona obrera, con sus tranvías provistos de sirena, con su gente trabajadora, con sus edificios sin altura, sus tabernas y su olor áspero de extrarradio, producían en él una fuerte impresión. «Era necesario escribir sobre aquella humanidad, sobre sus problemas, sobre sus tranvías enormes y grises y sobre aquellos solares sin vallar en los que había botes roñosos de una hojalata arrugada.»

Entró en una taberna y pidió un vaso de vino. Sin embargo, la bebida fué un simple ardid para escuchar lo que hablaban unos obreros. Cuando salió de la taberna torció a la izquierda y se metió en un callejón sin adoquinar.

Sobre un suelo cubierto de una capa de polvo agrisado estaba un perro tirado a lo largo. Al sentir pasos el animal levantó la cabeza y se dejó acariciar. Alvaro siguió adelante hasta desembocar en un terreno donde había montones de escombros. Más allá, empezaba un campo con hondonadas donde caía el fulgor de la luna en un tenue color de gas. Alvaro se sentó sobre la tierra y no marchó de allí hasta pasada cerca de una hora. .

3

Era más de medianoche cuando cruzó el comedor. El haber paseado produjo en él un cansancio general que le hizo desnudarse con alguna torpeza. Cuando Alvaro marchó a la cama la ropa quedó diseminada por la habitación. Esta vez la patrona no iba a decirle nada si él trataba de leer. Había saldado la deuda y esto era bastante para mantener encendida la bombilla por un tiempo prudencial. Sin embargo, prefirió la obscuridad. En aquellas tinieblas llegaba más claro el recuerdo de Marta. Con este recuerdo fué perdiendo la noción del tiempo, olvidando que estaba acostado sobre unas sábanas que no habían sido cambiadas en aquella semana. Olvidó igualmente que al entrar en el comedor había visto encima de la mesa el tablero del «Parchís». Entonces pensó en el escritor. «La gente cree que la vida son esos tranvías, esos automóviles y esos transeúntes...»

Un reloj sonó en la calle las tres de la mañana. Alvaro sabía de dónde llegaban aquellas campanadas. Primero se escucharon cuatro toques en un sonido más débil al sonido de las tres campanadas que batían después el silencio de la noche. En el cuarto no hacía ni frío ni calor. Por la parte del balcón entraba, a través de los cristales sin visillos, un poco de luz. Quiso echar la cuenta de lo que había gastado durante el día. No ignorando el dinero que le quedaba, saltó de la cama para contar la plata y la calderilla que tenía repartida en los bolsillos del chaleco. Después fué cuando manoseó un billete de cincuenta pesetas. Todavía estaba libre de preocupaciones económicas. Esta verdad era tan agradable, que volvió a tocar el dinero. Y ocurrió el suceso. Alvaro dejó caer una moneda de cinco pesetas. Creyó que los huéspedes y hasta su patrona se habrían despertado a causa del ruido. Entonces recogió el duro y precipitadamente guardó todo en el chaleco. Entró en la cama con cuidado, pero los muelles gruñeron hasta tres veces. Toda la casa continuó en el mismo silencio de antes. Nadie se había despertado.

Se sentía muy conforme con todo, hasta de este incidente del duro. Hacía mucho tiempo que no se acostaba tan ligeramente alegre, tan resuelto a dormir lo más tarde posible, para de esta manera darle más vueltas a unos cuantos recuerdos. He aquí su estado espiritual en aquella noche. El hombre de la camioneta y el mismo Felipe se habrían contagiado de esta felicidad que danzaba por el cuarto de Alvaro. Sobre todo, Felipe hubiera sido el más sorprendido de este suceso.

El resto de aquella semana y toda la siguiente la empleó en acudir a la Biblioteca Nacional. Leía por las mañanas, dedicando las tardes a pasear por los alrededores de Madrid. El otoño había empezado sin ninguna brusquedad. Si acaso el sol era ahora más amarillo. Un sol que cubría las casas de una vieja pátina, mientras la gente vieja e inútil descansaba a las puertas de sus domicilios. Alvaro recorría las rondas hasta llegar a las empalizadas que bordeaban la línea del ferrocarril. A veces quedábase como sorprendido mirando una cosa cualquiera. Después reanudaba la marcha. Algunas tardes cruzaba el puente de Segovia. Otras se dirigía por la parte de la Virgen del Puerto, cruzaba la estación del Norte hasta llegar al paso a nivel de la Florida. Por allí ascendía a Rosales y, sentándose en un banco cualquiera, esperaba el anochecer. Desde su sitio veía toda la llanura que ocupaba la estación. En primer término, y como un cacharro monstruoso, se destacaba el viejo y abandonado horno de «la tinaja». Más allá flotaba la nube plana que formaban los humos de las locomotoras. A su derecha Alvaro podía observar la Sierra de Guadarrama. A punto de anochecer, todo el paisaje tomaba una dulce blandura y la tierra despedía un olor húmedo y fragante.

Alvaro dejaba pasar el tiempo hasta que era completamente de noche. Entonces regresaba al centro de Madrid. Ya dentro de un tranvía un pensamiento vulgar le hacía acordarse del dinero que había gastado durante el día. En cuanto a lo de Felipe, Alvaro había estado de nuevo en la casa de «Academia-Film». El portero seguía sin saber nada del regreso de los artistas. Precisamente para esto de invitar a Felipe él había guardado quince pesetas. Con esta cantidad podían cenar los dos. Incluso ir después a un cine.

A los doce días de su regreso de Segovia Alvaro necesitó mermar en cuatro pesetas las quince que había reservado para la cena. Dos días después ya no tuvo dinero. La primera en quejarse de esta situación fué su patrona.

—¿Es que ya ha perdido la colocación? —preguntó, una vez que Alvaro no le pagó la semana.

—He perdido ese empleo —confirmó Alvaro, disimulando con un gesto de falsa tranquilidad su apurada situación—. Pero me han hablado de otra cosa mejor. Ya le contaré a usted.

Esto sucedió por la noche. Alvaro entró en su cuarto. No había cenado, y cuando ya estaba sobre la cama, empezó a escuchar los ruidos que producían los huéspedes jugando al «Parchís». Al caer los dados sobre el cristal, el chasquido entraba en su habitación. A cada instante se oía gritar a uno de los jugadores. A veces eran dos o tres los que gritaban a un mismo tiempo.

Una solución era levantarse, encender la luz y ponerse a leer hasta que terminaran de jugar en el comedor. Pero la patrona se hallaba entre los huéspedes. En cuanto ella se diera por enterada de que la bombilla estaba consumiendo corriente, se escucharían sus palabras de enfado. No se referiría directamente a lo de la luz. Como de costumbre, protestaría a grandes voces «de lo caro que estaba todo, del alquiler de la casa, etc.». Bien sabía ella que Alvaro no podría resistir sus gritos. En último término tenía el recurso de tirar al suelo una de las sillas del comedor.

