Juan Moreira

Como fiera perseguida
piso una senda de abrojos,
sin sueño para mis ojos
ni venda para mi herida,
sin descanso ni guarida;
ni esperanza ni piedad
y en fúnebre soledad
mi dolor amarrado,
voy a la muerte arrastrado
por mi propia tempestad.
R. Gutiérrez.- Lázaro

Juan Moreira es uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad; es de aquellos hombres que cualquiera que sea la senda social por donde el destino encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente tallados en bronce.

Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenegado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido.

No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por su puñal.

No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos: dotado de una alma fuerte y de un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria, y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se le persiguió.

Moreira sabía que peleando defendía su vida amenazada de muerte, y peleaba de una manera frenética, y haciendo lujo de un valor casi sobrehumano.

Moreira tenía los sentimientos tiernos e hidalgos que acompañan siempre al hombre realmente bravo.

Educado y bien dirigido, cultivaba con esmero su propensión guerrera y su astucia inherente a la mayor parte de nuestros gauchos ya lo hemos dicho, hubiera hecho una figura gloriosa.

Hasta la edad de treinta años fue un hombre trabajador y generalmente apreciado en el partido de Matanzas, donde habitó hasta aquella edad, cuidando unas ovejas y unos animales vacunos, que constituían su fortuna pequeña.

Domador consumado, se ocupaba en amansar aquellos potros que, por indomables, llevaban a su puesto con aquel objeto.

No concurría a las pulperías sino en los días de carreras en que iba a ellas montado sobre un magnífico caballo parejero, aperado con ese lujo del gaucho que reconcentra toda su vanidad en las prendas con que adorna su caballo en los días de paseo.

Nunca se le había visto beber con exceso, ni andando en aquellas fatales parrandas de los gauchos donde nacen las peleas que terminan generalmente enterrando un cadáver más en el cementerio y proporcionando una nueva alta a los cuerpos de caballería que guarnecen las fronteras, cuerpos de línea que guardan las leyendas más tristes de pobres gauchos enviados allí con el pretexto de ser vagos o no tener hogar conocido.

Pero dejemos aquellas fúnebres historias de que algún día nos ocuparemos, y volvamos a Juan Moreira.

Si alguna vez se le vio desnudar su daga y guardarla en la cintura sucia de sangre, era cuando mezclado a la Guardia Nacional salía en persecución de alguna invasión de indios que hubiera venido a los partidos vecinos.

En esos días en que los buenos guardias nacionales abandonaban el lazo y la marca para seguir al Comandante militar del partido, Moreira se presentaba montado en su mejor caballo, llevando de tiro a su soberbio parejero.

En el combate se lucía, en la persecución siempre salía adelante en alas de su caballo que parecía volar, y concluido el combate y derrotada la indiada, regresaba a su puesto sin pedir la menor recompensa, apreciando lo que acababa de hacer como el cumplimiento de una obligación ineludible.

En ese género de correrías se había conquistado el nombre de El guapo, con que lo distinguían aún fuera de su pago, llegando sus compañeros hasta no considerar eficaz una persecución a los indios si en ella no había tomado parte el amigo Moreira.

Moreira vivía casado con una paisanita hija de un honrado vecino de su mismo partido, y tenía de ella un hijito que constituía toda su aspiración y todo su haber en el mundo, fuera de su mujer, a quien quería con idolatría.

Jamás se alejaba a las persecuciones de indios, sin estrechar en sus brazos al pequeño Juan Moreira, a quien llamaba mi crédito, y últimamente lo llevaba consigo a todos sus paseos, ya a las cabezadas de su lujoso apero, ya a su lado, gauchamente montado sobre un peticito que domara expresamente para él y en cuyas prendas figuraban los más bellos trenzados de tiento de potro que salían de sus manos primorosas para este género de trabajos.

Moreira poseía una tropa de carretas, que era su capital más productivo y en la que traía a la estación del tren más inmediata grandes acopios de frutos del país que se le confiaban conociendo su honradez acrisolada.

Allá, en su pago y años atrás, él había sido también una especie de trovador romancesco.

Dotado de una hermosa voz, solía templar su guitarra, llena de incrustaciones de nácar, en algún baile de amigos, y echar un par de tiernas y amorosas décimas, con ese sentimiento delicado de que está dotado nuestro gaucho payador, sentimiento que se ve rebosar en su cara inteligente y que da a su canto una ondulación rara y quejumbrosa y que llega hasta el fondo del alma.

Cuando un gaucho canta un triste, parece que vertiera él todo un compendio de desventuras.

Su rostro moreno se baña de una intensa palidez; su voz tiembla: brilla su pupila humedecida por una lágrima; los dedos con que oprime la cuerda sobre el diapasón, parece que quisieran encarnar en ella todo lo que siente; la guitarra gime de un modo particular, y el que escucha se siente dominado por un éxtasis arrobador.

El gaucho trovador de nuestra pampa, el verdadero trovador, el Santos Vega, en fin, cantando una décima amorosa, es algo de sublime, algo de otro mundo, que arrastra en su canto, completamente dominado a nuestro espíritu.

¡Es una gran raza la raza de nuestros gauchos!

Todos ellos están dotados de un poderoso sentimiento artístico.

Tocan la guitarra por intuición sin tener la más remota idea de lo que es la música, y cantan con la misma ternura que improvisan sus huellas, llegando, como Santos Vega, a construir esta sublimidad:

De terciopelo negro
tengo cortinas
para enlutar mi cama
si tú me olvidas.

Y el sentimiento artístico estaba poderosamente desarrollado en Moreira.

Cuando preludiaba la guitarra, la asamblea enmudecía, y cuando de su poderosa garganta partía, como un quejido, una trova, las paisanas se sentían atraídas y los hombres se conmovían.

Hemos hablado una sola vez con Moreira, el año 74, y el timbre de su voz ha quedado grabado en nuestra memoria.

Cuando hablamos con él, entonces Moreira estaba tachado de bandido y su fama recorría los pueblos de nuestra campaña.

Y había sin embargo en el conjunto de su arrogante apostura tanta nobleza, tal sello de simpática bravura, que uno se hacía en su pensamiento esta fuerte conclusión: es imposible que este hombre sea un bandido.

No había en su semblante una sola línea innoble, su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de terciopelo.

Era una cabeza estatuaria colocada en un tronco escultural.

Entonces Moreira tenía apenas treinta y cuatro años.

Era alto y regularmente grueso, vestía con un lujo pintoresco, el traje nacional que llevaba con una desenvoltura y una arrogancia notable.

Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura.

Sus más hermosas facciones eran los ojos y la nariz. Los primeros iluminaban su semblante atrayente, dándola una expresión inteligente y altiva, la segunda ligeramente aguileña, contribuía a aquella expresión de simpática bravura que era la que dominaba en aquel semblante.

Vestía entonces un chiripá de paño negro sujeto a la cintura por un tirador cubierto de monedas de plata, que le servía para oprimir su estómago algo saliente.

De este tirador pendían por la parte de adelante dos brillantes trabucos de bronce, y sujetaba sobre el vacío, al alcance de la mano derecha, una daga lujosamente engastada.

El aseo de su ropa, que se veía en su blanquísima camisa y en el prolijio cribo del calzoncillo, era notable.

Su traje estaba completado por una bota militar flamante, adornada con espuelas de plata, un saco de paño negro, un pañuelo de seda graciosamente enrollado al cuello, y un sombrero de anchas alas.

En su mano derecha, pendiente de la muñeca, se veía un látigo de plata, de los llamados brasileros; en el dedo meñique usaba un brillante de gran valor, y sobre su pecho, cayendo hasta uno de los bolsillos del tirador, brillaba una gruesa cadena de oro que sujetaba un reloj remontoir.

Éste era Juan Moreira, cuyos hechos han pasado a ser el tema de las canciones gauchas, y cuyas acciones nobles se cantan tristemente al melancólico acompañamiento de la guitarra.

¿Qué motivo poderoso, qué fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente del crimen a un hombre nacido con todas las condiciones de un bello espíritu, y que hasta la edad de treinta años fue un ejemplo de moral y de virtudes?

Tomemos su vida desde diez años atrás y encontraremos la razón de la conducta que observó Moreira en el último tercio de su vida.

Hemos hecho un viaje expreso a recoger datos en los partidos que este gaucho habitó primero y aterrorizó después, sin encontrar en su vida una acción cobarde que arroje una sola sombra sobre lo atrayente de la relación que emprendemos.

Era una especie de judío errante que combatía eternamente, disputando a la justicia su cabeza, porque sabía que entregarse era morir irremediablemente y porque en su insolente orgullo había dicho y repetido que no existía una partida de policía suficientemente fuerte para prenderlo.

Tomemos, pues, como punto de partida aquella época de su vida, que llamaremos Los amores de Moreira.

La gran causa de la inmensa criminalidad en la campaña, está en nuestras autoridades excepcionales.

El gaucho habitante de nuestra pampa tiene dos caminos forzosos para elegir: uno es el camino del crimen, por las razones que expondremos; otro es el camino de los cuerpos de línea, que le ofrecen su puesto de carne de cañón.

El gaucho, en el estado de criminal abandono en que vive, está privado de todos los derechos del ciudadano y del hombre; sobre su cabeza está eternamente levantado el sable del Comandante militar y de la partida de plaza a quien no puede resistirse, porque entonces, para castigarlo, habrá siempre un cuerpo de línea.

Ve para sí cerrados todos los caminos del honor y del trabajo, porque lleva sobre su frente este horrible anatema: hijo del país.

En la estancia, como en el puesto, prefieren al suyo el trabajo del extranjero, porque el hacendado que tiene peones del país está expuesto a quedarse sin ellos cuando se moviliza la Guardia Nacional, o cuando son arriados como carneros a una campaña electoral.

El gaucho viene así a ser un paria en su propia tierra, que no sirve para otra cosa que para votar en las elecciones con el Juez de Paz o el Comandante, o para engrosar las filas de los regimientos de línea a que tiene horror.

¡Y que tiene razón de sentir aquel horror a los cuerpos de línea!

El gaucho marcha a la frontera, enviado por vago (no encuentra trabajo), por falta de papeleta (no votó con el Comandante sino con su patrón), o simplemente porque su mujer es una paisanita hermosa y codiciada.

Va a la frontera con una barra de grillos en los pies, como si fuera un criminal miserable: allí sufre durante dos años de desnudez, el hambre y los horribles tratos de un cuerpo de línea, pudiéndose dar por feliz si al cabo de este tiempo puede obtener su cédula de baja.

El gaucho vuelve a su pago, creyendo olvidar sus sufrimientos en la tranquilidad de su rancho y al lado de su mujer y sus hijos, pero es precisamente allí en su rancho donde le espera la desventura, el dolor y la vergüenza.

Sus caballos y sus animalitos se lo han repartido como botín de guerra los que han saqueado su rancho; su mujer, sitiada por hambre, vive con el mismo alcalde o teniente alcalde que lo envió a la frontera, engrillado, con este solo objeto, y sus hijitos, sus pobres hijitos han sido regalados a diferentes familias a quienes servirán de criados sabe Dios hasta cuándo.

El dolor rebosa en su alma al contemplar este cuadro de desolación y dolor supremo, su corazón absorbe todo el veneno que tanta maldad ha derramado en él, y el gaucho se lanza al camino lleno de odio y ansioso de venganza.

Entonces es puesto fuera de la ley que para él no existió nunca, y condenado a pelear en el campo para defender su cabeza que codicia la partida de plaza, con la que pelea hasta morir, porque sabe que una vez rendido será inmediatamente muerto por haberse resistido a la autoridad, o por cualquier otro pretexto.

El alcalde teme que el gaucho venga una noche a cobrarle con su puñal la cuenta de sus desventuras, y quiere deshacerse de él a todo trance para librarse de aquella venganza tardía a veces, pero segura siempre.

Aquel hombre tiene que vivir huyendo como un bandido: tiene que robar para llenar las necesidades de la vida; empieza por matar defendiendo su cabeza, y concluye por matar por costumbre y por placer, porque la vida errante le ha hecho contraer el vicio de la bebida y los que acompañan a éste o son engendrados por él.

He aquí por qué este hombre de hermosísimas prendas de carácter dotado de una inteligencia natural y de un corazón de raro temple, se lanza a la senda del crimen, que recorre paso a paso, hasta sucumbir como Moreira, combatiendo contra a una partida de gendarmes ayuda dos por tropa, que ha ido directamente a matarlo, o a caer entre las manos de la justicia, cuando el sueño y la fatiga lo han rendido, como Julián Andrado.

¿Tenemos nosotros derecho para condenar a este criminal con todo el peso de la ley?

Y sin embargo nuestros presidios están llenos de estos tipos que habían nacido para todo, menos para asesinos y bandidos, a quienes se aplica la última pena, que sufren con una serenidad hermosa y un valor inquebrantable.

He aquí la existencia de nuestro gaucho, narrada a grandes rasgos, pero con una exactitud innegable.

Volvamos ahora al protagonista del drama policial que nos ocupa tomándolo años antes de su primer puñalada.

Los amores de Moreira

Moreira vivía en el partido de Matanzas, donde se había criado desde pequeñito, sin haber conocido a su padre que era aquel tremendo Moreira que hizo fusilar Rosas, dándole una carta para Cuitiño, en cuya carta le daba orden de fusilarlo y que la víctima creía ser una orden para que le entregasen un dinero que se le había prometido.

Muchos de nuestros lectores que vivieron en aquellas épocas luctuosas, tal vez hayan conocido al padre de nuestro héroe.

Ya hemos dicho que Juan Moreira, como la mayoría de nuestros gauchos, tocaba la guitarra con ese sentimiento artístico que nace del corazón y que no se puede imitar, acompañándose con tiernas décimas y tristes, que gemían melancólicamente al poder sentido de su hermosa voz.

En aquellas plácidas noches de luna, en que se ve al campo plateado por la luz suavísima del astro de la noche, Moreira ensillaba su caballo con esa coquetería cariñosa que tiene siempre para su pingo el gaucho de buena ley, y colgando su guitarra a los tientos del recado, se iba a algún rancho amigo, donde era siempre bien recibido, porque con él iban la alegría y la perspectiva de una noche de baile.

La jarana se armaba entonces en toda regla: al rancho empezaban a caer los amigos de los alrededores, el cimarrón circulaba de boca en boca, alternando con un traguito de ginebra, y el baile seguía a la décima y al triste, baile alegre e inocente que duraba hasta las doce de la noche o la una de la madrugada.

En estas correrías y jaranas Moreira conoció a Vicenta, joven paisanita cuya hermosura era proverbial en el pago, y entonces el rancho de Vicenta fue el preferido por Moreira, para sus noches de baile y alegría.

Generalmente querido por su extremada bondad y mansedumbre, en los bailes que improvisaba Moreira no había el menor disgusto pues a la par que se le quería, se le respetaba, y ninguno de ellos hubiese querido granjearse su enemistad.

Este género de baile pasa siempre en el mayor orden porque a ellos concurre sólo la buena gente trabajadora, y alguno que otro forastero que es invitado a desensillar, porque la hospitalidad para el gaucho es una especie de religión que practica con placer.

Los gauchos alzados y vagos no concurren nunca a este género de bailes, porque siempre andan huyendo de los centros de población, frecuentados por la autoridad.

Su teatro es la pulpería, donde se apea de noche y de donde sale de día a vagar hasta la vecina, con el ojo siempre avizor y la daga al alcance de su mano.

A los bailes que Moreira improvisaba en casa de Vicenta, asistían además del paisanaje, el teniente alcalde del cuartel que habitaba y uno que otro comerciante amigo del paisano o de la familia.

Moreira amaba a Vicenta como ama el gaucho en su inocencia primitiva, sin hablarle una palabra, pero revelándole el amor de su alma virgen con la mirada de sus magníficos ojos y el proverbial «dispense, doña Vicenta», con que le dedicaba sus más sentidas décimas, y amorosas trovas.

Vicenta comprendía este amor y callaba, correspondiéndole con una mirada expresiva y el mate especial que le servía, ligeramente espolvoreado con canela.

Moreira era un joven sumamente arrogante era de los más acreditados en el partido como valiente y como el mejor cantor, prendas que en la campaña para la mujer, son estimadas con preferencia.

El padre de Vicenta veía estos amores con cierta vanidad, pues a más de todo esto, Moreira era un hombre trabajador, honrado y dueño de una fortuna que, trabajada, podía ser algún día una riqueza.

El buen paisano alentó los amores de Moreira, para provocar entre los dos jóvenes un honesto casamiento.

El teniente alcalde, que frecuentaba las reuniones a que aludimos, hacía tiempo que andaba enamorado de la gentil Vicenta, pero con distintas intenciones de las de Moreira.

Quería emprender la seducción de Vicenta, y no podía mirar con tranquilidad aquellos amores; primero, porque ellos desbataraban sus planes, y segundo, porque Moreira era un paisano sagaz con quien no se podía jugar sucio.

El teniente alcalde empezó entonces a fraguar la trama interna que da por resultado la frontera y los grillos para que se persigue con cualquier pretexto, aunque la rama iba esta vez a hacerse difícil, pues se estrellaba en un hombre intachable por su conducta.

Moreira no malició la perfidia que le reservaba el teniente alcalde, tranquilo y servidor como siempre, siguió en sus bailes y en sus amores con Vicenta, amores ya aceptados por el padre.

Fue en estos días que Moreira facilitó al almacenero Sardetti la suma de diez mil pesos que éste le pidió para hacer una compra de frutos del país, préstamo que fue echo sin recibo ni documento alguno, y completamente a la buena fe de ambos.

Moreira se había decidido por fin a hablar y había concertado su casamiento para un mes después.

Fue aquella una fiesta memorable en la que hubo licor de rosa y tortas fritas, en que se bailó hasta destabarse y se tocó la guitarra hasta el «sol alto».

Y fue también en esa noche en que tuvo lugar el primer acto de hostilidad del teniente alcalde, que no incurrió al baile y al otro día mandó a sacar a Moreira una multa de quinientos pesos por haber dado baile público «sin permiso de la autoridad».

Moreira, a pesar de la opinión de su suegro, preocupado por su reciente felicidad, pagó la multa, diciendo que sin duda alguna aquella era el remojo que cobraba el amigo don Francisco.

Pero las multas empezaron a repetirse con frecuencia, lo que empezó a alarmar el pacífico vecindario que comprendía la injusticia de ellas.

Un día Moreira era citado a casa del teniente alcalde, porque se había encontrado un animal de su propiedad haciendo daño en los sembrados y era preciso abonar la multa que el paisano pagaba humildemente, aunque sin ninguna voluntad y protestando de la injusticia.

Otro día era una multa por no haberse presentado a un supuesto llamado de la autoridad, y otro en fin por haber molestado al vecindario a deshonra con su acto.

Estas multas empezaron a agriar poco a poco a Moreira, hasta que un día se presentó en casa del amigo don Francisco, decidido a saber el porqué de esta persecución.

El amigo Francisco escuchó agriamente el justo humilde reclamo y lo respondió con aspereza que no tenía que darle cuenta de sus acciones y que si no pisaba más derecho le iba a remachar una barra de grillos.

Ante esta amenaza Moreira palideció, pero dominándose rápidamente le dijo.

-Yo no he ofendido a nadie, don Francisco: usted me persigue de puro vicio y esto va a acabar mal.

-Parece que me amenaza, respondió don Francisco alzando la voz -pues ahora mismo irás al cepo.

Y Moreira fue puesto en el cepo, donde permaneció cuarenta y ocho horas, sin que se le oyera pronunciar una sola queja.

Es preciso saber lo que es un cepo de Justicia de Paz, en los lejanos y abandonados pueblos de nuestra campaña.

Un cepo de esta clase es siempre una gruesa viga, de ñandubay u otra madera dura, llena de agujeros y aserrada a lo largo, tomando por centro la mitad de los agujeros: la parte baja de este aparato está asegurada en el suelo, a la que va adherida por medio de grandes bisagras a un extremo, la parte alta que se cierra al otro por un gran candado.

Aquel aparato inquisitorial está colocado siempre a campo y bajo de un árbol, que la única protección que el paciente tiene contra los soles y las heladas y a donde es puesto del pescuezo, de las piernas o de donde se les ocurre al teniente alcalde que manda ejecutar el martirio.

Allí fue puesto Moreira, de las piernas y allí permaneció cuarenta y ocho horas sin que se le oyera la menor protesta contra aquel proceder arbitrario, mansedumbre que irritó al amigo Francisco, hasta el extremo de mandar echar de allí Vicenta, que vino a pasar la noche al lado de su marido.

Igual proceder se mandó observar con el suegro y los numerosos amigos que fueron a visitar al preso, única protesta muda que les era permitida de aquella acción cobarde.

Cuando Moreira fue puesto en libertad, se dirigió a su rancho, donde ensilló su caballo, y se fue a casa de su compadre Giménez, padrino de su casamiento, a quien relató lo que le sucedía y pidió consejo, pues no quería desgraciarse por aquel hombre que tan sin motivo se había puesto a perseguirlo.

Giménez aconsejó a Moreira se fuese al juzgado de Paz y contase lo que le sucedía pidiendo se evitase que aquel hombre siguiera cometiendo estos abusos.

Pero a Moreira se había anticipado el amigo Francisco, imponiendo al juez de que aquel diablo había empezado a echarse a perder y que había tenido que ponerlo en el cepo porque había llevado su insolencia hasta amenazarlo.

El gaucho invocó sus derechos ¿pero qué gaucho tiene derechos? invocó la justicia, palabra hueca para él, y no fue escuchado; ofreció acreditar su conducta con los vecinos de su cuartel, y fue expulsado del juzgado con la amenaza de que si no se corregía sería, enviado a la frontera en el primer contingente.

El gaucho salió del juzgado con la primera semilla de venganza en el corazón, y convencido de que para él no había más derecho que el que le proporcionara el filo de su puñal, ni más justicia que la que él mismo se hiciera.

Regresó a su rancho, sombrío y con la frente oscurecida por la resolución inquebrantable que había adoptado.

Los paisanos estaban asombrados de la mansedumbre de Moreira, llegando alguno de ellos a decirle que no fuera tonto, que no soportara las porquerías del amigo Francisco callado la boca, pues entonces aquel lo agarraría como a hijo .

Moreira sonrió y comunico a los paisanos que había resuelto desde ese día no tolerar nada.

Así pasaron algunos meses, sin que el gaucho fuese molestado de nuevo; parecía que se hubiera olvidado lo pasado, y la alegría había vuelto a renacer en el rancho de Moreira.

Sin embargo, desde aquel día en que fue expulsado del juzgado de Paz, Moreira cambió su cuchillo de trabajo por una lujosa daga, que sólo usaba en los días de combate con los indios y la que había afilado con sumo esmero.

Así pasó el tiempo, se cambió el Juez de Paz que no removió a la mayor parte de alcaldes y tenientes alcaldes entre los que quedó el amigo Francisco; pero Moreira no fue molestado.

Parece que el amigo Francisco había cambiado de táctica o había sabido lo que para el porvenir debía esperar de Moreira, y tuvo miedo.

El gaucho tuvo un hijo, que vino a absorber todo su cariño y todo su tiempo; la lujosa daga cayó de su cintura para dejar sitio a la cuchilla del trabajo, y la antigua alegría volvió a sentar sus reales en el humilde rancho.

Los bailes renacieron, y la guitarra volvió a sonar y la magnífica voz del gaucho volvió a escucharse cantando hermosas décimas y picarescos pies de gato.

El amigo Francisco no volvió a parecer por el rancho de Moreira, pero mandó emisarios que dijeron a Moreira que sentía infinito lo que había sucedido y que quería olvidar lo pasado.

Ya hemos dicho que Moreira tenía bellísimas prendas de carácter; su corazón era incapaz de guardar por tanto tiempo la idea de una venganza y fue él mismo a estrechar la mano del amigo Francisco y a convidarlo para el bautismo de Juancito que debía celebrarse el próximo sábado.

Ese día llegó, alegre para todo el sencillo vecindario del apreciable gaucho, hubo carne con cuero y baile de noche, se echó la casa por la ventana y la ginebra y el licor anduvieron por alto, alternados con el mate y las guitarras, pues cada amigo había caído con la suya, para amenizar el baile del amigo Moreira.

A la cara hermosa del paisano asomaba toda la felicidad que aquel hijo había derramado en su alma, haciéndolo renacer; cantó toda la noche, y en medio de los más frenéticos aplausos cepilló un malambo que daba mil gustos, según la expresión característica.

Moreira se excedió en la bebida un tanto cuanto, lo que fue motivo de mayor alegría y algazara, pues según los que le han tratado, cuando estaba divertido, era cuando se le veía más alegre y accesible a todo género de bromas.

Aquel baile hizo época en el partido, porque duró dos noches y el día que a éstas separara.

Fue siempre en medio de la más franca y cordial alegría, pues cuando algún invitado se mamaba, era conducido al pequeño bosque donde dormía a su gusto y de donde regresaba al baile.

Así fue bautizado el pequeño Juan Moreira abriendo una nueva faz al espíritu del padre que se había vuelto más contraído aún en el trabajo pues ya tenía un porvenir que labrar.

Las hostilidades suspendidas por el teniente alcalde, volvieron a hacerse sentir con pequeñas miserias.

Un día fue llamado por el amigo Francisco, quien le notificó que tenía que pagar cuatrocientos pesos de multa, porque dos vacas de su propiedad habían andado haciendo daño en los sembrados de trigo.

Moreira palideció de ira, buscó en la cintura el sitio de la daga, pero la silueta de su hijito cruzó por su imaginación y se contuvo.

Pagó la multa y se alejó de aquella «casa de justicia», sintiendo en su corazón que la misma idea de venganza que lo hiciera latir aquel día que estuvo en el juzgado, volvía a renacer más poderosa.

Volvió sombrío a su rancho y se ocupó esa noche en concluir un par de lujosas riendas trenzadas, verdadero primor gaucho, que hacía días fabricaba para su Juancito que aunque recién caminaba, ya lo acompañaba en sus paseos a las cabezadas de su recado.

Vicenta había engrosado.

La felicidad había corregido las suaves líneas de su cara oval y bondadosa, y era una hermosa paisanita, cuyo más inmenso placer era peinar los negros rulos y la sedosa barba de Moreira.

Por aquellos tiempos Moreira tuvo necesidad de dinero para efectuar una compra de haciendas baratas, y pidió al amigo Sardetti los diez mil pesos que le prestara hacía más de un año.

Sardetti pidió espera porque los negocios no andaban muy católicos, y Moreira accedió sin vacilación, suplicando que le efectuara el pago lo más pronto posible, porque aquello de que «la necesidad tiene cara de hereje».

Así pasaron dos meses.

Moreira siempre cobrando y el almacenero siempre pidiendo espera y alegando que no tenía ni aún mil pesos que poderle dar a cuenta.

Moreira fue perdiendo la paciencia poco a poco, hasta que un día hizo presente al deudor que si no le pagaba los diez mil pesos se iba a ver en la necesidad de demandarlo.

El pago no se efectuó, y Moreira entabló su demanda ante el amigo Francisco, que mandó buscar a Sardetti.

Fuera que éste se hubiera entendido con el teniente alcalde, fuera simplemente obra de su mala fe, Sardetti negó la deuda asegurando que no debía a Moreira un solo peso.

-¿Y a qué viene entonces tanta mentira? -preguntó hostilmente el teniente alcalde-. ¿Por qué vienes a cobrar un dinero que no es tuyo?

-Cobro mi plata que he prestado, replicó Moreira trémulo de ira, y la cobro porque la necesito; este hombre quiere robarme si dice que no me debe, y yo entonces vengo a pedir justicia.

-La justicia que yo te he de dar es una barra de grillos, ladrón, que vienes a contar bolazos.

Al sentirse tratar así, Moreira tembló, miró a aquellos hombres de una manera feroz y llevó la mano a la espada, mano que retiró vacía porque conociéndose se había tenido miedo a sí mismo y había dejado en su casa las armas.

-¿Quiere decir que no me debes nada? -preguntó trémulo a Sardetti, que palideció, pero que contestó secamente:

-¡Nada!

-¿Y usted no quiere hacer que me pague? -preguntó dirigiéndose al teniente alcalde.

-Es claro, puesto que nada te debe, y que tú has venido a «jugar sucio».

A la anterior alteración de Moreira se sucedió una de aquellas calmas que son más temibles aún que la explosión de la cólera, pues ellas son hijas de una resolución suprema y de un carácter poderoso.

-Está bueno, amigo -dijo Moreira, dejando caer la mirada de sus negros ojos sobre Sardetti-. Usted me ha negado la deuda para cuyo pago le di tantas esperas, pero yo me la he de cobrar dándole una puñalada por cada mil pesos. Y usted, don Francisco, que me ha «echado al medio» de puro vicio, guárdese de mí porque usted ha de ser mi perdición en esta vida.

Moreira iba a retirarse, pero fue detenido por don Francisco, que llamando al soldado de la partida que con él representaba allí la justicia (rara justicia) lo hizo meter al cepo, esta vez de cabeza por desacato a la autoridad.

Moreira se dejó poner en el cepo sonriendo porque sabía que pronto había de llegar la hora de su desquite, y sufrió las insolencias y aún los golpes del amigo Francisco, sin pronunciar una sola palabra.

Al día siguiente fue puesto en libertad y oyó de boca del amigo Francisco estas palabras:

-La tercera es la vencida, y si vuelves a las andadas te remitiré a la frontera con una buena barra de grillos.

Moreira escuchó estas palabras sin apagar de sus labios la sonrisa que los orlaba y se retiró replicando sencillamente: «hasta la vista entonces, don Francisco».

Moreira se fue a su casa, donde permaneció todo el día prodigando a su hijo y a su mujer un mundo de tiernas caricias; estuvo tocando en la guitarra una serie de tristes, hasta la hora de cenar, en que asistió a la mesa por fórmula.

Llegada la noche, Moreira se vistió cambiándose la ropa interior y poniéndose a la cintura su daga de combate, ensilló su caballo parejero con esa prolijidad que usa el gaucho cuando ha de hacer una larga jornada.

Sus ojos brillaban de una manera particular y su fisonomía había tomado una expresión de fúnebre amenaza.

-¿Adónde vas a estas horas? -preguntó Vicenta cuidadosa, al ver los preparativos que había estado haciendo.

-Voy a lo de mi compadre Giménez, respondió éste saltando sobre su caballo, no tardaré en volver.

El suegro que estaba en el rancho acompañando a la hija y ayudándole a sobrellevar la pena que la causaba la prisión del marido, trató de averiguar a Moreira dónde iba a aquellas horas.

-Ya vuelvo, tata viejo, contestó el paisano y oprimiendo los hijares de su overo bayo, se perdió entre las sombras de la noche.

¿Adónde iba Moreira que así precipitaba la marcha del inteligente animal, que parecía comprender el apuro del jinete?

Moreira corría como quien huye entre las sombras de la noche, de un peligro imaginario.

El viento agitaba su largo cabello que iba a azotar su espalda, y su sedosa barba dividida por el mismo viento, cubría sus hombros como un manto de crespón.

Y animaba la marcha del caballo con la palabra, queriéndole imprimir el ardor que sentía por llegar al punto de su destino.

A los veinte minutos de marcha, sujetó el caballo en una de esas características pulperías de campaña, echó pie a tierra, ató con un nudo fácil el maneador en el palenque y penetró a la pulpería, concurridísima a esa hora.

Era ésta la pulpería de Sardetti, y Moreira iba allí a cobrar sus diez mil pesos y a tomar cuenta del proceder del pulpero.

En la trastienda de la pulpería, sentados sobre alguna silla milagrosa y cajones vacíos había una media docena de paisanos que se ocupaban en comentar el proceder del teniente alcalde y la desgracia en que había caído Moreira.

Cuando éste entró, los paisanos se pararon contestando a su comedido saludo; unos se contentaron con decirle: «Dios le guarde, amigo Moreira»; mientras otros le estrechaban afectuosamente la mano.

Sardetti había visto entrar al gaucho y había palidecido mortalmente: su corazón tembló anunciándole la causa de aquella visita y tendió la vista por la trastienda interrogando el semblante de los concurrentes.

Moreira estaba allí sereno, altivo, recibía de los amigos calurosas felicitaciones por su libertad y sonreía dejando ver por la abertura de sus labios, la doble fila de sus blanquísimos dientes que formaban un hermoso contraste con su negra barba.

-Una copa, pulpero -dijo tranquilamente, dirigiéndose a Sardetti-. Amigos, dijo a los paisanos, yo pago la otra vuelta.

Sardetti se apresuró a obedecer y llenó los vasos que los paisanos enjuagaron a la salud de Moreira.

-Han creído que soy vaca que se ordeña sin manear -prosiguió diciendo-, ¡y así va a ser la cornada!; me han agarrado por bueno pero se me hace que esta vez no la han de sacar por tarja .

Moreira pidió otra vuelta y con una tranquilidad aterradora siguió hablando así dirigiéndose a los paisanos:

-La paciencia se gasta, porque no es oro, y siento que la mía ha ido a parar a la loma del diablo; anoche me ha hecho su blanco el teniente alcalde y me ha metido en el cepo, pero hoy la vaca se ha vuelto toro y no hay que hacerle al dolor.

El pulpero tragaba saliva, dejando ver en su palidez el espanto que le dominaba; la calma de Moreira le hacía prever una desgracia, desgracia inevitable, pues sabía que las palabras de Moreira no eran hijas de una mera compadrada, sino que ellas eran dictadas por una resolución inquebrantable; la amenaza que le había hecho el paisano no se había borrado de su memoria y veía que el momento de cumplirla había llegado fatalmente.

-Todos ustedes saben que yo presté a este hombre diez mil pesos -continuó señalando a Sardetti con el cabo del rebenque-, he tenido que demandarlo porque no había podido conseguir que me pagara, ¿y saben lo que ha contestado? Pues ha dicho que yo era un ladrón, y que no me debía un medio.

Y al decir esto la voz del paisano se había vuelto trémula y sus ojos estaban empañados por las lágrimas que de ellos hacía brotar el coraje.

-Es verdad, amigo Moreira -respondió humildemente el pulpero-, yo he negado la deuda porque no tenía plata y si la confesaba me iban a vender el negocio, pero yo sé que le debo y algún día le he de pagar.

Moreira no hizo caso de las palabras del pulpero y siguió hablando de esta manera, a los paisanos que ya habían comprendido las intenciones con que había ido allí el gaucho, y que adivinaban la escena tremenda que iba a pasar.

-Me han puesto en el cepo de cabeza, como a un ladrón, me han golpeado cuando me han visto indefenso -y mostraba sobre su altiva frente una ligera cicatriz que recibió al ser metido en el cepo-, y por último me han largado con el calor de la marca diciéndome que me habían de mandar a la frontera.

Y los ojos del gaucho se dilataban de una manera feroz, dejando ver un brillo frío y siniestro que hacía la impresión de una puñalada.

Uno de los paisanos que le escuchaba, más viejo y más amigo de Moreira que los otros, le dijo que tenía mucha razón, pero que un perro de aquella especie, no merecía que un hombre de bien se perdiera haciendo una hombrada.

-Tú tienes un hijo -concluyó aquel gaucho bondadoso-, y va a padecer las consecuencias de lo que hagas. Si no lo haces por mí, hazlo por esa prenda de tu cariño, y vámonos tomando la copa del estribo.

Una inmensa agonía cruzó como un relámpago el hermoso semblante de Moreira, y mirando tristemente al hombre que le había recordado su hijo, le replicó.

-Yo no me voy sin haber cumplido mi palabra y sin terminar lo que voy a hacer, y no tomo la copa del estribo, porque no quiero que mañana digan que lo que yo he hecho lo hice divertido, porque no tuve entrañas para hacerlo fresco.

El paisano viejo trató de persuadirlo de nuevo haciéndole oír razones sencillas y tocantes, pero todo fue inútil.

Moreira estaba decidido a cumplir su palabra a pesar de todo, y no hubo razón que lo hiciera ceder.

-Concluyamos que es tarde -dijo levantándose de pronto-, amigo Sardetti, vengo a que me pague los diez mil pesos o a cumplir mi palabra empeñada.

El pulpero vaciló, miró con espanto a Moreira, y dirigiendo una mirada de suprema súplica al paisano que había tratado de disuadir a aquel terrible acreedor, respondió de una manera humilde y quejumbrosa:

-Yo no tengo plata, amigo Moreira, espérese unos días, y le juro por Dios que lo he de pagar hasta el último peso.

-No espero más -contestó el paisano con suprema altivez-, vengan los diez mil pesos o te abro diez bocas en el cuerpo, para que por ellas puedas contar que Juan Moreira cumple lo que promete, aunque lo lleve al diablo.

Y con mano segura desnudó su daga que brilló con un fulgor siniestro.

Los paisanos habían quedado helados, Sardetti estaba más muerto que vivo y Moreira, arrogante y altivo, con la daga en la mano y la manta de vicuña, volcada sobre el brazo izquierdo, estaba allí como el ángel del exterminio.

-O pagas sobre el acto, dijo imperiosamente Moreira, o te abro como un peludo.

-No tengo plata -balbuceó el pulpero en una especie de estertor, mientras el paisano que desde un principio había tratado de evitar el lance, se cruzaba delante de la daga de Moreira, diciéndole:

-No te pierdas, hermano, el gringo no vale la pena y vas a tener que huir del pago.

Moreira apartó al paisano con un ademán vigoroso, y saltando al otro lado del mostrador, se lanzó sobre Sardetti con el brazo encogido y en ademán de tirar una puñalada.

Los paisanos cerraron los ojos para no ver aquello.

Cuando los paisanos abrieron los ojos creyendo que todo había concluido, encontraron a Moreira todavía frente al pulpero.

¿Qué extraño pensamiento había detenido su daga con la fuerza de un brazo humano?

¿Qué lo había hecho hacer un paso atrás en el momento de herir? ¿Había tenido miedo? ¿Se había arrepentido?

No, Moreira había cedido a un sentimiento de hidalguía; había visto al pulpero desarmado y no se había atrevido a herir, porque no había ido allí a cometer un asesinato ni a dar muerte a un hombre indefenso.

Cuatro o cinco segundos duró apenas la vacilación de Moreira, que viendo inmóvil aún al pulpero, le dijo de la manera más natural del mundo:

-¿Qué haces que no te defiendes? ¿O quieres que te degüelle como a un peludo?

-No tengo armas -respondió Sardetti-, y aunque las tuviera, esto será siempre un asesinato.

Moreira arrebató a uno de los paisanos el puñal de la cintura, arrojándolo a los pies del pulpero, y se preparó a herir.

Sea que la cobardía de Sardetti fuera porque no tenía armas realmente, fuera que comprendiese que solo matando al gaucho podía escapar a aquel peligro de muerte, al verse dueño de un cuchillo sus ojos brillaron y desapareció por completo su aspecto de terror y de víctima resignada.

Empuñó la daga y esperó alerta el ataque que debía ser impetuoso.

En la trastienda no había más gente que Moreira, los paisanos que allí se encontraban a su llegada, el pulpero y un dependiente de catorce a quince años, que estaba dominado por el espanto.

Una sola lámpara de querosene colgada del techo por un alambre, alumbraba aquella escena fuertemente dramática.

Los paisanos cuando vieron que se trataba de un duelo, se apartaron y sólo quedaron al lado del mostrador los dos combatientes, midiéndose con la mirada.

Cuando Moreira vio la nueva actitud que asumía el pulpero, cuando lo vio apoderarse de la daga y esperar sereno el ataque, le dijo estas palabras:

-¡Así te quería ver maula! -y lo acometió tirándole un hachazo a la cabeza que Sardetti evitó volcando el cuello, respondiéndole con una puñalada tremenda que Moreira adivinó con su vista de lince y que evitó fácilmente con el poncho que pendía del brazo izquierdo.

El combate era formidable; las puñaladas se dirigían rápidas y mortales por una y otra parte, y aunque la lucha llevaba ya más de dos minutos, ninguno de ellos se había podido herir.

Por fin Sardetti, comprendiendo que la duración del combate podía ser fatal para él porque su enemigo era poderoso y firme, hizo un poderoso esfuerzo y se tendió a fondo en una terrible puñalada.

Aunque Moreira metió el poncho, aunque quebró si cuerpo como una vara de mimbre, la punta del puñal de Sardetti, pasando a través de los pliegues del poncho, fue a herirlo levemente en la tetilla izquierda.

-Ahora ya no te tengo asco -gritó Moreira al sentir sobre su pecho el frío de la daga, y bajando la cabeza subiendo hasta la altura de sus ojos el antebrazo izquierdo de que colgaba el poncho, entró a Sardetti por el costado izquierdo con tal ímpetu, que le sepultó allí la daga por completo.

Sardetti lanzó una especie de quejido sordo, dejó caer la daga de su mano, y vaciló sobre sus pies.

Entonces como un relámpago, como una máquina de muerte, Moreira le dio nueve puñaladas más; tres en el pecho, cuatro en el vientre, y dos en el costado, arriba de la primera.

Sardetti cayó pesadamente, sin pronunciar una palabra, sin proferir un acento de dolor; parecía que la primer puñalada le había dado la muerte y que las otras las había recibido en el intervalo que tardó en caer.

Moreira contempló un segundo el cadáver de Sardetti, miró a los paisanos que no habían vuelto de su estupor y salió de la pulpería diciendo:

-Ahora, que se cumpla mi destino

Fue hasta el palenque, desató su caballo y se le sintió alejarse al trotecito, como si quisiera aclarar sus ideas antes de llegar al paraje a que se encaminaba.

Así llegó a su rancho donde era esperado con una ansiedad profunda.

Su suegro, hombre práctico en la vida, había adivinado con esa mirada clara del paisano que su yerno salía a algo grave; lo comprendía por los sucesos anteriores y por los aprestos que hizo aquél antes de dejar su rancho.

-No se hacen estas cosas con un hombre de su temple -había dicho el buen viejo-, tanto se baraja el naipe que al fin se gasta, y mi Juan va a hacer uno de estos días una hombrada que los va a dejar fritos.

Vicenta interrogaba a su padre llorosa y espantada al ver el triste ademán con que el paisano trataba de consolarla.

-Vaya usted a buscarlo, tata -decía agarrando las manos del paisano-, vaya a buscarlo porque se me ha puesto que Juan ha ido a matar al amigo Francisco que así se ha puesto a perseguirlo.

-Lo que Juan haya ido a hacer -replicaba éste-, lo hará aunque se mezcle el diablo. Cuando él ha salido así, es porque ya estaba resuelto y tal vez los ruegos lo enojen más. Deja no más hija, que no ha de tardar en venir -y el viejo sonreía tristemente, porque estaba persuadido de que Moreira se había ido a matar a media justicia, empezando por don Francisco.

-¿Y si lo matan, tata? -había preguntado Vicenta en colmo de la desesperación.

-No hay quien haga esa gauchada, contestó el paisano -para matar a Juan tendrán que juntarse dos partidas.

Y era tal la profunda seguridad que tenía el viejo y el coraje y en la vista de Moreira a quien amaba con toda la sencillez del gaucho, que al decir aquello había infundido valor al decaído espíritu de Vicenta.

En esta conversación estaba padre e hija, cuando relinchó el overo bayo, relincho que arrancó un grito de placer a Vicenta y que despidió al buen viejo de la silla en que se hallaba sentado.

Cuando se asomaron al alero del rancho, ya Moreira había atado su parejero al palenque, y se sentían en dirección al rancho sus conocidas pisadas, acompañadas el metálico ruido que produce la rodaja de la espuela.

El paisano abrazó tiernamente a Vicenta, y estrechó a tosca mano de su suegro, en un apretón que fue la narración de todo lo que hiciera.

Su suegro lo comprendió así y guardó silencio; bajó la cabeza y quedó en una actitud pensativa.

Moreira estaba sereno, pero en su mirada hermosa se podía ver toda la tempestad que cruzaba su espíritu varonil.

Hemos hablado con los empleados de policía que han combatido con Moreira, inválidos todos, y que figurarán a su tiempo en esta narración, y hemos conversado largamente con el capitán de las partidas de plaza de Lobos y Navarro, inválidos también, y todos ellos nos han relatado la honda impresión que producía la mirada de Moreira en el combate.

Su pupila se dilataba poderosamente sombreada por la larga pestaña; a sus ojos afluía e irradiaba su espíritu varonil, dominándolo todo como la soberbia mirada del león.

Pidió a su mujer un mate y cuando ésta se alejó a prepararlo, Moreira tomó de nuevo entre las suyas la mano de su suegro, y con una expresión de infinita melancolía le dijo:

-Me he desgraciado, tata viejo, he muerto a un hombre.

El viejo levantó la cabeza, miró a Moreira a través de un velo de lágrimas y le preguntó sencillamente.

-¿En buena ley?

El paisano guardó silencio, pero abrió su saco y mostró coagulada sobre la camisa la sangre de la herida recibida.

-¿Qué piensas hacer ahora, Juan? -preguntó el paisano, envolviendo en su mirada sagaz a su yerno.

-Me voy del pago, tata viejo, por unos días, mientras pasa el alboroto.

He matado sólo a Sardetti porque no encontraré en su casa a don Francisco, pero no por mucho madrugar amanece más temprano; ya le llegará su turno.

Y era verdad, antes de ir a su rancho, Moreira había estado en casa del amigo Francisco, pero éste no estaba allí, había ido al juzgado a dar cuenta de la cepiada, anticipándose al paisano como la vez primera.

-Es preciso, tata viejo, que usted me cuide a Vicenta y a Juancito, que son prendas suyas también: sabe Dios criando pegaré yo la vuelta y no es justo que ellos pasen trabajos por mí. Yo me voy así domo a la madrugada y antes de rumbiar el camino hablaré con mi compadre Giménez.

Moreira pasó la noche en su rancho, conversando indiferente de los trabajos del campo y tratando siempre de ocultar a Vicenta lo sucedido, que ya lo adivinaba por haber visto la empuñadura de su daga con sangre y su poncho de vicuña desgarrado en varias partes y manchado también de sangre.

Al rayar el alba, Moreira se mudó de ropa, sujetó en el tirador una pistola de dos cañones y revisó con una prolijidad asombrosa la montura de su overo bayo, a cuyos tientos ató una cantidad de «vicios» como cuando salía con la Guardia Nacional en persecución de indios.

Volviólas casas, besó a su mujer en la boca, estuvo mirando largo rato a su hijito que dormía, y oprimiendo la mano de tata viejo, saltó sobre el overo bayo que se perdió un instante después por entre los alfalfares y alambrados.

Moreira caminó así un cuarto de hora, con la cabeza inclinada sobre el pecho, el brazo derecho caído sobre las vueltas del lazo trenzado, y la mano izquierda con las riendas llevadas al acaso, apoyadas sobre las cabezas del recado.

¡Sabe Dios el mundo de angustias que en esos momentos cruzaba por su espíritu!

La vida de martirio había empezado para él, sabía que el resultado de su acción era la frontera, como sabía explicárselo en su rudo pensamiento, que la frontera era su muerte civil, aprendizaje que había hecho con el ejemplo de mil gauchos desgraciados que habían hecho igual suerte.

Y lo que Moreira había hecho aquella noche no era la mínima parte de su sangriento plan.

La muerte de Sardetti, su cadáver, era el reto de muerte que dejaba allí a la Justicia de Paz, cuyas partidas saldrían en su persecución a disputarle sus pies para una barra de grillos y su cuerpo para engrosar un contingente.

Este último pensamiento fue sin duda lo que iluminó entonces su soberbia cabeza que irguió con una altanería imponderable; sujetó la marcha del magnífico animal, divisó el campo con su vista de águila y no percibiendo persona alguna, hizo cambiar de frente al caballo, se empinó sobre los estribos y permaneció inmóvil.

¿Qué miraba el paisano que lo hacía palidecer tan intensamente?

¿Por qué en la punta de sus negras pestañas se veían relucir gotas de llanto, semejantes a las gotas de rocío que a esa hora se podían ver en cada hoja de las flores y pastos silvestres?

Él hundía su mirada en el horizonte, hasta llegar con ella a su rancho, que hubiera parecido un pequeño punto Manco para cualquier otra mirada que no fuera la mirada escudriñadora de un paisano.

Miraba su rancho que era todo su mundo, pensando que tal vez lo dejaba para siempre, sin volver a ver aquellos seres queridos de su corazón, o para verlos de nuevo en una situación vergonzosa.

El gaucho cayó a plomo sobre el recado, como cediendo al peso de su pensamiento; dos lágrimas rodaron sobre su barba quedando allí brillantes y temblorosas, arrojó con la punta de sus dedos, en dirección al rancho, un beso de despedida, y bajó la rienda sobre el cuero del overo bayo cerrando sus flancos con las espuelas.

El animal dio un brinco poderoso que hubiera dado en tierra con cualquier otro jinete, y esta vez se perdió por completo, a impulsos de la carrera vertiginosa.

Moreira fue a detener la marcha de su caballo en casa de su compadre Giménez, con quien habló sin apearse.

-Compadre, anoche me desgracié -dijo Moreira así que se le acercó Giménez-, allí en mi rancho queda todo lo que tengo en el mundo, que vengo a ponerlo bajo su amparo, porque usted entiende esas cosas de la justicia y los podrá proteger contra toda desgracia que allí quiera, sentar reales.

Una desgracia nunca viene sola, y con usted he contado en la ocasión.

Giménez preguntó a Moreira como había sido aquello, y el paisano narró el drama de la pulpería, según su expresión, con todos sus pelos y señales.

Giménez lamentó lo sucedido, mostrando los inconvenientes que tenía aquel proceder, pero Moreira lo interrumpió y le dijo:

-Ya está hecho eso, compadre, y es en vano lamentarse -ahora no hay más que poner el hombro y hacer espalda ancha-, el que hizo el perjuicio que sufra el daño. Y ya que tanto me han pinchado y se han cebado en mí porque me veían humilde, haciéndoseles bueno el partido, paciencia y barajar, compadre, no hay que quejarse de lo que yo haga. Ahí le dejo eso, compadre, prosiguió enterneciéndose por grados, cuídemelos y cuente conmigo para todo en esta vida.

Concluyó de hablar así, apretó las espuelas al caballo y tomó la dirección del partido del Saladillo sin volver la cara.

Eran ya la cinco de la mañana y el sol «el poncho de los pobres», empezaba a dorar la mañanita.

Giménez, cruzado de brazos, se quedó contemplando como se alejaba aquel hombre extraordinario.

Cuando lo hubo perdido de vista volvió a su casa, sacó las prendas de ensillar, y aperando lindamente un magnífico oscuro tapado que le regalara el mismo Moreira la noche de su casamiento, tomó el camino del cuartel que habitaba el fugitivo, a enterarse bien de lo que había sucedido la noche anterior, y de las medidas que contra Moreira hubiera tomado la Justicia de Paz.

Cuando Giménez llegó a las primeras casas fue recibido con la sangrienta novedad.

Todos comentaban la muerte de Sardetti, de manera más o menos favorable a Moreira.

El teniente alcalde se había puesto en campaña con cuatro soldados de la partida y habían empezado las tropelías y desastres.

Los paisanos que presenciaron el hecho, fueron reducidos a prisión y puestos en cepo algunos de ellos.

El rancho de Moreira fue invadido por completo, como malón de indios, y Vicenta y el suegro de Moreira fueron también conducidos a prisión.

Era necesario vengar la muerte del pulpero, y a falta del criminal, ahí estaban su esposa y su hijo para satisfacer a la Justicia de Paz, que necesitaba una víctima.

Giménez se impuso de lo que sucedía, y se trasladó al juzgado para obtener la libertad de Vicenta y su padre; pero su pedido fue despreciado y desoído.

Su mujer, según el teniente alcalde, como su padre, debían saber dónde se hallaba el bandido, y era preciso que lo confesaran para que la justicia lo redujera a prisión.

Con este objeto, y para costear los gastos del proceso, se había embargado todo lo que a Moreira pertenecía, y ya se sabe lo que es un embargo de bienes de un paisano.

Los animales se carnean por los depositarios y sus sembrados son destruidos enteramente por el completo abandono en que quedan.

Moreira había caído en desgracia, y envueltos en ella habían caído también su hijo y su mujer.

¿Quién podía defender a aquellos seres de los avances de aquella justicia sui géneris? ¿Quién defendería aquellos intereses embargados para costear con ellos un sumario que aún no se había principiado?

Sólo quedaba el puñal de Moreira, y sabe Dios donde había sujetado éste el vértigo de la carrera del overo bayo.

El cadáver de Sardetti fue recogido y sepultado de la mejor manera que se pudo, y la partida de plaza salió en demanda del gaucho, con la orden de reducirlo a prisión o matarlo si se resistía, última parte que se cumple rigurosamente, aunque el gaucho a quien se persigue sea sorprendido durmiendo.

Y el gaucho que conoce esto, pelea con el ardor del que sabe que entregarse es morir.

¿Qué había sido entre tanto de Moreira?

Moreira se fue al partido del Saladillo y allí pidió hospedaje a unos amigos que habían sido sus compañeros en tiempos más felices.

¿Qué gaucho niega su hospitalidad a un paisano en desgracia?

¿Quién niega un amparo al que ha caído en la enemistad de la justicia?

Ninguno, seguramente, porque la hospitalidad es una religión en el gaucho, religión que no han podido extirpar de su alma los castigos, las fronteras, y ese otro azote que el paisano llama sardónicamente la justicia, porque justicia es para él la privación de todo derecho, la altanería del alcalde, el sable de la partida de plaza, y el regimiento de línea, que es el último tramo de su vía crucis.

La justicia para él es la causa de que le falte trabajo, pues el estanciero lo rechaza temiendo que una leva lo deje sin peones; justicia, es la palabra que invocan para ponerle una barra de grillos porque en las lecciones no votó con el Comandante militar; y justicia por fin, es la palabra que se oye sonar siempre en pos de una desventura o de una tropelía.

Si tiene algún pingo lindo, la autoridad se lo quiere comprar, y si no se lo vende se lo quita, y si reclama ya puede ganar el campo.

Por eso es que el paisano detesta todo lo que lleva el nombre de justicia, y de ahí nace el amparo que presta al que viene huyendo de ella.

Así Moreira encontró asilo seguro en casa de sus amigos, a quienes narró su desventura, con ese colorido lánguido y melancólico que imprime el paisano en desgracia a todos sus actos y palabras.

Profunda impresión produjo en el espíritu de aquella gente sencilla la desgracia del amigo Moreira y la narración de la escena de la pulpería, que sería la causa de que a aquellas horas lo anduvieran buscando para prenderlo y remacharle una barra de grillos.

-Y todavía estoy en el principio, había dicho amargamente el gaucho; aquella muerte es el principio de mi obra, y don Francisco es el fin con que tengo que estrellarme. Ese hombre me ha humillado, sin que yo le haya dado motivo, él me ha hecho banco y me ha echado al medio haciéndosele bueno el partido y es la causa que me halle como me veo.

Ese hombre ha de morir a mis manos, aunque después tenga que ganar la pampa para huir de las partidas.

-No se aflija compañero, le replicó el amigazo que le había abierto su rancho y su corazón. Sólo la muerte no tiene remedio en esta vida.

-¿Y mi hijo? ¿Qué será de mi hijo y de Vicenta? -preguntó Moreira con una indefinible expresión de dolor-. Tata viejo está ya achacoso y son capaces de matarlo en el cepo para que confiese dónde estoy. ¡Ah! ¡Don Francisco! -concluyó el paisano, abatiendo su hermosa cabeza en la palma de la mano-, ¡no tiene suficiente vida para pagarme el mal que me ha hecho!

Moreira guardó silencio, silencio que no se atrevieron a interrumpir ni el dueño de casa ni las personas que en él estaban.

Las palabras del gaucho eran para ellos el reflejo de sus propias desventuras, y cada cual pensaba en las suyas, recordadas por Moreira.

De repente uno de los gauchos, el amigo Julián, abandonó su poyo y avanzando hasta Moreira, le golpeó familiarmente el hombro, obligándole a levantar la abatida frente.

Era éste un paisano pobremente empilchado, pero con un rostro enérgico iluminado por una expresión de suma inteligencia.

Su nariz aguileña y afilada, indicaba la firmeza de su carácter y a su pupila parda, suavemente humedecida por el enternecimiento que le dominaba asomaban los relámpagos de un espíritu fuerte y bien templado.

Cuando Moreira sintió sobre su hombro, el peso de aquella mano, levantó la cabeza y miró al amigo Julián con su ojo escudriñador; aquellas dos miradas se fundieron, por decirlo así, y ambos sonrieron; los paisanos se habían comprendido en la expresión de la mirada, y habían hecho un punto.

El gaucho de corazón y de prendas de carácter, no necesita hablar para ser comprendido por el gaucho; dotados de una sensibilidad delicada, llegan al corazón con una mirada, en un lenguaje poderosamente elocuente.

Esto había sucedido con Moreira y el amigo Julián, en cuyas miradas había habido una oferta y una aceptación.

-Ahora mismo me voy a Matanzas, concluyó Julián, y mañana a estas horas tendrá usted noticia de lo que por allí haya sucedido; hoy por mí y mañana por ti, puede descansar a su gusto amigo, que yendo yo es lo mismo que si usted fuera.

Moreira oprimió entre las suyas las manos del paisano, salió con los otros a la puerta a despedir al amigo Julián que saltó sobre su caballo y se perdió entre el follaje de los árboles; ni siquiera había alzado su chuspa que se veía sobre un viejo baúl.

Moreira fue obsequiado con un churrasco que ni siquiera probó; estaba abatido por la idea de su mujer y su hijito a quienes imaginaba habían conducido al Juzgado y maltratado para averiguar su paradero.

Por momentos sentía deseos de montar a caballo e ir a buscarlos, pero se acordaba de su venganza y al pensar que ésta pudiera desbaratarse, se sentía clavado en el sitio.

El paisano tomó la guitarra y se puso a preludiar un triste, pero la arrojó enseguida lleno de hastío; estaba dominado por su pensamiento fijo en su rancho y en los seres queridos que allí había dejado.

Los paisanos que en el rancho habían quedado respetaban su silencio, dejando oír sólo de cuando en cuando el ruido característico que produce la bombilla al absorber del mate los últimos vestigios de agua.

Moreira salió por fin al patio, nombre que dan los paisanos al pedazo de suelo sin verde que está delante del rancho.

Fue hasta el palenque y sacó el apero del caballo, colocando las piezas en el suelo, de manera a poder ensillar de un solo golpe; pidió un poco de alfa que dio al caballo y se tendió sobre el recado, boca abajo, con la barba apoyada sobre los brazos, que doblados en sentido contrario, venían a proporcionarle una especie de almohada.

Así permaneció toda la noche, inmóvil sumido en su pensamiento y con la mirada hundida en el horizonte.

Entonces se agolparon a su memoria las últimas injusticias que se habían cometido con él, los ultrajes del Juez de Paz, los golpes que le diera el teniente alcalde cuando estaba en el cepo de cabeza, y entonces se pintó en su semblante todo el odio que afluía a su corazón ardiente y que inconscientemente le hacía oprimir el puño de la daga.

Pensaba en Vicenta, pensaba en su hijo que tal vez fuesen las víctimas inofensivas de su acción, y de sus ojos caían silenciosas las lágrimas que iban a perderse entre la seda de su barba, después de haber resbalado por la fiebre de sus mejillas.

Cuando Moreira levantó la cabeza y se sentó sobre su recado, ya la primer luz del alba empezaba a dibujarse entre las últimas sombras de la noche.

Los pajaritos entonaban sus cantos matutinos al abandonar sus nidos y las ovejitas balaban en diversos tonos, al ver abiertas las puertas del corral que para ellas presentaban la perspectiva del bocado de trébol humedecido por el cristalino rocío de la noche.

El que no ha visto en el campo el despertar de la naturaleza en los primeros minutos de la mañana, no ha visto la obra más asombrosa de la creación, que pinta la grandeza del Creador del Universo en la más miserable de sus manifestaciones, desde el leve temblor del cogollo de pasto que se mueve a impulsos de la mansa brisa, hasta el alegre relincho del caballo que saluda a su dueño al verlo aproximarse a la estaca que lo aprisiona durante la noche.

Hay en esta hora suprema de la mañana, una música inexplicable que brota de todas partes y que conmueve nuestra alma como una caricia maternal que recibiéramos al abrir los ojos.

Luego aparece el primer rayo que irradia el sol, el poncho de los pobres, y que aprovecha el ave tendiendo su ala sobre la tierra como para secar el rocío de la noche, y la naturaleza toma un nuevo vigor en sus manifestaciones de la vida como para saludar alegremente el astro divino de la mañana.

Moreira oprimió entonces su cabeza y aspiró con placer aquel aire recibiendo sobre su frente enardecida el primer rayo del sol naciente; se levantó en seguida y acariciando el cuello de su overo bayo, lo desató y lo llevó al lado del pozo para darle agua.

El animal como agradeciendo el cuidado, paró las orejas y golpeó el hombro de su dueño, como haciéndole presente que estaba ya dispuesto para la fatiga.

Hecha esta operación, Moreira regresó a las casas, y se encaminó al fogón, donde ya estaban los paisanos alrededor del fuego en que se calentaba el agua para empezar a cebar mate, sin cuyo mate matinal, el paisano es hombre muerto.

Moreira formó parte de la rueda, se reanudó la conversación del día anterior y se empezaron a hacer comentarios sobre la pronta vuelta del amigo Julián, que había prometido regresar esa noche, trayendo las noticias que con tanta ansiedad esperaba Moreira y que debían marcar sus acciones posteriores en la senda en que lo había arrojado la fatalidad.

Se trató de distraer al paisano, pero inútilmente; no había poder bastante a arrancarlo de su pensamiento.

Así llegó el medio día, hora de la siesta, y los paisanos se turnaban en sus tareas, de manera que uno de ellos estuviese siempre haciendo compañía al sombrío huésped.

Por fin llegó la tarde, y junto con ella la esperanza de ver aparecer de un momento a otro al amigo Julián.

Moreira no había pegado sus ojos a la siesta, que pasó en el mismo desvelo y asaltado por los mismos pensamientos que a la noche.

Esta tendió por fin sus negras alas, y la naturaleza quedó envuelta en su poético letargo.

De pronto Moreira pegó un brinco y se precipitó al alero del rancho; su oído finísimo había apercibido el galope de un caballo, y su corazón latiendo precipitadamente, le había anunciado la vuelta de Julián.

Al fin iba a saber de lo suyo, e iba a poder obrar con entera libertad, sabiéndolos en seguridad, pues se imaginaba estarían seguros en casa de su compadre Giménez.

El galope del caballo fue haciéndose cada vez más perceptible, hasta que la silueta del amigo Julián se dibujó a través de la escasísima claridad de la noche.

Moreira respiró con gran fuerza, como si en sus pulmones no hubiera habido una sola gota de aire, y un relámpago de suprema alegría cruzó iluminando por un segundo la tempestad de su espíritu.

El amigo Julián había echado pie a tierra, y después de atar su caballo al palenque, se dirigió a la puerta del rancho.

El aspecto del paisano era sombrío, su pisada era valiente y parecía querer evitar el choque de la vista de Moreira, que comprendió inmediatamente que las noticias que iba a recibir eran tristes y dolorosas.

-Coraje, amigo Moreira -fue el saludo del paisano-, no todo sale al paladar y para que algunas cosas salgan bien es preciso que otras se la lleve el diablo -aunque de esta hecha puede que se vuelva con las maletas vacías.

-Largue todo el rollo, amigo Julián -dijo Moreira con una especie de sollozo-, largue todo el rollo, que aquí hay suficiente entrañas para recibir las noticias que me traiga: no le haga asco a la relación por dura que sea.

-Vamos por partes amigo, que quiero tomar las cosas desde su principio para que mi cuento salga bien.

Los paisanos entraron a la cocina y se sentaron alrededor del fogón donde estaba la eterna pava del agua; el amigo Juan vació el mate con que fue obsequiado de entrada y empezó el relato de lo que había sucedido en Matanzas después de la partida de Moreira.

Se hizo el silencio más absoluto y el gaucho habló así:

-Cuando yo caí a su pago, no se hablaba de otra cosa que del hecho de usted paisano, y de que la partida había salido a perseguirlo con orden de matarlo en donde quiera que lo encontrara, y decir que se había resistido.

Al oír esto, se vio temblar a Moreira y asomar una feroz expresión de exterminio al terciopelo de sus pupilas.

-Esto será si pueden, contestó sencillamente y costándoles algo; siga nomás, amigo.

-El amigo don Gregorio (suegro de Moreira) prosiguió el paisano Julián, fue preso con la Vicenta para que declaran donde se hallaba usted, pero como vieron que no había como sacarle una palabra los han puesto en libertad, sin duda para que viniera en su busca, pues le dijeron que si usted no se presentaba, la pagarían con su Vicenta y su hijo.

El amigo don Gregorio ensilló y salió a campearlo, pero dicen que ha pegado una rodada tan fiera, que no va a contar el cuento.

A medida que Julián narraba, Moreira iba poniéndose densamente pálido y un temblor convulsivo movía todos sus músculos.

-Su compadre Giménez ha hecho todo lo posible para sacar a Vicenta, pero no la han querido soltar, pues dicen que estando ella presa, usted ha de volver a caer, y para ese caso, el alcalde don Francisco se ha instalado en su rancho con dos soldados de la partida, y allí están de mate y coperío.

-No me han de esperar mucho tiempo, respondió Moreira sonriendo, y se levantó de una manera amenazadora.

-¿Qué va a hacer, amigo? -preguntaron al paisano sospechando ya lo que por su espíritu pasaba.

-Voy a dar el vuelto a don Francisco, repuso tranquilamente Moreira, y ya que está en mi casa no quiero que espere mucho.

El paisano salió afuera y empezó a ensillar su parejero, con una serenidad pasmosa; más bien parecía se preparaba para ir a una fiesta de carreras, que para salir al encuentro de la muerte.

El amigo Julián mudaba caballo y otro de los paisanos ensillaba silenciosamente, para ir a acompañar a Moreira, pero éste adivinándoles el pensamiento e interrumpiéndolos en la tarea, les dijo bondadosamente:

-Gracias, amigos, yo voy solo, no quiero que digan que no me basto para pelear a esos maules; pronto nos volveremos a ver la cara, pues el corazón me dice que aún no ha llegado mi hora.

Los paisanos desensillaron, mientras Moreira que ya había apretado la cincha, alzaba el poncho, pasaba una ligera revista a su traje y saltaba sobre su overo bayo que relinchó de placer al sentir el peso de su jinete.

-Bueno amigo, hasta la vuelta -gritó Moreira, y el galope de su caballo confundió su eco entre los murmullos de la noche-.

-Lo que es yo -dijo el amigo Julián echando de nuevo las caronas sobre su flete-, no lo dejo ir solo. Moreira va caliente y es capaz de hacerse matar; para eso son los amigos, ¡qué canejo! y al fin y al cabo uno no tiene el cuero para negocio.

Se despidió de sus compañeros y guiando su caballo por la rastrillada que dejara el overo bayo, y se perdió también entre las brumas de la noche, después de haberse cerciorado que su daga iba bien segura en el tirador.

Un castigo terrible

Moreira marchaba conteniendo los bríos de su fogoso animal, con la habilidad del jinete que sabe no disponer más que de una sola cabalgadura, y lo da resuellos largos cada dos leguas tratando de conservarlo en estado de poder bajarle la rienda con confianza.

Así galopó esa noche y la mañana siguiente.

A la hora de la siesta desmontó, aflojó la cincha al noble animal y le sacó el freno que sujetó al fiador, para que el caballo pudiera almorzar con toda comodidad.

En seguida tendió en el suelo su lujosa manta de vicuña y se echó sobre ella, de barriga, para reposar la larga jornada.

Para hacer esta operación, había elegido una especie de cicutal, algo retirado del camino, donde sin ser visto, podía él observar las personas que pasaban; le faltarían unas ocho leguas para llegar a su rancho donde era esperado por la justicia.

Allí se puso el paisano a reflexionar sobre el cambio radical que en tan poco tiempo había experimentado en su posición.

Hacía muy pocos días que era un hombre estimado de todo el partido; vivía feliz con su mujer y su hijito, sin que nadie tuviese que tacharle el menor acto de su vida, y hoy se veía errante y perseguido por la justicia a quien había provocado.

¿Qué causa, qué razón de ser tenía este cambio que precipitaba a un hombre honrado por la pendiente del crimen?

Moreira pensaba, recorría todas sus acciones pasadas y no encontraba en ellas cosa alguna que pudiera haber dado margen a las persecuciones de que fue objeto, persecuciones que llevó el amigo Francisco hasta tratarlo como al último de los criminales, metiéndole de cabeza al cepo.

Moreira se explicaba las persecuciones del teniente alcalde sólo en las pretensiones que este pudiera haber tenido sobre Vicenta.

Y cuando el paisano pensaba en esto, la sangre se agolpaba a su corazón conmoviéndolo de una manera poderosa y haciéndolo temblar de angustia al sospechar que Vicenta se hallaba entonces en poder de aquel hombre que sin duda lo había perseguido con ese solo objeto.

Moreira experimentó celos, se sintió impotente y echó instintivamente mano a su puñal retirándola en seguida después de haber oprimido el mango.

De pronto el pensamiento de Moreira fue interrumpido por un relincho de su overo bayo que con las orejas paradas, tenía fija la vista en dirección al camino.

El relincho del overo fue respondido por otro relincho más lejano que venía de aquella dirección.

Moreira se puso de pie en un movimiento nervioso, y dirigiéndose a su caballo le apretó la cincha y le puso el freno con increíble rapidez, quedando a su lado en observación.

A los pocos segundos de estar en esta actitud volvió a oírse el relincho más próximo; relincho que fue respondido por el overo y sobre el camino, a veinte cuadras de distancia se dibujó la silueta de un paisano.

La vista del gaucho es una vista proverbial; él conoce el pelo de un caballo, a la distancia en que un ojo vulgar sólo percibe un pequeño bultito en el horizonte, y conoce al jinete que lo monta, como dicen, en su modo de sentarse.

Gracias a estas vistas imponderable, Moreira había reconocido en aquella silueta el amigo Julián, como éste había conocido al overo bayo.

Julián dirigió entonces su caballo hacia el cicutal, mientras Moreira volvía a quitar el freno y aflojar la cincha de su parejero.

Cuando Julián se aproximó, Moreira sonreía melancólicamente y mientras ponía su saino en las cómodas condiciones del overo, sintió que Moreira le golpeaba la espalda diciéndole.

-¿A qué ha venido, amigo? ¡Ya lo dije que esta patriada la tengo que hacer solo!

-Si los amigos no sirven en la ocasión, repuso Julián, no sirven ni para tizón de fuego.

Yo quería además decirle algo que no le comuniqué anoche porque sólo usted lo debe oír; y había en esto una delicadeza de espíritu elevado.

Julián tendió su poncho al lado de Moreira, armaron un cigarro y el paisano completó así su narración de la noche anterior.

-Los hombres de su alma, amigo Moreira, no le hacen asco al dolor, es preciso pues que usted sepa una cosa amarga: ¡qué canejo! gota más, gota menos, el veneno viene a ser el mismo, y el amargo no se aumenta.

Moreira al escuchar al amigo Julián, se iba poniendo lívido, se sentía sofocar ante la amenaza de una nueva desventura, que por los preámbulos con que el paisano la adornaba, debía ser la más dolorosa de todas.

-Una de mis primeras diligencias fue ir a visitar a la Vicenta con quien me costó mucho hablar porque en el juzgado sabían que yo podía ser un mensajero suyo, sospecha que fui bastante ladino para disipar.

Después de conversar un rato con ella sobre los últimos sucesos le dije que no llorara, que todo se había de remediar porque usted tenía buenos amigos; pero Vicenta siguió llorando y me dijo estas palabras que sonaron en mi oído como una puñalada.

-Dígale a mi Juan que no tenga cuidado por mí, y que no vaya a venir a casa porque lo van a matar, como han muerto a mi padre, diciendo que había pegado una rodada. Que huya lejos porque don Francisco lo persigue porque era mi marido y no ha de parar hasta que lo mande a la frontera; que esto me lo dijo él mismo anoche, que vino a ponerme por condición de que lo dejaría en paz si yo me iba con él a un puesto que tiene en Navarro.

Al oír esta revelación, la voz de Moreira sonó como un trueno, pronunciando una imprecación horrible.

Con una precipitación febril se dirigió a su caballo que ensilló y enfrenó en un segundo de tiempo y saltando sobre él con una agilidad vertiginosa se alejó a gran galope, gritando al amigo Julián que se había que dado como clavado en el suelo.

-Ahora, ni el mismo diablo es capaz de salvarlo de mi puñal.

A eso de las ocho de la noche, Moreira detenía la marcha de su caballo a unas tres cuadras de su antiguo rancho.

En el interior había cinco personas, siendo éstas el teniente alcalde, dos soldados de la partida y dos paisanos de la vecindad.

En momentos en que Moreira, ocultándose entre las sombras, asomaba su pálida cabeza por las junturas de la puerta, aquellos hombres hablaban de él, sentados alrededor de una mesa de pino, donde se veía un frasco de ginebra y dos vasitos.

-Era un buen criollo -decía en ese momento uno de los paisanos-, lo que él ha hecho, lo hubiera hecho usted mismo, don Francisco, y cuando un hombre como él se halla en la mala es preciso darle algún alivio, que demasiado tiene con andar huido del pago.

-No, dijo el teniente alcalde, lo he de perseguir hasta encontrarlo, y cuando lo encuentre lo he de matar como a un perro; pero antes de matarlo lo he de hacer sufrir alzándome con su mujer, que me ha robado, porque, yo me iba a casar con ella, y ya que no ha querido ser mi mujer, será mi gaucha .

El paisano que habló primero iba a responder, pero la palabra se heló en sus labios a impulsos del terror que dominó a aquellos hombres.

La puerta se había abierto cediendo a un vigoroso puntapié y en su dintel, altiva e insolente había aparecido la lívida figura de Moreira.

Sus negras pupilas lanzaban rayos iluminados por el coraje que a ellos afluía del corazón; su cuello estaba erguido con una soberbia infinita; sobre su vigoroso brazo izquierdo se veía recogida la manta de vicuña y en su diestra brillaba con un fulgor siniestro su daga, su terrible daga de combate, que más tarde debía ser el terror de aquellas comarcas.

Moreira dominó la escena por completo, con una actitud resuelta, y dirigiendo la temblorosa palabra al teniente alcalde, habló así:

-Quien va a matar de esta hecha, y a matar como matan los hombres, soy yo, don Francisco, que lo vengo a pelear, para tener el gusto de levantarlo en la punta de mi daga, como quien mata a un perro.

Don Francisco era bravo, conservaba su fama de tal, y acostumbrado a que nadie se le resistiera, desde que era justicia, se sintió templado ante las amenazas del gaucho, y sacando su revólver hizo un disparo sobre Moreira, disparo desgraciado que no logró dar en el blanco.

-Así matan ustedes, dijo Moreira, que estaba más sereno mientras mayor era el peligro de lejos y sin riesgo; y avanzó al interior de la pieza en dirección al teniente alcalde que hizo otro disparo tan inútil como el primero.

Moreira siguió avanzando lentamente, protegiendo su cuerpo con los pliegues del poncho.

Y era en verdad magnífica su apostura.

Arrogante y soberbio, Moreira sonreía y miraba a don Francisco como eligiendo el paraje donde había de herirlo.

Y era tal el dominio que ejercía aquel hombre, que don Francisco, a pesar de ser hombre probado, empezaba a tener recelo.

-¿Qué hacen ustedes que no matan a ese hombre? -preguntó el teniente alcalde, dirigiéndose a los dos soldados.

Éstos que estaban estáticos, sintiendo sus simpatías inclinarse hacia el paisano, salieron de su aturdimiento, y sacando el sable que pendía de sus cinturas; cargaron a una sobre Moreira.

Entonces sucedió una cosa horrible, una escena de sangre y muerte de que aún se conservan allí las mentas.

Como una fiera acosada, ágil y avizor, Moreira levantó el brazo del poncho hasta la altura de los ojos, encogió el brazo derecho presentando la daga de punta y esperó el ataque.

Los dos soldados le acometieron de frente y enarbolaron el sable amagando un hachazo a la cabeza.

Moreira calculó el tiempo con esa habilidad especial del gaucho de avería y cuando vio caer los dos hachazos, dio un poderoso salto de lado para evitar los golpes y cayó sobre el flanco del soldado que estaba a su derecha, a quien le sepultó hasta la empuñadura, su daga en el vacío.

El gendarme cayó sin lanzar la menor queja, como si hubiera sido herido por un rayo.

Enseguida, rápido y ejecutivo, cayó sobre el otro soldado, que había quedado sorprendido por la maniobra del gaucho.

Moreira cayó sobre él, le barajó en el poncho el hachazo con que fue recibido y tiró una terrible puñalada.

La filosa daga penetró entre la cuarta y quinta costilla del soldado, que vaciló dio algunos traspiés y fue a caer pesadamente a los pies del amigo Francisco, que seguramente no se había esperado este desenlace fatal que tan mal colocado lo dejaba como autoridad.

Aquellos dos hombres, víctima el uno y verdugo el otro, se encontraron frente a frente midiéndose con la mirada amenazadora, sin más testigos que los dos paisanos que estaban allí como clavados, y los dos cadáveres de los soldados de la partida.

El duelo a muerte, el verdadero duelo a muerte sangriento, sin cuartel, dirigido por el odio en que rebosaban aquellos dos corazones, iba a empezar de una manera encarnizada.

A la vista del peligro el teniente alcalde se rehízo por completo.

Ya hemos dicho que era hombre bravo.

Arrojó al revólver como arma que le inspirara poca confianza y desnudó una espada corta y filosa que usaba como teniente de la partida.

Moreira sonrió, miró fijamente a don Francisco y avanzó a su encuentro diciéndole: Vamos a ver el color de sus entrañas, aparcero y el manejo de su lata vieja.

El choque fue espantoso, como era presumible entra combatientes de valor y animados de un profundo sentimiento de odio sin cuartel.

Ambos vigorosos, ambos bravos, ambos deseosos de terminar cuanto antes, se acometieron frenéticos, confundiendo el ardiente relámpago de la pupila, con el pálido y frío relámpago del acero.

El teniente alcalde combatía con la desesperación del que ve amenazada su vida por un peligro que sólo ha de evitar su valor y destreza.

Moreira peleaba con la confianza del que se conoce superior al peligro que afronta, y la tranquilidad de su espíritu positivamente intrépido, tranquilidad que no llegaba a vencer la cólera de que estaba poseído ni el deseo vehemente de levantar en su puñal a aquel hombre odiado, causa de sus desgracias.

Por eso se le veía sonriente ante la estocada o hachazo, que evitaba con su poncho hábilmente manejoso, y blandía la daga como eligiendo el paraje donde debía sepultarla.

Moreira llevaba sobre su contrario la enorme ventaja de la serenidad, que es la salvación en esta clase de luchas.

Don Francisco había tirado sobre su adversario más de diez golpes, ya de hacha ya de punta, que habían sido diestramente barajados en el poncho, sin que Moreira hubiese tirado una puñalada, parecía que quería fatigar a su adversario para desarmarlo y tenerlo a su merced vencido.

Don Francisco comprendió que prolongar la lucha era morir, y en un movimiento desesperado cayó sobre Moreira con un hachazo terrible.

Moreira puso el poncho que amortiguó el golpe y pasando con increíble rapidez su daga a la mano izquierda arrancó el sable de su enemigo.

Éste, sorprendido, retrocedió hasta la pared, pidiendo ayuda en nombre de la justicia a los paisanos que contemplaban la lucha.

Los paisanos no se movieron; estaban dominados por la situación y por el inmenso valor que vieran desplegar a aquel hombre extraordinario.

-No se asuste tan fiero -dijo entonces Moreira a don Francisco-, no lo he desarmado para matarlo, sino para decirle dos palabras que precisaba escuchar a usted antes de morir. Usted me ha perseguido sin motivo, reduciéndome a la condición en que me veo, usted me ha golpeado en el cepo, porque no era capaz de golpearme frente a frente, y no contento con esto, usted a pretendido matarme para hacer suya mi prenda, a quien usted no puede servir ni de taco. Yo lo voy, pues, a matar a usted, no porque le tenga miedo, sino por evitar en mi ausencia a Vicenta, el asco de oírle una nueva proposición desvergonzada.

Y al concluir estas palabras arrojó a la cara de don Francisco la espada que le quitara, añadiendo:

-Ahora defiéndase porque va de veras.

Don Francisco se abalanzó sobre su espada empuñándola con una alegría inmensa; parecía que la posesión de su arma le había vuelto todo su valor, todos sus bríos, enfriados por el último golpe de desarme.

Fuera de sí, con los ojos dilatados de una manera feroz, con la boca entreabierta por la ansiedad terrible, don Francisco se lanzó sobre Moreira, amagando tal estocada, que los dos paisanos que presenciaban la lucha lanzaron un débil grito creyendo que el sable se había sepultado en el pecho de Moreira.

Éste, tranquilo siempre, siempre sereno, esperó el golpe cuya llegada apreció matemáticamente, volcó con su poncho hacia la izquierda el sable del teniente alcalde, descubriéndole el pecho anhelante, donde sepultó rápido su daga hasta la S.

-¡Socorro, que me han asesinado! -gritó don Francisco cayendo de espalda y dejando caer el sable de su mano inerme.

-Mientes trompeta, repitió Moreira, te he muerto en buena ley, y ahí quedan los testigos.

Y para terminar de una vez, buscó con una mirada llena de avidez el sitio donde estaba el corazón de aquel hombre, y sin el menor escrúpulo le dio la puñalada de gracia.

Moreira miró a los tres cadáveres tendidos en el suelo, levantó la vista hacia los paisanos enmudecidos por el asombro y envainó tranquilamente la daga, tomando la dirección de la puerta.

Al llegar al umbral retrocedió un paso, y llevó nuevamente la mano a la cintura al ver un hombre que acababa de llegar y que estaba de pie mirando conmovido aquella escena de luto y muerte.

Pero Moreira retiró la mano de su puñal, conociendo al recién venido.

Era el amigo Julián que había llegado sin ser sentido y que le tendía la mano, después de secar con ella una lágrima que había asomado a sus párpados.

-Tiene usted más entrañas que un toro, amigo Moreira; es lástima que usted esté mal con la justicia porque nos vamos a quedar sin partidas.

Moreira, sin contestar una palabra a este sarcasmo, dicho con una gracia de la tierra, apretó la mano de Julián y ambos salieron del rancho, dejando allí tres cadáveres y dos vivos a quienes se hubiera tomado por muertos.

Moreira y Julián se dirigieron al sitio donde el primero había dejado su caballo, en cuyo apero frotaba su fatigada cabeza el pingo de Julián, que dejado por éste a corta distancia, había caminado hasta el caballo a quien conocía desde la víspera.

Cuando estuvieron allí, Moreira se abandonó por completo a toda la melancolía de su espíritu: tal vez se reprochaba íntimamente lo que acababa de hacer.

-Ahora, dijo a Julián, ya se ha acabado todo para mí; las partidas saldrán a matarme y no tendré, más camino que ganar los indios.

-Dios le ha de ayudar amigo -respondió sentenciosamente Julián, porque la justicia está con usted desde que a usted lo han obligado a hacer esto.

-Para el gaucho no hay justicia, amigo Julián, y la que no me haga yo, no me la ha de hacer nadie, y el paisano sonrió dejando ver sus blanquísimos dientes. Ya no hay que mezquinar el cuerpo -concluyó- ahora me va a hacer usted un último servicio.

-Mande como si fuera su peón, amigo Moreira, para servirle he venido.

-Vaya a ver si puede hablar a Vicenta -dijo el paisano-, la partida va a salir a la bulla de lo sucedido y no va a haber quien vigile. Cuéntele lo que he hecho y dígale que ya no tiene que temer nada de aquel hombre, que yo velaré por ella, desde donde me lleve el destino, y que antes de irme voy a hablar con mi compadre Giménez, para que la atienda en lo que precise. Mi perro, que es la única prenda que podré llevar conmigo adonde me empuje la suerte, debe estar con ella, porque no lo he visto en casa, dígale que me lo mande, que me lo quiero llevar; yo lo espero en lo de mi compadre.

El paisano Julián cinchó y saltando a caballo, se alejó en dirección al juzgado, mientras Moreira saltaba ágil sobre el overo y tomaba el camino de lo de su compadre, con la mayor lentitud que le fue posible.

Moreira abatió la cabeza sobre el pecho y se abismó en su pensamiento.

Dos lágrimas ardientes cruzaron todo el largo de su cara, y entonces con una desesperación creciente, al pensar en Vicenta, castigó al overo que partió como una exhalación.

Moreira había comprendido que en esa situación no debía dejarse abatir por el dolor, pues tal vez esa noche necesitaría la entereza de todo su espíritu.

Cuando llegó al rancho, su compadre Giménez no había vuelto desde la víspera.

Moreira echó pie a tierra y decidió esperarlo.

Mientras él estaba allí, podía llegar la partida de plaza, que tal vez anduviera ya buscándolo, pero se sentía con suficiente fuerza y coraje para combatir contra todas las partidas de la campaña sud.

Se sentó en uno de los palos de la tranquera, con la rienda en la mano, y se entregó por completo a pensar en Vicenta y Juancito.

¿Qué sucedía, entre tanto, en el juzgado de Paz, adonde se había dirigido Julián?

Los paisanos que quedaron en el rancho se habían rehecho y se habían presentado a llevar el parte de lo que había sucedido.

Inmediatamente el Juez de Paz, seguido de la partida compuesta de ocho soldados que quedaban y el capitán, se habían dirigido al lugar del suceso, creyendo inocentemente que aún podían prender al gaucho, que esperaría allí tal vez envalentonado con su triunfo.

Lo que Moreira había previsto sucedió; el juzgado quedó acéfalo y Julián pudo conversar con Vicenta, sin pedir permiso a nadie.

El paisano narró a Vicenta lo que había sucedido y terminó precipitadamente pidiendo el perro que mandaba buscar Moreira.

El paisano quería alejarse pronto, porque sabía que la partida podía volver y aprehenderlo como cómplice, sospecha que hizo presente a Vicenta, y además porque le mortificaba enormemente el amargo llanto a que la pobre paisana se había entregado.

Ésta dominó su dolor, entregó el perro que era un cuzquito bayto overo, como el caballo, y volvió la cara que hundió entre las ropas del niño que tenía en los brazos.

Julián tomó el perro, contempló un segundo a aquella mujer tan joven y tan desventurada y salió como una centella.

Un cuarto de hora después llegaba a casa del compadre Giménez, con quien hablaba a la sazón Moreira, y narró el desempeño de su comisión, entregando el perro, que veremos figurar más adelante, y se retiró en seguida discretamente.

Moreira había contado todo a Giménez, que ya lo sabía, y le había pedido que durante su ausencia cuidara a su mujer y a su hijito, impidiendo que el Juez de Paz hiciera presa en ella.

Giménez prometió cuidar con el esmero que el paisano reclamaba a Vicenta y Juancito, y Moreira montó a caballo después de poner al Cacique (así se llamaba el perro) sobre las cabezadas, y se alejó acompañado de Julián.

-Antes de irme quiero pedirle un servicio compadre -dijo el paisano.

-Hable con franqueza, compadre -respondió Giménez-, ya sabe que soy su verdadero amigo.

Regáleme su par de pistolas de dos cañones porque ya yo conozco que voy a vivir peleando y no tengo armas de fuego.

Giménez entró al rancho, de donde salió en seguida con un par de hermosas pistolas Lefaucheux que entregó a Moreira y que éste puso adelante, entre su tirador, diciendo, gracias compadre, pronto nos hemos de ver.

Y los paisanos salieron de allí al tranquito, confundiéndose entre las sombras de la noche.

El cuartel donde pasaron estos sucesos sangrientos, estaba en la mayor confusión, confusión que se había extendido hasta el pueblito.

Se había buscado en vano a Moreira por los alrededores y no encontrándolo, la partida había regresado al rancho donde tuvo lugar el drama.

Se corrió a buscar al médico del pueblito, para que reconociese los cadáveres, y prestara los auxilios de la ciencia, inútil ya, pues cada herida de los cadáveres era una herida forzosamente mortal.

Esa noche fue empleada en velar aquellos muertos y hacer los sencillos preparativos para sepultarlos al día siguiente, preparativos que consistían en mandar al pueblo por tres cajones de pino y dar aviso al sepulturero para que hiciera las tres fosas que habían de recibirlos.

Al día siguiente los restos de aquella partida de plaza, compuesta de los ocho soldados y el capitán, salieron en busca de Moreira, que no debía estar lejos, mientras el Juez de Paz, acompañado de los vecinos se ocupaba en sepultar los cadáveres y redactar el parte que debía pasar al Juez de Crimen.

Moreira y Julián habían hecho noche en una pulpería situada a dos leguas de distancia del pueblo en dirección al Salto.

Allí Julián había hecho un gran gasto de elocuencia aconsejando al paisano que huyera, pues la partida había de llegar de un momento a otro.

Pero todas las reflexiones de Julián se estrellaban ante la temeraria resolución de Moreira, que le había dicho tranquilamente:

-Espero a la partida para pelearla; quiero que sepan de lo que soy capaz y se convenzan que no hay partida que me vengan bien.

Como se ve, la temeridad de Moreira no reconocía límites.

Sabía que un hombre guapo no sellaba sus hechos si no había peleado a la partida, que es la demostración más positiva de valor que puede hacer un gaucho, y la esperaba, para dejar antes de irse bien sentada su fama de guapo.

-Es preciso que usted se vaya -dijo a Julián-; no quiero que digan que me hago acompañar porque tengo miedo, o porque no me considero suficiente.

-Yo no me voy compañero, ni me separo de usted en este trance, soy su amigo y lo he de acompañar hasta que lo vea irse del pago.

-Váyase, amigo Julián, ya sé que usted es un hombre de coraje y que había de pelear conmigo hasta morir, pero este día quiero pelear solo a toda la gente que venga a prenderme. Váyase, que no hay necesidad de que por mí se vea usted perseguido y tenga presente que si se queda, he de mirarlo como a enemigo.

-Yo no me voy -volvió a decir el amigo Julián-, le prometo dejarlo pelear sólo y no meterme en nada, pero yo quiero verlo pelear y acompañarlo enseguida hasta mi pago, donde podrá estar unos días en seguridad.

Moreira estrechó cordialmente la mano de Julián, y no habló más del asunto.

Sabía que en estas situaciones el gaucho cumple siempre lo que promete y que es capaz de respetar la voluntad de un amigo hasta el extremo de verlo pelear sin prestarle ayuda a pesar de los impulsos del corazón.

Los paisanos salieron fuera de la pulpería y se acercaron al palenque donde estaban atados sus caballos.

Empezaba a amanecer y las golondrinas pasaban como flechas sobre las cabezas de los dos paisanos, saludando la hermosa mañana que empezaba a dibujarse entre las sombras de la noche.

Moreira se acercó al overo, le puso el freno que le quitara a su llegada para que pudiera comer una ración, y le apretó la cincha después de revisar el apero con esa minuciosidad del que conoce que en el caballo está muchas veces la salvación del que va a combatir de una manera tan desigual.

Su práctica en las persecuciones a los indios le había enseñado a revisar bien el caballo antes del combate, y él observaba esta práctica cuidadosamente, haciéndola extensiva hasta su daga.

Así es que después de concluido el arreglo del caballo, sacó sus pistolas y su terrible daga, que examinó haciendo jugar los muelles de las primeras y blandiendo la hoja de la segunda como para asegurarse de que estaba firme en el cabo.

Concluida esta operación indispensable que Julián veía practicar con una sonrisa de aprobación, los paisanos tendieron su manta al lado de los caballos y reanudaron su conversación.

Ya empezaban a caer a la pulpería algunos paisanos de los alrededores, que saludaban a Moreira llenos de asombro al ver la tranquilidad del gaucho, cuando en su busca andaba la partida de plaza, con la orden de matarlo donde quiera que lo hallaran.

-Váyase, amigo Moreira -le habían dicho con el mayor interés-, váyase porque lo van a matar.

Mire que por guapo que sea un hombre, no puede luchar con tantos y la partida es dura y numerosa.

-Pues por eso mismo me quedo -contestó Moreira sonriendo-, quiero mostrarles como se corre a una partida.

-No sea temerario amigo -insistió el paisano-, ya sabemos que usted es guapo, y por lo mismo no debe exponerse a un peligro en que le llevan la media arroba.

-A mí no me llevan ni esto -dijo el paisano-, con una altanería suprema e hizo sonar entre sus dientes la uña del dedo pulgar. Vayan entrando amigos, no quiero que vengan las justicias y se vayan de arriba creyendo también que ando con partida; usted también, amigo Julián, ya sabe lo que me ha prometido, y en su promesa descanso.

Los paisanos entraron a la pulpería asombrados de tanto valor y convencidos de que aquella lucha iba a ser fatal para Moreira, pues todos sabían que el capitán de la partida era mozo empeñoso y de valor reconocido.

El pulpero estaba lleno de angustia porque le podrían creer tapador de Moreira, pero no se atrevía a pedir a éste se retirara.

-Es lástima que lo maten -dijo uno de ellos dando el caso por perdido-, es un mozo de prendas, y al fin y al cabo lo que él ha hecho lo hubiera hecho cualquiera: así no más no se hecho un hombre al medio.

-¡Quién sabe! -respondió el amigo Julián, el amigo Juan es un hombre de muy linda vista y tiene mucho coraje.

Se me hace que me va a salir con la suya, porque es como luz para la daga y tiene dos pistolas de dos cañones que son armas ventajosas.

Los paisanos se pusieron a hacer la mañana, dejando ver en su actitud pensativa, el hondo pesar que les dominaba; no podían ver con indiferencia el peligro que iba a correr aquel hombre, amigo de todos.

Cediendo a los impulsos del corazón, todos ellos lo hubieran rodeado y hubieran combatido con él como en las persecuciones a los indios, pero era preciso respetar su voluntad.

Entre tanto Moreira, estaba sentado sobre su manta de vicuña, al lado de su caballo, acariciando el lomo del Cacique.

De cuando en cuando levantaba la cabeza soberbia, divisaba el campo, sonreía y volvía a acariciar a su perro que dormitaba perezosamente en sus faldas.

Parecía imposible que aquel hombre tan tranquilo y tan sereno estuviese esperando a ocho o diez, con quienes iban a librar un duelo a muerte, plenamente confiado en el valor de su alma y en la hoja de su puñal que según su expresión genuina «no sabía contar mentiras».

Así transcurrió aquella mañana, hasta la hora de la siesta, sin que la partida de plaza se hiciera sentir.

A la pulpería habían llegado otros paisanos, y algunos de los primeros se habían alejado ya para ir a sus trabajos unos, ya para recorrer el campo otros, a ver si veía la partida y traer con tiempo la noticia a Moreira.

La pulpería quedó sumida en ese tranquilo silencio que se observa en el campo a la hora de la siesta, en que el paisano se entrega al sueño perezoso de que se siente invadido.

Sólo Moreira estaba despierto, divisando el campo, ocupación que abandonaba para prestar sus caricias al Cacique.

Por fin él mismo empezó a ser dominado por ese soñoliento estado que se apodera a esa hora del hombre de campo, y cambió de posición para entregarse al sueño.

Sacó de su tirador las armas que colocó en la parte del poncho que debía servirle de cabecera y se acostó de barriga.

Sus manos cruzadas sobre las armas, fueron una especie de almohada, donde reposó la cabeza, a cuyo lado se echó el vigilante Cacique, y en esta actitud aquel hombre se entregó por completo al sueño como si tuviera estado en su rancho sin que le amenazara el menor peligro.

Así inmóvil, sin cambiar de posición una vez sola permaneció más de media hora.

Dormía profundamente, con ese sueño pesado y tranquilo del hombre que ha pasado tan larga y pesada fatiga.

Era la primera vez en tres días que Moreira se entregaba por completo al sueño.

¿Tenía seguridad que lo despertarían si el peligro se presentaba, o dormía fiado él la lealdad o instinto del Cacique que estaba a su lado?

De repente apareció un bulto a lo largo del camino; el perrito se levantó y se puso a ladrar de una manera amenazadora, con ese ladrido fino y penetrante del cuzco.

Moreira, como movido por un golpe eléctrico, se puso de pie con las armas en la mano.

Sobre el camino se veía un jinete que marchaba hacia la pulpería, castigando el caballo como si no quisiese perder un segundo.

El paisano llegó adonde estaba Moreira, y con la voz entrecortada por la fatiga de la carrera, y algo conmovida por el espanto, le dijo:

-Sálvese amigo, ahí viene la partida; son ocho hombres y el capitán.

Moreira no se inmutó; miró sonriente al espantado paisano que le traía la noticia, y tendió hacia el camino su mirada de águila.

Efectivamente a distancia de una legua se veía como una ligera nube de polvo que levantaban varios jinetes que venían a gran galope.

-Sálvese amigo que tiene tiempo -volvió a decir el paisano-, la partida es brava y el capitán ha dicho que lo va a llevar muerto o vivo.

-Lo siento por el capitán, dijo Moreira sonriente siempre, porque presumo que no va a volver por sus propias piernas, agradezco el aviso, paisano -concluyó-, y váyase adentro a ver la función, porque el malambo va a ser fuerte y son muchos los que van a cepillar.

El paisano se dirigió a la pulpería, lamentando con un ademán profundo la muerte de aquel hombre que para él era inevitable.

Moreira echó las riendas arriba de su magnífico caballo, que colocó dando el lado del lazo hacia el grupo que venían, se paró del lado de montar presentándose de frente, cruzó el pie izquierdo sobre el derecho con la punta hacia abajo, en actitud de descanso recostó los dos brazos sobre el apero y se quedó en actitud perezosa, observando a los que venían, como si estuviera ajeno de lo que iba a pasar allí.

Era hasta donde se podía llevar la ostentación de valor moral que poseía aquel hombre extraordinario.

Él no estaba obligado a combatir, pues podía haber huido sin dejarse alcanzar; el caballo que montaba era sobresaliente; pero lo detenían allí el amor propio comprometido la noticia de que la partida era mandada por un capitán de mentas, y el odio de su primer paso en la vida de destrucción que había emprendido, había jurado a todos aquellos que emanara de la justicia, de esa palabra justicia que suena como una sangrienta sátira en el oído del gaucho, pues ella sólo representa para él el capricho del Juez de Paz, el sable del Comandante militar, y como último trance, un cuerpo de caballería de línea.

Decidido a vencer o a morir en buena ley, esperó a la partida con la confianza de su propio valor y la convicción de su superioridad.

La partida llegó deteniendo la marcha de sus caballos, hasta dos varas antes de llegar a Moreira, sin que éste variara de su perezosa posición.

En la cara de los soldados se notaba cierta emoción que no podían dominar, y al encontrar con la suya la altiva mirada del gaucho, bajaron la vista sobre las riendas, evitando los rayos que despedían aquellos ojos soberbios.

Los paisanos se habían agolpado con el pulpero a la reja del despacho, desde donde contemplaban trémulos y bañados de honda palidez la escena de sangre que iba a principiar.

En la puerta de entrada, con los brazos abiertos y como buscando con las manos un apoyo para no caer, estaba el amigo Julián, con la mirada húmeda fija en Moreira, cuya figura se destacaba poderosamente de aquel cuadro amenazador.

Para todos aquellos hombres, Moreira iba a pelear bien, porque sabían que era hombre de vista y de coraje, pero tenían el presentimiento que aquella lucha debía ser fatal para el paisano, por la superioridad numérica del enemigo y por las mentas del capitán, que mandaba la gente: hombre joven y de simpático aspecto.

Sólo el amigo Juan tenía confianza en el éxito de la lucha; esto se veía a pesar de su turbación, a pesar de su mirada tristemente humedecida por una lágrima y en la forzada sonrisa que contraía sus labios.

El capitán y el sargento se adelantaron un paso sin dejar de mirar con cierta desconfianza a los paisanos que estaban tras de la reja, y el primero, dirigiéndose a Moreira, a pesar de conocerlo y como una especie de fórmula, le preguntó secamente:

-¿Es usted Juan Moreira?

-Para lo que guste mandar -respondió este, parándose altivo, siempre protegido por el cuerpo del caballo, y tocando levemente el ala de su sombrero.

-Dese usted preso en el acto y sin hacer resistencia -añadió el capitán, echando instintivamente mano a la empuñadura de la espada.

-¿Y a quién he de entregarme preso? -volvió a interrogar el gaucho, cuya actitud se había vuelto amenazadora.

-A la partida de plaza que viene en nombre del Juez de Paz -concluyó el joven, desvainando la espada, acción que imitó el sargento.

Moreira miró un segundo a aquel joven que se le cruzaba fatalmente en el camino y con un tono frío e incisivo como la hoja de un puñal, le dijo sentenciosamente.

-Vuélvase amigo, usted es muy mozo para prenderme a mí, vaya a hacerse limpiar las narices y después vuelva.

Esta chuscada sarcástica dicha con una gracia infinita hizo sonreír a algunos a pesar de lo imponente de la situación; aquello era provocar a aquel joven que tal vez venía allí a su pesar.

Las palabras de Moreira, aquella sátira despreciativa le hizo hacer un movimiento de ira reconcentrada y picando su caballo hacia Moreira dijo por última vez:

-Dese usted a preso amigo o tendré que matarlo para cumplir la orden que traigo.

-Pues a matarme -dijo el paisano sacando del tirador el par de pistolas que le regalara su compadre Giménez y amartillándolas.

El capitán y el sargento atropellaron a un tiempo con el sable enarbolado, tratando de ganar al paisano el lado de montar.

Aquello fue como un relámpago, pero un relámpago de muerte.

Moreira, ágil y sereno, se protegió contra los encuentros del caballo del capitán, que se había adelantado mucho sobre el anca del overo, hizo puntería, y antes que aquel pudiera bajar el sable, se sintió una detonación doble casi simultánea, y aquel joven desgraciado cayó de espaldas sobre el anca del caballo que disparó dando con su cuerpo en tierra a pocos pasos de distancia.

-¡A él! ¡Mátenlo, no lo dejen escapar! -gritó el sargento cargando sable en mano sobre Moreira, que lo esperaba sereno apuntándole con las pistolas, que conservaban un cañón cargado.

Moreira había creído detener el sargento con su actitud y tomarse el tiempo necesario para montar a caballo, pero se vio cargado por toda la partida y volvió a hacer fuego enviando al sargento la muerte, por decirlo así, envuelta en el fogonazo de un disparo.

El sargento dio un grito y soltando el sable llevó su mano al costado derecho, donde había recibido un proyectil.

El resto de la partida le había ganado el lado del caballo, y lo cargaba aunque débilmente, impresionada por la muerte del capitán y del sargento.

Moreira pasó por bajo de su caballo, y volvió a quedar protegido por el cuerpo del animal.

Había arrojado al suelo sus pistolas inservibles ya, y en su diestra poderosa se veía relucir su daga de ancha y filosa hoja.

Moreira se deslizó a lo largo del caballo hacia el pescuezo, y vino a quedar al costado derecho del soldado que marcaba el último, siguiendo la vuelta que ejecutaban los otros para salirle por el anca del overo.

-Ahora te toca a ti, dijo Moreira, sepultando su daga hasta la S en el vientre del soldado que fue a caer de espaldas al lado del sargento, dejando oír un prolongado y lastimero quejido, seguido de estas palabras:

-¡Dios me ayude!

La caída de este soldado concluyó de desmoralizar por completo a la partida.

Los seis soldados que quedaban revolvieron sus caballos, huyendo de la daga de Moreira que siempre recostado a su caballo les acometía poderosamente, y echaron a disparar a todo lo que daban los mancarrones.

-¡Oíganle a la maula! -gritó Moreira, saltando sobre su caballo, que tembló al sentir el peso del jinete-. Así son todos estos puercos, añadió soltando una poderosa carcajada y amenazándoles aún con la daga que conservaba en la mano; cuando unos les hace una merma disparan como avestruces.

El Cacique ladraba alegremente participando de la alegría de su amo.

Enseguida, y siempre sonriendo, picó los ijares del caballo con la lujosa espuela y se acercó a los cadáveres.

El capitán y el soldado estaban completamente muertos.

El sargento respiraba con suma dificultad y oprimía nerviosamente el costado derecho, que vertía abundante sangre.

Moreira echó pie a tierra, envainó la daga y conservando en la mano la rienda del overo, examinó detenidamente al herido.

-No es nada compañero -le dijo-, de peores que esta he visto librarse un hombre -y acercándose a la reja pidió un vaso de caña, que el pulpero le sirvió como una máquina, pues como los demás paisanos, aún no habían vuelto de su asombro.

Moreira se acercó al herido, le echó en la boca un trago de caña, le lavó la herida y empapando en el resto de la caña un pañuelo que le desató del cuello, se lo colocó sobre la herida a manera de compresa, diciéndole:

-Esto le dará ánimo, mientras le llevan al pueblo le sacan la bala; que no se diga que Juan Moreira es un salvaje que no tiene compasión por los hombres vencidos.

Y se dirigió con el caballo de la rienda hacia la pulpería.

Todavía estaba allí conservando la misma actitud que le vimos al principio de la lucha el amigo Julián, completamente dominado por la emoción.

Moreira le tendió la mano, y Julián le dio un abrazo tan estrecho que, como dice Estanislao el Pollo:

Sus dos almas en una
acaso se mixturaron.

Julián había abrazado a Moreira con el placer inmenso que le causaba la resurrección del gaucho, a quien había visto muerto más de diez años durante aquella lucha encarnizada; había en su abrazo toda la efusión de un cariño profundo y reconcentrado.

El abrazo de Moreira había sido de íntimo agradecimiento: en la actitud asombrada del paisano, en su mirada ansiosa aún, Moreira comprendió lo que había sufrido aquel hombre, el esfuerzo supremo que había tenido que hacer para no prestarle ayuda, y se sintió conmovido.

-Gracias amigo Julián -dijo Moreira-, ya sé que para correr a esas maulas basta un hombre solo: así son todos, amigo, así son todos.

Y había en el gaucho una convicción profunda al decir aquellas palabras; se conocía que con la misma serenidad que había luchado con aquella partida desgraciada, estaba dispuesto a luchar con todas las que le salieran al camino, en la seguridad de obtener el mismo asombroso resultado.

-Dios lo proteja como hasta aquí, amigo Moreira -respondió Julián-, porque usted es el hombre más guapo que he conocido en mi vida. Ahora lo van a perseguir como a cosa mala, y se van a echar detrás de usted todas las justicias de la campaña.

-Y a todas las pelearé -dijo el gaucho con una fiereza suprema-. Yo ya no tengo nada en el mundo, mi hacienda se la habrán repartido, mi mujer y mi hijo ya no los volveré a ver más; no tengo pues otro camino que pelear con las partidas hasta que me maten, que será para mí un día de placer, porque habré concluido de penar.

Y al decir esto el paisano se había enternecido de tal modo que se vio obligado a secar con el poncho un par de lágrimas que rodaron por sus temblorosas mejillas, dando a su cara hermosa y varonil, una expresión de ternura infinita.

Aquel hombre que acababa de combatir contra nueve sin conmovérsele un solo músculo, una sola fibra; aquel hombre cuyo corazón no había temblado ante la muerte con que se le amenazó, se conmovía hasta las lágrimas ante el recuerdo de su mujer y su hijo, recuerdo que avasallaba su corazón de bronce.

Es que en Moreira no había la tela de un asesino, ni su conducta obedecía a mezquinos móviles.

Hombre de grandes pasiones, de corazón ardiente y espíritu vigoroso, se había sentido empujar en aquella rápida pendiente y se había entregado por completo a la fatalidad que lo guiaba.

De su corazón valiente iban desapareciendo poco a poco los nobles impulsos, y sólo se llenaba por completo con el odio que en él habían sembrado los hombres.

Moreira sacudió la cabeza con un movimiento magnífico, echando a la espalda los negros rizos que cubrían sus hombros, miró a los paisanos que se habían ido acercado poco a poco a medida que se iban reponiendo de la emoción, estrechó por última vez la mano a Julián y le dijo:

-Adiós amigo, yo me voy ahora donde me lleve la suerte; quién sabe cuando nos volveremos a ver, pero si algún día sucede, me comprometo a pagar la copa a todos los que han estado aquí en esta ocasión.

Tomó su perrito que colocó en las cabezadas del recado, saltó sobre el caballo y tomando una actitud melancólica se alejó al trotecito, diciendo al pasar por el lado del herido que atendió de tan buena voluntad:

-Dios lo conserve, amigo y alíviese para que me estreche la mano a la vuelta.

Quince o veinte cuadras había andado cuando dio vuelta de pronto, saludó con el poncho a los que quedaban en la pulpería y se perdió en una de las vueltas del camino sin cambiar el paso del caballo que marchaba a la ventura, visto el completo abandono de la brida.

¿Adónde dirigiría sus pasos aquel hombre extraordinario?

No hemos de tardar mucho en encontrarlo, luchando con la fatalidad de su suerte.

El cacique

El Cacique era un cuzquito que aquel paisano había criado en tiempos más felices, sin sospecharse el servicio que le iba a prestar más tarde.

El perro es la policía del gaucho; como es su soldado de confianza y el guardián de sus intereses, según la raza a que pertenece.

El gaucho tiene un particular aprecio por el perro, que aplica a su género de vida semisalvaje con una astucia asombrosa.

Se sirve del perro que llama galgo, como pastor de sus ovejas el perro pastorea las majadas, se da vuelta cuando se alejan mucho y las trae a dormir al corral, con una prolijidad asombrosa.

Toma tal amor a este oficio que le ha confiado su amo, que va hasta recoger en la boca delicadamente, al corderito tierno a quien el cansancio ha impedido seguir la marcha de la majada.

La inteligencia del perro ovejero en el oficio a que lo ha destinado el paisano, suple con ventaja, muchas veces, los cuidados de un buen peón.

El paisano tiene también su perro de combate, que en el mismo tiempo, se puede decir su ayudante de campo y su compañero de trabajo.

Esta clase de perros, que son aquellos poderosos animales de pelo corto y rabo enroscado que conocemos con el nombre de mastines están siempre en las casas cuyas tales casas son el rancho y la cocina, acometen al que llega, y ayudan al amo a recoger la hacienda a la caída de la tarde, y contienen a una sola indicación, a cualquier novillo bravo que pretende salirse de las filas, resistiéndose a la arriada.

Este perro es de una gran bravura y de un poder extraordinario -combate al Lado del amo y no es cosa extraña verlo bajar a un hombre del caballo, a quien haría pedazos inmediatamente, si no fuese contenido por la voz del amo.

Suelen encontrarse en el campo tropillas de estos perros que andan alzados, ya por la muerte del amo u otras causas, a quienes los paisanos tienen que dar sendas batidas, por los destrozos que hacen en las haciendas cuando se sienten acosados por el hambre.

Es cosa muy común ver tres o cuatro de estos perros carnear un novillo bravo, y repartirse las diversas presas.

El cuzco es la policía del gaucho.

Este perrito de extremada sagacidad, adivina los peligros que comunica a su amo con su ladrido penetrante y su actitud agresiva y decidida.

El cuzco está reputado en el campo como el más sagaz y más corsario de todos los perros.

Su cariño por el amo es su calidad especial, condición que hace de aquel perrito inofensivo una especie de fiera en los momentos de peligro para su dueño.

El gaucho conoce las magníficas condiciones del cuzco y lo ha dedicado para su policía, para su centinela avanzada que le avisa al momento la más leve novedad o el rumor menos perceptible que se siente en el campo.

Parece que los otros perros reconocieran en el cuzco superioridad de olfato o de oído pues cuando ladra el cuzco todos los otros perros se ponen en movimiento y se alzan decididos en la dirección que el cuzco señala con sus pequeños galopitos agresivos.

Es el perro más centinela, fuera de duda y es más leal para el hombre, que el hombre mismo, pues lleva su cariño hasta seguirlo a la tumba y echarse sobre ella a cuidar sus restos; como hemos tenido hasta hace poco un ejemplo en el Cementerio del Norte.

El que cruza por estas tumbas, guardadas por cuzcos, se encontrará provocado a la risa ante la solitud hostil y agresiva de aquel pequeño animalito cuyo poder sólo alcanzaría a dañar el pantalón.

Pero si se medita un segundo ante aquella actitud amenazadora y colérica del animalito que se desespera conociendo tal vez su impotencia y pensando le puedan robar su tesoro, se encontrará conmovido ante aquella prueba de amor leal y abnegado, que levanta aquel pequeño y gracioso animal, sobre el nivel de muchos seres.

Moreira conocía todas estas condiciones en este animalito, y llevaba a su Cacique, que debía ser en adelante, el guardián de su dueño y su centinela más celoso y activo.

Allí iba sobre las cabezas del apero o a las ancas del caballo, siempre alegre, siempre vigilante y siempre dispuesto a menear la cola al menor movimiento de su amo, cuya mano buscaba siempre su cabeza pequeña e inteligente para prodigarle una caricia.

Moreira en el trascurso de su vida errante, no dormía jamás de noche, conociendo que su perdición estaba en el sueño.

Sólo dormía a la siesta, en medio del campo y al rayo del sol.

A esa hora perezosa y ardiente en que todo el mundo se entrega al reposo, en que es un fenómeno hallar un hombre que se atreva a cruzar el campo bajo los abrasadores rayos del sol, Moreira tendía su manta de vicuña al lado de su caballo, sacaba sus armas del tirador poniéndolas sobre el poncho, se tendía de barriga, y se hacía con los brazos cruzados, una almohada sobre las armas, cuyas engastaduras venían a quedar bajo las manos.

Allí, en aquella actitud, con el perro echado al lado de su cabeza y la rienda del parejero atada en el antebrazo, el paisano se entregaba por completo al reposo, confiando en la vigilancia del Cacique.

El lejano galope de un caballo, la proximidad de un animal cualquiera, era suficiente para que el Cacique gruñera de una manera amenazadora y dejara oír su ladrido agudo y penetrante.

Entonces Moreira se ponía de pie como movido por un resorte, con las armas en la mano y en actitud de combate.

Parecía que el Cacique conocía que la vida de su amo dependía en aquellos momentos de su vigilancia, pues se le veía de cuando en cuando abandonar su sitio de reposo en la cabecera de Moreira y dar una pequeña vuelta, como explorando los alrededores.

Después de la siesta el paisano se levantaba, colocaba sus armas en la cintura, recogía el poncho y saltaba a caballo después de haber puesto sobre el apero al Cacique y prodigándole las caricias que el inteligente animal recibía con muestras de sumo alborozo.

El Cacique se había asimilado de tal modo con Moreira, que en las horas de tristeza que solían dominarlo, haciéndole abatir la cabeza sobre el pecho a impulsos de un recuerdo amargo, se veía al Cacique sentado sobre sus patas traseras, mirando a su amo con una expresión patética y tristísima, sin salir de esa actitud hasta que el paisano alzaba la frente y lanzaba un poderoso suspiro, como si con él pretendiera arrancar de sí y disipar en el espacio la nube de amarga tristeza que oscureciera su espíritu.

El Cacique entonces se paraba en sus cuatro patitas, trepaba con las dos delanteras sobre la lujosa abotonadura del tirador, y lamía, solícito, la mano que llevaba la brida, como prodigando a su amo un consuelo necesario para hacer cambiar el rumbo de su pensamiento.

Moreira llegaba a las pulperías del camino, donde asaba un pedazo de carne que comía en cordial amistad con el Cacique, y daba a su overo bayo la ración de alimento necesario a conservar sus fuerzas en todo su vigor.

Moreira no desensillaba jamás; cubría la montura con un gran poncho de goma que llevaba bajo el cojinillo cuando llovía, contentándose con aflojar la cincha que no ajustaba nunca sino en situaciones supremas.