Orientado por la luz que entraba por el balcón, Alvaro dejó la cama. Del comedor llegaban los ruidos de los dados al caer sobre el cristal del «Parchís». La patrona había empezado a quejarse de que se persiguiera a uno de los jugadores. El aludido se excusó hábilmente, lo que originó en ia patrona una ola de furor. Alvaro la oyó gritar y, desnudo como estaba, tomó asiento en una silla. En la obscuridad esperó el final de la partida. Sin embargo, el juego fué prolongado a ruegos de la patrona. Alvaro se levantó para meterse el pantalón. Y empezó a pasear. Al rato abrió las maderas del balcón y quedó apoyado en el hierro de la barandilla. La calle estaba desierta. Más tarde un hombre surgió de una esquina para sentarse en el borde de una de las aceras. Alvaro cerró el balcón y volvió a la cama. En el comedor debían de estar al término de una partida porque ahora los gritos eran más animados. Alvaro no se acostó, sino que, dando cortos paseos, recorrió la habitación de un extremo a otro. Gracias a la franja de luz azulada que penetraba en el cuarto, pudo moverse sin que tropezara con la cama, o con el palanganero que había al lado de la única silla de que él podía disponer. El pasear medio a ciegas le produjo un gran cansancio. A pesar de la fatiga, no quiso marchar a la cama. Más que los gritos de los jugadores eran los ruidos de los dados los que producían en él una dura nerviosidad. Hasta que llegó un momento en que ya no pudo continuar moviéndose en la habitación. Entonces se echó en la cama medio vestido. Al cabo de una hora sintió la proximidad del sueño. Pero aún pudo percibir la risa exagerada de su patrona. La mujer acababa de ganar aquella última partida.

VI: ÚLTIMOS ACONTECIMIENTOS

1

Cuando Felipe apareció en el cuarto era poco más de las cinco de la tarde. Alvaro se hallaba acostado cara a la pared.

—¡Ya estoy en Madrid! —exclamó con verdadero gozo. Y reflexionando sobre el aspecto de Alvaro y de aquella habitación, preguntó—: ¿Estás enfermo?

Alvaro se encogió para quedar sentado en el centro del colchón. En su rostro había una barba de tres o cuatro días. Cuando parecía que Felipe se disponía a relatar algo de su viaje a Galicia, Alvaro lo vió dirigirse al balcón.

—Puedes abrir las maderas —aconsejó desde la cama—. Conviene que entre aire fresco.

No hizo nada de lo que se le aconsejaba. Miró por los cristales para regresar después cerca de la cama. En su cara había cierta inquietud.

—¿Por qué duermes tantas horas? —preguntó seriamente.

Alvaro buscó con la mirada el sitio donde estaba su pantalón, pero no hizo nada por levantarse a cogerlo.

—Dormir más de ocho horas perjudica a la salud —censuró Felipe al tiempo que daba un paso—. Tu patrona rae ha dicho que hay días que no te levantas. Ayer no te ha podido hacer la cama.

—Me la hago yo mismo —declaró Alvaro con naturalidad.

—También eso está muy mal. ¿Qué van a pensar de ti los huéspedes?

Marchó otra vez al balcón, permaneciendo algún tiempo junto a los cristales. Alvaro saltó de la cama, se enfundó el pantalón y empezó a lavarse.

—¿Sabes que ha muerto Tony?—. Y antes de que se le hiciera un comentario, agregó con una voz tomada—: Lo hemos enterrado en un pueblo que está muy cerca de Santiago de Compostela. Aquí tengo las señas.

Se empezó a buscar en los bolsillos, sin lograr dar con el papel. Entonces continuó:

—Creo que era algo de pulmonía. Estaba tan débil, que se murió. Parece como si no te interesara lo que te estoy contando —gruñó de pronto, observando que Alvaro se vestía tranquilamente.

—A Tony le ha sucedido lo mejor—comentó Alvaro—. ¿Piensas que Tony podía conquistar el mundo con su media melena?

—¿Entonces es que te alegra su muerte? —y no ocultó su desconcierto.

—Mi opinión es que Tony ha ganado con haberse muerto.

—¡Bueno! —refunfuñó irritado. Y, casi dolorido, hizo esta pregunta—: ¿Por qué hablas siempre de ese modo?

El otro no contestó. Había terminado de vestirse y ahora se sentó en un borde de la cama. Recordó que dos días antes tuvo necesidad de empeñar el pantalón comprado en aquel mismo mes. Ahora llevaba puesto el del zurcido. Realmente no comprendía por qué se había levantado ni por qué Felipe hablaba de aquella manera.

—No me has preguntado qué tal lo he pasado en Daimiel —y le observó de reojo—. Tu amigo Juanito me trató muy bien. Precisamente me pidió que no me olvidara de darte muchos recuerdos. Su madre es muy simpática —mezcló de improviso—. Ella quería que yo estuviera en el pueblo más tiempo.

Felipe lo contempló sorprendido y lleno de desconfianza.

—Ayer me entregaron una carta de Juanito —expuso con una buscada lentitud—. En la carta, Juanito me cuenta todo lo que pasó en Daimiel.

Hizo algo con la mano derecha, se cambió de sitio y, después de un corto silencio, interrogó, provisto de un interés malhumorado:

—¿Qué querías decir con aquello de los quince mil agujeros? Además, ¿por qué fuistes a la Casa del Pueblo?

—Creo que eso no tiene tanta importancia —respondió Alvaro, predispuesto al enfado.

—Juanito me escribe que por lo de la Casa del Pueblo ya nadie quiere alquilarle su camioneta —explicó Felipe con una razonable entereza.

Alvaro recordó la vida de Daimiel y, adivinando la situación de Juanito, se lamentó ante Felipe.

—Verdaderamente, con mi visita a la Casa del Pueblo no he conseguido más que perjudicar a tu amigo.

Esta actitud produjo en Felipe un cambio de humor. Casi con la sonrisa en los labios fué descubriendo:

—Juanito me pregunta si ya estás en Madrid. Ahora, lo que no puede comprender es por qué tenías aquel interés en entrar en la Casa del Pueblo. Juanito espera que yo le explique por qué hablaste tú desde el balcón.

Sentado en el borde de la cama, Alvaro empezó a sentir como vértigos, mientras un agrio sabor le subía a la boca.

—Quisiera saber si tú puedes hacerme un favor —solicitó Felipe de un modo muy distinto al anterior. Un modo casi de humildad.

Alvaro dominó su malestar y sonrió. Todavía no había olvidado lo que Felipe acababa de contar sobre Juanito. Por otra parte, el estado de su habitación era bastante desagradable.

—Solamente tú puedes hacerme ese favor—unió Felipe a lo otro—. Tú hablas bien; en cambio, yo no sabría explicar todo lo que siento. Pero tú hablas muy bien. Ya lo creo que hablas bien.

Observó que Alvaro miraba sin comprender y decidió terminar:

—Doña Luisa piensa marchar de Madrid. Creo que quiere irse a vivir con unos parientes que tiene en un pueblo.

—¿Y qué tengo yo que hacer? —preguntó Alvaro, deseando cuanto antes salir de la habitación.

—Pues decirla que eso del viaje es una tontería. Tú hablas bien, y además...

Cortó lo que debía agregar para fijarse en un sitio cualquiera del cuarto. En su mirada se veía una excesiva preocupación.

—Supongo que a mí me contestará doña Luisa lo mismo que te contestaría a ti —argumentó Alvaro—. Si doña Luisa quiere dejar Madrid no voy a ser yo quien se lo impida.

Felipe continuaba como distraído. Pero esta distracción no era más que una manera de coordinar sus ideas, porque en seguida hizo esta relación:

—Estando en Galicia la he dicho que yo no creo que a mi edad un hombre llegue a enamorarse como un muchacho de veinte años; pero que un hombre y una mujer están mucho mejor unidos que no danzando cada cual por un lado. Cuando enterramos a Tony también le hablé de esto.

Quedó meditando un par de segundos para continuar con esto:

—Quisiera que tú la hablaras de que ya es hora de que alguien esté a su lado. También puedes contarla que el señor Poch está muy satisfecho de mí. Ya me ha ofrecido tenerme a su servicio en cuanto terminemos la película.

—¿Por qué no continuamos hablando en la calle? —propuso Alvaro, cansado del aspecto de su habitación.

—Sí, vamos fuera. Mejor estaremos en un café.

En el comedor se hallaba la patrona simulando que leía en un periódico. Los dos se despidieron de ella; pero la mujer apenas si masculló un par de palabras.

—Parece que no está de buen humor —comentó Felipe en la escalera.

Alvaro sonrió y fué bajando escalones. Sentía debilidad en las piernas y la misma sensación de mareo que había percibido estando en el cuarto. Al salir del portal una ola de luz le dolió en los ojos.

2

Bebieron el café, haciéndolo Alvaro rápidamente y cuando aún el líquido calentaba demasiado.

—Yo quisiera que doña Luisa se diera buena cuenta de que yo no soy de esos hombres que necesitan estar siempre encima de una mujer —empezó Felipe con ánimo de que Alvaro transmitiese también este parecer suyo—. Ahora, lo que yo no quiero es vivir solo. A mí me gustaría ir a un teatro acompañado por doña Luisa para después discutir en casa de lo que ocurre en el mundo. El señor Poch me ha hablado de darme cincuenta duros mensuales de sueldo. Cuéntale esto del sueldo.

De improviso Felipe dejó de hablar. Observó detenidamente el rostro enflaquecido y sin afeitar de Alvaro y preguntó: —¿No tienes dinero?

Alvaro hizo un gesto significativo viendo cómo Felipe llegaba a enrojecer avergonzado de su situación.

—¡Has hecho muy mal en no buscarme! —se quejó todo alterado—. ¡Vámonos, vámonos de aquí!

Confundido por el estado de Alvaro, Felipe llamó al camarero. Lo llamó de palabra y golpeando con dinero el mármol de la mesa.

—Ahora mismo vamos a comer —continuó en la calle—. Yo no tengo hambre, pero comeré contigo. Tu pides lo que quieras. Ya comprenderás que yo no sabía nada. Tú patrona solamente me ha dicho que dormías muchas horas y que no te levantabas...

Andaba fuera de la acera, meneando los brazos y dicién-dolo todo con un rostro invadido de congoja.

—¡Qué tontería! A veces no comprendo cómo un hombre como tú puede acostarse sin cenar. Esto es lo que yo no llego a entender. Me parece imposible que eso pueda ocurrir. ¿Dónde vas a comer? —cambió entonces—. ¿Te parece bien en un café de la Puerta del Sol?

—No, prefiero en una taberna —respondió Alvaro.

—¿En mía taberna? Bueno, vamos a una taberna. Ya te dije que donde tú quieras.

Y en cuanto pararon frente a una taberna de buen aspecto, Felipe inspeccionó en el escaparate. Sin embargo, fué, una vez dentro, cuando empezó a hacer preguntas.

Alvaro estaba sentado y observaba a Felipe ordenarlo todo junto al mostrador. Cuando hubo concluido, regresó a la mesa con un platito colmado de aceitunas.

Tomó asiento en un taburete y comió unas aceitunas. Ya se sentía como tranquilizado. En cuanto se empezó con la comida tuvo un arrebato de entusiasmo.

—Mañana se liará lo de doña Luisa. ¡Ella es una gran mujer! Estoy seguro de que tú la convencerás. ¿Te parece bien hablarla mañana?

En cuanto Alvaro asintió a su petición, Felipe empezó a encontrarlo todo demasiado fácil.

—Quedamos en que será mañana —repitió, sin preocuparse de la comida—. Una buena hora son las once de la mañana. Si fuera otro cualquiera no tendría tanta confianza; pero tú hablas bien. A veces no se te entiende, y sin embargo, se comprende lo que quieres decir.

Y guardó silencio, obligado por la fatiga. Había empezado a sudar y ahora jadeaba completamente rendido por el esfuerzo. Pero Felipe sonreía; sonreía de un modo particular.

—Dentro de dos meses abren la academia para obreros —mezcló seriamente—. Quiero aprender ortografía. Si tienes una ocasión dile esto a doña Luisa. Que vea ella que yo soy una bestia.

Y poco antes de abandonar la taberna anunció, totalmente tranquilizado:

—Estoy contento porque ahora me cuidaré lo del vientre. De no hacerlo podría venirme una eventración. Me parece que eso se llama de esta manera.

3

Al otro día, y sobre las nueve, Felipe acudió a despertar a Alvaro.

—A lo mejor he madrugado mucho —dijo en seguida—. Hace una mañana muy buena. Asómate al balcón y te convencerás.

Tumbado boca arriba, Alvaro escuchó todo medio inconsciente. A pesar de haberse acostado a buena hora, sentía el mismo cansancio que si no hubiera dormido.

Un periódico había tirado en el suelo. Fué recogido por Felipe. Aparentó que leía, pero observando a Alvaro de reojo.

—¿Es que te has dormido otra vez? —preguntó, a punto de levantarse.

Alvaro movió la cabeza, quedando como distraído.

—Pasado mañana empezaremos a trabajar en el estudio —anunció Felipe con el propósito de interesar—. El primer decorado es la casa de unos campesinos a los que yo tengo que amenazar con echarlos a la calle. ¿Sabías tú que yo hago un viejo usurero?

Observó que Alvaro se ponía los calcetines, y continuó:

—Doña Luisa tiene que trabajar conmigo. Ella es la madre de la muchacha que yo quiero para mujer de un sobrino mío... Yo no veré a doña Luisa hasta pasado mañana.

Cuando Alvaro iba a calzarse un zapato, Felipe le vió hacer una pequeña operación para ocultar un agujero que se le había hecho en el calcetín. Esto le produjo tal azoramiento, que fingió leer en el periódico. Después se levantó, convencido de que él no tenía la culpa del estado de Alvaro. Miró por los cristales del balcón, pero no vió nada, porque su atención estaba pendiente de otra cosa.

—¿Tú sabes de algo que haga adelgazar? —preguntó, de espaldas a los cristales.

—Para adelgazar existen muchas cosas —dijo Alvaro por toda respuesta.

—¿No hay también unas píldoras?

—También hay píldoras.

—Y eso de los baños turcos, ¿qué es?