En las pulperías era siempre bien recibido si le conocían, por ese espíritu de compañerismo de que siempre hace gasto el paisano, si era desconocido, porque su aspecto y varonil belleza cautivaban desde el primer momento.

Hacía siempre pequeñas jornadas de diez o veinte cuadras y siempre al tranco para conservar su caballo, ya para un momento crítico, ya para correr una carrera de interés en las diversas pulperías a que llegaba, carreras que ganaba siempre, pues su caballo era sobresaliente.

Aquel animal había sido regalado a Moreira por el malogrado doctor Alsina en una situación que conocerá más adelante el lector.

Nunca hacía noche en las pulperías, de las que se retiraba a la hora de cerrar y evitaba siempre acercarse a poblado, donde iba solo por una imperiosa necesidad.

Entre las muchas aventuras que tuvo en esta vida de vagancia, se cuenta la siguiente.

Moreira había llegado a la pulpería de un tal López, en momentos que cuatro o cinco paisanos jugaban a la taba.

Ató su caballo al palenque, y después de saludar a los jugadores, colocó al Cacique sobre la montura y se acercó a mirar la jugada.

Algunos de los paisanos que conocían a Moreira, se pusieron a conversar con él y le obsequiaron con una sangría, sin interrumpir el juego, siendo un tal González el protegido por la suerte.

Pocos minutos hacía que conversaban los paisanos, cuando el Cacique dejó sentir un gruñido que parecía un rezongo.

Moreira se levantó y se dirigió al caballo con presteza, indagando con su vista de águila la causa de aquel aviso del Cacique.

Sobre el camino y a larga distancia aún, se vieron varios bultos, noticia que sembró la alarma entre los paisanos, suponiendo pudiera ser una partida.

Los bultos fueron acercándose poco a poco hasta que se pudo distinguir que aquel grupo lo formaban un paisano que venía arreando unas vacas.

Los paisanos volvieron tranquilamente a su juego, y Moreira se separó del caballo, y pidiendo otra sangría, se acercó de nuevo a mirar la jugada.

Apenas habían transcurrido cinco minutos, cuando llegó a la pulpería un paisano, rodeó un momento los animales que traía, desmontó y se acercó al despacho donde pidió un refresco de caña con limonada.

Era éste un paisano alto y delgado; su apero era muy sencillo y atravesada a su espalda se veía una daga de un largo descomunal; era un resero, según dijo, que se dirigía a Navarro.

El notable largo de la daga, provocó la mayor hilaridad entre los jugadores, inspirándoles los dichos más chuscos e incisivos.

-¿Peleará sola? -preguntó uno guiñando el ojo; a lo que otro contestó:

-No, es el asador que trae en traje de daga.

El resero estaba lívido de coraje, pero no había contestado una palabra; los jugadores eran muchos y la lucha era muy desigual.

Pagó su refresco, miró de una manera feroz a los paisanos, se dirigió a su caballo y se alejó al trotecito en medio de las bromas que entonces se multiplicaron, siempre sobre el tema de la larguísima daga que tanto les llamara la atención.

El paisano se detuvo a unos veinte pasos de la pulpería, sacó su daga de la cintura y la clavó en el suelo, gritando a los jugadores:

-Vayan viniendo de a uno, maulas, que este día quiero carnear chanchos. ¿Qué hacen que no copan esta banca?

Como los paisanos no hicieran caso de la provocación. El resero se desató en todo género de injurias y amenazas.

Entonces el individuo González abandonó el juego y se dirigió adonde estaba el paisano, pretendiendo arrancar de la tierra la larga daga.

El paisano sacó entonces del tirador un revólver y lo abocó sobre González, quien vio su causa perdida por la desigualdad de las armas y retrocedió a la pulpería cuerpeando hábilmente a los balazos que le disparó el paisano.

Al ver el gaucho que González huía, se acercó a los otros jugadores, a quienes empezó a insultar y provocar de todas maneras,

-¡Manga de sinvergüenzas! -les gritó agitando el revólver- asco me da bajarme y darles una vuelta de azotes.

Los paisanos callaban sin duda por respeto a Moreira, que miraba la escena pálido y apoyado sobre su caballo.

-Supongo -preguntó tranquilamente-, que eso no rezará conmigo, amigazo.

-Con usted y hasta con su abuela -replicó el paisano-, yo no soy amigo de ningún maula.

-Está bueno, amigo -replicó Moreira-, ya le ha dado usted gusto a la lengua; ahora puede retirarse en paz que usted no es justicia y ha venido solo.

Esta actitud humilde hizo crecer la cólera al paisano que viendo en las últimas palabras del gaucho una alusión a su daga, lo acometió revólver en mano pretendiendo atropellarlo con el caballo.

-Ya esto no se puede sufrir -dijo Moreira, sacando su daga y tendiendo la manta sobre el poderoso brazo, evitó con un asombroso movimiento de cuerpo un tiro que le disparara el resero y lo acometió por el lado de montar.

El paisano se sorprendió del ataque, disparó hasta la daga que desenterró con presteza y blandiéndola enérgicamente se preparó al combate.

La acometida fue violenta; las dagas se chocaron produciendo chispas, pero fue un choque sin consecuencia: ninguno se había herido.

Moreira retrocedió a tomar distancia y acometió de nuevo, más sereno y con más recato, comprendiendo que el enemigo era duro.

Esta vez el choque fue desgraciado para el resero.

Moreira le dio un hachazo en la cabeza y envolviendo en un movimiento rápido y hábil la daga de su adversario con el poncho, se la arrancó de la mano con admirable facilidad.

El resero quedó estático y desarmado a merced de su adversario, pero mayor fue su asombro al ver que Moreira guardaba en el tirador su daga, y ofreciéndole la suya con un ademán bondadoso le dijo:

-Ahí la tiene amigo; usted se empeñó, y no ha sido culpa mía, yo no mato sino a las partidas.

-¿Y quién es usted, paisano? -preguntó el gaucho en el colmo del asombro.

-Yo soy Juan Moreira -replicó éste lleno de soberbia-, y puede usted mandar con confianza.

En seguida se acercó a su overo bayo, sobre el cual montó tranquilamente, y sin volver la cara ni dirigir la palabra a los asombrados paisanos se alejó al tranco de su caballo.

-¡Dios le ayude amigo! -le gritó entonces el resero-. Dios le ayude, porque es un hombre de corazón.

Y se perdió también en las vueltas del camino, arreando sus animalitos.

La pendiente del crimen

Moreira cayó al partido de Navarro, donde debía encontrar algún refugio, por los antecedentes buenos que allí había dejado en otras épocas.

En Navarro, como en todo el resto de la Provincia, se discutían las candidaturas de Costa y Acosta, candidatos de dos partidos poderosos, para el gobierno de Buenos Aires.

Moreira había estado en aquel partido, siendo Juez de Paz de él el estimable joven José Correa Morales, quien solicitó a Moreira para sargento de la partida.

Juan Moreira aceptó el puesto que se le brindaba porque tenía gran estimación por la familia del señor Morales, que lo había protegido siempre.

Sus servicios fueron eficaces y dejaron de aquel hombre, en Navarro, un recuerdo gratísimo.

Moreira salía con la partida de plaza a recorrer el pueblo y sus alrededores, no habiendo criminal capaz de resistirse al hermoso sargento, ni dar motivo alguno para que la partida se le echase encima.

Cuando se tenía noticias de algún bandido de esos que suelen aparecer de cuando en cuando, Moreira iba sólo en su busca, y lo prendía, ya convenciéndolo que era inútil resistírsele, ya luchando con él para reducirlo a prisión, lo que le dio un gran prestigio entre el paisanaje, y le captó por completo el aprecio de los habitantes del pueblo.

Cuando Moreira regresó a Navarro se conocían allí todas las desgracias que hemos venido narrando, y todas ellas no fueron capaces de borrar los buenos antecedentes que allí había dejado.

Moreira llegó a Navarro, cuando todos los ánimos estaban excitados con aquellas elecciones tan reñidas, que vinieron a producir tan honda división en los habitantes de la campaña.

Faltaban sólo dos meses para la elección, y los partidos trabajaban con incansable actividad, reclutando gente de todas partes y preparando los clubs electorales.

Moreira fue ardientemente solicitado por los dos partidos políticos, que conocían su inmenso prestigio pero el paisano resistió a todas las propuestas seductoras que se le hicieron, llegando hasta desechar con una soberbia imponderable la propuesta de hacer romper todas las causas que se le seguían en Matanzas, donde podía volver después del triunfo.

Conociendo el ascendiente que sobre aquel hombre extraordinario tenía el doctor Alsina a quien había acompañado como hombre de confianza en épocas de peligro, los caudillos electorales hicieron que aquel escribiera a Moreira pidiéndole pusiera su valioso prestigio a favor de la buena causa.

Moreira cuando recibió la carta del doctor Alsina no supo resistirse, y se afilió a uno de los bandos políticos, influyendo en su triunfo de una manera poderosa.

Los paisanos que estaban en el bando contrario se incorporaron a Moreira, al amigo Moreira que apreciaban unos y temían otros más que al mismo Juez de Paz, que lo era en esa época don Carlos Casanova, apreciadísimo caballero y persona conocida como recta y honorabilísima.

Tal vez el señor Casanova hubiese puesto coto más tarde a los desmanes de Moreira, pero era tal el dominio que sobre la partida de plaza ejercía el paisano desde que fue su sargento, que ésta temblaba ante la sola idea de tener que ir a prenderlo.

Las elecciones se aproximaban y los partidos armados hasta los dientes se preparaban a disputarse el triunfo de todas maneras por la razón o la fuerza, lema desgraciado que se ostenta aún en el escudo de una nación que se permite contarse entre las civilizadas.

Había en aquella época y afiliado al partido contrario de aquél en que militaba Moreira, un caudillo de prestigio y de grandes mentas por aquellos pagos.

Leguizamon, que así se llamaba el caudillo, era un gaucho de avería, valiente hasta la exageración y que arrastraba mucha paisanada.

Éste era el elemento que iban a colocar enfrente a Moreira para disputarle el triunfo, a cuyo efecto habían enconado al gaucho picándole el amor propio con comparaciones desfavorables.

Leguizamon, que era un paisano alto y delgado, muy nervioso y de una constitución poderosa, contraría entonces unos cuarenta y cinco años.

Era un hombre de larga foja de servicios en las pulperías, donde había conquistado la terrible reputación que tenía.

El choque de estos dos hombres debía ser fabuloso.

Leguizamon estaba reputado de más hábil peleador que Moreira, pero éste debía compensar aquella inferioridad con su sangre fría asombrosa de que diera tantas pruebas.

Moreira era ágil como un tigre, y brazo como un león, la pujanza de su brazo era proverbial y su empuje ineludible.

Pero Leguizamon tenía una vista de lince, su facón era un relámpago y su cuerpo una vara de mimbre, que quebraba a su antojo.

A Moreira habían dicho todo esto, pero al escucharlo el paisano había sonreído con suprema altanería contestando resueltamente: allá veremos.

A Leguizamon habían relatado las hazañas de Moreira y el gaucho había fruncido el ceño diciendo:

-Esa maula no sirve ni para darme trabajo.

En cuanto se ponga delante de mí lo voy a ensartar en el alfajor como quien ensarta en el asador un costillar de carnero flaco.

La perspectiva de una lucha entre aquellos dos hombres había preocupado de tal manera a los paisanos que se preparaban a ir a las elecciones, no por votar en ellas, sino por presenciar el combate entre ño Leguizamon y el amigo Moreira, asignando el triunfo cada uno, del lado de sus simpatías.

El día de las elecciones llegó por fin, y la gente se presentó en el atrio, en un número inesperado.

La mayoría de aquella concurrencia iba atraída por aquella lucha que había sido anunciada y fabulosamente comentada en todas las pulperías por los amigos de ambos contendientes, comentarios que habían dado ya margen a algunas luchas de facón entre los que asignaban el triunfo a Moreira, que era la generalidad, y los que suponían triunfante a Leguizamon.

El comicio se instaló por fin con todas las formalidades del acto estando presentes el Juez de Paz, la partida de plaza y el Comandante militar.

Moreira se colocó con su gente del lado que ocupaba el bando político a que él se había afiliado.

El paisano estaba vestido con un lujo provocativo.

En épocas electorales abunda el dinero, y Moreira había empleado el que le dieron, en el adorno de su soberbio overo bayo.

Su tirador estaba cubierto de monedas de oro y plata, metales que se veían en todo el resto de sus lujosas prendas.

En la parte delantera, se veían sujetos por el tirador dos magníficos trabucos de bronce, regalo electoral y las dos pistolas de dos cañones que le regalara su compadre Giménez al salir de Matanza.

Atravesada a su espalda y sujeta al mismo tirador se veía su daga, su terrible daga bautizada ya de una manera tan sangrienta y que asomaba la lujosa engastadura, siempre al alcance de la fuerte diestra.

Llevaba su manta de vicuña arrollada al brazo izquierdo con cuya mano hacía pintar al pingo que se mostraba orgulloso del jinete que lo montaba.

Moreira estaba completamente sereno; sonreía a los amigos, chistaba al caballo como para calmar su inquietud, y daba vuelta de cuando en cuando para mirar al Cacique que a las ancas del overo meneaba la cola alegremente, como preguntando qué significaba todo aquel aparato.

Frente a Moreira, del otro lado de la mesa y un poco más a la izquierda, estaba Leguizamon, metido en las filas de los suyos. La actitud del paisano era sombría y amenazadora; miraba a Moreira como lanzándole un reto de muerte, y se acariciaba de cuando en cuando la barba, con la mano derecha, de cuya muñeca pendía un ancho rebenque de lonja de cabo de plata.

Moreira permanecía como ajeno a todas aquellas maniobras, evitando que su mirada se encontrase con la de Leguizamon, «que ya se salía de la vaina».

Los paisanos estaban conmovidos; en sus pálidos semblantes se podía ver la emoción que les dominaba, emoción que se extendía hasta los mismos escrutadores y suplentes que no atendían su cometido por observar las variantes de aquellas provocaciones mudas, que tendrían que terminar en un duelo a muerte fatal para uno u otro.

Por fin el acto electoral comenzó, y los paisanos fueron acercándose uno a uno a la mesa del comicio, depositando cada uno su voto maquinalmente, y montando de nuevo a caballo para confundirse en las filas de donde habían salido.

Media hora hacía apenas que la elección había comenzado, cuando Leguizamon picando su caballo se acercó a la mesa y dando en ella un golpe con su rebenque dijo que se estaba haciendo una trampa contra su partido y que él no estaba dispuesto a tolerarla.

Y al decir estas palabras Leguizamon no miraba a los escrutadores a quienes iban dirigidas, sino a Moreira para quien envolvían una provocación que éste no quiso entender, permaneciendo tranquilo.

Las palabras de Leguizamon conmovieron los ánimos tan poderosamente, que ninguna de aquellas personas mandó al gaucho guardar silencio.

-He dicho que se nos está haciendo trampa -añadió creciendo en insolencia-, y han traído aquel hombre para que les ayude -y señaló a Moreira con el cabo del rebenque.

Moreira siguió guardando su aparente tranquilidad, y con una infinita gracia replicó al gaucho:

-No es tiempo amigo de lucir la mona; los peludos no tienen cartas en las votaciones y no hay que faltar así al respeto de las gentes.

Tan conmovidos estaban los paisanos que ni siquiera sonrieron ante este epigrama que hizo poner lívido de furor a quien fue dirigido.

-Menos boca y al suelo -gritó Leguizamon desmontando.

-Usted es una maula que ha venido a asustar con la postura y que no ha de ser capaz de nada.

En la cintura de Leguizamon se veía un revólver de grueso calibre, y una daga de colosales dimensiones.

Fue ésta el arma que sacó el paisano.

Moreira se echó al suelo como quien hace una cosa a disgusto, y sacó también su larga daga, enrollando con presteza al brazo la manta de vicuña.

Apenas el paisano se había separado una vara del caballo, cuando Leguizamon estaba sobre él, enviándole una lluvia de puñaladas.

Era aquel un espectáculo magnífico e imponente; aquellos dos hombres se acometían de una manera frenética, enviándose la muerte en cada golpe de daga que era parado por ambos con una destreza asombrosa.

Los ponchos arrollados en el brazo izquierdo, estaban completamente hechos jirones por los golpes parados, pero los combatientes igualmente diestros, igualmente fuertes no habían logrado hacerse la menor herida.

La prolongación de la lucha empezaba a encolerizar a Leguizamon, que había cometido ya dos o tres chambonadas, y a medida que la cólera empezaba a enceguecerlo Moreira se mostraba más tranquilo y más previsor en sus acometidas.

Los asistentes habían hecho gran campo a los dos antagonistas, sin haber entre ellos uno solo que se atreviera a separarlos, pues con aquella acción sabían que se exponían a captarse la cólera y tal vez la agresión de ambos.

Leguizamon más viejo y menos tranquilo en el combate, empezó a fatigarse, mientras Moreira, más hábil, economizaba sus fuerzas, que no habían podido debilitar quince minutos de combate recio, que ya empezaba a ser pesado para Leguizamon.

Aquella lucha no podía durar un minuto más; era cuestión de una puñalada parada con descuido, de un traspiés, de una casualidad cualquiera.

Leguizamon empezó a retroceder, acometido de una manera ruda y decisiva.

De su poncho quedaban sólo dos pequeños jirones, y su chaqueta estaba cortada en dos partes.

Moreira, cuyo poncho estaba completamente despedazado, paraba las puñaladas con su enorme sombrero de anchas alas.

Leguizamon fue retrocediendo hasta la mesa donde se hacía el escrutinio, que fue abandonada por los que la rodeaban para evitar un golpe casual.

Allí, contra la mesa y con acción debilitada por el mueble, el gaucho cometió una imprudencia que fue hábilmente aprovechada por su adversario.

Distrajo la mano izquierda pretendiendo sacar su revólver, descuidando toda defensa, y Moreira como un relámpago, marcó una puñalada al vientre.

Leguizamon quiso acudir a evitarla, pero Moreira dio vuelta la daga, y dio con el puño tan violento golpe sobre la frente del gaucho, que lo hizo rodar al suelo, completamente privado de sentido.

Después de este golpe maestro, era de suponerse que el vencido fuese degollado, pero Moreira, limpiando con la mano el copioso sudor que pegaba los cabellos sobre su frente hizo dos pasos atrás y con la voz aún jadeante por la fatiga, dijo a los paisanos del bando enemigo, que lo miraban asombrados:

-Pueden llevar a este hombre a que duerma la mona, y no venga aquí a hacer bochinche.

Un inmenso aplauso saludó la hermosa acción de Moreira, que envainando la daga y saltando a caballo dijo a los del comicio:

-Caballeros, que siga la elección.

Aquel bravo entusiasta en que había estallado la multitud era un bravo espontáneo arrancado por la hermosa acción de Moreira.

Provocado, se había batido con un hombre valiente, y hábil en el manejo de las armas, sin mostrar cólera contra su provocador, a quien no había querido matar, pues aquel golpe en la frente había sido calculado con toda sangre fría y preferido a la tremenda puñalada que marcó en el vientre.

Vencedor en el lance, no había hecho uso de la ventaja obtenida, pidiendo sacaran de allí a aquel hombre inerme para que «no hiciera bochinche».

Era indudablemente una acción hermosa que recogía su premio en el aplauso de los que habían presenciado aquel duelo a muerte que amenazara ser sangriento.

Moreira recuperó tranquilamente su puesto y la elección siguió en el mayor orden.

Su acción había pesado de tal modo en el espíritu de los gauchos del otro bando, que todos votaron con él, con esa inconciencia peculiar en los paisanos, que van a las elecciones y votan por tal o cual persona, porque el Juez de Paz lo ha mandado así.

La elección fue canónica; había faltado el caudillo enemigo y sus partidarios se habían plegado al bando que sostenía el amigo Moreira.

Leguizamon fue conducido, cuando cayó, a la pulpería y tienda de un tal Olazo, que existe aún, donde le prestaron algunos auxilios que le volvieron el conocimiento.

Cuando recuperó el completo dominio de sus facultades, cuando supo lo que había sucedido y que Moreira había tenido asco en matarlo, Leguizamon se puso furioso, quiso volver a la plaza para matar al paisano, pero no lo dejaron salir cuatro o cinco personas que habían quedado acompañándolo.

Como la pulpería de Olazo estaba sólo a una cuadra de la plaza, a cada momento caían allí paisanos dando noticias del partido que iba triunfando, y ponderando la bella acción de Moreira, que no había querido matar a Leguizamon a quien había golpeado con el cabo de la daga, tendiéndolo en el suelo.

Leguizamon oía todos estos relatos y su coraje iba creciendo hasta el extremo de llenar de improperios a los que iban a la pulpería.

-Yo he de matar a ese maula, gritaba en el colmo de la irritación, lo he de matar como a un cordero, para probar a ustedes que sólo por una casualidad me ha podido aventajar, pues él me ha pegado lo que me vio tropezar en la mesa y perder pie; de otro modo ¡cuándo sale de allí con vida!

Los paisanos temiendo un nuevo encuentro con Moreira, habían querido llevar al gaucho a su casa, pero toda tentativa fue inútil.

Leguizamon pidió una ginebra, y declaró que iba a esperar allí a Moreira para matarlo y demostrar que era una maula que habían traído para asustar a la gente con la parada.

La elección terminada, los paisanos empezaron a desparramarse en todas direcciones cayendo la mayor parte a la pulpería de Olazo que era la más acreditada.

Todos suponían además que el lance de aquella mañana no podía quedar así, y que entre Leguizamon y Moreira iba a suceder algo terrible.

Moreira estuvo conversando un momento con las personas de la mesa quienes recomendaron evitase encontrarse con Leguizamon y que si lo hallaba a su paso no atendiera a sus provocaciones, porque siempre andaba ebrio y no sabía lo que hablaba.

El gaucho sagaz comprendió que Leguizamon conservaba aún a pesar de lo sucedido, su prestigio de hombre guapo y de avería, y que se dudaba del éxito de un nuevo encuentro, pero sonrió minuciosamente y se alejó al tranco de su overo bayo tomando la dirección de la casa de Olazo donde sabía estaba Leguizamon.

Serían sólo las cinco de la tarde cuando Moreira dio vuelta la esquina de la plaza, en dirección al almacén, lleno de gente en esos momentos.

Cuando Moreira apareció en la esquina, un movimiento de espanto pasó como un golpe eléctrico entre los gauchos.

En el cuchicheo y el asombro pintado en todos los rostros, Leguizamon comprendió que su enemigo venía, y apurando el contenido de la copa que tenía en la mano, saltó al medio de la calle empuñando en su diestra la daga que brilló como un relámpago de muerte.

Moreira vio todo eso y adivinó lo que en la pulpería pasaba, pero no alteró la marcha de su caballo que avanzaba al tranquito, haciendo sonar las copas del freno.

Leguizamon parado en media calle, llenaba de injurias al paisano que parecía no escucharlas, dada la sonrisa de su boca y la tranquilidad del ademán.

Por fin Moreira estuvo a dos varas del enfurecido gaucho, y éste, que sólo esperaba aquel momento, lo acometió resuelto por el lado de montar, tomando la rienda del caballo.

Moreira se deslizó tranquilo siempre, pero rápido, por el lado del lazo, sacó de la cintura su terrible daga, y se preparó al combate.

Las acometidas de Leguizamon eran tan violentas, sus golpes eran tan recios que Moreira tenía que acudir a los recursos de la vista y a toda la elasticidad de sus músculos, para evitar que el paisano lo atravesara en una de tantas puñaladas o lo abriera con aquellos hachazos tirados con una fuerza de brazo imponderable.

Durante cuatro o cinco minutos Moreira estuvo concretado exclusivamente a la defensa, siéndole imposible llevar el ataque.

Con la pupila dilatada por el asombro, trémulos y silenciosos, los numerosos paisanos miraban las gradaciones de aquel combate sin atreverse a respirar siquiera.

La partida de plaza había sido avisada de lo que sucedía, pero no se había resuelto moverse de la puerta del juzgado; tenía decididamente miedo de provocar a Moreira.

Leguizamon entre tanto, cansado de tanto tirar, quiso reposar un momento y dio un salto hacia atrás.

Entonces Moreira tomó la ofensiva con tal brío, con tal pujanza, que eran pocos, entonces, los dos brazos de su adversario, para parar aquella especie de huracán de puñaladas y hachazos.

Cuando Leguizamon tenía la ofensiva, Moreira no había hecho un solo paso atrás, no había perdido una línea del terreno que pisaba.

En cambio, cuando él atacó, Leguizamon empezó a retroceder, primero paso a paso, y después a saltos, único recurso para evitar ciertas puñaladas mortales.

Así combatieron la cuadra que mediaba entre el almacén de Olazo y la plaza principal, sin haberse inferido otra herida que un ligero rasguño recibido por Moreira en el brazo izquierdo al parar un hachazo.

Retrocediendo uno y avanzando el otro, los dos combatientes llegaron hasta la iglesia, seguidos de todos los paisanos que había en la pulpería al principio de la lucha, aumentados con los que fueron llegando a medida que iban sabiendo lo que sucedía.

La partida de plaza estaba en la puerta del juzgado, a dos pasos de la iglesia con el caballo de la rienda pero no se atrevía a intervenir.

Al llegar a la iglesia, Moreira acometió a Leguizamon por el costado izquierdo, obligándole así a hacer un cuarto de conversión y buscar la pared del templo para hacer en ella espalda, tirando un par de puñaladas al vientre de Moreira para detenerlo un poco y darse un alivio.

Pero Moreira comprendiendo que aquella posición era violenta para su adversario, que había quedado contra la pared lo mismo que por la mañana contra la mesa, cargó de firme, decidido a terminar la lucha, cuya duración había empezado a irritarlo y hacerle perder parte de aquel aplomo que nunca lo abandonaba.

Moreira, pues, cargó de firme, metió el brazo izquierdo contra la daga de Leguizamon para evitar un golpe probable, y se tendió a fondo en una larga puñalada.

Entonces se sintió un grito de muerte, vaciló Leguizamon sobre sus piernas y cayó pesadamente sobre el primer escalón del atrio, produciendo un golpe seco y lúgubre peculiar a la caída de un cuerpo humano.

Moreira abandonó la daga enterrada hasta la empuñadura, en la herida, se cruzó de brazos y miró pausadamente a todos los testigos de aquel drama.

-Caballeros -dijo soberbio y altivo-, el que crea que esta muerte es mal hecha, puede decirlo francamente, que aún me quedan alientos suficientes.

Ninguno se movió, ninguno turbó con una sola palabra aquel silencio imponente.

La actitud de los paisanos aprobaba el proceder del gaucho.

Moreira miró entonces el cuerpo caído de Leguizamon, que se estremecía débilmente en el último exterior de la agonía -se agachó y le arrancó la daga del estómago.

El cuerpo de Leguizamon se agitó entonces por un temblor poderoso, de su ancha herida salió una gran cantidad de sangre, y quedó completamente inmóvil.

Moreira lo contempló un segundo, como dominado por una especie de arrepentimiento, dejó la daga sobre el pecho del cadáver, y acercándose a su caballo que había sido llevado allí por uno de los paisanos, montó con un ademán sombrío, apartando suavemente al Cacique, que saltaba sobre el tirador, pretendiendo llegar a lamerle la cara, después de haberle lamido las manos, como felicitándolo del peligro que acababa de escapar.

El paisano no quiso alejarse de aquel sitio sin hacer antes alarde del miedo que sabía que se le tenía.

Revolvió su caballo hasta el juzgado de paz, y dirigiéndose al sargento de la partida que estaba dominado por el más franco espanto, le dijo lleno de altivez:

-Haga, el favor, amigo, alcánceme la daga que he dejado olvidada allí -y señaló el cadáver de Leguizamon, sobre cuyo pecho se veía el arma.

El sargento dio las riendas de su caballo a uno de los soldados, se dirigió al sitio indicado y recogió la daga que entregó a Moreira humildemente y sin permitirse la menor palabra.

Moreira tomó su daga, que guardó en la cintura después de limpiar en la crin del caballo la sangre de que estaba cubierta la hoja y picando con las espuelas los flancos del magnífico animal, se alejó al tranco, dejando absortos a los testigos de aquella sangrienta sátira.

No hacemos novela, narramos hechos que pueden atestiguar el señor Correa Morales, el señor Marañón, el señor Casanova, Juez de Paz entonces, y muchas otras personas que conocen todos estos hechos.

Y hacemos esta salvedad, porque hay tales sucesos en la vida de Juan Moreira, que dejan atrás a cualquier novela o narración fantástica, escritas con el solo objeto de entretener el espíritu del lector.

Ya hemos dicho que Moreira fue un tipo tan novelesco, que ciñéndose estrictamente a la verdad de los acontecimientos, dejan atrás a Luigi Vampa, a Gasparone y al mismo Diego Corrientes, tipos formidables, embellecidos por la novela, pero que se han echado de barriga ante la primer partida de policía que se les ha puesto delante de las numerosas partidas que capitaneaban.

Y Moreira era un hombre solo a quien la misma justicia había lanzado en la senda del crimen, y que tuvo a raya a las fuertes partidas que tantas veces enviaron las autoridades en su persecución, sosteniendo verdaderos combates con muchas partidas de plaza, diversos piquetes de policía de Buenos Aires, y algunos del batallón Guardia Provincial.

Pero volvamos a nuestro relato.

Después de la muerte de Leguizamon, Moreira estuvo tranquilo mucho tiempo.

Asistía a las reuniones en las pulperías, concurría a todos los bailes que daban los paisanos en Navarro, sin promover jamás la menor disputa o escena comunes en este género de reuniones.

En esta clase de diversiones, Moreira había aprendido a beber todo género de licores que solían írsele a la cabeza.

Pero cuando estaba dominado por el alcohol era cuando se mostraba más manso y más accesible a todo género de bromas, no habiendo ninguna de carácter pesado.

Generalmente cuando estaba en este estado le daba por vistear, invitando a alguno de los que estaban presentes a que le hicieran unos tiritos para ejercitarse.

Como era natural, ninguno de los paisanos aceptaba la proposición temiendo que la visteada se convirtiera en pelea.

Entonces Moreira buscaba dos palitos y se entretenía en hacerse hacer unos tiritos para ver cómo andaba la muñeca.

De esta manera se había hecho tan consumado tirador de facón, que los otros paisanos aseguraban que en sus manos el cuchillo era una luz.

Dominado por el alcohol, se despertaban también sus instintos de jinete, y si llegaba a ver un redomón o caballo nuevo lo pedía para getearlo un poquito, y lo geteaba, tan famosamente, que lo volvía completamente dominado.

Por más ebrio que estuviese en estas situaciones, no hubo ejemplo de que caballo alguno, por bravo que fuese lograse basuriarlo.

Moreira se había hecho también un consumado tirador de pistola.

Manejando aquellas dos que le regalara su compadre Giménez y que cuidaba con gran esmero, él rompía cuanta botella le colocaran a cuarenta pasos de distancia.

Era un adversario terrible que tenía completamente dominados a todos los paisanos del pago que frecuentaba.

Moreira solía tener sus horas de melancolía profunda.

Pensaba en su mujer y su hijo y solía pasarse encerrado varios días en una pieza donde se le sentía llorar.

En esta situación, nadie se hubiera atrevido a dirigirle la palabra temiendo su enojo.

Entregado a sus tristes meditaciones, Moreira no se mostraba hasta que su melancolía había pasado por completo.

Entonces salía y prodigaba con profusión sus caricias y cuidados al Cacique y a su magnífico caballo, que era toda su familia y su haber sobre la tierra, y que representaban sus más queridas afecciones, porque el Cacique fue el primer regalo que le hizo su novia y el caballo fue el único regalo del doctor Alsina, hecho en la siguiente situación.

Cuando aquellas épocas efervescentes, de crudos y cocidos, en que los partidos se disputaban el triunfo de todas maneras, sin evitar los crímenes como el vergonzoso día 22 de abril, la vida del doctor Alsina se creyó amenazada, como se creyó en peligro la de Mitre, la de Chassaing, y la de tantos hombres de mérito que tomó parte en aquella encarnizada lucha.

Los amigo del doctor Alsina le mandaron entonces un hombre de toda confianza y de reconocido valor para que le guardase la espalda y fuese capaz de defenderlo de cualquier asechanza traidora que se le tendiera.

Y aquel hombre elegido fue Juan Moreira que era un bellísimo joven.

Moreira cobró un gran cariño al doctor Alsina, de quien fue la sombra inseparable durante mucho tiempo, y este hombre que sabía valorar a los que le rodeaban, apreció el espíritu de aquel paisano, a quien trató no como a un bravo que arma su brazo según el salario que ha de recibir, sino como un compañero que había venido a partir con él la fatiga y el peligro.

El doctor Alsina solía penetrar hasta el corazón del paisano, haciéndole responder a ciertos toques, porque le hablaba en lenguaje sencillo y noble, en ese único lenguaje que hablando al corazón del gaucho, hace de este hombre un niño dócil a quien se puede manejar hasta con la expresión de la mirada.

Non hay nada más fácil que conquistar el cariño del gaucho, cariño que llega a convertirse en una especie de religión invencible.

Para esto basta sólo comprender su corazón, lleno de nobles prendas y hablarle el lenguaje del cariño, que sus oídos no están habituados a escuchar.

El paisano, lleno de inteligencia comprende que aquél es un hombre superior que desciende hasta él y se le nivela como un hombre igual y empieza por inclinarse a aquel hombre a quien llama un buen criollo y concluye por amarlo con toda la potencia de su espíritu tan accesible al cariño.

Moreira llegó a asimilarse de tal modo al doctor Alsina, que se había convertido en la sombra de su cuerpo y en el eco de su pisada.

De día, no lo abandonaba un momento de noche tendía su recado en el patio, a la puerta del aposento del niño y dormitaba allí velándole el sueño.

Cuando el peligro pasó, cuando la situación de Buenos Aires quedó en su estado normal, ya los servicios de Moreira fueron innecesarios y el paisano quiso volver a su pago a atender sus intereses abandonados tanto tiempo y juntar sus animalitos que andarían dispersos por los campos vecinos.

El doctor Alsina hizo todo género de ofertas a Moreira para que se quedara en el pueblo a trabajar y conservarlo así a su lado pero todo fue inútil.

El paisano se sofocaba en la ciudad y necesitaba volver a los trabajos de campo donde lo llamaban su inclinación y sus hábitos.

Viendo que todo esfuerzo sería inútil, el doctor Alsina le proporcionó un pasaje y lo dispidió, dándole una suma de dinero en agradecimiento de sus servicios.

A la vista del dinero Moreira palideció y una lágrima arrancada por el sentimiento, fue a perderse trémula y silenciosa entre la naciente barba.

El doctor Alsina, comprendiendo lo que pasaba por aquel espíritu noble, retiró con presteza el dinero, al mismo tiempo que el paisano decía con acento conmovido:

-No me ofenda, patrón, si yo lo he servido ha sido porque en ello he tenido gusto, y no merezco esa ofensa porque me hace doler el corazón.

El doctor Alsina profundamente impresionado por este rasgo de nobleza, tendió su mano al paisano primero, y lo estrechó después entre sus brazos.

El paisano se estremeció lleno de orgullo al sentir íntimamente la presión de aquel abrazo, levantó la cabeza hermosa iluminada por la emoción que saltaba a sus ojos magníficos y se separó del doctor Alsina diciéndole:

-Si alguna vez me cree útil, si mi cuerpo puede servirle alguna vez de defensa, mándeme avisar no más, patrón, que yo vendré aunque sea del fin del mundo; disponga de mi vida sin embozo, porque desde hoy soy cautivo de sus prendas.

El paisano se alejó rápidamente y el doctor Alsina quedó meditando en la nobleza de esta raza desheredada de todo derecho, cuyo único porvenir es el puñal en los atrios electorales o los cuerpos de línea al eterno servicio de las fronteras.

Fue entonces que el doctor Alsina compró el caballo más magnífico que halló en Buenos Aires, y lo envió a Moreira con una lujosa daga.

Era el famoso overo bayo que llegó a ser el crédito del orgullo del paisano, y la daga que tan terriblemente esgrimía.

Aquel caballo representaba para él su seguridad personal y el recuerdo de aquel hombre por quien se hubiera hecho matar cien veces, sin ningún escrúpulo ni pesar.

Así dividía su afecto entre el caballo y el perro, sus leales amigos, que eran el recuerdo de lo que más había amado en el mundo, exceptuando dos personas a quienes tal vez no vería más.

Por eso, cuando salía de sus tristes meditaciones, se le veía prodigar sus cariños a aquellos dos animales que lo conocían hasta en la pisada.

Durante un mes no se oyó hablar una palabra de Moreira, referente a desorden o pelea a mano armada.

Desde la muerte de Leguizamon su tremenda reputación de hombre guapo había crecido de una manera imponderable.

No había un solo paisano que se hubiera atrevido a faltarle el respeto.

Fue entonces que Moreira hizo la siguiente acción hermosa, que tal vez vino a ser su salvación cuando una partida del Guardia Provincial, mandada por el mismo coronel Garmendia, batía los campos para reducirlo a prisión vivo o muerto; interesante incidente que figurará en el curso de esta narración.

Las elecciones habían terminado en Navarro, pero los odios de partido que engendran esta clase de luchas, no se habían extinguido.

El rencor de los caudillos electorales no se acallaba y los trabajos de venganza habían suplantado a los trabajos electorales, dando margen a injustas persecuciones.

El señor Marañón, caballero de muchísima influencia, arrastraba con su prestigio a gran número de paisanos, contribuyendo eficazmente al triunfo electoral que acababa de obtener en Navarro el poderoso bando político a que se plegara Moreira.

Esto puso al señor Marañón en el duro trance de ser asesinado varias veces, debiendo su salvación a una serie de casualidades.

Según se dice, uno de los caudillos enemigos, que no nombramos por la posición que ocupa hoy, era el más empeñado en hacer desaparecer al señor Marañón, y con él, su poderosa influencia electoral.

Para llevar a mejor resultado esta acción cobarde y mezquina, fueron reclutadas, por otra persona que no nombramos, cinco asesinos conocidos como hombres de agallas, a quienes se dio cuarenta mil pesos para que asesinaran a Marañón.

La noche que se había fijado para llevar a cabo este crimen odioso, era una noche de luna clara y hermosa.

El señor Marañón, aunque sabía que se trataba de asesinarlo, salía a la calle como su costumbre, y asistía al club de Navarro, acompañado solamente por un buen revólver de seis tiros y la confianza que los hombres de cierta talla tienen en su corazón.

Aquella noche Marañón había estado hasta las 11 en el club, jugando una tranquila partida de carambola con varias personas de su amistad.

A esa hora se alejó del club solo, y tomó a pie el camino de su casa, abreviándolo, para lo cual tenía que pasar un cicutal espeso, donde se habían emboscado los cinco asesinos cuyos puñales debían extinguir aquella noble existencia.

Marañón, completamente ajeno de lo que debía suceder, atravesó la ciudad con aquella despreocupación consiguiente al hombre que nada teme.

Apenas había caminado dos o tres pasos para cruzar la calle, cuando los cinco asesinos le salieron al paso daga en mano.

El joven sacó su revólver e interrogó con el ademán aquellos hombres que se le presentaban de una manera tan agresiva.

-Venimos a matarte -dijo uno de ellos avanzando un paso, y es en vano toda resistencia porque ya tu hora llegado.

Marañón armó su revólver y dio vuelta rápidamente para examinar el camino que tenía a la espalda y asegurar su retirada, pero su valor hubo de decaer por completo, al ver a su espalda un bulto que avanzaba con suma precaución, y reconociendo en aquel bulto, gracias a la claridad de la luna al terrible Juan Moreira que trataba de ocultarse entre la sombra de las cicutas y en cuya diestra se veía brillar la daga.

Si Marañón había tenido confianza en la lucha con los cinco asesinos, esta confianza se disipó por completo a la vista del enemigo que le ganaba la espalda, enemigo que en verdad era irresistible.

Vacilaba aún el joven a cual de los dos puntos debía atender primero, cuando Moreira, saltó sobre él como una pantera, lo tomó por la cintura y lo derribó al suelo con una fuerza asombrosa.

Desde allí, y medio aturdido por el golpe, Marañón pudo ver cómo Moreira acometía a los asesinos con asombrosa rapidez, tendiendo a uno de ellos con el vientre completamente abierto por su daga poderosa.

-¡Ríndanse a Juan Moreira, maulas! -gritó aquel hombre extraordinario acometiendo a los cuatro que quedaban, pero estos, a conocer el nombre del enemigo que venían encima, echaron a disparar dominados por invencible espanto, en distintas direcciones.

Moreira al ver huir a aquellos hombres con tan extraordinaria ligereza, prorrumpió en una ruidosa y franca carcajada, acercándose a Marañón que se había levantado ya había quedado de pie embargado por el asombro.

-¿Cómo ha venido aquí a tan buen tiempo? -preguntó Marañón tendiendo la mano al noble gaucho.

-Supe que lo iban a asesinar esos maulas -respondió Moreira riendo siempre y estrechando con efusión la mano que se le tendía y yo también me escondí para darle una manita y para que la cosa no fuese tan despareja.

En seguida y con la mayor naturalidad se acercó al caído, se cercioró que estaba completamente muerto, y dirigiéndose a Marañón le dijo:

-Ahora vamos, que lo voy a acompañar hasta su casa, aunque esos maulas no son hombres de volver y han de andar todavía disparando creyendo que yo los persigo.

Y se dirigió a su caballo que con el perro sobre el apero, había dejado emboscado a corta distancia.

Así caminaron tranquilos y sin cambiar una palabra hasta la casa de Marañón que quedaba a corta distancia. Marañón estaba conmovido por aquel acto de nobleza, llevado a cabo por un hombre que no le debía el menor servicio, y a quien sólo conocía por las referencias que le habían hecho. Y el gaucho es así, toma cariño a una persona siguiendo un impulso del corazón, porque le ha gustado la pinta, o porque lo ha cautivado alguna acción. Cuando entrega el cariño a una persona, lo hace con la misma vehemencia que ama, que odia, que juega o que bebe. Quiere porque sí, sin darse cuenta de su cariño y entregándose por completo a la persona que se lo ha inspirado llegando por ella hasta al sacrificio de la vida. Para Marañón esto era sumamente extraño, aunque conocía profundamente el modo de ser de nuestro gaucho. El cariño de Moreira fue para él fue una revelación, y quiso explotar en beneficio del paisano, aquel cariño que le daba sobre él cierto ascendiente.

-¿Qué móvil lo ha guiado, amigo -preguntó una vez que estuvieron sentados en la casa del joven-, qué idea ha tenido al proceder de esta manera noble?

El paisano miró largo tiempo el sombrero que tenía dando vuelta entre las manos, luego alzó la vista hasta encontrar la del joven y repuso:

-He ido allí para salvarlo de que lo asesinen, primero porque yo lo quiero a usted, después porque no puedo tolerar que se junten de a cinco par matar a uno.

-¿Y cómo ha sabido usted que a mí me iban a asesinar?

-Porque me lo dijo una persona a quien propusieron cosa y que fue bastante hombre para echarlos al diablo por puercos y por cobardes.

-Yo agradezco lo que usted ha hecho, amigo Moreira; si alguna vez puedo serle útil en alguna cosa, acuda a mí, porque desde este momento soy su amigo.

-No me agradezca nada, señor, contestó Moreira, con una expresión de profunda amargura: lo que yo he hecho lo hubiera hecho cualquiera. Yo lo quiero a usted, porque necesito querer a alguien y usted se me figura que es algo mío, que es mi o hijo que es mi hermano. Yo soy un hombre maldito que ha nacido para penar y para andar huyendo de los hombres que han sido mi perdición y he querido a usted, porque siento que al quererlo, puedo respirar con más franqueza, y esto es dulce para mí, que si usted me mandase entregar a la partida, ahora misino iba y me presentaba.

Y el paisano en su lenguaje sencillo explicaba así la sed de cariño que sentía en su corazón ardiente.

Todo lo había perdido en el mundo, menos su caballo, su perro, el fiel Cacique, en quienes partiera su afecto; aquel hombre necesitaba el afecto de un ser humano a quien confiar sus penas y contar sus desventuras.

-¿Y por qué anda usted así errante; retando a la justicia con sus actos que son malos? ¿Por qué no trabaja usted como antes y deja esa mala vida?

Moreira levantó sus ojos preñados de lágrimas, acarició al joven con una mirada tranquila y tristísima y con la voz entrecortada por la emoción le habló:

-Con las penas que tengo yo en el corazón habría para llorar un año. Yo era feliz al lado de mi mujer y de mi hijo y jamás hice a un hombre ninguna maldad.

Pero yo habré nacido con algún sino fatal porque la muerte se me dio vuelta y de repente vi perseguido al extremo de tener que pelear para defender mi cabeza.

Y Moreira narró a Marañón con sus más minuciosos detalles la historia que hemos diseñado a grandes rasgos.

Marañón escuchaba enternecido la historia de tanta desventura, estaba agradecido a aquel hombre que le salvara la vida y tentó salvarlo arrancandolo del precipicio a cuyo fondo rodaba sin remedio, por una sucesión de fatalidades inevitables para el que se coloca en esa pendiente.

El joven meditó un momento y queriendo aprovechar el enternecimiento de aquel hombre de tan hermosas prendas de corazón, le golpeó el hombro y le dijo cariñosamente:

-¿Por qué no sale usted de Buenos Aires? Yo le proporcionaré trabajo en Santa Fe o en Córdoba, donde usted puede vivir tranquilo y ser feliz todavía.

Allí tengo muchos amigos para quienes les daré cartas y al fin de los años ya podrá usted volver.

Se habrán olvidado de sus desgracias y podrá volver a ser lo que ha sido.

-Yo no puedo irme de estos pagos, replicó el paisano creciendo en amargura, porque no pienso separarme de mi mujer ni de mi hijo, porque faltando yo, la justicia se ha de alzar con ellos haciéndoles pagar mis yerros.

-Yo les proporcionaré los medios de irse con usted, y entonces usted puede quedarse allí para siempre, viendo crecer a su hijo a su lado y amado por su mujer.

-Conozco que usted me habla al alma y veo que he puesto bien mi cariño en usted, pero por más que me halaga la propuesta yo no la puedo aceptar sin saber antes qué ha sido de aquellas dos prendas mías y si tengo que vengarlas de alguien.

Los pobres tienen olor a difuntos, es preciso darles en el pie para que no apesten y sabe Dios lo que habrá sido de aquellos desgraciados, cuyo único delito en la vida ha sido ser mi mujer y ser mi hijo.

Quiera Dios que no les haya sucedido nada -prosiguió, tomando un tono altivó y amenazador-, ¡quiera Dios que no les hayan hecho sufrir un minuto!

Yo no soy malo, pero conozco que si alguien les hubiera tocado el pelo de la ropa, sería yo capaz de hacer una herejía que ni los indios.

Y al decir esto, sus ojos brillaron en un relámpago de muerte, dando a su actitud una expresión que hacía ver todo lo irrevocable de aquella determinación adoptada y jurada en el fondo de su alma.

Marañón insistió en sus proposiciones, allanó al paisano todas las dificultades, pero todo fue inútil, su palabra se estrellaba contra aquel carácter inquebrantable.

-Bueno, patrón, dijo el gaucho levantándose, ya lo he molestado bastante, será hasta la vista o hasta que se presente la ocasión.

-Adiós Moreira, dijo el joven, piense en lo que le he dicho, y lo acepte o no lo acepte ya sabe que puede contar conmigo en cualquier aprieto que se vea.

Moreira sonrió agradecido y estrechó con cierto cariñoso respeto la mano que se le tendía; salió al patio de éste a la calle, y saltando sobre su bayo se alejó al tranquito.

Marañón se quedó meditando tristemente sobre el destino de los hombres, que nacidos para el bien y para llevar a cabo las más grandes acciones, son empujados por la fatalidad a una pendiente cuyo límite es la muerte trágica que puso fin a aquella existencia desventurada.

Entre tanto Moreira, abismado en el recuerdo del pasado, había doblado sobre el pecho la cabeza, postrada por la tempestad que la cruzaba.

Allí, mudo e inmóvil, marchaba a la voluntad del noble animal que no cambiaba la marcha para no turbar el reposo del jinete, acostumbrado a cuando en altas horas de la noche, el jinete renunciaba al gobierno de la brida, o iba dormido, o iba a la aventura.

Moreira caminó así, entregado a sus tristes pensamientos, hasta que la luz del alba empezó a confundirse con la luz de la luna.

A la presencia del día, Moreira se descubrió como para que el aire de la mañana refrescara su cabeza, aspiró con fuerza esa brisa fresquísima que viene profumada con las aromáticas exhalaciones de las flores silvestres, que parece dar nuevas fuerzas al espíritu, y revolvió su caballo en dirección al pueblo, tomando el camino de la pulpería y posada, donde sólo paraba para dar de comer a sus dos amigos, el Cacique y el caballo.

Moreira entró a la pulpería, que era la de López, en un momento fatal; parecía que el destino lo empujaba allí donde iba a suceder una desgracia.

Cuando Moreira entraba y pedía un poco de maíz para el caballo, notó que entre los paisanos que hacían la mañana se había promovido una discusión:

Un tal Gondra, gaucho quiebra y de malas entrañas, había dirigido palabras chocantes a un paisano forastero bastante mal entrazado, que había entrado a la pulpería a comprar una botella de caña para el camino.

El forastero no había respondido una sola palabra a las chocantes indirectas de Gondra, esperando le entregaran su caña para retirarse, lo que envalentonó a Gondra, que lo siguió chocando con indirectas primero y con injurias después, cuando vio que el paisano aflojaba.

Moreira quitó el freno al overo poniéndole un morral con maíz para que almorzara, y mientras le traían un pedazo de carne para el Cacique, entró a la trastienda con intención de calmar a Gondra en las chocarrerías que le oyó cuando llegó a la pulpería.

En este hecho sangriento podrán apreciar nuestros lectores el gran dominio que tenía Moreira sobre los que lo rodeaban.

Un gaucho flojo

Cuando entró Moreira, Gondra creyendo encontrar en el paisano un buen apoyo, creció en insolencias y no escuchó las juiciosas observaciones que le hizo aquél.

El forastero se iba poniendo cada vez más pálido del coraje que contenía a duras penas, pues suponía en Moreira un aliado de aquel baratero que lo provocaba.

Recibió sin embargo la botella de caña que le alcanzaba el pulpero, sin desplegar los labios, pagó y se alejó repesadamente midiendo a Gondra de arriba abajo con una mirada donde estaba pintada toda la ira que sentía rebosar en su corazón.

Gondra soltó una gran carcajada al ver la actitud del forastero, y dirigiéndose a Moreira que seguía tranquilamente el aspecto feo que iba tomando la escena, le dijo:

-Hágase a un lado aparcero, no sea que el de la caña lo trague.

-Si sos hombre maula, salí afuera para tener el gusto de rajarte el alma de una puñalada.

Todos ustedes -añadió encarándose con Moreira-, han de ser una punta de maulas peleadores en pandilla.

Puede salir el que guste o todos de uno a uno.

Moreira palideció a su vez pero no se movió.

Se había recostado de espaldas contra el mostrador y miraba sombrío a los actores de aquella escena.

Los paisanos no replicaron una palabra; estaba allí Juan Moreira y todos esperaban que él coparía la parada propuesta por el forastero.

-Salí maula -volvió a gritar el paisano dominado por la ira-, salí y yo te voy a enseñar a reírte de la gente.

Gondra salió al encuentro del paisano, pero era un gaucho flojo, de los que llaman pura boca y se acobardó ante la actitud del adversario.

-¡Oíganlo a la maula! Ya sabía que habían de ser pura boca.

Que salga ese tu padrino que ha venido como a ayudarte -añadió el paisano encarándose con Moreira.

Salga uno siquiera porque si no entro y agarro a rebencazos a todo el mundo.

Moreira entonces, sin mirar al provocador del duelo, tomó a Gondra por un brazo, y le dijo gravemente:

-Yo no soy saca clavos de nadie ni he nombrado a nadie para que ande copando por mí las bancas. Yo no puedo pelear con ese hombre porque no es enemigo para mí. Ya que lo has provocado es preciso pelear, para que no se diga que te han corrido con la vaina.

Gondra miró a Moreira creyendo que se chanceaba, pero al ver el severo ademán del gaucho, no supo qué contestar.

Tenía miedo a aquel hombre que lo esperaba cuchillo en mano, pero más miedo tenía a Moreira.

Éste comprendió toda la cobardía de Gondra que había provocado aquel conflicto porque contaba con su ayuda, y desnudando su daga dijo a Gondra de una manera sombría que no admitía réplica.

-No hay más remedio que hacer la pata ancha; ya que «has comprado sin que nadie te venda», o peleas con ese hombre a quien has provocado o yo te saco las tripas de una puñalada. Pronto y basta de bromas.

El forastero miraba asombrado la actitud de aquel hombre a quien tanto miedo tenían los paisanos.

Gondra se había colocado entre la espada y la pared.

Tenía miedo al forastero, pero más miedo tenía a Moreira que lo amenazaba de muerte.

Forzado pues a optar entre un enemigo y otro, prefirió la partida con el forastero a quien acometió flojamente.

-¡Duro y parejo!, ¡duro y parejo! -gritaba a sus espaldas Moreira-, o te clavo como a un peludo.

La lucha era encarnizada.

Los paisanos se soltaban viajes formidables y ya Gondra había recibido un hachazo en el brazo izquierdo y una puñalada de poca consecuencia bajo la tetilla derecha.

Ya iba a separarse, completamente acobardado cuando sintió la punta de la daga de Moreira que le pinchaba la espalda, mientras el gaucho le decía:

-Coraje maula, coraje y no le haga asco a la muerte.

Gondra que sintió penetrar la daga de Moreira en su espalda, acometió al forastero de una manera desesperada, en momentos que éste volvía la vista hacia Moreira descuidando la defensa.

La daga de Gondra penetró entre la cuarta y quinta costilla, del lado izquierdo del desgraciado gaucho, produciéndole una muerte instantánea.

Gondra se volvió gozoso como para recoger de Moreira una felicitación, pero éste guardó fríamente la daga y dando a Gondra un puntapié que lo hizo ir a azotarse contra el mostrador, se dirigió a su caballo diciendo:

-Me voy porque no quiero vomitar de puro asco.

Y quitando al overo el morral que ató a los tientos, le puso el freno, montó y se alejó al galope largo.

Unas veinte cuadras andaría a este paso cuando puso su caballo al tranquito tomando la dirección de Cañuelas, donde tenía que ir a ver a un amigo para obtener por su medio noticias de Vicenta y el pequeño Juan.

Pero en Cañuelas, como en todas partes, la fatalidad esperaba a Moreira, que ya no iba encontrando sitio tranquilo donde reposar la planta.

Moreira caminó todo ese día, usando todas aquellas precauciones de hombre que sabe que detrás de cada mata de pasto puede salirle una partida de plaza a disputarle la vida.

Había marchado a pequeñas jornadas de veinte o treinta cuadras, dando continuo descanso al overo bayo, de cuya ligereza podía necesitar de un momento a otro.

Cada dos horas el paisano echaba pie a tierra y sacaba el freno al caballo para que pudiese comer, mientras él tendía su manta y se recostaba al lado del Cacique a reflexionar sobre su situación desesperante.

De pronto se le ocurría ir a buscar abrigo y tranquilidad entre los indios, pero entonces tendría que abandonar a su mujer y su hijo que quedarían desamparados y que eran los únicos lazos que lo ataban a su existencia desventurada haciendo que con tanto encarnizamiento disputara su cabeza a la Justicia de Paz.

-Yo peleo con las partidas -pensaba Moreira, porque necesito vivir para mi hijo y para que no le digan mañana que me mataron porque fui cobarde.

El hombre que me matara me haría un verdadero servicio porque yo no vivo sino sufriendo; pero ¿qué sería de mi hijo si yo muriera?

Por ahora tengo que vivir, después veremos.

Y Moreira tenía razón, ¿qué halago podía tener para él la miserable existencia que llevaba?

Expuesto a ser preso a cada minuto, tenía que andar vagando sin descanso, siempre dispuesto al combate, que cada día sería más duro, porque las partidas de plaza le acometerían cada vez con más saña y cada vez mejor reforzadas y armadas, para asegurar su deseado triunfo.

Si alguna vez podía entregarse al sueño, sueño agitado, que no bastaba a descansar su cuerpo rendido, lo hacía gracias a la vigilancia de su leal Cacique, y así mismo tenía que dormir como una fiera, lejos de poblado en medio del campo y a la siesta, hora en que no se ve un solo jinete, un solo animal que no esté entregado al reposo.

La noche la pasaba viajando o tendido sobre su manta, esperando que su caballo comiese con toda comodidad y descansara las fatigas de la jornada.

Era, pues, una existencia miserable que el paisano llevaba con conformidad, por aquellos dos seres queridos que no se borraban jamás de su pensamiento, siempre vuelto a ellos.

Moreira solía pensar en el doctor Alsina que era el único hombre que podía arrancarlo de aquella situación tirante ¿pero cómo escribirle? ¿cómo hacerle conocer su historia?

El paisano había llegado a desconfiar de los hombres, sospechando que pudieran venderlo a la justicia, y sabía que una carta suya en el correo, sería abierta por la primer autoridad, que la rompería para privarlo de todo amparo, y desechaba su idea reservándola para ocasión más favorable.

A la caída de la tarde, Moreira llegó a una pulpería muy concurrida, pues era domingo y los paisanos habían estado de carreras y de jugada de taba.

Cuando Moreira llegó, reinaba en la pulpería la alegría más franca y cordial.

Las copas de caña con limonada, bebida clásica del paisano, eran vaciadas y vueltas a llenar con una rapidez que había entusiasmado al pulpero, volviéndolo más amable que un peluquero francés.

La guitarra sonaba de cuando en cuando, acompañando una voz vinosa y nasal, que dejaba oír algún travieso pie de gato o alguna huella safada.

Sabido es que cuando el gaucho está en este género de diversiones no se aleja de la pulpería hasta que en los bolsillos de su tirador no queda nada que se parezca a dinero, y muchas veces habiendo hecho desaparecer de él hasta las monedas de plata que lo adornan constituyendo su lujo, y que deja empeñadas por una bicoca.

Moreira ató al palenque su overo bayo, con ese nudo especial que desata rápidamente el paisano, y entró a la pulpería seducido por aquel bullicio.

-Dios guarde a la buena gente -dijo el paisano saludando a la alegre concurrencia, y colgando su rebenque en la empuñadura de su daga, se dirigió al pulpero pidiéndole un poco de pasto seco para el caballo y un buen churrasco para el Cacique que no había probado bocado en todo aquel día.

Un viva descomunal y prolongado saludó la presencia del paisano, manifestación clara de la profunda simpatía que inspiraba en aquella gente, y diez o doce paisanos se levantaron estirándole la mano unos y brindándole los otros con una copa de bebida, llegando algunos de ellos, algo divertidos, a demostrarle su alegría con sendos puñetazos en los hombros y ademanes de canchada.

Moreira agradeció íntimamente aquellas manifestaciones de cariño y simpatía, estrechó la mano a todos, pero rechazó las copas diciendo alegremente, mientras recibía de manos del pulpero el pedido que hizo a la entrada.

-Voy primero a dar de comer a mi gente y en seguida vuelvo.

Fue hasta el palenque, aflojó la cincha al overo y le puso en el suelo una brazada de pasto seco, mientras el Cacique, desde el recado reclamaba su parte con sendas meneadas de cola y cariñosos ladridos.

Un encuentro fatal

Moreira se acercó a su fiel amigo, lo bajó del caballo y lo acarició amorosamente sobre sus brazos; le dio en seguida un beso en el hocico y lo puso en el suelo al lado del caballo, donde le cortó el churrasco en pequeños bocados.

En seguida se aseguró con inteligente mirada si los animales quedaban cómodos y regresó a la pulpería.

Estaba en la reunión un paisano que había permanecido sombrío en un rincón de la pulpería, sin tomar parte en el alborozo que causara la llegada de Moreira.

Éste no había visto el descontento del paisano, o había aparentado no verlo; los demás paisanos habían procedido como si aquel no existiera, o fuera simplemente un forastero.

El paisano estaba sentado sobre una pipa con los brazos cruzados y como absorbido completamente por un pensamiento fijo y profundo.

Era un tal Juan Córdoba, gaucho de algunas mentas, muy buscador de camorras, y que esa mañana, hablando de Moreira, decía que si éste hacía todos aquellos hechos y tenía asustadas las partidas, era porque todavía no había estrellado con un hombre de coraje, y que el día que esto sucediera, sería el último día de la vida de aquel hombre.

-Es que no hay quien tenga más coraje y más vista que Moreira, habían replicado a Córdoba los otros paisanos; con ese hombre pelea el diablo, y no hay que hacerle, amigo.

-Es que sobre el mismo diablo estoy yo -había respondido el gaucho-, celoso por la reputación que superior a la suya acompañaba a Moreira, y el día que se cruce en mi camino, no le ha de valer la ayuda del diablo y lo he de poner panza arriba. Ustedes hablan porque tienen lengua y miedo y ahí está todo.

Sea que los paisanos no tuviesen deseos de pelear, sea que Córdoba fuese bueno realmente, su balandronada pasó y siguieron los juegos en la mayor tranquilidad y armonía.

Por eso cuando entró Moreira, Córdoba había quedado retobao y al parecer con el ánimo dispuesto a pelear al recién venido, lo que ya era una prueba de valor.

Moreira entró a la pulpería, como hemos dicho, sin notar, o haciéndose el que no veía el continente del paisano, que parecía un Baco, sentado sobre la pipa de vino.

Tomó una de las copas que le ofrecían y la apuró de un trago, respondiendo como podía al mundo de preguntas con que era agobiado.

Me parece, dijo un paisano al oído de otro, que si Córdoba se mete a guapo, se va a sacar la grande, porque a este hombre no hay quien le gane a pelear.

-¿Quién lo mete a vivo -contestó el otro-, el hombre no se mete con nadie, y para qué buscarle la boca? Si algo le sucede, él lo habrá querido, porque con callarse está del otro lado.

Córdoba tenía la pretensión de ser el mejor cuchillo del pago, y la creciente reputación de Moreira y sus últimas luchas, mortificaban su vanidad hondamente, haciéndole nacer el deseo de vengarse de aquel hombre, que no le hacía más mal que ser el dueño de un corazón de bronce y poseer un valor inagotable.

Y esta es una clase de celos que no tolera un paisano, porque cree que la reputación ajena viene a menguar la propia, quebrándola como una tabla.

El bullicio interrumpido con la salida de Moreira volvió a renacer más sonoro, las copas se vaciaron y se volvieron a llenar a pedido del recién venido.

-¿Y usted no bebe, paisano? -preguntó Moreira a Córdoba, señalando una copa sin dueño que estaba sobre el mostrador a medio vaciar.

-Yo no bebo sino lo que yo me pago -replicó sombríamente Córdoba, y gracias a Dios aún tengo con qué pagarme la mía y el gasto que se haga.

-Está de Dios o del diablo -dijo Moreira, frunciendo el entrecejo- que la maldición me ha de seguir a todas partes -y levantó al techo sus magníficos ojos, desesperadamente.

Córdoba no se movió de la pipa, esperando que fuese recogida su provocación, pero Moreira prescindió de ella y se puso a responder a las preguntas que le dirigían los paisanos.

La algazara ligeramente interrumpida por aquel cambio de palabras, volvió a reanudarse, y el sonido de la guitarra hizo olvidar por completo aquel incidente desagradable.

Moreira se había sentado en un banquito y escuchaba atentamente la relación que le hacían de los caballos que habían corrido en ese día y habían ganado.

Las copas se repetían y la alegría había llegado al último grado.

Sólo Córdoba no tomaba parte en ella, permaneciendo taciturno sobre la pipa.

Uno de los paisanos tomó la guitarra adornada por gran cantidad de cintas de diversos colores y la brindó a Moreira pidiéndole cantara unas décimas.

-No canto, amigos -respondió Moreira-, para cantar es preciso estar libre de desgracias y no tener cosas tristes en qué pensar, yo no canto porque mi destino es llorar.

-No se amilane amigo -respondió uno de los paisanos-, es bueno que de cuando en cuando el hombre deseche penas y no se deje ganar por el dolor.

Y tanto rogaron al gaucho, y tanto le instaron, que Moreira tomó la guitarra haciendo oír un preludio donde rebosaba toda la melancolía de su espíritu.

Un gran aplauso saludó la decisión de Moreira y los paisanos se prepararon a escuchar con un recogimiento profundo, haciendo llenar de nuevo las copas.

Moreira estuvo por espacio de diez minutos recorriendo el diapasón de la guitarra en vagos preludios y acordes inconscientes.

Por fin aquellos preludios se fueron fundiendo, aquellos acordes se fueron armonizando y la guitarra rompió en uno de esos estilos tristes y profundamente melancólicos que el gaucho toca con una extrema ternura.

Moreira tocaba el estilo conmovido, había agobiado la cabeza a impulsos de la pena que le roía el alma, y meditaba profundamente.

Por fin levantó la cabeza soberbia, mostrando el rostro magnífico al que salían todas sus penas, entornó los ojos como reconcentrándolos en un punto de su pensamiento y lanzó al aire su voz patente y melodiosa, con las siguientes décimas que nos ha recitado un compañero que se las aprendió, con quien hablamos en Navarro.

Era una glosa aquella magnífica cuarteta del Quijote «ven muerte tan escondida», que el paisano improvisaba o que habiéndola aprendido en sus buenos tiempos aplicaba a su situación, dándole un relieve artístico con el sentimiento que rebozaba en su voz.

He aquí las décimas en que ese sentimiento se derramó suavemente:

Presa el alma del dolor
con el corazón marchito
soy como el árbol maldito
que no da fruta ni flor.
Muerte, ven a mi clamor
que en ti mi esperanza anida
ven, acaba con mi vida
ven en silencio profundo,
como mi dolor al mundo
ven muerte tan escondida.

Esta décima arrancó del auditorio las muestras del más patético entusiasmo; Moreira siguió preludiando el estilo largo tiempo y cantó la segunda décima.

Quizá el mundo en su embriaguez
sin conocer mi martirio
tenga mi afán por delirio
hijo de la insensatez.
Y al ver mi ardiente avidez
por acabar de existir,
los que estiman el vivir
como suprema ventura
dirán que es en mi locura
¿Por qué el placer del morir?

Los paisanos estaban dominados por el canto de Moreira hasta el enternecimiento, algunos de ellos habían vuelto el rostro para secar a escondidas con el revés de la mano el llanto que no podían contener, y el mismo Córdoba, arrastrado por un poder extraño, había bajado de la pipa y se había acercado al grupo.

Moreira, completamente ajeno a la impresión que producía su canto, dejó oír esta tercer décima, creciendo su sentimiento:

¡Ah! si vieran la inclemencia
con que en mí el dolor se goza
que hoja por hoja destroza
las flores de mi existencia,
comprendieran la vehemencia
con que anhelo tu venida.
Ven muerte, tan escondida,
que no te sienta venir
y el gusto de verte herir
no me vuelva a dar la vida.

La guitarra calló, dejando oír un quejido lánguido en las cuerdas, que vibraban aún, bajo la presión de la mano artística del paisano, que permaneció agobiado a impulsos de su propio canto.

Todos los paisanos guardaron un profundo silencio, reteniendo en el oído la imagen de aquella triste caricia con que Moreira remató sus décimas.

El mismo Córdoba parecía haber olvidado su encono, y estaba allí, trémulo como idiotizado, sin atinar siquiera a llevar a los labios la copa de caña que veía en su mano.

El gaucho que lo invitara a cantar, se acercó entonces a Moreira y ofreciéndole una copa con bebida, le dijo sencillamente.

-Asiente el pesar, paisano.

Moreira levantó entonces la cabeza y pudo verse su negra barba sembrada de lágrimas cristalinas que parecían las gotas de rocío que se ven sobre las matitas de pasto al venir la madrugada y su frente plegada por ese dolor agudo que si se apura se traduce en inevitable y amargo llanto.

Recibió la copa que le alargaba el paisano y la apuró de un solo trago, ahogando con el líquido un sollozo que temblaba en su garganta, y volvió la guitarra a su dueño.

Córdoba vació su copa también y la impresión melancólica que había dejado el cantor, fue borrándose nuevamente como esas espesas nubes que nos roban la luz de la luna, en aquellas voluptuosas y tibias noches de verano y los paisanos empezaron a recobrar su habitual alegría dando un nuevo giro a la conversación.

Moreira, a instancias de los paisanos, se vio obligado a relatar su duelo con Leguizamon, con todas las peripecias que le procedieron, lo que hizo con la mayor sencillez y humildad.

-Dios sabe -concluyó Moreira-, que nunca he peleado sino cuando a ello me han forzado a no dejarme salida y aseguro que aquella muerte me pesa porque dicen que el finado era una persona de prendas y con familia, y que si peleó conmigo fue porque lo mandaron y no porque conmigo hubiese tenido jamás ningún resentimiento, puesto que no me conocía.

-Así es el mundo -retrucó Córdoba desde la pipa donde había vuelto a sentarse-, el hombre es como la mariposa que da vuelta alrededor del candil, tanto hace y tanto porfía que al fin viene a caer entre el sebo y queda frita.

Y así sucede que un hombre que se tenga por más guapo, viene a veces a morir a manos de un mulita.

Moreira comprendió que aquel hombre volvía a provocarlo, pero se hizo el desentendido y siguió hablando con los paisanos de esta manera.

-Si yo no me he quitado la vida muchas veces no ha sido de asco a la muerte, sino porque me necesitan mi mujer y mi hijo, que no sé la suerte que han corrido y lo que les espera.

-Dejemos los casos tristes para mañana -gritó uno de los paisanos, cuyos ojos empezaban a entornarse por la gran cantidad de licor que se había echado al coleto.

Ahora vamos a cepillar un malambo que va a rasquear el maestro, y mañana hablaremos de dijuntos.

¡Otra vuelta pulpero! -gritó dirigiéndose a este y sacando del tirador un rollo de dinero. Otra vuelta compadre que yo pago y que ha de ser de caña con limonada, para beberla a la salud de este mozo que es más criollo que el mismo diablo.

El pulpero obedeció la orden, y llenó todas las copas del brebaje pedido, incluyendo la de Córdoba que estaba vacía sobre el mostrador.

Cuando Córdoba vio que llenaban su copa, descendió de su pipa y acercándose al mostrador dijo enfurecido al que había pedido la vuelta:

-Ya he dicho que yo no bebo sino lo que pago, ¡canejo!; y en cuanto a beber a la salud de nadie no hay que contarlo, porque sólo bebo a la salud de quien se me antoja.

Moreira miró severamente, a aquel hombre que estaba empeñado en buscarle camorra, pero no dijo una sola palabra.

Se había propuesto no hacerle el gusto a la suerte, como él decía, y salir de aquella casa sin haber desnudado su facón y sin haber hecho caso a las groseras insolencias de Córdoba que parecía querer pelear a todo trance.

Tomó la copa que bebió tranquilamente y sacando su rebenque del cabo de la daga adonde lo había enganchado, dijo que ya se retiraba, porque quería amanecer en Cañuelas.

-El miedo es prudente -murmuró Córdoba guiñando el ojo al pulpero-, por eso es que los más malos suelen a veces parecer mansos como corderos.

Moreira palideció intensamente y se volvió a la pulpería que ya abandonaba, midió a Córdoba con su mirada intensa y le dijo con ademán reconcentrado.

-Si me he propuesto salir de aquí sin derramar sangre, no he jurado dejarme hacer banco por ningún roñoso. No hay, pues, por qué tantear a la suerte.

Córdoba sonrió socarronamente, y levantando del mostrador la copa que llevó a la altura de los labios con ademán despreciativo, replicó acentuando las palabras que pronunciaba.

-Yo no soy Leguizamon, compadre, ni hombre a quien han de correr con la vaina o asustar con la parada, y ya sabe quién es Juan Córdoba.

-Vaya a la maula, su zonzo de porra -dijo Moreira, prorrumpiendo en una estruendosa carcajada-, que usted no vale la pena ni de que le dé un talerazo.

Córdoba no se inmutó; o no conocía a Moreira o tenía demasiada fe en su coraje y su vista, que así provocaba al terrible gaucho.

Al oír sus palabras soberbias, echó atrás el pie derecho, se separó del mostrador y arrojó el contenido de la copa que fue a bañar por completo la cara de Moreira, desnudando en seguida su facón.

Al sentir sobre su cara el contenido de la copa, Moreira tembló poderosamente, como si lo hubieran puesto al contacto de una pila eléctrica.

De sus ojos brotaron rayos, sus labios se movieron lívidos, y todas aquellas expresiones de la ira más expresiva, se tradujeron en un rugido poderoso que se asemejaba a todo sonido, menos al de la voz humana; desnudó su daga, aquella terrible daga, y se precipitó sobre Córdoba, tremendo, con una violencia indescriptible.

Al llegar a su adversario, bajó un poco la cabeza, llevó el antebrazo izquierdo a la altura de la boca, y se tendió en una larga puñalada.

Córdoba acudió a pararla con increíble presteza, pero el brazo de Moreira era tan fuerte, la puñalada llevaba tal violencia, que Córdoba no pudo volear aquel brazo de acero y la daga penetró en su vientre, deteniéndose en la columna vertebral, donde se incrustó.

Era tal la violencia de aquel golpe, era tal la fuerza del brazo que lo había dado, que al querer Moreira retirar la daga de la herida atrajo sobre sí el muribundo cuerpo de Córdoba, teniendo que detenerlo con el brazo izquierdo, para que no le cayera encima, y dar más facilidad a la salida de la daga.

No se sabía cuál era más admirable, si la fuerza muscular de Moreira o el temple de aquella arma soberana.

Tan rápida fue la escena, tan violenta la acometida de Moreira, que cuando los paisanos pudieron darse cuenta de lo que pasaba, el cuerpo de Córdoba había sido rechazado por Moreira al desclavar la daga, yendo a caer contra la pipa donde había estado sentado y desde donde había provocado el lance.

Al caer Córdoba, Moreira se le fue encima con la daga levantada y en actitud de volver a herir, pero al llegar a su adversario caído, sus instintos caballerescos tuvieron más poder que la ira que lo dominaba, pero tarde ya, porque aquel desgraciado había dejado de existir, sin poder pronunciar una sola palabra.

Moreira contempló aquel cadáver; se golpeó la cabeza en ademán desesperado y blandiendo su daga empapada de sangre, prorrumpió en una terrible maldición.

-¡Maldita sea mi suerte -continuó dirigiéndose a la puerta y llevando aún la daga en la mano-, que no puedo pisar un sitio sin tener que matar a un hombre!

-No se aflija paisano -dijo el que había pagado aquella fatal última vuelta-. Usted ha sido provocado y si no lo mata, lo mata él. ¿Para qué se metió?

-Yo estoy maldito por Dios y por los hombres -continuó Moreira-, y donde quiera que voy llevo la muerte conmigo.

Se dirigió a su caballo que enfrenó y saltó sobre él, alejándose al galope largo, sin que los paisanos, mudos de asombro aún, se hubieran dicho una palabra.

Sólo a las dos cuadras, y cuando su agitación se calmó a impulsos de fresca brisa, Moreira echó de ver que aún llevaba la daga en la mano, y que el Cacique galopaba al lado de su caballo, reclamando su puesto sobre la montura.

El paisano se detuvo, guardó la daga en la cintura, subió al Cacique a las ancas, y siguió marchando al tranco en dirección de a Las Heras.

Tan desesperado iba Moreira, que olvidado de todo y para acabar de una vez con su penosa existencia, se hubiera entregado a la primera partida de plaza que le hubiera salido.

La muerte de Córdoba le había causado una impresión profunda, porque la había hecho en un acto primo, obedeciendo a un movimiento instantáneo.

Lo más ajeno que tenía era matar a aquel hombre, a quien había pensado aplicar solamente unos golpes de rebenque.

Pero la acción de Córdoba, la clase de la injuria, le había trastornado la razón momentáneamente y había dado aquel golpe mortal casualmente, sin calcularlo, sin quererlo.

Así caminó toda la noche y toda la mañana siguiente, sin sacar a su caballo del tranco y sin levantar la cabeza para mirar siquiera el camino.

A la siesta se acercó a una pulpería del camino donde pidió pasto para el caballo y carne para el Cacique, alejándose a media legua de distancia donde hizo alto para dar de comer a los dos animales, y reposar un par de horas, tendido entre ellos, sobre su manta.

Allí permaneció hasta eso de las tres de la tarde, hora en que se levantó, acomodó el freno al cuero, subió al Cacique en anca y siguió la marcha.

Serían como las once de la noche cuando Moreira llegó a Las Heras, paró donde tenía algunas relaciones y donde vivía un hermano del amigo Julián, de quien iba en busca.

Anduvo algunas cuadras por el pueblo, cuyos habitantes estaban entregados al reposo y volviendo el caballo a la derecha, fue a golpear la frágil puerta de un rancho humilde, que era donde habitaba Santiago, hermano de Julián, con su mujer y su cuñado, paisano de unos diez y ocho años a quien Moreira había visto criar.

A los golpes de Moreira, sonó una voz soñolienta y áspera en el interior del rancho, que preguntaba el clásico e inolvidable: «¿quién es?»

En aquellos tiempos y aquellas horas, no era cosa fácil hacer abrir una puerta sin hacerse conocer inmediatamente, pues no era extraño que al abrir la puerta, el dueño de la casa se encontrara con una daga o un trabuco puesto al pecho.

-Abra amigo don Santiago que soy yo el que llega -dijo Moreira echando pie a tierra y bajando la rienda del caballo.

El paisano a quien éste se dirigía conoció su voz en el acto, pues se le sintió gritar con el tono de la mayor alegría y alborozo.

-¡El amigo Juan Moreira! Dichosos los vientos que lo traen por aquí aparcero, aguarde un momento que le voy a abrir.

Y Moreira sintió el ruido de los talones del buen gaucho que se había tirado de la cama y corría hacia la puerta que abrió inmediatamente.

Aquellos dos hombres se lanzaron uno en brazos de otro, con una efusión de hermanos que no se han visto en mucho tiempo.

-Bien haiga el motivo que lo trae, amigazo que aquí han llegado sus mentas y ya decían que lo habían dijunteau.

Y el paisano miraba a Moreira, a la escasa claridad de la noche, prodigándole todas clases de cariños y dando voces a su mujer para que se levantase y viera quién estaba.

-He venido corrido por la suerte -respondió melancólicamente Moreira-, y para pedirle un servicio que sólo usted me puede hacer.

-Conozco sus desventuras, por Julián que ha estado aquí -respondió Santiago, cambiando su actitud alegre por una tristeza verdadera-. Julián me ha contado todas sus penas, y le hemos compadecido con el cariño que le profesamos todos.

Pero entre amigazo, entre y así hablaremos con más comodidad.

Moreira ató su caballo al tronco de un paraíso que era el palenque de Santiago, y entró al rancho donde encontró a Marta, la mujer de éste, que lo recibió con la misma alegría que le demostró a la entrada el buen paisano.

Allí se sentaron los dos amigos, y mientras Marta preparaba el mate tradicional, Moreira reveló a Santiago el objeto que lo traía a su rancho.

-Es necesario que mande a buscar a Julián, le había dicho, para que vaya a tomar lenguas de mi mujer y de mi hijo.

Yo me voy a perder por algún tiempo, y no quiero ausentarme sin tener noticias de ellos.

Yo mismo iría en su busca -continuó-, pero si me siento la partida va a ver guerra, y tal vez me quede sin saber lo que quiero.

-En cuanto se aclare -respondió Santiago-, me pondré en marcha con caballo de tiro, y volvemos con Julián con tropilla, para andar más ligeros.

-Gracias y Dios se lo pague -concluyó Moreira golpeando el hombro de su amigo, -puede que algún día pueda yo prestarle algún servicio.

-No voy ahora mismo -dijo Santiago-, porque espero el hermano de Marta, que fue esta tarde a entregar unos animales y no ha de volver hasta mañana, sol alto.

Marta vino con el mate y los paisanos entraron en agradable plática, conversando alegremente del tiempo pasado, en que ambos eran tan soberbias piernas en los velorios.

Moreira, al recordar sus tiempos felices volvió a caer en su eterna melancolía, pues se había vuelto a recordar de su mujer y su hijo que según decía pintorescamente, el candil donde al fin y al postre había de venir a quemar sus alas.

Vencido por estos pensamientos y por las fatigas de las últimas marchas, Moreira dijo al paisano que quería reposar un momento, pues sabía Dios cuando podría hacerlo con tanta seguridad.

Entre Marta y Santiago, hicieron al amigo viejo una cama blanda con bastantes cueros de carneros que pudiera dormir con buen provecho.

Moreira medio desensilló el overo bayo, cuyo maneador ató al cuello del Cacique, dio de comer a los dos animales y se tendió sobre la mullida cama, dando el cortés «buenas noches».

Pocos minutos después, se entregaba al sueño tan profundamente, que parecía imposible que aquel hombre anduviese huyendo de todas las justicias de paz.

-Parece increíble -dijo Santiago a su mujer después de contemplar un momento a Moreira-. Parece increíble que este hombre pueda dormir con tanta tranquilidad, cuando de un momento a otro pueden dar con su guarida y hacerlo dormir para toda la vida.

Y el hábito de aquella vida errante había hecho en Moreira una segunda naturaleza.

La costumbre de matar por no ser muerto lo había connaturalizado de tal modo con aquellas situaciones dramáticas, que él antes se hubiera muerto de inquietud por la desgracia de un amigo, se entregaba ahora al sueño más tranquilo y profundo después de haber dado muerte a dos hombres y sabiendo que aquellas escenas de sangre debían irse repitiendo hasta que en vez del enemigo fuera él el que quedase en el sitio.

Moreira durmió de un solo tirón hasta muy entrada ya la mañana.

Cuando recordó, Marta le previno que Santiago había salido a la madrugada en busca de Julián pero que allí estaba su hermano que había vuelto ya por si se le ofrecía alguna cosa, pues Santiago le había dejado prevenido que no era conveniente mostrarse porque algún soplón podía verlo y ponerlo en pico al Juez de Paz que lo era en aquella época don Nicolás González, persona recta y severa en el cumplimiento de su deber.

Moreira estuvo más alegre aquel día; pensaba que pronto tendría noticias de su mujer y su hijo, y esta idea disipaba de su espíritu toda nube de melancolía.

Salió afuera jovialmente, dio de beber al caballo y le acomodó la montura de manera de estar prevenido de cualquier sorpresa y regresó en seguida al rancho acompañado del Cacique.

Aquel día lo pasó casi alegremente.

Churrasqueó con buen apetito, tocó la guitarra y hasta se permitió entonar un marote, con gran sorpresa de Marta que juraba que aquel hombre era el paisano más alegre y entretenido que había conocido en toda su vida.

Llegó la noche y siguió la alegría.

Moreira dio de comer a los animales. Marta sacó la limeta de reserva, y se mató el rato jugando al punto de la vasca.

A eso de las diez de la noche, Marta, que estaba mal dormida empezó a cabecear, y Moreira prudentemente declaró que también tenía sueño y quería dormir hasta la vuelta de Santiago.

En vano Marta preparó la cama de la noche anterior, en vano rogaron a Moreira se acostara adentro, el paisano agradeció las finezas, salió afuera, enfrenó el pingo, tendió a su lado la manta de vicuña y se echó en ella como de costumbre, de barriga y con los brazos que lo servían de almohada sobre las armas.

Hacía ya veinticuatro horas que estaba en Las Heras y el gaucho sagaz no se fiaba de la justicia que tal vez a esas horas supiera donde se hallaba e intentase una campaña.

El Cacique vino a tomar su colocación al lado de la cabeza de Moreira y diez minutos después dormía con la misma tranquilidad que si estuviese en una fortaleza.

Serían las cuatro de la mañana cuando Moreira saltó como movido por un resorte y apareció en una actitud amenazadora teniendo en sus manos amartillados los trabucos.

El Cacique había ladrado de una manera especial que para el gaucho significaba la presencia del enemigo.

Moreira recogió la manta, se acercó al overo y tendió por el horizonte su vista de lince mientras el cuzquito seguía toreando cada vez más hostilmente.

Allá en el horizonte confundiéndose con las últimas sombras de la noche se veía un polvo solo perceptible para la vista del gaucho, polvo que significaba para él la presencia de varios jinetes.

El cuzquito había cumplido su misión policial dando aviso del peligro, y se había sentado frente al amo, a quien miraba en la cara con esa expresión inteligente y picaresca del perro que pretende interrogar lo que pasa y lo que se pretende de él.

Moreira estaba siempre atento, con la mirada fija en el polvo y el entrecejo fruncido por la incertidumbre.

Quería saber el significado de aquella nubecita de tierra.

El polvo se fue aproximando, los bultos que lo levantaban se fueron definiendo cada vez más, el paisano pudo contar once caballos de los cuales sólo dos traían jinetes.

La frente sombría de Moreira se despejó entonces, una suprema alegría se pintó en la sonrisa de su boca y volvió a arrojar la manta sentándose sobre ella y poniendo en la cintura los dos brillantes trabucos de bronce de que se había armado al pararse.

Aquella tranquilidad súbita y aquella íntima alegría, nacían de que el paisano había adivinado en aquellos dos jinetes a Julián y Santiago que estaban ya a una legua del rancho.

Unos diez minutos después se apeaban al lado de Moreira riendo de alegría, Santiago y el amigo Julián que habían venido de un solo galope.

Es imposible pintar con palabras la emoción de Julián y Moreira al hallarse frente a frente.

Aquellos dos hombres valientes, con un corazón endurecido al azote de la suerte se abrazaron estrechamente; una lágrima se vio titilar en sus entornados párpados, y se besaron en la boca como dos amantes, sellando con aquel beso apasionado la amistad leal y sin cera que se habían profesado desde pequeños.

Así permanecieron largo rato, mirándose al rostro y trasmitiéndose con la mirada todo el mundo de cariño que la palabra no había podido expresar, mientras Santiago enternecido con aquella escena, se ocupaba en desensillar y arreglar los caballos para disimular su conmoción.

Los paisanos se separaron por fin, se estrecharon la mano con la efusión del primer momento y se sentaron sobre la manta sin apartar la mirada el uno del otro.

Santiago entre tanto hacía levantar a su gente mientras preparaban unas leñitas para que se fuese calentando el agua y echar un centenar de mates.

Moreira y Julián hablaban íntimamente: para Julián no había secretos y Moreira volcaba en aquel espíritu inocente el mar de penas en que se ahogaba.

Julián oía tristemente la relación de todas aquellas patéticas desventuras y podía leerse en su rostro el efecto tristísimo que hacía en él la relación.

Moreira relató por fin la muerte de Córdoba y dijo a Julián el objeto que lo había traído a Las Heras.

Necesito saber de ellos, amigo Julián, concluyó amargamente, quiero saber que suerte han corrido y he contado con usted porque es el hombre más gaucho que he conocido en mi vida.

-Iré, amigo Moreira, iré y le traeré noticias fieles, aunque las tenga que ir a buscar al fin del mundo.

Voy a descansar un poquito porque el galope va a ser largo, y así que caiga la tarde apretaré la cincha al ruano sin darlo alce hasta Matanzas, donde están las prendas de usted.

Los paisanos se fueron en seguida al rededor del fogón, donde los esperaba el mate, y la conversación se hizo general, pasándose la mañana entretenidísimos con los cuentos y chistes del amigo Julián, que era un paisano graciosísimo y muy amigo de emplear en la conversación refranes y compadradas.

Por fin llegó la hora de la siesta, que tomó a los paisanos churrasqueando y festejando los interminables cuentos del amigo Julián, que se seguían con profusión.

El sueño fue apoderándose poco a poco de ellos, que se fueron quedando dormidos como los gatos, enrollados al suave calorcito del fogón a medio prender.

A eso de las tres de la tarde todo el mundo estuvo de pie y empezó de nuevo el mate aumentándose la reunión con algunos amigos que cayeron a la novedad, entré los que había algunos que conocían a Moreira, a quien saludaron con un afecto mezclado al invencible respeto que hacía nacer en ellos las mentas de Moreira.

A la caída de la tarde, como había prometido el amigo Julián ensilló, puso el maneador al fiador del caballo que debía llevar de tiro y despidió de sus amigos tomando el camino al gran galope.

Parecía un chasque de importancia, tal era la presteza con que marchaba.

Moreira se propuso pasar allí tres o cuatro días felices, pero el destino, con quien no contaba, lo había dispuesto de otro modo.

Esa misma noche vino al rancho un paisano amigo de Santiago, con una novedad bastante grave para otro que no hubiera sido Juan Moreira, y que vino a sentar su reputación de valiente en Las Heras, con un hecho que no nos atreveríamos a narrar, si el señor don Nicolás González, Juez de Paz en aquella época, no pudiera atestiguar este hecho novelesco, digno de los espíritus fuertes que figuraron en la Edad Media.

Es un rasgo que viene a acentuar de una manera poderosa el carácter de aquel gaucho tristemente legendario.

Don Nicolás González, ya lo hemos dicho, era un hombre severo y de una rectitud ejemplar en el cumplimiento de sus delicados deberes.

Según el paisano que llegó al rancho, el señor González había sabido que Moreira se hallaba en el pueblo y había resuelto alistar la partida de plaza para salir a prenderlo.

-Algunas personas -continuó el mensajero de este contratiempo para los planes de Moreira-, se han acercado al Juez de Paz diciéndole que su empresa es temeraria y que no se meta con el bandido para evitar alguna desgracia personal.

Pero el juez ha respondido que por lo mismo que la cosa es difícil la ha de tentar y ha de prender a usted, a pesar de su astucia y su valor, y para asegurar el golpe ha mandado a ño Rosendo a Navarro, según dijo el capitán, a pedir cuatro soldados más para reforzar la partida de plaza que estaba muy dispuesta a la campaña.

Tanto Santiago como Marta, quedaron anonadados ante esta noticia.

Moreira, entre tanto, sonreía lleno de orgullo y soberbia al ver todas las precauciones que tomaba la justicia para salirle al encuentro.

-Habrá titeo -dijo el paisano alegremente, como si no se tratara de él-, pero me parece que este Juez de Paz, como los otros, no va a reír muy largo.

-Váyase amigo Moreira, dijo Santiago lleno de zozobra, todavía tiene tiempo de ponerse en salvo y esto lo puede hacer sin mengua ni agravio de usted.

-He jurado no huir nunca ante nadie -repuso soberbiamente el paisano y mucho menos ante una partida de plaza que asegura me va a prender.

-No sea imprudente amigazo -insistió Santiago-, que no por eso ha de ser usted menos hombre.

Piense en las noticias que le va a traer Julián y huya ahora que tiene tiempo, escondiéndose en otro pago.

Una suprema alegría pasó por el hermoso rostro del paisano al oír aquellas cariñosas razones, pero dominó por completo la ansiedad que podía hacer flaquear su valor, y volviéndose hacia el paisano, le dijo con una altivez imponderable.

-Si usted es amigo del capitán, dígale de mi parte, que todas las partidas juntas son pocas para prenderme; y si duda usted de lo que digo, véngame a avisar cuando está reunida la gente para que vea que con toda ella no alcanzo a limpiarme el sudor.

-Yo no soy soplón -replicó algo resentido el paisano-; si he venido a dar aviso es porque soy amigo de ño Santiago y porque lo aprecio a usted por lo que ha hecho.

-Perdone amigo que no le dije por ofenderlo -concluyó Moreira-, y muchas gracias; pero le pido como un favor que me avise cuando llegue el refuerzo.

Esa noche los paisanos se recogieron más temprano, y a pesar de los prudentes consejos que dio Santiago a Moreira, éste tendió su manta al lado del overo bayo, se echó a descansar como la noche anterior, ni más ni menos que si tuviera la certeza de que nadie había de venir en su busca para prenderlo.

En cambio Santiago y Marta no pudieron dormir en toda la noche, figurándose a cada momento que venían a aprehender a Moreira pero la noche pasó sin que el menor ruido viniese a turbar el sueño de Moreira ni a poner el alarma al Cacique.

Muy de mañanita se levantó todo el mundo diciendo a Moreira que debía ser prudente y retirarse del partido, pues cuando el señor González decía una cosa la hacía.

-Es que no siempre ha de tener palabra de rey -había respondido Moreira-, y alguna vez ha de ser la primera en que no pueda hacer lo que diga.

Santiago, muy agitado, salió a tomar lenguas de lo que se decía en el pueblo y volvió al poco rato atestiguando todo lo que había dicho la noche interior el paisano, añadiendo que en el centro había gran agitación y que don Nicolás González no esperaba más que la incorporación de la gente de Navarro, para mandar la partida en busca de Moreira, con orden de prenderlo vivo o muerto, en cualquier paraje donde se le hallase.

-Pues mientras más gente halla, mejor -replicó tercamente el gaucho-, ya verán como pruebo a esas maulas que yo no soy pasto de la justicia.

Y se dirigió al overo bayo echándole una doble ración de pasto seco, como para conservarlo en buen estado para el momento de la pelea inevitable.

Cuando Moreira entró al rancho, vio llegar a un jinete a media rienda, con el caballo cansado, que echó pie a tierra precipitadamente y dijo dirigiéndose a Moreira:

-Ya ha llegado ño Rosendo con los cuatro soldados de Navarro, y la partida está en la puerta del juzgado, preparándose para salir; sólo espera que venga el capitán que ha ido a casa del Juez de Paz a recibir órdenes para marchar con la gente.

-Pues, a ahorrarles el camino -dijo Moreira, recogiendo de sobre el catre de Santiago algunas prendas de su vestuario que había dejado allí.

-¿Qué va a hacer amigo, por Dios? -preguntó el paisano con la voz alterada por el asombro y la emoción.

-Voy a buscar a esas maulas -dijo Moreira-, porque si han venido soldados de Navarro han de volverse diciendo que no han dado conmigo.

No quiero además comprometer esta casa que puede servirme de guarida alguna vez que ande mal y tenga que estar oculto.

¿Y cómo dicen que al que me reciba en su casa lo mandan a la frontera, para qué he de hacer mal?

Moreira se dirigió a su caballo y revisó todas las prendas del apero con esa inteligente atención del que conoce que en un lance apurado, no hay otra salvación que la que puede proporcionarle el caballo, y cargó examinó sus armas con extrema prolijidad haciendo jugar los muelles de los trabucos y blandiendo la daga para asegurarse que estaba firme en el puño.

Enseguida saltó sobre su caballo, subió el Cacique a las ancas y se alejó al trotecito, tomando la dirección de la plaza a donde estaba la gente.

¡Y era en verdad magnífico el continente de aquel hombre!

Su rostro estaba iluminado por una suprema expresión de bravura.

Clavado sobre el apero, con las alas del sombrero levantadas sobre la frente y caído hacia la espalda con un verdadero parque en el tirador, aquel hombre tomaba proporciones gigantescas.

Todo en él inspiraba un fuertísimo interés.

Cuando Moreira llegaba a la plaza, el capitán estaba haciendo montar la gente para salir en su demanda sin sospecharse que el hombre que iban a buscar estaba tan cerca de él.

Muchos paisanos miraban este aparato admirados.

No parecía que tanta gente fuera a salir en persecución de un solo hombre, sino que se alistase para combatir a un enemigo poderoso dado los preparativos que hacía y las precauciones que tomaba.

Moreira se acercó a la esquina de la plaza como uno de tantos curiosos, y se puso a contemplar aquel aparato y a mirar uno por uno los soldados de la partida.

Ésta era compuesta del oficial y catorce soldados de policía de campaña, de los cuales cuatro pertenecían a la partida de plaza de Navarro, tan dominada por él.

El capitán no conocía a Moreira ni podía figurarse que aquel hombre que tenía el insolente valor de salirle al camino, fuera el mismo en cuya busca iba.

-No se moleste capitán en hacer incomodar a la gente, Juan Moreira no está en donde usted sabe, porque hace ya diez minutos que se ha ido -dijo al capitán el paisano.

Los soldados de la partida de Navarro habían conocido a Moreira, se habían colocado a retaguardia para evitar el primer ataque del gaucho, que era siempre violentísimo.

-Si sabes que Moreira se ha ido -replicó el capitán-, tú debes saber qué dirección lleva, y es preciso que vengas conmigo para que me lo indique, vamos.

-Es inútil -dijo riendo el paisano-, la distancia que lleva Moreira es mucha, va bien montado y usted no lo va a poder alcanzar por más que galope.

Algunos de los que estaban en la plaza habían conocido también a Moreira en el interlocutor del capitán y estaban trémulos y azorados del valor y la audacia de aquel hombre que, sin más armas que una daga y sus trabucos de bronce, provocaba al combate a una partida de plaza, reforzada, bien mandada y que tenía la orden de prenderlo o matarlo donde lo hallara.

-Tú sabes donde está Moreira -replicó el capitán-, que iba perdiendo la paciencia, pues creía que aquel gaucho había venido allí con el solo objeto de hacerle perder un tiempo precioso que el otro aprovecharía poniéndose en salvo.

Tú sabes donde está -repitió-, y vas a decírmelo en el acto, porque sino te prendo a ti y te dejo de cabeza en el cepo por tapadera.

-Está bueno -repuso Moreira-, para que usted no me tome por tapadera de nadie, le diré que Juan Moreira soy yo, y que he venido para pelearlos y para probarles que son unos maulas.

El capitán quedó helado de asombro ante tan brusca declaración; le parecía imposible que aquel hombre tuviera la audacia de ir a provocar la partida en la misma puerta del juzgado.

Antes que pudiera rehacerse; antes que atinara a desenvainar el sable, Moreira aprovechando su estupor, incitó con las espuelas su brioso corcel y se fue sobre el capitán con tal violenta pechada que lo hizo caer del caballo, que salió allí a escape, dejando a su jinete enredado en el sable pugnando por levantarse.

Moreira revolvió su caballo y dio frente a la partida, que ya estaba completamente dominada.

Los cuatro soldados de Navarro habían salvado el bulto poniéndose a larga distancia.

-¡Fuego, fuego sobre el bandido! -gritó el capitán, que había logrado levantarse algo dolorido-, mátenlo, mátenlo -y cayó sobre él con increíble denuedo, sable en mano.

Algunos de los soldados, más animosos y retemplados por la voz de su capitán, tendieron la carabina e hicieron fuego, pero con esa torpeza del paisano que apoya la culata en la paleta del caballo y hace fuego al acaso, creyendo que para hacer efecto basta sólo la detonación, defecto, que tienen muchos soldados de nuestra caballería de línea.

Moreira soltó una poderosa carcajada, se puso la rienda entre los dientes y apareció armado de sus dos trabucos de bronce que había sacado de la cintura con increíble rapidez.

-¡A él, cobardes! -gritó desesperadamente el capitán, sin poder encontrar con su sable a Moreira por la inquietud que éste con las espuelas imponía al overo bayo.

Los soldados cayeron sable en mano, teniendo que distraer mucho su atención en los caballos clásicos calificados de patrias que no caminaban sino cediendo al rebenque.

Entonces se sintió un estampido poderoso el doble estampido de los terribles trabucos que Moreira había disparado a un tiempo, al verse cargar por los soldados.

Cuando se hubo disipado la espesa nube de humo producido por aquellos dos disparos se pudo ver el espantoso estrago que estos habían causado.

Dos soldados se revolcaban en el suelo, presa de horribles convulsiones, tres disparaban completamente acobardados, mientras los restantes pugnaban por contener los asustados caballos.

El capitán estaba consternado; aquello era vergonzoso e increíble; a otro ataque de Moreira se iba a quedar completamente solo y era preciso ganarle el tiempo.

Moreira entre tanto volvía a cargar sus trabucos, operación que hacía con gran rapidez, pues llevaba los cartuchos hechos y no tenía más que colocarlos en la boca de los trabucos, donde los hacía calzar dando un golpe con las culatas en las encabezadas de plata del lomillo, de modo que cuando el capitán animó con la palabra a los cinco hombres que le quedaban y los hizo cargar sobre Moreira, éste estaba con sus dos trabucos armados, espiando la oportunidad del disparo.

Cuatro de los soldados cargaron al frente, mientras el quinto remoloneaba, haciéndose el que no podía hacer avanzar el caballo, y el terrible estampido de los trabucos de Moreira se dejó sentir por segunda vez, sembrando la muerte y el espanto entre los enemigos que esta vez abandonaron por completo el campo, heridos unos y en dispersión los otros.

El capitán no se pudo conformar con aquel resultado: trémulo de vergüenza, cargó sobre el gaucho que reía estruendosamente de la partida dispersa.

Ya había Moreira vuelto a colocar en su cintura los dos trabucos, y miraba a aquel joven con una mezcla de compasión y de burla.

Cuando el joven lo cargó, dispuesto a morir, pues no tenía otra esperanza, Moreira hizo dar al caballo un alto, para ponerse fuera de alcance y dijo al joven:

-Puede retirarse capitán sin partida, con usted no tengo resentimiento porque lo han mandado y no tiene la culpa de nada. Váyase y lleve el parte.

Avergonzado el joven con esta nueva sátira cargó de nuevo al gaucho, dispuesto a morir o a concluir con aquel hombre formidable, cosa imposible por cierto.

El paisano se desmontó entonces, enrolló la manta de vicuña en el poderoso brazo y sacó aquella terrible daga que tanto estrago había hecho ya.

Los espectadores temblaron, vieron que aquel duelo iba a ser mortal para el joven, pero ninguno de ellos se atrevió a ayudarlo con un ademán o con una palabra.

Moreira estaba sereno y sonriente; abría los brazos mostrando al joven su hercúleo pecho, como incitándolo a herir.

Cuando aquel se tendía en una estocada, Moreira la vitaba con el brazo de la manta, con una limpieza maestra, y se contentaba con marcar sobre la cabeza del joven, un golpe con el cabo de la daga, que podía ser una puñalada mortal, demostrando con esto al joven que no quería herirlo y que entonces como él decía estaba peleando de puro vicio.

-Mátame, mátame de una vez -gritaba el joven dominado por la ira-, mátame porque si yo puedo, te voy a atrevesar el corazón.

-No quiero, mocito -replicaba el gaucho-, usted le hace falta a la familia y no hay necesidad de que yo lo carnee por un disgusto tan al ñudo.

Aquella escena no podía prolongarse más, Moreira estaba ya fatigado y podía venir algún refuerzo inesperado que pudiera hacerle perder todas las ventajas que había obtenido.

Así lo comprendió el gaucho y determinó concluir aquel combate desigual, sin hacer daño alguno a aquel joven que había cumplido su deber tan lindamente.

Ofreció de nuevo como cebo, su pecho descubierto, y el joven se precipitó a él, con increíble brío, tirándole una estocada de muerte.

El gaucho que había adelantado intencionalmente el pie izquierdo, paró el golpe hábilmente, y con una precisión matemática echó al joven una zancadilla que lo hizo caer al suelo de espaldas, quedando completamente a merced de su adversario.

Moreira se precipitó sobre él, rápidamente y le arrebató el sable.

Los paisanos que habían presenciado la lucha volvieron el rostro pálidos y conmovidos pensando que el gaucho iba a hacer lo que se estila en estos casos, degollar a su adversario, pues estaban muy lejos de apreciar aquel espíritu caballeresco hasta la exageración.

El gaucho arrancó el sable de manos del capitán, diciéndole un único «dispense amigo» y arrojándolo lo más lejos que le fue posible, le pegó un ponchazo en la cabeza, como quien hace un cariño y se dirigió al caballo que, montado por el perro, se había detenido al otro extremo de la plaza, habituado a aquellas situaciones.

No faltó comedido que quiso tomarlo de la rienda para que no fuese a disparar, pero la rienda había quedado sobre el caballo y el Cacique no la permitió tocar.

El paisano montó sobre el overo con verdadera majestad y revolviendo el poncho que conservaba en el brazo izquierdo, dijo a los azorados paisanos:

-Caballeros, pueden llamar al médico y al cura que creo que hacen falta, porque yo no me puedo quedar para el auxilio, tengo mucho que hacer.

Y revolviendo el caballo se alejó con toda tranquilidad, después de soltar una última carcajada, dejando a aquella gente dominada por completo.

Todos aquellos hombres, valientes y capaz cada uno de pelear con cualquier clase de enemigo, no se hubieran atrevido a detener la tranquila marcha del gaucho.

La acción de Moreira, la serenidad que había demostrado durante la lucha y su acto generoso al darle fin, habían dominado, cautivado a los paisanos cuya influencia cede a la influencia del valor y mucho más si aquél valor va aparejado a sentimientos nobles y humanitarios.

Muchos de aquellos paisanos se hubieran sentido capaces de pelear como Moreira, pues aquel hombre no era una excepción de su hermosa raza.

Pero tal vez ninguno de ellos hubiera encontrado en su corazón tanta grandeza para no matar al mozo, y tanto dominio para despedirse de él con un ponchazo.

Moreira se alejó de allí al tranquito, encontrando suficiente recompensa a su acción en las caricias que le prodigaba el Cacique, y llegó al rancho de Santiago, donde desmontó como si solo viniera a dar un ligero paseo e ignorara por completo lo que había pasado tal era la calma de su continente.

Marta y Santiago habían sentido los disparos, y sabían que Moreira se había batido con la partida, pues aquellas noticias corren con increíble presteza, así es que les parecía un sueño ver llegar ileso al paisano, que tomaba para ellos proporciones fantásticas y gigantescas.

-Váyase amigo, por Dios -dijo Santiago a Moreira, viéndolo que se disponía a atar el maneador en el palenque-, por los pagos andan partidas del Guardia Provincial, que dicen han venido a buscar a los que no se hayan enrolado y esa es tropa de línea, con la que es inútil pelear.

-Pues yo los pelearé -repuso Moreira con creciente soberbia-, los pelearé como pelearé al mismo diablo que me salga al camino aunque traiga vistuario de fierro y pelee con diez dagas.

Y ató su caballo al palenque bajando al Cacique que ladraba alegremente sobre el apero.

-Venga pues un mate, comadre, para asentar la campaña -dijo Moreira a Marta-, y tendió su manta donde se echó de barriga.

En seguida se puso a relatar minuciosamente las peripecias del combate con sus mayores detalles, relación que escuchaba Santiago con los ojos dilatados en prueba del asombro descomunal que experimentaba a medida que Moreira llegaba al fin de la contienda; asombro que remató con los gritos de ¡ah criollo!, ¡ah hijo del país!, ¡con razón le protege mi Dios!, ¡para qué matar al botón a ese mocito que nada hacía de su dictamen, y que sólo obedecía a las órdenes que a la fija le habían dado!, ¡lindo mozo canejo!, y con razón no lo he querido dijuntear, amigo.

-Ahora váyase, amigo -continuó-, que la monta no está sólo en ser guapo, sino también en ser prudente, pues la suerte se cansa porque ella no es tan constante como el dolor; váyase, que yo le enseñaré a Julián cuando vuelva dónde lo tiene que encontrar.

-No gaste en vano saliva, amigo -dijo Moreira recibiendo el mate de mano de Marta-. Yo espero aquí al amigo Julián, aunque venga una tormenta con truenos y refusilos y tras de ella todos los diablos vestidos de milicos; esto, se entiende, si no lo comprometo.

Y albergado en aquel rancho amigo, tomó sus disposiciones para esperar la vuelta del amigo Julián, preparándose de manera que no pudieran sorprenderlo, si es que acaso intentaban venirse por el vuelto.

Entre tanto en el pueblo no se hablaba de otra cosa que de aquel combate asombroso, en que Moreira había vencido a una partida reforzada, perdonando la vida al capitán.

El nido de desventuras

Moreira, siempre negándose a huir como se lo aconsejaban Marta y Santiago, permaneció en el rancho esperando la vuelta del amigo Julián, que ya tardaba mucho.

Los días pesaron así, siempre esperando, sin que el amigo Julián diera señales de vida, lo que hacía agolpar al espíritu del paisano mil dudas agitadas.

¿Habría muerto Vicenta? ¿Habría sucedido una desgracia al pequeño Juan? ¿Habrían mandado a ambos a la cárcel de Buenos Aires a pagar sus culpas y delitos?

Estas dudas tenían sumido al paisano en una amarga ansiedad; hubiera sacrificado su libertad misma, a trueque de tener noticias tranquilizadoras de aquellos desgraciados.

Moreira pasaba el día entregado a estas cavilaciones, no comía, tomando por único alimento el eterno mate, sin cuyo desayuno un paisano es completamente hombre al agua.

A la noche daba de comer al caballo, que estaba siempre ensillado, aunque con la cincha floja; daba de comer al inseparable Cacique y extendía su manta al lado del overo bayo, donde se echaba a reposar, en su actitud favorita, con las manos sobre las armas y la cabeza sobre la almohada que le venían a formar los brazos así doblados.

Así dormitaba ligeramente, viéndosele incorporar inquieto al menor gruñido del Cacique, que de cuando en cuando salía a dar su vuelta como un rondín militar.

Y aquel hombre dormía ya ligero ya profundamente fiado solamente en aquel vigilante animal, cuyo finísimo olfato delataba al enemigo antes que éste estuviese a la vista.

A eso de la madrugada del tercer día, el cuzquito se levantó de la manta, dejó oír un gruñido leve, y al poco rato se puso a ladrar arañando la cabeza de Moreira como para despertarlo.

El paisano estuvo de pie como un rayo, se acercó al overo, a quien apretó la cincha con suprema rapidez, viéndose brillar en seguida en sus manos a la escasa claridad de las estrellas que se mezclaba a esa vaga luz del crepúsculo, sus dos magníficos trabucos de bronce que eran el arma de que se servía primero cuando el enemigo era numeroso.

Moreira permaneció largo rato en actitud de montar a caballo; se sentía, en lontananza el galope de varios animales pero la vista todavía no podía apreciar los lejanos bultos.

Marta y Santiago habían salido afuera al sentir los ladridos del Cacique, pues aquella gente no dormía, temiendo que de un momento a otro llegara una partida numerosa en busca de Moreira, a quien decía Santiago podía la suerte cansarse de ayudar y suceder una desgracia inevitable, porque pensar que aquel hombre se entregara era pensar locuras.

El galope de los caballos se fue haciendo cada vez más claro, los bultos se fueron destacando en el horizonte y el Cacique dejó su actitud hostil y se puso a ladrar alegremente.

-Un amigo -dijo Moreira sonriendo, al interpretar la alegría del Cacique y mirando a Santiago a quien había sentido salir-, son amigos, y el corazón me dice que es Julián.

Y el leal corazón del paisano no se engañaba; era realmente Julián que regresaba arriando su tropilla favorita que le servía para hacer las grandes patriadas.

Julián llegó, echó pie a tierra al lado del overo y los tres paisanos se abrazaron estrechamente, formando un cuadro tocante, alumbrado por la luz de la mañana, que empezaba a despertar las aves.

Dos minutos permanecieron así aquellos tres hombres a quienes unía un cariño franco y sincero, nacido en las primeras horas de la vida, y que sólo la muerte podría cortar.

Los paisanos se separaron, y Julián y Moreira se miraron a la cara.

En los párpados de Julián se vio temblar una lágrima.

Los labios de Moreira tomaron esa expresión del gemido.

Moreira, bajó la vista y dejó desplomar la cabeza sobre el pecho.

En la cara de Julián había visto una expresión lúgubre que lo había desalentado por completo.

Julián estrechó la mano al gaucho como queriendo infundirle ánimo con su presión cariñosa, mientras le decía: ¡qué canejo! Todo tiene remedio menos la muerte.

Moreira se dejó caer sobre la manta completamente desalentado y se abismó en el infierno de su pensamiento que abultaba fantásticamente la desgracia que suponía haber sucedido.

Julián se sentó a su lado, mudo y sombrío, esperando que Moreira saliera de aquel letargo en que había caído su espíritu, postrando aquel corazón de bronce.

Por fin aquel hombre alzó el semblante, descubrió la varonil cabeza, como si buscara calmar su ardor con el fresco de la brisa, y dijo al amigo Julián que lo miraba silencioso:

-Puede contar amigo, sin economizar trago amargo, porque estoy dispuesto a todo, y aquí hay entrañas para sufrir todas las penas del mundo.

-No se aflija amigo -repuso el paisano-, ya sé que usted no le hace asco al dolor y por eso le voy a contar sin rebozo lo que ha sucedido en sus pagos; y con una sencillez inocente narró lo que en Matanza había sucedido, sin apercibirse que aquel relato entraba en el corazón de Moreira como una puñalada lenta y desgarrante.

Julián habló así:

-Dos noches después de la salida de Moreira, Vicenta, a quien más conocían por Andrea, su segundo nombre, fue puesta, en libertad con su hijo, después de hacerle creer que Moreira había muerto a manos de la primer partida que salió a prenderlo, enseguida que éste mató a don Francisco.

La prisión sufrida, la muerte de su padre, y las penas que había pasado, la habían enflaquecido rápidamente, haciendo grandes estragos en su simpática fisonomía.

Fue a su rancho y encontró las paredes peladas.

Las haciendas habían sido embargadas por la justicia para venderlas y costear los gastos del juicio, y lo que no había hecho la justicia, se habían encargado de hacerlo los cuatreros que habían pasado como aves de rapiña por la abandonada casa, llevándose hasta los poyos de sentarse.

Andrea se encontró, pues, sola en el mundo, abandonada de todos y sin tener un mal mendrugo que llevar a los labios de su hijo, que había enfermado.

En esta situación desesperante, golpeó a los ranchos amigos, que se le cerraron, porque según la orden del juez, «era reo de complicidad en los crímenes de Moreira, el que tendiese la mano a la mujer del bandido».

Y Andrea moría de hambre, de desesperación y de dolor al ver a su hijo consumido por la necesidad.

Moreira escuchaba el relato de Julián y las lágrimas corrían silenciosas por su rostro, yendo a perderse entre la seda de su barba.

-La justicia -continuó Julián con sarcasmo-, empezó entonces a dar su última mano a la obra de destrucción que había empezado con la desgracia de Moreira.

Andrea, aunque flaca y macilenta, era todavía hermosa y los empleados del juzgado, empezaron a girar a su alrededor, como caranchos sobre la osamenta, tratando de explotar su miseria y los sentimientos de madre, en beneficio de pretensiones inicuas.

Pero Andrea a quien la presencia de un justicia causaba más pavor que todas las muertes juntas, despidió acremente al nuevo teniente alcalde que fue a ofrecerle su protección y su cariño.

Andrea iba a visitar la tumba de su padre donde pasaba largas horas llorando, y preguntaba en vano por la de su Juan, a quien por las voces del Juzgado todos creían muerto, pero le respondían complaciéndose en su dolor, que su tumba había sido el estómago de los zorros y de las vizcachas.

Así la pobre Andrea moría, viviendo en este horrible martirio, mendigando de la caridad pública un mendrugo de pan y un trapo negro con que honrar la doble muerte de su buen padre y del altivo Moreira.

Al escuchar esta parte del relato, Moreira lanzó un quejido y blandiendo la daga dejó oír una maldición espantosa:

-Para cumplir mi venganza -dijo-, no basta a mi daga toda la carne que cubre la osamenta de esos puercos a quienes he de matar uno a uno.

Julián dejó pasar aquel justo estallido de la ira, y prosiguió la narración después de una breve pausa.

-Así, aquella infeliz vagaba por los campos con aquellas dos horrorosas cargas, su miseria y su hijo, pidiendo trabajo.

¿Pero quién era el gaucho que desafiaba la cólera de la justicia dando trabajo a la viuda y al hijo del que la ley había declarado bandido?

Sólo Dios podía liberarla del abismo a que la precipitaban los hombres.