—Creo que un procedimiento a base de baños de vapor. Esos baños hacen sudar mucho, y con el sudor se pierde peso.

—Te he dicho lo de adelgazar porque estoy seguro de que a doña Luisa no le gustan los hombres gordos.

Comprendiendo que si seguía hablando se alargaba el momento de salir, ya evitó toda conversación. Pero una vez lejos de la casa de Alvaro, indicó, apoyado en el mostrador de un bar:

—Primero dale el pésame por la muerte de Tony. Esto le hará llorar; pero tú debes darle el pésame.

Fuera del bar se caminó a paso ligero. Al llegar a la Fuen-tecilla se tomaron algunas precauciones. Había que evitar un encuentro con doña Luisa.

—Yo te aguardaré en aquella taberna —indicó Felipe—. No tengas ninguna prisa y explica todo con calma. A las mujeres hay que contarles diez veces una misma cosa —terminó sentencioso.

Mostró el portal por donde tenía que entrar Alvaro, y, dando media vuelta, se dirigió a la taberna.

Alvaro cruzó el portal. Dos pisos antes de la buhardilla se detuvo. Trató de ordenar lo que Felipe le había encargado. Después continuó montando escalones. En el rellano que hacía el piso que caía bajo la buhardilla reflexionó que su visita no era otra cosa que una extravagante idea de Felipe. Pero abajo, en la taberna, estaba el otro esperando. Estaba esperando su regreso como la llegada más importante de su vida. Esto lo sabía Alvaro y ya continuó hasta la buhardilla. Sobre la puerta vió nada para llamar. Entonces tocó con la mano cerrada y esperó. Pasaron un par de minutos sin que nadie acudiera a su llamada. Sin embargo, desde el otro lado llegaban ruidos de pasos precipitados. Por fin, doña Luisa preguntó quién llamaba. Alvaro dió su nombre, añadiendo que venía enviado por Felipe. La mujer abrió inmediatamente. Vestía de luto riguroso. Alvaro la encontró muy pálida y hasta envejecida.

—Me envía Felipe para que me entreviste con usted —se anticipó a decir.

—Pase usted por aquí —y doña Luisa lo acompañó a la única habitación.

Ahora faltaba en el cuarto la cama donde en otros días se acostaba Tony. En el mismo sitio había un colchón y ropa, todo perfectamente enrollado. Al lado de esto estaba el carrito construido bajo las órdenes de Felipe. La madera mostraba manchas de grasa.

—Supongo que usted no ignora a qué me envía Felipe.

Doña Luisa hizo un gesto de comprensión y le pidió que se sentara. Ya sobre la silla, Alvaro se acordó de Tony.

—Siento mucho lo de su ahijado. Felipe me ha contado todo.

Doña Luisa trató de sonreír, para terminar llevándose a los ojos un pañuelo de color. Alvaro no quiso continuar hasta que pasara aquella situación. La ventana que daba al tejado estaba abierta y se veían los tiestos con unos tallos de claveles inclinados a un lado. Al quitarse el pañuelo pareció que doña Luisa iba a empezar a hablar. Sin embargo, entonces lloró con más fuerza. Alvaro se acercó a la ventana contemplando la misma puerta de Toledo, tan mirada por Tony. También observó la parte de los cementerios. Al volver a su asiento descubrió que en la pared habían pegado una fotografía recortada de alguna revista cinematográfica. En ella estaba Tony mirándolo todo con unos ojos cargados de incertidumbre.

—Tenemos que resignarnos —aconsejó Alvaro sin ningima convicción—. Usted no debe desanimarse. La vida no es más que una serie de contrariedades.

Doña Luisa escondió el pañuelo y miró distraída una parte de su vestido.

—Felipe me espera abajo —indicó para sorprender a doña Luisa—. Mi opinión es que usted debiera hacerle caso. Con Felipe usted encontrará la tranquilidad que le hace falta. Precisamente el señor Poch va a darle un sueldo mensual. Le advierto que mi amigo es un excelente trabajador. Apenas fuma y bebe muy poco. Estoy seguro de que haría un perfecto marido.

Doña Luisa escuchó con una naturalidad que daba pocas esperanzas.

—Además, Felipe quiere instruirse. Ahora ingresará en una academia —creyó que por este lado no marchaba a buen camino, y agregó—: Es un hombre que llegará a ser el empleado de confianza del señor Poch. Piense usted que el cine ha de dar mucho dinero. Es la única industria que marcha para arriba.

—No estando Tony conmigo, prefiero dejar Madrid —contestó doña Luisa en un tono de resignación.

—Creo que hace usted muy mal. En Madrid se vive mejor que en provincias.

—Yo quiero tranquilidad —pidió con un rostro dolorido—. ¿Para qué necesito vivir con un hombre? Su amigo es muy bueno; pero cuando estoy junto a él siento un malestar... Nunca podría dormir en la misma cama —afirmó tan rotundamente, que Alvaro quedó impresionado.

—¿Lo dice usted por la enfermedad de Felipe? —interrogó, con deseos de no fracasar—. Felipe está dispuesto a cuidarse todo lo que haga falta. Incluso llegará hasta dejarse operar. Pero creo que esto no será necesario. Es verdad que su vientre está muy abultado. No niego esto; pero todo se debe a las vendas que necesita ponerse. En cuanto Felipe esté curado, usted lo encontrará desconocido. Hoy mismo me ha preguntado qué medios hay para adelgazar. Yo le he dicho que lo mejor es tomar baños de vapor. Por otra parte, Felipe cambiaría mucho al lado de usted.

Doña Luisa no hacía más que observar vagamente las cosas de la buhardilla. Miraba medio ensimismada. Al fijarse en el carrito se levantó para hacerse con el regalo que Felipe había ofrecido a Tony.

—Hágame el favor de entregar esto a su amigo —y bajo una repentina congoja empezó a llorar.

Alvaro cogió el carrito y esperó.

—Me parece que usted no conoce bien a Felipe —indicó todavía—. Aunque su aspecto exterior no sea muy agradable, en el fondo Felipe es una gran persona. ¿Por qué se obstina usted en marchar de Madrid? Usted y Felipe podrían pasarlo muy bien en Madrid.

—Pero eso no puede ser —dijo doña Luisa, con ese tono de las cosas irremediables—. ¿Por qué voy a engañarle? Felipe me produce repugnancia. Yo misma no sé explicármelo; fiero ésa es la verdad.

Los dos estaban de pie. Alvaro comprendió que su misión había terminado. Pensó en su regreso a la taberna llevando el carrito. Imaginó la sorpresa que iba a causar en cuanto reía-tara el resultado de su visita. Entonces apeló a un último recurso:

—Uno de sus encargos es que le dijera a usted que él no es de esos hombres que necesitan estar siempre encima de una mujer.

Doña Luisa hizo un gesto de malestar. Evidentemente, aquello llegó a producirla una sensación de asco. Alvaro percibió el efecto que había causado y se despidió. Desde el cuarto hasta llegar a la puerta no se habló de nada. Cuando Alvaro se volvió para inclinarse, doña Luisa se estaba secando los ojos.