El teniente alcalde volvió a la carga arrastrándole de nuevo el ala notificándole que la justicia iba a vender el rancho, siempre por cuenta del proceso.

Vicenta Andrea tenía dos muertes para elegir, o de hambre o endurecida por la helada, pues ya no tendría techo que la cobijara.

La mujer desventurada miró a su hijo, pensó en el destino que le estaba reservado y una inmensa agonía pasó por sus ojos pardos expresivos y lánguidos.

Había un medio de salvar a su hijo y salvarse ella; pero este medio era aceptar la ignominia más afrentosa que la muerte.

Vicenta gimió, miró a su hijo flaco y macilente, transparente por el hambre y la miseria, y vaciló sintiéndose desmayar.

La idea de que aquella criatura pudiese morir de hambre la desesperaba de una manera dolorosa, pues comprendía que era preciso salvar a aquel inocente aun a costa de su cuerpo enflaquecido de una manera horrible.

Sin embargo volvió a rechazar a aquel hombre con el ademán altivo y el rostro enrojecido por la vergüenza.

Aquel día vagó los campos y las cercanas casas pidiendo una limosna, regresando a su rancho con la muerte en el corazón.

Un relámpago vino esa tarde a iluminar con sus pálidos destellos la negra noche de su alma, abriéndole un nuevo horizonte de risueñas esperanzas.

El compadre Giménez, que había tenido que salir del partido para hacer unas tropas, regresó esa noche y vino a casa de Vicenta como un ángel de la salvación.

Pero aquel hombre fue aún más miserable que el teniente alcalde, pues aprovechó el poco camino que éste había andado en el corazón de aquella desventurada.

Giménez dijo que aquel hombre había tenido razón, que era necesario salvar a su hijo y que para esto no tenía otro recurso que aceptar las proposiciones de un hombre bueno, que trabajase para darles de comer y vestirlos.

-De todos modos Moreira ha muerto -concluyó aquel hombre y a nadie puedes ofender con tu proceder.

Vicenta oía todo aquello como una máquina; estaba bajo la horrible presión del delirio del hambre, y en su cabeza débil había empezado a vacilar, perdiendo terreno en ella la razón.

Oía a Giménez y sus palabras eran para ella una especie de ruido, porque aunque comprendía su significado, no podía valorar los hechos que ellas establecían.

Giménez insistió, la pintó a ella muerta de desesperación y de dolor, después de haber visto morir en sus brazos a su hijito hambriento, y aquella infeliz no pudo resistir más y cayó sin saber lo que hacía, cayó como una máquina de carne, pues aquel hecho para ella sólo importaba la salvación de su hijito.

Giménez se instaló allí como en su casa y Andrea y Juancito tuvieron esa noche que comer, comida que devoraron en un segundo, casi sin mascar.

Vicenta llenó esta imperiosa necesidad de la vida, la alimentación, cuya falta llega a igualar los seres humanos con las bestias, y cayó en un profundo letargo.

Era la primera vez que aquella desventurada se entregaba al descanso sin la idea de que al despertar hallase a su hijo muerto.

Al llegar a esta parte del relato, Moreira ofrecía un aspecto espantoso.

Su mirada dilatada, brillaba de una manera pálida con destellos que hacían daño, parecía un puñal que se desnuda bajo la luz de la luna, de su boca entreabierta salía un ruido que parecía el exterior de un toro y sus manos temblorosas oprimían la magnífica cabeza, como para contener el estallido de la masa cerebral que parecía arder adentro.

-Agua -dijo-, tráigame agua porque me siento chamuscar los sesos, y metió la cabeza en un balde de agua que le trajo Santiago. Moreira estuvo con la cabeza en el agua por espacio de tres minutos, la sacó en seguida y después de enjugar el agua que caía de sus largos rizos, se ató un pañuelo alrededor de la frente y volvió a quedar sumido en una meditación extraña, hundido en el abismo de sus penas.

Por fin se arrancó a aquella meditación que lo postraba sin fuerzas morales y miró a Julián de una manera triste y sombría, diciéndole:

-Hasta el fin, amigo Julián, hasta el fin, y tire al alma.

No le haga asco al menor tajito, que la desgracia ha de entonarme, en vez de hacerme mal.

Yo veo que tengo madre para la desgracia, pues apenas muevo el pie, ya voy pisando en mis propias entrañas.

Julián se recogió un momento como para coordinar sus ideas y prosiguió de esta manera, secando una lágrima que el dolor del amigo hacía somar a sus ojos.

-Desde aquella noche nada faltó en casa de la Andrea; Juancito empezó a reponerse y la mujer se fue poco a poco habituando a aquella situación desesperante.

De cuando en cuando preguntaba al compadre Giménez por la tumba de su Moreira para ir a rezar sobre su borde y Giménez le prometía siempre averiguarla.

Aquel hombre no dejaba carecer de nada a Vicenta que iba acostumbrándose poco a poco a aquel ser a quien apreciaba, por el cariño especial que aparentaba tener por su hijo.

Un día tuvo Giménez que bajar a Buenos Aires para hacer entrega de una tropa de hacienda que había vendido, y dejó a Andrea el dinero necesario para que no le faltara nada durante su ausencia.

Hacían una vida tranquila con gran asombro del vecindario, que veía en la acción de Giménez un reto a la justicia, que había prohibido bajo la pena de caer en desgracia, que se tendiese la mano a la mujer del bandido Moreira, asesino aleve.

-No lo he sido pero lo seré -dijo Moreira sentenciosamente. A esa gente la he de matar por la espalda y si puedo he de tratar de agarrarla durmiendo.

Julián calló un momento y a indicación del paisano siguió así:

-Giménez salió de madrugada con su tropa de novillos y Vicenta quedó sola en aquel rancho, donde se habían deslizado las horas más felices de la vida, en compañía de su padre, de su hermoso y amante Juan, muerto de una manera tan trágica según se lo corroboró el compadre Giménez.

El teniente alcalde que esperaba esta ocasión para vengarse de los desdenes de Andrea, se presentó esa noche en el rancho, en momentos que aquellos desventurados estaban cenando.

Aquel hombre volvió a la carga con sus impertinentes pretensiones y como siempre, fue rechazado esta vez, más enérgicamente que las anteriores.

-Si quiere venir a mi casa -le dijo Andrea- olvídese de esas cosas; ya tiene pan mi hijo y no tengo porqué sufrir nuevas humillaciones de nadie.

-¿Qué, crees que porque te protege Giménez estás fuera de la acción de la justicia? -replicó el teniente alcalde. No seas tonta que te conviene estar bien conmigo.

-Dejemos esa cuestión, amigo -concluyó Vicenta-, lo que usted pretende no puede ser y yo nada tengo que ver con la justicia, porque no he faltado a nadie, gracias a Dios.

Aquel hombre se irritó de una manera brutal, amenazando a Vicenta quitarle su hijo porque andaba en la mala vida, y prenderla a ella misma.

Este hombre se había empeñado por la paisanita que con la buena vida, había empezado a recuperar su antigua hermosura.

A un justicia, según la teoría y la práctica, no se le debía resistir nada, y la resistencia de Vicenta lo había empeñado más, interesando su amor propio de hombre, y de justicia.

Insistió, quiso vencer la resistencia que se le opuso, y aquel hombre fue cobarde hasta el extremo de golpear a aquella mujer desvalida amenazando golpear a su hijo.

Moreira escuchaba a Julián sin hacer el menor movimiento ni pronunciar una palabra; parecía estar bajo la presión de una melancolía profunda.

Cuando Julián llegó a esta parte de su relato sus labios se agitaron con un movimiento convulso, pero no se le oyó la menor palabra, la menor sílaba.

-El hombre -prosiguió Julián-, después de golpear a Vicenta, se retiró diciendo que volvería a la noche siguiente, y que había de lograr su empeño o le había de llevar el diablo.

Vicenta pasó una noche desesperante; estaba sola en el mando, ya no existía Moreira para defenderla y sabe Dios cuándo volvería Giménez.

Si se dormía despertaba al momento sacudida por los sueños que el espanto engendraba en su espíritu; a cada momento creía que le arrebatan su hijo y se abrazaba a él protegiéndolo de aquella agresión imaginaria.

Estaba dominada por el terror de la amenaza que se le había hecho.

Por fin llegó el nuevo día, y Vicenta se dormió profundamente.

Cuando el espíritu pasa por ciertas situaciones, la luz del día viene a ser una especie de compañera que aleja de él toda sombra fantástica, haciendo renacer en el corazón el valor moral que han avasallado los sueños delirantes.

-Cuando Vicenta despertó, eran ya las once de la mañana: se vistió y acompañada de su hijo salió a la calle, temiendo viniese el teniente alcalde.

Y vagó sin rumbo y sin objeto que alejarse de su casa donde la amenazaba el mayor peligro, el peligro de caer en manos de la justicia.

A la caída de la tarde, Andrea vino a su rancho para llevar una manta, pues aquella noche pensaba pasarla a campo, pero al aproximarse a la casita su corazón latió fuertemente y una suprema alegría asomó a su pálido semblante: había visto los caballos de Giménez que regresara un momento antes.

Andrea se precipitó en sus brazos y le contó lo que le había sucedido la noche antes y la amenaza que le había hecho al salir el teniente alcalde.

Giménez más cobarde aún que aquel hombre dijo a Andrea que era preciso huir de allí antes que volviera, y uniendo el ademán a la palabra ensilló dos caballos y esa misma noche, se fue a su casa con Vicenta y el pequeño Juan, a donde pudieron estar con mayor seguridad.

Si Giménez tenía miedo al teniente alcalde porque no le gustaba andar mal con la justicia, éste tuvo miedo a Giménez, porque era esencialmente cobarde y abandonó su empresa, esperando que algún nuevo viaje alejase de allí el paisano, y quedase Vicenta nuevamente abandonada, a su entera merced.

-Cuando supe todo esto -prosiguió Julián-, me fui a lo del compadre Giménez, donde me apié, haciéndome el ignorante de todas aquellas desgracias.

Vicenta apenas me vio, salió a recibirme llena de alegría enseñándome a Juancito que está hecho ya un hombre.

Me abrazó la pobre y lloró amargamente recordando a su Juan y los tiempos felices en que el carancho de la desgracia no había venido a hacer en ellos su presa.

El compadre Giménez se puso más pálido que un difunto, no sabía qué viento me llevaba allí, y se sospechaba que yo pudiera ir por encargo suyo.

Andrea se fue a cebar un mate, y el hombre muerto de miedo, me preguntó por usted, me contó la cosa a su manera, y me pidió no dijese a la Vicenta que usted vivía, porque podía morir de susto; creyendo que usted la fuese a matar por lo que había hecho engañada con su muerte.

Yo me iba calentando poco a poco, y mi mano se iba recostando a la cintura, sin quererlo pero pensé que yo no podía matar a aquel hombre, porque eso le correspondía a usted, y no quería además quitar ese apoyo a la Andrea, a quien no podía traer conmigo sin que usted lo dispusiese.

-Usted es un puerco -dije al compadre Giménez-, y si yo no lo mato ahora, es porque Juan no se enoje, porque esto le corresponde a él, pero algo tengo yo que hacer para probarle que usted es un chancho, y que lo que ha hecho no tiene perdón, y me le fui al humo con el rebenque.

El hombre relampagueó los ojos y quiso madrugarme sacando el cuchillo, pero yo me la dormí en la cabeza y lo azoncé a la fija de un talerazo: en seguida me le dormí con la lonja como quien castiga a un redomón chúcaro.

El hombre había sido muy maula y empezó a gritar como un cochino; yo me calenté sin querer también saqué el cuchillo para degollarlo, pero a los gritos apareció la Andrea, y me pegó el grito cruzándoseme por delante.

-¿Usted también Julián viene como enemigo a aumentar mi desgracia? ¡Ah! ¡Desde que murió mi Juan todos se han vuelto en mi contra!, y rompió a llorar.

-Dispense niña -le dije guardando el cuchillo-, si yo quise matar este maula fue porque se acordó mal del amigo Juan y yo no lo puedo permitir, porque nadie se ha de limpiar la boca con su nombre mientras yo viva en la tierra y él esté lejos.

Sin duda la Vicenta pensó que yo aludía a su muerte y se puso a llorar a «media rienda» olvidándose en su dolor del compadre Giménez que se había levantado del suelo y porfiaba, con pasos de peludo, gritándome cuando se vio fuera de tiro.

-¡Ya nos veremos las caras, so madruga!

-Andá no más -pensé yo-, que ya te toparás con él, -y me puse a consolar a la Vicenta, que lloraba de una manera que daba pena escucharla.

-No se desespere, niña -le dije-, yo me voy de aquí para no volver más a incomodarla, sólo vine a ver qué había sido de ustedes y nada más.

-Yo no quiero que se vaya para no volver más -me dijo Andrea secando las lágrimas-, mi casa es suya y puedo venir cuando guste.

En seguida nos pusimos a tomar mate y la pobre me contó por completo la narración que le he hecho.

Ya la tarde empezaba a caer y traté de ponerme en camino, porque había cumplido lo que usted me encargó y quería pegar la vuelta pronto, pues usted aquí no había quedado muy seguro.

Cuando Julián terminó la narración, Moreira se incorporó, tomó la mano de aquel leal amigo, y la estrechó con una profunda emoción.

-Gracias amigo -le dijo-, muchas gracias: nunca olvidaré lo que usted ha hecho por mí, no le digo que puede contar conmigo, porque ya usted me conoce.

-No tiene nada que agradecer compañero -replicó Juan sonriente-, he hecho lo que he podido en su servicio y estoy dispuesto a hacer más todavía.

En seguida todos cuatro empezaron a filosofar amargamente sobre la vida, entre trago y trago del mate que le servía la buena Marta.

Entonces Julián se impuso de la última hazaña que había llevado a cabo Moreira, reprobándola agriamente, porque aquello era tentar la suerte proporcionando a las policías la ocasión de malherirlo o darle un tiro traidor que le quitara la vida sin saber quién se la dio.

-No lo haré más -dijo pensativo el paisano-, hasta ahora sólo he peleado con la justicia, de puro lujo, deseando que me mataran para concluir de penar una vez; he peleado fuerte para mostrarles que no soy candil que se apaga de un soplito, pero las circunstancias han cambiado.

Ahora he de pelear para defender mi vida, porque quiero vivir para vengarme de los que me han insultado en mi desgracia, aprovechándose de una mujer desvalida; a esos -prosiguió creciendo en ira-, los he de coser a puñaladas, poco a poco, gozándome en sus boqueadas.

Yo les mostraré que aún vive Juan Moreira, y que su daga es más segura que la justicia y más firme que la amistad de los hombres.

Y al decir esto acariciaba el pomo de su terrible arma, y miraba con una vaguedad aterradora, como si su razón estuviera a punto de estallar.

Los paisanos callaban dejando que Moreira se desahogase por completo, temiendo que tanta desgracia fuera a trastornarle la razón, haciéndole cometer un disparate.

Moreira soltó una maldición que sonó como un trueno y quedó mudo e inmóvil, tan inmóvil que parecía haber caído con esa locura espantosa y desgarrante que la ciencia ha clasificado de melancolía profunda, estado de vida muy semejante a la muerte.

Nadie turbó con la mejor palabra aquel estado conmovedor, que había llegado hasta arrancar lágrimas de aquellos ojos, reflejo de un espíritu noble, que se había respondido siempre a las acciones generosas y humanitarias, hasta que el sable de la ley, en manos de un teniente alcalde, se levantó sobre su cabeza.

La noche venía tendiendo su negro manto y los alrededor de aquel rancho empezaban a aquietarse, sin que se sintiera el más leve ruido.

Julián, fatigado y rendido por el largo viaje empezó a inclinar la cabeza, al calor del fuego, y a dormitar con esa pereza que llamaremos del país.

Probablemente se hubiera quedado dormido, con el cansancio de la fatiga, si Moreira no se parara de pronto, hablando en alta voz.

-Me voy, amigo -dijo de una manera resuelta-, me voy y no me despido de firme, porque el corazón me dice que nos hemos de volver a ver.

-Cuidado amigo Juan -dijo Julián cariñosamente-, me han dicho que por los pagos andan fuerzas del Provincial y no será extraño que el juez don Nicolás González, que es hombre duro, haya mandado algún aviso para que le vengan a ayudar a prenderlo.

-¡Ahora ni que me copen la banca! -dijo Moreira-, me voy lejos, muy lejos amigo Julián, para que se olviden de mí y pegar la vuelta cuando menos lo piensen, para asegurar mi venganza.

Si me salen al camino disparo, y buenas piernas ha de tener el galgo que me alcance.

Yo no sé lo que es miedo -amigo Julián-, pero siento que el corazón me tiembla, al pensar que una partida puede salirme al camino y obligarme a pelear.

Yo no quiero pelear, le repito, porque puedo morir, y morir en este caso es para mí la pérdida de mi venganza.

Recogió su manta, se cercioró de que todas las armas iban en la cintura, y se acercó al overo bayo, pidiendo para él un poco de alfalfa que le trajo Santiago y que Moreira echó a su caballo con el mismo cariñoso cuidado con que hubiera dado de comer a un amigo querido.

Moreira estuvo de pie hasta que el caballo concluyó con la última barita de alfalfa; le oprimió cuidadosamente la cincha, revisó con suma prolijidad las prendas del apero, le puso el freno y montó con todo reposo y tranquilidad, después de subir al Cacique a las ancas.

-Compañeros, hasta la vista -dijo, y tendió una mano hacia el amigo Julián, que lo miraba sin hacer un movimiento.

Aquellas dos manos nerviosas y fuertes se chocaron al estrecharse, produciendo un ruido, y en aquel apretón de manos pasó un destello de espíritu de aquellos dos hombres que estaban unidos por los vínculos de la amistad más abnegada.

Moreira, para ocultar su emoción, revolvió su poderoso corcel, y cerrándole las espuelas se perdió como un relámpago entre las sombras de la noche.

Julián quedó inmóvil al lado del palenque mirando el punto por donde había desaparecido Moreira.

Cuando el rumor del galope se hubo confundido entre los ruidos de la naturaleza, el paisano dio vuelta en la dirección al rancho, y llevó la mano a la cara.

Enjugaba silencioso un par de lágrimas, que surcaban sus pómulos agudos.

-Que mi Dios no lo abandone -murmuró y se tendió bajo el alero del rancho.

Pocos momentos después estaba entregado al sueño más profundo.

El último asilo

Moreira tomó rumbo al oeste, y empezó a galopar de una manera vertiginosa.

Había descubierto su cabeza, que azotaba el viento, haciendo ondular su negra cabellera que parecía el estandarte de la muerte.

Y vagaba, y corría a impulsos de su valiente caballo, como si quisiera llegar pronto al punto que había fijado en su ardiente imaginación.

Cuando el alba empezaba a iluminar pálidamente el horizonte, Moreira detuvo su caballo como para orientarse del camino recorrido y del que debía seguir.

Se hallaba en los alrededores del 25 de Mayo, pueblo fronterizo donde iban a comerciar los indios amigos y donde no conocían a Moreira, tal vez ni de nombre.

El paisano dejó el camino a la izquierda y galopó aún unas dos leguas en dirección a San Carlos, fortín que pertenecía a la frontera oeste y donde había estado años atrás tomando parte en aquel sangriento combate que dio Calfucurá al frente de cinco mil lanzas y en el que tanto se distinguió el valiente coronel Borges.

Teniendo a la vista aquel fortín glorioso Moreira echó pie a tierra; sacó el freno al overo y se sentó sobre su manta, poniendo al Cacique a su lado.

¡Cuánta diferencia había de su situación presente, al porvenir feliz que lo sonreía cuando cruzó por primera vez aquellos parajes solitarios!

Entonces era un hombre honrado y un soldado valiente.

Hoy se veía declarado bandido y el porvenir que se le ofrecía era una muerte horrorosa o un regimiento de línea.

Entregado a estos tristes pensamientos, Moreira pasó toda la mañana, mientras su overo se reponía del fuerte galope de la noche anterior.

A la siesta, la fatiga del cuerpo empezó a entrecerrar sus ojos, reclamando también un reposo harto necesario después de las emociones sufridas y la marcha rápida.

Moreira sacó del tirador sus armas: se colocó en la posición que conocen nuestros lectores, y poco después dormía profundamente, confiado en la vigilancia del Cacique.

Cuando Moreira despertó empezaba a caer la tarde, y uno que otro jinete se veía a lo lejos cruzar para el fortín.

Sin duda alguna, eran soldados que volvían de la descubierta.

El gaucho recogió sus armas, cinchó de nuevo y enfrenó al overo, subió al Cacique a las cabezadas y montó ágil y nervioso.

Esta vez puso su caballo al trotecito y tomó rumbo al Nueve de Julio, recostándose al lado de la Tapera de Díaz, donde estaba campado el cacique amigo Simón Coliqueo, con su tribu compuesta de unos cuatrocientos individuos, entre chusma, lanzas y medias lanzas, que son los indios de quince a viente años.

Los toldos de Simón Coliqueo, en la Tapera de Díaz, estaban completamente militarizados, y dependían directamente del jefe de la frontera oeste.

Como aquellos indios recibían ración y sueldos del gobierno, se habían ido a establecer allí algunos pulperos desalmados, que por ganar algunos pesos, viven, como suele decirse, con la vida en un hilo, pulperías que bajo el pomposo título de casas de negocio, eran las posadas donde el escaso viajero podía echar un trago y descansar una noche.

Los indios solían salir a las boleadas, con permiso del jefe de la frontera, de cuyas boleadas volvían cargados de diversos cueros y pluma de avestruz, que cambiaban en las pulperías por un frasco de ginebra o un poco de yerba y azúcar, fabuloso negocio que retenía allí a los pulperos, a quienes los soldados de caballería de guarnición en las fronteras han calificado graciosamente de chupa sangre.

El frecuente trato con los oficiales del ejército que pasaban por allí para dirigirse a Junin, al Fuerte General Paz, o a la Blanca Grande, y con los vivanderos que iban a comprarles por una bicoca los cueros y la pluma de avestruz, había civilizado mucho a aquellos indios que miraban ya como la cosa más natural del mundo el que gente cristiana estuviese y aún meses alojada en los toldos y haciendo con ellos vida completamente común.

Los indios solían embriagarse, principalmente a la venida de las boleadas, en que abunda la ginebra y aguardiente, y es entonces cuando, a la inversa de nuestras ciudades, los toldos están en la mayor tranquilidad, y esto consiste en que el indio bebe hasta caer, y caído se le ve acercar el medio frasco de ginebra a los labios, hasta que el brazo cae como cuerpo postrado o inutilizado por el alcohol; el indio es entonces un cadáver en toda la acepción de la palabra.

¡Cuántos hermosos casos de alcoholismo podría observar allí el espíritu estudioso del doctor Meléndez!

El indio bebe, y como decimos, bebe hasta caer; cuando despierta de la acción alcohólica, es para beber de nuevo, mientras quede en la botella un átomo de ginebra.

Y así pasaba su vida aquella buena gente, bajo el gobierno de Simón Coliqueo, que era el más borrachón de todos ellos, pues era el que podía comprar más bebida.

Allí llegó Juan Moreira, para hacerse olvidar de la justicia compartiendo con los indios esa vida nauseabunda del ocio y la borrachera.

Él salía a las boleadas con los indios, donde se hacía admirar por la destreza y seguridad de sus tiros de bola, y de regreso se embriagaba con ellos de aquella manera brutal que, mientras les dura la bebida, están completamente convertidos en autómatas o máquinas de beber.

Moreira había cautivado a los indios por la belleza de sus prendas y la salvaje magnificencia de su apero, cubierto de chapas de plata, sueño dorado de los indios.

A Coliqueo le había ganado el lado flaco con la guitarra y sus cantos, llegando a ser el niño mimado de aquella gente bravía y poco amiga del cristiano.

Cuentan que las indias solían hacerle ojo tierno, pero el corazón del gaucho estaba lleno por otros sentimientos, y si tuvo allí alguna aventura amorosa, no ha llegado a nuestro conocimiento ni hemos tratado de averiguarla.

Moreira se hizo en los toldos un gran bebedor y un jugador malicioso, desplegando un talento especial para hacer trampas con baraja.

El indio es jugador, por el mismo género de vida ociosa que lleva, y es en el juego tan vehemente como en la bebida: juega mientras tiene que jugar.

Cuando cae el comisario pagador con los pequeños sueldos, que se convierten en fuertes sumas por la cantidad de meses que se les adeuda, en cada toldo se arma una jugada donde el indio que pierde, juega buscando el desquite hasta el kepi con galones que es la prenda que más estima.

Y un indio que llega a perder hasta el kepi es una fiera a quien sólo puede sujetar el profundo respeto que tiene por el cacique y el capitanejo que como autoridad suprema preside la jugada.

En estas jugadas Moreira siempre salía vencedor de buena o mala manera, lo que había dado lugar a lances muy desagradables que habían terminado en una lucha a mano armada, en que el indio sacaba siempre la peor parte, pues Moreira no se hacía mucho de rogar para sacar su daga y hacer un desparramo.

Este género de camorras y pequeñas victorias habían dado al gaucho un gran ascendiente sobre los indios, habiendo llegado Simón hasta ofrecerle que si se quedaba allí lo haría capitanejo y lo casaría en la tribu, oferta que el gaucho vivo no desdeñó, para no perder el cariño que le tenía el cacique, cariño de que pensaba sacar un partido más provechoso.

Hacía ya tres meses que Moreira estaba en los toldos, tiempo que juzgó suficiente para que se hubiesen olvidado de él en sus pagos y poder llevar a cabo de una manera segura y ejemplar la venganza terrible que había jurado en el fondo de su alma a su compadre Giménez y al sucesor del amigo Francisco.

Moreira espió el momento de hacerse perdiz de los toldos, pero de una manera provechosa y digna al mismo tiempo de sus famosos antecedentes.

Veamos de qué manera curiosa este hombre extraordinario salió de los toldos, dejando en ellos un recuerdo sangriento e inolvidable.

Cuando el paisano supo que estaba por llegar a los toldos el comisario pagador, empezó a hacer correr la voz de que se hallaba muy pobre y que pensaba vender o jugar su apero y caballo, posesión que soñaba Coliqueo como quien sueña en un reino o en una fortuna fabulosa.

Simón lo mandó llamar y le propuso darle por el caballo aperado, todos los sueldos que le trajera el Comisario y sus raciones en pie (7 yeguas) que le correspondían por aquel trimestre, pero Moreira haciéndose el infeliz, dijo que prefería jugarlos, para hacerle una tanteada a la suerte.

¡Con qué ansiedad era esperado entonces el Comisario pagador, que era el Mesías de nuestras fronteras! ¡Cuántos bomberos no salieron al camino!

Coliqueo miraba ya el caballo y el apero como cosas suyas, pidiéndolo prestado para darles unas rienditas, pero Moreira no quiso consentir en ello.

Por fin llegó el tan deseado Comisario entregando a los indios el dinero que para ellos traía, dinero que era contado y recontado unas cien veces por lo menos.

Esa misma noche se armó la jugada, en todos los toldos, concurriendo más gente al de Coliqueo, atraída por la curiosidad de ver si el cacique ganaba al gaucho.

Coliqueo quiso sobre tablas hacer la gran jugada, pero el paisano le puso sus peros, alegando que primero quería jugar chico para hacer la mano.

Como Moreira tenía la baraja, juego en que había adquirido gran práctica, los indios no podían apercibirse de las innumerables trampas que les hacía el paisano, con una limpieza digna del más hábil prestidigitador, merced a las que iba haciendo pasar a su poder todo el dinero de los indios.

Coliqueo dejaba jugar a los capitanejos que estaban en el toldo pues él se reservaba para la gran jugada del caballo, que tanto le preocupaba.

Hay que advertir que Moreira había ido a caballo, en su overo, al toldo del cacique, a cuya puerta, estaban los caballos de los demás jugadores, pues en los toldos no se anda a pie, aunque sólo se trate de una distancia de diez o quince varas.

Los jugadores estaban en la mala: habían perdido entre todos unos diez mil pesos, que pasaron a poder del gaucho afortunado que los guardó en el tirador.

Pasó toda aquella noche y todo el día siguiente habiéndose interrumpido el juego para que Moreira diera de comer a su caballo y su perro.

La suerte seguía protegiendo a Moreira de una manera tan decidida, que los jugadores habían empezado a jugar sus prendas a falta de dinero.

Había llegado la noche y aun los jugadores que habían perdido hasta el último centavo no se movían del toldo, irritados con aquella adversidad de la suerte y ansiosos de presenciar la partida entre Moreira y Coliqueo, para tener siquiera el placer de ver a aquel hombre perder su famoso caballo y su apero.

Era ya muy entrada la noche cuando el último jugador se declaró vencido y abandonó la carona que les servía de tapete de juego.

El momento crítico había llegado.

Simón Coliqueo ocupó un sitio frente a Moreira y pidió le echara cartas, poniendo la plata sobre las caronas.

Moreira dijo que primero iba a dar de comer a su caballo y a su perro, pero su salida tenía otro objeto muy diverso, que escapó a la sagacidad de los indios.

Salió afuera, donde estaban los caballos, pero en vez de dar de comer al overo le apretó la cincha y le acomodó el freno, dejándolo listo para un apuro.

El paisano comprendió que aquella jugada no podía terminar sin una borrasca estruendosa y se preparaba hábilmente la retirada, porque de todos modos su posición era peligrosa, por no estar dispuesto a entregar el caballo si perdía, y porque si ganaba, tal vez entonces los indios quisieran por medio de un audaz golpe de mano, recuperar todo lo que les había ganado.

Moreira volvió a entrar al toldo, no sin asegurarse antes de que sus armas estaban en su sitio, al inmediato alcance de su mano.

El paisano peinó la grasienta baraja y echó cartas, que fueron una sota y un caballo donde se clavaron ávidos los ojos de Coliqueo.

Los indios rodearon por completo a Moreira, abarcando cartas, carona y jugadores en una mirada de suprema avaricia.

Parece que en la jugada fuese el alma de cada uno de aquellos jugadores, muchos de los cuales habían perdido sus miserables prendas.

Moreira miró la puerta del toldo, que tenía detrás, y como viera que entre ésta y su espalda había algunos indios que podían dificultarle la huida, les rogó cortésmente entraran adelante, pues le impedían poder tallar con comodidad.

Coliqueo estuvo largo rato mirando aquellas dos cartas, sin decidirse por alguna de ellas.

Por fin su fisonomía tomó su expresión característica del avaro que mira una milla de oro susceptible de su poder, y golpeando sobre la carona dijo:

-A esta carta jugando, germano; con caballo ganando caballo.

Moreira dio vuelta el naipe tranquilamente mostrando la boca, en la que aparecía, un rey, a cuya vista los indios se estremecieron como al contacto de una pila eléctrica.

El paisano empezó a correr las cartas con esa indolencia del gaucho que oreja la baraja, para que sea más saboreada la emoción de la jugada.

De cuando en cuando volvía la baraja haciéndose el que reposaba, o armando un cigarillo que ponía indolente entre sus labios.

Al ver la serenidad con que manejaba los naipes y la fruición con que apuraba la paciencia del adversario, nadie hubiera sospechado de que aquel hombre jugaba una partida que debía serle fatal, ganase o perdiese, y a cuyas consecuencias se había preparado con toda astucia, calculando precisamente la manera con que había de salir felizmente del apuro.

Coliqueo miraba los naipes con la pupila dilatada por la ansiedad, parecía que quería atraer con la mirada el caballo que iba a decidir la jugada en su favor.

A pesar de haber en aquella pieza más de quince hombres, era tal el silencio que estos guardaban que se podía apercibir claramente el ruido que producía la carta al ser corrida sobre el resto del naipe, mezclado al precipitado latido del corazón del indio, que estaba resuelto a ganar el caballo a toda costa.

Por fin Moreira tiró una carta y apareció debajo la ganadora, arrancando un grito que era una mezcla de ira y de amenaza.

La carta que había aparecido decidiendo la jugada era una sota, que venía a quitar a Coliqueo toda esperanza, pues con ella perdía el rollo de dinero que jugó contra el caballo.

-Vos haciendo trampa -dijo el indio enfurecido-, entregando caballo porque yo ganando.

Y el coro de indios repitió de una manera amenazadora:

-Haciendo trampa cristiano.

-Yo no he hecho trampa -replicó Moreira; retrocediendo un paso hacia la puerta para estar más próximo a su caballo y prevenido contra el ataque que le traerían los indios, fuera de toda duda-, yo no he hecho trampa -repitió-, y si he ganado es porque tengo suerte y porque sé jugar mejor que ustedes.

-Vos haciendo trampa, cristiano ladrón -aulló el indio creciendo en ira-, y yo, ganando caballo con prendas de plata, concluyó levantándose de sobre la carona y avanzando seguido de sus indios, amenazador y colérico hacia Moreira, que dio dos pasos en dirección a la puerta envolviendo la manta en su brazo izquierdo.

-Vamos por partes -replicó alegremente el gaucho, a quien la vista del peligro real devolvía su aplomo y buen humor-, el caballo es mío porque no lo he perdido, y si lo hubiera perdido sería también mío, porque mi overo no ha nacido para la silla de ningún indio ladrón.

-¡Muera cristiano falso! -gritó el indio y se precipitó sobre Moreira, desatando las bolas que llevaba en la cintura, formidable arma en manos de un indio.

Antes que el indio pudiese hacer uso de aquella arma terrible, cuyo golpe a la cabeza es siempre mortal, el gaucho había sacado su daga haciéndole su tiro favorito, que era un hachazo en el entrecejo, que Moreira llamaba pintorescamente un hachazo entre las aspas.

Y rápido como el rayo, el paisano salió al patio, subió sobre su caballo que al sentir sus flancos oprimidos por la rodaja de la espuela dio un salto poderoso.

Los indios cayeron a una sobre Moreira, pero sólo hallaron el vacío, sintiendo sólo la prolongada risa con que el audaz gaucho se despedía de los toldos.

Todos saltaron a caballo; todos quisieron seguir el gaucho que les había sacado ya una enorme distancia, pero quedaron allí como atontados, sin saber qué hacer.

Coliqueo enjugaba la sangre que salía abundante de su herida prorrumpiendo en un sinnúmero de maldiciones a cual más enérgica y terrible.

Los indios habían vuelto a rodearlo y no se atrevían a pronunciar una palabra que pudiera aumentar la ira del feroz cacique que se retorcía desesperadamente.

Por fin uno de los capitanejos de aspecto más varonil, se acercó al cacique herido y le dijo:

-Yo persiguiendo con tres lanzas y caballo de tiro.

-Persiguiendo y matarlo y degollando -repuso Coliqueo, y trayendo caballo aperado, pues no se conformaba con la pérdida del overo, cuya hermosura y calidades le habían hecho nacer desde el primer momento el deseo irresistibles de poseerlo, aunque lo hubiera cambiado por todos sus animales.

El capitanejo hizo montar a cuatro indios, con caballos de tiro y se puso detrás de la pista de Moreira, cuya rastrillada descubrió inmediatamente.

Moreira había andado ya más de dos leguas, arreando una tropilla del mismo Coliqueo, que halló al salir de los toldos y que se apropió alegremente.

Calculando que aquella distancia recorrida era suficiente para ponerlo al abrigo de cualquier intentona por parte de los indios, siguió marchando al trote en dirección al 25 de Mayo, donde vendería la tropilla antes de seguir para Matanza, que era el rumbo que pensaba llevar.

Cuando empezó a amanecer, Moreira hizo alto, rodeó la tropilla y se echó indolentemente sobre su manta para dar un resuello al overo que acababa de tragarse tres leguas en cuarenta minutos.

Al acabo de media hora de descanso, el paisano volvió a montar y siguió su camino al tranquito arreando siempre la tropilla, pero apenas andaría unas dos cuadras cuando un gruñido amenazador del cuzco le avisó la proximidad de gente enemiga que no podía ser otra que indios de los toldos que había abandonado.

Moreira se empinó sobre los estribos para divisar el campo y vio efectivamente que por su retaguardia venían a media rienda cinco indios, que conoció en las largas lanzas que traían a la rastra, enganchadas en una correa en la mano del rebenque.

Moreira echó pie a tierra tranquilamente, rodeó de nuevo la tropilla y se alejó para que esta se asustara lo menos posible, dejando llegar a los indios, quienes al ver que el gaucho les esperaba, pararon las lanzas en señal de guerra y apuraron la marcha de los caballos en dirección al tranquilo paisano.

Los indios cuando estaban en superioridad numérica son muy audaces y pelean duramente, y aquella partida se le presentaba con gran facilidad; uno contra cinco.

Moreira había sacado sus dos trabucos que amartilló bajo el poncho y esperó la llegada de los indios que venían ya con la lanza en ristre.

Cuando calculó que el golpe era seguro, pues sólo lo separaban unos cinco pasos de los indios, sacó la mano de bajo del poncho y disparó sus trabucos.

Los indios lanzaron un alarido de espanto, y dos de ellos cayeron del caballo, mortalmente heridos por el disparo de aquella especie de ametralladoras.

Los otros tres dieron vuelta bridas precipitadamente, completamente acobardados por aquella recepción inesperada, sujetando la carrera de los caballos como a las treinta cuadras desde donde dieron vuelta a ver qué hacía el paisano, si les perseguía o seguía su camino.

Moreira se acercó a los indios caídos y los examinó con una prolijidad especial.

Uno de ellos estaba muerto, la carga íntegra de uno de los trabucos la había recibido en pleno pecho.

El otro había recibido un recortado en la parte alta de la cabeza y dos en el brazo derecho cerca del hombro.

Los caballos de los caídos, con esa mansedumbre especial del caballo pampa, habían quedado parados a corta distancia sintiéndose libres del peso del jinete.

Moreira se acercó a ellos y considerándolos buenos, los incorporó a la tropilla y montó sobre el overo bayo que no se había movido, habituado al estampido de los trabucos.

Y siguió la marcha arreando su tropilla recientemente aumentada, sin hacer caso del enemigo que dejaba a la espalda en la seguridad especial que no lo había de seguir.

Efectivamente, sólo cuando Moreira se alejó como una legua de aquel sitio, los indios se aproximaron lentamente a sus compañeros caídos a quienes colocaron sobre los caballos de tiro y tomaron el camino de la Tapera de Díaz, no sin volver la cara de cuando en cuando hacia el camino que había seguido Moreira.

A la caída de la tarde, el paisano llegó al partido del 25 de Mayo, donde vendió la tropilla con suma facilidad, pues la mayor parte eran caballos orejanos de marca y no había necesidad de exhibir el boleto de propiedad, ni todas aquellas formalidades enojosas que preceden a la venta de un caballo.

Moreira hizo noche en una pulpería donde había un buen número de bebedores, teniendo la precaución de cubrir parte de su cara con un pañuelo, puesto en la cabeza a manera de mujer, por si acaso había en la reunión alguna persona que pudiera conocerlo y delatarlo a la partida de plaza.

Estaba esa noche en la población, por desgracia, el paisano muy borrachón y cuchillero, que tenía mentas de guapo, y a quien conocían con el apodo de Pato picaso, a consecuencia de su nariz muy semejante al pico de aquella ave y de sus botas de potro que eran siempre de una blancura especial.

Cuando Moreira entró a la pulpería el Pato picaso estaba contando proezas de valor que hacían abrir la boca a los que las escuchaban porque el Pato picaso tenía fama bien adquirida de hombre de entrañas, y era mozo que en una ocasión había peleado a media partida de plaza, haciéndose perdiz en seguida.

Moreira tomó mal olor a la cosa y resolvió tender afuera, alrededor de su overo, por lo que pudiera tronar.

Así es que pidió una ración para el caballo, un pedazo de carne para el Cacique y salió al patio para repartírsela y quedarse entre ellos a dormir.

-¿Por qué no se sirve de algo paisano? -le dijo el Pato picaso al ver que se alejaba dando las buenas noches en señal de que no iba a volver a entrar.

-Gracias, amigo -había respondido Moreira-, estoy muy cansado y voy a hacer noche porque mañana temprano sigo viaje.

El Pato picaso concluyó la narración de la aventura que contaba, y la conversación recayó sobre el recién venido, comentando sus modos y lujosas prendas.

-Ése es un mozo que debe venir de tierra adentro -dijo uno de los paisanos, porque esta tarde ha vendido a don Cirilo una tropilla de caballos orejanos.

-Habrá dado golpe a algunos pobretes -replicó el Pato picaso que había bebido mucho esa noche-, y ha venido a engordar su tirador con su producto.

-Cállese por Dios, amigo -dijo el paisano que hablaba antes-, mire que ese es un hombre de mucha historia; según dijeron en la pulpería de don Cruz, que ha tenido a mal traer a todas las partidas de estos pagos, y que de puro desesperado ganó tierra adentro.

-¿Y por qué me he de callar? -dijo el Pato picaso, sintiendo herido su amor propio-. Yo no le tengo miedo a nadie, a Dios gracias y no tengo porque callarme.

-Es que dicen que es hombre muy soberbio y de una vista que da calor, y yo le he dicho que se calle para no provocar un conflicto al ñudo.

-Pues si hay conflicto -replicó el tenaz gaucho-, con rezarle al difunto ya estamos del otro lado y basta de ponderar a nadie.

Moreira había escuchado desde el patio este diálogo, pero no se había inmutado, seguía tendido sobre su manta con la mayor tranquilidad.

El Pato picaso estaba mortificado con lo que se había dicho del desconocido y seguía bebiendo copa tras copa, dando soltura a la lengua.

-Se me hace -dijo-, que el forastero ha de ser una maula que se ha de achicar en cuanto sienta el resuello de un hombre.

-Cállese amigo, y no sea impertinente -recomendó el primer paisano-, ese hombre no se mete con nadie y no hay por qué buscarle camorra.

-Cuando yo busco camorra -dijo el Pato, a quien la mona le había dado por conservar su reputación del más valiente-, es porque la puedo sustentar, como a mí me basta ver la parada de un hombre para saber lo que le da el cuerpo, digo que ese mozo ha de ser una maula incapaz de toparse conmigo.

Se había herido sin querer el amor propio de aquel hombre, y sabido es que un gaucho de mentas cuando se topa con otro que las tiene, no está satisfecho hasta que no ha peleado con él, cosa que sucede inevitablemente cuando uno de los dos mentados está como el Pato picaso, dominado por el alcohol.

Los paisanos dejaron hablar el Pato sin contradecirlo, creyendo que pasaría la cosa, pero el gaucho siguió hablando solo y alterándose solo, hasta que declaró levantándose que iba a buscar al forastero y a probarles que no era capaz de parársele.

El Pato picaso salió afuera, y detrás de él algunos paisanos tratando de contenerlo, pero toda tentativa fue inútil, aquel hombre se acercó hasta la manta donde estaba Moreira, y tocándolo en el hombro le habló así:

-Me han dicho don, que usted es bueno, y como yo soy el Pato picaso, quiero probar si las mentas que trae son legítimas o si son puros cuentos.

Moreira que estaba despierto y había escuchado cuanto se habló en la pulpería, se había enrollado en la mano la lonja del rebenque, dispuesto a usar sólo esa arma.

Miró, pues, al gaucho que así se atrevía a turbar su reposo, y bostezó perezosamente como si no hubiera escuchado lo que le había dicho.

-Que se pare, don -repitió el Pato, sacando la daga y rayando la punta sobre la espalda de Moreira que continuaba echado de barriga.

Le he dicho que se pare para hacerle pagar el piso, porque el hombre que la echa de guapo, ha de ser para pararse donde quiera y con quien lo imite.

-Perdone don -respondió Moreira sacarronamente-, usted está con don pepe y no sabe lo que dice; cuando se le pare hablaremos.

-El que está con Pepe y en pepe es usted, su maula, y ahora mismo le voy a abrir un ojal en la jeta para que aprenda a ser mejor hablado -dijo el famoso Pato picaso atropellando a Moreira con la daga baja y en actitud de herir.

Moreira estuvo de pie con increíble velocidad, paró la puñalada que lo tiró el Pato y lo sentó en el suelo de un golpe con el rebenque.

-Esto es para enseñarle a no meterse con quien no conoce -le dijo dándole con el pie-, y ustedes -agregó, dirigiéndose a los paisanos-, pueden llevar a ese guapo.

Los paisanos levantaron al Pato y lo entraron a la pulpería donde empezaron a curarle como Dios les ayudó, la larga herida que tenía sobre la frente.

El golpe dado por Moreira, con el pesado cabo de plata del rebenque, había sido un golpe terrible, que acusaba la poderosa fuerza muscular del paisano.

El hueso frontal estaba roto en una extensión de ocho centímetros y el cuero que lo cubría completamente deshecho y hundido, mezclándose al cabello y las partículas de hueso.

Para salvar al Pato picaso hubiera sido necesario que un cirujano le hubiera extraído aquellos huesos para impedir cayeran en la masa cerebral produciéndole la muerte.

Los paisanos le mojaron la herida con caña y le ataron la cabeza, poniéndole un pañuelo empapado en aquella bebida pero todo fue inútil.

Aquel hombre no volvió del desmayo ocasionado por el golpe, desmayo eterno, pues su cuerpo se fue enfriando poco a poco, hasta que a la madrugada era cadáver.

Moreira se había vuelto a echar sobre la manta indolentemente, y allí pasó la noche dormitando algunos minutos, y durmiendo profundamente otros.

Cuando se levantó, al venir el día y entró a la pulpería, supo recién que el Pato picaso había dejado de existir.

Ninguno de los paisanos se atrevió a hacerle el menor reproche.

Se acercó al cadáver que examinó con una mirada inteligente, y salió de la pulpería tristemente diciendo:

-¡Está de Dios que no puedo luchar con mi sino!

Fue hasta su caballo cuya montura compuso con suma prolijidad y montó, alejándose al trotecito, tomando rumbo para el partido de Matanzas.

La vuelta al hogar

¡Qué conmoción poderosa agitó el corazón de aquel hombre cuando vio las primeras casas de su pueblo! Cómo aspiraron sus pulmones aquel aire con que se había nutrido.

Allí estaba su rancho y sus campos abandonados, sin notarse una señal de vida, un solo pastito que acusara la presencia de un ser humano.

Allí estaba también la casita de Vicenta Andrea; donde la había conocido, donde la había amado y donde había ligado a ella su existencia por una eternidad.

A su vista se agolpó todo su pasado feliz, sus días venturosos, su hijo, su mujer, la consideración general de que era objeto y cayó en una profunda meditación.

De pronto alzó la fisonomía y miró en dirección al pueblo con una terrible expresión de exterminio que asomaba como un relámpago al terciopelo de sus ojos.

El presente, el fatal presente con su nube de sangre y de muerte, se ofreció entonces a su espíritu, haciéndole apreciar lo terrible de su posición.

En el rancho que había abandonado siendo feliz aún, lo esperaban la soledad y la vergüenza, el dolor y la humillación.

Su mujer, su Vicenta era de otro hombre y su hijo llamaría tal vez padre al miserable a quien debía la afrenta cuyo recuerdo le hacía enrojecer de vergüenza.

Hay situaciones en la vida que no puede apreciar el que no pasa por ellas, porque para poder apreciar la tormenta que ruge en el espíritu, sería necesario sentir escapar la razón de la cabeza y desgarrarse el corazón a impulsos del dolor más profundo, que no alcanza a disipar el tiempo, que es el olvido de todo.

Esos dolores, esas heridas sólo las borra la muerte, única verdad de la vida.

La afrenta suprema, el olvido de la mujer querida en que se ha cifrado todo el porvenir, el hijo propio llamando padre el autor de la afrenta, que cae sobre su cabeza avasallándolo todo, postrando la frente sobre el pecho a impulsos del rubor; todo esto no lo puede valorar el que no haya pasado por ello.

Y Moreira estaba allí, mudo y sombrío eligiendo mentalmente el sitio donde había de clavar su puñal, y balanceando la afrenta con el número de puñaladas que iba a dar.

La noche venía tendiendo su negro manto y el paisano no había cambiado su actitud a dos leguas de su rancho y emboscado en el camino; parecía una fiera acechando su presa, un asesino eligiendo el paraje de la espalda ajena donde debe dirigirse la punta de su puñal.

Y allí estuvo sin hacer un movimiento, sin cambiar la expresión de su mirada, hasta que el silencio imponente del campo le indicó que era la hora fijada por él.

Moreira tomó la dirección de la casa de su compadre, al tranco de su caballo, teniendo siempre la precaución de ocultarse entre las sombras al menor ruido que oía.

Así llegó al rancho donde lo guiaba la más ardiente sed de venganza, sin haber sido visto de persona alguna.

¡Cuán ajenos estarían sus habitantes de pensar que allí, a dos pasos del sitio donde dormían, estaba acechándolos la muerte inevitable si Moreira llegaba a penetrar sin ser sentido!

El compadre no estaba desprevenido.

Alarmado con la visita del amigo Julián, temía que Moreira se le apareciese la noche menos pensada, y desde entonces dormía acompañado de dos mastines y con su mejor caballo atado a una ventana, que distaría apenas dos varas de su cama.

Los mastines eran con el objeto de entretener a Moreira si llegaba a venir, mientras él montaba a caballo y se ponía en salvo antes que el paisano pudiera acometerlo.

Moreira, preocupado, dominado por completo con el pensamiento de su venganza, no rodeó el rancho antes de acercarse a la puerta.

Creía además que caía en un momento en que no se le esperaba, y no podía suponer las medidas sagaces que había adoptado su desconfiado compadre.

Llegó al rancho y echó pie a tierra al lado del palenque, tratando de hacer el menor ruido que le fuese posible: secó con la manta de vicuña el sudor que corría abundantemente por su frente y se acercó a la puerta del rancho, donde puso el oído tratando de escuchar lo que adentro pasaba.

Por leves que fueran los movimientos que hizo Moreira, los mastines los sintieron y dejaron oír un gruñido amenazador, que despertó al compadre.

Aquel hombre saltó prontamente de la cama y se puso a vestirse a gran prisa, adivinando en el miedo invencible que le dominaba, la causa que había motivado el gruñido de los perros, que dormían del lado de adentro del aposento, y que se habían puesto de pie abalanzándose a la puerta.

Andrea despertó también sobresaltada al gruñido de los perros, pero su amante le puso suavemente la mano sobre la boca, recomendándole silencio, y se dirigió a la ventana en actitud de saltar al otro lado, en cuanto, como lo temía, se abriese la puerta deshecha de un puntapié o trabucazo.

Moreira se había detenido colérico al sentir el primer gruñido de los perros, había sacado su trabuco con ánimo de hacer volar la puerta y los perros, pero dos consideraciones le habían detenido.

El temor de que el estampido del arma fuese a atraer gente desbaratando su venganza y el miedo de que algunos de los proyectiles fuese a herir a su hijo que sin duda dormía en aquel cuarto que su venganza iba a convertir en un teatro de sangre.

Y al guardar su trabuco en la cintura, se pudo ver temblar la mano de aquel hombre imponderable, cuyo valor sereno le hacía afrontar sin la menor muestra de vacilación los peligros más inminentes, donde tenía una probabilidad de salir ileso contra quince o veinte de quedar en el sitio.

Moreira guardó así su trabuco en la cincha y vaciló turbado sobre la resolución que debía ser rápida, pues los perros habían dado la voz de alarma.

Aquellos animales, olfateando las rendijas de la puerta, se habían puesto a ladrar de una manera desesperada y Moreira se decidió por fin a dar el golpe.

Enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga que blandió con un ademán feroz y se echó un poco hacia atrás, tomando distancia.

Un segundo después la puerta saltaba de su encaje débil a impulsos de un vigoroso puntapié, aplicado con una fuerza verdaderamente hercúlea.

Moreira quiso saltar dentro de la pieza, pero los dos mastines se le fueron encima, obligándole a defenderse inmediatamente; entonces el compadre pasó al otro lado de la ventana y desató su caballo sobre el que saltó prontamente, lanzándolo a una carrera vertiginosa.

Moreira oyó la carrera del caballo y recién entonces sospechó el plan de su compadre; quiso disparar hacia su overo, seguro de darlo alcance, pero aquellos mastines lo atacaron de tal manera, que si dejaba de defenderse un minuto, un segundo, iba a ser despedazado por aquellas fieras.

Moreira tiró una puñalada tremenda y dio con el pecho de los perros, prorrumpiendo en seguida en una maldición rugiente.

-¡Se me va, se me va mi venganza! -gritó de una manera desesperante, y hundió con el taco de la bota el cráneo del perro herido que había quedado exánime.

A la voz de Moreira, respondió en el rancho un alarido desgarrador, semejante al que dejan escapar los labios cuando el cráneo estalla a impulsos de la razón que huye, alarido que heló la sangre en las venas de Moreira, proporcionando al mastín la ocasión de dar un mordisco.

La voz de Moreira había sido reconocida por Vicenta que, sabiendo que su marido había muerto, creía que aquella era su ánima que andaba penando, según aquella gente humilde e ignorante esclava de mil preocupaciones y agüerías que creen a puño cerrado.

-Ánimas benditas -exclamó aquella infeliz, dominada por el más profundo terror-, es el ánima de mi Juan que anda penando y se estrechó contra su hijo como para protegerlo de aquella visión aterrante que había aparecido en su cuarto, poniéndose a rezar precipitadamente.

Moreira se conmovió profundamente al ruido de aquella voz querida, que hacía tanto tiempo no cariciaba su oído, presentó al perro que lo acometía su brazo protegido por el poncho, y cuando éste mordió el paisano, le sepultó la daga al lado de la paleta, dejándole muerto instantáneamente.

En seguida soltó la daga, oprimió entre las manos la varonil cabeza y se puso a llorar amargamente con esa desesperación del hombre de temple de acero que se encuentra avasallado y se entrega por completo a la desesperación del dolor más íntimo.

Al sentir aquel llanto amargo y profundo, Vicenta, se tiró de la cama al suelo, sacó una caja de fósforos de abajo de la almohada y encendió uno.

Cuando vio que lo que ella había creído una ánima en pena, era el mismo Moreira, su mismo Juan a quien tanto había llorado preguntando por su tumba.

Cuando vio a su Juan llorar de aquella manera y comprendió todo el infierno que debía arder en aquel espíritu que sin querer había ofendido de una manera tan cruel, una inmensa agonía pasó por su semblante juvenil, sus pupilas se dilataron enormemente y la palabra se heló en sus labios que temblaban y se movían como si tuvieran una conversación agitadísima.

Era tal el estado de aquella infeliz, que el fósforo que había encendido se apagó entre sus dedos sin que la quemadura fuera bastante para hacerla volver de su asombro, sus labios habían cesado de moverse y estaba allí estática con la vista clavada en Moreira con la expresión del idiotismo que caracteriza el semblante de un microcéfalo.

Cuando Moreira descubrió el rostro y levantó la cabeza, la habitación estaba sumida en la más densa oscuridad.

Fue él entonces, quien sacó a su turno un fósforo, y encendió un cabo de vela que metida en una botella se veía sobre la mesa.

Andrea no había vuelto de su atonismo y miraba a Moreira sin darse cuenta de lo que éste hacía; parecía estar bajo un ataque de demencia.

Moreira la contempló un segundo y volvió sus ojos enroquecidos por el llanto hacia la cama donde el pequeño Juancito lloraba silenciosamente, dominado por el terror que le causaron los gritos de los perros, la maldición de Moreira y el alarido que lanzó Vicenta al reconocer la voz de su marido.

Aquel hombre se lanzó a la cama, tomó al hijo en sus brazos y aplicó a su pequeña boca sus labios abrasadores, como si quisiera absorberle toda la sangre.

En seguida se lo arrancó de los labios, lo contempló a la pálida luz de la vela con una ternura casi maternal y volvió a cubrirlo de besos como si quisiera pagarse con aquel placer supremo, todas las desventuras de que había sido víctima mientras vagaba en los campos ocultándose a las miradas de los demás.

El pequeño Juancito había reconocido a su padre, le había tomado las manos con las suyas y devolvía una por una cada caricia, cada beso, preguntándole en su media lengua encantadora por qué no había venido en tanto tiempo para hacerlo pasear en su peticito.

Vicenta contemplaba aquella escena sin darse cuenta de ella; allí seguía muda con la pupila dilatada y la boca entreabierta, por donde partía la respiración fatigosa.

Cuando el primer instante de arrobamiento hubo pasado, Moreira colocó al pequeño Juan sobre la cama, y fijó la intensa mirada en Vicenta, sin un átomo de rencor, sin que la idea de herir cruzara su mente.

Sentía lástima, verdadera conmiseración por aquel ser desventurado que no tenía la menor culpa de todo el drama que pasara por su espíritu ni en todo el mal que le habían hecho los hombres, recibiendo los peores golpes de sus mejores amigos.

-Vicenta -dijo solemnemente el gaucho-, ven acércate, que yo no he venido a hacerte mal, porque yo te perdono todo el que me has hecho a mí.

Al oír aquella voz, la fisonomía de Vicenta, fue tomando expresión, sus ojos brillaron de un modo particular, fijándose en Moreira primero y en su hijo después.

Su corazón empezó a regularizar sus latidos, sus ojos se humedecieron, y todo aquel mundo de dolor que lo había privado de sentido durante diez minutos, se tradujo en un llanto copioso, como la válvula de escape a su tremenda desesperación.

-¿Cómo, sos vos? ¿Conque no has muerto? ¿Conque me han engañado? -dijo y se cubrió la cara con las manos, para ocultar su rubor.

Moreira sintió que la vergüenza quemaba sus mejillas, su situación desesperante volvió a ocupar su pensamiento y se lanzó al perro de cuyo costado arrancó la daga que había dejado allí para contemplar a su mujer cuando le habló por vez primera.

-Mátame ligero, mátame mi Juan -dijo creyendo que Moreira, al armar su brazo lo hacía para quitarle la vida en desquite de su acción.

-No lo permita mi Dios -repuso al paisano guardando el arma en su cintura-, vos no tenés la culpa y nuestro hijo te necesita porque yo no lo puedo llevar conmigo; ¿quién cuidaría de él si yo manchase mi mano matándote? Adiós -concluyó-, ya no nos volveremos a ver más porque ahora sí voy a hacerme matar de veras, puesto que la tierra no guarda para mí más que amargas penas. Adiós y cuida de Juancito.