4

Felipe estaba sentado detrás de una mesa. Había pedido aguardiente; pero la copa no tenía señales de haber sido vaciada. Lo primero que vieron sus ojos fué el carrito de pino. Ni se movió, ni dijo nada. Totalmente ensimismado, observó que Alvaro tomaba asiento en una de las banquetas. El carrito fué colocado bajo la mesa. Era tan significativo el silencio de Alvaro que Felipe ya tuvo una clara noción de lo que había ocurrido.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó con una voz aparentemente tranquila.

—No quiero nada. Me parece que podríamos marcharnos —dijo Alvaro, viendo el aspecto deprimido de Felipe.

—¿Es que no estás bien aquí? Pide lo que quieras. ¿Te gusta el aguardiente? ¿O quieres un vaso de vino?

—No tengo ganas de beber.

—Bueno, no bebas. Ya he visto el carrito. ¿Te lo ha entregado ella misma? —preguntó, de un modo maquinal.

En la taberna entraron tres ganaderos. Bebieron y hablaron durante unos minutos. Al salir los hombres todo quedó en un silencio que hacía más violenta la escena.

—Me estoy acordando de los tijxjs de anoche —Felipe se refería a un encuentro que él y Alvaro habían tenido con unos bebedores—. ¿Qué habrán pensado de nosotros? Creerán que estamos locos —pronunció en un falso humor—. Eso será lo que piensen de nosotros: ¡que estamos locos!

Eso último lo dijo cargando toda la frase. Alvaro no dió su parecer. Puede que este silencio influyera en Felipe de manera importante, porque se levantó.

—¡Sí, vámonos! Mejor se estará paseando.

Alvaro observó que Felipe vacilaba en hacerse con el carrito. Entonces él lo recogió del suelo.

—¿Qué vas a hacer? Lo llevaré yo. Tú no debes ir cargado con este artefacto.

Por la calle Felipe fué el blanco de las miradas de la gente. Todos observaban su gruesa figura cargada con aquel carrito manchado de grasa. Esta curiosidad fué en aumento al pasar por la Fuentecilla. Desde aquella parte hasta la plaza de la Cebada todo hervía alrededor de los puestos de verdura. A la primera broma que le gastó una vendedora, Felipe se volvió con ánimo de soltarle una grosería.

Llegaron a la calle del Duque de Alba. Felipe respiró, ya lejos del estorbo de las vendedoras. Y como si hablara de un tema que no le interesara mucho, comentó:

—Madrid es una porquería... Doña Luisa hace muy bien en marcharse.

Se notaba demasiado que quería dominar todo lo que danzaba en su interior. Incluso andaba torpemente. Cuando alguien se le ponía delante, Felipe le miraba el cogote, después la chaqueta, las piernas y, por último, los zapatos. De pronto toda la envoltura del transeúnte quedaba totalmente borrada. Lo único sensible a sus ojos era aquel carrito manchado de aceite. ¿Cómo era posible que Tony ya hubiera desaparecido? ¿Por qué doña Luisa no quería tratos con él?

Al llegar a la calle de Relatores explicó que él marchaba a casa para dejar el carrito, pero que a la una en punto estaría en la taberna de los azulejos. Esto fué lo acordado.

Libre de la presencia de Alvaro, Felipe empezó a marchar muy despacio, retardando tanto sus pasos, que más bien parecía que estuviera parado en un mismo lugar. Se preguntó por qué doña Luisa huía de su lado. Por qué se había muerto Tony y por qué Alvaro encontraba tan natural aquella muerte. Pensar de aquel modo era para él meterse en un mar de confusiones. Pero tenía razón en creer que el mundo andaba mal. «¿Qué ganaba nadie con que Tony estuviera enterrado en un cementerio de Galicia? ¿A quién beneficiaba doña Luisa con marcharse de Madrid? ¿Iba esto en provecho de alguien? ¿Por qué Alvaro tenía que visitar la Casa del Pueblo? ¿Por qué los ricos de Daimiel ya no le alquilaban a Juanito su camioneta? ¿Quién disponía las cosas de este modo?»

A pesar de caminar lentamente, a pesar del escaso estorbo del carrito, Felipe se encontraba fatigado. Podía marchar a su casa, dejar el carrito y tumbarse en la cama. Sin embargo, se metió en un bar. Empujó la puerta y, parado en la entrada, buscó un sitio conocido. La mesa estaba sin clientes. Esto, que era una cosa natural, a él le pareció un hecho extraordinario. Pidió un café. Mientras se lo servían, miró la silla donde se había sentado doña Luisa y el otro asiento que había ocupado Tony.

Felipe hizo señas a un camarero. '

—¿Quiere usted ponerme La verbena de la Paloma'1.

—No marcha la pianola —respondió el camarero—. Hasta mañana no estará arreglada.

Desde aquel instante Felipe quedó todo confuso. En cuanto al camarero que le había dado la noticia, hizo este comentario: «Parece como si le alegrara lo de la pianola.»

Salió del bar. No sentía deseos de nada. Ni siquiera le interesaba la cita que había dado a Alvaro en la taberna de los azulejos. Al observar el carrito descubrió que el botellín del aceite no estaba en su sitio. Pensó en volver al bar, creyendo que habría caído debajo de la mesa. ¿Y si el botellín estaba en la taberna donde él había esperado a que Alvaro bajara de entrevistarse con doña Luisa? Probablemente el botellín estaba en la buhardilla. Además, ¿para qué necesitaba ya el botellín?

Por la calle de Carretas bajaban y subían tranvías, los autos sonaban sus claxons y todo el mundo circulaba en una nerviosidad general. Felipe volvió a pensar en Tony. «¿Qué falta le hacía ya el botellín?» Referente al carrito, ahora mismo había decidido regalarlo. Al entregarlo tendría que explicar que, a excepción del botellín, todo marchaba bien. Lo del botellín se podía arreglar fácilmente. Bastaba con buscar un frasco pequeño, llenarlo de aceite y colocarlo en los dos ganchos de hojalata que había en la parte interior del carrito.

5

Apenas pasó a su cuarto, la patrona se llegó de la cocina, cruzó el comedor y llamó sobre la puerta.

—¿No ha encontrado usted trabajo? —fué lo primero en preguntar.

Alvaro negó con la cabeza. No esperaba esta visita de su patrona, ni aquella manera de llamar. Ella tenía siempre la costumbre de hablarle al salir o al entrar en la casa.

—Siento decirle que no puedo fiarle más. Usted sabe muy bien que tengo muchos gastos. ¿Y aquel caballero que vino en su busca? —interrogó con menos enfado—. El me dijo que deseaba verlo para darle una colocación. ¿Es que no fué verdad lo que me dijo?

—No, no fué verdad —respondió Alvaro desde la puerta de su habitación.

—¡Qué gentes! —exclamó la mujer—. Pues él me aseguró de que usted ya tenía trabajo.

Alvaro se volvió al fondo del cuarto, pero la patrona fué detrás.

—¿Por qué no busca trabajo de modelo? Julián —se refería al huésped que vivía de aquella profesión— me ha dicho que se gana bastante trabajando de modelo. ¿Es que no le gusta este oficio?

Alvaro había llegado hasta la cama. No podía dar un paso más.

—Iré esta tarde a ver si me quieren como modelo —afirmó con poco entusiasmo—. No se preocupe. Le pagaré todo.

La patrona sonrió complacida, y agachándose hasta el suelo, recogió un botón. Se marchó confiada, pero colocando antes el botón en sitio seguro. Alvaro no salió del cuarto hasta las doce y media. A esa hora fué en busca de Felipe. Llegó antes de la una y esperó. En el comedor había alguna gente. A la una y media Felipe no había aparecido todavía. A las dos de la tarde Felipe seguía sin presentarse. En una mesa un señor con tipo de empleado echó unos terrones de azúcar en una taza llena de café. Alvaro estaba enfrente y no prestó atención hasta que le vió empezar a beber el café a fuerza de llevarse a la boca la cucharilla. Como es natural, el hombre tenía que producir un ruido de cosa aspirada. Alvaro se levantó, cruzó por aquella mesa y en seguida se encontró en la calle. Ir para arriba o para abajo eran para él una misma cosa. Por si Felipe llegaba todavía, Alvaro no se movió de la puerta de la taberna. Pero dieron las tres y entonces decidió no esperar más.

6

El aviso del señor Poch era terminante. «Se empezará a trabajar a las doce de la mañana. Usted será el primero. A las doce menos cuarto tendrá que estar maquillado.»

Entonces eran más de las once y media. Felipe leyó otra vez la carta del señor Poch. Pensó en la cita que tenía con Alvaro. Acudir a la taberna significaba contravenir la orden del señor Poch. Esto, en vísperas de ser empleado, era un disparate. Lleno de disgusto cogió una toalla, la envolvió en un periódico y salió de la habitación. El «estudio» estaba al final de la calle de Bravo Murillo. Ni siquiera tenía tiempo para tomar un tranvía. Mandó parar un taxi, se metió dentro y dió las señas. ¿Qué habría ocurrido para adelantar dos días la fecha de comenzar a trabajar? Lo del taxi llegaría a costarle más de tres pesetas. Si él daba cuenta de aquel gasto era muy probable que se lo abonara el señor Poch.

—¡No le importe correr! —gritó al chófer—. Hace media hora que tenía que estar en ese sitio. Estoy haciendo una película.

El chófer ni volvió la cabeza. Felipe se molestó de aquella falta de curiosidad. Se molestó, aunque reconociendo que él tenía la culpa por haber descubierto el motivo de su viaje.

El auto paró en la acera de la derecha. Felipe descendió, abonó el importe y se dirigió a un ancho portal. En la sala de trabajo no estaba ni el director Sancho ni el señor Poch. Sólo se hallaban los electricistas colocando las luces. La decoración no surtió ningún efecto en el ánimo de Felipe. Muy al contrario, aquellas paredes de papel le produjeron una sensación deprimente. Por una de las puertas que fingía la decoración apareció José Sancho.

—¿Cómo no está usted maquillado? —preguntó de mal talante.

Felipe se excusó sin habilidad. Como un hombre falto de sentido, echó a andar al cuarto del maquillador. Estaba dándole vueltas a la idea de que Alvaro no tenía dinero para comer. Por otra parte, ya no faltaban ni tres cuartos de hora para la una. El maquillador le puso en antecedentes de que sólo trabajarían él y el artista que hacía en el film de sobrino suyo. Cuando se le indicó que se sentara en un sillón que había frente a un espejo de grandes dimensiones, Felipe se dejó caer todo comido de remordimiento.

Un hombre vestido con una blusa blanca —Felipe lo veía copiado en el espejo— eligió una barra achocolatada, la puso aparte y untándose los dedos con vaselina se los pasó a Felipe por la frente, después por los pómulos y al final por toda la cara. Felipe observó su rostro abrillantado. Vió cómo el ma-quülador trazaba ahora en su cara unos tiznones de pintura. A fuerza de una habilidad maquinal el hombre de la blusa extendió todo el maquillaje hasta que el rostro de Felipe fué como una triste careta. Entre aquella capa de pintura estaban unos ojos sobresaltados por cosas ajenas a la película de los gallegos.

—¿Sabe usted qué hora es? —preguntó al maquillador.

Para no sacar su reloj, el hombre de la blusa dió una hora aproximada.

—¿Está seguro que es esa hora? —preguntó Felipe con una grave insistencia.

—Sí, hombre; son las doce y media —y el maquillador empezó a empolvarle la cara con una borla.

En aquel momento se copió en el espejo una figura enfermiza y vestida de negro. Felipe reconoció al artista que hacía de sobrino. Ya estaba maquillado. Lleno de seriedad contempló desde la puerta el aspecto del cuarto y después desapareció sin haber dicho nada.

Al llegar a la sala de trabajo Felipe saludó al señor Poch. Ya estaba José Sancho dando instrucciones a su hermano Jacinto para que tomara posiciones con la cámara fotográfica. El encargado de los electricistas anunció que las luces se hallaban dispuestas. Se dió la orden de encender los focos. Entonces una ola de luz blanca cayó sobre Felipe. José Sancho lo hizo sentarse en un sillón de cuero que había detrás de una vieja mesa de despacho. Encima de la mesa estaban unos papeles.

—Cuando yo dé la señal —indicó José Sancho a un lado del aparato tomavistas— estará usted leyendo esos documentos. Cinco segundos después alzará la cabeza lentamente hasta observarme a mí. Primero me mirará con odio, como si pensara usted en vengarse de alguien. Después esta mirada se irá cambiando por otra mirada de astucia. Entonces, usted sonreirá con malas intenciones. ¿Me ha entendido todo?

Felipe descubrió que solamente se acordaba de media explicación. Cuando le dirigían la segunda parte, él estaba pensando en que debía de estar muy próxima la una de la tarde. No atreviéndose a pedir nuevos detalles, dijo, guardando la vista de la enorme luz que le amenazaba por todos los lados:

—Lo he entendido bien. Pero usted me dará la señal. ¿Verdad?

Y, fingiendo que los focos le hacían daño, cerró los ojos en un deseo imposible de dormir. Como si le hablaran desde muy lejos, escuchó del director:

—No olvide que hasta que no hayan pasado los cinco segundos usted no ha de empezar a levantar la cabeza. Puede contar los segundos sin abrir la boca. Diga mentalmente: Uno..., dos..., tres..., cuatro..., cinco. Entonces levanta la cabeza, me mira con odio, para después sonreír con mala intención. ¿Se ha enterado usted? ¡Hágalo todo muy despacio! Cuanto más despacio lo haga le saldrá mucho mejor la escena. ¡Y cuidado con mirar a la máquina! Ponga mucha atención cuando gire la cabeza. Yo le daré dos avisos. El primero, para que esté preparado, y el segundo, para que empiece a trabajar. ¿Ha comprendido todo, o se lo explico otra vez?