Moreira se acercó nuevamente a la cama, selló la frente de su hijo con un beso sonoro y prolongado, y llevando la mano a la cara trató de alejarse.

-No te vayas, mátame antes -dijo Vicenta prendiéndose a su chiripá-, mátame como a un perro porque yo te he ofendido en tu honra.

-Jamás -dijo el paisano-. ¿Quién cuidaría a ese? -añadió, señalando al chiquilín que tendía los brazos. Basta, que me voy, adiós.

-No quiero -contestó Vicenta-, prendiéndose más fuerte del chiripá del paisano-, llámalo Juancito, no lo dejes ir.

Moreira comprendió que si aquella escena se prolongaba iba a ser vencido y con un esfuerzo poderoso se deshizo de Vicenta, tiró a su hijo un beso en la punta de los dedos y salió del rancho con increíble rapidez.

Un instante después montaba sobre su infatigable caballo y se perdía de vista a todo galope no siendo bastantes a detenerlo los lamentos de su mujer y el llanto de su hijo que llevaba a su oído el fresco viento de la noche. Moreira corría como un loco, llevando en su corazón un infierno y un volcán en su cabeza, y apuraba la marcha de su caballo que corría en dirección al juzgado de paz.

Allí detuvo el vértigo de su carrera, subió con el corcel a la vereda y llamó frenético a la puerta que golpeó enfurecido, con el cabo de su rebenque.

-¿Quién canejo golpea como si fuera fonda de vascos? -preguntó de adentro el soldado de guardia, a quien los golpes habían sacado del más delicioso sueño.

-Juan Moreira, que quiere morir en buena ley -respondió el paisano-, que salga la partida de una vez y aproveche la bolada.

-Más Juan Moreira es el peludo que tenés -replicó el soldado, que creía hacérselas con un borracho-, lárguese de aquí so sonso, antes que le rompa el alma.

-Que salga la partida -gritó de nuevo Moreira, golpeando fuertemente la puerta con el rebenque-, que salga de una vez o le prendo fuego al juzgado.

El sargento y dos soldados más que dormían en el interior, habían acudido a los golpes y consultaban entre sí el partido que debían tomar, porque indudablemente, el que golpeaba así la puerta, no podía ser otro que Moreira, único capaz de semejante rasgo de audacia.

Los soldados resolvieron no abrir la puerta, visto el enemigo que estaba del otro lado, siendo el sargento el que tomó la palabra para decir a Moreira:

-Amigo, vuelva mañana porque el juez está en su casa y nos ha dejado orden de no abrir la puerta a nadie.

-Vaya a la maula, su flojo de porra -gritó Moreira, dominado por la ira-, en la primera ocasión les he de sacar los ojos a azotes.

Y volviendo el caballo salió al galopito corto, llenando de injurias e insolencias a las personas que asustadas, se asomaban a las ventanas atraídas por el ruido descomunal.

Ansioso de buscar camorra para engañar o concluir con la desesperación que lo dominaba, Moreira golpeó todas las pulperías que halló al paso nombrándose para hacerse abrir, pero todas las puertas permanecieron cerradas sin que siquiera una voz se atreviera a responder a su llamado.

Moreira, desesperado y maldiciendo de su vida, tomó al galope largo el mismo camino que había traído, en dirección al 25 de Mayo donde era menos conocido.

A la irritación había sucedido una calma completa, y el paisano se puso a reflexionar mientras marchaba, que no debía hacerse matar antes de haberse vengado.

Al amanecer se detuvo en una pulpería del camino, donde dio de comer a su gente y tres horas de descanso a su caballo, al cabo de las cuales se puso de nuevo en camino, a pesar de las invitaciones del pulpero que, habiéndolo conocido, quería obsequiarlo a todo trance.

Moreira marchó todo aquel día en pequeñas jornadas, al fin de las que hacía descansar su caballo para que se repusiese del último golpe que había sido serio.

A la caiba de la tarde se volvió a bajar en otra pulpería donde dio de cenar al caballo y al Cacique, cenando él mismo y asentando cada bocado con un trago descomunal de ese beveraje espantoso que en las pulperías de campaña se permiten llamar pomposamente vino carlón.

En la pulpería encontró muchos paisanos que lo conocían, con quienes entabló alegre plática, concluyendo por mamarse.

Ya hemos dicho que bajo la presión del vino Moreira era más alegre y más accesible a todo género de bromas, que devolvía con suma vivacidad.

Allí contó su vida y milagros en los toldos y aseguró que no pensaba llamarse a silencio, hasta pelear una partida de vigilantes de la misma policía de Buenos Aires, porque ya los policianos de campaña le daban asco y no servían siquiera para hacerle dar rabia.

Serían poco más o menos las dos de la madrugada, cuando Moreira pagó el gasto de todos según dijo, con plata de los indios, y se alejó perezosamente hacia el 25 de Mayo, de cuyo pueblo estaría apenas a unas cuatro leguas de distancia.

Hacía una hora que había amanecido, cuando el paisano, después de una jornada de dos leguas se detuvo en la última pulpería, a dar de comer bien al caballo y al perro, proporcionándoles un buen descanso, porque la partida de aquel pueblo estaba con la sangre en el ojo y tal vez quisiera prenderlo.

Es sabido que el gaucho errante tiene un amor en cada pago, y cien amigos en cada palmo de tierra, que le avisan los movimientos de las que andan en su persecución y le indican los sitios donde puede ocultarse con menos probabilidades de ser hallado.

Y Moreira cuyas desgracias eran simpáticas a todos los paisanos, recibía en cada pulpería una crónica detallada de lo que había dicho el Juez de Paz y de lo que pensaba hacer la partida, según lo que en la trastienda había hablado el sargento Fulano o el soldado Megano.

En aquella pulpería supo Moreira que la muerte del Pato picaso había puesto en movimiento a los policianos de la partida porque se sabía por la reclaración de los compañeros, que el que había hecho aquella hazaña era Moreira, que había regresado de los toldos.

Moreira no hizo caso de las advertencias que le hacían para que se alejara de aquellos pagos; se puso a tocar la guitarra mandando echar una vuelta general de lo que gustasen, que él pagaba por todos todo lo que se bebiera aquel día.

La jarana se armó de lo fino.

Moreira se había apoderado de la guitarra y había empezado por echar unas hueyas, concluyendo por rasguear el malambo más quiebra, que cepillaron la mayor parte de los concurrentes que estaban garuados los menos y completamente divertidos los más.

Durante el día iban cayendo a la pulpería infinidad de paisanos, que tomaban parte en la jarana y se iban quedando donde encontraban los dos grandes elementos de una verdadera fiesta: guitarra y coperío a discreción.

Llegó la siesta tumbando a la mayor parte de los concurrentes que se pusieron a dormir a pierna suelta, pero Moreira que no había querido beber con exceso, seguía con la guitarra y aquello amenazaba no concluir en tres días, pues ya se habían organizado carreras y juegos de taba para el día siguiente.

Moreira tenía dinero en abundancia y pagaba religiosamente al fin de cada vuelta, lo que tenía el pulpero completamente dominado y fuera de sí.

En vista de la buena paga había pelado una cañita de durazno que los paisanos saboreaban con descomunales chasquidos de lengua, prodigando mil elogios al pulpero por cuya salud brindaban de cuando en cuando, dedicándole algunas payadas y relaciones que se echaban.

Por fin unos de los últimos paisanos que habían caído a eso de las tres de la tarde, trajo una novedad que descompuso por completo el baile.

La partida de plaza había salido aquella mañana en busca de Moreira, con orden de recorrer todo el partido y matarlo donde quiera que lo hallaran, pudiendo alegar después que se había resistido a la autoridad, como siempre, a mano armada.

-Pues, se irán como han venido -dijo Moreira-, preludiando un gato, y soy capaz de pelearlos a zurdazos y con el rebenque.

La única lucha en que podría esmerarme es con vigilantes del pueblo, y estos, que yo sepa todavía no han salido a buscarme.

-Mire amigo que la partida viene esta vez mandada según me dicen, por don Goyo, un sargento de línea muy veterano, que dicen que es un mozo malo, capaz de traerlo a usted atado de pies y manos para que la autoridad lo fusile.

-No le haga caso amigo -volvió a decir indolentemente Moreira-. No hay partida capaz de atarme, porque la suerte pelea conmigo; eche una copa que yo pago, y si quiere vaya dígale que aquí los espero, y verá lo que hago yo con todas esas maulas.

¡No sirve ni para la cachetada!

Un fuerte palmoteo acogió la determinación de Moreira y la algazara siguió en un crescendo infernal.

No estaba sin embargo lejos el momento en que aquella chacota se convirtiera en una tragedia, siendo Moreira actor principal en un nuevo combate.

La fuerza del destino

En aquellos días había llegado de tránsito al 25 de Mayo el sargento de línea Santiago Navarro, hombre duro en la pelea y en cuyo pecho se veían dos cintas correspondientes a dos condecoraciones ganadas en la heroica campaña del Paraguay, donde cada soldado fue un héroe.

El sargento Navarro era un hombre flaco de pelo lacio y bigotes cerdudos, pero dotado de una fuerza muscular poderosísima. Navarro había llegado al 25 de Mayo donde había oído todas las mentas que se contaban de Moreira, escandalizándose cristianamente de los triunfos que se le atribuían sobre las numerosas partidas con que había peleado.

Sabiendo Navarro que el Juez de Paz había dispuesto saliese la partida de plaza en persecución de Moreira, y oyendo decir que ésta se haría la que no lo había encontrado porque le tenía miedo, se presentó al Juez de Paz pidiendo el mando de la partida y prometiendo que si el gaucho se hallaba en el partido lo traería vivo o muerto.

La proposición de Navarro fue aceptada con verdadero júbilo y en el acto se dispuso todo para salir en busca del terrible gaucho.

Navarro había averiguado qué clase de hombre era Moreira y con qué estrategia se batía, para poder luchar contra diez o doce hombres ventajosamente, pues suponía que se parapetaría detrás de alguna cosa; o usaría de alguna táctica maliciosa que le proporcionara serias ventajas sobre sus enemigos.

Pero cuando supo que el gaucho peleaba lealmente, cuerpo a cuerpo y sin hacer uso de tretas, Navarro se rió alegremente y dijo que había de traer preso a Moreira, y que lo había de traer vivo.

Si Navarro hubiese conocido la clase de enemigo con quien iba a estrellarse, tal vez no hubiera prometido tanto, más soldado viejo y habituado a luchas rudas y laboriosas, no podía suponer que un hombre solo pudiese resistir a doce bien armados y sobre todo cuando estos hombres iban a ser guiados por él, que se tenía por bravo y bueno.

Navarro proclamó a su gente, diciéndoles que era una vergüenza que fueran el juguete de un hombre solo y que él les iba a mostrar cómo se prende un bandido.

Tanto habló el sargento y tanta patraña contó, que los policianos se templaron y se dispusieron a seguirlo llenos de confianza.

El Juez de Paz del 25 de Mayo ofreció a Navarro una buena recompensa si le traía a Moreira, y el buen sargento se puso en campaña con diez de los soldados, rogando a Dios que le hiciera dar con la guarida del gaucho, pues ardía en deseos de toparse con él porque había comprometido su amor propio de veterano y había charlado en toda regla.

Navarro recorrió medio partido por los lados que le indicaban podría estar Moreira pero por más que registró las pulperías no lo pudo encontrar.

Navarro recorrió medio partido por los lados que le indicaban podría estar Moreira pero por más que registró las pulperías no lo pudo encontrar.

-Esta gente es muy ladina decía Navarro a sus soldados, y son capaces de esconderlo sabiendo que soy yo el que anda en su busca, pero como llegue a saber que me juegan sucio, prendo a todos los pulperos y con una cepiada, jefe me hago decir dónde está ese espantajo que tan sin razón asusta toda la gente.

Los soldados estaban llenos de bríos y confianza, al ver el deseo que demostraba Navarro en hallar a Moreira, y pensaban que aquel hombre había de ser muy guapo cuando tan ganoso se mostraba, a pesar de conocer que Moreira peleaba con el diablo y de saber lo que sucediera a Leguizamon por haberse metido a buscarle camorra.

Ya Navarro empezaba a desesperar del éxito de su empresa por no dar con el hombre, cuando supo que en una pulpería como a dos leguas de distancia, estaba un forastero que había llegado esa mañana y había armado un baile con coperío, en el que ya había unos cuantos mozos divertidos.

-Puede ser que ese sea -dijo Navarro y tomó el camino de la pulpería indicada, seguido de los diez soldados que creyendo que pudieran hallar allí a Moreira, habían perdido la mitad de los bríos y empezaban a no creer que aquel hombre tan flaco y tan charlatán, pudiera con Juan Moreira y llegara hasta prenderlo.

Animado y alegre, Navarro seguía andando hacia la pulpería, sin notar el desaliento que empezaba a dominar a su tropel y manteniendo a los caballos viejos patrios, en un trote sostenido, porque quería conservarlos frescos para el caso previsto por él, de tener que perseguir a Moreira que ya le había dicho andaba muy bien montado.

Cuando avistó la pulpería hizo hacer un altito a la gente para cinchar y tomar esas pequeñas precauciones a que el soldado está habituado antes del combate.

Fue entonces que el paisano que había traído la noticia a Moreira de que lo andaban buscando y quien de cuando en cuando salía afuera a divisar el campo, vio la partida, y entrando a la pulpería todo espantado dijo a Moreira que huyera, porque hacia la pulpería venía una partida, como de doscientos por lo menos.

-No me hago a un lao de la huella, ni aunque vengan degollando -dijo alegremente el paisano, suspendiendo la relación de un gato que echaba en ese momento.

Este día -agregó-, tengo ganas de pelear para que no se vaya sin verme ese veterano que las viene echando de bueno, porque a la fija no me conoce -y salió a ver la gente que venía.

El sargento y los soldados se habían puesto en marcha de nuevo, muy desalentado el primero por la presencia de aquella gente, pues a estar allí Moreira, huiría precipitosamente.

-Aquel caballo overo bayo que está en el palenque con un perrito arriba -dijo a Navarro uno de los soldados-, es el caballo de ño Juan Moreira.

-Prenda será mía desde hoy -respondió Navarro porque su dueño no la va a necesitar más y aunque la necesitase sería lo mismo, porque se la voy a quitar.

Los milicos se miraban asombrados al ver la serenidad de aquel hombre, a quien empezaban a tener lástima porque presentían un triste fin.

La vista sólo del caballo de Moreira, descompaginó por completo a la partida, viendo que el trance duro se acercaba y que había que hacer de tripas corazón.

Cuando la partida llegó a la pulpería, Moreira había ya montado sobre su overo, después de revisar con suma ligereza los gatillos de sus enormes trabucos.

Con la rienda recogida y el poncho enrollado al brazo izquierdo, esperó tranquilo que le dirigieran la palabra, como si no fuera él a quien buscaban.

El sargento Navarro se dirigió resueltamente a Moreira.

No tenía más arma que un sable de caballería que pendía de su cintura, arma que consideraba más que suficiente para prender al gaucho, por estar hecho a ella hacía muchos años.

Los soldados se habían detenido un poco atrás, dominados por la situación, y esperaban que Navarro les indicase lo que habían de hacer aunque ellos hubieran preferido disparar.

-¿Es usted Juan Moreira? -preguntó el sargento al paisano, examinando a Moreira con una mirada rápida y sumamente penetrante:

-¿Qué dice, don? -contestó éste, clavando sus negros ojos en los del sargento y revolviendo el caballo de manera a no presentar ninguno de los flancos.

Ese tal soy yo para lo que guste mandar.

-Pues, amigo dispense -agregó Navarro-, pero traigo orden del Juez de Paz de prenderlo y con su permiso -concluyó queriendo echar mano a la rienda del overo-, sígame.

Un relámpago de soberbia brilló en la pupila del gaucho que recogió la rienda del overo haciéndolo retroceder con altanería suprema, dijo:

-Vamos por partes, amigo, yo no soy mancarrón para que me hagan parar a mano, soy candil para que así no más me prendan.

-Es inútil hacer resistencia -dijo Navarro con gran calma-, me han mandado que lo prenda, y tengo que cumplir la orden sin remedio con que dese preso.

-¡Y que facilidad canejo! -respondió Moreira sonriendo-, ni mi tata que fuera para hablar así -y con gran arrogancia sacó uno de los trabucos.

-A él -gritó Navarro sacando el sable-, cuidado de no matarlo, que he de llevar vivo a este maula, y todos cargaron a una.

Moreira tendió el brazo al montón de los milicos y disparó su arma terrible partiendo en seguida a toda la carrera del overo.

-Que no se vaya -gritó de nuevo el Navarro, lanzándose sobre Moreira al débil galope del patrio, sin fijarse que el disparo del trabuco le había volteado un hombre.

La huida de Moreira, era con el objeto de guardar el arma, descargar y sacar el otro trabuco sin dar lugar a que lo hicieran.

Así es que unos segundos después se le vio dar vueltas bridas, y dirigirse de nuevo al grupo de soldados que habían quedado atónitos sobre quienes disparó el otro trabuco, postrando en tierra otro de los soldados, mortalmente herido.

El resto de la partida, comprendiendo que iba a suceder lo de siempre y que era inútil luchar contra aquel hombre, se puso en precipitosa fuga, abandonando a Navarro que galopaba enfurecido hacia el encuentro del gaucho, luchando con la impotencia del patrio y con la indignación que le causara la fuga de los soldados.

Moreira esperaba tranquilo la acometida, con la daga en la mano, pues la partida era ya igual y tenía ciega fe en el desenlace de la lucha.

Navarro además venía pésimamente montado y ésta era una ventaja enorme que el paisano apreciaba en su importante valor.

Los paisanos que se habían metido en la pulpería, temiendo ser víctima de algún tiro mal dirigido, empezaron a salir a ver la lucha de arma blanca.

Navarro llegó a donde estaba Moreira amenazando un terrible corte a la cabeza, pero éste encabritó su caballo que era una seda en la boca y evitó el golpe ganando al sargento el lado izquierdo, por donde le acometió recio hiriéndole el caballo bajo de la paleta para entorpecer sus movimientos.

Cuentan que aquella era la lucha en que más astucia desplegó Moreira; no quería matar al sargento, pero sí hacerle ver su inmensa superioridad.

Navarro era un hombre bravo hasta la exageración, había comprendido su amor propio, y estaba decidido a prender Moreira o morir a sus manos.

Se cubría en el ataque admirablemente bien, atendiendo a la defensa con gran tino, pero luchaba con un enemigo ágil y bien montado a quien no podía encontrar con los golpes de su sable, teniendo que distraer la mitad de su atención en su caballo flaco y despaletado.

Moreira reía ruidosamente a cada golpe que evitaba, ya con el poncho, ya levantando en la rienda a su overo que giraba en las patas como un trompo.

Sobre la cabeza de su apero se veía al Cacique enfurecido, que tomaba parte en la lucha con sus ladridos desesperados y su ademán hostil.

Moreira, atendiendo más que a la propia la fatiga del caballo, preparó su golpe favorito, y cuando menos lo esperaba Navarro, hundió sobre su frente la terrible daga que penetró hasta el hueso, produciéndole una herida de más de tres centímetros, por la que empezó a salir abundante sangre, que enceguecía al sargento al caer sobre los párpados.

Navarro soltó una enérgica maldición y cayó de nuevo sobre Moreira desesperadamente, con un golpe supremo, pero Moreira evitó el hachazo, bandeando a su vez el brazo derecho de su adversario, con una puñalada hasta la S.

Al sentirse herido Navarro de una manera que le inutilizaba el brazo, abandonó la rienda del caballo y tomó el sable con la mano izquierda.

-¡Ah!, ¡hijo del país! -exclamó Moreira entusiasmado con aquel rasgo de valor.

¡Así me gusta un tirano! y sin dar tiempo a Navarro a hacer uso de su sable, se lo arrancó de la mano con un movimiento vigoroso, diciéndole al mismo tiempo:

-Con Dios, mozo lindo, yo no sé matar hombres guapos -y volvió su caballo al lado derecho, en momentos que el patrio venía al suelo arrastrando en su caída al desventurado sargento.

Moreira se retiró algunos pasos, echó pie a tierra y después de arrojar el sable y guardar su daga, se acercó a Navarro que había quedado exánime.

Levantó al herido y haciéndose ayudar por los asombrados testigos de aquella lucha, le condujo al interior de la pulpería donde lo reconoció con prolijidad.

Navarro estaba desvanecido por la pérdida de sangre, pero sus heridas no eran mortales.

Moreira las lavó con caña, perfectamente, hizo un prolijo vendaje en la frente con el pañuelo que llevaba al cuello y metió en la herida del brazo el terrible tarrugo de trapo quemado que usan los paisanos para estancar la sangre en las heridas calificadas de puñaladas.

Concluida esta operación, Moreira abrió la boca de Navarro y con la suya propia, le echó adentro un trago de caña para entonarlo.

En seguida se sentó al lado del catre y se puso a mirar al sargento con una verdadera expresión de cariño.

Era el valor subyugado por el valor: si Navarro, después de sus promesas, se hubiera batido flojamente, Moreira lo hubiera muerto o se hubiera burlado de una manera sangrienta; pero Navarro se había batido como un valiente, había sido vencido con bravura, y Moreira se había sentido cautivado.

Ya hemos dicho que el valor es la prenda que más se estima entre los paisanos.

Moreira permaneció todo el resto de la tarde y de la noche, atendiendo a Navarro con una solicitud verdaderamente paternal.

Navarro había despertado después de media noche y contemplaba silencioso y agradecido los cuidados que le prodigaba aquel hombre tachado de bandido a quien él viniera a prender.

-Gracias paisano -le había dicho varias veces-. Usted es un hombre a carta cabal y ya no extraño todas las proezas que de usted me habían contado.

Moreira había sonreído tristemente ante aquel cumplimiento diciendo que con aquello no hacía más que cumplir con su deber, pues un valiente todo lo merece.

Y así pasó toda la noche sin separarse del catre, donde yacía Navarro, sino el tiempo necesario para dar de comer a su caballo y a su perro.

Cuando empezó a clarear y el poncho de los pobres asomó en el cielo hermosísimo, Moreira cinchó su caballo y se puso a hacer los preparativos de marcha.

-Yo me voy compañero -dijo-, pero antes es preciso que hagamos la mañana, pues tal vez no volvamos a vernos. Yo no tengo el cuero para negocio y alguna vez ha de ser la buena.

-No habiéndolo prendido yo -dijo débilmente- lo que es a usted no lo prende nadie, a no ser que lo agarren dormido o a traición.

-Dios le oiga amigo -dijo Moreira, despidiéndose de todos y pagando todo el gasto que había hecho, salió afuera, montó en su caballo y tomó al trotecito el camino de Navarro.

Para él ya todos los rumbos eran lo mismo; en todas partes había partidas y su destino era pelear con ellas hasta que lo mataran.

Cuando Moreira se hubo perdido de vista, el pulpero queriendo quedar bien con la justicia, se acercó a Navarro y le dijo demostrando el mayor interés:

-Puede darse por bien servido amigo, que este bandido no le haya degollado, pues tiene más entrañas que un dorado y no se para en una puñalada más o menos.

-El que diga que ese hombre es bandido -repuso Navarro incorporándose con firmeza en el catre-, es un puerco a quien le he de sacar los ojos a azotes-, y volvió a caer postrado por la debilidad que le ocasionara la pérdida de sangre.

La soberbia del valor

Moreira regresó a Navarro y empezó a recorrer todos los partidos vecinos, Cañuelas, Saladillo, Lobos, Salto y las Heras, siendo el terror de sus habitantes y de las partidas de plaza.

Dormía de día en medio del campo, fiado en la vigilancia de su perro y se acercaba de noche a las poblaciones a buscar sus víveres y vicios.

Peleaba con los gauchos que tenían hechos y reputación, contentándose con vencerlos y no matándolos sino en el caso que esto fuera muy necesario a su defensa.

Las partidas de plaza estaban completamente dominadas, y si acaso le presentaban combate era para huir inmediatamente que el gaucho las acometía.

Solía venir al partido de Lobos, donde se alojaba en una casa llamada «La estrella» y allí pasaba dos o tres días entregado al juego, al beberaje y a las mujeres.

Mientras Moreira estaba allí no sucedía ningún escándalo porque él no lo permitía, ¿y quién contrarrestaba aquella voluntad de acero?

Moreira salía al camino y detenía las galeras que venían a Lobos de los partidos vecinos a tomar el tren, pues sospechaba que en alguna de ellas podía ir su odiado compadre, a quien había jurado matar, y hacía un general registro entre los pasajeros a quienes obligaba a descender para registrar el interior del vehículo.

En las diligencias venían generalmente pasajeros armados hasta los dientes, con la decisión de matar a Moreira si les salía al camino, pero al encontrarse con el gaucho olvidaban por completo su propósito y las armas permanecían inofensivas en sus manos heladas por el espanto.

Moreira hacía un prolijo registro y convencido de que no iba allí su compadre, las dejaba seguir viaje sin hacer a los pasajeros el menor daño.

Un día Moreira tuvo noticia de que en una galera que debía pasar por el Durazno, para tomar el tren en Lobos, venían su mujer y su compadre que se dirigían a Buenos Aires.

Moreira se fue al Durazno y se emboscó en la pulpería por donde tenía que pasar la galera, decidido a degollar irremediablemente a aquel hombre que tanto odiaba.

Una partida de plaza fuerte y bien preparada recorría también los campos ese mismo día, en demanda del terrible gaucho, no ya para prenderlo sino para matarlo.

Moreira sabía que lo buscaban, pero ni siquiera había pensado en ocultarse y sacar el cuerpo a aquella partida, pues tenía por todas ellas el mayor desprecio.

El gaucho se había emboscado ocultando también su caballo para que la gente de la galera no tuviese desconfianza alguna y esperaba con la paciencia de un zorro.

Serían como las doce del día, cuando en las revueltas del camino, apareció la galera, arrancando a Moreira un grito de júbilo.

Tanto el pulpero como algunos paisanos que estaban allí refrescando, temblaban de espanto al pensar lo que iba a suceder, no atreviéndose ninguno de ellos a disuadirlo.

En la galera venían el mayoral y seis peones, trayendo ocho pasajeros perfectamente armados, entre los que se contaba el referido compadre que traía un remington.

Cuando la galera iba a pasar por la pulpería, sin detenerse, temiendo que a ella pudiese llegar Moreira, éste saltó al camino y dio la voz de alto y a tierra.

-Pero amigo Moreira -dijo el mayoral endulzando la voz todo lo que fue posible-, déjenos seguir viaje que llevamos el tiempo contado para alcanzar el tren.

-Alto, he dicho -replicó el soberbio gaucho cruzándose de brazos delante de la galera, yo tengo que revisar ese coche antes que siga el viaje.

-Esto es de vicio, amigo -añadió humildemente el mayoral, adentro no viene ningún enemigo suyo y usted nos va a hacer perder el tren, que no sabe dar espera.

Moreira no contestó una sola palabra, pero sacó de su cintura uno de sus enormes trabucos y apuntó al mayoral: la galera se detuvo como por un resorte.

Los pasajeros, armados como estaban podían haberse defendido por las ventanillas, tal vez matando al paisano, pero la proximidad de Moreira les había aterrorizado, pasando en el interior de aquel vehículo una escena tocante, y conmovedora.

La voz de Moreira había sido reconocida por tres de los pasajeros, produciendo en cada uno de ellos una impresión diversa pero igualmente profunda.

El compadre abandonó su remington y se echó de barriga en el fondo de la galera, diciendo a los compañeros de viaje:

-Por Dios, amigos, ese hombre me busca y si me ve me va a degollar, échenme encima los ponchos y tengan piedad de mí; traten que ese hombre no me vea porque a la fija me mata.

Vicenta reconoció también la voz del gaucho y se echó a llorar desesperadamente: no temía al paisano, sabía que éste no la había de matar, puesto que no la mató la noche aquella que apareció en su rancho, pero al timbre de aquella voz se había agolpado a su espíritu todo el inmenso amor que le inspiraba su marido, y el recuerdo de todo su pasado acudía a su memoria haciéndole caer en aquella amarga y honda desesperación.

Y lloraba desconsoladamente ocultando el semblante como para huir a la mirada de Moreira, que sentía gravitar sobre su corazón, cuyos movimientos rápidos y agitados se apercibían sobre la ropa.

La tercer persona que había reconocido aquella voz enérgica, era Juancito, el pequeño Juancito que iba en brazos de la desventurada Vicenta.

Juancito gritaba alegremente y extendía sus bracitos hacia las ventanillas de la galera llamando a su tata y prodigándole mil cariños en su encantadora media lengua.

Cuando Moreira asomó la cabeza al interior de la galera, se estremeció poderosamente y quedó inmóvil fijando en su hijo su mirada entornada por una impresión íntima. Olvidó por completo el propósito que allí lo llevaba, olvidó a su compadre pegado al fondo de la galera y no tuvo ojos más que para mirar a Juancito. Sin retirar el trabuco que brillaba en su diestra, metió las manos por la ventanilla de la galera y empezó a acariciar a su hijo de todos modos. Al espanto entre los pasajeros, había sucedido un asombro mezclado a una especie de respeto engendrado por la actitud de profundo cariño asumida por el gaucho, cariño que asomaba dulcísimo a su pupila, dando a aquella fisonomía varonil y hermosa una expresión de dulzura arrobadora. Era aquel un cuadro magnífico, de aquellos que no se pueden trasladar al lienzo, porque no está al alcance del hombre el poder imitar aquella chispa divina que asoma a la mirada en ciertas situaciones del espíritu, chispa inimitable que se puede llamar belleza de la expresión. Y allí estaba Moreira absorto en la contemplación de su hijo, que devolvía una a una sus caricias, rogándole lo llevara consigo en ancas de su caballo.

De pronto soltó a su hijo al lado de Vicenta, buscó en su cintura el otro trabuco y se volvió amenazador hacia el camino. De sus ojos había desaparecido aquella tierna expresión de cariño apareciendo en ellos aquel fulgor siniestro que los iluminaba en lo más recio del combate, cuando éste era duro y apurado. ¿Quién había sacado a Moreira de su éxtasis paternal haciéndole volverse amenazador hacia el camino sacando un trabuco que amartilló rápidamente? Eran los ladridos desesperados que lanzaba el Cacique, previniendo un nuevo peligro, y que se sentían allí donde el gaucho dejara emboscado su caballo.

Moreira llegó en dos saltos a donde estaba su caballo y vio a dos cuadras de distancia una partida de plaza que venía al gran galope, sin duda para apresar al overo bayo, que importaba cortar al paisano la retirada y quitarle aquel poderoso elemento que lo hacía tan temible.

Sin duda el Cacique había dado mucho antes la voz de alarma, alarma que no había sentido Moreira extasiado en la contemplación de su hijito.

Al ver aparecer a Moreira en aquella actitud amenazadora, la partida se contuvo y avanzó al tranco, tomando mil precauciones, pues entonces ya no se trataba de prender a Moreira, sino de matarlo de la mejor manera que se pudiera.

El mayoral de la galera aprovechó entonces aquella protección inesperada, y se alejó de allí con toda la velocidad que le permitían sus flaquísimos mancarrones.

Moreira quedó completamente desesperado. Quería seguir la galera, donde indudablemente se salvaba el objeto de su venganza, pero tenía también que atender la partida que se le venía encima, preparando sus carabinas de fulminante con que se les había armado.

El paisano renunció con una maldición a la persecución de la galera y atendió a su defensa echando rápidamente la rienda al cuello del overo.

En ese momento los soldados hicieron tres o cuatro disparos de carabina, pero tan inseguros, que el mejor tiro pasó a diez varas de distancia.

Ya hemos hecho presente que nuestra caballería de Guardia Nacional no sabe tirar hasta el punto de disparar las carabinas al acaso, apoyándolas en la paleta del caballo.

Moreira tendió los brazos y el doble disparo de sus trabucos sonó poderoso, llevando el espanto y la muerte a las tilas de sus adversarios.

Los caballos se asustaron y corrieron en varias direcciones, teniendo los soldados que hacer serios esfuerzos para contenerlos y volver al ataque.

Moreira, entre tanto, con la rapidez que le era característica, había vuelto a cargar los trabucos y esperaba tranquilo y sonriente la nueva acometida.

Los soldados rehechos volvieron al ataque y dispararon de nuevo al acaso sus carabinas, sin otro resultado que provocar la risa del gaucho que ni siquiera se cubría tras del corral donde estaba atado el caballo pues la práctica le había enseñado que las carabinas en manos de aquella gentes eran armas inútiles.

Dejó, pues, que se aproximaran todo lo posible, y cuando los tuvo a tiro seguro, tendió de nuevo los brazos y el trueno de sus trabucos volvió a sonar poderoso, yendo a morir, repetido por el eco, allá, con el último monte, y saltó sobre el caballo.

El espanto se apoderó por completo de aquellos soldados que echaron a disparar completamente desmoralizados, dejando en el campo tres muertos.

Moreira cerró las espuelas sobre los flancos del overo y se lanzó ávido en persecución de los que habían turbado su venganza, haciéndole escapar la presa.

Era la primera vez que después de vencer a una partida, perseguía sus restos, enconado y deseoso de destruirla soldado por soldado.

Es que el gaucho estaba furioso: la aparición de aquella partida cuando menos la esperaba, le había encolerizado y quería desahogar sus iras, matando, exterminando todo aquello que se pusiera por delante y tuviese olor a Justicia de Paz o partida de plaza, que eran sus enemigos a muerte.

Moreira había guardado sus trabucos, sacando una de las pistolas que lo regalara su compadre Giménez y la llevaba en la diestra.

Y así disparaba con la vertiginosa rapidez de su overo bayo, no sabiendo a cual de sus enemigos elegir, pues todos huían en completo desparramo.

Por fin el gaucho se fijó en uno de los jinetes que más apuraba la marcha para salvar el bulto, cerró las espuelas al overo y partió en su dirección.

Tres o cuatro minutos después el paisano estaba sólo a dos cuerpos de caballo del soldado que volvió la cara e hizo fuego con la carabina.

El tiro no dio en el blanco, y en aquel movimiento el soldado perdió la mitad de la distancia ya no debía volver a recobrar.

Sacó el sable con ademán desesperado y se dispuso a vender cara la vida, pero tarde, ¡demasiado tarde!

Moreira se le había puesto a la par por el lado de montar, echando sobre el pobre mancarrón patrio, todo el peso irresistible del overo que lo cubrió de espuma.

El soldado dio vuelta y miró a Moreira, lívido por el terror, pues adivinaba la intención de aquel hombre; enarboló el sable y amagó un hachazo que el gaucho esquivó echando el cuerpo hasta las ancas del overo, y fue aquel el primero y último hachazo que tiró aquel infeliz, que tuvo la desgracia de ser alcanzado.

Moreira se enderezó de nuevo, buscó con su pistola la sien izquierda del jinete adversario y el tiro salió destrozándole completamente la cabeza.

Era el cuarto cadáver de la acción.

El soldado cayó del caballo como una masa.

Había muerto instantáneamente.

Moreira miró el camino por donde se veían como puntos negros los soldados que huían.

Blandió su arma amenazante en esta dirección y volvió riendas a la pulpería, diciendo:

-¡Ya nos volveremos a ver los bigotes pedazos de maulas!

Moreira corría con el vértigo de la carrera, el overo saltaba los pozos del camino, salvando los escollos, y semejante al jinete, el Cacique iba como adherido a las ancas.

Así pasó como una tempestad por delante de la pulpería y siguió su desesperada carrera por espacio de dos leguas interrogando el horizonte con la inteligente mirada.

¿Qué buscaba Moreira con el espacio que así hundía en él su mirada?

¿Cuál era el fin de aquella carrera que iba postrando tal fuerzas del overo?

El paisano buscaba un punto que le revelase la posibilidad de alcanzar la galera, pero la lucha había sido larga y aquella había tenido tiempo de hacer una larga marcha.

Convencido ya de que toda persecución sería inútil, Moreira detuvo su caballo y volvió riendas hacia la pulpería del Durazno, al trotecito del fatigado overo.

Moreira, llegó a la pulpería, desensilló su caballo y lo echó sobre el lomo un balde de agua fresca, en seguida compró una buena brazada de pasto y le dio de comer.

Concluida esta operación, entró en la pulpería sombrío y amenazador pidiendo una sangría, que se puso a beber con una ansiedad verdadera.

La fatiga de la lucha y el ardor de la carrera, habían secado por completo su boca que daba paso a la respiración poderosa, pero jadeante y entrecortada.

Cuando terminó la sangría, Moreira salió afuera, ensilló su caballo sin apretarle la cincha, y tendió a su lado la manta, de vicuña, donde se echó a reposar.

El gaucho pensaba que tendría que renunciar a su venganza, pues aquella gente no volvería más por aquellos mundos mientra él estuviera vivo y pudiese aún manejar su terrible daga que tantas vidas había postrado a sus pies, en lucha leal siempre.

Ya al pensar de esa manera, Moreira tomaba su cabeza, con ambas manos y enredaba sus dedos nerviosos en los sedosos cabellos que mecía sin piedad.

-Ya no lo veré más -decía llorando amargamente-, ya no lo veré más, pero he de vengarme a lo indio, sin perdonar a uno solo de los que me han hecho mal.

Así llorando unas veces, maldiciendo otras dormitando a intervalos y prevenido siempre a cualquier evento, estuvo echado en la manta hasta la caída, de la tarde.

A aquella hora llegó a la pulpería otra galera, que iba de paso para Lobos a tomar el tren del día siguiente.

En esta galera venían también varios pasajeros armados hasta los dientes en previsión de que Moreira, les fuese a salir al camino, pues ya se decía, con esa exageración de los pequeños pueblos, que el paisano detenía las galeras y saqueaba a los pasajeros, pudiéndose contar por feliz el que escapaba con vida.

Cuando Moreira divisó la diligencia, cinchó tranquilamente su caballo y revisó las armas preparándose por completo a hacer frente a toda situación.

En esta actitud poco tranquilizadora esperó que se acercara la galera, y cuando ésta estuvo a pocas varas, se puso en medio del camino diciéndole al mayoral:

-Amigo media vuelta y, vuélvase, porque hoy no pasa nadie para Lobos; ya han pasado por desgracia más de los que debían, y por hoy se acabó.

-Pero amigo Moreira -repuso el mayoral-, aquí va gente buena que quiere tomar el tren de mañana porque tiene que hacer en Buenos Aires.

-Alto y vuélvase amigo mayoral -insistió Moreira-. Ya le he dicho una vez por aquí no se pasa hoy, porque así se me ha dado la gana este día.

Pronto y con buen modo.

Uno de los pasajeros que conocía al gaucho y sabía que era accesible a la palabra bondadosa, asomó la cabeza por una de las ventanillas de la galera y dijo:

-Deje pasar, amigo Moreira, tenemos mucho que hacer en el pueblo y la demora de este viaje podría traernos serios perjuicios en nuestros negocios.

Moreira endulzó su ademán al oír aquella palabra suave, se hizo a un lado del camino y sin quitar la vista de sobre aquel hombre, dijo:

-Está bien patrón, yo no soy justicia para tener palabra de rey, y aunque había jurado que no pasaría nadie, fue porque no conté que hay palabras que llegan al corazón.

Y la galera siguió viaje y el paisano quedó allí cruzado de brazos hasta que el vehículo se alejó por completo.

Los pasajeros habían visto los tres cadáveres sobre el camino y al apercibir a Moreira, y sentir su palabra altanera se habían creído muertos; de modo que cuando estuvieron a cierta distancia, recién respiraron con entera libertad, apreciando aquella aventura como la salvación de un peligro de muerte inevitable, gracias a aquel joven pasajero que conocía a Moreira.

-Si este hombre hubiese sido tratado con bondad siempre -dijo éste a los otros pasajeros-, hubiera sido tan dócil como un niño. Pero lo han perseguido de muerte, y ese espíritu naturalmente bondadoso, herido y humillado de todos modos, se ha lanzado al camino de guerra abierta con la justicia.

Y aquella era una verdad inconmovible, pues solamente nuestra Justicia de Paz, mala y entregada a manos ignorantes, es capaz de convertir a un hombre bueno en un bandido, pues si Moreira no hubiera tenido el freno de sus instintos nobles y bondadosos, hubiera sido un asesino feroz que habría asolado toda la campaña con sus crímenes.

Moreira permaneció mudo y de brazos cruzados, hasta que el ruido de la galera no fue perceptible al oído.

Entonces entró a la pulpería donde comió una caja de sardinas y bebió un trago de vino, montó en seguida a caballo después de haber pagado el gasto y se alejó al paso de su overo que a las diez o doce varas dio un bufido asustado y saltó hacia un lado con tal ímpetu, que a ser el jinete otro que Moreira, hubiera salido limpio del recado.

No fue tan feliz el Cacique, que resbaló por la anca y cayó al suelo, previniendo a Moreira con sus ladridos, que necesitaba ayuda para volver a subir.

El paisano se agachó, levantó de nuevo al Cacique e indagó a la media luz de la noche que ya se venía encima, la causa del susto del overo.

Eran dos de los cadáveres de los soldados que habían sido muertos en la lucha, que permanecían tirados al lado del camino, pues la partida no se había atrevido aún a venir a recogerlos.

-Queden con Dios -les dijo Moreira con un sarcasmo infinito-, yo les he de mandar tantos compañeros, que se han de estorbar para jugar al truco o a la taba.

Y su gallarda silueta se confundió con la oscuridad de la noche.

El paisano se dirigía a Navarro que, no sabemos por qué, era su pueblo predilecto.

Era entonces Juez de Paz de Navarro el mismo señor Marañón, a quien Moreira salvó anteriormente la vida, según lo hemos narrado.

El paisano marchaba a jornadas muy cortas para reponer a su caballo de la última fatiga sufrida, que había sido muy recia y había postrado algo sus fuerzas, se detenía en las pulperías del tránsito el tiempo necesario para dar de comer a su gente, según llamaba a su caballo y su perro y comer algo él mismo.

Dormía poco y a la siesta en el medio del campo, según su vieja costumbre, pues la noche la dedicaba para marchar «con la fresca» libre de toda sorpresa.

Moreira llegó a Navarro completamente descansado y listo para entrar en combate, si acaso la partida de plaza salía a hacerle una tanteada.

Eran las dos de la tarde cuando Moreira entró al pueblo de Navarro, con terror de sus pacíficos habitantes que lo vieron pasar por la calle, aterrados.

En vez de dirigirse a casa de algún amigo para ocultarse o a alguna pulpería de los arrabales para no hacerse tan notable Moreira se fue directamente a la pulpería de Olazo, donde peleó con Leguizamon, muy concurrida a esa hora, y tomó allí la copa invitando a algunos amigos que allí estaban refrescando.

Allí permaneció más de dos horas en alegre conversación, relatando alguna de sus aventuras en los toldos y el lance con el sargento Navarro, que fue muy aplaudido.

Después de recibir algunas felicitaciones de los amigos, pagó el gasto hecho y salió de lo de Olazo tomando la dirección de la plaza, como quien va al juzgado.

Los paisanos quedaron asombrados de aquel rasgo de audacia, incomprensible en un hombre contra quien las partidas tenían una orden de muerte.

Moreira llegó a la puerta del Juzgado de Paz donde detuvo su caballo.

Eran más de las cuatro y el señor Marañón no estaba allí a aquella hora.

Todos los paisanos que había en lo de Olazo vinieron a la plaza a ser testigos de la hombrada que fuera de duda iba a hacer allí Moreira.

Éste se detuvo a la puerta y encarándose con el soldado que estaba de guardia, sacó sus trabucos, y con toda calma y prolijidad se puso a examinar los muelles.

-¿No está la partida en el juzgado? -le preguntó volviendo los trabucos a la cintura-. Llama al sargento y decile que aquí está Juan Moreira que viene a pelear:

El soldado temblando de miedo, se metió adentro y sin darse cuenta de lo que hacía, fue a avisar al sargento lo que sucedía, que quedó helado de espanto.

Viendo Moreira que el sargento tardaba en venir, se bajó del caballo y golpeó la puerta del Juzgado con el cabo del rebenque, gritando desesperadamente:

-¿Qué hacen que no vienen esas maulas, que dicen me andan buscando ganosos por todas partes sin querer dar conmigo? He venido a ahorrarles el viaje.

El sargento al oír las voces acudió como un autómata a la puerta y dijo a Moreira:

-Váyase don Juan, que nosotros no lo perseguimos. Váyase que me compromete, por Dios, que va a venir el juez que es el señor Marañón, y nos va a echar a todos a la calle, después de una cepiada.

Cuando Moreira supo que el juez era Marañón, montó rápido a caballo, y se alejó presuroso diciendo:

-Pues me voy, porque no quiero que ese hombre tenga ningún disgusto por causa mía, y me voy del partido, a donde no he de volver mientras él sea justicia.

¡Es el único hombre que quiero en esta vida!

Y Moreira se alejó al galope largo, yéndose a hacer noche en casa de unos amigos en las orillas del pueblo.

Serían las ocho de la noche cuando apareció en el rancho donde se albergaba Moreira, previo aviso del Cacique, el mismo sargento de la partida con quien habló en el juzgado.

El sargento era portador de un recado del Juez de Paz Marañón, que mandaba decir a Moreira fuese a verlo inmediatamente a su casa.

No sabemos hasta qué punto tengamos derecho a hacer uso de estos datos, y si hay en ello alguna indiscreción pedimos humildemente disculpa a aquel digno caballero, en vista del móvil que nos guía.

-Los hechos pasados y su acción noble lo enaltecen lejos de deprimirlo.

Moreira llegó a casa del señor Marañón y éste empezó a hacerle todo género de reflexiones para que aceptara su primer oferta de irse a las provincias del interior.

-No puedo, mi patrón -dijo Moreira-, ya la vida me pesa y el día que me maten será el único día alegre que habré tenido

Si peleo no es ya por defender el cuero, como en tiempos en que podía vengarme.

Ahora peleo solo porque no digan que me han matado como un carnero, tengo que morir según mi crédito y esta es la razón por que no me he dejado matar con las últimas partidas que me han venido a prender.

Marañón tenía contraída con Moreira una de aquellas deudas que nunca se pagan: la vida; y trataba de detener a aquel gaucho desventurado en la pendiente de muerte a que rodaba con una conformidad tan imponente.

-Es preciso que te vayas de aquí -dijo Marañón, porque yo no puedo tolerar tu presencia Juez de Paz de este partido, o te vas o renunciaré.

-Me voy, señor, me voy -dijo Moreira-, y ha de ser esta noche misma.

Usted es el único hombre que hay sobre la tierra contra quien yo jamás haré uso de mis armas.

Permítame que lo quiera patrón, y si algún día quiere quedar bien prendiéndome, mándeme avisar, que yo mismo me ataré para que me lleven.

-No seas loco -le dijo Marañón-, sal del partido y que Dios te ayude.

Y al estrechar la mano que el gaucho recibió entre las dos suyas, quiso inducirlo de nuevo a que se fuera al interior, prometiendo buscar a su gijo y mandárselo.

Pero Moreira desechó la propuesta con la misma decisión que las otras veces.

Estrechó la mano de aquel único ser en quien había encontrado un amparo.

Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y salió de la casa de Marañón sin decir una sola palabra.

Montó a caballo, gritó un triste «adiós patrón querido» y largó su caballo al gran galope, hasta llegar al rancho donde paraba, y donde se detuvo a levantar la manta, y otras prendas que dejara al salir, y despedirse del amigo que le había ofrecido albergue.

Media hora después salía de pueblo al tranquito, tomando la dirección del partido del Salto.

El guapo Juan Blanco

Poco después de estos sucesos, llegó al partido del Salto un paisano sumamente lujoso que algunos indicaron bajo el nombre de don Juan Blanco.

Blanco era un paisano hermoso, que vestía con un lujo deslumbrador, un traje que no era de ciudad ni de campo, siendo mezcla de los dos.

Su pequeño pie estaba calzado con una rifa bota granadera, de cuero de lobo, que sujetaba al empeine una lujosa espuela de plata con incrustaciones de oro.

Llevaba bombacha de casimir negro, sujeta a la cintura por un tirador de charol, abotonado con monedas de oro, y adornado con pequeñas monedas de plata, en una cantidad tal, que apenas se podía adivinar por los pequeños claros, la clase de cuero de que estaba hecho aquel tirador.

Por la parte delantera de éste asomaban las culatas de dos enormes trabucos de bronce las de dos pistolas pequeñas pero de gran calibre y sistema moderno.

Detrás asomando por ambos costados aquel hombre traía una larga daga de vaina de plata, con una S de oro cincelado, que despertaba envidia a cuantos la veían.

El traje estaba completado por una chaqueta de casimir azul oscuro y un sombrero de anchas alas que Juan Blanco llevaba un poco a la nuca, dejando descubierta una frente juvenil y arrogante, iluminada por la expresión de sus ojos negrísimos, de extraordinaria fijeza, que miraban con una altivez irresistible.

Ningún habitante del partido conocía a este tal Juan Blanco, y sin embargo todos le atribuían mil proezas de valor, y guaperías que ninguno sabía de donde habían salido.

En una pulpería se contaba la historia de que aquel Juan Blanco había derrotado a muchas partidas de plaza, mientras en otras se narraban hazañas y peleas, en las que don Juan Blanco figuraba como un hombre invencible, de una vista suprema y de un manejo descomunal en las armas.

Juan Blanco usaba el cabello corto, y una larga y poblada pera San Simoniana que hacía juego con un bigote sedoso y negro como azabache.

Blanco había llegado al Salto y su primer diligencia fue presentarse al Juzgado de Paz y enrolarse en la Guardia Nacional, operación que decía no haber hecho antes porque recién concluía de hacer unos negocios y ventas de campo de su propiedad, para venir a fijar su residencia en aquel pueblito de que tanto gustaba.

El Comandante militar enroló a Blanco, muy contento de haber adquirido en la Guardia Nacional, a un hombre de aspecto tan bravo y tan militar.

Los cuentos que, sin conocerse el origen corrían sobre aquel hombre, le habían hecho tomar tales proporciones entre los paisanos, que los menos valientes temblaban en su presencia, y los guapos no se atrevían a «roncar» fuerte delante de aquel hombre de quien tantas mentas se hacían y tanto se ponderaba.

Juan Blanco concurría a todos los bailes sin ser invitado y nadie se atrevía a recordarle que no se había llenado en él aquella fórmula social.

En todos estos bailes, Juan Blanco era el niño mimado de las paisanas, captándose por esta causa el odio profundo y reconcentrado de los paisanos; que no podían mirar tranquilos aquellas deferencias.

¿Pero quién era el guapo que se atrevería a demostrarle claramente su odio, cuando con tanto garbo llevaba a la cintura aquel formidable arsenal?

Fue en uno de esos bailes que los paisanos del Salto pudieron conocer prácticamente todo el valor de que estaba dotado Juan Blanco.

Se celebraba a orillas del pueblo un velorio, al que había asistido gran número de paisanos, entre ellos un teniente alcalde, hombre de bríos y de seria reputación.

Blanco supo que aquel teniente alcalde era tenido por muy bueno y que hacía los bajos a una de las paisanas que habían concurrido a aquel alegre velorio.

Desde su principio eligió por su compañera a aquella paisana, notándose que al hablarla trataba de echársele encima, mirando soslayo al teniente alcalde.

Éste empezó a calentarse de la cosa, a lo que contribuía en gran manera el placer con que la paisana escuchaba los requiebros del lujoso y galante forastero.

En un momento que Blanco sentó a la compañera, el teniente alcalde se aproximó a ella invitándola a bailar una polka que tocaban los acordeones.

La muchacha se iba a levantar, pero, al hacerlo echó una mirada para el lado donde estaba Juan Blanco, quien le hizo una seña negativa a la que ella obedeció quedando sentada.

La rabia que había estado juntando aquel hombre toda la noche, estalló por fin en una blasfemia poderosa, y dirigiéndose a Juan Blanco, le dijo amenazándole:

-Parece, amigo, que usted ignora que esa prenda tiene dueño y un dueño que no la cede, lo que le advierto para su gobierno.

-Ni que fuera usted justicia compadre -replicó Juan Blanco, sonriendo desdeñosamente.

Cualquiera que lo oyera, pensaría que usted por lo menos debe ser teniente alcalde.

En todos los pueblos de campaña, con o sin razón, los representantes de la justicia ¡triste justicia! son generalmente odiados, así es que la sátira de Juan Blanco hizo sonreír a todos los concurrentes que lo acompañaron con su más franca simpatía.

Ninguno de ellos se hubiera atrevido a contradecir al teniente alcalde, pero lo veían enredado en una mala cuestión con aquel hombre y deseaban ardientemente que llevara la peor parte si la cosa se ponía seria.

-Pues sépase so guaso -había respondido todo colérico el justicia, que soy el teniente alcalde de este cuartel y que no tengo que tolerar las compadradas de usted ni de nadie.

-Lo que es de los demás no digo nada -contestó el gaucho tomando asiento-, pero las mías las ha de aguantar, porque son buenas para avivar tontos.

-Usted se va a retirar de aquí en el acto, dijo ya completamente sulfurado el teniente alcalde avanzando hacia Blanco, o lo meto al cepo de cogote.

El incidente había tomado entonces un aspecto formidable. El teniente alcalde era guapo y caprichoso. En el baile había mucha gente y para conservar las ínfulas de justicia y hombre bravo, estaba dispuesto a cumplir su amenaza si aquel hombre no se retiraba sobre tablas.

Blanco miró al teniente alcalde que estaba dominado por la ira que salía a sus ojos, paseó en seguida la vista por todos los que estaban presentes y soltó una carcajada tan espontánea, tan cosquillosa, que los demás paisanos rieron también a pesar de la ira del teniente alcalde.

Éste se puso densamente pálido, sacó un revólver de la cintura y apuntando con él a Blanco hasta apoyárselo sobre la frente:

-O sale usted a fuera -le dijo-, para no volver más, o me entrega sus armas dándose preso.

Un estremecimiento poderoso recorrió el cuerpo de los testigos de este lance, pues sabían que el teniente era hombre de cumplir al pie de la letra lo que había dicho.

Juan Blanco se levantó lentamente de la silla y sin quitar su mirada poderosa de la mirada de su adversario, le respondió de esta manera:

-Yo he jurado no matar sino amenazado de muerte, cuando me obliga a defender la vida y para salvarla no tengo más remedio que matar; sin embargo esta noche me copo a mí mismo la banca, y quiero ser indulgente con usted, a pesar de ser justicia, retírese y no me moleste.

El teniente alcalde dio un gran tacazo en el suelo, y apoyando la boca de la pistola sobre la frente de aquel hombre que no se movió:

-¡Marche, canejo!, marche -le dijo-, o le hago volar el mate con la basura de porra que tiene adentro.

Blanco no hizo el menor ademán de sacar las armas que llevaba en la cintura, pero con una rapidez imponderable metió el brazo izquierdo, desviando de sobre su frente el arma del teniente alcalde, y le dio en la cabeza tan recio puñetazo, que lo lanzó como un fardo de lana hasta los pies del acordionista.

En seguida se precipitó sobre él, le arrancó de la mano el revólver, y lo hizo volar por la puerta a una gran distancia.

Los circunstantes quedaron helados confesando con la atónita mirada, que nunca habían visto un hombre tan guapo y tan limpio para dar una cachetada.

-Toquen la música maulas -gritó Blanco, después de haber empujado hasta un rincón el cuerpo del teniente alcalde-, toquen la música para que no se enfríe la gente, y salió con la paisana, causante de la querella, al compás de la música que se apresuraron a ejecutar los del acordeón y la guitarra.

Antes de que terminara la pieza que se bailaba, el teniente alcalde se había repuesto completamente del moquete y enceguecido por la ira y la venganza se había lanzado sobre Blanco, cuchillo en mano, quien apenas tuvo tiempo de meter el brazo y evitar la primera puñalada.

Blanco sereno siempre, siempre sonriente, dio un salto atrás, descolgó del cabo de la daga su rebenque que llevaba allí sujeto y esperó, enrollando la lonja en la mano.

El teniente alcalde acometió de nuevo, pero con desgracia, porque el cabo del rebenque de Blanco encontró su mano derecha y el cuchillo saltó a dos varas de distancia.

En seguida Blanco desenrolló de su mano la lonja, tomó el rebenque por el cabo y dio al justicia tan tremenda rebenqueadura, que no tuvo fin hasta que aquel hombre sintió su brazo completamente fatigado.

El teniente alcalde quedó inmóvil y en un estado repugnante: su rostro se veía surcado por una cantidad de fajas cárdenas que había impreso en él la lonja del rebenque, y por entre el cuello de la camisa se veían asomar algunos vestigios de sangre amoratada y espesa.

Aquel hombre había quedado humillado y la fama de Juan Blanco había llegado al pináculo de toda ponderación fantástica.

A pesar de que él quiso hacer seguir el baile y la parranda, la gente estaba tan impresionada, que poco a poco fueron abandonando aquel recinto y montando a caballo.

Juan Blanco se despidió también de la paisanita y de los dueños de la casa a quienes pidió amablemente disculpa.

Salió afuera y se le vio desatar del palenque un caballo bayo overo, sobre cuyo apero se veía un cuzquito que paseaba alegremente de la anca a la cruz.

Sobre aquel caballo montó Juan Blanco y se alejó al trotecito, tomando la dirección del centro del pueblito sin recelo de la partida, que ya debía saber lo que había sucedido al teniente alcalde.

La voz de aquel suceso llevaba por los que habían estado en el velorio, se desparramó por todo el pueblo con tal rapidez, que todo el paisanaje conocía la cosa con «pelos y señales» comentando el hecho de una manera poco favorable para la justicia de paz, que se ha hecho odiosa a todo habitante de campo.