Felipe afirmó que estaba enterado de todo lo que tenía que hacer. Le rodeaban el artista que hacía de sobrino, José Sancho, el señor Poch, el operador, los electricistas y el maquillador. Todos estaban pendientes de su actuación. Felipe los sintió allí mismo, pero no quiso mirarlos por temor a que vieran en su mirada su falta de entusiasmo. En un ángulo de la decoración había un reloj de pesas. Aunque las manillas marcaban las diez, Felipe no podía ignorar que aquello era una simple necesidad de la escena. Fuera de aquella habitación, hecha con paredes de papel, los relojes indicaban la una y minutos. Para Felipe esto era un dato abrumador.

7

Cuatro horas después de salir de la taberna de los azulejos entraba Alvaro en el portalón de la escuela de pintura. Cruzó un patio, abrió una puerta y continuó por un pasillo hasta entrar en una sala donde en aquel momento estaban funcionando las clases. Encima de una plataforma una mujer, toda desnuda, recibía una luz circular. Los alumnos se hallaban repartidos a corta distancia. Alvaro observó que entre los alumnos había muchas señoritas. A su encuentro vino un hombre cubierto con un guardapolvos.

—Soy modelo —dijo Alvaro—. Quisiera saber si necesitan gente.

—¿Es la primera vez que viene a la escuela?

—Sí, señor.

—Entonces espere usted. Voy a decírselo al director.

No tardó en regresar para llevarse a Alvaro a la otra parte de la sala. Por allí olía a cosa vieja y a sudor. Pararon frente a una puerta tapada por una cortina.

—Pa.se ahí dentro y desnúdese —le comunicó el empleado.

Al correr la cortina, Alvaro vió que un hombre se estaba vistiendo en un rincón. Le dió las buenas noches, pero el otro no respondió. Sólo cuando se puso la chaqueta hizo un movimiento con la cabeza y se marchó. Alvaro se había sentado; pero se levantó al pensar que iban a venir en su busca. En muy poco tiempo quedó desnudo. Entonces volvió a ocupar la silla. El empleado llegaba en aquel momento.

—¿Adonde va con esos zapatos? —interrogó de mala gana.

Alvaro no dijo nada. Se descalzó y tiró los zapatos al rincón donde estaba su ropa. Cruzaron un pasillo y, casi de improviso, Alvaro se encontró a un paso de la plataforma. Ahora no había nadie encima de la tarima. Antes de entrar en la zona de luz observó que alumnos y alumnas estaban delante de sus caballetes, como esperando a que él montara en la plataforma.

—¡Suba ya! —le dijo el empleado—. Está mirándole el director.

Avanzó la corta distancia que le separaba de la tarima, hasta quedar bajo el foco de luz. Entonces un rumor de voces le llegó de la otra parte. Todo desnudo, esperó subido en la plataforma. A unos tres metros las caras de los alumnos le miraban a través de la niebla que producía el foco pendido sobre su cabeza. El director —un viejo con barba blanca— se hallaba al frente del grupo. Alvaro no pudo aguantar aquellas miradas. Al bajar los ojos vió que tenía los pies sucios. Había andado mucho desde su salida de la taberna de los azulejos. Esta debía de ser la causa de aquella suciedad.

Se le indicó que girara lentamente. Alvaro creyó que alguien se reía y que la risa era de mujer. Un sudor frío le empezó a bajar por la frente. En las manos sentía también aquella frialdad. Se volvió a repetir la risa. Entonces el director hizo un gesto de enfado. Alvaro temió el que llegara a marearse.

—¿No ha oído que se vaya de ahí? —le dijo el empleado.

Dió media vuelta, empezando a andar como un hombre desprovisto de nervios. Entró en el cuarto. Allí olía mal. Olía a sudor y a miseria. Fué vistiéndose con una calma exagerada, dejando que sus manos lo hicieran todo. Ya a medio vestir fué cuando dió al empleado su nombre y domicilio.

—Se le avisará en cuanto haya una ocasión —prometió el del guardapolvos.

Como había poca luz, el empleado no vió bien si Alvaro sonreía a su declaración. Con el papel de las señas se alejó del cuarto al tiempo que gruñía, más que tarareaba, una mu-siquilla vulgar.

Alvaro se puso la americana. Al pasar por las clases no miró hacia la plataforma porque entonces marchaba totalmente ensimismado. En el portal había un grupo de alumnos. Cruzó frente a ellos, recordando que una mujer se había reído de él cuando estaba encima de la plataforma. Pasando por la Puerta del Sol oía aún aquella risa, a pesar de los ruidos que brotaban por todas partes. Se veía desnudo, con los pies sucios. También pensaba en su patrona, en los huéspedes que jugaban al «Parchís» y en aquel hombre que no había querido contestar a su saludo cuando los dos estaban en el cuarto de la escuela de pintura. Lo de los pies era debido a que los zapatos desteñían. «¿Por qué se había reído aquella criatura?»

Fué inútil que tratara de olvidar, que cambiara de rumbo a cada instante, que anduviera muy de prisa o muy despacio. Aquella risa sonaba dentro de su cerebro de la misma manera que sonaban los dados al caer en el cristal del «Parchís». De haberlo sabido, él se habría lavado los pies antes de ir a la escuela de pintura. Para esto hubiera necesitado pedirle a la patrona agua caliente. Entonces vendría la discusión. «¿Es que tiene usted mucha prisa? ¿No podría esperar hasta la noche? Ahora tengo la cocina ocupada. ¿Por qué no lo deja para mañana?...»

No se daba cuenta que había llegado al final de la calle Mayor. Podía continuar por dos sitios. Por la izquierda o por la derecha. Decidió hacerlo por la izquierda. De las ramas de los árboles caían unas hojas resecas que apenas si aguantaban un soplo de aire. Cuando alguien cruzaba por la acera las hojas crujían débilmente. La noche se prolongaba hasta un cielo muy negro, pero lleno de estrellas brillantes. Por el Viaducto pasaba la gente metiendo poco ruido. En todo había como una misteriosa tranquilidad.

Alvaro se aproximó a la barandilla, puso un pie en los hierros, y antes de que llegaran a alcanzarlo, estaba subido en la parte alta de la verja. Alguien dió un grito. Algunos echaron a correr, pero ya fué demasiado tarde para impedir que Alvaro se dejara caer. Al alboroto anterior sucedió un silencio absoluto. Una racha de aire movió las hojas de los árboles. Algunas se desprendieron, pero otras continuaron metiendo un ruido de papel removido. Arrimados a la barandilla unos hombres miraban al fondo del Viaducto. Miraban, pero no se decían nada. Por la calle de Segovia corría la gente. Corría para arriba y para abajo. Corría todo el mundo. Un tranvía, con las luces encendidas, estaba parado en la vía. Dentro no había ni un solo pasajero. El conductor y el cobrador habían desertado también de sus puestos. La sorpresa era general...

8

En un piso de la Gran Vía estaba el salón de las máquinas de escribir. Norberto G. Robledal tomó asiento al lado de una graciosa mecanógrafa.

—Tendrá que esperar unos diez minutos —dijo la muchacha.

—No tengo ninguna prisa —declaró Robledal de buen humor—. Además, acabaremos en seguida.

Mientras la joven terminaba su trabajo, Norberto G. Robledal abrió un periódico de la mañana. Tenía la costumbre de no leer completamente cualquier artículo o noticia si en aquel instante se hallaba junto a una mujer. Por tanto, dejó de leer y encendió un cigarrillo.