Juan se vino a un café muy concurrido donde se armaban sendas partidas de billar que solían concluir de mala manera, y allí tuvo que aceptar varias convidadas, y corroborar las versiones que sobre la azotaina corrían, y que los menos crédulos se permitían poner en duda, pues, al hecho magnánimo de no hacer uso de las armas ventajosas que llevaba a la cintura, se unía el valor de que aquel hombre se había hecho alarde y la ocurrencia feliz de una rebenqueadura en pleno baile, al teniente alcalde más orgulloso y antepático de todo el partido.

-Yo no ensucio más mi daga en sangre de justicias -respondió Juan Blanco a la pregunta de que por qué no lo había muerto-, es gente que me da asco y para quien guardo el rebenque a falta de arriador, que si yo cargase arriador, a tolerazos los había de manejar.

-Pero es bueno que usted se oculte, al menos por unos días -dijeron a Blanco-, pues tenga por seguro que han de salir a buscarlo para prenderlo, pues querrán vengar de mala manera lo que usted ha hecho en el velorio, que tendrá al Juez de Paz dado a todos los diablos.

-La partida no ha de salir a buscarme -dijo insolentemente Juan Blanco-, porque los hombres se conocen en el pelo de la ropa; de todos modos -añadió con la mayor naturalidad de este mundo-, si pasan dos días sin que la partida me busque, yo he de buscar a la partida y entonces nos hemos de ver lindo las caras y prometo que ha de haber diversión para más de un mes.

Los paisanos estaban absortos al escuchar a Blanco: o aquel hombre era un contador de guayabas, lo que no podía ser por la muestra que había dado esa noche, o era un hombre como jamás habían alojado en su pago los buenos habitantes del Salto.

Juan Blanco jugó con algunos paisanos varias partidas de billar, y se retiró después de hacerles algunas trampas, vicio que había contraído últimamente y del que no podía prescindir, según decía, cuando era pillado en una que no tenía disculpa.

Aquella noche todos pasaron por alto las trampas que les hizo Blanco, se acordaban del teniente alcalde y tenían miedo.

Juan Blanco montó a caballo y ganó el campo, pues no hacía noche en poblado, ni dormía jamás bajo techo.

Aquel suceso tragicómico fue el tema inagotable del resto de aquella noche y el día siguiente, hasta que una nueva aventura vino a hacerlo palidecer.

En los pagos del Salto existía por aquellos tiempos un tal Rico Romero, muy conocido de aquel partido por hombre bravo y de mucha fortuna.

Rico Romero tenía la reputación de la primera daga del partido y no podía mirar sin celos las proporciones colosales que iban tomando las mentas de Juan Blanco.

Rico Romero no daba crédito a las mentas de que había venido acompañado el tal Juan Blanco, y respecto a la mala ventura del alcalde, decía que Juan Blanco lo había madrugado y que además eso lo podía hacer cualquiera con un hombre que, como el teniente alcalde, era flaco y de muy poca vista para manejar el cuchillo.

Sin embargo, aquella aventura del alcalde le había conquistado a Blanco la admiración de los paisanos que sostenían a Romero que aquel hombre era más bravo que un toro.

La noche siguiente al famoso velorio, los paisanos habían caído al billar y casa de negocio donde armaban sus partidas y donde desde temprano estaba Rico Romero.

La conversación recayó sobre Blanco y se entabló la eterna discusión en que Romero sostenía que aquel Blanco debía ser más morado que una sandía.

-Es mucho hombre -dijo uno de los gauchos-, es mucho hombre y tiene la vista que parece relámpago y un manejo en la daga que asusta, créemelo.

-Pues con la vista y todo, y con manejo y todo -contestó Romero-, la primera vez que ese hombre se meta conmigo no le van a valer ni una cosa ni otra, porque lo he de matar.

Aún se había extinguido el eco de las palabras de Romero, cuando apareció en la sala de billar Juan Blanco, altivo y sonriente.

Era imposible que al entrar no hubiese oído las palabras que acababan de pronunciarse, pero se hizo el desentendido y saludó a la concurrencia con un cordial buenas noches, compañeros.

Rico Romero comprendió que Blanco le había oído y creyó que disimulaba de miedo pues por nuevo que aquel hombre fuese en el pueblo, debía conocer quién era, y efectivamente ya Blanco sabía quién era Rico Romero y suponía que éste por celos de reputación trataría de buscar camorra.

Romero fue el único que no contestó al saludo del paisano, quien siguió haciéndose el desentendido y se puso a conversar con dos gauchos que estaban recostados al mostrador.

No habían pasado cinco minutos, cuando el gaucho deseoso de pelear, empezó a dirigir a Blanco indirectas hirientes, que éste siguió pasando por alto.

Romero empezó a encolerizarse del poco efecto que hacían sus indirectas y deseando probar de una vez a los paisanos la superioridad que tenía sobre el forastero, lo llamó y le dijo:

-Se me hace, amigo, que usted ha venido aquí sólo a asustar, con la postura y que no ha de ser capaz de pararse conmigo a donde yo me pare.

-Será así, amigo -contestó Juan Blanco, sin dejar su postura perezosa y sonriendo siempre-, yo no puedo obligar a nadie que crea lo que no quiere creer

-Bien se me había puesto -siguió diciendo Romero, ensoberbecido por la actitud humilde del paisano-, bien se me había puesto que usted era un malita mal pegador, y que en cuanto diera con un hombre que le metiera el resuello se lo iban a quitar los bríos del primer golpe, ¡a la mulita!, ¡y sin armas se ha venido!

-Será, amigo -volvió a contestar Juan Blanco, siempre imperturbable y sin cambiar de posición-, yo no sé contradecir a nadie cuando se trata de mí.

-Y aunque no se tratara -concluyó Rico, creciendo en insolencia-, y basta de parolas que no tengo hoy humor de que nadie me queme la sangre, y menos un intruso.

Juan Blanco se calló la boca y convidó a los paisanos que hablaban con él, a jugar una partida al billar, prescindiendo completamente de Romero.

-No dije yo -murmuró éste-, si a estos maulas hay que pegarles el grito a tiempo, si no lo madrugan a uno con la postura y lo llevan por delante.

Esta escena había sido sumamente perjudicial para Blanco, pues su actitud humilde le había hecho perder un cincuenta por ciento de su fama, que había pasado a Romero, pues éste había destapado la falsa reputación de aquel a quien habían creído un hombre duro e invencible.

Juan Blanco se puso a jugar al billar con cuatro de los paisanos, mientras Romero tomaba poco a poco una copa de ginebra mirando la partida.

Los jugadores eran buenos, pero Blanco les empezó a ganar el dinero con suma ligereza y haciéndoles grandes trampas que los paisanos veían pero no se atrevían a protestar de ellas, pues a pesar de que Blanco había sufrido a Romero todo lo que éste le había dicho, no por eso había perdido por completo su prestigio.

Poco a poco los jugadores cansados de las trampas, fueron abandonando la partida, hasta que sólo quedó Blanco en la mesa haciendo rodar las bolas.

-Le juego una partida por cien pesos y la copa para los presentes -dijo Rico Romero levantándose y aproximándose al billar.

-No hay inconveniente -dijo Blanco y echó mano al tirador para sacar el dinero y depositarlo según la práctica establecida en estos casos.

-Bueno -agregó Romero, sacando también un billete de cien pesos-, pero prevengo que no sufro trampas, y a la primera le rompo el alma y alzo la parada.

Por agresiva que fuera la actitud con que Romero dijo estas palabras, Blanco no se inmutó ni apagó su eterna sonrisa; acomodó las bolas y se preparó a jugar.

Los paisanos se colocaron en los bancos, pues era fácil entrever que aquella jugada no era más que el pretexto de una de a pie, porque si Blanco había aceptado el desafío era porque también aceptaba las consecuencias fatales de una partida armada sólo para encontrar un pretexto.

Los adversarios empezaron a jugar y durante unos diez minutos todo siguió en la mayor armonía; parecía que el interés del juego había alejado todo mal pensamiento.

Blanco no pudo prescindir de sus malas mañas, en el primer descuido de Romero corrió el taco hacia los palos, volteándolos a todos.

-¡Ah, puerco tramposo! -gritó Romero encendido de cólera-, esto es robar la plata -y tomando una de las bolas del billar la lanzó al pecho de Blanco, produciendo un ruido seco y obligándolo a llevar la mano al pecho y soltar una potente maldición.

Rápido como el pensamiento, Romero se lanzó sobre Blanco enarbolando el taco y tirando un golpe a la cabeza que apenas pudo Blanco parar.

La lucha se trabó bárbara y encarnizada, sin que ninguno de ellos hubiera echado mano a la cintura en busca de la daga.

Blanco era más alto que Romero y parecía más vigoroso; así que cuando éste se lanzó sobre aquél, Blanco abrió los brazos arriba, presentándole libre la cintura a la que se prendió Romero como si quisiera voltearlo al suelo para concluir con él.

Entonces Blanco se agachó sobre su espalda y le arrancó rápidamente la daga, dándole en seguida un golpe de puño en la cabeza que le hizo caer sin sentido.

-Tanto amoló esta maula -dijo dándole con el pie-, que al fin me obligó a hacerle el gusto; no te degüello de asco.

Romero volvió en sí inmediatamente, se levantó rápido y buscó en vano en su cintura la daga, que le quitara Juan Blanco.

-¡Demen una arma, demen una arma, canejo! -gritó enfurecido mirando a los paisanos que estaban mudos de asombro, ante lo que había pasado.

-¡Un cuchillo! -vociferó avanzando sobre el paisano que estaba más inmediato, y tratando de arrancarle la daga que esto rehusó, no queriendo comprometerse.

-¡Tome cuchillo maula! -le gritó entonces Blanco tirándole a los pies la daga que le arrancara de la cintura, y enrollando la manta en el brazo izquierdo.

Rico Romero se precipitó sobre su arma que blandió en su mano vigorosa y acometió a Blanco con la cabeza baja, marcando una terrible puñalada. Blanco evitó el golpe con asombrosa limpieza, y golpeó con el piano de su daga la cabeza de Romero diciéndole:

-¡No se asuste maula!

Romero desesperado, y conociendo que era imposible llegar con el puñal al pecho de aquel hombre cuya vista era asombrosa, tomó rápidamente de sobre el billar otra bola que lanzó vigorosamente y que fue a estrellarse en el pecho de Blanco.

Detrás de la bola acometió Romero con suma rapidez, tirando una puñalada con todo el largo del brazo. Fue aquella la última puñalada que debía tirar en su vida.

Blanco no se había turbado a pesar del segundo golpe de bola recibido en el pecho; envolvió en su manta la puñalada que le tirara Romero y se tiró a fondo rápido y poderoso.

Su daga entró entre la tercera y cuarta costilla, yéndose a clavar en la espina dorsal y atravesando en su trayecto el corazón, de manera que Rico Romero cayó al suelo sin pronunciar una palabra. La muerte había sido instantánea.

Aquella puñalada había sido tirada con tal vigor, con tal fuerza muscular, que cuando Juan Blanco quiso sacar la daga de la herida, tuvo que apoyar una rodilla sobre el pecho del cadáver y dar un violento tirón de la daga con ambas manos.

Y era tan rica la hoja de aquella arma, que en la punta no se veía la menor lastimadura a pesar de haberse enterrado por lo menos medio centímetro en la columna vertebral.

Juan Blanco limpió su daga en el saco del cadáver y paseó al guardarla una mirada indagadora sobre los paisanos asombrados.

Ninguno de ellos dijo una sola palabra: estaban completamente dominados por el terror y el asombro, Juan Blanco había vuelto a tomar, para ellos, proporciones colosales, pues Rico Romero era un hombre reconocido por guapo, y a quien no había valido ni aún el haber madrugado a su contrario.

-Una copa, amigo, para mojar la garganta -dijo Blanco al pulpero-, y otra para que esta gente vaya enjuagando el jabón que tiene.

El pulpero sirvió lo que aquel hombre había pedido, dándose por feliz de que no pidiese más.

Blanco bebió la suya, pagó el gasto hecho, y salió a la calle donde estaba su caballo bayo overo, atado en el tradicional barrote de fierro, que pasa de parte a parte en los postes y que colocan los negociantes de los pueblos de campo, haciéndoles prestar el servicio de tranquera, para que los animales que quedan a la puerta, no suban a la vereda.

Juan Blanco montó a caballo, apartando el perro que estaba sobre el apero y tomó el camino de la plaza. Eran apenas las nueve de la noche.

Se detuvo en la barbería que había a la otra cuadra del juzgado y se hizo afeitar.

Nos cuenta el mismo barbero que cuando empezaba a pasarle la navaja por la cara, Juan Blanco mantuvo con él el siguiente diálogo:

-Dígame, amigo, si viniera Juan Moreira y se sentara en su casa a hacerse afeitar, así como yo estoy, ¿qué haría usted con él?

-Lo afeitaría -contestó naturalmente el barbero-, porque dicen que aquel hombre es terrible y yo no quiero tener enemistades con nadie.

-Y si se negase a pagarle la afeitada, estando tan cerquita del Juzgado, ¿qué haría usted con él?, ¿daría parte o se asustaría?

-Yo no me asustaría -dijo el barbero-, pero si no me quisiera pagar lo dejaría irse, porque peor sería que le fuese a dar rabia y me quisiera sacudir.

-Dicen que es un hombre muy malo ese tal Moreira y que ha hecho muchas muertes; no creo que es un buen amigo.

-Sí, pero también dicen que ha sido hombre bueno y que le han perseguido mucho. Dicen, así mismo, que su lujo es pelear las partidas.

Mientras así hablaban, el barbero concluyó de afeitar a Blanco, quien se puso el sombrero y dio para que se cobrase un billete de cincuenta pesos.

Cuando el barbero vino a traerle el vuelto Juan Blanco le retiró la mano, diciéndole:

-Guarde eso amigo, en recuerdo de Juan Moreira.

El barbero quedó inmóvil, como si lo hubiera herido un rayo.

Aquella revelación inesperada le cayó como un balde de agua helada, pensando en que tal vez si él se hubiera expresado de Moreira en otros términos, probablemente este lo cose a puñaladas.

El paisano montó a caballo y se alejó al tranquito, dando vuelta la plaza y tomando el camino de las quintas.

Media hora después todo los habitantes del Salto sabían que el tal Juan Blanco no era otro que el famoso Juan Moreira, por lo que ya no les llamaba la atención lo que éste había hecho con el teniente alcalde, y de la manera con que había dado muerte a Romero después de haberle sufrido mil impertinencias.

Si la partida de plaza había pensado salir a prender a Juan Blanco, se llamó a sosiego cuando supo que este tal Juan, era Moreira, llegando al extremo de negarse redondamente a la orden que de salir en su busca les diera el Juez de Paz.

Al otro día, Moreira salió del Salto y tomó el camino de Navarro; pero antes de abandonar el pueblo se le vio venir a la plaza, subir a la vereda y golpear con el cabo del rebenque la puerta del Juzgado anunciándose a voz el cuello.

La partida de plaza estaba dentro del Juzgado, pero resolvió prudentemente no hacer caso a las voces del paisano.

La policía en jaque

Moreira salió así del Salto, donde tan tristes recuerdos dejaba y se dirigió al pueblo de Navarro a pequeñas jornadas, como siempre para conservar su caballo.

Llegaba a las pulperías donde se detenía solamente el tiempo necesario para dar de comer al Cacique y al caballo, siguiendo el camino provisto de un poco de pan y queso que era el alimento que tomaba cuando andaba, de viaje; dormía profundamente a la siesta en medio del campo, hora en que ningún paisano está de pie.

Era entonces a fines del año 73 y en Navarro se hacían encarnizados trabajos para tristes elecciones que dieron por resultado la presidencia Avellaneda y la revolución de Setiembre.

Los hombres políticos de Navarro se disputaron el contingente poderoso de Moreira, ofreciéndole que harían cesar por completo la persecución tenaz de que era objeto.

Moreira se afilió a uno de los bandos políticos, al que se lanzó a la revolución y pudo quedar tranquilo en Navarro sin que la justicia se metiera con él para nada, llegando a ser mucho más temido que la partida de plaza a quien tenía dominada por completo, como así mismo a los alcaldes y tenientes alcaldes de todo el partido.

Moreira no se hubiera hecho nacionalista si hubiera subsistido la candidatura del doctor Alsina; pero tratándose de Avellaneda, y hábilmente tocado por los enemigos de esta candidatura desastrosa, se entregó por completo a ayudar a los nacionalistas tan eficazmente, que con solo estar en el atrio ganó la elección sin un solo voto en contra.

Cuentan entre otros un episodio de la vida de Moreira, en estas elecciones, que da una idea de la fortaleza de aquel espíritu y del dominio que llegó a ejercer sobre el paisanaje.

El club avellanedista de Navarro presidido por una persona muy conocida en la sociedad de Buenos Aires y que no nombramos por el papel que desempeñó en el incidente, contaba con cerca de cien afiliados, reclutados, entre la gente más cruda y a quien se había armado de una manera electoral, es decir hasta los dientes.

El presidente de este club mandó ofrecer un día a Moreira la suma de cincuenta mil pesos porque abandonase a los nacionalistas y les ayudara a ellos en aquella reñida elección.

Moreira contestó que él iría en persona esa noche a llevar la contestación a la propuesta, contestación que fue clara y terminante como las que acostumbraba a dar.

El club avellanedista estaba reunido en gran algazara contando con la incorporación de Moreira, cuando éste llegó, dejó su caballo en la puerta y entró como a su casa.

Todos los paisanos lo recibieron con muestras de la mayor alegría, pero él prescindió del paisanaje y se dirigió al presidente que estaba contando el dinero que le mandara ofrecer.

-Si usted se ha pensado -le dijo de la manera más severa-, que yo soy artículo de pulpería que cualquiera me puede comprar, se ha equivocado de medio a medio: ni yo me vendo amigo, si usted tiene bastante dinero para comprarme en caso que yo tuviera para negocio mi facón, que está comprometido con mis amigos.

-Yo no he querido ofender, amigo Moreira -le contestó el presidente del club, sabiendo que a las malas era la causa perdida-, necesitamos su apoyo y le ofrecemos por hoy esto, pudiendo usted contar con mucho más si llegamos a triunfar; quiso hacer en seguida la apología del presidente Avellaneda, pero el gaucho le cortó la palabra.

-Yo no puedo servir con usted porque su candidato me da asco -prosiguió-, y porque no puedo servir para capitanear esta tropilla de maulas -y Moreira miraba de una manera provocativa a los ochenta o cien hombres que lo escuchaban.

No me vuelvan a ofrecer plata porque traicione a los míos -continuó-, porque si me llegan a ofender de esta manera, caigo aquí y esto se vuelve una fonda de vascos cuya puerta de salida no van a encontrar de puro miedo.

Y ustedes grandes sinvergüenzas -concluyó dirigiéndose a los paisanos-, como yo los vea ir al atrio a votar en contra mía, les voy a sacar los ojos a azotes.

A pesar de ser tantos aquellos hombres, a pesar de estar reclutados entre la gente más brava y estar armados de revólver y puñal, ninguno de ellos se permitió contestar a las insolencias de Moreira que había ido expresamente a insultarlos en su propia cara, tratándolos como a la última carta de la baraja.

Moreira salió por entremedio de ellos haciendo campo con el poncho y sin dignarse volver la cara para prever alguna puñalada traicionera.

Estaba tan seguro del dominio que ejercía sobre aquella gente que demasiado sabía que ninguno se atrevería a jugar la vida en una puñalada que podía errar.

Salió a la calle, desató su caballo del llamador del club, a donde lo había dejado, y se dirigió al club nacionalista, donde había constituido domicilio.

Cuando Moreira salió de aquel club, los paisanos estaban dominados de tal manera; que declararon al presidente que habían decidido no votar en la elección, porque no querían andar encontrados con Juan Moreira, que al fin y al cabo podía más que la justicia y que la puñalada que él les diera nadie se las había de quitar.

Llegó el día de la elección y esta fue canónica por los nacionalistas, pues no hubo ningún paisano que se atreviera a votar en contra de don Juan Moreira.

Y cuentan en Lobos de aquella elección fue sostenida allí con el solo nombre de Moreira.

Cuando la elección estaba más reñida y se temía la ganaran los avellanedistas, se hizo correr la voz de que Moreira llegaba de Navarro y hubo un completo desbande.

Tal era el terror que en aquella gente infundía el solo nombre de Juan que a propósito de él se decía esta frase pintoresca: No hay justicia que le venga bien.

Cuando pasó la elección, Moreira empezó a llevar en Navarro una existencia borrascosa; armaba en las pulperías grandes parrandas que duraban semanas enteras, porque ningún pulpero se atrevía a contradecirlo, desde que Moreira pagaba religiosamente el gasto que hacía durante aquellas infernales Salamancas.

El partido vencido empezó entonces a calumniar a Moreira, contando sendos y «horribles asesinatos» que no habían existido jamás, haciéndole figurar como principal autor de ellos, para obligar al gobierno a tomar una medida enérgica contra el gaucho que tan dominados los tenía.

Fue entonces que el Gobernador de la Provincia, que lo era don Mariano Acosta dispuso que salieran fuerzas de Guardia Provincial a perseguir vagos y cuatreros en la campaña, prendiendo de paso al célebre Juan Moreira, en cualquier parte donde se le hallara.

Y el mismo coronel Garmendia al frente de una compañía de su bizarro cuerpo dio una batida general por esos pueblos de campo, trayéndose gran cantidad de vagos y gente de libertad perjudicial, pero no pudo dar con Juan Moreira, por más que lo buscó a pleito por todos aquellos parajes donde sopechaba o le incaban que podía hallarse.

En muchos de estos parajes los piquetes hallaron los rastros frescos aún del paisano, por todos ellos volvieron sin lograr verle la silueta.

En Navarro supo el coronel Garmendia por persona que acababa de verlo, que Moreira estaba armando barullo en la tienda y almacén del señor Olazo, donde tuvo principio la lucha que terminó con la muerte del célebre paisano Leguizamon.

Allí se trasladó la fuerza del Guardia Provincial, se allanó la casa y se practicó el más minucioso registro, llegándose en él a remover las pilas de pipas llenas y vacías, pero inútilmente porque Moreira no pareció.

¿Se había equivocado la persona que llevó el aviso, o Moreira avisado a tiempo se había puesto en fuga precipitadamente?

Ni una cosa ni otra; Moreira estaba allí con sus trabucos amartillados dispuesto a hacer volar a los primeros que se le acercaran, pero no dieron con su escondite.

Dicen y se ha probado que Moreira había estado oculto en un sótano del aposento del mismo señor Olazo, cuya puerta estaba disimulada por una tira de alfombra puesta expresamente, y añaden que cuando se retiró la fuerza, Moreira salió del sótano soltando una ruidosa carcajada.

-Con estos no quiero pelear -decía, revelando toda su astucia-, porque no haría más que hacer el gusto a los que me quieren ver muerto; la partida es muy despareja y a la larga yo tendría que caer, se han de morder el codo los que han creído verme difunto a la fija.

Moreira huyó en seguida de Navarro que dedicó a rondar los campos hasta que se alejara de Navarro el coronel Garmendia y su gente.

Después de una buena rejunta de matreros y gauchos sin papeleta, como se le había comisionado, el coronel Garmendia regresó a Buenos Aires y Moreira volvió a caer a Navarro.

El gobernador don Mariano Acosta empezó a recibir nuevas denuncias de los «horribles asesinatos» que se atribuían a Moreira, entre lo que figuraba un crimen de que entonces se ocupó mucho la prensa.

Era éste el de un panadero degollado por Moreira en el camino carretero, por robarle un peso de pan.

Sin embargo he aquí cómo pasó aquel hecho, del que tenemos hasta el más minucioso detalle, y que lejos de denigrar, enaltece a Moreira.

Aquel desgraciado repartidor de pan había sido asaltado por un gaucho malo, en su propio carrito, gaucho que está en la Penitenciaría condenado a veinte años de presidio y cuya vida figurará pronto en la colección de Dramas Policiales que publicará La Patria Argentina.

El gaucho había asaltado en pleno camino al repartidor de pan, que era un joven italiano con el ánimo de robarle el dinero que llevaba encima.

Para terminar su robo con toda tranquilidad y sin la menor oposición, aquel bandido feroz había dado de puñaladas al joven, degollándolo en seguida.

Concluida esta operación se había puesto a registrar los bolsillos del cadáver aún caliente, aliviándolo de la carga de unos trescientos pesos más o menos.

Daba el asesino sus últimas manitas en los bolsillos de la víctima, cuando se acercó al carro a gran galope Juan Moreira, que había adivinado la escena.

-¿Qué está usted haciendo ahí su puerco? -preguntó Moreira al asesino, para quien aquello era la cosa más natural del mundo.

-Ya lo ve amigo -respondió éste con un cinismo que revelaba el último grado de la perversión más absoluta del sentido moral-, me he limpiado a este gringo tonto y le estoy sacando los reales que de todos modos se los ha de sacar la justicia que anda a la pesca de estas boladas.

-Usted es un puerco, amigo -replicó Moreira en el colmo de la indignación-, no se mata a un hombre por robarle cuatro reales y el que estas muertes hace tiene un fin desgraciado; le aseguro a fe de Juan Moreira que usted va a tener la muerte de un chancho y en una cárcel.

Nos dice el asesino aquél, con quien hemos hablado sobre este incidente, que aquellas palabras le produjeron tan honda impresión que las ha podido olvidar nunca.

Todo asesino es, por naturaleza, cobarde, así es que al oír éste el nombre de Moreira, se echó a temblar pidiendo disculpa al gaucho.

Moreira no pudo contener la indignación que le había causado la acción de aquel hombre, y enarbolando el rebenque, le dio una docena de golpes, despojándole del dinero robado que puso en uno de los bolsillos del cadáver.

En seguida lo registró prolijamente, a ver si a cosa tenía remedio, pero convencido de la inutilidad de todo esfuerzo, revolvió su caballo y partió a gran galope,

Algunos que lo vieron alejarse del carro, atribuyeron a Moreira aquel asesinato, siendo corroborado este acerto por el mismo asesino a quien castigó Moreira, y el hecho llegó a conocimiento del gobernador de la provincia bajo esta desnudez terrible: «Moreira ha degollado a un panadero, por un peso de pan».

Ya aquello no podía tolerarse, era preciso librar de una vez a la campaña de tan bárbaro criminal, y así lo comprendió don Mariano Acosta.

Por conducto del ministerio de gobierno se pasó por entonces una nota al señor Marañón Juez de Paz de Navarro, ordenándole procediese inmediatamente a la captura de Moreira, que el gobierno sabía hallarse en aquel partido, según se lo había comunicado, protegido por la misma autoridad.

Y era verdad, la calumnia ruin y cobarde de los enemigos políticos se había cebado en el señor Marañón, hasta el punto de asegurar al gobierno que si Moreira hacía todos aquellos crímenes y desmanes, era únicamente porque estaba protegido por la autoridad local, que había llegado hasta esconderlo cuando el señor coronel Garmendia estuvo en Navarro con fuerzas de Guardia Provincial para prenderlo.

El señor Marañón recibió aquella terrible nota que le revelaba el golpe de calumnia de que era objeto.

Ya saben nuestros lectores, como constaba a todos los habitantes de aquel partido, que la partida de plaza de Navarro, como de muchos otros pueblos, temblaban materialmente de miedo solamente al pensar que algún podría ordenarle prender a Moreira, orden que hubiera desobedecido.

En vista de esto el señor Marañón, invocando el testimonio de los vecinos más respetables, contestó al gobierno una extensa nota en que explicaba las serias dificultades con que tocaba, y asegurándole que aquel Juzgado no tenía una partida capaz de prender a Moreira.

El gobierno no quiso creer lo que a todos constaba de una manera tan positiva, e hizo levantar un sumario a aquella honorable persona, al mismo tiempo que ordenaba a la policía de la capital, de que era entonces jefe el distinguido señor Enrique O. Germán, para que alistase una compañía de vigilanzas, tan numerosa como fuera necesaria para prender a Moreira.

El jefe de policía alistó la compañía de vigilantes, que tomó el tren en Lobos para dirigirse a Navarro en busca de Moreira.

Eran veinte y cinco vigilantes elegidos entre los mejores, que marcharon bajo las órdenes del oficial de policía don Adolfo Cortinas, antiguo capitán del ejército de línea.

Cortinas llevaba orden terminante de reducir a prisión al bandido Juan Moreira, y traerlo a Buenos Aires muerto o vivo, para cuyo efecto le dieron sus señas explicándole que no era hombre de usar con él de consideraciones, porque era duro en el combate y sumamente sagaz en la retirada y de modo de combatir.

Cortinas, decidido a salir bien en su difícil comisión, adiestró a los vigilantes y se ocupó durante el trayecto de tomar datos del hombre que iba a combatir.

Los datos que obtuvo Cortinas en el camino fueron más o menos los que conocen nuestros lectores.

-Moreira es un hombre terrible -le decían todos-, con el que no hay que descuidarse, pues por más y mejor gente que usted lleve la ha de pelear, y si no puede pelearla, la ha de burlar con algún golpe de audacia o travesura.

Cortinas sonreía al oír todas esas prevenciones, que atribuía a excesivas exageraciones de los paisanos; tenía fe en la gente que llevaba, pues creía que un hombre sólo por más valiente que fuera y mejor armado que anduviera, no sería capaz de combatir con ella, ni evadírsele por un golpe de audacia, pues él tomaría serias precauciones.

Entre tanto no había faltado un compañero que previniera Moreira lo que sucedía, para que salvase el bulto yéndose de Navarro a otra parte más segura.

-Ni por un queso -había contestado Moreira-, mi deseo se va a cumplir en regla y por nada pierdo yo la bolada de pelear con vigilantes de la misma ciudad.

Quiero que se sepa quien soy yo y que no hay justicia que me prenda; ya verán como a esos vigilantes me los limpio yo como si fueran narices.

Cortinas llegó a Lobos con su gente, donde hizo noche para seguir al otro día hasta Navarro, a donde llegaría a la tardecita, hora muy oportuna para hallar al gaucho.

Esa misma noche salieron de Lobos dos gauchos con caballo de tiro, que fueron a llevar a Moreira la novedad, dándole un minucioso detalle de la gente que iba.

-Lo que siento es que no sean cincuenta -replicó el gaucho con arrogante soberbia-, aquí los espero a esas maulas para que lleven mis mentas al gobierno.

Esa noche Moreira paseó por todas las pulperías del partido, invitando gente para que fueran a hacer público y presenciar cómo disparaban los vigilantes.

La partida de plaza estaba contentísima; sabían que era empresa peluda prender a Moreira y querían que vieran cómo peleaba el paisano, los que iban a pretender valer más que ellos en el pago, pretendiendo nada menos que a Juan Moreira, que según fama, peleaba ayuntado con el mismísimo diablo.

Al llegar Cortinas a Navarro, supo todo esto, y se empeñó más en la prisión de aquel hombre, por la misma razón que creían era una cosa imposible.

En vano los amigos de Moreira trataron de que huyera, haciéndole comprender lo descabellado de su propósito, pero todo fue en vano porque el paisano no cedía.

- He prometido que no había de descansar hasta no haber peleado con una partida de vigilantes -decía-, y tengo que cumplir mi palabra aunque me maten.

Cuando Cortinas llegó a Navarro Moreira se fue a la fonda principal del pueblo, a cenar pues era ya más de la oración y quería esperarlo en la fonda.

El comedor de aquella fonda tenía una gran mesa común a todos los parroquianos, colocada frente mismo a la puerta de calle y dos o tres mesitas más a los costados.

Sobre la mesa del centro y colgados a los tirantes del techo, había unos de esos lamparones de aceite comunes a hotel de campaña.

Moreira se sentó a comer en aquella mesa, dando frente a la puerta de calle, paso forzoso para el que entrara; puso los dos trabucos sobre sus rodillas, que cubrió con la manta de vicuña y pidió alegremente una sopa y una botella de vino francés, para criar coraje, según dijo satíricamente.

Las pocas personas que había en aquella mesa se levantaron y fueron a ocupar las más chicas, pues todos sabían ya lo que había de suceder.

-Hacen bien, muchachos, porque aunque esto va a ser como chacota -les dijo el paisano sin perder la alegría-, puede llover algunos chumbos extraviados.

En esta actitud se puso a esperar a los vigilantes, que sabía lo habían de atacar allí, creyendo tal vez de tomarlo de sorpresa y prenderlo como a una maula.

En previsión de lo que pudiera suceder, el gaucho había dejado su overo bayo confundido con los demás caballos atados al fierro de la vereda.

Entre tanto, Cortinas que no conocía a Moreira se ocupaba en buscar un individuo que fuera con él para enseñárselo; esto era más difícil de lo que pensaba.

En el pueblo todos conocían a Moreira pero en ese tiempo nadie lo conocía bien.

Los paisanos tenían la certeza de que no prenderían a Moreira y no querían quedar colgados hasta que el gaucho a vezgar justamente en ellos la acción traidora de irlo a delatar a sus enemigos.

Cortinas ofreció dinero, para lo cual iba facultado, pero inútilmente; nadie conocían bien a Moreira, y por consiguiente no se lo podían enseñar.

Por fin, Cortinas dio con un paisano, conocido por nombre de Carrizo, enemigo de Moreira, porque éste lo humillara una vez, y deseoso de vengarse, a lo que no se había atrevido antes porque le tenía miedo, disimulando en odio con una amistad franca y cordial que a Moreira no le hacía mucha gracia.

Carrizo vio a los vigilantes que venían en busca de su odiado enemigo y echó sus cuentas, pensando que si tomaban buenas precauciones para cortar al gaucho la retirada, se le obligaría a pelear, y como aquellos hombres no habían de disparar como los policianos de la partida, Moreira era un hombre muerto.

Carrizo se presentó a Cortinas, comprometiéndose a enseñarle a Moreira, siempre que tomaran las precauciones que él le indicara, que serían buenas, porque él conocía perfectamente al bandido y conocía de qué tretas sabía valerse para poder huir con entera seguridad.

Cuando los vigilantes encabezados por Cortinas y guiados por Carrizo llegaron a la fonda donde comía Moreira, ya el gaucho había concluido de cenar pensando que por aquella noche, los vigilantes no irían a buscarlo, lo que le contrariaba mucho, pues el cuerpo le pedía un poco de ejercicio.

Así que llegaron a la esquina de la fonda. Carrizo detuvo a Cortinas y le indicó que era preciso que hiciera rodear la casa con diez o quince vigilantes, mientras ellos se presentaban con el resto en la puerta de la fonda, e intimaban a Moreira se diese preso bajo pena de la vida.

Carrizo creía que estas medidas eran suficientes para que Moreira no escapara, descuidando la principal de todas, que hubiera sido tomarle el caballo.

El gaucho miraba a la puerta de calle, con marcada impaciencia, cuando apareció en el dintel Carrizo, Cortinas, y los doce vigilantes que quedaban, pues los otros trece habían sido estratégicamente colocados alrededor de la fonda, para cortarle la retirada si como se esperaba saltaba la pared.

Apenas se detuvieron a la puerta, Carrizo señaló a Moreira con el cabo del rebenque, al mismo tiempo que decía a Cortinas:

-Aquel es el hombre.

-¡Ah! ¡Gran puerco! -gritó colérico Moreira al ver la acción cobarde de aquel canalla-, ya te sacaré los ojos para enseñarte a... alcaucil.

-Entréguese amigo -dijo severamente el oficial Cortinas-, entréguese a la policía de Buenos Aires, pues tengo orden de llevarlo vivo o muerto.

Al decir esto, el digno oficial había avanzado hasta el borde de la mesa, dejando la puerta guardada por los vigilantes.

-¿Y por qué me he de entregar? -Preguntó Moreira con toda naturalidad-. ¿Quién es el comedido que cree que yo ando demás como un ocho en la baraja?

-Yo no sé nada ni tengo que darte cuenta de nada -replicó el oficial-, entréguese usted preso por orden del jefe de policía o lo tomo yo.

Pues caballeros -replicó Moreira con cierta sorna-, vamos a ver cómo se hamacan -y rápido como una centella levantó de sus rodillas el poncho, y de un vigoroso ponchazo hizo volar la lámpara, que fue a estrellarse contra la pared, dejando la pieza en una densa oscuridad.

Acto continuo tendió los trabucos en dirección a la puerta, y al ser disparados produjeron tal estrépito, que los vigilantes quedaron atónitos en seguida y sin perder un segundo enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga y arremetió a la puerta, con un empuje violentísimo.

Los vigilantes asombrados aún y a oscuras sin saber lo que pasaba, hicieron cancha inconscientemente y Moreira pudo pasar como un relámpago por medio de ellos y saltar sobre su overo, no sin haber tirado al pasar un par de puñaladas, que fue el único que aquellos pobres vigilantes trajeron como trofeo de aquella empresa, si no imposible, por lo menos de una suprema dificultad.

-¡A él! -gritó Cortinas-, fuego, y no lo dejen escapar-; y algunas detonaciones de rifle se sucedieron unas a otras, sin más resultado que oír en respuesta una sonora carcajada con que el gaucho se burlaba aún desde la calle, del gran chasco que había dado a los vigilantes.

-¡Adiós Carrizo! -gritó por fin Moreira, poniendo su caballo al gran galope, rogá a Dios que no te encuentre en mi camino, porque vas a ser el primer hombre que degüelle yo en esta vida maldita-, y dio vuelta la esquina, perdiéndose de vista en seguida.

-Ahora sí que soy hombre muerto -dijo Carrizo, echándose en brazos del miedo más descomunal-, quién me metería a pata grande -concluyó lanzando una especie de gemido que no pudo oír Cortinas sin soltar una graciosa carcajada a pesar del espantoso estado en que estaba su espíritu al pensar en el ridículo en que había caído al ser burlado por aquel hombre a quien con tantas precauciones fue a aprehender.

Restablecida la luz en la pieza, Cortinas juntó a su gente, sumamente triste haciendo se retiraran de su puesto los soldados con quienes había hecho rodear la casa, pensando cuerdamente que en caso de huir, Moreira hubiera huido por los fondos o saltando la pared del patio.

Recién entonces pudo apercibirse del estrago que entre su gente habían causado los dos trabucazos; un vigilante estaba en el suelo, revolcándose en su propia sangre, mientras otro daba sendos alaridos a causa de un proyectil que le había penetrado en el hombro derecho, rompiéndole la clavícula.

Cortinas, después de ordenar su gente, se fue al juzgado, con la intención de esperar al día siguiente para ver si volvía a hallar el gaucho, a quien se prometía esta vez no dejaba, pues pensaba apretarlo sobre tabla, sin siquiera darle tiempo a hacer el menor ademán.

Moreira entre tanto, simulando una retirada, había vuelto hacia la fonda y se había emboscado entre una arboleda por donde debía atravesar aquella gente.

Allí esperó pacientemente a que concluyeran todos los arreglos pues antes de alejarse definitivamente quería dar el vuelto a Carrizo.

Éste que con la escapatoria de Moreira se creía hombre muerto, pues Moreira no lo perdonaría, salió afuera entre los vigilantes, embebido en la última hilera, pues se imaginaba que si quedaba solo, no había de tardar mucho en encontrarse con el puñal de Moreira.

Así marchaban en dirección al juzgado, cuando al pasar por la pequeña arboleda se sintió un grito de muerte, y uno de los hombres que venían a retaguardia, vino al suelo pesadamente para no levantarse más.

Los vigilantes dieron vuelta presurosos para indagar la causa de aquel grito y aquel ruido de cuerpo que cae, pero fueron deslumbrados por un fogonazo, al que siguió el tremendo estampido de un disparo, que esta vez felizmente no hirió a nadie.

Enseguida el trueno que produjo aquel disparo, se sintió una lejana carcajada, y pudo escucharse el ruido.

Era Moreira que al pasar Carrizo le había sepultado la daga en la nuca, en castigo de su acción, y había disparado el trabuco para asustar a los vigilantes.

Cortinas regresó a Buenos Aires con el triste parte de lo que le había sucedido, y el gobierno de la provincia pudo convencerse de que la prisión de Moreira era más seria de lo que parecía.

Juan Moreira se vino entonces al partido de Lobos; permanecía en el pueblo un día y una noche, e iba en seguida a refugiarse a casa de su hermano Inocencio Moreira, que está actualmente de vigilante, en la policía, o a casa de Cuerudo, de quien nos ocuparemos más adelante.

El teatro de sus nuevas hazañas fue desde entonces el partido de Cobos, en cuyas pulperías y casas de negocios empezó a sentirse el nombre de Moreira, ligado a todo género de hombradas.

Sin embargo nunca se oyó decir que hubiera hecho alguna muerte a traición o que hubiese sido él el provocador de un conflicto o lance sangriento.

Una noche Moreira se metió a un baile que se daba en una casa a orillas del pueblito, y donde bailaban alegremente numerosas parejas.

La presencia de Juan Moreira enfrió por un momento la alegría que reinaba a su llegada, pero viéndolo parado en el dintel de la sala, en una actitud tranquila y humilde, poco a poco fue renaciendo la confianza, y la gente se entregó de nuevo al baile, en la seguridad de que Moreira, no siendo provocado no intentaría nada perjudicial para ellos.

Moreira, cansado de estar mirando el baile, pidió permiso al dueño de la casa, de quien era conocido, y entró al aposento de éste que hacía las veces de ambigú.

Pocos momentos después entraba al baile y a aquella misma pieza, el señor don Manuel Caminos, que hoy es uno de los municipales más distinguidos de aquel hermoso pueblo, donde ha desempeñado la mayor parte del año que expiró hace poco, las funciones de Juez de Paz.

El señor Caminos conocía a Moreira de nombre y por haberlo visto varias veces, y sabía la clase de hombre que era y lo que de él podía esperarse, así es que al verlo se sorprendió.

-Dispense, señor -dijo Moreira-, si mi presencia lo ofende me retiraré; pero ya que he venido aquí casualmente voy a pedirle un servicio que usted me puede hacer.

El señor Caminos se detuvo a escuchar al paisano, pudiendo hacer esto sin comprometerse, pues la autoridad de Lobos aún no había dado orden de prisión contra él.

-Yo ando por el campo corrido por la suerte, siguió diciendo Moreira, no tengo papeleta de resguardo, y quiero que usted me dé una como un verdadero servicio.

El señor Caminos es naturalmente bondadoso, pero tiene también un carácter inflexible en el cumplimiento de sus deberes como funcionario público.

Por más que conociera la vida desgraciada de aquel hombre, comprendía que sin mengua de su cargo, no podía darle la papeleta perdida.

No quiso tampoco prometer al gaucho lo que no había de cumplirle, y aunque estaba sin armas, le dijo redondamente que no podía acceder a su pretensión.

-No sea malo, amigo, no me niegue la papeleta que le pido, que usted puede dármela sin compromiso alguno. ¿Por qué no me quiere hacer este servicio?

-Porque no puedo -añadió el señor Caminos-. Usted es un hombre perseguido por la justicia y yo no puedo entregarle una papeleta de Guardia Nacional, porque haría mal.

El señor Caminos que había oído tanto cuento sobre atrocidades de Moreira, esperaba que de un momento a otro el gaucho se le viniese encima daga en mano, sin tener él la menor arma con que repeler la agresión, pero el paisano no se movió ni hizo el menor ademán de hostilidad.

Sentado a la orilla de la cama, contemplaba a su interlocutor con una mirada profundamente melancólica en la que se podía ver un fondo de suprema resignación.

-Paciencia y barajar, dijo lánguidamente; yo debo de jeder a difunto, cuando de esta manera se me cierran todas las puertas; sin embargo, le pido por última vez una papeleta, asegurándole bajo mi palabra que no he de decir a nadie que ha sido usted quien me la ha dado, prometiendo hasta alejarme de Lobos.

El señor Caminos creyó que el gaucho lo amenazaba, y no queriendo fuese a figurarse lo había dominado, se negó de nuevo a complacerlo.

-Yo no puedo darle la papeleta -concluyó-, porque faltaría a mi deber, y yo no falto a él por ninguna consideración de este mundo; no insista pues en su pretensión, porque pierde su tiempo.

-Está de Dios -respondió el gaucho-, que yo he de vivir eternamente en guerra con la justicia, de lo que me alegro en parte, pues no tendré nada que perdonar a nadie.

El señor Caminos aconsejó a Moreira que se fuera del partido de Lobos, pues el Juez de Paz no había de tardar en dar contra él orden de prisión y se alejó de la pieza y en seguida del baile.

Moreira lo miró alejarse sin pronunciar una sola palabra, sin hacer un solo ademán, movió la cabeza de arriba abajo, como apreciando la conducta de aquel hombre, y quedó allí sumido en su pensamiento, sin que bastara a arrancarlo de él, la algazara y animación que reinaba en la pieza donde se hallaba.

Por fin fue levantando la cabeza poco a poco, salió lentamente del cuarto y entró a la pieza de baile, sentándose en una silla, al lado de los que tocaban la guitarra y el acordeón.

Alguno que otro concurrente, alegre por demás con la bebida que se servía, intentó dirigir al gaucho una sátira, pero su aspecto era tan imponente y sombrío, que la sátira se heló en los labios antes de dejarse oír; el arsenal que se veía en su tirador y la daga que le cruzaba la espalda, eran argumentos de un peso bastante elocuente.

A eso de las tres de la mañana tuvo lugar un incidente que aterró por un momento a los alegres y pacíficos danzantes, hasta el punto de querer emigrar de la sala.

Un hombre de aspecto bravo, que había estado silencioso toda la noche, había bebido excesivamente, y el licor se le había ido completamente a la cabeza, dándole la mona por soltar una que otra indirecta a Moreira, sobre su aspecto sombrío y su cara de asustar a todo el mundo, perdonándole la vida.

Se levantó poco después y se dirigió a la pieza donde hablara antes con el señor Caminos, de cuya pieza volvió trayendo su manta de vicuña y bajó de ésta un objeto que nadie pudo ver.

El hombre aquel, envalentonado con el silencio indiferente de Moreira, o con los dos medios frascos que tendría en el buque, siguió con alusiones groseras e insolentes.

-Amigo -dijo Moreira-, las monas se han hecho para dormirse y no para lucirlas, déjese pues de moler la paciencia, no sea que le cueste caro.

Un estremecimiento de terror experimentaron las demás personas, creyendo que aquello sería el prólogo de algún drama sangriento y el mismo dueño de casa se acercó a Moreira como pidiéndole un poco de prudencia, pero el gaucho sonrió, mirándole como quien dice: no tenga usted el menor cuidado, que no ha de suceder nada malo.

Al oír lo que Moreira le dijera, el hombre se paró asegurando que no tenía miedo, pero volvió a caer sobre la silla, completamente dominado por el alcohol.

-¡No ve, amigo! -dijo Moreira alegremente-, no puede con el peso de la tranca y se quiere meter a fundillos grandes sin tener con qué alegar.

-Para un maula como usted -replicó aquel busca pleitos-, siempre me sobrará el talero, y si quiere que nos veamos las caras, puede ir saliendo cuando guste.

-Está usted demasiado mamado para hacerle el gusto -concluyó Moreira-, y para chacota esto es largo; cállese pues la boca y deje bailar a la gente.

Aquel hombre, en vez de escuchar las sensatas palabras del paisano, desnudó la daga y se vino sobre él, dando sendos traspiés y tropezones, tal era la flojedad de sus piernas.

Varios de los concurrentes quisieron detenerlo antes que llegara adonde estaba Moreira, pero éste se paró gritando:

-Nadie lo toque: déjenlo no más venir.

El borracho siguió avanzando hasta llegar adonde estaba Moreira, y metiéndole la daga por los ojos, le dijo:

-Saque, pues, su maula, y va a ver quién es el que lo provoca.

Los asistentes a aquella escena vieron invitable la muerte de aquel pobre hombre, pero no se animaron a terciar en la contienda, visto que el gaucho dijo lo dejaran.

Cuando el borracho le cruzó la daga por la frente, queriendo obligarlo a defenderse, Moreira soltó una alegre carcajada, contendándose con darle un ponchazo en la cabeza, ponchazo que concluyó de alterar la bilis de aquel nuevo Baco, quien esta vez acometió al paisano, marcando una puñalada a la altura del estómago.

Moreira entonces presentó el brazo izquierdo, cubierto por el poncho, y con una facilidad asombrosa desarmó al borracho, arrojando al patio la daga.

En seguida apareció armado de una bota que era el objeto que ocultara entre la manta, y dio con ella tan feroz tunda al que lo había provocado, que según mentas, al vigésimo botazo se le había pasado la mona por completo, quedando fresco como si en el curso de la noche no hubiera bebido otra cosa que agua helada.

En seguida de esto y riéndose como un bien aventurado, Moreira salió del baile, montó en su overo bayo y se alejó al tranquito dejando a aquel pobre diablo avergonzadísimo con la tunda recibida y con las bromas sangrientas que le dirigían los testigos de aquella cómica aventura.

Moreira se fue a la Estrella, casa de negocio en Lobos que permanecía abierta toda la noche, y que, tenida por mujerzuelas, ofrecía cierto aliciente a la gente calavera.

El paisano concurría mucho a aquella casa, pues decía que entre las mujeres y la bebida olvidaba por momentos la inmensa amargura que lo dominaba.

En aquella casa permaneció todo el resto de la noche y gran parte del día siguiente, sin que todavía se hubiera librado contra el orden de prisión a la partida de Lobos.

Cuando Moreira salió de la Estrella se encontró con el capitán de la partida de Lobos don Eulogio Varela, estimable persona y bravo oficial con quien se conocían porque una vez en tiempos en que Moreira era un hombre bueno y honrado, Varela le facilitó un caballo en Chivileoy, en cuyo caballo pudo llegar hasta Matanzas.

-¿Qué anda haciendo en este pago? -le preguntó Varela, acercándosele-, mire que ahora yo soy capitán de partida y pueden mandarme prenderlo.

-Ando vagando -replicó el gaucho-, porque ya no encuentro un sitio donde descansar a gusto sin que vengan a provocarme de todos modos: ¡que le hemos de hacer!

-Váyase de Lobos, amigo -insistió Varela-, váyase, porque si me mandan prenderlo, usted me ha de matar o yo he de cumplir la orden que me den.

Hará mal, amigo -replicó Moreira tristemente-, usted me hizo una vez un servicio que no puedo olvidar y al que siempre le estoy agradecido, yo nunca podré hacerle a usted daño por esta razón, pero si usted se cruza alguna vez en mi camino con la partida entonces será lo que Dios quiera.

-¿Y por qué diablos no se va de Lobos? -interrogó Varela-, ¿por qué se queda a provocar un lance de muerte entre los dos? Yo no lo prendo -prosiguió diciendo, porque no tengo orden del juez, pero si me dan esa orden, le aseguro que usted o yo vamos a quedar en el sitio. Así es que es mejor que se vaya.

-Mi vida -replicó Moreira-, es pelear siempre con las partidas y matar el mayor número de justicias que pueda, porque ellos me han hecho todo el mal que he recibido en la vida y por la justicia me veo acosado como una fiera a donde quiera que me dirijo.

Sin embargo, usted me ha hecho un servicio: y yo quiero mostrarle que soy hombre que sé agradecer. Le prometo que mañana mismo salgo de Lobos, no por miedo, sino por consideración a usted.

Moreira y Varela se separaron. Éste se fue al Juzgado de Paz, donde ya lo esperaba una orden para prender a Moreira, que tomó el camino del rancho de su hermano Inocencio, donde pasó albergado dos o tres días al cabo de cuyo tiempo pensaba regresar a Navarro.

La Justicia de Paz supo esto, y envió a buscar a Inocencio, a quien se notificó que debía dar aviso cuando Juan Moreira durmiera para irlo a prender.

-Pero señor -replicó éste-, si es mi hermano, si viene a cobijarse bajo mi techo, ¿cómo lo voy yo a entregar para que lo fusilen?

-Pues ve lo que haces -le respondieron-, porque si no lo entregas se te considerará como cómplice y serás destinado a un cuerpo de línea por encubridor de bandidos.

-Inocencio volvió a su rancho, donde previno a Juan lo que sucedía, y éste por no comprometerlo se alejó inmediatamente en dirección a Navarro.

Inocencio Moreira recibió el premio de esta acción que fue el de destinarlo por dos años al servicio de las armas en el batallón 11 de línea.

Juan Moreira salió pues de Lobos, en dirección a Navarro, yendo a buscar guarida en casa de su amigo el Cuerudo, que fue más tarde su Judas.

En vano la partida de plaza batió casi todo el partido buscando a Moreira, no lo pudo hallar; parecía que se lo hubiese tragado la tierra o lo hubiese merendado el Cuerudo.

Sin embargo, muchas noches Moreira solía venir a la Estrella, donde permanecía hasta el día siguiente, sin que la partida que lo buscaba sospechara la cosa.

El mismo Eulogio Varela se lo pasaba escondido muchos días en aquella casa esperando la venida de Moreira, pero este obedeciendo sin duda al aviso de un bombero de su entera confianza, caía a la Estrella cuando la partida estaba más persuadida de que no se hallaría ni aún en el pago.

Allí prepararon al gaucho la cama donde debía, venir a caer a sabiendas, poniéndole por cebo a una mujer de quien él gustaba enormemente.

Deseando dar algunos días de reposo a su overo bayo, Moreira se alejó en casa del Cuerudo, que era su guarida más segura, de donde no salió en quince días.

Veamos ahora quién era el Cuerudo.

El cuerudo

Éste era un tipo sumamente original; borrachón sin límites, pasaba su vida en las pulperías, jugando cuando tenía plata, y mirando jugar cuando no la tenía.

Su traje como su apero eran pobrísimos y aperreados, aperreo que se notaba desde su caballo flaco, que de puro hambriento y bichoco, parecía un caballo patrio.

El Cuerudo era alto y delgado, de pómulos agudos y salientes; reía eternamente, miraba como si con los ojos quisiera hacer cosquillas, y su cuerpo era una eterna sátira cambada.

No había reunión alegre posible si en ella no estaba Cuerudo, pues los paisanos se lo disputaban como a pleito porque era sumamente gracioso y contador de cuentos.

El Cuerudo era según decían los paisanos, tan guapo como las armas y tan sagaz como un zorro; jamás buscaba camorra ni se metía en las que los demás armaban, pero una vez que se ofrecía el caso, peleaba duro y parejo, sin que jamás se le hubiera visto volver cara ni aprovecharse de un descuido de su adversario.

Solía mamarse con mucha frecuencia y cuando el alcohol había aflojado bien sus piernas haciéndole perder la razón por completo, el Cuerudo montaba en su mancarrón viejo y salía a pelear la partida para dar una prueba de su valor y proporcionarse un rato de gusto que en estos casos, según decía, se lo pedía el cuerpo.

Como el Cuerudo peleaba a la partida en aquel estado de completa embriaguez, siempre salía hachado en varias partes, hachazos que curaba cristianamente de cabeza en el cepo, que era como el Juez de Paz castigaba sus atropellos y desacatos a mano armada a la autoridad, pero al poco tiempo volvía a incurrir en lo mismo.

A los ocho días de cepo, que el Cuerudo sufría con gran resignación, empezando por convenir que había merecido aquel castigo era puesto en libertad en consideración a que era un hombre bueno y que las peleas con la partida sólo tenían lugar cuando estaba completamente dominado por la influencia del alcohol.

Cuando salía del juzgado, su primera operación era salir al campo y tenderse al rayo del sol durante toda la siesta, y si alguno le preguntaba que estaba haciendo allí y que objeto tenía el estar recibiendo sobre los lomos los ardientes rayos del sol, el Cuerudo reía mostrando sus dientes blanquísimos y replicaba naturalmente.

-Estoy haciendo secar estas lastimaduras para que no me entre pasmo y tenga sin ganas que entregar mi cuerpo al diablo.

Y su carnadura era tan especial, que a los cinco o seis días de haber recibido una herida, la tenía perfectamente cicatrizada, como si fuera una herida de tres meses.

Era éste el origen del apodo de Cuerudo con que le bautizaron los paisanos, quienes para ponderar la dureza de aquel cuero, decían que no había sable que le viniese bien.

Por este solo apodo era conocido en todas partes, hasta el extremo que él mismo no recordaba cómo era su nombre y apellido, aceptando aquel pintoresco mote.

Cuando el Cuerudo estaba fresco, no se lo llevaban por delante a dos tirones; entonces no peleaba con la partida de plaza, pero si alguno le buscaba camorra, podía estar seguro que se había echado un enemigo de gran coraje y de una vista extraordinaria en el manejo de la daga; que era en sus manos arma terrible.

Si en este género de luchas llegaba a ser herido, se le veía mojar la herida con caña después de concluida la pelea, montar a caballo cubierto de sangre e irse al rayo del sol para que sus rayos cicatrizaran la herida, operación milagrosa que se producía al cabo de ciertas horas de estar tendido al sol con aquel objeto.

El Cuerudo tenía la cara surcada en todas direcciones por largas cicatrices que iban a perderse entre su barba negra y espesa, que nunca había sentido el contacto de un peine.

Siempre pobre, pero siempre alegre, los pulperos protegían al Cuerudo y le daban algún gasto, porque el paisano jamás tenía pereza para ayudarle a tirar agua, dar vuelta la majada, curar un animal o cualquiera de esos pequeños trabajos que en las casas de negocio de campo se ofrecen a cada rato.

Si el Cuerudo agarraba la guitarra, no la soltaba en toda la noche, cantando todo género de canciones picarescas y gatos de los que daban calor.

Su voz era vinosa y un tanto cuanto acarnerada como la generalidad de los paisanos, pero cantaba con tanta picardía que se le podía estar oyendo toda una noche entera sin fastidiarse, porque su repertorio era interminable y su gracia infinita, para hacer todo género de compadradas en el diapasón de la guitarra.

El Cuerudo era un poco soberbio, sabía que tenía reputación de hombre guapo y no permitía que delante de él se contasen ajenas hazañas ni hechos fabulosos.

-Yo soy el Cuerudo -decía-, y es al ñudo buscarme pareja porque no la tengo en todo el mundo y mi padre y mi madre han muerto sin hacer otro Cuerudo.