—Tiene usted una hermosa figura para el cine —dijo para la mecanógrafa en cuanto empezó a fumar.

La joven abrió la boca y sonrió. Para no entorpecer el trabajo, Norberto G. Robledal volvió al periódico. En tercera página venía el relato del suicidio de Alvaro Giménez. Debajo de los primeros titulares estaba su retrato. Norberto G. Robledal creyó conocer aquella cara. Leyó ávidamente lo que decía el periódico, pero encontró nada que le ayudara a precisar el vago recuerdo que le traía el retrato. Como nota final la dirección del periódico insertaba este comentario: «El suicidio del periodista Alvaro Giménez es una clara demostración del error en que suelen caer los temperamentos faltos de principios religiosos. Alvaro Giménez era un exaltado, un joven sin un orden espiritual y sin un freno moral que le habría impedido llegar a ese triste fin en que ha encontrado la muerte.

»Día por día venimos diciendo que se vigile y hasta se prohíba, si es necesario, la mala literatura, las películas inmorales y todo cuanto envenena a la juventud española. El suicidio del desgraciado Alvaro Giménez es un aviso que Dios hace a los que tienen a su cargo la gobernación de la España católica. Por nuestra parte pedimos a Dios de todo corazón que acoja en su seno el alma torturada del infeliz Alvaro Giménez.»

—¿Qué películas serán las inmorales? —preguntó a la mecanógrafa. Y, dándose cuenta que la joven quedaba sorprendida, indicó—: Primero escribiremos dos sobres y después las cartas.

La mecanógrafa comenzó a teclear. Un sobre quedó marcado con las señas del señor Rocamora. En el otro sobre se escribieron las del señor Poch. Los dos productores recibirían este mismo texto: «Está usted en un grave error si piensa que ha hecho un buen negocio. Ya puede olvidar que en América viven dos millones de gallegos. En cuanto a los doscientos mil que hay en Buenos Aires, sepa usted que aquellos españoles no quieren más material cinematográfico que el que le suministran las casas de los Estados Unidos. Por otra parte, antes de dos meses empezarán a llegar a la América del Sur las primeras películas sonoras. Esta novedad ha de atraer toda la atención del público americano y del otro público del resto del mundo.

»Referente a la poca vergüenza que ha demostrado usted con su proceder, a mí no me interesa hacer ningún comentario. Es muy natural que usted haya procedido de esa manera. En España se vive mejor de la trampa. Muchas veces he pensado que usted podría ser un gran jugador «de las tres cartas».

»Lamentando su miopía comercial, me niego a que usted me reconozca en ningún sitio. Su mentalidad de comerciante al por menor comprenderá perfectamente lo razonable de mi última petición.»

Más abajo, y sin ningún saludo de despedida, venía la firma de Norberto G. Robledal.

9

Al Depósito judicial sólo acudieron Felipe y el contratista de obras que meses antes había dado trabajo a Alvaro Giménez.

—¿Era usted amigo de Alvaro? —preguntó el contratista.

—Sí, señor —confirmó Felipe, todo abrumado—. Hoy no querían darme permiso para venir al entierro, pero he sabido escabullirme.

Miró hacia el suelo, pareciéndole imposible que allí mismo estuviera Alvaro. Dos velas llameaban sobre la cabecera, y en el centro de la caja había un ramo de flores.

—¿Ha comprado usted estas flores? —interrogó Felipe.

El contratista movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Yo no me he acordado de nada —balbució arrepentido—. Pero ahora en la calle compraré más flores.

En la habitación entraron unos hombres vestidos con blusas negras.

Vamos fuera aconsejó el contratista—. Es la hora del entieiTO.

Felipe no dijo nada, pero estando en el patio que comunicaba con la calle de Santa Isabel, declaró firmemente:

—Yo iré a pie. Suba usted a un coche si quiere.

Cuando se inició la marcha, el contratista decidió ir detrás del coche fúnebre en compañía de Felipe. El suelo estaba cubierto de barro. Había llovido por la mañana y Madrid tenía ese nublado triste de los días de invierno.

Al llegar al cementerio tuvieron que aguardar a que sacaran de la capilla el féretro de alguna persona rica. La caja era de caoba y tenía asas de plata.

Como había empezado a llover, Felipe y el contratista entraron a la capilla. Se descubrieron y se arrinconaron para pasar inadvertidos del grupo de señores que escuchaban el responso del sacerdote. A Felipe le pareció que uno de los señores enlevitados le observaba de arriba abajo y que detenía los ojos en sus botas llenas de barro. Felipe se sintió cohibido y entonces se dirigió a la puerta. Desde el umbral se veía caer la lluvia sobre el caballo que había tirado del coche donde ahora descansaba Alvaro Giménez. El coche y el caballo aguantaban la cortina de agua. Cerca, y guarecido de la lluvia, estaba el cochero. El hombre fumaba medio cigarrillo.

Fumaba con un aire tan natural, que Felipe sintió una inmensa tristeza. Entonces se acercó al coche, yendo después hasta el caballo. El viejo animal miró a Felipe con unos ojos impasibles.

Ya salía la gente de la capilla. El grupo estaba compuesto de señores enlutados que aguantaban la lluvia con una solemne gravedad.

Con Alvaro Giménez fué más breve la ceremonia del sacerdote. Mientras cantaron el responso, Felipe y el contratista guardaron silencio. Ninguno de los dos podía recordar una oración de modo completo.

Cuando salieron de la capilla llevaron la caja por unos senderos que olían a humedad. Ninguno profirió una palabra mientras fueron pasando frente a las tumbas. Sólo al final, y cuando se disponían a bajar la caja al fondo de la sepultura, un hombre dijo al contratista:

—Echaremos cal. Así se descompone antes.

Entonces Felipe declaró confundido:

—¡Es verdad que no somos nada!

10

Felipe y el contratista regresaron al centro de Madrid. En aquella parte se separaron. Ya era de noche. Felipe marchó directamente a casa, contraviniendo las órdenes del señor Poch. Al entrar en su cuarto se dejó caer en un borde de la cama. Estaba cansado y sentía dolor debajo de las vendas que le cubrían el vientre. Medio mareado se fijó en el carrito de pino. Allí estaba todavía, con su madera manchada de aceite. Esto llegó a conmoverlo, y a punto de llorar, dió unas cabezadas para reanimarse. Pasado un rato se dirigió al balcón. Abrió las maderas. Las abrió con fatiga, como si esta vez fueran más pesadas que otros días. Al asomarse a la calle se apoyó en la barandilla. Después se irguió un poco, hasta quedar descansando en una esquina del balcón.

Luego de pensar en Tony, en doña Luisa, en Alvaro y en el señor Poch, Felipe vió que una lluvia menuda caía encima de un suelo encharcado. El acontecimiento era demasiado simple, pero Felipe continuó mirando cómo el suelo de la calle seguía mojándose una y otra vez..., una y otra vez...

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TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Cinematógrafo. Cinematógrafo. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-000F-77C6-C