Si hallaba quien le hiciera frente peleaba, y peleaba con tal bravura y tal tino, que eran muy contadas las veces en que hubiera sacado él la peor parte.

Cuando el Cuerudo se embriagaba, jamás buscaba pelea en las pulperías, de donde se retiraba decía, «para ir a hacerle el gusto al cuerpo», y ya se sabía que aquel gusto consistía en ir a buscar la partida y hacerse lastimar por los soldados quienes últimamente no le hacían caso pues apenas podía tenerse a caballo.

Cuando esto último sucedía, el Cuerudo regresaba a los almacenes diciendo que no había sacado en la lucha ni un rasguño, y que había derrotado a la partida con suma facilidad, siendo graciosísimo al escuchar la cantidad de detalles y minuciosidades con que el Cuerudo adornaba aquella pelea imaginaria.

-¡Ah hijitos! -concluía riendo-, ¡ah!, ¡criollitos!, y que vengan ahora a mentarme a ese tal Juan Moreira que no sirve ni para ensillarme el mancarrón.

Los paisanos se entretenían en mirar las graciosas muecas y cuerpeadas con que el Cuerudo adornaba su imaginario combate y lo pagaban la copa.

Éste es el famoso Cuerudo con quien Moreira hizo una especie de amistad, amistad que le debía serle fatal, apresurando su inevitable fin.

Moreira trabó relación con el Cuerudo en una casa de negocio donde tenía lugar una jugada de mucho interés, jugada muy concurrida por gente brava.

Sin ser invitado a ella, y por lo que se decía, Moreira cayó a la jugada acompañado de un paisano con quien se había ligado esos días y cuya compañía admitía de tarde en tarde, por tener con quien conversar un poco, pues ya se iba fastidiando de andar siempre solo y aislado del resto de los hombres.

El Cuerudo contemplaba aquella interesante jugada sin desplegar los labios y a espaldas de los jugadores. No tenía ni un centavo y aquella noche le tocaba mirar.

Tenía grandes tentaciones de arrebatar la parada y disparar con ella, pero se contenía esperando engordara la banca para dar el golpe más a la fija.

Moreira empezó a jugar con tanta felicidad, que a la hora tenía delante de sí una crecida cantidad de dinero y era el que tallaba.

El Cuerudo miraba lleno de emoción aquella jugada; tenía celos de aquel hombre a quien tanto protegía la suerte en todo lo que emprendía.

Moreira estaba de pie, con la baraja en la mano, cobrando o pagando los apuntes, según le iba en el juego, y echando cartas con increíble rapidez.

Una sota y un rey echó el gaucho sobre la mesa, cuando oyó a su espalda una voz que decía «¡copo la banca!»; y vio una mano enérgica y nerviosa que se apoderaba precipitadamente del dinero que tenía por delante, como lo podía haber hecho un juez de campaña sorprendiendo una jugada.

Los paisanos miraron asombrados al hombre que era tan guapo para jugar de aquella manera con la cólera de Moreira, que daba vuelta en ese momento aplicando un recio bofetón de revés en la cara del insolente que se había permitido con él aquella incalificable chanza.

El que había copado la banca, tomado el dinero y recibido el bofetón, no era otro que el Cuerudo, a quien como dijo después, lo había tentado el diablo.

Al recibir el revés, el Cuerudo vaciló sobre sus pies, pero no cayó, aflojó el dinero que tenía en la mano y sacó su daga con un ademán resuelto.

Viendo que se trataba, según parecía, de una provocación, Moreira saltó al medio de la pieza, sacó la daga, enrolló la manta en el brazo y esperó la acometida.

Ya hemos dicho que por enojado que estuviera aquél paisano, a la vista del peligro real recuperaba toda su sangre fría, y se dominaba por completo, empleando el corto intervalo que mediaba entre la provocación y la lucha en estudiar a su adversario rápidamente, tratando de reconocer su lado vulnerable.

El Cuerudo avanzó sobre Moreira con la daga tendida en actitud de herir y la mirada buscando la mirada de su adversario, que lo esperaba inmóvil.

Cuando aquellas dos miradas se encontraron, antes de chocarse las dagas, sucedió una cosa particular e inesperada.

El Cuerudo bajó la suya y el brazo de la daga cayó a lo largo del costado, aquel hombre quedó inmóvil, completamente dominado por la mirada soberbia de Juan Moreira.

-Vamos a ver maula -gritó éste sin comprender de pronto lo que pasaba por el espíritu del Cuerudo que le había provocado tan sin motivo-, el que provoca pega primero y no espera a que le den en las aspas con el rebenque; no se arrepienta maula y atropelle que es un buen campo.

-Es inútil -contestó el Cuerudo completamente desalentado-, a todo hay quien gane en esta vida y conozco que no puedo pelear con usted, porque me ha ganado a guapo.

-Y a qué se metió a chiripá grande -replicó Moreira ya riendo-, cuando lo vi copar la banca creí que era justicia, si no, ni me levanto. Pegue pues, maula.

-Es inútil -concluyó el Cuerudo-, nosotros no podemos ser enemigos porque usted puede más que yo; si quiere ser mi amigo, estaré de ello orgulloso, si usted desprecia mi amistad, ahora mismo me voy del pago y aseguro que nadie vuelve a verme la cara tajeada, y agachándose alzó del suelo el dinero que había arrebatado momentos antes y lo ofreció a Moreira con la mano izquierda mientras le tendía humildemente la derecha.

Moreira guardó su daga, tomó al Cuerudo la plata y estrechándole la mano con cierto desdén, volvió a ocupar su sitio entre los jugadores, que empezaron a hacer al Cuerudo una sátira sangrienta por haberse metido a tan guapo para que lo corrieran con la vaina, de aquella manera tan vergonzosa.

-Caballeros -dijo severamente Moreira-, el que se burle de este hombre, debe hacer lo que él no ha hecho por falta de coraje; si no no hay que hacerle tanta burla que al fin y al cabo lo que él hizo lo hace cualquiera en igual caso, y si no vamos probando quien es más guapo que él.

Ninguno de aquellos hombres replicó a las severas palabras de Moreira y las sátiras se helaron por completo en todos los labios.

Desde aquella noche el Cuerudo fue completamente dominado por Moreira, hasta el extremo de ser una especie de peón que tenía para mandar a Lobos a bombear si había gente del Guardia Provincial o vigilantes de la ciudad que le pudieran impedir dar un paseo por la Estrella.

Pero el Cuerudo guardaba un profundo resentimiento a aquel hombre, resentimiento que el gaucho ocultaba íntimamente, esperando el momento oportuno para dejarlo conocer con todo el encono de que se iba sintiendo poseído cada día que pasaba.

Era tal el dominio que Moreira ejercía sobre el Cuerudo, que solía caer a su casa buscando guarida, lo echaba de su cama y se acostaba a dormir en ella profundamente, sabiendo que aquel hombre no se había de atrever ni aún a pensar en matarlo cuando lo viera completamente descuidado o profundamente dormido.

Dice el Cuerudo que cuando esto sucedía, él no podía pegar los ojos en toda la noche y si alguna vez se le había ocurrido darle una puñalada mientras dormía, se salía afuera temeroso de que Moreira, dormido, fuese a conocerle la intención y coserlo a puñaladas.

-Yo -añadía el Cuerudo-, sería capaz de pelear con una partida entera, con veinte hombres como Moreira, pero con él es inútil: se me caería el cuchillo de las manos y no tendría ánimo ni aún para disparar; ese hombre es el mismo diablo con traje de hijo del país.

Moreira conocía que la amistad de ese gaucho no le era leal, pero no paraba en ello la atención, confiando en que el Cuerudo se había de medir bien antes de hacerle una traición y conociendo que al fin y al cabo le profesaba un miedo descomunal.

-Cuerudo -dijo una noche Moreira al paisano-, esta noche me han ofrecido diez mil pesos y he dado una vuelta de azotes al que me los ofreció ¿qué te parece?

-Asigún y conforme -replicó el Cuerudo-, lo que es yo por diez mil pesos soy capaz, de ir a cuerear peludos a la misma loma del diablo. ¿Por qué le cayó al de la oferta?

-Le caí -dijo Moreira sombrío porque esa plata me la vinieron a ofrecer para que yo mate a don Pancho Bosch y como yo no he nacido para asesino ni para tolerar tales propuestas, le caí al hombre para que nunca se meta a proponer porquerías.

De todos modos, dicen que ese hombre es muy guapo y puede ser que si me topo con él lo pelee por lujo, porque a mí me gusta pelear a los que se tienen por buenos.

El Cuerudo debía algunos servicios al comandante Bosch, que entonces vivía en Lobos, así es que en cuanto pudo se vino y le comunicó lo que le había dicho Moreira.

El Gobierno de la Provincia, entre tanto había sabido el mal resultado de la expedición de los vigilantes y había ordenado las cosas de modo de poder dar con Moreira y reducirlo a prisión de una manera o de otra.

Fue entonces que encargaron en Lobos al Cuerudo que así que Moreira viniese a la Estrella a pasar unos días, avisara al juzgado que ya le tenía preparado el jaque mate que debía dar fin con la larga partida que el gaucho venía jugando a la justicia.

El Cuerudo regresó a su rancho donde acompañó a Moreira, hasta que éste le dijo una tarde:

-Me voy a la Estrella, Cuerudo, a pasar un par de días, porque ayer he hecho una buena jugada.

-No te vas -respondió el Cuerudo disimulando-, en Lobos te tienen ganas y la partida es brava.

-El que nació barrigón es al pepe que lo fajen, -replicó alegremente Moreira-, ya he dicho que no tengo el cuero para negocio y alguna vez me han de pegar la buena.

De todos modos yo ya no peleo por defender la vida porque el día que me maten será para mí un beneficio: si peleo lo hago por lujo y para que no digan que me han matado de arriba.

Y saltó sobre su overo bayo con el Cacique a las ancas, alejándose al tranquito en dirección a Lobos.

Jaque mate

Y era verdad, ya Moreira no podía esperar nada que alegrara su vida.

Su cabeza codiciada por todas las partidas de plaza y policía de Buenos Aires, no merecía para él la pena de defenderla, porque esperaba que la muerte apagaría de una vez para siempre la tormenta de martirios que rugía en su alma.

Su mujer, a quien tanto había idolatrado, se había ido en compañía de su hijo que era el único lazo que lo ligaba a la vida, y de aquel hombre odiado que había podido escapar a la venganza cuando la creía más segura.

Moreira, pues, como decía, no peleaba por defender la vida; deseaba que lo matasen pero que lo matasen como él debía morir rodeado de cadáveres de policianos y oficiales de partida.

Ya no dormía como antes, al lado de su caballo ensillado que debía ser su salvación en esos casos de apuro. Poco le importaba quedar a pie con tal de tener al frente bastantes enemigos con que combatir y sobre quienes disparar sus trabucos.

Moreira sabía que la Estrella estaba vigilada, que la menor imprudencia podía hacerlo caer en una celada que tal vez le fuese fatal, pero no dejaba de ir allí y pasaba dos o tres días, según andaba el humor y el bolsillo.

En Lobos estaba además de Juez de Paz el señor don Casimiro Villamayor, persona enérgica y rígida en el cumplimiento de sus deberes, que había de poner en juego todos los medios a su alcance para reducirlo a prisión.

El señor Villamayor había dado órdenes terminantes al capitán de la partida don Eulogio Varela y sabiendo que Moreira andaba en Lobos, se había dirigido al gobernador Acosta pidiéndole algunos vigilantes disfrazados para lograr mejor el golpe.

Moreira a pesar de saber todo esto, saltó sobre su magnífico caballo tomando la dirección de la Estrella.

La partida, pues, se preparaba esta vez, fatal para el paisano.

A más de la partida de plaza mandada por don Eulogio Varela, había en Lobos una fuerza de Policía a órdenes del señor don Pedro Berton oficial de policía, de la que formaba parte el sargento Chirino, famoso desde aquella época y a la que se había agregado el oficial Molina, también de la policía.

Al comandante Bosch se había confiado el mando de la partida de plaza, y los vigilantes, mientras algunos curiosos, entre los que se contaban don Gabriel Larsen, se habían agregado a la expedición.

Así estaba preparado el pueblo a donde se dirigía Moreira a pasar dos o tres días de aventura.

Por el camino, Moreira había encontrado a Julián Andrade, gaucho muy valiente, a quien invitó a la parranda y a tomar parte en el combate que sostendrían contra el pequeño ejército que les esperaba.

Moreira, acompañado de Julián Andrade hicieron noche en una pulpería del camino y a la mañana siguiente se dirigieron a la Estrella, donde llegaron a las 11 a. m.

El Cuerudo, que había quedado bombeando el establecimiento, llevó el parte al Juzgado de paz, donde estaba preparada la gente que había de prenderlo. Era el 30 de abril de 1874.

Entretanto Moreira y Andrade almorzaban alegremente un puchero de gallina, largamente rociado con un par de vasos de vino carlón «del que toma el cura».

La Estrella era una casa de negocio donde se comía, se bebía y donde despachaban hermosas mujeres, una de las cuales había merecido las más finas atenciones por parte de Moreira.

La esquina estaba ocupada por el café y en el primer patio había unas cinco o seis habitaciones, que servían de aposento de los parroquianos o de las maritornes.

Concluido el almuerzo, Andrade y Moreira pidieron una habitación cada uno para echar una larga siesta y cada uno en caso que vinieran a prenderlos, pudieran tomar a la partida entre los dos fuegos de sus trabucos, operación que les aseguraba el triunfo.

Julián Andrade era un gaucho bravo, digno compañero de Juan Moreira, y capaz de ayudarlo de una manera eficaz pues no le faltaban entrañas para hacer una limpiada.

Así los dos amigos se dirigieron cada uno a su pieza, Andrade se entregó al riposo y Moreira salió afuera para acomodar su caballo a los fondos de la casa, calculando no tener más que saltar la pared para ponerse a su lado en un caso de apuro, volviendo en seguida acompañado del Cacique, a la pieza que había elegido.

En seguida se desnudó y se acostó en la cama, mientras Laura a su lado le contaba los preparativos que hacían para prenderlo y las ganas que le tenían.

Poco tiempo después, tanto Andrade como Moreira dormían profundamente sin sospechar tal vez que aquel día podía ser su último sueño.

Eran las dos de la tarde más o menos, cuando los vigilantes mandados por don Pedro Berton, la partida de plaza mandada por don Eulogio Varela y el comandante Bosch a cuyas órdenes iban todas las fuerzas y varios vecinos de Lobos, entre los que iba el joven Gabriel Larsen, llegaban cautelosamente a la Estrella.

Unos cuantos soldados de la partida a caballo y algunos vigilantes a pie quedaron del lado de afuera rodeando al edificio, mientras el resto entraba al patio.

El dueño del establecimiento dijo ignorar dónde se hallaba Moreira y el registro de la casa empezó a llevarse a cabo con suma prudencia y minuciosidad.

Adonde primero se dirigió la gente fue a una pieza cuya puerta entornada dejaba ver un paisano que dormía profundamente, en una silla al lado de la cama, se veían sobre un chiripá de paño dos grandes trabucos de bronce y una lujosa daga de larga y filosa hoja.

-Se acabó Juan Moreira, pensaron los soldados entrando a la pieza sin hacer el menor ruido y apoderándose de aquellas armas que debían ser tan terribles en manos de su dueño, a quien despertaron de pronto apuntándole al pecho con dos rifles, y ordenándose se entregara preso.

Inmensa fue la agonía que cruzó como un relámpago por la mirada de aquel hombre al ver sus armas en manos de aquellos soldados que le apuntaban al pecho.

Las miró con una especie de estertos, y dando un suspiro prolongado. Está bien, no me maten que estoy rendido, y dos lágrimas corrieron por sus pómulos.

Ya estaban atándolo cuando uno de los soldados de la partida, que lo conocía dijo:

-Ése no es Moreira compañeros es Julián Andrade, otro bandido.

Concluyeron de amarrarlo y empezaron a reconocer de nuevo las habitaciones en busca del terrible Moreira, temiendo se les hubiera escapado.

Así llegaron a una habitación completamente cerrada a cuyo dintel estaba el señor Bosch diciendo:

-Aquí está el hombre, es inútil buscarlo en otra parte.

¿Qué sucedía entretanto en la pieza que ocupaba aquel hombre verdaderamente descomunal? Oigamos a la mujer que estaba con él.

Cuando los soldados hablaron en alta voz, creyendo haber atado a Moreira, éste se asomó al umbral y pudo ver a Andrade completamente rendido. El cuzquito ladraba de una manera amenazadora avanzando hacia la puerta entreabierta por su amo.

Moreira entró precipitadamente, echó los pasadores a la puerta y se puso a vestir rápidamente, revisando sus armas con minuciosa atención.

-¿Qué es eso? -le preguntó Laura-, ¿por qué cierras la puerta y te vistes tan ligero? Esa gente ha venido a prender al otro porque a vos no te han visto.

-Me vienen a matar -agregó Moreira con una expresión de inmensa fiereza-, me vienen a matar, lo conozco en el modo con que ladra el Cacique.

En ese momento golpearon fuertemente la puerta.

-¿Quién es? -preguntó Moreira sin apagar de sus labios la sonrisa de desdén.

-Es la justicia -contestó el señor don Pedro Berton, es inútil que se resista, amigo; entréguese y no se haga matar.

En esto Moreira abrió una hendija de la puerta, por donde echó a Laura y volvió a encerrarse precipitadamente.

-Entréguese amigo -insistió Berton-, porque si se resiste se va a hacer matar inútilmente.

Ya las medidas estaban hábilmente tomadas; al frente de la puerta se habían colocados tiradores, tomando los puntos, y a los flancos de la misma estaban soldados de la partida, el capitán Varela y el señor Bosch, de modo que toda tentativa de fuga era imposible.

-¿A quién he de entregarme? -preguntó Moreira, y se sintió el seco ruido que hacían los muelles de los trabucos al montarse.

-A la policía de Buenos Aires -contestó el joven Berton.

-Me pago en la policía de Buenos Aires -contestó Juan Moreira, y abriendo la puerta de par en par, apareció en el dintel sereno, y altivo, teniendo amartillado en cada mano uno de los trabucos.

La aparición de Moreira fue tan rápida y tan inesperada, que todos quedaron inmóviles y vacilantes.

El paisano aprovechó rápidamente el estupor que su aparición había causado; se dio cuenta de la situación, y comprendiendo que el mayor número de enemigos estaba a los flancos, tendió sus hercúleos brazos y disparó los dos trabucos que llevaron la muerte a las filas enemigas.

-¡Fuego! ¡Fuego! -gritó desesperadamente el oficial Berton; y sonó un ruego graneado, mal dirigido porque los soldados estaban profundamente conmovidos, y sin ningún resultado.

Moreira, entre tanto, soltando una alegre carcajada, volvió a entrar a la pieza y cerró rápidamente la puerta.

Y se sintió desde afuera cómo volvía a cargar los trabucos, golpeando las culatas contra el suelo.

-Entréguese y no se haga matar tan sin provecho, volvió a gritar Berton. Entréguese a la policía de Buenos Aires.

-Aquí no hay más policía que yo, hijos de una gran mala -y abrió de nuevo la puerta, presentándose en el dintel amartillando sus dos trabucos.

-¡Fuego! ¡Fuego a él! -gritó Berton animando a la gente; pero esta vez como la anterior, ninguno de los tiros pudo herir a Moreira.

El comandante Bosch hizo también fuego con una pistola que llevaba, por única arma, pero el proyectil aunque bien dirigido, sólo rozó el hueso pariental derecho.

Moreira apuntó sus armas una de frente y otra al flanco derecho, y disparó acompañando el doble disparo de una sátira a la policía.

Este disparo fue fatal para uno de los soldados de la partida y para don Eulogio Varela que recibió toda la descarga de un trabuco en la rodilla izquierda.

Moreira se encerró de nuevo en la pieza y se le sintió volver a cargar sus trabucos.

La gente estaba desmoralizada, y casi dominada por el inmenso valor de aquel hombre.

La muerte de un soldado y la grave herida del capitán Varela contribuían a aquella desmoralización: el mismo comandante Bosch, hombre noble y verdaderamente bravo después de descargar el único tiro de su pistola, se había retirado como descontento de aquella lucha tan desigual, que tendría que dar por resultado la muerte de un valiente.

Moreira abrió por tercera vez la puerta y se presentó armado de un solo trabuco; sin duda el otro se había descompuesto.

El capitán Varela, joven de un valor a toda prueba, y deseoso de medirse de igual a igual con aquel hombre, lo acometió sable en mano, sin lograr herirlo por el momento.

Moreira entonces le volcó el trabuco sobre la cara, pero al volcarlo había caído el fulminante y el trabuco no dio fuego.

Entonces el paisano, riendo siempre, tiró al rostro de Varela su inservible trabuco y saltó al medio del patio, enrollando en el brazo izquierdo su manta de vicuña y blandiendo en la diestra poderosa su terrible daga.

Al saltar Moreira al patio, daga en mano, todo el mundo disparó, quedando solo en el patio, frente al gaucho, don Pedro Berton, y el capitán Varela, que apenas podía moverse a causa del trabucazo que recibiera en la articulación de la pierna.

Uno de los vigilantes que disparaba, pasó en ese momento al lado de Berton, quien le arrebató el rifle para disparar sobre Moreira.

Éste, siempre sonriente, siempre despreciativo, sacó del tirador una pistola, puso los puntos a Berton que se había echado ya el rifle a la cara y le hizo fuego.

El pulso del gaucho era inalterable a pesar del peligro que corría, y su sangre fría asombrosa: como prueba de esto, su bala fue a incrustarse en la muñeca derecha de Berton quitándole toda la acción sobre el gatillo.

Moreira pudo disparar el otro tiro y concluir con aquel valeroso joven, pero volvió a guardar la pistola en el tirador, blandiendo de nuevo la daga.

-¡Fuego! ¡Fuego sobre él! -gritaba Berton, oprimiendo su articulación destrozada; pero los soldados se habían puesto a respetable distancia.

Entonces, el señor don Eulogio Varela, tan bravo como el mismo Moreira, arrastrando su pierna como podía, lo atropelló con la espada en la mano.

Y fue en verdad magnífico aquel choque, pues si el manejo, y la vista de Moreira eran fabulosos, el sable manejado por Varela era una arma terrible.

Aquellos dos hombres se acometieron rápidos y enérgicos, enviándose golpes de muerte.

Nos ha dicho el mismo señor Varela, que eran tan hercúleas las fuerzas de Moreira, que no podía desviar con la espada los golpes de aquella daga imponderable, que se movía en todas direcciones como una culebra de acero en contacto con una pila eléctrica.

No siendo bastante la espada, tenía que volcar el cuerpo a uno y otro lado, para evitar los hachazos que lo dirigía a la cabeza, cualquiera de los cuales, recibido, le hubiera partido el cráneo.

¡Fue magnífica la apostura de aquel hombre! Protegía el cuerpo con la manta envuelta en el potente brazo, y acometía recio y deseoso de terminar con todos.

Su pupila fosforescente lanzaba intensos rayos de cólera cuyo contacto abrasador acobardaba a sus enemigos que retrocedían cediéndole el terreno palmo a palmo.

Los dos oficiales que mandaban aquella tropa iban perdiendo el ánimo, a medida que por sus heridas brotaba la sangre abundantemente y se veían abandonados por la tropa.

-¡Campo! ¡Campo maula! -gritaba Moreira, y los vigilantes retrocedían aterrados y los soldados de la partida daban vuelta la espalda, porque cada vez que el paisano pedía campo cargaba de firme esgrimiendo su daga que amenazaba a un tiempo todos los pechos.

El patio fue así conquistado ladrillo por ladrillo y Moreira se detuvo por fin jadeante, y respiró con inmenso placer el aire tibio de la siesta.

En ese momento Julián Andrade, haciendo un esfuerzo poderoso, había logrado deshacer sus ligaduras y había corrido a la calle buscando su caballo.

¡Vana esperanza! Apenas pasó el umbral de la puerta, desarmado como iba, fue acometido por los que rodeaban el edificio y herido de dos hachazos en la cabeza.

Andrade cayó esta vez completamente postrado; fue amarrado fuertemente y entrado de nuevo a la casa donde se llevó un nuevo ataque a Moreira.

Éste estaba en el medio del patio fatigado por larga lucha, pero sereno y tranquilo como si ningún peligro lo amenazara.

Su sedoso y negro cabello estaba pelado a la altiva frente por el sudor que le corría y por la sangre que, en pequeña cantidad, brotaba de una ligera herida de sable que había recibido en el hueso frontal sobre la ceja derecha.

Su pecho valeroso se levantaba y bajaba a impulsos de la respiración fatigosa, pero en sus labios desdeñosos no se había apagado aquella eterna sonrisa.

Y allí con la daga en la mano, siempre dispuesto a herir, esperaba la acometida que le traían por una parte vigilantes y soldados, y por otra, el capitán Eulogio Varela que animaba a la gente con la palabra y caminaba penosamente dispuesto a combatir con Moreira hasta matarlo o morir.

Este valiente oficial nos ha mostrado en Lobos la espada que llevaba ese día y hemos quedado asombrados al comprender por su lastimada hoja, toda la fuerza muscular de que estaba poseído Moreira y el magnífico temple de aquella espléndida daga que se hizo legendaria en manos de aquel hombre.

La espada está llena de melladuras, mostrando dos o tres hachazos a la altura del tercio de la hoja, que la cortan hasta el revés.

Moreira recibió aquella nueva acometida con tanto brío y pujanza que parecía que recién empezaba a combatir, y como lo cargaron muchos y de firme echó mano a la cintura buscando sus trabucos, con tal expresión de exterminio en la mirada, que le cedieron el campo disparando francamente.

El vigilante Chirino, hoy sargento de policía al servicio de la penitenciaría, se había ocultado detrás del brocal del pozo, temiendo que el paisano le hiciera algún disparo tan certero como el que rompió el brazo a don Pedro Berton, desde donde espiaba la oportunidad de una salida provechosa.

Varela acometió de nuevo a Moreira, que paró tranquilamente los golpes de sable que le tirara, diciéndole:

-Vaya a curarse, amigo, que usted no está para estas cosas.

Y en seguida, viendo que algunos vigilantes cargaban de lejos sus remingtons para hacerle fuego, pasó como una exhalación por delante del brocal del pozo, sin ver a Chirino que estaba allí oculto; y poniéndose la daga entre los dientes, se tomó de la pared con ánimo de pasar al otro lado donde estaba su caballo que era su completa salvación y la burla de toda aquella gente, que en vano había intentado matarlo a toda costa.

Ya había alcanzado con las manos al extremo de la pared; con dos pisadas más que diera sobre los salientes ladrillos estaba completamente a salvo, cuando una espantosa maldición salió como un trueno de su boca, su pie derecho se escapó del ladrillo donde se apoyaba y su mano derecha se desprendió de la pared.

¿Qué había sucedído que aquel hombre se había detenido a la mitad del camino prorrumpiendo en una maldición que pasó amenazadora por sobre la hoja de daga que conservaba en sus dientes?

¿Por qué daba vuelta la cara bañada súbitamente de honda palidez?

Es que a Moreira le había sucedido algo espantoso, que venía a arrancarle la victoria que tuvo siempre de su lado, mientras duró aquella sangrienta lucha.

Chirino que había visto pasar al gaucho con la daga entre los dientes, desde el brocal que le servía de escondite, salió rápidamente y cuando el paisano levantaba ya la pierna derecha para montar sobre la pared, terció su rifle y le sepultó la bayoneta en el pulmón izquierdo.

Tanto deseo de matar el gaucho tenía Chirino, tal fuerza imprimió al golpe, que la bayoneta hundió por completo el pulmón, atravesó el pecho y se enterró en la pared en una profundidad de más de cuatro dedos.

El cuerpo de Moreira faltó del apoyo del pie y brazo derecho, vino a quedar descansando se puede decir en la misma bayoneta que lo hiriera, pues la fuerza hercúlea de su pie izquierdo y de la mano que lo sostenía, se había debilitado por el dolor y por el frío del acero triangular envainado en el cuerpo.

Moreira dio vuelta la cara y miró a Chirino con sus negras pupilas brillantes, cuyo fulgor bravío no había logrado extinguir la muerte que llevara a su cuerpo aquella bayoneta traidora que hería su espalda como si fuera la espalda de un ladrón o de un cobarde a quien la muerte sorprende en medio de la fuga.

-¡Ah!, ¡cobarde!, cobarde -murmuró, dejando caer la daga de entre los dientes-, a hombres como yo no se les hiere por la espalda, ¡no podés negar que sos justicia!

Su mano derecha, crispada por el dolor, empuñó la pistola de que se había servido para inutilizar a Berton y la pasó por sobre su hombro izquierdo, tratando de hacer puntería en la cabeza de Chirino que hacía fuerza para que la bayoneta vencida por el cuerpo de Moreira, no se desclavase de la pared.

El resto de los vigilantes, incitados por la voz de Berton y Varela, cargaban en grupo para ultimar al paisano, cuando éste retorciéndose sobre la bayoneta como si ésta no le causara dolor alguno, inclinó la pistola e hizo fuego sobre la cabeza de Chirino.

La bola, hábilmente dirigida a pesar de la posición violentísima, rozó de arriba al ojo, la pupila izquierda del vigilante y fue a incrustarse en el pómulo.

Chirino cayó de espaldas lanzando un grito horrible y arrastró en su caída el rifle cuya bayoneta produjo un ruido fatídico al salir de la herida.

Moreira libre del arma que la mantuviera clavado en la pared, cayó al suelo de pie y con una expresión de suprema alegría recogió su daga.

-¡Aún no estoy muerto! ¡Aún no estoy muerto, maulas! -gritó, y blandiendo la daga arremetió al grupo que lo cargaba.

El aspecto de Moreira era entonces terrible; de su elevado pecho caía un torrente de sangre que empapaba hasta la espuela, sus ojos despedían llamaradas y el dolor había contraído aquella sonrisa altiva y desdeñosa que vagaba siempre por sus labios.

-¡A mí maulas! -prosiguió-, ¡a mí! Y blandió la daga con un movimiento poderoso que detuvo la marcha de los que avanzaban a rematarlo.

El joven Gabriel Larsen que venía en el grupo armado de un revólver con el que apuntaba al gaucho, quedó estático ante aquella muestra de valor salvaje y aquella potente vida arraigada a aquel hombre varonil, que acometía poderosamente, con un herida que hubiera sido inmediatamente mortal para cualquier otro que no hubiera sido el coronel Sandez o Juan Moreira, dos naturalezas de bronce que se pueden llamar gemelas.

Larsen había quedado completamente asombrado, la vista de Moreira que avanzaba decidido aunque vacilante, lo había impuesto de tal modo que no tuvo aliento para disparar su revólver y su brazo derecho cayó a lo largo del cuerpo, completamente debilitado por el terror.

Moreira encogió el brazo lo acometió y se tendió en una larga puñalada tomando por blanco el pecho del joven que cerró los ojos y esperó el golpe automáticamente.

La daga no lo hirió, sin embargo, Eulogio Varela que estaba a pocos pasos, acudió a evitar el golpe con una abnegación suprema y convencido por experiencia que no había fuerza humana capaz de doblar aquella mano de acero, puso el brazo entre el pecho de Larsen y la daga de Moreira, recibiendo en él la terrible puñalada que, sin aquella valla de carne hubiera dado muerte al imprudente joven.

Moreira retiró la daga y miró a Varela, con una especie de admiración; quiso acometer de nuevo, pero un vómito de sangre le empapó por completo la pechera de la camisa haciéndolo caer sobre las rodillas, completamente debilitado por la copiosa pérdida de sangre.

Todos a una cargaron sobre él, apresurándose a concluir con el átomo de vida que le quedaba, mientras un nuevo vómito de sangre, más abundante que el primero salía de aquella boca en cuyos labios lívidos, el exterior de la muerte no había logrado apagar la sonrisa de desdén.

El Cacique que lo había seguido paso a paso desde que salió de la pieza, se acercó solícito a lamer aquel semblante que la agonía iba apagando poco a poco, y Moreira, mirándolo con el último destello que quedaba en sus ojos entornados por la muerte cayó de boca pesadamente.

Entonces todos cargaron sobre él, cuya cabeza reposaba sobre el último vómito de sangre, última sangre de sus venas que salió al caer el cuerpo.

Así mismo aquel hombre excepcional levantó su brazo armado aún por la daga, y amagó una última puñalada pero aquel brazo que sólo la muerte podía haber debilitado, cayó por primera vez sin herir, para no volverse a levantar más.

Alzó entonces lentamente la cabeza y dirigió su última mirada llena aún de soberbia sobre el cuerpo de Chirino que estaba a pocos pasos y bajó poco a poco la frente empapada en sangre, y quedó tan inmóvil como un muerto.

Los actores de aquella verdadera tragedia quedaron parados, sin atinar a hacer un solo movimiento; una extraña sensación de respeto les alejaba de aquel hombre que había caído como un verdadero gigante dando pruebas de un valor imponderable y de un espíritu que no había logrado abatir la muerte dolorosa, terriblemente dolorosa a que había sucumbido.

Cuando vemos caer hombres como Juan Moreira, no podemos dominar el sentimiento de profunda tristeza que invade nuestro espíritu.

Sentimos respeto por aquel corazón esforzado, y no podemos mirar indiferentes la caída de uno de estos seres llenos de hermosas cualidades, con un espíritu noble o inquebrantable y dotados de un carácter hidalgo, lanzados al camino del crimen y empujados a una muerte horrible, por la maldad salvaje de uno de esos tenientes alcaldes de campaña a quienes desgraciadamente está librado el honor y la vida del humilde y noble gaucho porteño.

Cuando los vigilantes se convencieron por la inmovilidad del cuerpo, de que Moreira estaba realmente muerto, se acercaron al cadáver y le dieron vuelta.

Se decía que Moreira era tan valiente y no había sido herido nunca, porque usaba cota de malla, y era preciso convencerse si aquello era cierto.

Los labios del cadáver estaban sonrientes, parecía que aún provocaba a la lucha con palabras despreciativas.

Aquellos hombres abrieron la pechera de la camisa y miraron aquel pecho admirable por su modelación lanzando un grito de asombro.

El pecho de Moreira estaba realmente cubierto por una cota, pero no era de malla de acero, sino un tejido de enormes cicatrices que lo cruzaban en todas direcciones, heridas cuya existencia no se había conocido nunca, porque el altivo paisano cuando las recibía, iba a curárselas donde nadie pudiera verlo.

Decían que una de aquellas cicatrices, que marcaba un largo de dos centímetros bajo la tetilla derecha, había sido recibida en la segunda lucha con Leguizamon.

Desde la cintura hasta los hombros se podían contar nueve heridas, de las cuales tres eran de arma de fuego en el muslo derecho, a la altura de la rodilla se veía una cicatriz de bala y su hombro izquierdo, a manera de presilla, estaba cruzado por un hachazo que había dejado allí una cicatriz de un centímetro de profundidad.

Esta era la cota de malla que había vestido Moreira para evitar la muerte que casi diariamente le había salido al encuentro.

Dos horas después de haber muerto aquel hombre excepcional, se presentó en la Estrella el señor don Blas Varela, tío del valiente capitán de partida de Lobos, que recogió y llevó a su casa a los heridos de aquella acción, que eran Eulogio Varela, Pedro Berton, el sargentino Chirino y dos más, donde recibieron los primeros cuidados.

Más tarde llegaron por un tren expreso tres cirujanos que envió el Gobernador de la Provincia y que procedieron inmediatamente a la cura, de aquellos heridos.

Al otro día de haber muerto Moreira, cediendo al empuje de tantos enemigos y dando una última prueba de su valor novelesco, llegaban al partido de Lobos comisiones de los pueblos vecinos para cerciorase por sus propios ojos que realmente Moreira había muerto.

En el rostro de todos los que miraban aquel cuerpo exánime se podía ver una expresión del más franco asombro, pues para todos los que conocían su tristísima historia, Moreira era un desventurado cuya muerte conmovía el espíritu de una manera inevitable.

Y aquel hombre cuya hermosura típica no había alterado la rigidez de la muerte y que momentos antes sembraba el terror entre sus enemigos estaba allí frío e inmóvil con la barba convertida en una maga de sangre coagulada y los labios entreabiertos por una última sonrisa, sirviendo de espectáculo a los innumerables curiosos que llegaban a la Estrella para verlo por última vez y contemplar las herida que había dado fin a aquella existencia desventurada.

Moreira fue enterrado en el cementerio de Lobos, veinte y cuatro horas después de su muerte, en una humilde fosa donde sólo se ve un número calado en una plancha de fierro.

Nos contaba la buena vieja vasca, que en compañía de su marido cuida el cementerio de Lobos, que cuando todos se alejaron de aquel sitio fúnebre, se vio trepar al montoncito de tierra recién movida, un perrito que se echó allí y empezó a sullar de una manera tristísima.

Según aquella buena vieja, esta escena patética es la que más la ha conmovido desde que cuida aquel cementerio solitario, donde no se ven aquellos objetos pomposos con que la vanidad de los vivos adornan la soledad de los muertos.

Era el Cacique, el fiel Cacique, que no abandonaba a su amo, eligiendo por guarida aquel humilde montoncito de tierra.

Extraña lealtad y abnegación que hace a un perro muy superior al hombre mismo, que concluye por olvidar hasta el paraje que, en el seno de la tierra, descansan los seres que más se amaron en la vida.

Así terminó aquel gaucho que había nacido para ser feliz, por las hermosas prendas que adornaban su corazón y la conducta ejemplar que había observado hasta que la Justicia de Paz, esa terrible Justicia de Paz, se echó sobre él, como el buitre que abate su vuelo sobre la osamenta.

¡Pobre Moreira! Ni una mano amiga vino a cerrarle los párpados sobre la altiva mirada empañada por el exterior de la agonía.

El caballo, el célebre overo bayo, compañero inseparable de aquella especie de judío errante en su propia tierra, pasaría a poder de algún alcalde o sargento de partida; sus armas, aquellas terribles armas que tan temidas se habían hecho, pasaron a manos del juez del crimen que instruyó la causa del valiente Juan Moreira.

El epitafio de Moreira

El día cuatro de mayo, como a las tres de la tarde, entró en el pueblo de Lobos un paisano de aspecto humilde, montando en un magnífico caballo saino colorado.

Aquel hombre tenía la cabeza abatida sobre el pecho, como cediendo al peso de una horrible desgracia y no se preocupaba de apurar el pesado tranco de su caballo.

El paisano, siempre triste, con la mirada inmóvil sobre la cabeza de su pobre apero atravesó el pueblo por la calle principal, y recién al llegar a la plaza alzó la cabeza, dejando ver una mirada inteligente empañada por el dolor que se revelaba en su actitud sombría y lúgubre ademán.

Levantó la cabeza, decimos, y miró a todos lados como para orientarse del camino que debía seguir, camino en que le parecía no estar muy seguro, pues desmontó en un almacén y preguntó por dónde se podía ir al cementerio.

Uno de los gauchos que había en el almacén salió afuera, e indicó al paisano el camino que debía seguir, mirando con extrañeza a aquel desconocido que se alejó sin siquiera dar las gracias por el servicio recibido, descomedimiento que el gaucho atribuyó a la pena en que aquel hombre parecía ir sumido.

El paisano siguió siempre al tranquito, hasta que llegó al cementerio, echó pie a tierra delante de la puerta de fierro, y sin atar siquiera su caballo, penetró al cementerio, cuyas tumbas interrogó con una mirada húmeda y vacilante.

Aquel hombre, sin despegar los labios para responder al comedido saludo de la vasca sepulturera, detuvo su mirada sobre el montón de tierra donde estaba echado el Cacique, y se dirigió allí con el paso vacilante, sacándose el sombrero con imponente respeto.

Llamó a la tumba solitaria, dobló en ella las rodillas y se pudo ver que de su ojos negrísimos y varoniles, caía un torrente de lágrimas que iban a rodar a la tierra que cubría los restos de Moreira.

El Cacique, que recibía siempre con amenazadores gruñidos a los que se acercaban a la tumba de su amo, se arrastró hasta aquel hombre y mientras lamía sus manos cariñosamente, se puso a aullar, con ese aullido triste y lastimero que emplean los perros en las situaciones lúgubres.

El paisano acarició la cabeza del noble animal, se puso de pie, cruzó los brazos y, clavó la mirada en aquella huesa miserable, permaneciendo así inmóvil como una estatua, y llorando silenciosamente, más de tres horas.

A la caída de la tarde, el hombre que cuidaba el cementerio fue a prevenir a aquella especie de estatua humana que iba a cerrar la puerta y que era necesario se retirara, pero el paisano estaba tan embebido en su pensamiento que fue necesario golpearlo al hombro y repetirle la advertencia.

Entonces sus labios temblaron a impulsos de los sollozos que lo sofocaban, por sus pómulos se deslizaron las últimas lágrimas, levantó al Cacique en sus brazos que seguía aullando lúgubremente y dio vuelta para tomar el camino que conduce a la salida del cementerio. ¡No alcanzó a andar dos pasos!

-Adiós Moreira -gritó con la voz entrecortada por los sollozos que hacían su palabra casi ininteligible-, ¡adiós hermano Moreira! Daría toda mi vida por poder montarte en ancas de mi caballo y llevarte al rancho de la amistad -dijo, su voz espiró en un doloroso gemido y salió del cementerio a la carrera, como si tuviera que hacer un violento esfuerzo para arrancarse a la fuerza desconocida que allí lo retenía.

Llegó a su caballo sobre cuyo recado saltó sin tocar el estribo y acomodando al cuzquito en el brazo izquierdo se perdió al galope de su caballo.

Aquel paisano era el amigo Julián que, sabiendo la muerte de Moreira, había venido a darle el último adiós sobre su tumba.

Moreira vive aún en la tradición de los pagos que habitó: sus desventuras se cantan en décimas tristísimas y sus hazañas son el tema de los más sentidos y tiernos estilos, que cantan cada paisano, lamentando la muerte de aquel hombre fabuloso para rendirlo fue necesario que la Policía de Buenos Aires se pusiese en campaña eligiendo sus mejores soldados y pelear con él hasta que le quedó un átomo de vida.

Los paisanos que lo trataron sienten una especie de orgullo al recordar que fueron amigos de aquel hombre, y las partidas de plaza, recuerdan aún con cierto terror, los destellos de aquella mirada soberbia, cuyos rayos no podían sostener sin bajar la vista al momento.

Moreira no tiene paragón con ninguno de los muchos hombres de valor asombroso que han habitado nuestra campaña. El único que se le acerca en algo es aquel terrible Juan Cuello que en los años comprendidos del cuarenta y siete al cincuenta y uno, tuvo aterrorizadas a la ciudad de Buenos Aires y a la misma mazorca, cuya vida y curiosísimas aventuras recién hemos concluido.

Juan Cuello es una narración que interesará sobre manera a nuestros lectores, por estar llena de episodios sumamente romancescos.

Andrea y su hijo, el pequeño Juan, se encuentran actualmente en casa del señor Aguilar, calle de la Victoria frente al cuartel de bomberos.

Cuando Vicenta oye hablar del tremendo Juan Moreira sus ojos se llenan de lágrimas y miran al suelo, como si buscara la tumba de aquel desventurado cuya existencia feliz fue cortada por el poder de un teniente alcalde de campaña.

¡He aquí los graves defectos que adolece nuestra célebre Justicia de Paz!

De un hombre nacido para el bien y para ser útil a sus semejantes, hacen una especie de fiera que, para salvar la cabeza del sable de las partidas tiene que echarse al camino y defenderse con la daga y el trabuco.

Es preciso convencerse una vez por todas que el gaucho no es un paria sobre la tierra, que no tiene derechos de ninguna clase, ni aún el de poseer una mujer buena moza en contra de la voluntad de un teniente alcalde.

El gaucho es un hombre para quien la ley no quiere decir nada más que esta gran verdad práctica, el Juez de Paz de partido tiene derecho de remacharle una barra de grillos y mandarlo a cuerpo de línea.

Es tiempo ya de que cesen estos hechos salvajes y el gaucho empiece a gozar de los derechos que le otorgan la constitución y que ha conquistado con su sangre en todos los campos de batalla.

Cerraremos esta dramática historia, haciendo notar que todas nuestras críticas referentes a la organización de la Justicia de Paz en la campaña, obedecen a la noble aspiración de que los derechos imprescriptibles de ciudadano, con los cuales invisten al hombre las leyes divinas y las leyes escritas, sean respetados y garantidos en todas la latitudes del suelo argentino.

La daga de Moreira

Concluida la historia de Moreira con que adornamos nuestros folletines, vino a nuestro poder la daga de aquel paisano legendario, que conservaba el señor Melitón Rodríguez como una verdadera pieza de Museo.

La daga de Moreira con la que llevó a cabo tanta hazaña verdaderamente asombrosa, es un arma que en nada se parece a las de este nombre que usan la generalidad de nuestros paisanos.

Esta arma cuya hoja es de un completo temple toledano, está entre la daga y el sable; mide ochenta y cuatro centímetros de largo, contando la empuñadura y sesenta y tres centímetros su hoja sola.

El ancho de la hoja tiene cerca de la empuñadura como cuatro centímetros y disminuye gradualmente a medida que se aproxima a la punta, hecha como su filo destruido ya, con una lima.

La empuñadura de plata maciza, con algunas incrustaciones de oro y llena de delicada obra de cincel, pesa 25 onzas; la forma de esta empuñadura es digna de estudio, pues a ella sin duda que Moreira debe la rara suerte de no haber sido herido nunca de hacha.

La S con que los paisanos adornan la empuñadura de sus dagas, les sirve para proteger su mano derecha de los golpes de hacha que con tanta maestría barajan.

Esta S hace converger todos los golpes de hacha en su parte saliente, pero en su parte entrante es fácil, muy fácil que los hachazos resbalen, yendo a herir el pecho del que la esgrime.

Moreira había corregido este defecto con increíble suspicacia, colocando en su daga una gran U, en vez de la S vulgar; de este modo había resuelto el problema de hacer converger a la curva de la U todos los golpes de hacha, sin riesgo de su cabeza, de su pecho, y de su mano, aunque exponiendo a la fuerza de los mismos hachazos a la U, que se ve rota y saldada en varios puntos.

El filo de esta arma curiosa bajo todos respectos, está lleno de melladuras, una de las cuales penetra como una línea en el cuerpo de la hoja, y que el capitán Varela supone ser un hachazo que él le tiró en la última lucha que sostuvo aquel hombre excepcional, y que paró con aquella parte del filo de la daga, golpe en que le quebró su propia espada.

Conociendo el peso y las dimensiones de esta arma, se puede calcular la prodigiosa fuerza muscular de aquel hombre, que sin la menor fatiga combatía con ella tan largos intervalos de tiempo.

Esta daga es la sola que usó Moreira, por lujo primero, y por necesidad después, siendo la misma que le regalara Adolfo Alsina, y a la que él solo hizo la modificación de la S cuando confió a ella sola la defensa de su vida.

La daga de Moreira es digna de figurar en un museo al lado de la espada del Cid o cualquier otra arma histórica que simbolice un brazo de extraordinaria pujanza y un corazón de un temple espartano.

Y ya que nos ocupamos otra vez de Juan Moreira en la descripción de su daga, para agregarla a la segunda edición que de su biografía hacemos, vamos a consignar un episodio de su vida que pinta admirablemente las prendas raras de que estaba dotado y que conocimos después de haber concluido su historia, episodio que nos ha sido relatado por el mismo protagonista.

El doctor don Leopoldo del Campo, a quien hemos tenido la ventaja de conocer desde estudiante, es un noble carácter unido a una inteligencia clara y robusta, cultivada con verdadero desvelo y dedicación.

Leopoldo del Campo tiene verdadera pasión por la carrera que ha elegido, pasión que lo lleva a comprender las defensas más arduas, sin el menor interés, pues sus predilectas con aquellas de infelices procesados, que para pagar su trabajo no cuentan más que con su verdadero agradecimiento.

Es uno de aquellos bellos espíritus semejante al de Julián María Fernández, que hacen el bien por el solo placer de hacerlo.

Uno de tantos infelices defendidos gratuitamente por el doctor del Campo, era un paisano de Navarro cuyo nombre no recordamos en este momento, procesado por homicidio en la persona de otro paisano.

Del Campo puso su inteligencia y labor al servicio de este paisano con tan feliz éxito que pocos meses después lo sacaba libre de todo cargo, haciendo resplandecer su inocencia.

El paisano era un pobre diablo, cuyos únicos bienes de fortuna eran un pobre rancho en Navarro y unas pocas ovejas y vacas; pagó pues a su abogado con un agradecimiento sincero y ofreciéndose al gran defensor en lo que valía, por si alguna vez quería hacerle el servicio de ir a pasar una temporada a su rancho en compañía de su mujer y de sus hijitos a quienes enseñaría su nombre para que lo veneran sobre todas la cosas de la tierra; emprendiendo en seguida viaje para su pago con algún dinerito que le proporcionó el mismo del Campo para complemento de su acción noble y desinteresada.

Llegó un año de vacaciones en que del Campo tenía sendas tentaciones de ir a tomar un mes de campo sin ocurrírsele un amigo propietario a quien ir a pedir hospitalidad.

El nombre de su defendido olvidado tanto tiempo, se le vino al magín, ocurriéndosele que en ninguna parte sería mejor recibido que en aquel humilde rancho que con tanta franqueza le fue ofrecido.

Sin más ni más lió sus petates de viaje que no eran muy lujosos que digamos y tomó el tren de Lobos con el corazón rebosando de alegría estudiantil, dispuesto a pasar un mes de expansiones.

En Lobos alquiló un matungo de posta, y se largó camino de Navarro, navegando sobre el recado como uno de estos marineros ingleses que suelen bajar de abordo y alquilan un sotreta en la primer caballeriza con que se topan, prometiéndose un día de alto refocilamiento, aunque a la noche sepan volver más molidos que si les hubieran dado mil azotes, tendidos sobre el temible cañón de proa.

En aquellos tiempos la fama de Moreira llenaba aquellos alrededores, y era muy gaucho el hombre que se atrevía a hacer solo aquella cruzada, pero del Campo era joven y poco se preocupaba de agüerías y miedos.

Apenas había andado unas cuatro leguas, cuando se encontró con un paisano hermoso, paquetísimo y montado sobre un magnífico caballo overo bayo, aperado con un lujo pintoresco.

En su cintura, sujeta a la espalda, en el tirador, se veía una larga y hermosa daga; sobre los costados, el paisano ostentaba un par de magníficos trabucos de un brillo deslumbrador, tal era su limpieza.

-Adiós demonios -pensó del Campo para sus adentros-, esta especie de parque humano no puede ser otro sino Moreira. Si de esta escapo con vida lo podré contar como milagro.

Tales eran las cosas que de Moreira habían contado a del Campo, que éste creía de buena fe que el gaucho era un bandido asesino que se complacía en matar por lujo, como se dice en el campo.

Aquel apuesto gaucho encaminó su caballo hacia el del viajero, a quien dio un cortés «buen día amigo», preguntándole si no había visto en su camino un paisano acompañando una niña.

Del Campo había visto efectivamente una hermosa paisana acompañada de un hombre de campo que llegaron a la pulpería donde él había mudado caballo. Sin embargo, pensó que aquella pregunta era sólo un pretexto para entrar en conversación, exigirle más tarde el dinero que llevaba y coserlo en seguida a puñaladas para que no pudiera contar la cosa.

-Ésta es la introducción y más tarde vendrá la sinfonía -se dijo-. ¿Cómo diablos haré yo para salir airoso de ésta, montando tan detestable matungo? Sin embargo, dominando por completo todo recelo, repuso tranquilamente:

-Efectivamente, paisano, al salir de la pulpería donde mudé el caballo, llegaba un hombre acompañando una mujer bastante hermosa, pero no sé si siguieron o quedaron allí.

-Esos tienen una larga cuenta que ajustar conmigo -repuso el gaucho tomando un aspecto sombrío-, y usted amigo -añadió-, que parece pueblero ¿donde la va tirando tan mal montado en ese flacucho?

Del Campo creyó inútil ocultar el objeto de su viaje; así es que mirando al gaucho con su mirada inteligente le contó el objeto de aquel viaje improvisado.

-Voy -dijo-, a casa de Juan Almada (hoy conocemos el nombre del gaucho que había olvidado) yo lo defendí y lo saqué libre cuando estuvo preso, y como él me ofreció su rancho lo vengo a visitar.

-Es verdad, dijo el gaucho quedando un poco pensativo, no Juan el chico(o llamaban así para distinguirlo de Moreira, conocido también por Juan el grande) mató a uno, según decían, dándole dos puñaladas, y por eso lo mandaron a Buenos Aires para fusilarlo, según dijeron en el juzgado.

-Pero yo tuve la suerte de defenderlo -continuó del Campo-, probé que era inocente y lo soltaron, por eso él me convidó a que viniera a su rancho a pasear cuando anduviera desocupado.

Al oír estas palabras los ojos de aquel gaucho se dilataron por la más franca expresión de asombro, posé en el joven abogado su hermosa mirada y preguntó atónito.

-Y usted mozo ¿defiende a los hombres que están en desgracia? ¿Usted se los quita a las justicias y trabaja para devolver la libertad a los que tienen una desgracia en la vida?

-Esa es mi misión -dijo del Campo-, soy abogado y me ocupo de defender a todo hombre que tenga necesidad de mis servicios; cada uno tiene su oficio.

-Pero mi compadre, Juan -añadió el gaucho-, es pobre y habrá tenido que vender todo para pagarle a usted. ¡Oh! -continuó lleno de amargura-, los gauchos no somos hijos de Dios hay una maldición que nos acompaña.

-Se equivoca amigo -replicó del Campo bondadosamente-, aquel hombre me ha pagado con un apretón de manos, y aunque yo también soy pobre, con ese franco agradecimiento me considero bien pago.

Al oír esto, el gaucho se entregó al colmo del más inocente asombro; miró a del Campo mostrando una lágrima que brillaba en cada uno de sus párpados, y tendiéndole una mano, le dijo con la voz conmovida por un raro enternecimiento, mientras con la otra mano se quitaba el sombrero.

-Vaya con Dios, vaya con Dios y él lo bendiga, amigo, los hombres que se conduelen de las desgracias de los hombres, lo merecen todo en esta vida; Dios lo ayude en todo lo que usted emprenda.

Del Campo quedó sorprendido ante aquel raro gaucho que así le hablaba y que había concluido por hacérsele fuertemente simpático; su asombro fue mayor cuando lo vio retirar la mano para enjugar una lágrima.

-Vaya con Dios lindo mozo -concluyó aquel hombre-, yo soy Juan Moreira, y si alguna vez necesita de mí, ocúpeme como si fuera su peón, que seré feliz en servirlo -ño Juan el chico, añadió, es compadre mío y dígale que Moreira le manda muchas memorias-, y lavando las espuelas en los flancos del overo, se alejó de allí a gran galope.

Del Campo quedó un momento sorprendido al saber que aquel hombre de carácter tan noble y tan fácil de enternecer era Juan Moreira, el tremendo Juan Moreira.

En seguida taloneó también a su matungo, cuyo galope de ratón de mercado sólo sujetó en el rancho de su antiguo cliente a quien narró el encuentro que había tenido.

Y con este nuevo capítulo creemos dejar terminada la narración que ha sido tan bondadosamente acogida.

Eduardo Gutiérrez

Terminado este capítulo, recibimos una carta en que se nos narran dos episodios de la vida de Moreira, que no conocíamos.

Va la carta en seguida, pues no queremos privar de ellos al lector.

Buenos Aires, marzo 20 de 1880.
Señor don Eduardo Gutiérrez.
Apreciable señor.

Al volver a ocuparse usted de Juan Moreira, tipo que ha hecho usted tan popular, no puedo dejar de hacer conocer de usted los hechos siguientes que tanto contribuyen a dar a conocer aquel raro y noble carácter:

Garanto a usted su veracidad.

El Viernes santo se le ocurrió a Moreira pasar a galope por frente a la iglesia de san Justo. No podía nadie pasar por allí a caballo y cinco de los soldados encargados de la vigilancia lo atacaron sable en mano: bajose Moreira y sin duda por ser día santo, sólo empleó el rebenque en la defensa, parando los golpes con el sombrero, pues no llevaba poncho.

Los soldados atacaban con brío al ver que Moreira no usaba sus armas, pero tan repetidos fueron los rebencazos, que volvieron al atrio de donde en mal hora salieron, haciéndose humo como dineros en cajas nacionales.

El otro episodio de esa vida temeraria es el siguiente:

La partida de san Justo al mando entonces del teniente Ponce hizo un día la tentativa de tomarlo y preparándose como para habérselas con ese ser que se había convertido en aviso permanente de su incapacidad y cobardía, hallolo en una fonda y lo que jamás hubiera creído, Moreira huyó. Envalentonados con ésta, al parecer muestra de temor, salen tras él con la algazara del que pretende animarse a sí mismo. Poco le duró el contento: pues, al llegar Moreira al paraje conocido por el «Estanque» vieron que se bajó, y desensillando con tranquilidad, ató el caballo con el lazo y se sentó en el recado.

El teniente hizo alto a respetable distancia y se pusieron a deliberar si debían o no llevarle un formidable ataque; hacían esto en medio de las sangrientas pullas del gaucho; se propuso la idea de no molestarlo, lo que obtuvo mayoría sin necesidad de cuociente.

Volvieron a san Justo acompañados por las carcajadas de Moreira.

Me es grato hacer conocer a usted estos hechos, a los que su inimitable pluma sabrá llenarlos de ese gran interés que despierta siempre lo interesante cuando está bien escrito.

Me repito de usted humilde S. S.
Julio Llanos.
Chacabuco 464.

Appendix A

FIN
CC BY-SA 4.0

Holder of rights
Ulrike Henny-Krahmer

Citation Suggestion for this Object
TextGrid Repository (2024). Collection of 19th Century Spanish-American Novels (1880-1916). Juan Moreira. Juan Moreira. The CLiGS textbox. Ulrike Henny-Krahmer. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0012-3667-C